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Factótum 9, 2012, pp. 19-33
ISSN 1989-9092
http://www.revistafactotum.com
Las virtudes cívicas en una sociedad plural
Luis María Cifuentes Pérez
IES Nuestra Señora de la Almudena (Madrid) & SEPFI & IUCE en Universidad Autónoma de Madrid
E-mail: [email protected]
Resumen: El pluralismo moral y religioso de las sociedades avanzadas, junto con el debate comunitarismoliberalismo, propician la discusión acerca de las virtudes cívicas. En este artículo analizamos el concepto de virtud
y proponemos la laicidad como virtud cívica fundamental para asegurar el pluralismo.
Palabras clave: virtud, ciudadanía, pluralismo, laicidad.
Abstract: The moral and religious pluralism of advanced societies, together with the comunitarism-liberalism
debate, contribute to the discussion about civic virtues. In this article we analyze the concept of virtue and
propose laicism as the fundamental civic virtue to assure pluralism.
Keywords: virtue, citizenship, pluralism, laicism.
Reconocimientos: Artículo basado en el texto “Tema 47: Las virtudes cívicas en una sociedad plural”, previsto
publicarse en Julio Ostalé (dir.), Temario de Oposiciones para Secundaria. Rama de Filosofía, Centro de Estudios
Académicos S.A. / Universidad de Salamanca (aval científico), Madrid, 2009, isbn 978-84-936163-3-5. En 2009 el
Borrador de Temario de 2006 de 76 temas, que introducía como novedad el tema 47 y otros cuatro más, se anuló
en favor del antiguo Temario de 1993 de 71 temas, por lo que ninguno de esos cinco temas llegó a ser publicado.
1. Introducción
El tema de la virtud es un asunto que ha
vuelto a reaparecer en las últimas décadas en
la filosofía moral y política, debido a varios
factores. Uno de ellos ha sido la preocupación
social y política que en las sociedades
occidentales se ha producido al no saber cómo
abordar el tema del pluralismo moral y religioso
en un contexto democrático, en el que el
respeto a las leyes civiles debe ser compatible
con la tolerancia religiosa y moral de las
distintas comunidades culturales que conviven
en un mismo espacio político.
Otro factor que ha contribuido al desarrollo
teórico del tema de las virtudes, sobre todo en
los Estados Unidos, ha sido el debate filosófico
entablado entre la corriente comunitarista y la
liberal, representada de modo emblemático,
aunque no únicamente, por dos autores; por
un lado, Alasdair MacIntyre, quien en su libro
Tras la virtud (1981) recoge las tesis
principales del comunitarismo; y por otro lado,
John Rawls, quien en Teoría de la justicia
(1971) defiende las tesis del liberalismo
democrático. Una tercera vía teórica que se
está abriendo paso en los últimos años es el
republicanismo cívico de Philip Pettit, con su
visión de la sociedad civil como el elemento
dinámico de los ciudadanos que intentan
controlar la acción de los gobiernos e influir en
sus decisiones con la participación política.
El tema de las virtudes cívicas en una
sociedad plural lo desarrollaremos siguiendo el
siguiente esquema. El primer apartado se
centrará en el concepto de virtud, ateniéndonos
a su evolución histórico-filosófica, desde la
época griega hasta hoy. También se analizará
en ese apartado el concepto de virtud individual
y de virtud cívica, constatando la íntima
vinculación entre ambos tipos de virtud. En el
segundo apartado se estudiará el tema del
pluralismo y la democracia como dos conceptos
que guardan entre sí una estrecha conexión.
Para ello se analizará el pluralismo político, el
pluralismo moral y el pluralismo religioso como
los elementos que definen las sociedades
democráticas actuales. La democracia, como
forma de vida moral que supone un tipo de
educación moral y cívica especial, será el tema
final de este apartado. En tercer lugar, se
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Luis María Cifuentes Pérez
tratará el tema de la laicidad del Estado
como un componente esencial de la
democracia compleja y pluralista en la que
vivimos. La tesis de que los Estados de
Derecho y democráticos deben guiarse en su
acción jurídica y política por una exquisita
neutralidad en asuntos morales y religiosos
será estudiada en este último capítulo.
2. La virtud
Uno de los temas claves de la filosofía
moral ha sido siempre el concepto de virtud.
Para poder entender correctamente el tema
de las virtudes cívicas es necesario realizar
un breve recorrido histórico de ese concepto,
porque la evolución del mismo ha estado
siempre vinculada a las teorías morales de
cada época. La virtud es el elemento clave
de cualquier antropología moral, ya que sin
acciones virtuosas en contraposición a los
vicios, no se podría hablar de acciones
moralmente buenas o malas. La historia del
concepto de virtud, o el modo en que las
distintas sociedades a lo largo de la historia,
han ido redefiniendo lo que entienden por
hábitos de conducta virtuosa será el mejor
modo de introducirnos en el complejo tema
de las virtudes cívicas en nuestra sociedad
actual.
2.1.
Breve historia del concepto de
virtud
Han sido las religiones y los relatos
mitológicos vinculados a ellas las que más se
han preocupado por delimitar el sentido
moral de la vida de los seres humanos y su
dependencia de la divinidad. Los seres
humanos, sometidos a las fuerzas de las
Naturaleza y conociendo su fragilidad y
debilidades, encontraron en las religiones un
modo de explicar los fenómenos de la
Naturaleza que les aterraban y unos
mecanismos de alivio ante el dolor, las
enfermedades y la muerte. La cultura
egipcia, la mesopotámica y la judía ofrecen
ejemplos históricos y testimonios escritos
muy importantes acerca de la conexión entre
la religión y la moral, entre las normas
sociales humanas y los mandamientos
divinos. Estudios antropológicos de Marvin
Harris (1927-2001) como Vacas, cerdos,
guerras y brujas (1974) y Bueno para comer
(1985), donde se estudia la significación
moral y religiosa de las conductas y de los
símbolos culturales de muchos pueblos, son
un buen ejemplo de ello. Sus análisis de los
hábitos gastronómicos o sexuales de los
hindúes o de los musulmanes muestran
claramente esa implicación entre lo moral y
lo religioso.
En la cultura griega, tal y como ha sido
analizada por autores como Werner Jaeger,
entre otros, el sentido primigenio de la
virtud era la valentía, el valor que los
guerreros mostraban en los combates; en
los siglos IX y VIII a.C., época de las
grandes epopeyas narradas por Homero, La
Ilíada y La Odisea, se siguió empleando ese
significado de fortaleza y de valor con el
término griego areté. Pero ya en Platón y,
sobre todo en Aristóteles, el concepto de
areté pasó a significar de modo general, la
perfección propia de cada ser: cada ser tiene
unas potenciales propias, específicas, que en
el caso del ser humano serán unos hábitos
de vida buena, tanto en el campo moral
(virtudes éticas) como en el intelectual
(virtudes dianoéticas). Esta concepción de la
virtud humana como hábito de conducta que
se adquiere mediante la práctica y el
entrenamiento es uno de los grandes
presupuestos de la filosofía moral antigua y
ha tenido una extraordinaria influencia en la
filosofía posterior. La idea de que el
concepto de virtud es algo dinámico que
exige un esfuerzo, tanto en el campo de la
moral como en el intelectual se debe a que,
según Aristóteles, nadie es bueno ni sabio
por naturaleza.
El giro teológico del concepto de virtud
se produce con el cristianismo. Desde la
Patrística, en los primeros siglos de la era
cristiana, ya aparece en el horizonte de la
teología moral el pensamiento de Platón y de
Plotino;
es
decir,
una
concepción
antropológica dualista (de antagonismo
entre lo corporal y lo espiritutal) de la que
se derivan una serie de consecuencias
morales evidentes. Las tres
virtudes
teologales
(fe,
esperanza
y
caridad)
constituyen el eje esencial de cualquier
conducta virtuosa cristiana; sin ellas, nadie
puede aspirar a una vida buena, a una vida
santa, a la perfección humana. Agustín de
Hipona
(354-430 d.C.) insiste en un
concepto de virtud vinculado totalmente al
amor a Dios y al prójimo, hasta el punto de
llegar a afirmar, citando al evangelista Juan,
dilige et quod vis fac, “ama y haz lo que
quieras”. (Epístola de San Juan a los Partos,
VII, 8)
En el apogeo de la Escolástica medieval,
Tomás
de
Aquino
retomó
las
tesis
aristotélicas y elaboró un detallado análisis
de la virtud, incorporando elementos de la
moral cristiana, tratando de armonizar la
teología con el pensamiento griego. Desde el
punto de vista estrictamente teológico, una
de sus aportaciones es la teoría de las
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virtudes teologales, a las que denomina
“infusas”, es decir, que son conocidas
solamente a través de la revelación de Dios.
