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EJE
EPISTEMOLOGICO
Eje epistemológico: “El ¿pueblo? ¿Quiere saber de qué se trata?”
Fuentes
Antigüedad
Platón. República. Buenos Aires. Eudeba. 2000. Libro VII.
Herbert Marcuse: “La relevancia de la realidad” en La lechuza de Minerva ¿Qué es filosofía?
Madrid. Cátedra. 1979 (comentario a Platón)
Modernidad
Comte, August. Discurso de filosofía positiva, http://www.librodot.com
Descartes, Rene. “De lo verdadero y de lo falso” en Meditaciones Metafísicas. Buenos Aires.
Aguilar. 1967.
Herbert Marcuse, “Del pensamiento negativo al positivo. La racionalidad tecnológica y la lógica
de la dominación” en El hombre unidimensional, Sex Barral, Barcelona, 1972.
Autores contemporáneos
Habermas, Jürguen. Conocimiento e interés. Madrid. Taurus. 1982. cap. 1, 3 y cap.3, 9
Horkheimer, Max. Crítica de la razón instrumental. Terramar, La Plata, 2007. Cap. I “Medios y
fines” y cap. II, “Dos panaceas universales antagónicas”.
Horkheimer, Max. Teoría tradicional y teoría crítica. Paidós, Barcelona, 1987. Apéndice 1937,
Págs., 79- 87
Todorov, Tzvetan. La conquista de América: el problema del otro. Siglo XXI, Madrid, 1998.
Capítulo I “Descubrir” y Epílogo
En América Latina
Galeano, Eduardo. “La Diosa tecnología no habla español” en Las venas abiertas de América
Latina. Siglo XXI, Buenos Aires, (1971) 2010. Págs. 315-319.
Hernandez, Enrique. “La piedra que desecharon los constructores” Revista de Filosofía
Latinoamericana. Buenos Aires. Nro.13. 1988.
Lobosco, Marcelo, Perplejidades de un sentidor, (en Edición)
Weinberg, Gregorio, Modelos educativos en la historia de América Latina, Buenos Aires. AZ.
1995. Cap.1.
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Platón. República. Buenos Aires. Eudeba. 2000. Libro VII.
VII
I. -Y a continuación -seguí- compara con la siguiente escena el estado en que, con respecto a la
educación o a la falta de ella, se halla nuestra naturaleza. Imagina una especie de cavernosa vivienda
subterránea provista de una larga entrada, abierta a la luz, que se extiende a lo ancho de toda la caverna y
unos hombres que están en ella desde niños, atados por las piernas y el cuello de modo que tengan que
estarse quietos y mirar únicamente hacia adelante, pues las ligaduras les impiden volver la cabeza; detrás de
ellos, la luz de un fuego que arde algo lejos y en plano superior, y entre el fuego y los encadenados, un
camino situado en alto; y a lo largo del camino suponte que ha sido construido un tabiquillo parecido a las
mamparas que se alzan entre los titiriteros y el público, por encima de las cuales exhiben aquéllos sus
maravillas.
-Ya lo veo -dijo.
-Pues bien, contempla ahora, a lo largo de esa paredilla, unos hombres que transportan toda clase de
objetos cuya altura sobrepasa la de la pared, y estatuas de hombres o animales hechas de piedra y de madera
y de toda clase de materias; entre estos portadores habrá, como es natural, unos que vayan hablando y otros
que estén callados.
-Qué extraña escena describes -dijo- y qué extraños pioneros!
-Iguales que nosotros -dije-, porque, en primer lugar ¿crees que los que están así han visto otra cosa
de sí mismos o de sus compañeros sino las sombras proyectadas por el fuego sobre la parte de la caverna
que está frente a ellos?
-¡Cómo -dijo-, si durante toda su vida han sido obligados a mantener inmóviles las cabezas?
-¿Y de los objetos transportados? ¿No habrán visto lo mismo?
-¿Qué otra cosa van a ver?
-Y, si pudieran hablar los unos con los otros, ¿no piensas que creerían estar refiriéndose a aquellas
sombras que veían pasar ante ellos? Forzosamente.
-¿Y si la prisión tuviese un eco que viniera de la parte de enfrente? ¿Piensas que, cada vez que
hablara alguno de los que pasaban, creerían ellos que lo que hablaba era otra cosa sino la sombra que veían
pasar?
-No, ¡por Zeus! -dijo.
-Entonces no hay duda -dije yo- de que los tales no tendrán por real ninguna otra cosa más que las
sombras de los objetos fabricados.
-Es enteramente forzoso -dijo.
-Examina, pues -dije-, qué pasaría si fueran liberados de sus cadenas y curados de su ignorancia y si,
conforme a naturaleza, les ocurriera lo siguiente. Cuando uno de ellos fuera desatado y obligado a levantarse
súbitamente y a volver el cuello y a andar y a mirar a la luz y cuando, al hacer todo esto, sintiera dolor y, por
causa de las chiribitas, no fuera capaz de ver aquellos objetos cuyas sombras veía antes, ¿qué crees que
contestaría si le dijera alguien que antes no veía más que sombras inanes y que es ahora cuando, hallándose
más cerca de la realidad y vuelto de cara a objetos más reales, goza de una visión más verdadera, y si fuera
mostrándole los objetos que pasan y obligándole a contestar a sus preguntas acerca de qué es cada uno de
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ellos? ¿No crees que estaría perplejo y que lo que antes había contemplado le parecería más verdadero que lo
que entonces se le mostraba?
-Mucho más -dijo.
II. -Y, si se le obligara a fijar su vista en la luz misma, ¿no crees que le dolerían los ojos y que se
escaparía volviéndose hacia aquellos objetos que puede contemplar, y que consideraría que éstos son
realmente más claros que los que le muestran?
-Así es -dijo.
-Y, si se lo llevaran de allí a la fuerza -dije-, obligándole a recorrer la áspera y escarpada subida, y no
le dejaran antes de haberle arrastrado hasta la luz del sol, ¿no crees que sufriría y llevaría a mal el ser
arrastrado y, una vez llegado a la luz, tendría los ojos tan llenos de ella que no sería capaz de ver ni una sola
de las cosas a las que ahora llamamos verdaderas?
-No, no sería capaz -dijo-, al menos por el momento.
-Necesitaría acostumbrarse, creo yo, para poder llegar a ver las cosas de arriba. Lo que vería más
fácilmente serían, ante todo, las sombras, luego, las imágenes de hombres y de otros objetos reflejados en las
aguas, y más tarde, los objetos mismos. Y después de esto le sería más fácil el contemplar de noche las cosas
del cielo y el cielo mismo, fijando su vista en la luz de las estrellas y la luna, que el ver de día el sol y lo que le
es propio.
-¿Cómo no?
-Y por último, creo yo, sería el sol, pero no sus imágenes reflejadas en las aguas ni en otro lugar
ajeno a él, sino el propio sol en su propio dominio y tal cual es en sí mismo, lo que él estaría en condiciones
de mirar y contemplar.
