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Revista de Antropología Experimental
nº 14, 2014. Texto 3: 25-43.
Universidad de Jaén (España)
ISSN: 1578-4282
Deposito legal: J-154-2003
http://revista.ujaen.es/rae
¿TRIBU RASTA EN LA HABANA?
Marialina GARCÍA RAMOS
Unión Nacional de Escritores y Artistas de Cuba, UNEAC
[email protected]
RASTAFARIANISM IN HAVANA?
Resumen: El texto ofrece un acercamiento a la emergencia de un discurso rastafari en La Habana,
como uno de los fenómenos identitarios que irrumpen hoy en la sociedad cubana. Desde una
perspectiva que adopta el concepto de tribus urbanas al aproximarse a este grupo, se parte de
los contactos inter/transculturales en el abordaje de un imaginario derivado de los procesos
de desterritorialización que intervienen en la configuración de comunidades transnacionales
resultantes de los escenarios de diálogo surgidos del mercado, las industrias culturales y otras
agencias de la globalización. El análisis es abordado desde un enfoque sistémico que evalúa
las relaciones existentes entre la aparición de este conglomerado y el cambiante acontecer del
país, signado tras la crisis económica de la década de los 90 por las transformaciones de su
estructura social y la fragilidad de su cohesión, en relación con un panorama internacional
donde el rastafarismo protagoniza un continuo proceso de secularización.
Abstract: The text offers an approach to the emergence of a Rastafarian discourse in Havana as one
of the identity phenomena bursting today in Cuban society. From a perspective adopting the
concept of urban tribes when approaching this group, the point of departure is to be found in
the inter/cross-cultural contacts when confronting an imaginary deriving from the processes of
de-territorialization involved in the configuration of transnational communities resulting from
dialogue scenarios emerging from the market, the cultural industries, and other globalization
agencies. The analysis is approached from a systemic focus which evaluates the relationship
existing between the emergence of this conglomerate and the changing events in the country,
marked by the transformations in its social structure and the fragility of its cohesion after the
economic crisis of the ‘90s in contrast with an international panorama where Rastafarianism
leads a continued secularization process.
Palabras clave: Antropología. Rastafarismo. Transnacionalización. Tribus urbanas. La Habana
Anthropology. Rastafarianism. Transnacionalization. Urban tribes. Havana
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I
Los paradigmas teóricos y metodológicos que emergen de la antropología -y otras disciplinas- han tenido un considerable impacto en el estudio del rastafarismo, fenómeno religioso que tras su surgimiento hacia la década de 1930 en Jamaica, ha comportado desde la
década de 1970 un proceso de expansión mundial y consecuente secularización. Al detenernos en los múltiples conceptos y modelos empleados en su análisis, se advierten aportes
derivados de la teoría antropológica contemporánea, determinantes de profundos virajes
epistemológicos en este campo de estudio.
En la literatura clásica sobre el tema encontramos un corpus de investigaciones académicas centrado en la doctrina religiosa y las prácticas rituales de los rastafaris radicados
en Kingston (Barrett, 1977. Owens, 1976. Simpson, 1970: 208-223. Smith; y otros, 1960).
Obras realizadas, en su mayoría, desde enfoques basados en una antropología de tipo descriptiva. El rastafarismo será definido como una derivación de las tradiciones mesiánicas
y milenaristas jamaicanas presentes en religiones como el myalismo y el revivalismo. En
esta temprana saga de sistematizaciones comienzan a ser perfiladas, al mismo tiempo, problemáticas tanto identitarias como de origen racial y social.
Desde la década de 1960, sin embargo, se perciben las primeras transformaciones en los
estudios sobre el tema. La antropología británica comienza a tener en cuenta los procesos de
cambio y contacto cultural, mientras se dejan sentir los influjos de la escuela postmoderna y
su vertiente interpretativa francesa. Es un momento signado por la descolonización gradual
del Caribe y el despertar de las luchas reivindicatorias de las minorías étnicas, raciales y de
género en el mundo. En este avance teórico se destacan los aportes de Rex Nettleford (1978)
y Barry Chevannes (1998) desde las aristas de raza, resistencia e identidad y dominación/
subordinación. Se rompe así el rígido esquema anterior, basado en la exhaustiva descripción
del sistema de creencias rastafaris, mientras se va desplazando el foco de atención hacia sus
irradiaciones ideológicas y culturales.
En los años noventa, con la eclosión de los análisis sobre globalización surgidos en la
tradición de los estudios culturales, se produce un vuelco definitivo. Tras el impacto de las
contribuciones teóricas y metodológicas derivadas de esta corriente, se han venido gestando
aproximaciones que giran sobre dos ejes de la teoría de la cultura: el de la globalización y
el semiótico. Dicho cambio se traduce en los enfoques adoptados por una de las líneas de
indagación actual, encaminada a acometer las expresiones del rastafarismo como fenómeno
que de manera creciente comporta un carácter multiétnico y global (Habekost, 1994: 101.
Murrel, 1998: 9). Diversos autores parten entonces del marco de la globalización y desde
una perspectiva inter/transcultural le sitúan en los escenarios de intercambio (Carvalho,
2002. Hepner, 1998. Van Dijk, 1998: 178). Son estudios que toman como aspecto central
la madeja de relaciones que han regido los sucesivos contactos en la región caribeña, tanto
su trasiego insular como su proyección allende la cuenca. Trabajos que toman en consideración el rol de las migraciones inter/transcaribeñas y la propagación de la música reggae,
fundamentalmente. Como consecuencia de esta expansión, muchos autores aluden a un
proceso de secularización, esto es, de desacralización del movimiento: la apropiación de
símbolos y atributos despojados de sus significados religiosos e ideológicos.
Asumido el rastafarismo como un fenómeno de fuerte dinamismo en su difusión, se destacan los efectos de desterritorialización y transnacionalización de la cultura massmediática como elementos que han influido en su internacionalización (Habekost, 1994. Hebdige,
1979. Kremser, 1994, 13-14. Yawney, 1994). Dichos enfoques evalúan las estrategias de las
industrias culturales en la gestación de discursos y prácticas donde operan múltiples apropiaciones simbólicas. Se tienen en cuenta eventos vinculados al consumo televisivo –uno de
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los principales conformadores de estereotipos culturales– y otras expresiones generadas por
variantes de la comunicación globalizada, v.gr. el intercambio a través de redes migratorias
(obtención de casetes, discos, libros, artículos, etc.) y el virtual en Internet. Según apunta
Velma Pollard (1994: 41), la antropóloga Carole Yawney se anticipaba a tales consideraciones al comentar en la temprana fecha de 1976:
“el rastafarismo es un fenómeno complejo que no puede ser analizado
fácilmente según los modelos estrictamente tradicionales aplicados a los
movimientos utópicos o milenaristas […]. En Jamaica, al rastafarismo tiene
que añadírsele la dimensión de un frente popular en un sentido simbólico y
cultural”.
La propia autora, más adelante, propondría una mirada al movimiento en tanto “una constelación de símbolos ambiguos que hoy en día tienen el poder de enfocar e incluso mediar
en ciertas tensiones socioculturales que se han desarrollado a escala global” (Yawney, 1994:
78). De tal suerte, mientras se concede una crucial importancia a la influencia o alcance de
la música reggae, al mismo tiempo se advierte la existencia de una matriz simbólica más
amplia. Muchas de estas aproximaciones incorporan análisis hermenéuticos aplicados a
manifestaciones asociadas (música, grafitti, modas o estilos derivados).