Tales virtudes constituyen el eje de la
antropología y de la moral cristiana, ya que
son las que nos proporcionan la verdadera
felicidad, la definitiva beatitud. Ahí se ve la
diferencia entre la felicidad, tal y como fue
concebida en el mundo griego, y el concepto
de felicidad sobrenatural que consiste en el
amor a Dios. Ese giro teocéntrico es el que
todavía perdura hoy en todas las visiones
éticas del cristianismo actual.
En el siglo XVIII, el siglo de la
Ilustración, la filosofía moral atrajo también
el interés de todos los filósofos, porque, en
el fondo, toda la filosofía de las Luces fue
una apuesta por el progreso moral del
individuo y de la sociedad. La emancipación
de cada ser humano que preconizaba la
Ilustración (Rousseau, Kant y todos los
demás filósofos), debía abarcar todos los
elementos esenciales de la actividad
humana. Se trata de una liberación de las
supersticiones, de la ignorancia y de los
vicios. El ser humano, según los ilustrados,
tenía que salir de la “minoría de edad” y
madurar como agente racional y como
sujeto moral. La época de la Ilustración, al
decir de Kant, no podía limitarse a ser la
época de Federico II en el siglo XVIII porque
para Kant la Ilustración era mucho más que
la época de las Luces; era, ante todo, el
esfuerzo ininterrumpido del ser humano por
salir de la minoría de edad, por atreverse a
pensar de modo autónomo. La historia de la
Humanidad tenía que orientarse, según los
filósofos ilustrados, hacia el progreso de la
ciencia y de la virtud.
El
proyecto
ilustrado
influyó
poderosamente en la orientación de la
ciencia y de la filosofía durante el siglo XX,
de tal modo que el avance tecnocientífico fue
el mejor reflejo de este progreso. A pesar de
ello, también aparecieron en las sociedades
europeas
algunos
elementos
que
ya
cuestionaban el sentido unidimensional del
progreso de las ciencias y de la tecnología.
El romanticismo europeo y posteriormente la
filosofía de Marx y de Nietzsche dieron una
interpretación crítica y novedosa a la
Ilustración racionalista del XVIII. Las críticas
de estos dos autores a la moral cristiana, por
servir a los intereses de la burguesía
dominante, influyeron en el giro que la ética
contemporánea y la política iban a dar el
siglo XX. Como señala con acierto Victoria
Camps:
“[T]al vez la única semejanza que
pueda encontrarse en esos dos grandes
21
revulsivos de nuestro tiempo que fueron
Marx y Nietzsche sea la de de haber
compartido una misma queja frente a la
moral y una misma esperanza con respecto
a la autosuperación de la vida humana. Es
cierto que Nietzsche detesta los ideales
socializantes
y
comunitarios
que
conformaron la ideología marxista, pero
Nietzsche como Marx, se empeñó en
mostrar, por encima de cualquier cosa, el
engaño oculto en la supuesta universalidad
de los valores morales”. (Camps, 1990)
Precisamente el tema de la universalidad
de los valores morales, unido al problema de
las relaciones entre ética y felicidad, será el
que dominará en la ética de todo el siglo XX.
La filosofía del lenguaje, cuyo mejor
representante fue L. Wittgenstein, reorientó
a principios de siglo con su famoso Tractatus
logico-philosophicus (1919) la filosofía moral
hacia las emociones y los sentimientos ; por
otro lado, Freud ahondó todavía más en el
malestar profundo del hombre moderno y en
su imposibilidad de alcanzar la felicidad. A lo
largo del siglo XX, toda la filosofía moral ha
vuelto a replantearse el tema de la gran
virtud que debería regir los destinos
individuales y sociales: la justicia. La
pregunta clave de todos los sistemas éticos
más importantes del siglo XX ha sido ésta:
¿Cómo conseguir lograr ser moralmente
buenos, siendo a la vez felices y justos? El
utilitarismo actual, la teoría de la justicia de
Rawls y –desde una lectura renovada de
Kant y del marxismo– la ética comunicativa
de K. O. Apel y de Habermas, han intentado
y siguen intentando responder a esa
cuestión. Los intentos de Apel y Habermas
han ido profundizando en el significado y en
el uso del lenguaje moral; pero el lenguaje
moral ya no es algo de una sola persona ni
se puede reducir a la conciencia individual.
El monólogo de la conciencia moral no
encuentra eco solamente en una conciencia
solipsista; se necesita dialogar, comunicar a
los demás cuáles son nuestros valores y
nuestras normas morales y por eso, aparece
y reaparece continuamente el tema de la
pólis, de la vida en común, de la política. La
virtud no es solamente individual, sino ante
todo social: tenemos que aprender a ser
buenos y felices, pero eso solamente se
puede hacer en comunidad, en comunicación
con los demás. El bien, la felicidad y la
justicia son una ecuación de valores
indisoluble, que debe realizar los tres valores
conjuntamente.
Para terminar esta breve historia del
concepto de virtud en Occidente, hay que
replantearse el debate inconcluso entre el
comunitarismo y el liberalismo. La tesis de
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uno de los más importantes comunitaristas
como MacIntyre, de que Occidente recupere
unos valores morales compartidos por todos,
volviendo a una especie de nueva Edad
Media recristianizada, no parece viable. Y
por otro lado, la tesis de que los valores de
la libertad y la igualdad están recogidos en
la Declaración Universal de los Derechos
Humanos se considera insuficiente, tanto en
las versiones del comunitarismo como en las
del liberalismo, ya que las prácticas sociales
y políticas no realizan muchas veces esos
valores
contenidos
en
los
Derechos
Humanos. La definición de virtud y los tipos
de virtudes, tal y como Aristóteles las
concibió, siguen siendo todavía hoy una
reflexión sobre la moral que debemos tener
en cuenta; desde el punto de vista del
neoaristotelismo
actual,
sin
esfuerzo
personal no se consiguen los buenos hábitos
y sin educación moral no hay perspectiva de
una vida buena, justa y feliz para todos los
seres humanos.
2.2.
Virtud individual y virtud cívica
En el epígrafe anterior se ha analizado
brevemente cuál ha sido la historia del
concepto de virtud en la filosofía moral
occidental. En la época griega y durante la
Edad Media, la idea de que la virtud era algo
individual y social al mismo tiempo no
ofrecía ningún tipo de duda. La virtud, según
los grandes pensadores griegos Platón y
Aristóteles, no es una cuestión moral
individual al margen de la política. El ser
humano que Platón diseña en su ideal
utópico de República justa y feliz no puede
construir una vida buena sin tener en cuenta
la situación de los demás habitantes de la
República. Unos son productores, otros
trabajan como guerreros y otros como
gobernantes, pero nadie puede concebir ni
ejercer su vida buena al margen de la
sociedad. En el caso de Aristóteles, es bien
conocida sus tesis de que “el ser humano es
por naturaleza un animal cívico” (Política,
II). La importancia que tiene la dimensión
política del ser humano es extraordinaria
para Aristóteles. La ciudad-estado es algo
natural y la convivencia es esencial para el
desarrollo de los seres humanos. Aristóteles,
llevado por su esquema biologista y
organicista, veía en los insectos y en otras
especies animales muchas semejanzas con
las sociedades humanas, pero también
señalaba una diferencia fundamental. Los
animales pueden comunicarse mediante
sonidos, pero el animal humano posee un
instrumento único de comunicación, su
lenguaje; y el lenguaje humano sirve para
hablar de lo bueno y de lo malo, de lo justo
y de lo injusto. La ética y la política son
ámbitos humanos en los que la animalidad
queda integrada y superada en un nivel más
elevado de comunicación: el lenguaje éticopolítico. La sociedad humana no es un
simple zoo, sometido totalmente a las
presiones del instinto y del sexo; es una
organización de seres racionales dotados de
lógos y de libertad, capaces de dialogar y de
convivir buscando la justicia para todos.