-Necesariamente -dijo.
-Y, después de esto, colegiría ya con respecto al sol que es él quien produce las estaciones y los años
y gobierna todo lo de la región visible y es, en cierto modo, el autor de todas aquellas cosas que ellos veían.
-Es evidente -dijo- que después de aquello vendría a pensar en eso otro.
-¿Y qué? Cuando se acordara de su anterior habitación y de la ciencia de allí y de sus antiguos
compañeros de cárcel, ¿no crees que se consideraría feliz por haber cambiado y que les compadecería a ellos?
Efectivamente.
-Y, si hubiese habido entre ellos algunos honores o alabanzas o recompensas que concedieran los
unos a aquellos otros que, por discernir con mayor penetración las sombras que pasaban y acordarse mejor
de cuáles de entre ellas eran las que solían pasar delante o detrás o junto con otras, fuesen más capaces que
nadie de profetizar, basados en ello, lo que iba a suceder, ¿crees que sentiría aquél nostalgia de estas cosas o
que envidiaría a quienes gozaran de honores y poderes entre aquéllos, o bien que le ocurriría lo de Homero,
es decir, que preferiría decididamente «ser siervo en el campo de cualquier labrador sin caudal » o sufrir
cualquier otro destino antes que vivir en aquel mundo de lo opinable?
-Eso es lo que creo yo -dijo-: que preferiría cualquier otro destino antes que aquella vida.
-Ahora fíjate en esto -dije-: si, vuelto el tal allá abajo, ocupase de nuevo el mismo asiento, ¿no crees
que se le llenarían los ojos de tinieblas como a quien deja súbitamente la luz del sol?
-Ciertamente -dijo.
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-Y, si tuviese que competir de nuevo con los que habían permanecido constantemente encadenados,
opinando acerca de las sombras aquellas que, por no habérsele asentado todavía los ojos, ve con dificultad -y
no sería muy corto el tiempo que necesitara para acostumbrarse-, ¿no daría que reír y no se diría de él que,
por haber subido arriba, ha vuelto con los ojos estropeados, y que no vale la pena ni aun de intentar una
semejante ascensión? ¿Y no matarían, si encontraban manera de echarle mano y matarle, a quien intentara
desatarles y hacerles subir?
-Claro que sí-dijo.
III. -Pues bien -dije-, esta imagen hay que aplicarla toda ella, ¡oh, amigo Glaucón!, a lo que se ha
dicho antes; hay que comparar la región revelada por medio de la vista con la vivienda-prisión y la luz del
fuego que hay en ella con el poder del sol. En cuanto a la subida al mundo de arriba y a la contemplación de
las cosas de éste, si las comparas con la ascensión del alma hasta la región inteligible no errarás con respecto
a mi vislumbre, que es lo que tú deseas conocer y que sólo la divinidad sabe si por acaso está en lo cierto. En
fin, he aquí lo que a mí me parece: en el mundo inteligible lo último que se percibe, y con trabajo, es la idea
del bien, pero, una vez percibida, hay que colegir que ella es la causa de todo lo recto y lo bello que hay en
todas las cosas, que, mientras en el mundo visible ha engendrado la luz y al soberano de ésta, en el inteligible
es ella la soberana y productora de verdad y conocimiento, y que tiene por fuerza que verla quien quiera
proceder sabiamente en su vida privada o pública.
-También yo estoy de acuerdo -dijo-, en el grado en que puedo estarlo.
-Pues bien -dije-, dame también la razón en esto otro: no te extrañes de que los que han llegado a
ese punto no quieran ocuparse en asuntos humanos; antes bien, sus almas tienden siempre a permanecer en
las alturas, y es natural, creo yo, que así ocurra, al menos si también esto concuerda con la imagen de que se
ha hablado.
-Es natural, desde luego -dijo.
-¿Y qué? ¿Crees -dije yo- que haya que extrañarse de que, al pasar un hombre de las
contemplaciones divinas a las miserias humanas, se muestre torpe y sumamente ridículo cuando, viendo
todavía mal y no hallándose aún suficientemente acostumbrado a las tinieblas que le rodean, se ve obligado a
discutir, en los tribunales o en otro lugar cualquiera, acerca de las sombras de lo justo o de las imágenes de
que son ellas reflejo y a contender acerca del modo en que interpretan estas cosas los que jamás han visto la
justicia en sí ?
-No es nada extraño -dijo.
-Antes bien -dije-, toda persona razonable debe recordar que son dos las maneras y dos las causas
por las cuales se ofuscan los ojos: al pasar de la luz a la tiniebla y al pasar de la tiniebla a la luz. Y, una vez
haya pensado que también le ocurre lo mismo al alma, no se reirá insensatamente cuando vea a alguna que,
por estar ofuscada, no es capaz de discernir los objetos, sino que averiguará si es que, viniendo de una vida
más luminosa, está cegada por falta de costumbre o si, al pasar de una mayor ignorancia a una mayor luz, se
ha deslumbrado por el exceso de ésta; y así considerará dichosa a la primera alma, que de tal manera se
conduce y vive, y compadecerá a la otra, o bien, si quiere reírse de ella, esa su risa será menos ridícula que si
se burlara del alma que desciende de la luz.
-Es muy razonable -asintió- lo que dices.
IV -Es necesario, por tanto -dije-, que, si esto es verdad, nosotros consideremos lo siguiente acerca
de ello: que la educación no es tal como proclaman algunos que es. En efecto, dicen, según creo, que ellos
proporcionan ciencia al alma que no la tiene del mismo modo que si infundieran vista a unos ojos ciegos.
-En efecto, así lo dicen -convino.
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-Ahora bien, la discusión de ahora -dije- muestra que esta facultad, existente en el alma de cada uno,
y el órgano con que cada cual aprende deben volverse, apartándose de lo que nace, con el alma entera -del
mismo modo que el ojo no es capaz de volverse hacia la luz, dejando la tiniebla, sino en compañía del
cuerpo entero- hasta que se hallen en condiciones de afrontar la contemplación del ser e incluso de la parte
más brillante del ser, que es aquello a lo que llamamos bien. ¿No es eso?
-Eso es.
-Por consiguiente -dije- puede haber un arte de descubrir cuál será la manera más fácil y eficaz para
que este órgano se vuelva; pero no de infundirle visión, sino de procurar que se corrija lo que, teniéndola ya,
no está vuelto adonde debe ni mira adonde es menester.
-Tal parece -dijo.
-Y así, mientras las demás virtudes, las llamadas virtudes del alma, es posible que sean bastante
parecidas a las del cuerpo -pues, aunque no existan en un principio, pueden realmente ser más tarde
producidas por medio de la costumbre y el ejercicio-, en la del conocimiento se da el caso de que parece
pertenecer a algo ciertamente más divino que jamás pierde su poder y que, según el lugar a que se vuelva,
resulta útil y ventajoso o, por el contrario, inútil y nocivo. ¿O es que no has observado con cuánta agudeza
percibe el alma miserable de aquellos de quienes se dice que son malos, pero inteligentes, y con qué
penetración discierne aquello hacia lo cual se vuelve, porque no tiene mala vista y está obligada a servir a la
maldad, de manera que, cuanto mayor sea la agudeza de su mirada, tantos más serán los males que cometa el
alma?
