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«NO VAYAS FUERA, REGRESA A TI MISMO» EL CORAZÓN INQUIETO EN LAS CONFESIONES Fidencio Aguilar Víquez Agradezco a las academias de las escuelas y facultades convocantes, a Ciencias Políticas, Filosofía, a la Facultad de Educación y a la coordinación de Formación Humanista su invitación a este panel. Y le agradezco también a usted, don Manuel, la oportunidad que me brinda de estar nuevamente en un evento celebrando a san Agustín. Si mal no recuerdo, ya estuvimos, en el año 2003, en un panel similar a éste, que se llamó: De Hipona a Puebla. San Agustín y el hombre de hoy. Este nuevo panel tiene por tema La búsqueda de sí mismo. San Agustín y los espíritus inquietos. El título de este panel es harto sugerente: La búsqueda de sí mismo. Hay que buscar algo especial y curioso: nosotros mismos, nuestro propio ser, algo que tenemos pero que está ausente, por eso hay que buscarlo. Y esto denota que estamos incompletos, que somos insuficientes. Pero que tenemos ese impulso, ese resorte que nos lanza a buscar nuestro propio ser. Hemos escuchado en el texto de las Confesiones que se ha leído: “Tú mismo le incitas a ello”. Luego seguimos leyendo en el largo título: San Agustín y los espíritus inquietos. Ciertamente, hemos leído que es un panel dedicado al santo de Hipona, ahora, me parece que nos podemos preguntar: ¿quiénes son esos espíritus inquietos? Y nosotros estamos aquí porque queremos saber quiénes son esos espíritus o porque, de una u otra forma, nosotros mismos consideramos que somos esos espíritus inquietos y queremos ver qué dice san Agustín, qué les dice a esos espíritus inquietos que, de entrada, parecen ser: nosotros mismos. Por eso estamos aquí y esperamos encontrar algo, sin duda. El título se amplifica aun más cuando se enuncia que se trata de un panel de Política y Filosofía, dos disciplinas que tienen lo suyo cada una pero que tienen un vínculo común: el sujeto humano que piensa y que actúa, que actúa y piensa, que tiene una serie de ámbitos donde pensar y actuar se implican y se requieren. Y es cierto, don Manuel ha abordado de manera general el tema de la política en una de las magnas obras de san Agustín y de todos los tiempos: ha abordado el tema político en su sentido más hondo: el orden del amor que fundan dos ciudades. A mí me toca hablar del aspecto filosófico, de esa filosofía de la interioridad que conecta necesariamente con la búsqueda de sí mismo. Don Manuel ha abordado el tema desde la búsqueda que hizo el propio Agustín en su camino personal y luego ha derivado y concluido hacia el sentido de la política y de su dimensión histórica; ha hablado del sentido mismo de la historia y de esos dos amores que la recorren desde el inicio de los tiempos hasta el final de la existencia finita. Ahora yo hablaré del itinerario interno y no por tal menos relevante. Es más, podría decir, para provocar a los espíritus inquietos, que en realidad la verdadera historia no es la de la historia universal, la de los grandes hombres y los grandes pueblos, la de los grandes acontecimientos; la verdadera 1 historia es, quizá, la que no se ve, la que ocurre en nuestro interior, la que acaece en nuestros corazones. La verdadera historia, como ha dicho san Agustín y como lo ha explicado don Manuel, tiene como motor ese doble amor, pero su escenario propio es el corazón del ser humano. De tal manera que volvemos a la búsqueda de sí mismo, a la búsqueda del propio ser, del propio yo, del propio rostro. Desde luego, no es tarea fácil, no es sencillo y, a final de cuentas, es algo que nadie más que nosotros mismos tenemos que recorrer en lo personal. Es una tarea difícil, confusa y difusa. En efecto, a estas alturas no sabemos quiénes somos o, por momentos, nos desconocemos; queremos saber y nuestro propio ser se nos esconde, nuestro yo se escabulle, se confunde, se difumina y se diluye. La filosofía tiene, entonces, la tarea de ayudarnos en ese largo y sinuoso camino; ella nos ayuda a ubicarnos en el concierto de la existencia y de la realidad. El “¡conócete a ti mismo”! que Sócrates tomó en serio como vocación y tarea en el templo de Delfos, se ha vuelto, desde hace veinticinco siglos, la ocupación fundamental y primordial de la filosofía, la tarea fundamental para el ser humano: saber quién es. Tal es, en el fondo, el propósito de toda filosofía: abrir el horizonte para que el hombre encuentre su “lugar existencial; lo cual supone la posibilidad o admisión de que ese lugar existe. De esta suerte, la pregunta inicial sobre “quién soy” se vuelve una búsqueda en que consistirá propiamente vivir y saber vivir, la vida y su significado. San Agustín lo testimonia a lo largo de su vida, en Tagaste, donde nació en el 354, acude a la escuela a los siete años, luego a los trece es enviado a Madaura, donde conoce la gramática; posteriormente, para estudiar retórica –el