Durante la Edad Media la tesis del
animal cívico o social fue retomada por el
cristianismo
dentro
de
un
contexto
totalmente nuevo: la Ciudad de Dios. La
teología de Agustín de Hipona sigue siendo
hoy uno de los referentes fundamentales de
la ética y la política para los católicos de
todo el mundo. Cuando Agustín contempló el
inicio de la decadencia del Imperio Romano
con las primeras invasiones de los bárbaros,
tomó plena conciencia de que la teoría de las
dos Ciudades era el mejor modo de
interpretar la historia humana. Las virtudes
individuales del verdadero cristiano estaban
descritas perfectamente en el Evangelio y se
habían realizado ya en la figura de
Jesucristo, Hombre y Dios al mismo tiempo.
Sin embargo, Agustín fue el primero en
elaborar una interpretación cristiana de la
historia y de la sociedad humana; él vio que
los seres humanos por sí mismos y con sus
propias fuerzas son incapaces de organizar
el Bien común y de gobernar con justicia.
Sin partir de la fe, la esperanza y la caridad
y sin tener en cuenta la Ciudad de Dios, la
referencia al cristianismo y a la Iglesia
católica y al Papa, no se puede conseguir la
verdadera felicidad ni la auténtica justicia
social.
Las tesis centrales del “agustinismo
político” han perdurado en la teología y en el
pensamiento católico hasta nuestra época. A
lo largo de toda la Edad Media y tras la
Reforma de Lutero, hubo variaciones
teóricas dentro del cristianismo, pero lo
esencial de las tesis agustinianas sobre la
rivalidad y la lucha entre la Ciudad de Dios y
la Terrenal se mantuvo exactamente igual.
Las principales encíclicas sociales de los
Papas a lo largo del siglo XIX y del XX se
reafirman en que las virtudes individuales y
cívicas del verdadero católico se practican
por el seguimiento de Cristo y por la
obediencia al Papa, que es su vicario en el
mundo. A pesar de la apertura y del diálogo
con otras escuelas de pensamiento ético y
político
como
el
marxismo,
el
existencialismo, el utilitarismo etc. el
pensamiento católico sigue siendo fiel a su
propia tradición. Su visión de la moral y de
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la política trasciende el ámbito temporal y
humano y se sitúa en una perspectiva
superior, sobrehumana y teocéntrica. La
persona humana, en su dimensión individual
y social, está destinada a una vida eterna
más allá de esta vida y de esta sociedad;
ningún cristiano puede pretender la plenitud
de su bondad y de su felicidad en este
mundo, porque la Ciudad celeste es la meta
a la que todos los católicos deben aspirar y
solamente guiados por ese horizonte deben
trabajar aquí por la justicia y la felicidad
humanas.
El concepto de virtudes cívicas vinculado
a una determinada visión de la ética, de la
política y de la sociedad tuvo su mayor
desarrollo con los sociólogos y politólogos de
los siglos XIX y XX. Uno de los autores que
más se preocupó del tema fue Alexis de
Tocqueville (1805-1859), quien en su obra
La democracia en América (1835-1840) nos
legó reflexiones de extraordinaria actualidad
sobre la democracia y las virtudes cívicas. El
hecho de que la sociología y las ciencias
políticas de los dos últimos siglos hayan
insistido en la necesidad de las virtudes
cívicas tiene mucho que ver con la
vinculación existente entre las nociones de
virtud, ciudadanía y democracia. El discurso
sobre la noción de ciudadanía debe mucho a
la Revolución Francesa de 1789 y a la
Declaración de los Derechos del Hombre y
del Ciudadano de 1792, que se elaboró en el
proceso revolucionario francés.
Ser ciudadano de una república, aunque
sea un tipo de república dominada por la
burguesía, implica ser consciente de unos
derechos y de unos deberes para con la
sociedad en la que se vive. En las sociedades
democráticas que van apareciendo en
Europa tras la caída del Antiguo Régimen en
1789, se habla ya del “ciudadano o
ciudadana” y se supera definitivamente la
idea del “súbdito”. La democracia no es un
sistema monárquico ni un despotismo
ilustrado, sino un sistema de participación
real en el que los ciudadanos tienen la
última palabra. Eso significa la democracia;
que la “soberanía” reside definitivamente en
el démos (“pueblo” en griego)
2.3.
Las virtudes cívicas
La idea de las virtudes cívicas ha estado
durante el siglo XX muy influida por las dos
ideologías más importantes en ese siglo: el
comunismo y el capitalismo. Es decir, que el
ideal del ciudadano y del civismo ha estado
sometido totalmente a lo que cada sistema
político consideraba como el modelo perfecto
de ciudadanía. Así, para el capitalismo, el
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buen ciudadano era y sigue siendo el que
con su iniciativa individual y su trabajo es
capaz de generar riqueza individual y
utilidad social; el modelo perfecto sería el
buen empresario, el burgués que emplea su
libertad, su tiempo y sus recursos en crear
riqueza y oportunidades laborales para sus
conciudadanos. En cambio, para la ideología
comunista el concepto de ciudadanía estaba
vinculado al esfuerzo productivo, a la
realización del ideal obrero de producir para
la sociedad y para el país; en contrapartida,
el Estado proletario tenía que satisfacer las
necesidades
básicas
de
todos
los
ciudadanos: la vivienda, la educación y la
sanidad.
Tras la desaparición del Muro de Berlín
en 1989 y de los dos grandes bloques
políticos y militares surgidos después de la II
Guerra Mundial, el tema de las virtudes
cívicas ha adquirido una nueva dimensión y
se contempla desde una nueva óptica: la de
la globalización y el multiculturalismo. El
debate
entre
comunitaristas
y
nocomunitaristas está marcando en las últimas
décadas el sentido cultural y ético-político de
este debate. El comunitarismo defiende con
distintos matices que la persona humana es,
al mismo tiempo, un sujeto individual y
social; un agente moral que va adquiriendo
su identidad y personalidad moral en
estrecha vinculación con su comunidad
cultural, moral y religiosa. Para los
comunitaristas como MacIntyre y Taylor no
se puede entender la vida moral, las virtudes
ni la ciudadanía sin analizar cuáles son los
vínculos morales y religiosos de la
comunidad a la que cada individuo
pertenece. Por eso, el comunitarismo insiste
en la idea de pertenencia a una cultura
concreta, a unos valores que dan sentido a
la vida moral de cada persona al integrarlos
en una sociedad determinada, con rasgos
culturales, morales y religiosos propios. De
ahí, que se hable del “mosaico cultural” que
forman las actuales sociedades, compuestas
por muchas y diferentes culturas, objeto de
los debates sobre el multiculturalismo.
Frente
al
comunitarismo,
el
neomarxismo de Habermas. K.O. Apel y la
teoría neocontractualista de J.Rawls insisten
más en que el ciudadano lo es por su
vinculación a unos valores y a unas leyes
democráticas que todos compartimos y que
se basan en algo universalizable y no en las
tradiciones culturales, morales y religiosas
de cada pueblo o nación. Mientras que el
comunitarismo
insiste
en
las
raíces
culturales colectivas que dan identidad moral
a
los
seres
humanos,
los
autores
neomarxistas y neoliberales defienden la
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racionalidad universal y formal de los
derechos, de las leyes y de los valores
comunes, que se derivan de los Derechos
Humanos
y
de
las
Constituciones
democráticas de cada país. Son dos formas
de intentar resolver el enfrentamiento entre
una concepción que pone el acento en la
identidad comunitaria y en las tradiciones y
otra visión más racionalista y universalista
del derecho y de la ética. Tanto los
comunitaristas como los que no lo son,
coinciden en que la vida individual y social
de cada persona esté entretejida entre sí;
para todos los autores la Declaración
Universal de Derechos Humanos es aplicable
a todos los sujetos de cualquier lugar del
mundo, sea cual sea su tradición moral o
religiosa. El problema surge cuando en el
mismo país y en la misma sociedad, alguien
pretende en nombre de su pertenencia a una
comunidad religiosa o moral no solo que se
respete su identidad, sino sobre todo que
pretenda imponer a todos los ciudadanos
unos determinados valores y normas
morales que muchos individuos rechazan.
Ahí es donde aparece en toda su crudeza el
problema del pluralismo moral y religioso en
una sociedad democrática.
Si se quisiera realizar un catálogo de las
virtudes cívicas consideradas en el mundo
actual como más necesarias para la
consecución del ideal humano en su
dimensión cívica, se podría diseñar un
cuadro
bastante
completo
de
dichas
virtudes. Para elaborar este breve elenco de
virtudes cívicas hay que tener en cuenta que
el lenguaje ético ha acuñado hace tiempo
muchas de las expresiones que se pueden
renovar mediante aportaciones actuales
tanto de conceptos como de actitudes éticas.