-En efecto -dijo.
-Pues bien -dije yo-, si el ser de tal naturaleza hubiese sido, ya desde niño, sometido a una poda y
extirpación de esa especie de excrecencias plúmbeas, emparentadas con la generación, que, adheridas por
medio de la gula y de otros placeres y apetitos semejantes, mantienen vuelta hacia abajo la visión del alma; si,
libre ésta de ellas, se volviera de cara a lo verdadero, aquella misma alma de aquellos mismos hombres lo
vería también con la mayor penetración de igual modo que ve ahora aquello hacia lo cual está vuelta .
-Es natural -dijo.
-¿Y qué? -dije yo-. ¿No es natural y no se sigue forzosamente de lo dicho que ni los ineducados y
apartados de la verdad son jamás aptos para gobernar una ciudad ni tampoco aquellos a los que se permita
seguir estudiando hasta el fin; los unos, porque no tienen en la vida ningún objetivo particular apuntando al
cual deberían obrar en todo cuanto hiciesen durante su vida pública y privada y los otros porque, teniéndose
por transportados en vida a las islas de los bienaventurados, no consentirán en actuar?
-Es cierto -dijo.
-Es, pues, labor nuestra -dije yo-, labor de los fundadores, el obligar a las mejores naturalezas a que
lleguen al conocimiento del cual decíamos antes que era el más excelso y vean el bien y verifiquen la
ascensión aquella; y, una vez que, después de haber subido, hayan gozado de una visión suficiente, no
permitirles lo que ahora les está permitido.
-¿Y qué es ello?
-Que se queden allí -dije- y no accedan a bajar de nuevo junto a aquellos prisioneros ni a participar
en sus trabajos ni tampoco en sus honores, sea mucho o poco lo que éstos valgan.
-Pero entonces -dijo-, ¿les perjudicaremos y haremos que vivan peor siéndoles posible el vivir
mejor?
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V -Te has vuelto a olvidar , querido amigo -dije-, de que a la ley no le interesa nada que haya en la
ciudad una clase que goce de particular felicidad, sino que se esfuerza por que ello le suceda a la ciudad
entera y por eso introduce armonía entre los ciudadanos por medio de la persuasión o de la fuerza, hace que
unos hagan a otros partícipes de los beneficios con que cada cual pueda ser útil a la comunidad y ella misma
forma en la ciudad hombres de esa clase, pero no para dejarles que cada uno se vuelva hacia donde quiera,
sino para usar ella misma de ellos con miras a la unificación del Estado.
-Es verdad -dijo-. Me olvidé de ello.
-Pues ahora -dije- observa, ¡oh, Glaucón!, que tampoco vamos a perjudicar a los filósofos que haya
entre nosotros, sino a obligarles, con palabras razonables, a que se cuiden de los demás y les protejan. Les
diremos que es natural que las gentes tales que haya en las demás ciudades no participen de los trabajos de
ellas, porque se forman solos, contra la voluntad de sus respectivos gobiernos, y, cuando alguien se forma
solo y no debe a nadie su crianza, es justo que tampoco se preocupe de reintegrar a nadie el importe de ella.
Pero a vosotros os hemos engendrado nosotros, para vosotros mismos y para el resto de la ciudad, en
calidad de jefes y reyes, como los de las colmenas, mejor y más completamente educados que aquéllos y más
capaces, por tanto, de participar de ambos aspectos. Tenéis, pues, que ir bajando uno tras otro a la vivienda
de los demás y acostumbraros a ver en la oscuridad. Una vez acostumbrados, veréis infinitamente mejor que
los de allí y conoceréis lo que es cada imagen y de qué lo es, porque habréis visto ya la verdad con respecto a
lo bello y a lo justo y a lo bueno. Y así la ciudad nuestra y vuestra vivirá a la luz del día y no entre sueños,
como viven ahora la mayor parte de ellas por obra de quienes luchan unos con otros por vanas sombras o se
disputan el mando como si éste fuera algún gran bien. Mas la verdad es, creo yo, lo siguiente: la ciudad en
que estén menos ansiosos por ser gobernantes quienes hayan de serlo, ésa ha de ser forzosamente la que viva
mejor y con menos disensiones que ninguna; y la que tenga otra clase de gobernantes, de modo distinto.
-Efectivamente -dijo.
-¿Crees, pues, que nos desobedecerán los pupilos cuando oigan esto y se negarán a compartir por
turno los trabajos de la comunidad viviendo el mucho tiempo restante todos juntos y en el mundo de lo
puro?
-Imposible -dijo-. Pues son hombres justos a quienes ordenaremos cosas justas. Pero no hay duda
de que cada uno de ellos irá al gobierno como a algo inevitable al revés que quienes ahora gobiernan en las
distintas ciudades.
-Así es, compañero -dije yo-. Si encuentras modo de proporcionar a los que han de mandar una vida
mejor que la del gobernante, es posible que llegues a tener una ciudad bien gobernada, pues ésta será la única
en que manden los verdaderos ricos, que no lo son en oro, sino en lo que hay que poseer en abundancia para
ser feliz: una vida buena y juiciosa. Pero donde son mendigos y hambrientos de bienes personales los que
van a la política creyendo que es de ahí de donde hay que sacar las riquezas, allí no ocurrirá así. Porque,
cuando el mando se convierte en objeto de luchas, esa misma guerra doméstica e intestina los pierde tanto a
ellos como al resto de la ciudad.
-Nada más cierto -dijo.
-Pero ¿conoces -dije- otra vida que desprecie los cargos políticos excepto la del verdadero filósofo?
-No, ¡por Zeus! -dijo.
-Ahora bien, no conviene que se dirijan al poder en calidad de amantes de él, pues, si lo hacen,
lucharán con ellos otros pretendientes rivales.
-¿Cómo no?
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-Entonces, ¿a qué otros obligarás a dedicarse a la guarda de la ciudad sino a quienes, además de ser
los más entendidos acerca de aquello por medio de lo cual se rige mejor el Estado, posean otros honores y
lleven una vida mejor que la del político?
-A ningún otro -dijo.
VI. -¿Quieres, pues, que a continuación examinemos de qué manera se formarán tales personas y
cómo se les podrá sacar a la luz, del mismo modo que, según se cuenta, ascendieron algunos desde el Hades
hasta los dioses?
-¿Cómo no he de querer? -dijo.
-Pero esto no es, según parece, un simple lance de tejuelo, sino un volverse el alma desde el día
nocturno hacia el verdadero; una ascensión hacia el ser de la cual diremos que es la auténtica filosofía.
-Efectivamente.
-¿No hay, pues, que investigar cuál de las enseñanzas tiene un tal poder?
-¿Cómo no?