En otras palabras, los cientistas sociales, hoy día, suelen estar más interesados en la
dimensión política, cultural y simbólica del rastafarismo. Observamos una reformulación
teórica que lleva consigo la sustitución o desplazamiento de los modelos religiosos por las
acepciones actuales del concepto de cultura. Sin embargo, tal parece que en el debate contemporáneo se ha producido un consenso sobre la pluralidad de expresiones que comporta:
una minoría suscrita a las prácticas religiosas, una numerosa juventud que asume elementos
de su ideología y simbolismo y, por último, la mera apropiación de atributos. El sociólogo
Randal L. Hepner, uno de los tantos estudiosos que atribuye a esta parábola expansiva un
carácter secular vinculado a la influencia de la música reggae, comenta: “Por toda Norteamérica, los dreadlocks representan algo de una moda afrocentrista establecida, y separar
los legítimos rastafaris de sus imitadores requiere una profunda investigación etnográfica”
(Hepner, 1998: 204-205). Y justo en este punto nos hallamos ante otro jalón no menos
escabroso del marco teórico-metodológico que nos ocupa. En medio de tan enrevesado
panorama ¿resultan verdaderamente válidas las categorías de “genuinos” rastafaris y sus
“imitadores”, los dreadlockers o dreadla, como también se les llama? Nuestro interés, quizás, no debería recaer en trazar una línea de demarcación excluyente y descalificatoria entre
rastas religiosos, políticos o culturales, esto es, distinguir entre rastas “reales” e “impostores”, convencidos que de ello ni siquiera la más exhaustiva investigación etnográfica podría
dar cuenta. Más pertinente sería orientarnos a la indagación de los procesos que intervienen
en la generación de manifestaciones –seculares o religiosas– y la emergencia de un discurso
rastafari en países tan distantes como los del Caribe, Europa y el Pacífico. Esto es, hacer
compatible el estudio de un fenómeno de tal complejidad con un concepto antropológico de
cultura que subraye su mutabilidad y reformule los modelos de análisis para acceder a los
escenarios caracterizados por las inéditas situaciones de contacto variable.
Desde una perspectiva más cercana a estas últimas ideas, entre las aproximaciones a
sus variantes secularizadas es común encontrar una diversidad de términos para definir el
rastafarismo como una de las principales corrientes culturales en el mundo (Murrel, 1998),
un estilo de vida o moda afrocentrista (Habekost, 1994. Hepner, 1998), una contracultura
(Van Dijk, 1998), una subcultura (Hebdige, 1979) o, más recientemente, ser adscrito al
concepto de tribus urbanas (Castellanos, 2008. Centro de Ética, 2003. Palma et al., 2002.
Subirats, 1999).
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II
En el acercamiento a sujetos que se autodenominan “rastas” en el escenario habanero y
que son, por demás, portadores de atributos que visualmente los identifican, se advierten,
grosso modo, dos grupos o tendencias: por una parte, un segmento minoritario en el que
se constata una tangencial filiación al contenido de creencias rastafari y, por otra, un grupo
juvenil, más numeroso y creciente, donde se observa la apropiación de símbolos rastafaris
(dreadlocks, uso de colores de la bandera de Etiopía, apariencia desaliñada y desenfadada,
preferencia por el reggae) sin relación o compromiso con el rastafarismo. Llama la atención
el incremento de este fenómeno traducido en un apasionamiento hacia una estética o estereotipo “rasta”. Al mismo tiempo, dentro de este heterogéneo grupo, se localizan sujetos
que no clasifican como negros o mestizos. Una lectura problematizadora del rastafarismo
en Cuba debe comprender el análisis de estas expresiones, donde se verifica un desplazamiento hacia lo sociocultural que trasciende la dimensión religiosa. Una doble mirada que
ha de considerar tanto la moda “rasta” como sus formulaciones ideológicas y religiosas más
profundas.
Las circunstancias mencionadas apuntan hacia la emergencia en la capital de una cultura
juvenil donde irrumpe un conjunto de “tendencias tribales”, nomenclatura teórica con que
las ciencias sociales designa recientes pulsiones que afloran en el conglomerado juvenil de
las urbes impactadas por la globalización. El mayor desafío, quizás, consista en el aterrizaje
de conceptos que permitan abordar “lo rasta” en Cuba desde una perspectiva que propicie la captación de su dimensión estético/cultural traducida en la generación, circulación y
apropiación de símbolos, códigos, formas de vestir, hablar y consumo de música, así como
normas de comportamiento y valores específicos, según los cuales los miembros de un
segmento juvenil minoritario se comunican entre sí, comparten espacios, experiencias y representaciones. Prácticas culturales de apropiación simbólica (Thompson, 1993, 1998: 20,
232) derivadas de los imaginarios massmediáticos y otros modelos de producción, trasiego
y consumo de discursos, que dan cuenta de los intercambios e interconexiones globales.
Marcas desterritorializadas surgidas de las interacciones que implosionan, configurando, los
espacios transnacionales en constante expansión.
Es en la noción de cultura juvenil donde hallamos una primera aproximación a la categoría de tribu, aplicable a ciertas manifestaciones que emergen en los contextos globalizados.
Una de sus definiciones más radicales ha quedado acuñada en la metáfora de “tribus urbanas” de Michel Maffesoli (1998. [Orig. 1988]), sustentada en el tropo del (neo)tribalismo,
en la existencia de un recreado universo ritual como principio que subyace en la vocación
nómada del grupo. (Souza: 1-2. Subirats, 1999: 4.). Según Carles Feixa, Maffesoli será el
primero en diagnosticar una (neo)tribalización al etiquetar
“a la sociedad posmoderna como ‘el tiempo de las tribus’, entendiendo como
tal la confluencia de comunidades hermenéuticas donde fluyen los afectos y se
actualizaban [sic] lo ‘divino social’. […] una metáfora perfectamente aplicable
a las culturas juveniles de la segunda mitad del siglo XX, caracterizadas por
reafirmar las fronteras estilísticas, las jerarquías internas y las oposiciones
frente al exterior” (Feixa, 2000: 89).
Se apuesta, en esencia, por el fortalecimiento del sujeto en la entidad grupal, mediante el
protagonismo del carácter afectivo/emotivo (Castellanos, 2008: 5. Centro de Ética, 2003: 2)
expresado en la adhesión al clan y la “estetización” de la experiencia. Otro de los aspectos
claves en la conceptualización de las tribus urbanas recae sobre el impacto del consumo
cultural, convertido en importante referente en la construcción de identidades juveniles gestadas en sociedades interconectadas (Bermúdez, 2002. Piña, 2007. Solé, 2006.). Autores
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como el sociólogo Piña Narváez, por ejemplo, resaltan su ponderada capacidad para representar lecturas, reinterpretaciones y apropiaciones parciales de referencias ideológicas y
repertorios foráneos: matrices socioculturales determinantes en la comprensión del origen y
despliegue de sus prácticas (Piña, 2007: 2-5, 12-19).