arte del buen hablar-­‐, acude a Cartago donde entra en contacto con la cultura de su tiempo. Su inquietud lo lleva a Roma donde, por azares del destino –es decir, de Dios que conduce todo horizonte humano-­‐ fracasa en sus intenciones y queda tan vulnerable que prácticamente vive de la limosna de algunos de sus antiguos amigos los maniqueos. De ahí seguirá su camino a Milán, las lágrimas de su madre allí lo alcanzan y, mediante la prédica del obispo de Milán, san Ambrosio, es tocado en el fondo de su corazón: descubre que su pasión por la vida no era sino su ardor por la verdad. Que el tema fundamental de la existencia, de su existencia personal, es, sí, la libertad, pero la libertad conducida y sostenida por la verdad. La filosofía se vuelve búsqueda de la verdad: hallé que estaba la inconmutable y verdadera eternidad de la verdad sobre mi mente mudable. (Confesiones, VII, 17, 23). Aquí encuentra el primer dato que le da certeza en su búsqueda: la verdad existe y se encuentra visible al alma, al yo, en nuestra interioridad. La filosofía con ello 2 ayuda al hombre, hombre y mujer, al ser humano a colocarse en la base misma del ser que significa conducirse como persona1. Ubicarse en la vida como persona, como un yo, no es simplemente encajonarse en un esquema de conducta social, político, económico o religioso, para caminar según un orden universal impuesto por Dios; ubicar el yo no es ubicar una cos. Una cosa se ubica en un esquema o en un orden. El yo no puede ubicarse como una cosa (aunque se trate de un sistema religioso), y para que se ubique como tal es preciso que interiorice, es decir, que haga suyo el orden universal o la doctrina religiosa que profese. Esto vale incluso para el mismo cristiano, él no puede aceptar la doctrina cristiana como algo de fuera, como algo impuesto, sino que necesita hacer suya esa doctrina en la vivencia concreta de su yo, lo cual significa que el contenido de la doctrina cristiana se vuelve el cuestionamiento más profundo y radical de su realidad íntima, de su yo2. El yo se vuelve, así, el tema central de la filosofía, la gran cuestión3. Ello supone la búsqueda de la verdad y la iniciativa y creatividad de la libertad. Aquí radica la diferencia más profunda entre las cosas y el yo del ser human; las cosas, ciertamente, cumplen sus leyes sin la propia iniciativa, según los principios intrínsecos de su ser, pero no necesitan de la creatividad; el hombre, en cambio, en la búsqueda de sí mismo, en la indagación de la verdad, requiere de su iniciativa y versatilidad para resolver los problemas, sobre todo el principal que es autodeterminarse, constituirse como yo, en ello pone en juego y compromete su propio ser. El camino hacia la verdad, en cuyo seno se encuentra el yo como la gran cuestión (magna quaestio), es la autoconciencia. Veamos el libro De vera religiones, en donde san Agustín señala que en el interior se encuentra la verdad, y es allí donde se manifiesta al alma dotada de razón: Encamina, pues, tus pasos allí donde la luz de la razón se enciende, Pues, ¿adónde arriba todo buen pensador sino a la verdad? La cual no se descubre a sí misma mediante el discurso, sino es más bien la meta de toda dialéctica racional. Mírala como la armonía superior posible y vive en conformidad con ella. Confiesa que tú no eres la Verdad, pues ella no se busca a sí misma, mientras tú le diste alcance por la investigación, no recorriendo espacios, sino con el afecto espiritual, a fin de que el hombre interior concuerde con su huésped, no con la fruición carnal y baja, sino con subidísimo deleite espiritual.4 La verdad trasciende el aspecto sensible, aunque también se manifieste en lo sensible, no se queda allí, asciende hacia lo inteligible, lo cual patentiza que es visible a los ojos de la razón, del alma cuya visión no puede ser sino interior; en 1 Ramírez Ruiz, Esteban: Introducción a la filosofía de la interioridad de san Agustín, s/editorial, México, 1983, p. 11. 2 Ib., p. 12. 3 Cf. Agustín: De ordine, II, 18, 47.. 4 Agustín: De vera religio, 39, 72. 3 este sentido, interior significa intelectual, es decir, concerniente al pensamiento5. Aun cuando el alma no esté segura del contenido de su pensamiento y dude, no podría dudar si no viviera6. Aquí se encuentra y radica la conciencia de sí como evidencia intuitiva, y esa conciencia es la afirmación del propio ser: sé que vivo, y vivo porque soy, y me doy cuenta de ello a través del pensamiento. En otras palabras, el alma sabe que existe y que piensa, pero no sabe de dónde le viene el saber7. De ahí que tal certeza no descansa en sí misma. El alma es y piensa, y no piensa y es, primero el ser, luego el pensar, primero el ser, luego la idea; el ser funda al pensamiento y no es un mero contenido de éste8, por eso Agustín dice: “confiesa que tú no eres la Verdad”. Ahora bien, ¿de dónde viene esa certeza? No de sí mismo, sino de