-Pues bien, ¿cuál podrá ser, oh, Glaucón, la enseñanza que atraiga el alma desde lo que nace hacia lo
que existe? Más al decir esto se me ocurre lo siguiente. ¿No afirmamos que era forzoso que éstos fuesen en
su juventud atletas de guerra?
-Tal dijimos, en efecto.
-Por consiguiente es necesario que la enseñanza que buscamos tenga, además de aquello, esto otro.
¿Qué?
-El no ser inútil para los guerreros.
-Desde luego -dijo-; así debe ser si es posible.
-Ahora bien, antes les educamos por medio de la gimnástica y la música.
-Así es -dijo.
-En cuanto a la gimnástica, ésta se afana en torno a lo que nace y muere, pues es el crecimiento y
decadencia del cuerpo lo que ella preside.
-Tal parece.
-Entonces no será esta la enseñanza que buscamos.
-No, no lo es.
-¿Acaso lo será la música tal como en un principio la describimos?
-Pero aquélla -dijo- no era, si lo recuerdas, más que una contrapartida de la gimnástica: educaba a los
guardianes por las costumbres; les procuraba, por medio de la armonía, cierta proporción armónica, pero no
conocimiento, y por medio del ritmo, la eurritmia; y en lo relativo a las narraciones, ya fueran fabulosas o
verídicas, presentaba algunos otros rasgos -siguió diciendo- semejantes a éstos. Pero no había en ella ninguna
enseñanza que condujera a nada tal como lo que tú investigas ahora.
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-Me lo recuerdas con gran precisión -dije-. En efecto, no ofrecía nada semejante. Pues entonces,
¿cuál podrá ser, oh, bendito Glaucón, esa enseñanza? Porque como nos ha parecido, según creo , que las
artes eran todas ellas innobles...
-¿Cómo no? ¿Pues qué otra enseñanza nos queda ya, aparte de la música y de la gimnástica y de las
artes?
-Si no podemos dar con ninguna -dije yo- que no esté incluida entre éstas, tomemos, pues, una de
las que se aplican a todas ellas.
-¿Cuál?
-Por ejemplo, aquello tan general de que usan todas las artes y razonamientos y ciencias; lo que es
forzoso que todos aprendan en primer lugar.
-¿Qué es ello? -dijo.
-Eso tan vulgar -dije- de conocer el uno y el dos y el tres. En una palabra, yo le llamo número y
cálculo. ¿O no ocurre con esto que toda arte y conocimiento se ven obligados a participar de ello?
-Muy cierto -dijo.
-¿No lo hace también -dije- la ciencia militar?
-Le es absolutamente forzoso -dijo.
-En efecto -dije-, es un general enteramente ridículo el Agamenón que Palamedes nos presenta una y
otra vez en las tragedias. ¿No has observado que Palamedes dice haber sido él quien, por haber inventado los
números, asignó los puestos al ejército que acampaba ante Ilión y contó las naves y todo lo demás, y parece
como si antes de él nada hubiese sido contado y como si Agamenón no pudiese decir, por no saber tampoco
contar, ni siquiera cuántos pies tenía . Pues entonces, ¿qué clase de general piensas que fue?
-Extraño ciertamente -dijo- si eso fuera verdad.
VII. -¿No consideraremos, pues -dije-, como otro conocimiento indispensable para un hombre de
guerra el hallarse en condiciones de calcular y contar?
-Más que ningún otro -dijo- para quien quiera entender algo, por poco que sea, de organización o,
mejor dicho, para quien quiera ser un hombre.
-Pues bien -dije-, ¿observas lo mismo que yo con respecto a este conocimiento?
-¿Qué es ello?
-Podría bien ser uno de los que buscamos y que conducen naturalmente a la comprensión; pero
nadie se sirve debidamente de él a pesar de que es absolutamente apto para atraer hacia la esencia.
-¿Qué quieres decir? -preguntó.
-Intentaré enseñarte -dije- lo que a mí al menos me parece. Ve contemplando junto conmigo las
cosas que yo voy a ir clasificando entre mí como aptas o no aptas para conducir adonde decimos y afirma o
niega a fin de que veamos con mayor evidencia si esto es como yo lo imagino.
-Enséñame -dijo.
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-Pues bien -dije-, te enseño, si quieres contemplarlas, que, entre los objetos de la sensación, los hay
que no invitan a la inteligencia a examinarlos, por ser ya suficientemente juzgados por los sentidos; y otros,
en cambio, que la invitan insistentemente a examinarlos, porque los sentidos no dan nada aceptable.
-Es evidente -dijo- que te refieres a las cosas que se ven de lejos y a las pinturas con sombras.
-No has entendido bien -contesté- lo que digo. -¿Pues a qué te refieres? -dijo.
-Los que no la invitan -dije- son cuantos no desembocan al mismo tiempo en dos sensaciones
contradictorias. Y los que desembocan los coloco entre los que la invitan, puesto que, tanto si son
impresionados de cerca como de lejos, los sentidos no indican que el objeto sea más bien esto que lo
contrario. Pero comprenderás más claramente lo que digo del siguiente modo. He aquí lo que podríamos
llamar tres dedos: el más pequeño, el segundo y el medio .
-Desde luego -dijo.
-Fíjate en que hablo de ellos como de algo visto de cerca. Ahora bien, obsérvamelo siguiente con
respecto a ellos.
-¿Qué?
-Cada uno se nos muestra igualmente como un dedo y en esto nada importa que se le vea en medio
o en un extremo, blanco o negro, grueso o delgado, o bien de cualquier otro modo semejante. Porque en
todo ello no se ve obligada el alma de los más a preguntar a la inteligencia qué cosa sea un dedo, ya que en
ningún caso le ha indicado la vista que el dedo sea al mismo tiempo lo contrario de un dedo.
-No, en efecto -dijo.
-De modo que es natural -dije- que una cosa así no llame ni despierte al entendimiento.
-Es natural.
-¿Y qué? Por lo que toca a su grandeza o pequeñez, ¿las distingue acaso suficientemente la vista y no
le importa a ésta nada el que uno de ellos esté en medio o en un extremo? ¿Y le ocurre lo mismo al tacto con
el grosor y la delgadez o la blandura y la dureza? Y los demás sentidos, ¿no proceden acaso de manera
deficiente al revelar estas cosas? ¿O bien es del siguiente modo como actúa cada uno de ellos, viéndose ante
todo obligado a encargarse también de lo blando el sentido que ha sido encargado de lo duro y comunicando
éste al alma que percibe cómo la misma cosa es a la vez dura y blanda?
-De ese modo -dijo.
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Herbert Marcuse: ―La relevancia de la realidad‖ en La lechuza de Minerva ¿Qué es filosofía? Madrid.
