Download 072 Jesucristo y nuestra oración. Centrar la oración en Jesús.
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072. Jesucristo y nuestra oración Un día me encontré de sorpresa en la calle con un amigo, que me dice sin más: - Me voy a pasar un rato en la iglesia. - ¿A rezar a estas horas?, le respondí yo algo sorprendido, pues eran las once de la mañana. - No precisamente a rezar, continuó él. Voy a encontrarme con Jesús, pues tengo que hablar con Él. Yo quedé desconcertado, se lo digo a ustedes sinceramente. Me dijo que no iba a rezar, y desde aquel momento yo sé lo que es rezar, lo que es orar. Yo había rezado muchas veces, rezaba cada día, pues soy un católico practicante, gracias a Dios. Pero aquel día descubrí lo que era la verdadera oración. Las palabras del amigo —“tengo que hablar con Jesús”— fueron para mi mente un chispazo deslumbrante, como inspiradas por Dios. La oración no es más que un encuentro personal con Jesucristo y un hablar con Él de tú a tú. Me di cuenta en aquel momento de que, por más que se reciten oraciones, si no tengo a Jesucristo delante de mí, si no tengo nada que decirle, si no le escucho, si no le abro el alma, si no nos tratamos como amigos, la oración se reduce a fórmulas vacías de sentido. Por el contrario, cuando Jesucristo es el centro de la conversación, la charla amigable con Él se ha convertido en la oración más auténtica, más sincera y más eficaz, la única eficaz, porque entonces la oración se ha hecho vida. Un gran místico de nuestros días nos ha dicho que la oración no es otra cosa que pensar en el Señor, amándolo (Padre Foucauld). Esto hace que la oración nos haga entrar en comunicación directa con Jesucristo y que Jesucristo se inserte del todo en nuestra vida, porque le damos el puesto que Él tiene que ocupar. “Si vivimos, vivimos para el Señor” (Romanos 14,8), nos dice el apóstol San Pablo, lo cual significa que Jesucristo está al corriente de todo lo nuestro, y no porque Él sea Dios y lo sepa todo, sino porque nosotros lo metemos en todo lo nuestro: le comunicamos nuestros pensamientos, le dirigimos nuestros afectos, le exponemos nuestros problemas, le manifestamos nuestros proyectos, tratamos con Él todos nuestros asuntos más personales. La oración es entonces, ante todo, un ir a encontrarnos con el amigo Jesús. Lo importante es Jesús, su Persona. Al estar con el amigo, vendrá el hablar de todo lo que nos atañe a los dos. Porque si nosotros tenemos que decirle muchas cosas a Jesús, también Jesús tiene que decirnos otras muchas a nosotros. Este tratarnos los dos así nos traerá como fruto primero un gran conocimiento de Jesucristo. Porque a Jesucristo no se le conoce precisamente por el estudio, aunque el estudio de Jesucristo sea tan importante, sino por el trato con la oración. Ese trato agudiza nuestra mirada, que es capaz de penetrar hasta lo más íntimo de la vida y de la Persona de Jesucristo. Es sabido lo que le pasó a aquel visitante de la Iglesia de María en la capital de Dinamarca. Era muy aficionado al arte y le interesó la imagen de Jesucristo tan célebre allí expuesta (El Cristo de Thorswalden). La miraba, la miraba..., y no le decía nada. ¿Esto es todo? ¿Para esto he venido aquí?... Su acompañante, al darse cuenta de tanta frialdad, le dice: -¿No le impresiona? La culpa es suya. Arrodíllese, y contemple la estatua así. Esta es la realidad cristiana: solamente la oración, cuando es trato con Jesucristo, nos hace entender a Jesucristo. Porque el conocimiento de Jesucristo es gracia, es don, es regalo del Espíritu Santo. Esto exige que el trato con Jesucristo sea íntimo, cordial, cercano. Aquel Arzobispo tenía la costumbre, cuando se hallaba solo en la capilla, de acercarse lo más que podía al Sagrario. Los demás no entendían este afán. Hasta que le preguntaron: -Pero, Monseñor, ¿no le es igual a Jesús que usted le rece desde la banca última como desde la primera? ¿Qué necesidad tiene de acercarse tanto? Y el Arzobispo, con la naturalidad más grande: - Jesucristo no lo necesita; pero yo, sí. No hace falta ser un San Antonio María Claret para dar respuesta semejante. La daría cualquiera de nosotros que se examinara a sí mismo. Porque esa cercanía hasta sensible con Jesucristo nos hace un gran bien cuando la sabemos fomentar, ya que es el mismo Señor quien se encarga de hacerse sentir así. Nos lo contaba con candidez una compañera de nuestro grupo, muy querida de todos nosotros. Uso las mismas palabras de ella: - Me colocaba siempre en la iglesia casi en la misma entrada, y desde allí hablaba con Jesús. Hasta que un día sentí que me decía Él desde el Sagrario: ¿Y cómo quieres que hable con mi amiga si se me pone tan lejos? Reímos todos, pero les aseguro que nos hizo pensar, y comentábamos: ¿Y si fuera verdad que el Señor le habló? Y si no le habló, y sólo fue cosa de su viva imaginación, ¿no tiene toda la razón del mundo?... Un amigo al principio, y una amiga al final, han encerrado nuestra reflexión de hoy. Con ella nos hemos colocado en el mismo centro del Evangelio y hemos llegado al meollo del mismo, que es: Jesucristo conocido, encontrado y vivido por el trato interpersonal y directo en la oración. ¡Y ésta sí que es gracia grande de Dios! El conocimiento de Jesucristo excede toda filosofía y está sobre toda capacidad humana, pero lo consigue el trato personal con el mismo Jesús. El problema de la oración se ha resuelto de la manera más fácil y ha producido el más rico de los frutos.