algo distinto de sí, de algo superior. La existencia del yo se encuentra fundada en la existencia de Dios, a partir de aquí el alma sabe de dónde le viene el saber de su existencia, el saber de sí misma: Dios es la luz que ilumina el saber del alma, el conocer del propio yo. Es la luz interior que ilumina a la mente, que es la luz creada, la luz natural. La luz increada ilumina a la luz natural. El alma, una vez iluminada por esa luz increada, se conoce a sí misma y conoce a Dios, conoce su verdad y la Verdad, su ser y al Ser. Esto quiere decir que una cosa es lo verdadero y otra la Verdad misma: el alma es verdadera y conoce la verdad de las cosas, es decir lo verdadero, la Verdad misma es Dios, que se nos revela interiormente. Todo lo verdadero es tal por la Verdad, y sin ésta aquél no sería: lo verdadero podría no ser o dejar de ser, pero la Verdad no desaparece9. Así pues, la autoconciencia, que es camino interior, nos descubre dos verdades: la del alma y la de Dios; existen estas verdades antes de ser encontradas, y una vez encontradas nos renuevan. Una vez que el alma se conoce puede amarse, porque no se ama lo que no se conoce, y amándose, conociéndose, puede conocer y amar a otra alma. “¿Cómo puede el alma conocer a otra alma si se ignora a sí misma?”10 Hasta este momento, todo parece demasiado interiorista, muy subjetivo. Y sin embargo, si miramos bien, es una de las novedades de san Agustín. Veamos por qué. En la filosofía clásica, tanto griega como romana, más la griega, luego de un arduo camino emprendido por el pensamiento, prácticamente se llegaba a las mismas conclusiones: el alma y Dios, el alma asciende hacia Dios. Eso lo vemos con toda claridad en Platón, y también en Aristóteles y en sus discípulos, de hecho, por la vía de Plotino –como ha señalado también don Manuel-­‐, el ascenso exigía una suerte de ascética, una especie de preparación que iba desde la 5 Sciacca, M. Federico: San Agustín, tomo 1, trad. Juan José Ruiz Cuevas, Ed. Miracle, Barcelona, 1955, p. 170. 6 Cf. Agustín: De beata vita, 2, 7. 7 Cf. Agustín: Soliloquia, II, 1, 1. 8 Cf. Sciacca, op. cit., p. 170. 9 Cf. Agustín: Soliloquia, I, 15, 27. 10 Agustín: De Trinitate, IX, 3, 3. 4 música, la gramática, las matemáticas hasta llegar a la cumbre con la dialéctica, la filosofía primera. San Agustín, desde luego, ha buscado y ha sido largo su caminar, pero descubre que la verdad, su revelación, no depende en realidad del esfuerzo humano. La verdad se le hace visible en el rostro de los demás, sí, en las lágrimas de su madre, en la prédica de san Ambrosio en Milán y en la imagen de ese niño que previo al retiro de Casiciaco el da el texto y le dice: Toma y lee, Tolle et lege. La verdad es gratuidad, es revelación, es gracia. Independientemente de si se es sabio o ignorante, letrado o iletrado, la verdad se hace encontradiza al ser humano. ¿Dónde? En las circunstancias, en el rostro de los demás, pero con una dinámica especial: apuntan a la interioridad, al corazón. Se trata ya no de la palabra humana, del conocimiento humano, de la filosofía, sino de un nuevo saber: el revelado por la palabra hecha carne, Cristo, el verbo encarnado. Esta es la novedad. Esta es la nueva filosofía, la nueva visión de las cosas. No es ciertamente el conocimiento culto, de los sabios, sino el conocimiento peculiar que desborda al entendimiento y apunta a ese espacio de la interioridad que se llama corazón, de donde brota el appetitus, el anhelo, el deseo, el ardor, la inquietud de la que hablábamos al inicio. Para mí es inevitable pensar en uno de los cuentos jasídicos de Martin Buber, El tesoro, donde narra la búsqueda del rabino Eisik de Cracovia: asolado por la miseria, soñaba constantemente que en Praga, debajo de un puente, se encontraba un tesoro. Entonces decidió acudir a la capital checa y buscar el tesoro. Quería rascar debajo del puente, pero éste estaba vigilado y su actitud despertó sospechas. Un guardia, entonces, le preguntó qué pretendía, qué quería, qué buscaba. Eisik le contó su sueño y el guardia, con gran incredulidad en lo que oía, le dijo: yo también he soñado que en Cracovia, en tal casa, debajo de la estufa, se encuentra un tesoro, y por ese sueño considero que hay que ir. Entonces, comprendiéndolo, el rabino regresó a su casa, buscó debajo de la estufa y, allí, encontró el tesoro que buscaba. Lo que buscamos se encuentra en nosotros mismos, pero es preciso salir, irnos a otra tierra, a otra patria, a otro país, y que otro, a veces un desconocido, nos diga que hay que regresar (“no vayas fuera de ti, entra en ti mismo”, dice san Agustín). Y buscando ahí, en nuestra propia casa, en nosotros mismos, encontramos ese tesoro que buscamos, ese tesoro que soñamos y que a menudo nos mantiene en la inquietud. Dice Eliot en alguno de sus poemas: volveremos al origen, a nuestro hogar, y lo conoceremos por vez primera. Muchas gracias. 5