Cátedra. 1979 (comentario a Platón)
Herbert Marcuse, "La relevancia de la realidad"1
Hace más de cien años, Marx llamó a la filosofía «la cabeza de la emancipación del hombre»
- ¡Deberíamos ser dignos de este elogio! Pero si la realidad misma, la realidad social y política
concreta ahora exige el esfuerzo filosófico crítico -como guía para la acción-, ello no implica una
mera continuación de la variada tradición filosófica. Ciertamente, hay muchas cosas en esta
tradición que merecen ser conservadas: esta tradición debe ser adecuadamente enseñada y
aprendida, precisamente porque estos conceptos son aún antagonistas de la realidad dada, y
proyectan condiciones del hombre y de la naturaleza que ahora han sido sujetas a la materialización,
traducidas a realidad.
Sin embargo, la conservación de esta tradición filosófica, y su defensa contra el doble ataque
de los activistas militantes radicales por un lado, y de los puros y neutrales técnicos del pensamiento
académico por el otro, no significa una simple repetición. El brutal ingreso de la realidad en el
pensamiento conceptual demanda un replanteamiento, una retractación a veces en los casos en que
la filosofía ha aceptado, con demasiada buena conciencia, las condiciones y valores establecidos
como términos y finalidad del pensamiento. Este replanteamiento le es impuesto a la filosofía por
una realidad que necesita de la filosofía, es decir, está necesitada de modalidades del pensamiento que
puedan contrarrestar el masivo adoctrinamiento ideológico practicado por las sociedades represivas
avanzadas de hoy. Esta filosofía contra-actuante habría de sacrificar su neutralismo puritano en
favor de un análisis crítico que trascienda la falsa conciencia y su universo de discurso y conducta y
la lleve hacia su «concepto» histórico. Una filosofía tal tendría que ser materialista en la medida en
que conservasen sus conceptos la plena concreción, la materia muerta y viva de la realidad social;
sería idealista en tanto analizara esta realidad a la luz de su «idea», esto es, de sus posibilidades
reales.
Permítaseme, a modo de ejemplo, sugerir algunos campos en los que ciertos cambios en la
realidad se hacen relevantes para la filosofía y exigen ser pensados de nuevo.
6) Análisis lingüístico. En realidad, el lenguaje ha sido convertido, en una considerable
medida, en un instrumento de control y manipulación. Esta transformación afecta tanto a la
estructura sin táctica como a la estructura conceptual del lenguaje, de la definición y del
vocabulario. La distorsión y falsificación de la «racionalidad» del lenguaje, y el modo en que dificulta
el pensamiento independiente (y el sentimiento, e incluso ¡la percepción!) aparecen como un campo
apropiado para el análisis y la evaluación crítica: la lingüística política como plena concretización -y
conceptualización del análisis lingüístico.
7) Estética. Las familiares y periódicas «crisis del arte» han asumido hoy una forma que pone
en tela de juicio la propia existencia del arte como tal. La noción del «fin del arte» se hace más
realista en cuanto que el arte, en sus formas más radicales y destructivas, es fielmente absorbido e
incorporado a la misma realidad a la que quiere acusar y subvertir. Esta situación pide una
1
MARCUSE, Herbert, "La relevancia de la realidad", in La lechuza de Minerva, Madrid, Cátedra, pp. 244247
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renovación de la estética filosófica: un análisis, no tanto del artista y de su creatividad, no de la
«experiencia estética», como un análisis de la obra de arte en sí, su lugar y función ontológica e
histórica en la interacción entre arte v sociedad.
8) Epistemología. La manera cómo y el punto hasta el cual la sociedad (es decir, los objetos y
«datos» como hechos históricos específicos) entra en este procese del conocimiento en todos los
niveles (percepción sensorial. memoria. razonamiento) y se combina con procesos fisiológicos v
psicológicos requiere una investigación que hasta ahora se ha dejado en manos de la «sociología del
conocimiento». Sin embargo, el problema exige un análisis «trascendental» más que un análisis
sociológico. Este análisis diferiría del de Kant en la medida en que trataría a «las formas de
intuición» y las «categorías del entendimiento» no como «puras» sino como formas y conceptos
históricos. Éstos serían a priori porque pertenecerían a las «condiciones de la experiencia posible»,
pero serían un a priori histórico en el sentido de que su universalidad y necesidad están definidas
(limitadas) por un universo específico de experiencia histórica.
4. La historia de la filosofía ofrece muchas áreas que necesitan una reinterpretación. Por
nombrar solamente una: la demostración por Platón de la mejor forma de gobierno aún es fácil de
ridiculizar y juzgar bajo el aspecto dual de sus características obviamente repulsivas y de su
irreconciliable conflicto con los valores liberales y democráticos. Pero hay otro aspecto de la
República, a saber, la relación interna entre la teoría del conocimiento y la teoría del gobierno, la
teoría política. Aquí se sujeta el gobierno a la condición de alcanzar la forma más elevada del
conocimiento, y a las posibilidades reales de alcanzarlo. Si la primera parte de la premisa es
aceptada, la conclusión parece inevitable: en tanto este conocimiento no esté al alcance de todos los
ciudadanos, la democracia implica una reducción peligrosa (si no la abolición) de la cualificación
para gobernar; la democracia auténtica presupone la igualdad en las maneras, los medios, y el tiempo necesario para
alcanzar el nivel más alto del conocimiento.
«La relevancia para la realidad» se ha convertido en uno de los slogans mediante los cuales
nuestros estudiantes militantes se oponen al establecimiento académico. Insisten en que lo
enseñado y lo aprendido ha de ser relevante para su vida, aquí y ahora. La vieja hostilidad contra la
historia, pero también contra el pensamiento abstracto, la teoría en sí, reaparece. No debemos
aminorar la justificación de esta afirmación: hoy es relevante la acción, la práctica que nos pueda
sacar fuera de una sociedad en la que el bienestar y la existencia misma se consiguen al precio de la
destrucción, el despilfarro y la opresión a escala global.
Pero ninguna práctica particular y privada es relevante para este objetivo; lo único relevante
es una práctica en la que el sufrimiento universal y la protesta universal aparezcan en la acción
particular -una práctica que demuestre la necesidad y el objetivo de la liberación. Y tal práctica, si ha
de obtener una base de masas (esto es, llegar a ser universal, acción social más que particular),
presupone el conocimiento de las condiciones, limitaciones y capacidades para un cambio. Las
cuales derivan de la estructura, la dinámica y la historia de la sociedad existente: conocerlas como
condiciones y perspectivas de la acción significa entenderlas en función de una teoría de la sociedad,
del conjunto que forman, cerrado al pasado, abierto al futuro -abierto dentro de un rango de
alternativas dadas. En este sentido, la acción misma -para poder alcanzar su objetivo- necesita del
pensamiento, de la teoría.
Esta relación entre teoría y práctica es verdaderamente dialéctica: hoy, esto es quizá más
necesario que nunca. La falsa conciencia y la verdad están inextricablemente entrelazadas: los beneficios de la sociedad opulenta son reales, el progreso técnico es real, la subida del Producto Nacional
471
Bruto es real -como también son reales la frustración, el despilfarro, la opresión y la miseria
ocasionados por la misma realidad-.