Por otro lado, en un mundo dominado ya por
el capitalismo global y por una exigencia de
democratización en todos los países, este
catálogo de virtudes adquiere connotaciones
muy distintas a las virtudes cívicas de otros
siglos. Un ejemplo evidente es la virtud
cívica del patriotismo que durante siglos ha
estado vinculada a los ejércitos nacionales,
que estaban obligados a simbolizar el orgullo
nacional y también a defender la patria
frente a todos sus enemigos. Hoy día, esa
virtud cívica del patriotismo no goza de la
misma legitimidad moral en todos los países
y debe ser reinterpretada desde un punto de
vista menos belicista y más pacifista, hasta
el punto de que muchos ejércitos están ya
involucrados en tareas de “protección civil” y
de “ayuda humanitaria”, al mismo nivel que
en la “defensa de la patria”.
Un elenco de virtudes cívicas esenciales
para el buen funcionamiento de la
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democracia debería incluir la prudencia, la
tolerancia, el respeto a las leyes, la justicia,
la solidaridad y la profesionalidad. Cada una
de estas virtudes revela una dimensión
social y cívica del ser humano sin la cual no
existe una sociedad regida por la ética. Una
sociedad democrática en la que no se
eduque en estas virtudes a los niños y a los
jóvenes no puede alcanzar una calidad de
vida ética aceptable ni será una democracia
guiada por la ética.
Las sociedades
democráticas occidentales carecen en gran
medida de estas virtudes y por eso los
ciudadanos
se
suelen
regir
en
su
comportamiento individual y colectivo por
motivaciones de índole jurídica y política, y
no por motivos éticos. De la tolerancia se
hablará con mayor detalle posteriormente,
pero de todas las demás ya citadas, merece
la pena destacar la virtud de la justicia
porque es el quicio de toda la organización
moral de una sociedad y la base de un
civismo responsable. Sin justicia no puede
haber soluciones estables ni universales en
ninguna sociedad, ya que las injusticias son
sin duda las que generan la mayoría de los
problemas sociales y morales de nuestro
tiempo.
3. Pluralismo y democracia
La historia de Occidente ha sido, en gran
medida, la historia de un tipo de sociedad
con una identidad moral y religiosa muy
sólida. Las fuentes de la moralidad, del
derecho, de la filosofía y de la ciencia han
sido
fundamentalmente
la
cultura
grecolatina y la tradición judeocristiana. A
estas fuentes se debe añadir, a partir del
siglo XV,
la ciencia y la tecnología
modernas, que hoy día han transformado el
modo de vivir de casi toda la Humanidad.
Por lo tanto, el pluralismo moral y religioso
que hoy se constata en todas las sociedad
modernas,
es
un
fenómeno
social
relativamente nuevo. Hay sociedades, como
la norteamericana, que desde su origen han
sido plurales, mestizas en todos los campos:
social, cultural, racial y religioso. Los
Estados Unidos son, probablemente, el
mejor ejemplo de una sociedad plural desde
sus orígenes como nación independiente en
el siglo XVIII. Sin embargo, hoy día todas
las sociedades occidentales son un crisol de
culturas, tradiciones, lenguas, razas y
religiones diferentes.
Las sociedades democráticas que al
mismo
tiempo
son
plurales
en
su
composición social, cultural y religiosa se
plantean un problema nuevo para el que no
es fácil encontrar una solución adecuada. La
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historia de la colonización que los europeos
llevaron a cabo en todo el mundo está en la
base histórico-cultural de este problema. Los
países europeos que construyeron imperios
económicos en otros continentes del mundo
desde el siglo XV hasta hoy, se han
convertido en los siglos XX y XXI en
receptores de una inmigración procedente de
muchas de sus antiguas colonias. No se
puede olvidar ese dato histórico, porque las
sociedades europeas han gozado de una
identidad cultural y de una homogeneidad
moral y religiosa que ya no será posible en
el futuro. El pluralismo moral y religioso que
han aportado millones de ciudadanos
europeos que proceden de otras lenguas,
culturas y religiones es algo positivo en sí
mismo, pero también genera una serie de
problemas. La convivencia en una sociedad
democrática tiene que ser preservada
mediante las leyes y la aplicación del Estado
de Derecho, pero las múltiples identidades
culturales que hay en una sociedad siempre
plantean un serio reto al funcionamiento de
la democracia.
Hay también otro fenómeno social que
explica el sentido del actual pluralismo moral
de las sociedades democráticas. Se trata del
proceso de secularización que se ha
producido en todas las sociedades europeas
en los últimos 50 años. A partir de los años
60 se inicia en toda Europa una creciente ola
de secularización de las normas y valores
morales que guían la conducta de los
ciudadanos. El catolicismo en los países del
Sur de Europa (Francia, Portugal, Italia y
España) y el luteranismo en los países del
Centro y del Norte europeos (Alemania,
Suecia, Noruega, Dinamarca…) comienzan a
perder influencia moral en muchos sectores
sociales, sobre todo en la juventud. La crisis
moral y cultural que se vive en muchos
países europeos a partir de entonces, se
suele
identificar
como
una
pérdida
progresiva de la influencia de las creencias
cristianas en la sociedad europea. Ese
fenómeno de increencia generalizada lleva
aparejado un nuevo pluralismo moral, ya
que hasta entonces era la moral cristiana
(católica y luterana), la que detentaba el
monopolio de la moral y de las costumbres.
Se va asentando en las sociedades europeas
una cultura moral en la que los ciudadanos
viven de espaldas a Dios, sin Dios y actúan
en su vida guiados por sus propias
valoraciones y normas morales.
3.1.
El pluralismo moral
El fenómeno del pluralismo moral en las
sociedades democráticas occidentales está
25
asociado, como se ha apuntado antes, a dos
hechos sociales que han ido surgiendo con
mayor fuerza en la segunda mitad del siglo
XX: la inmigración y la secularización. Se ha
indicado ya que la inmigración conlleva
consigo la aparición de un pluralismo cultural
inevitable, puesto que cada comunidad
cultural de origen traslada al país receptor
sus propias costumbres, sus estilos de vida y
sus pautas culturales. Es preciso establecer
una clara diferencia entre el pluralismo
cultural y el pluralismo moral, porque no son
lo mismo, aunque ambos estén en íntima
relación.
Se puede tomar como referencia la
clásica definición de cultura del antropólogo
Edward B. Tylor:
“La cultura o civilización, en sentido
etnográfico amplio, es aquel todo complejo
que incluye el conocimiento, las creencias,
el arte, la moral, el derecho, las
costumbres y cualesquiera otros hábitos o
capacidades adquiridos por el hombres en
cuanto miembro de una sociedad.” (Tylor,
Primitive Culture, 1871)
A partir de esa noción parece evidente
que hay muchas culturas, muchas formas de
organización de la vida humana que son
diferentes en muchos de los elementos que
la componen y que ofrecen muchos modos
de adaptarse al medio ambiente. No se
puede entender una totalidad cultural como
algo estático y simple, sino como algo
dinámico y complejo. Por eso, la historia es
esencial para comprender la evolución de
cada sistema cultural y por eso la evolución
de las sociedades modernas ha ido
generando cada vez mayor complejidad
social y cultural.
El pluralismo cultural no es equivalente
al pluralismo moral y religioso, aunque las
creencias morales y religiosas son un
componente esencial que diferencia a
muchas culturas. La diversidad cultural es
algo digno de ser protegido, según la
UNESCO, ya que expresa la libertad creativa
de los seres humanos y de sus distintas
formas de vida. En el Artículo 2 de la
“Declaración Universal de la UNESCO sobre
la Diversidad Cultural” se señala que
“Las
políticas
que
favorecen
la
inclusión y la participación de todos los
ciudadanos garantizan la cohesión social, la
vitalidad de la sociedad civil y la paz.
Definido de esta manera, el pluralismo
cultural constituye la respuesta política al
hecho de la diversidad cultural. Inseparable
de un contexto democrático, el pluralismo
cultural es propicio a los intercambios
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26
Luis María Cifuentes Pérez
culturales y al desarrollo de las capacidades
creadoras que alimentan la vida pública.”
(Declaración Universal de la UNESCO sobre
la Diversidad Cultural, § 2, 2002)
Es decir, este organismo internacional
defiende la diversidad cultural como una
riqueza de toda la Humanidad y vincula de
modo explícito el pluralismo cultural con la
democracia, sobre la base de que sin
libertades democráticas no hay libertades
culturales.
