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La Ilustración griega: Sofistas y Sócrates
(cap, La pasión de la mente occidental; Richard Tarnas, ed. Atalanta)
Este desarrollo intelectual culminó en Atenas, cuando las diversas corrientes del pensamiento y el arte
griegos convergieron a lo largo del siglo V a.C. La era de Pericles y la construcción del Partenón vieron
a Atenas en el apogeo de su creatividad cultural y de su influencia política en Grecia, mientras el
hombre ateniense se afirmaba en su mundo con un nuevo sentido de su poder e inteligencia. Después de
su triunfo sobre los invasores persas y de su establecimiento como cabeza de los Estados griegos,
Atenas se convirtió en una ciudad en rápida expansión comercial y marítima y con ambiciones
imperiales. La efervescencia de su actividad proporcionó a los ciudadanos atenienses mayor contacto
con otras culturas y otros puntos de vista, así como un nuevo refinamiento urbano. Atenas se había
transformado en la primera metrópolis griega. El desarrollo del autogobierno democrático y los adelantos técnicos en agricultura y navegación expresaban y a la vez alentaban el nuevo espíritu
humanista. Los filósofos anteriores habían estado relativamente aislados en sus especulaciones, con
sólo uno o tal vez unos pocos discípulos que prosiguieron su obra. En la Atenas del siglo v, esa
especulación expresaba la vida intelectual de la ciudad en su conjunto, que seguía moviéndose hacia el
pensamiento conceptual, el análisis crítico, la reflexión y la dialéctica.
En el curso del siglo v, la cultura helénica logró un equilibrio delicado y fértil entre la antigua tradición
mitológica y el racionalismo secular moderno. Se erigieron templos a los dioses con un celo sin
precedentes para conquistar una grandeza olímpica intemporal. Pero en los edificios monumentales, en
las esculturas y pinturas del Partenón, en las creaciones artísticas de Fidias y Policleto, esa grandeza se
plasmaba sobre todo a través de la teoría y el análisis meticuloso, a través de un vigoroso esfuerzo por
combinar en forma concreta la racionalidad con el orden mítico. Los templos dedicados a Zeus, Atenea
y Apolo parecían rendir homenaje a la divinidad y, al mismo tiempo, celebrar el triunfo de la claridad
racional y la elegancia matemática del hombre. Análogamente, las representaciones que los artistas
griegos hacían de dioses y diosas lo eran de hombres y mujeres griegos, ideales y espiritualizados, pero
manifiestamente humanos e individuales. Sin embargo, el objeto característico de la aspiración artística
seguían siendo los dioses, y se mantenía un sentido de los límites propios del hombre en el esquema del
universo. El nuevo tratamiento creativo que Esquilo y Sófocles imprimieron al mito, o las odas del gran
poeta coral que fue Píndaro, que veía rastros de los dioses en las fiestas atléticas de los Juegos Olímpicos, sugerían que las crecientes habilidades del hombre podían realzar la expresión de los poderes
divinos. Sin embargo, tanto las tragedias como los himnos corales ponían límites a la ambición
humana, más allá de los cuales acechan el peligro y la imposibilidad.
Con el transcurso del siglo v, el fiel de la balanza continuó inclinándose a favor del hombre. La obra
germinal de Hipócrates en medicina, los testimonios y las descripciones de viajes de Heródoto, el
nuevo sistema de calendario de Metón, los agudos análisis históricos de Tucídides, las audaces especulaciones científicas de Anaxágoras y Demócrito, todo ello extendió el alcance del pensamiento helénico
y desarrolló su enfoque basado en la comprensión racional de las causas naturales. Pericles tenía íntima
amistad con Anaxágoras, el filósofo y físico racionalista. Se imponía un nuevo rigor intelectual,
escéptico ante las viejas explicaciones sobrenaturales. El hombre contemporáneo se percibía a sí mismo
como un producto civilizado del progreso a partir de la vida salvaje y, al mismo tiempo, como una
degeneración a partir de una mítica edad de oro. Por otra parte, el auge comercial y político de una
activa clase media enfrentó más aún a esta última con la jerarquía aristocrática de los antiguos dioses y
héroes. La sociedad cuya prolongada estabilidad celebraba Píndaro para sus aristocráticos patrones
comenzaba a dar paso a un nuevo orden, más igualitario y marcado por una agresiva competitividad.
