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Presentación CD Luis Zubillaga Facultad de Filosofía y Letras UBA, 5/9/2003 Omar Corrado Siempre resulta conmovedor tener entre manos, en una pequeña caja, buena parte de la obra de un artista, condensados allí los sueños, las perplejidades, el esfuerzo, las adversidades y las alegrías de una vida. A veces, por un momento, hablar de ello nos parece hasta una indiscreción. Pero se trata de la obra de un artista; nosotros, los oyentes, también estuvimos, de alguna confusa manera, allí, en el momento creativo, en el esfuerzo por hacer que un mundo sonoro imaginario se concrete, se instale en el mundo, y establezca desde entonces un diálogo productivo con los demás. Es en este sentido que quisiera compartir estos modestos comentarios de los dos CD con obras de cámara y sinfónica de Luis Zubillaga, que editaran, junto a un cuidado libro, su esposa Elda Cerrato y su hijo Luciano, en 2002. Frente al material que se despliega en estos discos, un oyente puede establecer distintos recorridos, lo que nos da versiones distintas de la forma general o macroforma, entendiendo cada pieza como parte de una obra integral. El primero, más lineal, es escucharla música en el orden que la grabación le proporciona. El criterio adoptado aquí –más notable, en el primer CD- parece haber sido el de la variedad en las características instrumentales, con lo cual el interés de la audición se ve fortalecido por la variedad tímbrica. Allí comprobamos las preferencias del compositor por el piano solista y los conjuntos de cámara con prevalencia de metales y percusión. Observamos planteos considerablemente diversificados en la selección de los materiales, del vocabulario y la sintaxis, que se suceden sin ningún propósito didáctico, de “explicación” de la evolución lógica del estilo. En este sentido, al lenguaje tenso y áspero de Direccionales para cuarteto de cuerdas (1962), con sus transparencias y estallidos, su acento en la estructuración interválica le sucede Todos los días... ninguno, para 14 instrumentos, compuesta 16 años después, cuyo carácter fragmentario, remite a la apertura de la forma y a nuevas soluciones gráficas en la notación. O, en el segundo CD, la economía de materiales, las resonancias y texturas raspadas de la temprana Nadas vacías, piano (1962) viene después de Escena II, 26 instrumentos (1982), con sus secciones cerradas y contrastantes, algunas de fuerte contenido dramático. Otro recorrido consiste en reorganizar las piezas por orden cronológico. En esta operación, nos involucramos más como oyentes, aunque a partir de un orden ciertamente más convencional. En este sentido, comprobamos que las piezas de los primeros años 60 nos muestran al compositor en el ensayo de distintas soluciones técnicas y expresivas, en busca de las más adecuadas para traducir sus intenciones musicales. Los caminos son diversos y casi coexistentes; así, Paisaje en fluctuación (1962), con sus sonoridades evocativas, casi impresionistas, contrasta con el universo más centrado en el juego interválico y puntillista de Unidades II, emparentado con los procesos puestos en marcha en la pieza para cuarteto de cuerdas antes mencionada. Desde fines de los 60, la música parece explorar de manera más persistente las capacidades expresivas del sonido en el límite del silencio y las construcciones discontinuas de la forma, además de la apertura del dispositivo a una mayor libertad de acción de los intérpretes, a quienes se confían algunas decisiones musicales específicas. Y finalmente, el conjunto de obras de los años 90, donde aparecen con frecuencia enigmáticas fanfarrias -¿celebratorias? ¿ceremoniales?-, que aparecen en Trompetas en septiembre y en Para Elda II, y migran desde allí incluso hasta la última pieza, Hoy, piano, de 1995. En las piezas de este período escuchamos por momentos una deliberada simplificación del material, de resonancias claramente tonales, (o más bien tónicas, por la insistencia en un sonido, sus octavas, sus resonancias) con algunas sutiles sobreimpresiones de gestos derivados de música populares (Cuando estamos, cuando no estamos) En ocasiones, el discurso se interrumpe para dar lugar a zonas más introspectivas, meditativas, que parecieran actuar como puesta en perspectiva del mismo proceso compositivo. Un tercer recorrido, más “abstracto” y difícil, es el que respondería a la pregunta por el estilo, entendido como rasgos recurrentes, como gestualidades similares que reaparecen más allá de los distintos vocabularios utilizados, como el gusto particular por determinadas sonoridades, configuraciones, arquitecturas. No se trata de aplanar la rica topografía de este paisaje, sino de acercarse a los posibles hilos que mantienen unidas obras disímiles producidas durante 34 años. Esta pregunta por la unidad -viejo problema metafísico y psicoanalítico, diríamos- es respondida por el mismo Zubillaga en una entrevista de Roque de Pedro que se transcribe en el libro: “¿Es uno, sigue siendo uno, o es otra persona? (...) Uno cree que sigue siendo el mismo porque tiene esa ilusión de unidad. Además, como dicen muchos psicólogos, tampoco somos uno, somos muchos, muchos oyes. Yo creo que la unificación en estos aspectos es una tarea primordial de nuestra vida”. Algunas características del estilo de Zubillaga podrían residir en la preferencia por un discurso que se articula por bloques diferenciados, recurrentes a distancia, a veces con notable movilidad interna –pero poco evolutiva-, con zonas por momentos repetitivas. También en la austeridad del material, no limitado por ninguna ortodoxia de sistemas, y en el valor expresivo del silencio. En la memoria –único lugar en que puede reconstruirse un estilo-, este conjunto de piezas se presenta bajo la dominancia de lo estático y lo meditativo, una manera, quizás, de responder a los impulsos de una búsqueda espiritual que, según nos informa el texto del libro, constituyó una preocupación permanente en la vida del compositor. Para finalizar, me parece imprescindible hacerlo con la “palabra” del compositor: su música. Y hablando de distancias, permanencias y cambios, les propongo escuchar dos fragmentos extremos, ambos para piano: Haiku (1961), la obra más antigua de la colección, y Hoy, piano (1995), la última. Audición: Haiku, desde 2,50 Hoy, piano, desde 2,38