Uno de los problemas que pueden
derivarse de la defensa del pluralismo
cultural es precisamente que la expresión de
cualquier diversidad cultural exceda ciertos
límites, como los que establece la dignidad
de la persona y los derechos humanos. La
UNESCO advierte contra ese peligro y limita
la tolerancia hacia toda forma de expresión
cultural que signifique una vulneración de los
derechos humanos y de los valores
democráticos. En concreto, la Declaración de
la UNESCO advierte que los derechos
culturales no son intocables ni son una
exigencia absoluta e ilimitada:
“La defensa de la diversidad cultural es
un imperativo ético, inseparable del
respeto de la dignidad de la persona
humana. Ella supone el compromiso de
respetar los derechos humanos y las
libertades fundamentales; en particular, los
derechos de las personas que pertenecen a
minorías y los de los pueblos autóctonos.
Nadie puede invocar la diversidad cultural
para vulnerar los derechos humanos
garantizados por el derecho internacional,
ni para limitar su alcance”. (Declaración
Universal de la UNESCO sobre la Diversidad
Cultural, § 4, 2002)
Es éste uno de los conflictos actuales
que mayor debate está generando en las
sociedades democráticas occidentales. El
pluralismo cultural como sinónimo de
diversidad es fuente de riqueza para todos;
el hecho de que las costumbres, las músicas,
los mitos, la literatura, el arte, la
gastronomía etc. aporten una diversidad y
un enriquecimiento no plantea ningún
problema de convivencia; pero existen
también algunas prácticas culturales y
morales que no son compatibles con los
Derechos Humanos o que atentan contra la
igualdad entre hombres y mujeres, que es
ya un valor de la tradición humanista
occidental y que está recogido en los
derechos humanos. No es admisible, por
ejemplo, la ablación del clítoris de las
adolescentes en algunos países de África ni
la lapidación de las mujeres adúlteras en
algunos países islámicos ni una serie de
prohibiciones en el vestir de las mujeres en
ciertos países musulmanes. Esto significa
que el pluralismo moral que se da en el
mundo actual pueda entrar en conflicto con
ciertos valores protegidos por los Derechos
Humanos y que las culturas no son algo
valioso por su simple diversidad, sino que
pueden tener un criterio de moralidad al ser
consideradas desde la dignidad y la igualdad
de todas las personas.
En el plano político hay también algunos
valores que la Declaración Universal de
Derechos Humanos recoge como inviolables
y que se refieren al ejercicio de las
libertades individuales, a la libertad de
conciencia y de expresión cuyas exigencias
éticas son incompatibles con los sistemas
políticos dictatoriales. La democracia como
sistema de organización de la convivencia es
un método preferible a cualquier forma de
despotismo y de dictadura. Ello no significa
que la democracia de los países occidentales
sea un logro perfecto e irreversible, puesto
que se comprueba hoy día una creciente
desafección hacia la clase política y son
evidentes
muchos
defectos
en
su
funcionamiento.
La
relación
entre
democracia y ética será objeto de un análisis
posterior.
3.2.
El pluralismo religioso
Hay un hecho que está vinculado con el
pluralismo cultural y moral que se ha
analizado anteriormente, pero que tiene un
matiz propio. Se trata del pluralismo
religioso, de la afirmación del fenómeno de
la pluralidad de expresiones religiosas que
conviven en el seno de una misma sociedad.
En cierto modo se puede decir que es una
vuelta a otros períodos históricos de la
Humanidad en los que el politeísmo
predominaba en la sociedad. Se puede
recordar el caso del politeísmo griego en el
que había muchos dioses y diosas; y sobre
todo, es preciso recordar el politeísmo de
Roma en el que coexistían los cultos a los
dioses romanos con los cultos a numerosos
dioses y diosas que llegaban a Roma desde
todos los confines del Imperio.
Sin embargo, el pluralismo religioso
actual que se da en las sociedades
democráticas es muy distinto del politeísmo
religioso de Grecia y de Roma. La irrupción
del monoteísmo cristiano en una sociedad
como la romana, que estaba acostumbrada a
aceptar todos los cultos y ritos, supuso un
cambio cultural muy importante. De hecho,
hasta el Edicto de Milán (313 d.C.) que
consagró el cristianismo como religión oficial
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del Imperio, las autoridades romanas no
aceptaron esa nueva religión que se negaba
a realizar el culto al Emperador y se atrevía
a desobedecer las leyes del Imperio. El
monoteísmo cristiano como obligación de
adorar a un solo dios chocaba con las
costumbres y la tolerancia romanas.
Además, hay que añadir que el cristianismo
no admitía que un hombre, aunque fuese un
Emperador, fuese divinizado y considerado
como un dios. Por eso, el conflicto entre la
religión monoteísta cristiana y la religión
imperial de Roma fue tan largo y violento.
Baste recordar que las persecuciones de
Diocleciano se prolongaron entre el año 303
y 311 y que la Iglesia soportó persecuciones
tan terribles que todo lo que ocurrió
anteriormente fue olvidado.
La Edad Media fue un período de relativa
tranquilidad y homogeneidad religiosa, si
tenemos en cuenta que el Islam no llegó a
dominar en Europa, a pesar de que se
mantuvo en lucha contra el catolicismo
durante muchos siglos. El caso de España es
evidente, ya que el Islam ocupó desde el
siglo VIII hasta 1492 más de la mitad de la
Península Ibérica. Tanto en el Catolicismo
como en el Islam no se admitía la disidencia
ni la heterodoxia, y la unidad religiosa y
política se mantuvo de modo muy estricto.
Por lo tanto, no se dio ninguna forma de
pluralismo religioso en el interior de las
sociedades europeas.
Conviene recordar que la escisión del
cristianismo en luteranos y católicos en el
siglo
XVI
también
trajo
guerras
y
hostilidades entre las naciones europeas, a
pesar de que se trataba de hermanos en la
misma fe. En el caso de la Reforma
protestante y la Contrarreforma católica se
unieron además cuestiones políticas y
económicas en las que se dilucidaba la
hegemonía del continente europeo. El
pluralismo como modo normal de aceptación
de las diferencias religiosas tardó muchos
siglos en ser aceptado en Occidente. De
hecho, la teoría del diálogo interreligioso y
del ecumenismo no llegó a formularse hasta
mediados del siglo XX. Fue en un documento
oficial del Concilio Vaticano II en 1965
llamado Lumen Gentium
(Luz de las
naciones), donde ya la Iglesia Católica habla
del diálogo con todas las religiones y en otro
documento llamado Gaudium et Spes (Gozo
y esperanza) ya reconoce que es preciso
fomentar el diálogo entre los católicos y
todos los seres humanos desde la base
común de la racionalidad.
A finales del siglo XX y en los años que
llevamos del XXI se ha dado el nombre de
“globalización” a un nuevo fenómeno social
27
que abarca muchos aspectos (economía,
tecnología, estilos de vida etc.). Frente a esa
uniformización de la sociedad mundial ha ido
surgiendo otro fenómeno opuesto: el
refuerzo
de
las
diferencias,
de
las
identidades individuales y nacionales. Esta
afirmación de las identidades (por razón de
sexo, lengua, nación o religión), que se
construyen dialécticamente por oposición a
la homogeneización universalizadora, crea
una tensión en las sociedades democráticas
porque la libertad de expresión de todas
ellas tiene que ser compatible con la
aplicación de leyes civiles comunes para
toda la comunidad política. El derecho a la
diferencia no puede ser absoluto, pero
tampoco la ley jurídica puede imponerse sin
conocer y reconocer esa diversidad. En el
mundo
actual,
las
políticas
del
reconocimiento del pluralismo tienen que
armonizarse con la necesaria obediencia a
las normas comunes y con un cierto grado
de cohesión social.
3.3.
La democracia como forma de vida
moral
La democracia ha sido estudiada desde
muchos puntos de vista, pero en este
apartado nos interesa considerar el sistema
de libertades y derechos democráticos como
un estilo de vida profundamente vinculado a
la moral. Para ello, se puede recurrir a la
demostración que hace Adela Cortina cuando
intenta probar que la ética discursiva es la
que mejor puede superar la oposición entre
las
éticas
teleológicas
y
las
éticas
deontológicas. En su obra Ética sin moral
(1990) señala que toda ética necesita
apoyarse en un valor:
“Y es este elemento valioso, a mi
juicio, el que permite enlazar principios y
actitudes, porque el interés de un valor
motiva
determinadas
actitudes
que
engendran el hábito y la virtud. La ética
procedimental puede, pues, contar no sólo
con procedimientos, sino también con
actitudes,
disposiciones
y
virtudes,
motivadas por la percepción de un valor;
con un ethos, en suma, universalizable”.