Con este cambio se dejaron también atrás el aprecio conservador de Píndaro por los valores religiosos
antiguos y los límites tradicionales a las empresas humanas. La creencia en las deidades tradicionales
de la polis ateniense se vio socavada, al tiempo que se producía el vigoroso ascenso de un espíritu más
crítico y secular.
Esta evolución alcanzó su momento culminante en la segunda mitad del siglo v. Los principales
protagonistas del nuevo ambiente intelectual, los sofistas, eran maestros profesionales itinerantes,
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humanistas seculares y de espíritu liberal que ofrecían tanto instrucción intelectual como guía para el
éxito en cuestiones prácticas. Con las nuevas y crecientes posibilidades de participación política en la
polis democrática, los servicios de los sofistas tenían una enorme demanda. El estilo general de su
pensamiento presentaba el mismo marchamo racionalista y naturalista que había caracterizado el desarrollo de la filosofía anterior y que reflejaba cada vez más el espíritu de la época. Pero con los sofistas
hizo su entrada en el pensamiento griego un nuevo elemento de pragmatismo escéptico que alejó a la
filosofía de sus preocupaciones anteriores, más especulativas y cosmológicas. Según sofistas como
Protágoras, el hombre era la medida de todas las cosas, y eran sus propios juicios individuales sobre
cuestiones de la vida cotidiana los que debían constituir la base de sus creencias personales y su
conducta personal, y no la ingenua aceptación de la religión tradicional ni la autocomplacencia en la
especulación abstracta y remota. La verdad no era absoluta, sino relativa, y difería de una cultura a otra,
de una persona a otra, de una situación a otra. Las pretensiones de lo contrario, fueran religiosas o
filosóficas, no resistían el argumento crítico. El valor último de cualquier creencia u opinión sólo podía
juzgarse por su utilidad práctica al servicio de las necesidades de la vida de un individuo.
Este giro decisivo de la índole del pensamiento griego, estimulado por la situación social y política del
momento, debía tanto a la problemática condición de la filosofía natural de la época como al declive de
la creencia religiosa tradicional. Las viejas mitologías perdían influencia en la mentalidad griega, y a la
vez la explicación científica del momento estaba llegando a un punto crítico. Tanto la lógica de
Parménides con sus oscuras paradojas, por un lado, como la física atómica con sus átomos hipotéticos,
en el extremo opuesto, ponían en tela de juicio la realidad tangible de la experiencia humana y
comenzaban a teñir de una cierta inutilidad toda la práctica de la filosofía teórica. Desde el punto de
vista de los sofistas, las cosmologías especulativas no hablaban a las necesidades prácticas de los seres
humanos ni parecían plausibles al sentido común. De Tales en adelante, cada filósofo propuso su teoría
particular sobre la verdadera naturaleza del mundo y cada teoría contradecía a las otras, mientras
aumentaba la tendencia a rechazar la realidad de zonas cada vez mayores del mundo fenoménico que se
muestra a los sentidos. El resultado fue un caos de ideas irreconciliables entre sí y la carencia de todo
fundamento para justificar la supremacía de alguna de ellas sobre el resto. Además, los filósofos
naturales parecían construir sus teorías acerca del mundo externo sin la adecuada atención al
observador humano; es decir, sin tomar en cuenta el elemento subjetivo. Por el contrario, los sofistas
reconocían que cada persona tenía su propia experiencia y, en consecuencia, su propia realidad. En
última instancia, sostenían, toda comprensión es opinión subjetiva. La auténtica objetividad es
imposible. Lo único que una persona puede afirmar que legítimamente conoce son probabilidades, no la
verdad absoluta.