Es posible identificar en el grupo que nos ocupa1 un imaginario rasta traducido en un
corpus de significaciones que devela sus conexiones con la cultura rastafari. Sin dudas,
podemos referirnos a un constructo simbólico surgido y conformado a través de formatos
y géneros del audiovisual, la música radiada desde el exterior y escuchada en algunos enclaves urbanos a partir de los años ochenta, así como contactos derivados del turismo y las
migraciones, incluidos encuentros “cara a cara” vinculados al intercambio cultural y educacional con el resto de la comunidad de países caribeños (Furé, 2006: 41, 47, 78-80, 2006:
45. Hansing, 2001: 18-19, 2005. Larenas, 2002: 54, 57. Magaña, 2001: 23-24). El siguiente
testimonio ilustra de manera palmaria cómo se da la entrada de las ideas rastafaris hacia
finales de los años ochenta en un grupo de jóvenes de la capital:
“Bueno, sobre el movimiento como tal, lo conocí […] vi un día a Bob Marley
por televisión, en el año ochenta y seis por allá […] me llamó la atención
porque por aquellos tiempos ya yo me estaba haciendo los choronguitos, y
me vestía de una forma diferente a muchas personas […] a partir de que vi a
Bob Marley por televisión, me identifiqué con él de alguna forma […]. Solía
ir, visitar mucho la Escuela de Economía del Cerro y ahí nos reuníamos varios
amigos. No era rastafari cuando eso, pero íbamos a ver las novias de nosotros
y eso... y veía pasar por ahí mucho a [A],2 el del grupo Remanente, y a [B]
[…] yo vivía cerca de allí también y nos reuníamos al final, después, todos,
en el Vedado […] Eso fue a mediados… ochenta y seis, ochenta y siete. […]
Primero nos reuníamos con el afán aquel de los grupos de reggae y eso […].
Solíamos reunirnos en el Coppelia y vacilábamos normal, ahí, compartiendo,
tomando helado, conversando, no existía nada de aquello, ni de ganja, ni nada
de esas cosas […]. Después… para los noventa ya la cosa fue cogiendo… fue
incrementándose más […] fueron apareciendo más gente, las personas se fueron
conociendo, se fue creando casi un grupo inmenso de rastafari. Empezamos
a conocer mucha más gente cuando empezamos a poner música en toda La
Habana. A partir de ahí empezó a surgir mucho más un movimiento, ya tanto
1 El presente texto está estructurado a partir de testimonios de sujetos autodenominados rastafaris durante un
trabajo de campo acometido en 2009, a través de dos instrumentos: entrevista en profundidad y observación
etnográfica. La muestra aparece constituida por 8 individuos, en su mayoría negros (1 blanco y dos mestizos).
Exhiben un bajo nivel adquisitivo, destacándose la participación en la economía informal y algunas actividades
ilícitas. Los grados de escolaridad fluctúan entre la enseñanza secundaria y la técnico media. Se aprecia lo
precario del proyecto de vida como resultado de un limitado acceso al ámbito del consumo y, en general, a los
servicios de educación, trabajo y vivienda; una deficiente integración social que los sitúa en los límites mismos
de la exclusión y la marginación.
2 Entre las dificultades confrontadas durante las jornadas de campo fue significativa la casi rotunda negativa por
parte de los sujetos a ser abordados mediante el registro grabado. Los elementos que forman parte de esta actitud
son diversos, pero podemos enumerar algunos de los más importantes: asumir que cualquier persona que se les
acerca, ajena al entorno donde se desenvuelven, puede ser funcionario, colaborador, o estar comprometido con
alguna instancia de la D.N.A. (Dirección Nacional Antidrogas), la P.N.R. (Policía Nacional Revolucionaria), u
otra institución relacionada con el control del consumo de drogas. Esta desconfianza aparece a la vez vinculada
a la existencia de experiencias cercanas (de las personas en cuestión o de individuos allegados al grupo) que los
han conducido a la retención, amonestación, advertencia o encarcelamiento, a causa de la tenencia o consumo
de marihuana o el asedio a extranjeros. Las circunstancias aludidas han determinado la adopción de un criterio
de absoluta discreción sobre la identidad de los entrevistados: los nombres de los informantes y de determinadas
calles de la ciudad se han suplantado por una convención alfabética.
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aquí como en Santiago de Cuba, las dos capitales del país. […] Más pa’lante yo
llegué hasta a hablar patuá jamaicano y me metí muy adentro de todo eso… yo
a veces me encontraba con un jamaicano y me decía que si yo era jamaiquino…
pero sí me identifiqué mucho con ellos… extranjeros jamaicanos que estaban
en Cuba y con estudiantes también […]. Sí, compartíamos mucha información
con muchachos de Guyana, de Santa Lucía, de San Kitts Nevis, de Guadalupe,
de Santo Domingo, Bajamas…, nos comunicábamos mucho, de ahí también
algunos de ellos trajeron alguna información de libros y cosas… eso fue a
finales, no, a principios del 2002.”
Ha sido destacado por otros analistas sociales cómo “los mecanismos de identificación
y participación tribales se potencian mediante (…) rituales que permiten mantener y reforzar los vínculos entre los jóvenes”, para decirlo en las palabras de Maria-Àngels Subirats
(1999: 4). La asunción de la parafernalia rasta como estrategia de distinción, la vinculación
a determinados espacios citadinos en el despliegue de las actividades cotidianas, y la adopción de una tradición cultural foránea como eje de agrupación, constituyen elementos que
nos permiten hablar de una comunicación “ritual” en este caso. En las próximas líneas, se
destacan aspectos que podrían orientarnos en un recorrido por las nuevas sociabilidades que
rigen lo que hemos convenido en llamar tribu rasta en sus articulaciones con el contexto
cubano actual.
III
Existe un consenso en la literatura académica acerca de que las dinámicas de tribalización se caracterizan por el uso de manifestaciones estéticas erigidas en torno a un estilo
favorecedor de la identidad grupal (Castellanos, 2008: 3. Feixa: 1998: 60. Martínez, 2004:
7. Piña, 2007: 163-180. Solé, 2006: 3-7). Es principalmente en la creación de estilos, entendidos como la expresión simbólica por excelencia de las tribus urbanas, donde los jóvenes
despliegan prácticas de selección y modificación de significados como parte de sus opciones
identitarias. Desde esta perspectiva, los estudiosos reconocen en los sectores juveniles un
segmento vulnerable a las industrias culturales y los mass media –propagadoras de modas–
dado el énfasis con que estos construyen experiencias en que reciclan y fagocitan elementos
provenientes de culturas diversas a fin de obtener singularidad en el conglomerado social.
Devenidas agencias portadoras de los objetos/mercancías empleados en la síntesis de sus
identidades –y parafraseando a la socióloga Emilia Bermúdez cuando intenta un diálogo
entre Baudillard, García Canclini y Bourdieu– es el significado cultural y el valor de intercambio simbólico atribuido por los jóvenes a estos códigos lo que constituye la base de los
procesos de afirmación y distinción que protagonizan (Bermúdez: 2002: 8).
Como componentes que intervienen en lo que hemos definido como estilo rasta se identifican: la jerga rastafari, la música reggae, los dreadlocks, modos de vestir que recurren al
uso de los colores de la bandera de Etiopía y el consumo de la marihuana (ganja). Dicho estilo y la estética asociada aparecen como símbolo de adscripción del grupo estudiado, como
signo diferenciador racial y clasista del mismo. Modelo que refuerza la autoestima de una
juventud negra y mestiza en concomitancia con los contrastes y oposiciones que emergen en
la sociedad cubana. Elementos mediadores que estructuran los vínculos entre estos jóvenes,
sus cosmovisiones, valores y códigos de reconocimiento individual y colectivo.
