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Salmo 22 (23)
Dios mío, Dios mío,
¿por qué me has abandonado?
Dios mío, de día clamo
y no respondes,
también de noche,
no hay silencio para mí.
Han herido mis manos y mis pies.
Todos mis huesos se dislocan,
puedo contar todos mis huesos.
Está seco mi paladar como una teja
y mi lengua pegada a mi garganta.
Todos los que me ven de mí se mofan,
tuercen los labios, menean la cabeza:
“Se confió a Yahveh, ¡pues que Él le libre,
que le salve, puesto que le ama!”
Repártense entre sí mis vestiduras
y se sortean mi túnica.
Y yo, gusano, que no hombre,
vergüenza del vulgo, asco del pueblo,
como el agua me derramo,
mi corazón se vuelve como cera,
se derrite entre mis entrañas.
Perros innumerables me rodean,
una banda de malvados me acorrala,
ellos me observan y me miran.
…y Tú me sumes en el polvo de la muerte.
¡Mas Tú eres el Santo, que moras en las laudes de Israel!
En Ti esperaron nuestros padres y Tú los liberaste;
a Ti clamaron y salieron salvos;
en Ti esperaron y nunca quedaron confundidos.