Sin embargo, según los sofistas no importaba que el hombre no tuviera un saber seguro del mundo
exterior. Sólo podía conocer los contenidos de su propia mente -apariencias, que no esencias-, única
realidad por la que valía la pena preocuparse. Fuera de las apariencias, era imposible conocer una realidad estable más profunda, y no sólo debido a la limitación de las facultades humanas, sino, y de un
modo más fundamental, porque no se podía afirmar la existencia de semejante realidad independiente
de la conjetura humana. No obstante, la verdadera finalidad del pensamiento humano es servir a las
necesidades humanas, y únicamente la experiencia individual es capaz de proporcionar una base para la
consecución de esa finalidad. Toda persona debe confiar en su propia inteligencia para abrirse camino
en el mundo. Por tanto, el reconocimiento de las limitaciones intelectuales del individuo sería una liberación, pues sólo así podía un hombre tratar de que su pensamiento se bastara a sí mismo, soberano,
servidor de sí mismo y no de absolutos ilusorios definidos por fuentes poco fiables y ajenas a su propio
juicio.
Los sofistas proponían que el racionalismo crítico que previamente se había dirigido al mundo físico se
aplicara de un modo más fructífero a cuestiones humanas, a la ética y a la política. Por ejemplo, la
evidencia de informes de viajeros sugería que las prácticas sociales y las creencias religiosas no eran
absolutas, sino meras convenciones humanas locales, devociones heredadas y variables de acuerdo con
las costumbres de cada nación y sin relación fundamental con la naturaleza ni con mandamiento divino
alguno. Para sugerir esta conclusión se apelaba también a las recientes teorías físicas. En efecto, así
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como la experiencia de lo caliente y de lo frío no tenía existencia objetiva en la naturaleza, sino que era
una mera impresión subjetiva de una persona individual producida por una disposición momentánea de
átomos interactuantes, así también podía ocurrir que los patrones de lo correcto y lo incorrecto fueran
por igual insustanciales, convencionales y subjetivamente determinados.
De manera análoga, podía suponerse que la existencia de los dioses era una afirmación indemostrable.
Como decía Protágoras: «En cuanto a los dioses, no tengo medios para saber si existen o no, ni cuál es
su forma, pues dicho conocimiento tropieza con muchos obstáculos, incluidas la oscuridad del tema y la
brevedad de la vida humana». Otro sofista, Critias, sugirió que los dioses habían sido inventados para
infundir miedo en quienes de otro modo se hubieran comportado con maldad. Con una actitud muy
semejante a la de los físicos respecto de su naturalismo mecanicista, los sofistas concebían la naturaleza
como un fenómeno impersonal cuyas leyes de azar y necesidad tenían poco interés para los asuntos
humanos. La evidencia del sentido común, libre de prejuicio, sugería que lo que constituía el mundo
visible era materia visible y no deidades invisibles. Por tanto, se veía mejor el mundo si se separaba de
los prejuicios religiosos.
De ahí que los sofistas optaran por un ateísmo flexible o un agnosticismo en metafísica y una moralidad
situacional en ética. Puesto que en las creencias religiosas, en las estructuras políticas y en las reglas de
la conducta moral se veían meras convenciones de creación humana, todo ello quedaba expuesto al
cuestionamiento fundamental y al cambio. Tras siglos de obediencia ciega a actitudes tradicionales
restrictivas, el hombre podía liberarse para seguir un programa ilustrado de autodesarrollo. La estrategia
de descubrir por medios racionales qué era de mayor utilidad para el hombre pareció más inteligente
que fundamentar las acciones propias en la creencia en deidades mitológicas o en afirmaciones
absolutas de una metafísica imposible de demostrar. Puesto que era inútil buscar la verdad absoluta, los
sofistas recomendaban a los jóvenes que aprendieran de ellos las artes prácticas de la persuasión retórica y la habilidad lógica, así como un amplio espectro de otros temas, que iban de la historia social y la
ética a las matemáticas y la música. En consecuencia, el ciudadano podía obtener la mejor preparación
para desempeñar un papel activo en la democracia de la polis y, más en general, para asegurarse una
vida de éxito personal en el mundo. Como las habilidades para lograr la excelencia en la vida podían
enseñarse y aprenderse, un hombre tenía libertad para ampliar sus oportunidades a través de la
educación. No estaba limitado por suposiciones tradicionales como, por ejemplo, la creencia en que las
habilidades personales estaban fijadas para siempre como resultado de dotes individuales azarosas o del
medio en que el individuo hubiera nacido. Con un programa como el que ofrecían los sofistas, tanto el
individuo como la sociedad podían mejorarse a sí mismos.