Ciertamente, esta dialéctica del progreso no es nada nuevo; nuevos son los controles
mortífera mente eficientes (y reconfortantes) que impiden la conciencia plena de ella; nueva es la
extensión de la falsa conciencia, su coincidencia, que es todo menos inmediata y directa, su armonía
con la realidad. El cambio, la práctica que hace cambiar las cosas presupone la ruptura de esta
armonía, la emancipación del pensamiento -del pensamiento abstracto. Pues los conceptos, imágenes,
y objetivos que han de guiar esta práctica aún no son concretos, no pueden ser «leídos» en los
hechos y condiciones existentes; aún son trascendentes. Su elaboración implica un reexamen del
pasado, donde se originaron los fracasos y los descubrimientos, la conciencia falsa y la verdadera.
Esto requiere un aprendizaje y exige disciplina y energía intelectuales -la disciplina teorética y la
energía que se concretarán en la disciplina y la energía de la acción-.
La filosofía estuvo al origen del esfuerzo histórico radical para «cambiar el mundo» en la
imagen de la Libertad y la Razón; este esfuerzo todavía no ha alcanzado su fin. La famosa tesis de
Feuerbach nunca significó que ya no es necesario interpretar el mundo y que podemos limitarnos a
cambiarlo. Esta empresa es hoy día aún más difícil que antes: el mundo debe ser interpretado de
nuevo para que podamos cambiarlo; y una buena parte de esta interpretación requiere el
pensamiento crítico, el pensamiento filosófico. Pro domo o no, pienso que aún tenemos un trabajo
que realizar- un trabajo cada vez más serio, y ¡espero, más y más ARRIESGADO!
472
René Descartes (1596-1650) fue un filósofo y matemático francés, educado en un colegio de jesuitas.
Durante su juventud perteneció a las filas del ejército durante alrededor de diez años, sirviendo bajo las
órdenes de Mauricio de Nassau y más tarde bajo el mando de Maximiliano de Baviera. Posteriormente
regresó a París donde sólo vivió tres años cuando decidió trasladarse a Holanda, huyendo del bullicio y
buscando la soledad.
Descartes hizo importantes aportes en geometría y realizó notables trabajos en el campo de la óptica
y en anatomía. Pero su principal contribución fue sentar las bases de la filosofía moderna y de la teoría del
conocimiento. Este filósofo aspiraba a transformar a la filosofía en una ciencia con el rigor y la claridad de
las matemáticas.
Para comprender el surgimiento del pensamiento de Descartes hay que entender el contexto
histórico en el cual él vivió y el avance en esa época de los descubrimientos científicos. En primer lugar la
división en la iglesia, las guerras religiosas y la aparición del protestantismo. Luego, el descubrimiento de la
redondez de la tierra que deja de ser el centro del Universo; de manera que el hombre se ve obligado a
abandonar el realismo aristotélico para entrar en una nueva etapa de profunda crisis que obliga a replantearse
los principales problemas de la filosofía.
Descartes cuenta con un pasado filosófico que ha fracasado, de manera que él tiene que comenzar a
hacer una filosofía con mucha más prudencia y cuidado. Ese esmero en evitar el error le imprime a la
filosofía moderna un sello distintivo cuando se enfrentan a la pregunta de ¿Quién existe? Descartes se da
cuenta que la única manera de evitar el error es centrarse en cómo se llega al conocimiento, y construye una
filosofía centrada en el método. La principal pregunta que se hace Descartes es ¿cómo se hace para llegar a la
verdad libre de toda duda? Por lo tanto transforma la duda en un método.
Se trata entonces de descubrir una propuesta de la cual no se tenga la más mínima duda, sin caer en
la formulación de conceptos sino que se logre en forma inmediata, o sea que entre el objeto y el observador
no haya nada. Y entonces descubre que el pensamiento mismo es lo único capaz de alcanzar esa condición
de inmediatez. Porque puede dudar de sus percepciones pero de lo único que no puede dudar es de que está
pensando. Es decir, de estar consciente es de lo único que no puede dudar. De modo que para Descartes, lo
que verdaderamente existe es el pensamiento; y formula la frase que lo lleva a la inmortalidad: ―Pienso, luego
existo‖. Es el origen del idealismo. De lo que sí puede dudar es de lo que está más allá de su pensamiento, o
sea de lo que alcanza a percibir en forma mediata a través de sus pensamientos.
Invitado Descartes por la reina Cristina a vivir en Suecia en 1649, fallece en Estocolmo.
Descartes, Rene. ―De lo verdadero y de lo falso‖ en Meditaciones Metafísicas. Buenos Aires.
Aguilar. 1967.
Meditación cuarta: sobre lo verdadero y lo falso
De tal manera me acostumbré estos días a separar la mente de los sentidos, y tan
diligentemente advertí que muy poco es percibido sobre las cosas corpóreas en realidad, y que, por
el contrario, se conoce mucho más sobre la mente humana, y mucho más aún sobre Dios, que sin
ninguna dificultad vuelvo mi pensamiento de las cosas imaginables a las inteligibles solamente y
separadas en absoluto de la materia. Con seguridad, mi idea de la mente humana, en tanto que es
una cosa que piensa, no extensa a lo largo ni a lo ancho ni a lo profundo, y no teniendo parte
alguna de cuerpo, es mucho más clara que la idea de cualquier otra cosa corporal. Cuando me doy
cuenta de que yo dudo, o de que soy una cosa incompleta y dependiente, de tal manera se me
473
presenta clara y definida la idea de un ser independiente y completo, es decir, de Dios, y del hecho
de que exista esa idea en mí concluyo de tal modo manifiestamente que Dios también existe, y que
depende de Él en cada instante toda mi existencia, que creo que nada puede conocer la inteligencia
humana más evidente ni más cierto. Ya me parece ver algún camino por el cual se llegue al
conocimiento de las demás cosas, partiendo de la contemplación del verdadero Dios, en el que se
encuentran todos los tesoros de las ciencias y de la sabiduría.
Primeramente, reconozco que no puede suceder que Él me engañe alguna vez. Y aunque
poder engañar parezca ser una prueba de poder o de inteligencia, sin duda alguna querer engañar
testimonia malicia o necedad, y por lo tanto no se encuentra en Dios.
A continuación experimento que hay en mí una cierta facultad de juzgar, que he recibido
ciertamente de Dios, como todas las demás cosas que hay en mí; y puesto que Aquél no quiere que
yo me equivoque, no me ha dado evidentemente una facultad tal que me pueda equivocar jamás
mientras haga uso de ella con rectitud.
Nada restaría sobre esta cuestión que diera lugar a dudas, si no pareciera deducirse en
consecuencia que yo nunca puedo errar; porque si lo que hay en mí lo tengo de Dios, y Éste no me
ha dado ninguna posibilidad de errar, me parece que no puedo equivocarme.
