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Una sombra en el rellano
Subía las escaleras, con pasos pausados, su corazón se aceleró al ver una sombra
(parecía la de un niño) en el rellano.
Eh! ¿Quién está ahí?
Sólo le respondió una brisa suave, y el extraño escalofrío del “déjà vue”.
Esto lo he vivido antes. Pensó.
Contrajo los hombros y siguió subiendo.
No encontró a nadie, pero allí se sentía el calor de un cuerpo cercano, de una acción
reciente.
En la habitación de los niños le pareció escuchar una risa y el deslizar por el suelo de un
coche de juguete.
Niños, ¿estáis ahí?
Nadie contestó.
Extrañado, las puertas de las habitaciones estaban cerradas, fue entrando habitación a
habitación por ver si encontraba a alguien. ¡Hola!.
Pero en todas, le respondía el silencio y la ausencia.
Convencido ya de que había sido simplemente una extraña sensación, una jugarreta de
su cuerpo cansado por un día de agobiante trabajo, entró en su habitación y, tarareando
una canción de moda (hablaba del fluir lento de las aguas de un arroyo, del corazón
alegre de un adolescente, de la brisa suave del amor de un niño) , se cambió de ropa.
Bajó a la cocina y mientras calentaba un café, oyó que se cerraba la puerta del patio.
Miró el reloj y pensó: No puede ser, es muy pronto para que vengan ya de la compra.
Sobresaltado, miró por la ventana. No había nadie. Tras la puerta le pareció ver una
sombra infantil alejarse. No creo que dejase la puerta abierta, se extrañó.
Salió con el baso humeante en la mano, atravesó el patio y encontró la puerta tal como
la había dejado, cerrada con llave.
Miró entre los barrotes y vio alejarse lo que parecía una sombra infantil que le hacía
señas.
Dejó el baso en un poyete del patio y salió de casa en la dirección en que había visto
alejarse a la sombra.
¡No había nadie! Miró hacia atrás. ¡No había nadie!
Sintió una brisa suave en el rostro y sus oídos se llenaron del sonido de un arroyo.
Volvió a mirar y, a lo lejos, al final de la calle, una sombra difusa le hacía señales.
Una incomprensible urgencia le llenó de congoja. Y echó a correr. Corrió, sin saber por
qué. Su único pensamiento, su único afán era correr en busca de esa sombra que le había
estado acompañando desde que llegara a casa.
Llegó al final de la calle y desde allí, como a doscientos metros vio adentrarse en la
arboleda del arroyo una sombra que le hacía señales.
Siguió corriendo, corriendo... La urgencia no le dejaba sentir el cansancio, ni el difícil
respirar, por su nariz taponada por la alergia. Ni siguiera oyó ni vio a Clara, su vecina,
que le decía algo desde el lado opuesto del camino. Sólo un “Si encuentras a mi hijo ...”
llegó a sus oídos, como traído por un viento de otra época.
Cuando llegó a la arboleda, sintió la brisa suave en el rostro y sus oídos se llenaron del
sonido del arroyo.
Por fin paró.
Comenzó a preguntarse que hacía allí, qué extraña sensación, que extrañas
circunstancias, le habían llevado hasta aquel lugar.
Miró por todas partes y no vio nada.
Aunque su corazón se sosegaba, continuaba apremiándole la sensación de urgencia.
Decidió buscar por la orilla y, mirando al lugar en que el arroyo, en un suave arco, se
escondía tras los árboles, vio de nuevo la sombra que en ese instante desaparecía como
si se diluyera en el agua.
Apretó el paso hacia el lugar y allí lo vio.
Un niño yacía, semihundido en el agua, bajo una pesada rama.
A veces el agua le tapaba la cabeza; a veces, parecía que se bifurcaba y rodeaba su
rostro.
Sin pensarlo, retiró como pudo la rama y sacó al niño a la orilla.
Acercó su mejilla a la boca del niño y comprobó que aún respiraba.
Le hizo la respiración boca a boca y los ejercicios para que sacara el agua que hubiese
tragado.
Felizmente, el niño comenzó a toser y el agua salió a borbotones de su boca.
Miguel, cielo mío ¿qué te ha pasado?.
Sollozando, Miguel le dijo que había estado jugando en el árbol, se había roto la rama y
había caído al agua.
Dejando de llorar, le miró a los ojos y dijo:
He soñado que iba a tu casa a jugar, pero, como no estaba Luis me volví aquí solo.
Andrés, cogió al niño en sus brazos y corriendo (nunca supo cómo había llegado) le
llevó a casa de sus padres.
¡Clara!, ¿Clara! Tu hijo...
Ya se había ido la ambulancia y Andrés tomó el camino a casa.
Estaba anocheciendo.
Aunque apenas doscientos metros le separaban de casa, acababa de darse cuenta de que
no había avisado a su familia.
Cuando llegó, le esperaba su mujer algo preocupara ya por la tardanza.
Se oía a sus hijos jugar peleándose a “esto es mío, que no, que es mío”.
Mientras le contaba lo que había pasado, una llama de certidumbre le rozo el pecho y
comprendió.
Miró a su mujer y a ambos se les llenaron los ojos de lágrimas. Se abrazaron.
Ambos habían comprendido, como tantas veces, sin hablar, como si un pálpito del
corazón les abriese una puerta entre sus mundos:
Cuando la serenidad aleja las brumas de los ojos de los hombres, se puede sentir el
dulce murmullo de los sentimientos que trasciende el tiempo y el espacio.
Fueron a ver a sus hijos y abrazándoles entre ambos les dijeron al unísono:
¡Os queremos!
Antonio Gancedo
14 de Mayo de 2004