De este modo, los sofistas mediaron en la transición de la era del mito a la era de la razón práctica. El
hombre y la sociedad debían ser estudiados metódica y empíricamente, sin presupuestos teológicos. Los
mitos debían entenderse como fábulas alegóricas y no como revelaciones de una realidad divina. Para
este nuevo hombre ideal, la agudeza racional, la precisión gramatical y la habilidad retórica eran las
virtudes primordiales. La adecuada formación del carácter de un hombre para su participación efectiva
en la vida de la polis requería una sólida educación en diversas artes y ciencias, razón por la cual se
instauró la paideia, el sistema griego clásico de educación y formación, que comprendía gimnasia,
gramática, retórica, poesía, música, matemáticas, geografía, historia natural, astronomía, ciencias
físicas, historia social, ética y, por último, filosofía; esto es, un curso pedagógico completo necesario
para formar un ciudadano culto y polifacético.
La duda sistemática de los sofistas respecto a las creencias humanas (ya fuera la creencia tradicional en
los dioses, ya la fe más reciente, pero a su juicio igualmente ingenua, en la capacidad humana para
conocer la naturaleza de algo tan inmenso e indeterminado como el cosmos) fue abriendo el pensamiento a nuevas e inexploradas sendas. Como consecuencia de ello, el hombre alcanzó una posición
más elevada que nunca. Fue cada vez más libre y autónomo, consciente de un mundo más extenso que
contenía otras culturas y creencias aparte de las propias, consciente de su papel en la creación de su
propia realidad. Sin embargo, había perdido significación en el esquema cósmico, el cual, en caso de
existir, seguía su propia lógica sin preocuparse por el hombre griego ni por los valores de la cultura
griega.
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La perspectiva de los sofistas presentó también otros problemas. A pesar de los efectos positivos de su
educación intelectual y del establecimiento de una pedagogía liberal como base de una formación eficaz
del carácter, el escepticismo radical respecto de todos los valores condujo a algunos a defender un
oportunismo explícitamente amoral. Se enseñaba a los estudiantes a exponer argumentos verosímiles
para defender prácticamente cualquier afirmación. Lo más perturbador era el deterioro que a la sazón se
advertía en la situación política y ética de Atenas, a punto de entrar en crisis: la democracia, caprichosa
y corrupta; la consecuente toma del poder de una oligarquía despiadada; el talante despótico que
adoptaba el liderazgo ateniense en Grecia; guerras que empezaban con arrogancia y terminaban en
desastre. En Atenas, la vida cotidiana contemplaba la inescrupulosa violación de los niveles éticos
mínimamente humanos, evidentes en particular en el modo rutinario y a menudo cruel en que los
ciudadanos atenienses explotaban a mujeres, esclavos y extranjeros. Toda esta evolución tenía orígenes
y motivos particulares, siendo difícil culpar de ella a los sofistas. Sin embargo, en tan críticas
circunstancias, la negación filosófica de valores absolutos y el elogio que los sofistas hacían del puro
oportunismo parecían reflejar y exacerbar el espíritu inconformista de la época.
A pesar de su talante progresista y liberal, el humanismo relativista de los sofistas no resultaba del todo
inocente. La ampliación del mundo a consecuencia de los primeros triunfos de Atenas había
desestabilizado las antiguas certidumbres de ésta, que parecía necesitar un orden más amplio (universal,
aunque conceptual) para poder comprender los acontecimientos. Las enseñanzas de los sofistas no
proporcionaban ese orden, sino más bien un método para el éxito, pero cómo se definía el éxito era
materia de discusión. Al parecer, era preciso revaluar la osada afirmación de la soberanía intelectual del
hombre, la convicción de que, con su propio poder, el pensamiento del hombre podía proporcionar
suficiente sabiduría para conducir bien su vida. Para las sensibilidades más conservadoras, el sistema
helénico tradicional de creencias y sus valores intemporales se erosionaban peligrosamente, mientras
que la razón y la habilidad verbal adquirían reputación poco menos que de infalible. En verdad, todo el
desarrollo de la razón parecía haber socavado su propia base, pues la inteligencia humana se negaba a sí
misma la capacidad para el auténtico conocimiento del mundo.