Un aspecto importante de la dimensión tribal radica en la existencia de un diálogo que
–lejos de sustentarse en un discurso racional-abstracto– aparece anclado en el intercambio
afectivo, donde la jerga, junto a la indumentaria y tatuajes, fiestas y conciertos, constituyen
formas de comunicación “ritual” (Centro de Ética, 2003: 2. Subirats, 1999: 5-6. Zarzuri,
2000). Los miembros de la tribu rasta también construyen y reinventan sus vocablos en un
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sociolecto enriquecido por expresiones en inglés; guiño del lenguaje de verdadera eficacia
en el despliegue escénico de sus prácticas allí donde el verbo deviene un recurso más de
cohesión. Así, a través de diversas apropiaciones, se articulan las voces resemantizadas. Es
constatable el empleo de otras marcas que singularizan al clan: gestos, tonos al hablar y
hasta maneras propias de caminar. Llama la atención el uso de la terminología:
“… pero sí, se manejan muchas palabras [...] I and I, Ital food,… ganja.
Le llaman ganja [a la marihuana]… ‘Rastafari call the ganja’. [...] Jahman
significa… es el hombre dios o el dios hombre, como quieran interpretar, o
sea tú también eres Dios. [...] El raggamuffin, eso son los guapo, raggamuffin
traducido significa ‘pelagato’, ‘harapiento’, pero aquí en Cuba los rastafari
les dicen raggamuffin a los guapo [...] ¿Los giles? …los extranjeros… eso
viene de la palabra gilipollas, igual que decir estúpido, bobo, tonto [...] pero
hay veces que no saben [...] hay veces te dicen [se refiere a los rastas cubanos]
I and I, pero te lo dicen por decírtelo, tú les preguntas a ver qué quiere decir
eso, I and I, y no saben… con Ital también… Ital es la forma vegetariana, Ital
food y Ital livity es lo vital, todo elemento vital [...]. Al policía se le cataloga
como babilonio, bábilon, a la prisión se le dice Babilonia, al canabi [cannabis],
ganjaman y así…”
En el caso de los jóvenes abordados, adquiere gran relevancia el protagonismo concedido
a la estética del cuerpo como eje central de diferenciación. En la definición del estilo rasta,
será crucial el modo en que se establezca la distinción entre un espectro light (de marca, frufrú, propio de los “micky”3 y otros grupos juveniles que emergen en la escena sociocultural
habanera) y un repertorio “natural” (de reciclaje, sin artificios, antimarca) situado en sus
antípodas. Un estilo periférico que, en cierto maridaje con la indumentaria rapera, habita en
los linderos del mercado y de la moda (Palma et al., 2002: 45), cuyo componente esencial
es el rechazo de lo artificial. Para decirlo de otra manera, se observa el arraigo a un patrón
que busca distanciarse de las expresiones tipificadas de lo light para ofrecer una estética
“otra” signada por un estilo alternativo, centrado en el gusto hacia lo natural. En los relatos
también se constata cómo los dreadlocks devienen importante catalizador de la comunidad
tribal, otra de las marcas empleadas. Asociados a las manifestaciones estandarizadas de la
belleza afro, comportan una fuerte carga en las narrativas de estos sujetos:
“Por la forma de vestirse uno, ya tú, ya tú te das cuenta […] yo tengo drelos
ahora ¿no?... si a lo mejor no tuviera drelos y me pongo algo que tenga eh…los
símbolos del rasta… bueno, ahí va un rasta… ¿no?... pero hay quien se pone
un collar, porque mayormente los rastas lo que usan son cosas naturales ¿no?...
la semilla, no sé, la madera… mira… hay muchos rastas que son talladores…
que tallan la madera… y viven de eso… que los conozco yo [...]. Un ejemplo,
es normal, es natural, que si tú tienes el pelo, te está creciendo… y no te lo
peinas…. se te enrolla ¿no?... se te hacen los drelo… es natural que te crezca la
barba ¿tú me entiendes?... son cosas naturales que me lo dio la vida ¿no? […]
un ejemplo, un collar de semillas, un pulso, hay quien se pone semillas en los
drelos…. se pone un caracol […] sandalias, sí… Y así es la forma de vestir…
me gusta la sandalia… no sé, la ropa fresca, sencilla, sobre todo sencilla ¿no?,
que se le vea una sencillez ¿no?”.
3 Uno de los grupos informales juveniles de cierta visibilidad, cuyo discurso y estética se relacionan con lo cool
y el confort, la moda, la buena imagen, la independencia económica y el estatus. (Torre, 2007: 8).
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La recurrencia a “lo natural” se expresa no solo en el orden estético, sino en el conjunto
más amplio de significaciones que forman parte de la retórica discursiva de los miembros
del grupo. Si para los raperos, por ejemplo, “lo principal será la capacidad del individuo
para asignar un sentido libertario a su existencia” (Palma et al., 2002: 45), para los rastas lo
natural constituye el campo semántico al que se adscriben sus prácticas. Cuerpo y consumo
también gravitarán en torno a la preferencia por lo natural, en una demanda de purificación
y/o sanidad extendida al tratamiento corporal que alcanza su mayor definición en el Ital
food y el Ital livity como noción general. Las afiliaciones se inclinan, asimismo, hacia determinadas actividades de esparcimiento vinculadas al disfrute de la naturaleza, donde el
estilo de vida rastafari representa un escape consciente a las restricciones de una cultura
alienada y tóxica. Manifestaciones articuladas a una axiología específica que se sustenta en
normas y conductas significativas de la condición natural, enlazadas a cualidades como la
generosidad, el desinterés y toda postura que implique la negación de expresiones de connotación superficial o baladí. La conspiración simbólico-estética se plantea, además, como
alternativa económica que define un gusto por lo artesanal o rústico, que surge en oposición
a lo convencionalmente mercantilizado por la retórica industrial. De tal suerte, el rasta también hace su “elección individual frente a la influencia estructural y comercial, tratando de
percibirse a sí mismo como un ser auténtico, original y no determinado mientras […] los
otros pueden aparecer como falsos, estandarizados, determinados por las lógicas de la moda
y el consumo” como apunta Solé Blanch (2006: 7) al referirse, de modo general, a las contiendas simbólicas que protagonizan los jóvenes.
En el estilo rasta, asimismo, se desarrolla un común estético orientado hacia la cultura
africana mediante apropiaciones que incorporan el universo afro. Fenómeno creciente, inserto en una lógica donde dicho estereotipo se extiende hasta engrosar un discurso que
retoma el cuerpo y la naturaleza en tiempos de extrema tecnologización y consumismo.4
Así, devenidos grandes fetiches, los elementos de ascendencia afro desempeñan en los imaginarios globalizados “el papel de restituir los valores humanos perdidos en el Occidente
actual: la fiesta, la risa, el erotismo, la libertad corporal, el ritmo vital, la espontaneidad, el
relajamiento de las tensiones, la sacralización de la naturaleza y lo cotidiano” en palabras
del antropólogo José Jorge de Carvalho (2002: 6). Los testimonios grafican cómo los sujetos
son capaces de atribuir significados a este componente, en la conformación de un estilo rasta
donde el conjunto aludido se convierte en foco de atención:
“En el vestuario […] siempre llevo algo de… si no es una camisa rastafari…
[...] el gorro, el tan [tang], cintas pa’ recogerme el pelo, shores normal, mucha
chancleta, chancletas más-menos africanas, así, camisas estampadas, africanas,
así onda por aquí bordadas y esas cosas así…[…] Ese verdaderamente no es
el vestuario como tal del rastafari, el rastafari se viste con muchas mangas
largas… es un vestuario que no es, por lo menos para lo que es este país, no es
muy acorde… entonces… por lo menos aquí, el rastafari se viste más con lo
que puede, más-menos con una camisita que tenga que ver algo, no tanto con
lo de rastafari, sino con lo de África, unas camisitas africanas, con unas cositas
así, que más tenga que ver con lo de África […]. Eso ya venía conmigo, porque
yo siempre he tenido ese vestuario… [...] pero ahora que estoy más metido en
esto… ya ahora sí casi todo lo que tengo es vinculado a eso…”.
