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SEMÁNTICA El Mundo, edición Cataluña el lunes 12 de julio de 2010 ¿Es el momento idóneo para extremar las apariencias y los gestos viviendo en la sima profunda de la crisis? ¿Es hora de “hacer mudanzas” (Ignacio de Loyola) cuando a nuestro alrededor todo son turbulencias? Estas imprudencias de los “inspirados” por la virtualidad, los alejados del universo real, soñadores del supuesto imaginario colectivo poco se atienen a lo escrito por Voltaire en una de sus Epístolas: “los ingleses no volverán a morir por un silogismo”. Aquí probablemente aún se dan especímenes que estarían a ello dispuestos, si nos atenemos a la exageración de su discurso, a la radicalidad de sus aseveraciones, a las palabras de juego. ¿Habrá que sacralizar el Estatut al punto de rechazar el cambio de una coma? ¿No será más sensato sentarse a negociar más en la vía del autogobierno, que este poco clarividente carpe diem del independentismo? Para algunos la semántica parece su Corán inalterable, su dogma de fe intocable, la vía hacia la Eternidad. Un exceso, si reparáramos en que nada ni nadie podrá excluir la verdad en la conciencia del ciudadano, fundamento del mismísimo sistema democrático y de las libertades que establece. Seremos una nación si de veras lo sentimos y lo arraigamos en el subconsciente colectivo. Contra eso no hay Ley, ni Constitución que valgan; de otro modo se sacraliza un texto estatutario perfectamente mejorable frente a una Constitución del 78 que pretenden desacralizar aquellos para quienes fue el marco que nutrió a esta nación de naciones de todas sus libertades. Más coherencia, hermanos. Discutimos sobre el traje, no la naturaleza del cuerpo que lo viste. Y el problema de verdad está en el cuerpo, enfermo, canceroso, con una corrupción estridente en los partidos y las instituciones; con un tejido industrial muy herido; con una población emigrada tal vez excesiva para nuestras necesidades y capacidades de asimilación; con una burguesía en derrocamiento; con un pueblo manifestaciones aparte- azorado y alejado de su lamentable y mediocre clase política, y también de su clase dirigente. ¿Es procedente hic et nunc someter a la sociedad a un tratamiento de electroshock político? La sobreactuación parece la norma tras una inicial y pública reacción de un Montilla probablemente con complejos de origen y naturalidad. A pesar de las decenas de miles de ciudadanos en la calle, ¿representarán el criterio de la ciudadanía de Catalunya sociológicamente menos catalana que nunca? Temo que la potencia de arrastre no sea suficiente para mover toda la sociedad, entre otras razones porque la coyuntura devora tanto sustancialismo. ¿Ayudará este desgavell a sacar a Catalunya de su profunda crisis? La semántica de lo “nacional” no debería ser tan decisoria ante los avances logrados, y la perfecta consciencia de una tal realidad, implícitamente reconocida en el eufemismo “nacionalidades” de la Constitución Española. Lo que exige reflexión es este silencio del empresariado ante el despliegue de los partidos: el motor de la sociedad es la cultura y la economía. Basta acudir a una reunión de empresarios catalanes para advertir su divorcio de la fiebre semántica de los políticos. La manifestación no garantiza que se vayan a arreglar las cosas. La economía es cosa de emprendedores. La sociedad no aguanta sin una economía que la soporte; y eso no es un subterfugio semántico. Manuel Milián Mestre