Así, cuando pienso tan sólo sobre Dios y me concentro en Él solamente, no encuentro
ninguna causa de error o de falsedad; pero cuando me vuelvo a mí mismo, me doy cuenta de que
estoy sujeto, sin embargo, a innumerables errores, e investigando su causa descubro que no sólo se
presenta a mi mente la idea real y positiva de Dios, es decir, de un ente sumamente perfecto, sino
también una cierta idea negativa de la nada, por así decirlo, o de algo que dista en grado sumo de
toda perfección, y que yo me hallo situado de tal manera entre el ser perfecto y el no ser, que, en
tanto que he sido creado por el ente perfecto, no hay nada en mí por lo que pueda errar o ser
inducido a error, y, en tanto que participo en cierto modo de la nada, o del no ser, es decir, en tanto
en que no soy el ente perfecto, me faltan innumerables cosas, por lo que no es de extrañar que me
equivoque. Así considero que el error no es algo real que depende de Dios, sino que es tan sólo un
defecto; y por lo tanto, no he menester, para equivocarme, de una facultad que me haya sido
otorgada por Dios con esta finalidad, sino que el errar proviene de que mi facultad de enjuiciar lo
verdadero, que tengo de Él, no es infinita.
Con todo, no satisface esto todavía; en efecto, el error no es una pura negación, sino una
privación o carencia de cierto conocimiento que debería existir en mí de alguna manera; y si se para
mientes en la naturaleza de Dios, parece que no puede ser que haya puesto en mí alguna facultad
que no sea en su género perfecta, o que esté privada de alguna perfección que le era debida. Porque
si cuanto más hábil es el artista, tanto más perfecta será su obra, ¿qué puede haber sido hecho por
aquel creador sumo de todas las cosas que no sea perfecto en todas sus partes? No es dudoso que
Dios me habría podido hacer de manera que nunca me equivocase, ni es por otra parte dudoso que
Él quiere siempre lo mejor. ¿Es mejor, por tanto, errar que no errar?
Mientras lo considero más atentamente, se me ocurre primero que no es de extrañar que
Dios haga cosas cuyos motivos no comprendo; y por lo tanto, no se ha de poner en duda su
existencia por el hecho de que me dé cuenta de que existen otras cosas que no comprendo por qué
o de qué modo han sido creadas por Él. Sabiendo que mi naturaleza es muy débil y limitada,
mientras que la naturaleza de Dios es inmensa, incomprensible e infinita, concluyo por esto que
puede innumerables cosas cuyas causas ignoro; así, por esta única razón, juzgo que no tiene ninguna
474
utilidad en la física aquel género de causas que se suelen obtener del fin, porque pienso que no
podría yo sin temeridad investigar los fines de Dios.
Me viene a las mientes, además, que no se ha de considerar una sola criatura separadamente,
sino la entera totalidad de las cosas, siempre que investiguemos si las cosas de Dios son perfectas,
puesto que lo que, si existiera solo, parecería muy imperfecto, siendo en realidad una parte es
perfectísimo; y aunque, desde que me propuse dudar de todo, nada hasta ahora he conocido que
exista excepto Dios y yo mismo; no puedo, sin embargo, advirtiendo la inmensa potencia de Dios,
negar que haya hecho muchas otras cosas, o que al menos puede hacerlas, de modo que yo sea una
parte en el conjunto de las cosas.
Finalmente, acercándome a mí mismo e investigando cuáles son mis errores (porque ellos
únicamente testimonian alguna imperfección en mí), advierto que dependen de dos causas
confluyentes, a saber, de la facultad de conocer que poseo y de la facultad de elegir, o libertad de
arbitrio, es decir, del intelecto y al mismo tiempo de la voluntad. Sólo por el intelecto percibo las
ideas que podemos juzgar, y no se encuentra ningún error propiamente dicho en él, estrictamente
considerado; aunque existan quizás innumerables cosas de las que no poseo ninguna idea, no estoy
en propiedad privado de ellas, sino tan sólo desprovisto negativamente, porque no puedo aducir
ninguna razón, por la que demuestre que Dios me haya debido dar una mayor facultad de conocer
que la que me ha dado; y aunque considere que es un artista habilísimo, no creo que haya debido
poner en cada una de sus obras todas las perfecciones que puede poner en algunas. No me puedo
quejar, por otra parte, de que no haya recibido de Dios una voluntad o libertad de arbitrio
suficientemente amplia y perfecta, puesto que sé que ésta no está circunscrita por ningún límite; y,
lo que me parece ser digno de advertirse, ninguna otra cosa existe en mí tan perfecta o tan grande,
que no considere que pueda ser más perfecta o mayor. Porque si, por ejemplo, considero mi
facultad de pensar, reconozco inmediatamente que es en mí exigua y finita en grado sumo, y formo
al mismo tiempo la idea de otra mucho mayor, incluso máxima e infinita, que percibo que se refiere
a la naturaleza de Dios del hecho mismo de poder formar su idea. De igual modo, si examino la
facultad de recordar o de imaginar, u otras cualesquiera, no encuentro ninguna que no comprenda
que es en mí tenue y limitada; en Dios, por el contrario, inmensa. Únicamente tanta voluntad, o
libertad de arbitrio, existe en mí, que no puedo aprehender la idea de ninguna mayor; de modo que
es ella la principal razón por la que creo ser en cierto modo la imagen y la semejanza de Dios.
Porque, aunque sea mayor sin comparación en Dios que en mí, tanto a causa del conocimiento y de
la potencia que le están unidas y la vuelven más firme y eficaz, como a causa de su objeto, puesto
que se extiende a mayor número de cosas, no parece ser mayor, formal y estrictamente considerada;
ya que consiste solamente en poder hacer o no hacer una cosa (es decir, afirmar o negar, seguir o
rehuir), o mejor dicho, en actuar de tal manera con respecto a lo que nos propone el intelecto para
afirmar o negar, seguir o rehuir, que no sintamos ser determinados a ello por ninguna fuerza
externa. No es menester que pueda yo inclinarme por ambos términos opuestos para ser libre, sino
al contrario, cuanto más propenso estoy a uno de ellos, ya porque veo en él la causa de lo verdadero
y lo bueno, ya porque Dios dispone de tal suerte el interior de mi pensamiento, tanto más libremente la elijo; y ni la gracia divina, ni el pensamiento natural la disminuyen, sino que la aumentan y
corroboran. Aquella indiferencia que experimento cuando ningún argumento me impele a una parte
más que a otra, es el grado más ínfimo de la libertad, y no testimonia alguna perfección en ella
misma, sino tan sólo un defecto en el conocimiento o una cierta negación; porque si viese siempre
claramente qué es lo verdadero y lo bueno, nunca deliberaría sobre lo que se ha de juzgar o de elegir
respecto de ello, y de este modo, aunque libre sin duda, nunca podría ser con todo indiferente.