El nomadismo tribal de las comunas juveniles se potencia, ante todo, por medio de su adherencia a estilos de música particulares. Para Maria-Àngels Subirats “uno de los elementos
4 Para una lectura sobre los estereotipos de lo afro que circulan en los medios masivos y el canibalismo del Otro
en Occidente, véase Carvalho (2002).
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más cohesivos en la juventud lo constituyen las expresiones producidas en torno a los fans,
los mitos musicales, las fiestas” (Subirats, 1999: 7). En el caso de la tribu rasta, resultan
paradigmáticos Bob Marley y el reggae. Ha sido harto reconocida la importancia de este
género musical como movilizador de las juventudes negras marginales procedentes de las
urbes caribeñas y/o latinoamericanas, en la producción de una retórica de denuncia respecto
de la exclusión y discriminación racial (Carvalho, 2002: 9-11).5 En efecto, su lírica provee
un llamado, un reclamo de redención o salvación lanzado desde el tiempo simbólico de la
espera, pero que hace del presente el lugar de la denuncia y la acción. En los testimonios,
son frecuentes las alusiones al carácter irreverente, transgresor, con que sus textos transmiten mensajes de liberación espiritual, igualdad, reivindicación del negro y condena hacia
toda variante de explotación.
Desde la perspectiva aquí planteada el reggae también se erige goce, espacio de catarsis
y desenfreno social, que adquiere significados profundos en el ámbito festivo. Para el ya
mencionado colectivo académico que acometió la cardinal investigación Sexualidades y
culturas juveniles en sectores populares urbanos en Santiago de Chile –pesquisa exploratoria sobre tribus emergentes en los escenarios barriales de la capital andina–6 el espacio de
sociabilidad por excelencia de los rastas quedará constituido por el universo de “la fiesta”.
Enfatizado su carácter de “ritual reflexivo-consciente” (Palma et al., 2002: 34), la semántica
de la fiesta rasta parece determinarse en una mística donde las resonancias religiosas del
penitente nómada o devoto errante, como figuras invariantes del imaginario en cuestión, no
está reñida con el baile. En el panorama citadino habanero, según veremos más adelante,
las prácticas de ritualización desplegadas abarcan el contexto privado de ciertas casas –que
fungen como pequeñas ágoras en la intimidad del encuentro “congregacional”– pero se
explayan, también, hacia el escenario de la urbe.
Sin duda alguna, conjuntamente con la música, las drogas impregnan el lenguaje de las
tribus (Subirats, 1999: 6). La marihuana o cannabis sativa –conocida en el argot rasta como
ganja– constituye otro de los componentes que sustenta el entramado simbólico del grupo.
Su consumo también se fundamenta en reinterpretaciones de resonancias bíblicas que trasuntan cierto halo místico, al concedérsele a la “hierba” un valor sacramental propiciador
de la meditación y la introspección ritual, además del rosario de propiedades curativas que
se le endilgan. Como hemos visto, muchas de las prácticas asociadas al imaginario rasta
podrían catalogarse como ritos de pureza (Palma et al., 2002: 31-33) en torno a un tejido
que el estudioso Gilbert Ulloa Brenes define, en primera instancia, por “la manera en que
elementos singulares tan materialmente desligados como la marihuana y el cabello, vueltos
hierofánicos, adquieren ese sentido en virtud de las relaciones paralelamente antitéticas que
tienen respecto al ‘profano’ orden del mundo blanco dominante” (Ulloa, 2007: 121).
Al partir de esta lectura, el repertorio aludido deviene un estilo que de manera eventual
“copia” una moda o apariencia orientada hacia la cultura afro, sin tener la generalidad de estos sujetos un conocimiento cabal sobre los significados religiosos e ideológicos, preceptos
y orígenes del movimiento rastafari. Hecho que potencia el carácter estético de la apropiación, donde predomina la estrecha relación con lo corporal y la imagen externa. El cuerpo,
sobrevenido objeto de representación simbólica, intervendrá en la gestación de otras prácticas de ritualización y dramaturgia desplegadas en la ciudad, mientras sus cultores manifies5 Aunque referido al impacto del hip hop en el espacio transnacional, el autor alude a otros fenómenos musicales
donde también se verifica una dinámica de (re)apropriaciones de lo “afro” por parte de comunidades negras
urbanas de países latinoamericanos, entre los que menciona el funk, el reggae y la champeta colombiana.
6 Inserto en el contexto más amplio del Proyecto “Producción y transferencia de un modelo educativo conversacional en sexualidad y salud reproductiva dirigido a jóvenes” del Centro de Estudios de Género y Cultura en
América Latina, Universidad de Chile, durante los años 2001 y 2003, este material ofrece un enjundioso análisis
de los imaginarios y la producción discursiva de las tribus urbanas chilenas, desde la perspectiva específica de
los estudios sobre sexualidad juvenil.
34
Revista de Antropología Experimental, 14. Texto 3. 2014
tan las adscripciones a la belleza estereotipada de un sujeto joven, negro y marginal.
IV
Otro rasgo de las tribus urbanas se muestra en su relación visceral con el espacio citadino. Un tópico neurálgico de la (neo)tribalización radica en el presupuesto de que la
organización tribal configura su existencia a través de una ocupación o asentamiento propio
(Subirats, 1999: 5). Para el profesor e investigador mexicano Francisco Castellanos García,
las comunas juveniles “recrean el espacio vital en el espacio urbano, en el escenario de la
ciudad. Cifran su afirmación en la conquista de ciertos territorios, su uso y posesión, cuya
significación se sitúa en el nivel físico y en el simbólico” (Castellanos, 2008: 4). En otras
palabras, el sentido de pertenencia a determinados enclaves constituye también factor de
cohesión de estos grupos en el despliegue ritual que suponen sus hábitos.
Para acercarnos a un conjunto de prácticas encaminadas a la apropiación y territorialización (Foucault, 1984. Giddens, 1998. Giménez, 2000: 24. Norbert-Schulz, 1975: 85. Vidal;
Pol, 2005: 281-297) del espacio urbano protagonizadas por los rastas, este ha de ser entendido como el lugar donde se desarrollan sus ritos de sociabilidad. Es decir, aparecen referidas
al uso del ámbito capitalino en sus experiencias culturales cotidianas (Giddens, 1996: 45.
Goffman, 1970: 84), en la ejecución de eventos de sistemática participación donde se manifiestan las interacciones del grupo. Algunas corresponden al repertorio de los encuentros
informales y las ritualizaciones propias del ocio y esparcimiento, otras se asocian a la actividad económica informal. En general, darán cuenta de ciertas transformaciones socioculturales, cambios de valores, pulsiones, sensibilidades y modos de comportamiento, toda vez que
develan la aparición de formas de comunicación y socialización en el contexto habanero.