(Cortina, 1997)
Estas ideas de la profesora Cortina nos
pueden ser muy útiles para explicar por qué
la democracia como sistema de organización
política, es una forma o un estilo de vida
moral
que
sobrepasa
el
simple
procedimiento formal de las reglas del juego,
del mero funcionamiento técnico de las
instituciones políticas. Se han dado muchas
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28
definiciones de democracia en la ciencia
política, atendiendo a diversos criterios, pero
en muy pocas ocasiones se ha profundizado
en que la democracia es un estilo o forma de
vida que exige principios, actitudes y valores
morales; que conlleva un éthos, un carácter
ético, unos determinados hábitos y virtudes;
en definitiva, que la democracia exige una
densidad moral y un modo de comportarse
que va mucho más allá del simple
funcionamiento de las reglas del juego.
Si se analiza la democracia española
como un sistema en que hay unos valores
superiores reconocidos como tales en la
Constitución,
en su artículo
1º,
se
comprende mejor por qué la democracia
comporta la noción de éthos, de forma de
vida moral. Esos valores proclamados en el
texto constitucional son la libertad, la
igualdad, la justicia y el pluralismo político.
Para que esos valores se conviertan en guía
de la vida individual y colectiva, para que se
practiquen realmente y la vida política gire
en torno a ellos, es necesario que cambien
muchas actitudes y conductas de los
políticos y de los ciudadanos de nuestro país.
Comencemos por la libertad. La libertad
es un principio básico de toda la
antropología política, pero solamente tiene
sentido ético si se interpreta como
autonomía
moral.
En
un
sistema
democrático, ser libres no es solamente
tener un reconocimiento de sujetos libres en
las leyes y normas jurídicas. La libertad
como valor moral consiste en la capacidad
real para decidir cada uno sobre sus planes
de vida, sobre su construcción como agente
moral en una sociedad determinada. La
filosofía moral de Kant es la que mejor ha
formulado el significado de esa autonomía
moral. Cada ser humano, racional y libre,
tiene que tener la posibilidad real de decidir
acerca de lo quiere hacer con su vida, de
autolegislarse, de darse sus propias normas
y valores morales. La universalización de
esos valores y normas morales es posible,
según Kant, porque todo ser humano
coincide con los demás en la racionalidad, en
la unidad de la Razón. En el caso de Kant,
las formulaciones del imperativo categórico
muestran esa universalidad, ya que todos
podemos actuar conforme a un principio
formal que nos obligue por sí mismo, de
modo desinteresado. En democracia, ser
libres implica que exista un pluralismo moral
en el que todos puedan realizar libre y
responsablemente sus proyectos de vida
buena.
Otro valor moral básico que debe
fundamentar la vida democrática es la
igualdad, entendida no solamente como
Luis María Cifuentes Pérez
igualdad de todos ante la ley, como igualdad
jurídica, sino como igualdad moral. Se trata
de considerar igualmente valiosas a todas
las personas que conviven en una sociedad
democrática, con independencia de la
posición económica y social que ocupe cada
uno. La esencial igualdad en la dignidad de
todas las personas es lo que garantiza que la
vida democrática sea de mayor calidad ética.
En las conductas de los políticos y de los
ciudadanos debe reflejarse que el concepto y
el valor de la dignidad de todos están
presentes continuamente. La igualdad de
derecho no es suficiente para garantizar el
trato respetuoso a todas las personas en
atención a su valor único, a su intrínseca
dignidad. Existe un lema universal de
carácter moral que puede servir como “regla
de oro” para todas las situaciones: “No
hagas a los demás lo que no quieres que te
hagan a ti”. En el mundo actual, en el que
las desigualdades de todo tipo son tan
graves
y
numerosas,
las
sociedades
democráticas deben educar en el trato
respetuoso e igualitario a todos los
ciudadanos. La actitud de respeto activo y
de tolerancia positiva hacia todas las
personas es compatible con la expresión de
las legítimas diferencias que se producen en
una sociedad democrática.
Un valor moral y un principio éticopolítico que ha configurado desde sus
orígenes la historia de la ética es el de la
justicia. En la filosofía moral y política de los
últimos decenios se ha insistido mucho en
este concepto. No se puede olvidar que uno
de los grandes retos de la filosofía política,
desde las primeras reflexiones de La
República de Platón hasta la Teoría de la
justicia de John Rawls, ha sido el de
conseguir que la sociedad sea justa. Los
gobernantes quieren ser considerados como
hombres justos; los profesionales y los
trabajadores de cualquier tipo tienen que
actuar de modo justo y todos los ciudadanos
somos conscientes de nuestros derechos y
por eso exigimos justicia. La idea de tener
derecho a algo y a ser tratado con justicia
forma parte del vocabulario normal de todos
los ciudadanos que viven en un sistema
democrático. La famosa fórmula latina del
derecho romano unicuique suum, “a cada
cual lo suyo”, expresa bien el sentido de lo
justo, el sentido de que todos merecen que
se les conceda aquello a lo que tienen
derecho. El problema reside en saber si todo
lo que se reclama como derecho se
corresponde con obligaciones correlativas
que el Estado o la sociedad tienen el deber
jurídico y moral de cumplir. Más allá del
funcionamiento del sistema judicial y de que
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los jueces se limiten a interpretar y aplicar la
ley, existe como principio básico la
necesidad de que la sociedad sea justa. La
virtud de la justicia forma parte de todos los
catálogos de virtudes morales que la
Humanidad ha ido generando a lo largo de la
historia. Las llamadas virtudes cardinales
son
prudencia,
justicia,
fortaleza
y
templanza; todas son importantes para que
la democracia se convierta en un estilo de
vida moral, en un éthos con valores y
hábitos morales, pero, entre ellas, la justicia
aparece como la expresión consumada de
una sociedad perfecta., como un ideal de
vida buena para toda la sociedad. Ese ideal
de vida justa tuvo sus mejores ejemplos en
la utopía platónica de La República; en la
utopía cristiana recogida en los Evangelios y
en la utopía comunista del socialismo
marxista. En el contexto de la injusticia
global del siglo XXI, el valor de la justicia se
presenta como una necesidad urgente ante
la creciente desesperación de millones de
personas.
Todos estos valores morales deben
convertirse en prácticas, en hábitos y
virtudes cívicas a fin de que la democracia
sea realmente una forma de vida moral.
Para ello es preciso que la educación moral
impregne los sistemas educativos y todas las
instituciones sociales y culturales de las
sociedades democráticas. La calidad ética de
una democracia hay que medirla por el
conjunto de hábitos y virtudes cívicas que
practican sus miembros, sobre todo sus
dirigentes. Y en ese terreno, se constata que
la práctica política está todavía muy alejada
de la virtud.
4. La laicidad: garantía del pluralismo
4.1.
Qué es la laicidad
Uno de los temas que mejor expresan
las dificultades que entraña la convivencia es
el hecho de que en una misma sociedad
coexisten visiones del ser humano, de la
historia, de la cultura y de la moral distintas
y aún opuestas. Durante siglos, las
sociedades pudieron vivir con cierto grado
de aislamiento, pero desde el siglo XX y cada
vez
más,
la
inter-penetración
e
intercomunicación
entre
los
grupos
culturales de todo el planeta es un hecho.
Por eso desde hace décadas se habla ya de
que vivimos en sociedades multiculturales y
de que el hecho multicultural es un
fenómeno
social
que
nos
obliga
a
replantearnos muchas tradiciones que hasta
ahora considerábamos casi sagradas.
29
En una sociedad democrática todos
tienen derecho a expresar su singularidad
moral y religiosa; todo individuo tiene
derecho a su representación en los espacios
públicos y en los medios de comunicación,
siempre y cuando hacerlo no atente contra
los derechos de otras personas o grupos.
Hoy día se vive en sociedades mucho más
variadas y diversas que nunca; las grandes
ciudades son un mosaico de culturas y
religiones en las que cada rincón se puede
convertir en un lugar donde se expresan las
diferencias. Por eso, el tema del laicismo y
de la laicidad ha ido adquiriendo cada vez
mayor importancia, ya que la convivencia
democrática exige que el respeto mutuo y el
reconocimiento de las diferencias no sea
motivo de discriminación ni sea origen de
actitudes fanáticas o violentas.