Sócrates
En este tenso clima cultural inició Sócrates su investigación filosófica, con el mismo escepticismo y el
mismo individualismo que cualquier sofista. Un poco más joven que Pericles, Eurípides, Heródoto y
Protágoras, pero contemporáneo de todos ellos, testigo de cómo el Partenón fue construido en la
Acrópolis desde el comienzo hasta el fin, Sócrates se incorporó a la arena filosófica en el apogeo de la
tensión entre la antigua tradición olímpica y el nuevo y vigoroso intelectualismo. Con su vida y su
muerte extraordinarias, transformaría radicalmente el pensamiento griego mediante el establecimiento
de un método y un ideal nuevos para la búsqueda de la verdad, y su persona misma se convertiría en
ejemplo imperecedero de toda la filosofía posterior.
A pesar de la magnitud de la influencia de Sócrates, es poco lo que se sabe con certeza de su vida. Él
mismo no escribió nada. El retrato más rico y coherente que podemos tener de él se encuentra en los
diálogos de Platón, pero no está claro en qué medida las palabras e ideas que en ellos se le atribuyen
reflejan realmente, la posterior evolución del pensamiento platónico (problema sobre el cual
volveremos al final de este capítulo). Las noticias que han llegado a nosotros y que provienen de otros
contemporáneos Oenofonte, Esquines, Aristófanes, Aristóteles y los platónicos posteriores), aunque útiles, suelen ser de segunda mano y fragmentarias, muchas veces ambiguas y, en ocasiones,
contradictorias. No obstante, expurgando en los primeros diálogos platónicos y cotejándolos con las
otras fuentes es posible trazar un cuadro razonablemente fiable.
De todo ello se deduce que Sócrates fue un hombre de carácter e inteligencia singulares, imbuido de
una pasión por la honestidad intelectual y la integridad moral realmente inusual en su época y en
cualquier otra. Buscó insistentemente respuestas a preguntas que hasta ese momento nadie había
formulado, intentó socavar los supuestos y las creencias convencionales para provocar un pensamiento
más cuidadoso sobre cuestiones éticas, e incansablemente se entregó, e impulsó a aquellos con quienes
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conversaba, a la búsqueda de una comprensión más profunda de aquello que constituía una buena vida.
Sus palabras y sus hechos encarnaron la permanente convicción de que la autocrítica racional podía
liberar al pensamiento humano de la esclavitud de la opinión falsa. Entregado a la tarea de descubrir la
sabiduría y extraerla de los demás, Sócrates descuidó sus asuntos privados para dedicarse por entero al
debate con sus conciudadanos. A diferencia de los sofistas, no cobraba por su enseñanza. Aunque
intimaba con la elite de Atenas, era indiferente a la riqueza material y a los niveles convencionales de
éxito. Sócrates daba la impresión de ser un hombre inusualmente en paz consigo mismo, si bien su
carácter personal estaba lleno de paradójicos contrastes. Asombrosamente humilde aunque
presuntuosamente seguro de sí, de maliciosa inteligencia aunque moralmente estricto, encantador y
sociable aunque solitario y contemplativo, Sócrates era por encima de todo un hombre consumido por
la pasión de la verdad.
Al parecer, en su juventud Sócrates estudió con cierto entusiasmo la ciencia natural de su época y
examinó las diversas filosofías dedicadas al análisis especulativo del mundo físico. Sin embargo,
terminó por encontrarlas insatisfactorias. El fárrago de teorías en conflicto mutuo producía más
confusión que claridad, y sus explicaciones del universo exclusivamente en términos de causación
material, haciendo caso omiso de la evidencia de inteligencia y propósito en el mundo, le parecían
inadecuadas. Para Sócrates, esas teorías no eran conceptualmente coherentes ni moralmente útiles. En
consecuencia, se apartó de la física y la cosmología y se dirigió a la ética y la lógica. Cómo se debe
vivir, y cómo pensar con claridad acerca de cómo vivir, se convirtió en su preocupación predominante.
Como declararía Cicerón tres siglos más tarde, Sócrates «trajo la filosofía del cielo a la tierra y la
implantó en las ciudades y en los hogares de los hombres».