El Centro Histórico de La Ciudad de La Habana, luego de su reanimación tras los ingentes esfuerzos de la Oficina del Historiador, emerge como un eje social y económico
importante, foco histórico y cultural con gran desarrollo de la actividad turística. Irrumpe
como un nodo que también se organiza bajo los rituales del consumo, patrón insoslayable
a través del cual se configuran las prácticas de ocio (Gil et al., 2003. Leva: Paz, s.f.) que
nos ocupan. Allí se ha producido un fenómeno como el del Parque Central (apertura a la
zona histórico-patrimonial de La Habana Vieja) convertido en “peña” de los rastas. Escenario escogido como locus de socialización y encuentro hasta que, en años recientes, se ha
generado una dispersión o repliegue como consecuencia de acciones policiales que han restringido su concurrencia.7 A través de tales actividades –algunas coligadas a la prostitución
y el consumo de marihuana– se gestan actos desacralizadores que socavan y subvierten la
carga simbólica depositada en ese sitio –emblema de narrativas oficiales vinculadas a los
ideales sacros de Patria y Nación, encarnados en la inmaculada efigie del Apóstol José Martí–, transformado y resignificado hasta quedar convertido en un verdadero lugar liminal.8
Las experiencias compartidas en el Parque Central producen densas redes de sociabilidad,
relaciones de intercambio, de estrategia, de improvisación y de conflicto:
“Ahí siempre había rastas… pero estos rastas ahí se ponían a vender marihuana.
Ellos vivían ahí como si fuera en sus casas… se lavaban la boca ahí mismo,
hacían todo ahí... Ahí tú veías que esa gente sacaban un jarro de agua, normal y
se lavaban la boca ahí mismo… No, no, yo no frecuentaba este lugar […] pero
sí sabía que hacían todo tipo de cosas ahí, hasta que los cogieron a todos ellos.
7 Coyuntura determinada por acciones que tuvieron en su origen una redada antidrogas realizada en febrero de
2003 durante un concierto de reggae en el Parque Almendares. Este suceso desató una oleada de detenciones
contra sujetos identificados como rastas.
8 Término empleado por Rico Lie para nombrar los espacios de comunicación intercultural donde se producen
las construcciones identitarias en los contextos global/local. (Póo, 2008: 8-19).
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Salían turistas y brincaban pa’ arriba de los turistas al momento y jineteaban
ahí… estuvo buen tiempo [...] hasta días después del Parque Almendares que
empezaron a barrer con todos los rastas por toda la ciudad. […] Se siguen
reuniendo aunque ya no es como antes.”
Los testimonios grafican cómo los usos públicos del espacio, constituido en lugar de intermediación, de exposición a la mirada del otro, se entremezclan en las prácticas cotidianas
de estos sujetos. Observamos cómo la defensa de su territorio se convierte en un objetivo
común, un desafío constante al “Bábilon” (la policía). La apropiación misma del enclave
se da en una relación de inclusión/exclusión que denota un permanente conflicto a partir
de las representaciones que los sujetos tienen de sí mismos, del grupo en cuanto tal y de
las construcciones estereotipadas acerca de su supuesto carácter delincuencial para el resto
de la comunidad. El siguiente alegato resulta de interés para comprender la articulación de
discursos e interacciones entre los rastas, y entre ellos y los “otros” (una amplia gama que
comprende al turista y al agente de seguridad como personajes claves que intervienen en las
triquiñuelas de las efímeras puestas en escena):
“Bueno… el problema es que ahí está el rasta y está el rasta jinetero ¿no?... hay
quien sale a la calle y sale a jinetear ¿no?… a buscar extranjeros ¿entiendes? y
entonces hay muchos que… Mira, por ejemplo, en mi caso…yo me he sentado
en el Parque Central y los extranjeros han pasado por mi lado y no se han
detenido a conversar conmigo… sin embargo, hay quien se sienta y sí, lo
llaman y ‘ven acá’, ‘¿de dónde tú eres?’… ‘no, yo soy de España’ y entonces
ahí hay un diálogo ¿no?… o se citan pa’ un lugar y se ven y esas cosas ¿no?
[…] [Al extranjero] le llama la atención el pelo… o no sé… te ven un poquito
más atrevido, en el sentido de que lo llamas y conversas. Entonces la policía te
ve conversando con un extranjero y ya te están pidiendo el carné […]. Existe
verdaderamente un grupo de rastas grande que mayormente […] se identifican
como que son rastas y entonces es una cosa que parece que llama la atención
¿no?... no sé… los drelos estos… por ejemplo, hay gente que dice ‘no, hay
rastas que usan los drelos pa’ jinetear’ ¿entiendes?... pero todos no hacemos
eso [...] entonces si te ven conversando con un extranjero viene el bábilon y te
pide el carné [...] y te dicen ‘No, tú estás jineteando’ [...] ‘tú estás asediando’” .
Los relatos refieren cómo coinciden o conviven diferentes posturas –poco discernibles
por la evidente ambigüedad que trasuntan– en las formas de relación con el espacio “compartido” por los sujetos, del que se apropian de diversas maneras. Todos, sin embargo,
desafían la mirada de los policías y ponen en juego recursos o destrezas adquiridas, si la
situación lo requiere.
Las Casas Rastas, localizadas en determinados ejes periféricos/barriales (La Corea, San
Miguel del Padrón; El Cerro, colindante con Centro Habana y La Habana Vieja) son ámbitos que aparecen relacionados, sobre todo, con la producción artística (musical y plástica)
de los grupos y la actividad económica informal. Cohesionadoras por excelencia, devienen
sitio para el diálogo cotidiano y la discusión de rutina: la “congregación”, según denominan
a esta práctica. Espacios cualificados por la recurrencia a signos iconográficos que aluden
a la temática rasta;9 nodos erigidos en importantes configuradores locales de la visualidad
9 Murales y otras obras con representaciones de Haile Selassie o Marcus Garvey y la Black Star Line, entre los
motivos referidos a la temática de orgullo y reivindicación racial. Estos elementos son emplazados en el interior
de las viviendas, pero también se expanden hacia los patios de los recintos y las fachadas exteriores localizadas
en sus inmediaciones.
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barrial. Una región que comparte características definidas entre lo público y lo privado.
Perímetros donde la sociabilidad se fomenta a partir de la vivencia del entorno común, que
resulta de las jornadas en la producción artesanal y musical, las horas compartidas en los
ensayos de los grupos de reggae, así como el tiempo dedicado al laxo encuentro conversacional. Los grupos nucleados alrededor de estas casas producen fuertes vínculos con el barrio –la esquina, el patio o la calle– donde se afianzan lazos solidarios también sustentados
en las (micro)economías que emergen en los contextos vecinales y donde los conflictos o
encontronazos con la policía salen a relucir.
En las tribus urbanas se advierte “la construcción de umbrales simbólicos de adscripción
o pertenencia” (Valenzuela, 1997), que determinan la membresía al clan y fijan los raseros
de exclusión. En el caso que nos ocupa, los criterios de pertenencia se presentan variables,
negociables, inconstantes; las franjas de tolerancia resultan de muy difícil delimitación.