La laicidad es el ideal de neutralidad
total entre las instituciones religiosas y el
Estado en el seno de una determinada
comunidad política. El pluralismo religioso y
moral que se da en todas las sociedades
exige en los sistemas democráticos un
reconocimiento limitado, ya que ninguna
religión y ningún sistema moral puede
pretender imponer su visión del mundo y del
ser humano a todos los ciudadanos. Cada
religión tiene derecho a proponer a sus fieles
y seguidores un catálogo de valores y
normas morales, tanto individuales como
colectivas, pero en una sociedad libre o
democrática no es aceptable el monismo
moral ni religioso. El diálogo intermoral e
interreligioso es el método racional y
civilizado que debe adoptarse en nuestra
sociedad para tratar de exponer las normas
y valores que cada sistema religioso o moral
pretenda universalizar. Por eso, aunque la
palabra “catolicismo” derive del griego
katholikós, que significa “universal”, sin
embargo todos los grandes monoteísmos
tienen la misma pretensión de universalidad
y de ofrecer una propuesta de vida buena
para todos.
4.2.
Libertad de conciencia y tolerancia
Uno de los principios básicos en los que
se asienta la filosofía de la laicidad es el de
la libertad de conciencia.
La libertad
religiosa y la libertad ideológica derivan de
un concepto mucho más amplio que engloba
todas las demás. Se trata de la libertad de
conciencia, ya que en el reducto íntimo e
inviolable de cada conciencia humana se
halla el último refugio inexpugnable de ideas
y de creencias que nadie puede asaltar y que
nadie nos puede arrebatar. Las creencias
morales y religiosas de los niños se van
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30
asentando
lentamente
mediante
la
educación moral que las familias, el sistema
educativo, los amigos y los medios de
comunicación van transmitiendo a los más
pequeños. Se trata de pautas morales que
son heterónomas, ya que es la sociedad la
que va proponiendo a los menores un
catálogo de normas y valores morales y
religiosos para orientar su vida. Cada niño o
niña irá incorporando todos esos elementos
del sistema moral y religioso para ir
construyendo
lentamente
su
propia
personalidad moral, su propio elenco de
valores y normas morales. Como han
señalado los estudiosos del desarrollo moral,
sobre todo Jean Piaget y Kohlberg, los
diferentes estadios morales por los que el
juicio moral de los niños debe ir pasando les
llevarían al estadio de juicio moral universal
caracterizado por el interés universal, por
considerar solamente la dignidad esencial de
toda persona humana. Las investigaciones
sobre el desarrollo moral posteriores a
Piaget y a Kohlberg han demostrado que
muchas personas no alcanzan nunca el
último estadio de desarrollo moral y que la
autonomía moral que Kant concibió como
objetivo ideal de todo ser humano, se queda
muchas veces en un mero desideratum.
Uno de los autores que mejor planteó el
tema de la libertad de conciencia fue John
Locke en su Carta sobre la tolerancia (1689),
donde el autor inglés del siglo XVII insiste en
que no se puede imponer la religión por la
fuerza a nadie y en que saber tolerar y
aceptar las diferencias en materia de religión
es esencial para evitar la guerra entre los
seres humanos. La Inglaterra del siglo XVII
fue un sangriento campo de batalla entre
anglicanos y católicos y quizás por ello Locke
fue plenamente consciente de que las
conciencias humanas son inviolables, de que
los reyes y los Estados no son dueños de las
ideas y creencias de sus súbditos y de que la
religión jamás se puede imponer mediante la
violencia. La idea ilustrada de que la fe debe
ser aceptada libremente y nunca por
métodos violentos es la base de la tolerancia
religiosa. Por eso las palabras de Sebastián
Castellio, al levantar su voz contra el crimen
que Calvino perpetró contra Miguel Servet,
condenado a la hoguera en 1553, dan la
clave del concepto moderno de libertad de
conciencia: “Buscar y decir la verdad, tal
como se piensa, no puede ser nunca un
delito. A nadie se le debe obligar a creer. La
conciencia es libre.” (cf. Cerezo, 2005)
En el siglo XVIII, Voltaire escribió
también una importante obra sobre la
tolerancia, y en ella volvía a pedir libertad
religiosa, libertad de creer en una religión o
Luis María Cifuentes Pérez
en ninguna. Para Voltaire, la tolerancia
religiosa era un signo de progreso racional,
de superación de épocas anteriores en que
las guerras de religión habían devastado
Europa. Ser judío, cristiano, musulmán,
católico, hugonote o ser ateo no debía ya ser
motivo de discriminación en ninguna nación
del mundo. Para el autor francés, la
tolerancia era la virtud ilustrada por
excelencia y por eso estaba dispuesto a
luchar de modo civilizado para que sus
adversarios pudieran también gozar de la
libertad de conciencia.
En el siglo XX ha habido graves
episodios de intolerancia y de barbarie que
han llenado el mundo de dolor. Las dos
Guerras mundiales y los genocidios que se
han cometido contra distintos pueblos son
una muestra de que la tolerancia sigue
siendo totalmente necesaria en nuestro
mundo. En los albores del siglo XXI se han
producido también hechos trágicos que
revelan los peligros de los fundamentalismos
religiosos y nacionalistas que pueden
generar
odio,
violencia
y
atentados
terroristas
contra
grupos
humanos
indefensos. El concepto de tolerancia se ha
situado en el centro de muchos debates
ético-políticos puesto que la libertad de
pensamiento y de creencias implica que
muchas personas tienen estilos de vida
distintos
u opuestos.
Las
tendencias
fundamentalistas que se han revelado con
fuerza en los últimos años son una prueba
de que la educación en la tolerancia y el
respeto al pluralismo moral y religioso son
un
problema
político
y
cultural
de
extraordinaria complejidad. Las sociedades
secularizadas de Occidente y las sociedades
más teocráticas del Medio y Lejano Oriente
tienen ante sí un reto similar: defender la
democracia y la libertad de conciencia de
todos los ciudadanos.
En otro apartado de este tema se decía
que la garantía de que el pluralismo moral y
religioso de las sociedades democráticas se
realice en paz y en libertad es la existencia
de un Estado laico. La laicidad del Estado y
la tolerancia activa que reconoce las
diferencias, pero no privilegia ni excluye a
nadie por sus diferencias, son los dos
elementos esenciales para la consolidación
de la democracia en cualquier país. La
fidelidad a las tradiciones de un país no
puede ser invocada para imponer a todos los
ciudadanos la misma fe ni la misma moral,
porque la ciudadanía de la sociedad actual es
cada vez más compleja. Los Derechos
Humanos son un código universalizable
sobre el que se puede construir la
convivencia cívica, porque el respeto a la
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dignidad de todas las personas debe guiar la
conducta humana en un tipo de sociedades
tan plurales como las del mundo actual.
5. Conclusión
Hay que concluir con uno de los grandes
desafíos de la sociedad global en la que
todos vivimos. En la sociedad actual
confluyen dos tendencias contrapuestas cuya
síntesis parece hoy día casi imposible. Por
un lado, el cosmopolitismo es la solución
ética
más
acertada,
porque
ningún
ciudadano puede sentirse al margen de todo
lo que sucede a los demás miembros que
habitan el mismo planeta; pero, por otro
lado, como señala con acierto K. Anthony
Appiah, todos vivimos los problemas que nos
afectan de modo inmediato en nuestro
entorno y de esos problemas tenemos que
ocuparnos.
Por
todo
ello,
resulta
que
el
cosmopolitismo es algo deseable y necesario
por la interdependencia del mundo actual y
al mismo tiempo, un ciudadano cosmopolita
solamente puede sentirse ciudadano del
mundo si se involucra en la mejora de su
contexto doméstico y en su localidad urbana
o rural. Eso demuestra que la tesis del
cosmopolitismo arraigado responde a las
exigencias éticas y políticas de un mundo
globalizado, de una sociedad homogeneizada
por los medios de comunicación y de una
mezcla multicultural en la que las tradiciones
se renuevan y cambian de modo vertiginoso.
6. Cuestionario de repaso
1. ¿Cuáles son las posiciones filosóficas
fundamentales ante el hecho del pluralismo
moral de la sociedad actual?
a) Comunitarismo, liberalismo y
republicanismo.
b) Comunismo y capitalismo.
c)
Éticas de la virtud y éticas del
deber.
d) Republicanismo, monarquía
constitucional y federalismo.