Semejante cambio ya se apreciaba en las ideas de los sofistas, que también se asemejaban a Sócrates en
su preocupación por la educación, el lenguaje, la retórica y la argumentación. Pero la índole de las
aspiraciones morales e intelectuales de Sócrates era muy diferente. Los sofistas se ofrecían a enseñar
cómo llevar una vida de éxito en un mundo en el que todos los criterios morales eran convenciones y
todo conocimiento humano, relativo. Sócrates creía que una educación filosófica de ese tipo era
intelectualmente errónea y moralmente perjudicial. En oposición al punto de vista de los sofistas, consideraba que su misión era encontrar una vía de conocimiento que trascendiera la mera opinión, dar
forma a una moralidad que trascendiera la mera convención.
Cuando él era aún muy joven, el oráculo de Apolo, en Delfos, declaró que no había hombre más sabio
que Sócrates. Tratando de contradecir al oráculo (como el propio filósofo señaló luego con su
característica ironía), examinó asiduamente las creencias y el pensamiento de todos los que se consideraban sabios, para llegar a la conclusión de que él era más sabio que todos ellos, porque era el único
que reconocía su ignorancia. Pero mientras que los sofistas habían sostenido que el auténtico
conocimiento era inalcanzable, Sócrates sostenía más bien que el auténtico conocimiento aún no había
sido alcanzado. Sus repetidas demostraciones de la ignorancia humana, tanto de la propia como de la
ajena, no se proponían producir desesperación, sino humildad intelectual. Para Sócrates, el
descubrimiento de la ignorancia no era el final de la tarea filosófica, sino el comienzo, pues únicamente
por medio de este descubrimiento era posible empezar a superar los supuestos heredados, que
oscurecían la verdadera naturaleza de lo que debía ser un ser humano. Sócrates pensaba que su misión
personal era lograr que los demás se convencieran de su propia ignorancia, a fin de hallarse en mejores
condiciones para buscar un conocimiento de cómo la vida debía ser vivida.
A juicio de Sócrates, cualquier intento de fomentar el éxito y la excelencia verdaderos en la vida
humana tenía que tener en cuenta la realidad más íntima de un ser humano: su alma o psique. Tal vez
sobre la base de su propio y desarrolladísimo sentido de la individualidad y el autocontrol, Sócrates
aportó al pensamiento griego una nueva conciencia del significado capital del alma al atribuirle, por
primera vez, la condición dé asiento del despertar de la conciencia individual y del carácter moral e
intelectual. Adoptó la máxima délfica «Conócete a ti mismo», pues creía que sólo a través del
autoconocimiento, de la comprensión de la propia psique, podía hallarse la auténtica felicidad. Todos
los seres humanos buscan por naturaleza la felicidad, y ésta -pensaba Sócrates- se logra si se vive el
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tipo de vida que mejor sirva a la naturaleza del alma. La felicidad no es consecuencia de circunstancias
físicas o externas, de la riqueza, el poder o la reputación, sino de vivir una vida buena para el alma.
Pero para vivir una vida auténticamente buena es preciso conocer la naturaleza y la esencia del bien. De
lo contrario, se actuaría a ciegas, sobre la base de la mera convención o la simple conveniencia, y se
llamaría bueno o virtuoso a algo cuando se conforma a la opinión popular o cuando sirve al placer del
momento. Por el contrario -razonaba Sócrates-, si un hombre sabe qué es verdaderamente bueno -qué es
beneficioso para él en el sentido más profundo-, actuará natural e inevitablemente con bondad. El saber
qué es bueno será necesariamente causa de que el sujeto actúe sobre esa base, pues no hay hombre que
elija deliberadamente lo que sabe que le dañará. Sólo se cae en la conducta errónea cuando un bien ilusorio es tomado por el auténtico bien. Del mismo modo, nadie hace el mal a sabiendas, pues el bien, por
su naturaleza misma, es deseado en cuanto es conocido. En este sentido -sostiene Sócrates-, la virtud es
conocimiento. Una vida verdaderamente feliz es una vida de acción recta dirigida de acuerdo a la razón.
En consecuencia, la clave de la felicidad humana es el desarrollo de un carácter moral racional.