A los raggamufin, por ejemplo, pareciera que les es negado el acceso a las “casas” y a
las “congregaciones” (espacios restringidos que funcionan en la intimidad doméstica y se
diferencian del bonche como actividad festiva más amplia). En los relatos hallamos cómo
el comportamiento ritual y el estatus que confieren las prácticas derivadas de un discurso
religioso, están presentes en el grupo. Devienen núcleo polémico de controversias que se
manifiestan en tensiones y rivalidades. Salen a relucir pugnas intestinas y categorías que
reproducen los estigmas generados por los propios sujetos en su lucha por el “capital simbólico” (Bourdieu, 1998) en juego: la definición de “lo rasta”. Estos términos contienen una
compleja lógica de diferenciaciones identitarias expresadas hacia el interior de un grupo
heterogéneo, pero que se autodenomina como tal. Voces que reproducen un repertorio con
el que los considerados rastas “verdaderos” proclaman su autenticidad en relación con los
“falsos”, mientras se rehúsan a ser catalogados mediante una categoría genérica que asimila
a quienes consideran “impostores”, que atenta contra la legitimad reclamada para sí. Posicionamientos discursivos que transparentan umbrales y escamoteos establecidos en torno a
prejuicios y marcas que afectan la condición de “lo rasta”, representaciones que refuerzan
connotaciones peyorativas endilgadas en la saga de apropiaciones –o enmascaramientos:
“Nosotros nos reunimos para adquirir conocimientos. [...] Ellos pueden
participar en las mismas fiestas pero en las congregaciones no pueden
participar, allí se emplean conocimientos que ellos no tienen […] como decir
una fiesta, una reunión, pero para nosotros, […] ellos no pueden participar
porque ellos no tienen acceso ni tienen esos conocimientos. […] Cuando se
hacía [la congregación] en [Barrio] duraba una semana. [...] Se habla sobre…
de lo que es la Biblia, se pone música, se pone reggae grabado ¿entiendes?, se
habla… se sacan conocimientos de lo que es la música. Ahí se hace como si
fuera un brinde, una fiesta de nosotros pero sin el morfi, ni el bábilon tampoco
[...] el morfi, el rasta negativo, es el que se dedica entonces a la onda rasta para
entonces inventar su historia, se dedica a lo que es el asedio a los yuma… no
estoy en contra de ellos porque esa es su cosa. [...] Está este rasta jinetero que
es el drela, el jinetero, el raggamufin, que tiene el vestir parecido pero no puede
participar con nosotros… y también los hay policía, mi’ja, también hay rasta
que son bábilon. Son matones10… ‘mira, aquel está vendiendo drogas, aquel
fumó, este, mira, no trabaja’ que-se-yo [...] el rasta babilón, es el que trabaja
con la policía, la policía lo pone a trabajar con él en equis cosas”.
El (neo)tribalismo nace con una emocionalidad gestada en el encuentro cercano, inmediato, festivo (Centro de Ética, 2003: 2). La fiesta constituye el ritual de cohesión por ex10 Informante de la policía.
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celencia, su espacio de interacción más significativo (Subirats, 1999: 7). Aunque aparecida
desde los años ochenta en el panorama de la capital, la fiesta rasta irrumpe con más fuerza
a partir de la década de 1990. Así, el “bonche rasta” o “reggae party” ostenta un lugar bien
ganado tras haber mantenido, en su evolución, una línea de continuidad con otras variantes
de esparcimiento popular. Según los testimonios, el término genérico de bonche denota una
tipología organizada por iniciativa privada –salvo excepciones– durante los fines de semana. Su semántica se asocia a lo lúdicro, la nocturnidad, la noción de “lo underground”, a un
espacio de primordial subversión. Narrativa donde se coligan la trasnochada, la errancia o
el insomnio al consumo de drogas, el baile y la música, dicho en las claves empleadas por
el antropólogo e historiador Ricardo Melgar en su recorrido por el universo festivo juvenil
y los usos simbólicos de la noche protagonizados en la capital mexicana (Melgar, 1999: 4).
Asistir a un “bonche” –en la jerga juvenil habanera– también implica someterse a la lógica
del desenfreno, los excesos del goce, el aquelarre. Remite a una dimensión pantagruélica
de aura casi mítica; aquella que impone la “carnavalización” de la vida nocturna citadina y
conserva el rótulo de lo prohibido, lo pecaminoso, lo encubierto.
El bonche rasta es organizado por los integrantes del grupo en sus propias casas. Su
sentido se expresa en la intensidad de la experiencia grupal compartida, en la vivencia que
se deriva de la visión dionisíaca de la fiesta, específicamente de la música reggae. Ámbito
que opone el espacio/tiempo del trabajo al libre o festivo del fin de semana, como impasse
de mayor garante para reunir a los miembros de la tribu. En los relatos se constata el carácter contingente de las fiestas y una lógica organizativa sustentada en la economía informal
y en la articulación del entretenimiento como práctica de consumo. Así, sus usos práctico
y simbólico aparecen contextualizados por un sistema de relaciones también económicas:
“No, los bonches siempre se hacen de noche […] en la casa de cualquier rasta.
[…] Para entrar, tienes que pagar… las mujeres 5 pesos y los hombres pagan
10… en moneda nacional. [...] Lo organizan los mismos rastas. [...] Reggae,
mucha música, no te da tiempo de na’, siempre está la música y la bulla y todo
el tiempo consumiendo. [Se consume] cerveza y ron. [...] Ahí no se puede
entrar nada estupefaciente. Prohibido. [Lo prohíben] los mismos rasta, pa’ no
explotar, negra ¿entiendes? porque eso es una forma de ganarse la vida ellos.
[...] si tú vas a fumar, tú vete pa’ allá. Casi siempre los fines de semana. [...]
Mayormente siempre se hace pa’cá pa’ la Habana Vieja… y los organiza [C].
Sí, él busca la casa y ya cuando tenga el lugar donde hacerlo, él va y pone el
cartel, ya, entonces la gente se guía por el cartel y va [...]. [C] es el que organiza
to’ eso. Es el músico y promotor de to’ eso… [...] Casi siempre esas fiestas
empiezan a las 9, 10 de la noche… hasta las 3, 4 de la mañana por ahí. Hay
veces que se extienden más” .
El bonche es considerado el escenario colectivo del grupo por antonomasia, donde se
establecen relaciones de negociación, respeto y convivencia. Ser rasta, “parecerlo” o asistir
en compañía de estos, son los criterios o códigos que garantizan el tránsito al inframundo
festivo. En todo caso, la participación de los “otros” tendrá siempre un carácter eventual
y su identificación pasa por la clasificación de concurrentes no asiduos. Filtros simbólicos
que luchan y jerarquizan el espacio –y sus miembros– en tenaces amagos por diferenciar a
los asistentes; categorías que nombran, etiquetan y descalifican: “blancos”, “negros”, “bábilon”, “raggamufin”, etc. Para los procedentes de otras tribus definidas, sin embargo, el
acceso no fluye de igual modo. Si eres reconocible como rockero, moñero, micky o repartero, difícilmente serás “bien visto” en el bonche rasta. Un fenómeno que el estudioso
Piña Narváez adjudica al principio según el cual la autoadscripción a la comunidad tribal
se manifiesta, sobre todo, en la intensidad del sentido de pertenencia depositado, en la “es-
38
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tructuración de una trinchera simbólica que busca la distancia con respecto a otros grupos
juveniles” (Piña, 2007: 9).
