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Los dos árboles
Una vez había un abuelo que tenía dos nietos gemelos. El abuelo vivía lejos, en la playa, y
los veía sólo dos veces al año. Una, cuando lo visitaban, y la otra cuando él iba a verlos, en
su cumpleaños.
Uno de los nietos era inquieto, no muy respetuoso, un poco flojo, travieso de más. No
cuidaba sus juguetes, sus cuadernos, su mochila… No cuidaba nada. El otro era tan bueno
como un pan. Ayudaba en la casa, tenía excelentes notas, cuidaba sus cosas…
En un cumpleaños el abuelo les hizo un regalo muy especial: le dio a cada uno una plantita.
Cada quien la puso en el lugar que escogió. El abuelo les ayudó a plantarlas, y les explicó
cómo debían cuidarlas para que crecieran bonitas y sanas.
Como era de esperar, el pequeño mal criado no cuidaba su planta; sólo la regaba de vez en
cuando y prefería esperar a que las lluvias la alimentaran. Por el contrario, el otro la
cuidaba, la podaba, la regaba y le platicaba.
Un día el abuelo se enfermó y durante dos o tres años no pudo ir al cumpleaños de sus
nietos. Durante ese tiempo, ellos fueron a verlo a su casa en la playa. Él les preguntaba por
sus plantas, y ellos le decían siempre que iban muy bien.
Cuando el abuelo se puso sano, fue a ver a los niños en su siguiente cumpleaños y le pidió a
cada uno que le enseñara su planta. (Por cierto, ya estaban más grandes). El buen nieto lo
llevó a ver un gran árbol de limón, y le contó, orgulloso, cómo había crecido y que ahora le
daba muchos limones. Tantos, que podía hacer limonada fresca todos los días, y todavía le
quedaban para llevarlos a vender al mercado.
El otro chamaco, sorprendido, le mostró su planta, que era una triste maraña de ramas con
muy pocas hojas. El muchacho, un poco avergonzado, le preguntó al abuelo qué habría
pasado con su limón si lo hubiera cuidado. ¿Habría crecido tanto como el de su hermano?
Entonces el abuelo le contesto: “Fíjate lo que te has perdido en todo este tiempo. Si hubieras
cuidado tu planta, tendrías un gran árbol de manzanas”.
A partir de entonces el segundo nieto abonó y cuidó su planta, la regó y le platicó. Unos
meses después tuvo un gran árbol que daba tantas manzanas que siempre había en la casa.
No sólo eso: todavía le quedaban otras para llevarlas al mercado y venderlas junto con su
hermano.
Al cabo de unos años, los dos muchachos sembraron las semillas de sus árboles y su
negocio creció tanto que tuvieron su propio puesto en el mercado. Su fruta era conocida
como la mejor del pueblo porque, como les dijo el abuelo: “Cuando haces las cosas con
mucho amor, siempre tienes mejores resultados”.
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