Para que una persona descubra una virtud genuina deben hacérsele preguntas difíciles. Para conocer la
virtud es necesario descubrir el elemento común a todos los actos virtuosos, esto es, la esencia de la
virtud. A fin de encontrar el verdadero carácter de la virtud, es preciso tomar, separar, analizar, poner a
prueba el valor de cada juicio acerca de su naturaleza. No basta con citar ejemplos de diversos tipos de
acciones virtuosas y decir que eso es la virtud misma, pues semejante respuesta no desvela la cualidad
esencial única presente en todos los ejemplos, que es lo que hace de éstos ejemplos auténticos de virtud.
Lo mismo sucede con la bondad, la justicia, el valor, la piedad, la belleza. Sócrates criticaba a los
sofistas porque creían que, en última instancia, sólo se trataba de palabras, meros nombres para
designar convenciones humanas corrientes. En efecto, las palabras podían distorsionar y engañar, dar la
impresión de verdad cuando carecían realmente de fundamento sólido. Pero las palabras también
podían apuntar, como a un precioso misterio invisible, a algo auténtico y permanente. Encontrar la
propia vía hacia esa realidad auténtica fue la tarea con que se enfrentó el filósofo.
Fue precisamente en el curso de esa tarea cuando Sócrates desarrolló su famosa forma dialéctica de
razonamiento, que habría de convertirse en rasgo fundamental del carácter y la evolución del
pensamiento occidental: el razonamiento a través del diálogo riguroso como método de investigación
intelectual, con la intención de exponer creencias falsas y sacar a la luz la verdad. La estrategia típica de
Sócrates consistía en formular una serie de preguntas a su interlocutor y analizar sin descanso una por
una las implicaciones de las respuestas, para poner de manifiesto los defectos y las incoherencias inherentes a una creencia o enunciado determinados. Uno tras otro, los intentos de definir la esencia de algo
eran rechazados, ya fuera porque las definiciones eran demasiado amplias, ya porque eran estrechas, ya
por errar por completo el blanco. A menudo ocurría que ese análisis terminaba en absoluta perplejidad,
mientras los interlocutores de Sócrates se sentían como paralizados. En esos momentos quedaba patente
que, para Sócrates, la filosofía tenía menos que ver con el conocimiento de las respuestas correctas que
con el denodado esfuerzo por descubrirlas. La filosofía era un proceso, una disciplina, una indagación
de por vida. Practicar la filosofía a la manera socrática era someter continuamente los propios
pensamientos a la crítica de la razón en el más riguroso diálogo con los demás. El auténtico
conocimiento no era algo que se pudiera recibir simplemente de otro, de segunda mano, como una
mercancía que se compra, tal como sucedía con los sofistas, sino que era un logro personal que sólo se
obtenía al precio de la reflexión autocrítica y una lucha intelectual constante. «La vida que la crítica no
ha puesto a prueba -declaraba Sócrates- no merece vivirse.»
Sin embargo, debido a su incesante interrogatorio a los demás, Sócrates no gozaba de la aceptación de
todos, y hubo quienes vieron una influencia peligrosamente des estabilizadora en el modo en que el
filósofo estimulaba en sus discípulos un escepticismo crítico, debido a lo cual temieron que socavara la
autoridad de la tradición y el Estado. En su concienzudo esfuerzo por encontrar el conocimiento seguro,
Sócrates pasó gran parte de su vida combatiendo y superando a los sofistas en su propio terreno. Sin
embargo, y por irónico que pueda parecer, fue clasificado entre estos últimos cuando, en el período de
inestabilidad política que sufrió Atenas tras la desastrosa Guerra del Peloponeso, dos ciudadanos lo
acusaron de impiedad y de corrupción de la juventud. Atrapado en una reacción contra varias figuras
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políticas, algunas de las cuales habían pertenecido a su círculo, Sócrates fue condenado a muerte. En
esa situación se acostumbraba a proponer una pena alternativa de exilio, que probablemente era lo que
los acusadores de Sócrates deseaban. Pero en todas las fases del juicio el filósofo se negó a traicionar
sus principios y rechazó todos los ofrecimientos de fuga o de modificación de las consecuencias del
veredicto. Afirmó que había llevado una vida correcta, aun cuando su misión de despertar a los demás
lo condujera a la muerte, a la que, por lo demás, no temía, sino que recibía con los brazos abiertos como
antesala de la eternidad. Al beber alegremente la cicuta, Sócrates se convirtió de buen grado en un
mártir del ideal de filosofía que durante tanto tiempo había defendido.
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