2. ¿Qué rasgos caracterizan el concepto de
virtud en la época moderna?
a) Valor y fuerza del héroe.
b) Teocentrismo.
c)
Autonomía moral y respeto mutuo.
d) Implicación en un proyecto de
construcción nacional.
31
3. La virtud es:
a) Individual pero también cívica.
b) Individual pero no cívica.
c)
Cívica pero no individual.
d) Algo que se deduce a partir de las
leyes.
4. ¿Cuáles son
fundamentales?
las
virtudes
cívicas
a) Templanza, sabiduría, valor y
justicia.
b) Prudencia, tolerancia, respeto a las
leyes, justicia, solidaridad y
profesionalidad.
c)
Tolerancia absoluta hacia las
costumbres ajenas.
d) Libertad, igualdad, fraternidad.
5. ¿Cuál es el criterio para que una práctica
moral sea admitida en una democracia?
a) El respeto a las costumbres del
país.
b) Estar bien argumentada
públicamente.
c)
La obediencia a las autoridades
religiosas.
d) Ser compatible con los Derechos
Humanos.
6. ¿Cuál es la dificultad de adaptación del
monoteísmo a las sociedades democráticas?
a) Las virtudes teologales.
b) Su intento de monopolizar el
concepto de vida buena.
c)
Su noción del alma humana.
d) Sus pretensiones pseudocientíficas:
cosmología, evolución, etc.
7. ¿Por qué la democracia necesita de
valores morales y de virtudes cívicas?
a) Porque es necesario para la
realización de los seres humanos.
b) Porque lo exige un determinado
gobierno.
c)
Porque lo reclaman las autoridades
religiosas de un país.
d) Porque lo dice explícitamente el
preámbulo de su constitución.
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Luis María Cifuentes Pérez
8. ¿Qué es la laicidad?
d) Porque aprecia las diferencias y las
valora dentro de unos límites.
a) La imposición de la increencia
religiosa.
b) El ataque a las instituciones
religiosas.
c)
La garantía jurídica de la libertad
de conciencia.
d) La negación de cualquier
financiación pública para la Iglesia.
9. ¿Por qué es la tolerancia una virtud
cívica?
10. Un Estado laico:
a) Privilegia religiones individualistas
sobre religiones comunitaristas.
b) Reconoce las diferencias religiosas,
pero no privilegia ni excluye a
nadie por dichas diferencias.
c)
Prohíbe las manifestacioens
públicas de religión.
d) Se desentiende en sus leyes de
toda moral.
a) Porque oculta la desconfianza
mutua mediante la cortesía.
b) Porque es mejor permitirlo todo.
c)
Porque en democracia toda
conducta es admisible.
Respuestas:
1.a, 2.c, 3.a, 4.b, 5.d,
6.b, 7.a, 8.c, 9.d, 10.b
Referencias
Appiah, K. A. (2007) La ética de la identidad. Buenos Aires: Katz. [Aborda el significado de la
ética en el mundo actual. El autor es consciente de la aparente aporía que se produce hoy
entre los defensores del universalismo formal de los Derechos Humanos y el
contextualismo material de los comunitarismos religiosos y políticos. Propuesta seria de
superar ese antagonismo teórico y práctico en la línea del cosmopolitismo arraigado.]
Benhabib, S. (2006) Las reivindicaciones de la cultura. Buenos Aires: Katz. [La autora es una de
las mejores exponentes de la reflexión filosófica sobre la mezcla cultural en la que hoy se
vive. Tras analizar la evolución del concepto de cultura, esta profesora feminista reivindica
un concepto integrador de cultura en el que los derechos de todos sean respetados en el
marco de los derechos humanos.]
Camps, V. (1990) Virtudes públicas. Madrid: Espasa-Calpe. [La conocida profesora de la
Universidad Autónoma de Barcelona nos recuerda en este libro ya clásico que una
comunidad política no puede funcionar únicamente por imperativos legales. Hace un repaso
histórico-filosófico de la virtud e insiste en que las virtudes públicas son necesarias en las
democracias actuales, tanto como el derecho o la moral religiosa.]
Cerezo, P. [ed.] (2005) Democracia y virtudes cívicas. Madrid: Biblioteca Nueva. [Obra colectiva
elaborada por especialistas españoles, en su mayoría profesores universitarios de filosofía
moral y política. Nos presenta un catálogo de virtudes cívicas bastante amplio y bien
elaborado, aunque se olvida de que todo ese discurso teórico no sirve de nada si no hay un
plan de educación moral de la sociedad, empezando por los niños y adolescentes.]
Cortina, A. (1997) Ciudadanos del mundo. Madrid: Alianza. [La profesora de la Universidad de
Valencia nos ofrece una fundamentada defensa del cosmopolitismo desde su visión de la
ética dialógica o de la comunicación. El tema de los fanatismos, de los fundamentalismos y
de los nacionalismos acecha sobre la vida moral y política de los individuos y de las
comunidades políticas. Ser ciudadanos del mundo nos sitúa en la perspectiva adecuada
para entender cómo se puede construir una ciudadanía mundial y justa para todos.]
Habermas, J. (1991) Identidades nacionales y posnacionales. Madrid: Tecnos. [Plantea una
intervención crítica en el tema histórico del nacionalismo alemán que derivó trágicamente
en el nazismo. Aunque se trata de un conjunto de artículos centrados en el nacionalismo
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Factótum 9, 2012, pp. 19-33
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alemán y en Heidegger, constituye una buena reflexión sobre las bondades y excesos del
nacionalismo y sobre la inevitable etapa posnacional en la que ya vive el mundo actual.]
MacIntyre, A. (1987) Tras la virtud. Barcelona: Crítica. [Este libro causó una gran conmoción en
el mundo académico por su tesis final. La recuperación de la noción de virtud en Aristóteles
y en el tomismo le lleva al autor a realizar una crítica radical del proyecto ilustrado y una
apología sin matices de la religión cristiana. Aun admitiendo los excesos de ciertas
actitudes materialistas y posmodernas, sin embargo parece inviable y nada deseable el
intento de MacIntyre de volver a la Edad Media cristiana.]
Pérez Tapias, J. A. (2007) Del bienestar a la justicia. Madrid: Trotta. [Se nos presentan los retos
de la ética y de la política actual desde varios enfoques complementarios. El autor recoge
las preocupaciones teóricas fundamentales de nuestro tiempo y las vincula con el problema
de la injusticia global. Uno de los méritos del libro es el intento serio de resituar el diálogo
entre la teología de la liberación y el pensamiento marxista y laico de los últimos años.]
Pettit, P. (1999) Republicanismo. Barcelona: Paidós. [Es uno de los libros que más influencia han
tenido en la teoría política de los últimos años. Ante el dilema de liberalismo versus
comunitarismo, el autor crea una tercera vía, el refuerzo de la democracia civil, basada en
la participación de los ciudadanos en el control de la política y de los Estados. Se trata de
realzar el sentido de los valores cívicos y de la iniciativa de la sociedad civil frente a la
burocracia y a la corrupción de los políticos.]
Rubio Carracedo, J. (1996) Educación moral, posmodernidad y democracia. Madrid: Trotta. [El
autor, profesor de la Universidad de Málaga, sostiene que existe una estrecha vinculación
entre la democracia y la educación moral. La democracia debe ser real y auténtica y no una
simple mecánica electoral; por eso, Rubio Carracedo insiste en que la madurez moral y
cívica es esencial para el progreso y la profundización de la democracia y que una
democracia sin virtudes cívicas es muy frágil y precaria.]
Taylor, Ch. (1995) Las fuentes del yo. Barcelona: Paidós. [El autor nos plantea en este libro una
relectura nueva y fecunda de la historia de la ética occidental con el objetivo de
reinterpretar qué somos actualmente los sujetos morales en esta sociedad. Es muy
interesante su análisis de las fuentes del yo moral occidental, aunque su visión
comunitarista le impide a veces ver el valor positivo de la ética kantiana, de la crítica
marxista al poder religioso y la necesidad de una ética cívica de carácter laico.]
Valcárcel, A. (2002) Ética para un mundo global. Madrid: Temas de Hoy. [Este libro sintetiza en
el significado de la ética necesaria para un mundo globalizado. Valcárcel reivindica los
derechos humanos por su valor universal, ya que todos somos iguales en dignidad y en
libertad. La responsabilidad es mucho más que una exigencia que debemos dirigir a los
políticos; es, ante todo, una exigencia ética para todos los ciudadanos y muy
especialmente para los que influyen en la opinión pública, para los periodistas.]
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