Las prácticas desplegadas en los enclaves analizados remiten a variantes de socialización
determinadas por las transformaciones que atraviesan los modos de vivenciar la pertenencia
al espacio de la capital. Como parte de la experiencia cotidiana de este grupo de carácter
informal, constituyen modos específicos de comunicación juvenil, traducidos en formas de
distinción implementadas bajo los rituales de la moda y el consumo. Mecanismos de reinvención de lazos sociales y culturales que diagraman los itinerarios, cambios e intercambios
inéditos que afectan a la ciudad.
V
Si las tribus urbanas surgen con voluntad cohesionadora en su intento de reconstruir el
tejido de solidaridades en las sociedades contemporáneas –enfrentadas al poder disgregador
de los excesos consumistas y los aislamientos de la urbe– el conjunto de rasgos tribales aquí
esbozados aparecen en correlación con las tendencias desintegradoras que han impactado la
trama sociocultural cubana tras el colapso de los años noventa. Irrumpe e interpela desde un
lugar específico de ella: un segmento constituido en su mayoría por sujetos negros y mestizos que comporta bajo nivel de participación social efectiva. En sus discursos se perfilan
problemáticas vinculadas a la discriminación y la desigualdad, de marcado carácter marginal (Adler, 1975. Vekemans, 1967). Comportamientos y estilos de vida susceptibles de ser
analizados desde las lógicas de exclusión/diferenciación donde los factores clasista y racial
constituyen un eje de obligado análisis.
Este aspecto conduce a reflexionar sobre los modos de socialización surgidos a partir del
resquebrajamiento de los discursos homogeneizadores y las formas tradicionales de participación y representación social (Espina, 1998, 2000). Coyuntura derivada, grosso modo,
de las disparidades económicas y de acceso al bienestar material y espiritual, cuya consecuencia más inmediata ha sido un aumento de la distancia entre segmentos y la aparición de
sectores vulnerables, unido todo ello a una acelerada y excluyente movilidad. Parámetros
que indican el grado de desarticulación de la estructura social cubana actual y la reciente
emergencia de zonas marginales. Un debilitamiento general que no solo ha implicado la
profundización de las diferencias de clases, sino el fortalecimiento de otros nudos de conflictividad, entre ellos, el crecimiento de los prejuicios raciales, según ha alertado la investigadora cubana Mayra Espina en el conjunto de su obra.
Los valores, móviles y aspiraciones del grupo juvenil que nos ocupa, han de ser analizados desde el impacto de sus miembros por las circunstancias aludidas, como presupuesto
imprescindible para la identificación de las tensiones que afloran en sus discursos según
criterios de clase, raza y generación. Un conjunto de indicadores que condicionan los modos
de socialización con que una joven hornada experimenta y asimila las complejidades de la
sociedad cubana.
Para los jóvenes interpelados, efectivamente, la cuestión de la segregación racial es un
fenómeno arraigado en Cuba. Denuncian la reproducción de estereotipos y prejuicios sobre
el negro, temas abordados en estudios recientes que reconocen la existencia y fortalecimiento de prácticas discriminatorias en el país (Alvarado, 1996. Morales, 2007). Estas manifestaciones favorecen la aparición de un campo discursivo que arremete contra tales posturas,
y que halla su contraparte en la búsqueda, exaltación y sublimación de una identidad racial
negra. Se constata en los testimonios cómo la propia asunción de los atributos al uso, en tanto estrategias de distinción, evidencia el peso excluyente de dichas actitudes devaluatorias.
La cuestión racial se relaciona con los criterios que los jóvenes sostienen sobre la sociedad cubana, en un sentido más general. Es sabido que la discriminación por el color de
la piel encuentra sustento en las desigualdades. La mirada crítica hacia la isla subraya la
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necesidad de cambios, esto es, de una flexibilización ante la no existencia de ámbitos de
participación como resultado de una política cultural que restringe los espacios de autonomía y representación de los diversos imaginarios juveniles en los medios de comunicación
oficiales, entre otros. Ante el agrandamiento de la brecha que delimita fronteras entre grupos
más y menos favorecidos, rechazan los privilegios o la discriminación en cualquiera de sus
variantes, no sólo racial, sino social o económica. Igualmente se perciben excluidos del consumo, convertido en una de las áreas de mayor fragilidad que experimentan estos actores.
La diferenciación aludida prospera en estrecho vínculo con el recrudecimiento de otras
patologías, entre ellas la prostitución. El denominado “jineterismo” deviene alternativa de
vida para algunos y en los testimonios encontramos cómo es acogido sin conflicto, suerte de
designio que participa, cuando más, de cierta condición fatalista. Se sustenta sobre diversas
motivaciones: el ingreso de divisas, la posibilidad de salida del país, la oportunidad de ayudar a la familia y un largo etcétera. Otras sintomatologías son apreciables, entre ellas un repertorio de truculentas estafas dirigidas al extranjero, implementadas según procedimientos
que apelan al ingenio y poder seductor del cubano enfrentado al turista ingenuo. Conductas
todas que clasifican entre las más legitimadas para “la lucha” o “el invento”.
Es posible enumerar otras características evidentes, en cuanto a los valores sostenidos
por el grupo, en el orden siguiente: la pérdida de protagonismo del trabajo como eje vertebral de la sociedad (este aparece como dimensión cada vez más flexible e inestable, hasta
convertirse en un referente poco estimado); un debilitamiento del lugar tradicionalmente
otorgado a la superación profesional y técnica, el estudio o la especialización; grandes motivaciones por las prácticas centradas en el ocio, el esparcimiento y las actividades festivas.
Las formas de socialización analizadas emergen a la par que la pérdida de confianza en
el discurso oficial. Aparecen con las transformaciones acarreadas por una crisis económica
que ha impactado, entre otros, los ámbitos de la educación, la vivienda, la recreación y el
trabajo. En los relatos encontramos actitudes de contestación a las entidades del sistema (escuela, centro laboral, cuerpo policial, aparato judicial y político) que los alistados consideran han dejado de ofrecer protección o sentidos de vida. Los rasgos tribales constituyen un
vehículo para el distanciamiento de la esfera institucional mediante mecanismos –actitudes
irreverentes, parafernalia, proyección crítica hacia la sociedad– que reclaman “distinción”
ante la anomia entronizada en el tejido social circundante.
Este grupo informal surge como una propuesta organizativa que favorece la búsqueda
alternativa de espacios de pertenencia. Si los conglomerados tradicionales han dejado de
aportar compensación a las necesidades de estos sujetos, la satisfacción de sus demandas
(otras) de participación se convierte en motivación esencial. En medio de un contexto signado por la enunciada fragilidad, la agrupación tribal se presenta como instancia aglutinadora
que devuelve el protagonismo al joven y le ofrece a la vez un sentido de representatividad
o distinción. En torno a las dimensiones tribales (códigos, representaciones, atributos y
valores) se configuran los lazos rearticuladores que ofrecen cohesión, en detrimento de las
entidades institucionales rechazadas.
En los avatares que rigen los predios de la identificación juvenil se recurre, entonces, a la
matriz del rastafarismo. La mirada –en busca de alivio ante rechazos y exclusiones– se vuelve hacia una cultura foránea, donde las preferencias por un repertorio importado tienden a
compensar la baja autoestima. Marca identitaria que permite impugnar al sistema establecido desde una protesta simbólica y una enunciación crítica, al mismo tiempo que se erige en
un reclamo de seguridad, fortaleza espiritual, sentido de vida y significados.
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