475
Por lo cual entiendo que ni la capacidad de querer, que tengo de Dios, es, estrictamente
considerada, la causa de mis errores, puesto que es amplísima y perfecta en su género, ni tampoco la
capacidad de concebir, porque lo que concibo, habiendo recibido de Dios la facultad de concebir,
lo concibo sin duda alguna rectamente, y no puede provenir de ella que me equivoque. ¿De dónde
nacen, pues, mis errores? Del hecho solamente de que, siendo mas amplia la voluntad que el
intelecto, no la retengo dentro de ciertos límites, sino que la aplico aun a lo que no concibo, y,
siendo indiferente a ello, se desvía fácilmente de lo verdadero y lo bueno; de esta manera me
equivoco y peco.
Por ejemplo, al examinar estos días si existe algo en el mundo, y al advertir que del mismo
hecho de examinarlo se sigue que yo existo, no pude no juzgar que lo que tan claramente concebía
fuese verdadero; no porque fui obligado a ello por alguna causa externa, sino porque a esa gran luz
en mi intelecto siguió una propensión en mi voluntad, y consiguientemente tanto más libre y
voluntariamente lo creí, cuanto menos indiferente era respecto de ello. Y ahora no sé solamente que
existo en tanto que soy una cosa que piensa, sino que también se me presenta una cierta idea de la
naturaleza corpórea, y me sucede que dudo si la naturaleza pensante que existe en mí, o, mejor
dicho, la que soy yo mismo, es diferente de esa naturaleza corpórea, o si son ambas lo mismo; y
supongo que todavía mi entendimiento no ha divisado razón alguna que me convenza más de lo
uno que de lo otro. Por esto mismo soy indiferente a afirmar o negar cualquiera de las dos cosas o
aun a no juzgar nada sobre esta cuestión.
Esta indiferencia no se extiende tan sólo a lo que el intelecto no conoce en absoluto, sino
generalmente a todo lo que no conoce con suficiente claridad en el momento en que la voluntad
delibera sobre ello: aunque probables conjeturas me arrastran a una parte, el simple conocimiento
de que son tan sólo conjeturas y no razones ciertas e indudables es suficiente para desviar mi
asentimiento a la contraria, lo cual he experimentado con frecuencia estos días, cuando consideré
que todas las cosas que antes había supuesto por certísimas, eran falsas, solamente por el hecho de
advertir que se podía dudar de ellas.
No percibiendo con suficiente claridad y distinción qué es verdadero, si me abstengo de dar
un juicio, es evidente que obro cuerdamente y que no me equivoco; si afirmo o niego, no uso con
rectitud de mi libertad de arbitrio: si me vuelvo a la parte que es falsa, erraré sin duda, y si elijo la
otra, encontraré por casualidad la verdad, pero no por ello careceré de culpa, porque es manifiesto
por la luz natural que la percepción del intelecto debe siempre preceder a la determinación de la
voluntad. En este mal uso del libre albedrío se encuentra aquella privación que constituye la forma
del error; la privación, repito, se encuentra en la misma operación en tanto que procede de mí, pero
no en la facultad que he recibido de Dios, ni aun en la operación en tanto que de él depende. Pues
no tengo razón para quejarme de que Dios no me haya dado un mayor poder de concebir o una
mayor luz natural que la que me ha dado, porque es propio del intelecto finito no entender muchas
cosas, y del intelecto creado ser finito; por tanto, hay motivo para darle gracias a Él, que nunca me
ha debido nada, por lo que me ha regalado, y no para pensar que me ha privado de aquellas cosas,
ni que me ha quitado lo que no me dio.
No tengo razón para quejarme de que me haya dado una voluntad más extensa que el
intelecto; consistiendo la voluntad, en efecto, en una sola cosa, y ésta indivisible, no parece que su
naturaleza consienta que se le arrebate algo de ella; consiguientemente, cuanto más amplia es, tanto
más hemos de dar gracias a su donador.
476
Finalmente, no me debo quejar de que Dios concurra conmigo a formar esos actos de
voluntad o aquellos juicios en los que me equivoco; en efecto, sus actos son absolutamente
verdaderos y buenos, en tanto que dependen de Dios, y tengo una mayor perfección en cierto
modo al poderlos formar, que si no pudiera. La privación, en la que reside solamente la causa de la
falsedad y la culpa, no precisa de ningún concurso de Dios, porque no es una cosa, ni referida a Él
como causa debe llamarse privación, sino tan sólo negación. No hay ninguna imperfección en Dios
porque me haya concedido la libertad de asentir o de no asentir a ciertas cosas, de las que no puso
una percepción clara y definida en nuestro intelecto; por el contrario, tengo la imperfección en mí
sin duda alguna, puesto que no utilizo con recitud esta libertad, y emito juicios sobre lo que no
concibo con claridad. Veo, con todo, que Dios hubiera podido hacer fácilmente que nunca errase
aun siendo libre y de conocimiento finito, si hubiese prestado a mi intelecto una percepción clara y
definida de todo aquello sobre lo que puedo deliberar, o si hubiera grabado tan firmemente en mi
memoria que no se debe juzgar sobre ninguna cosa que no se perciba clara y definidamente, que
nunca me olvidase de ello. Y comprendo fácilmente, que, en cuanto formo un cierto todo, sería
más perfecto que lo soy ahora si hubiese sido creado de tal manera por Dios. Pero no por ello
puedo negar que existe una mayor perfección en el conjunto de las cosas, al no estar ciertas partes
exentas de error, y otras sí, que si todas fuesen iguales en absoluto. Y no tengo ningún derecho de
quejarme porque Dios haya querido que tenga tal papel en el mundo, que no es el principal ni el
más perfecto de todos.
Además, aunque no me pueda abstener de los errores de la primera manera, que consiste en
la percepción evidente de todo aquello sobre lo cual se ha de deliberar, puedo conseguirlo de
aquella otra manera, que radica tan sólo en recordar, siempre que no se tenga certeza sobre algo,
que no se ha de emitir juicio; porque, aunque sepa que hay en mí una debilidad que me impide estar
atento siempre a un solo pensamiento, puedo sin embargo lograr con una meditación cuidadosa y
frecuentemente repetida el efecto de recordar aquello siempre que sea necesario, y de adquirir de
esta manera un cierto hábito de no errar.
Como es en eso en lo que consiste la máxima y principal perfección del hombre, no creo
haber sacado poco con la meditación de hoy, al investigar la causa del error y de la falsedad.
Ninguna otra puede existir más que la que he explicado; puesto que siempre que contengo mi
voluntad al emitir un juicio, de manera que se extienda tan sólo a lo que el intelecto le muestre clara
y definidamente, no puede ser que me equivoque, porque toda percepción clara y definida es algo
sin duda alguna, y por lo tanto no recibe su ser de la nada, sino que tiene necesariamente a Dios
como autor, a Dios, repito, aquel ser perfecto en grado sumo, a quien repugna ser falaz; y, por lo
tanto, es verdadera. No solamente he aprendido hoy qué he de evitar para no errar nunca, sino
también qué se ha de hacer para lograr la verdad; y la lograré, en efecto, si atiendo tan sólo a lo que
percibo de un modo suficiente y perfecto, y lo separo de lo demás que aprehendo más confusa y
obscuramente; a ello me dedicaré con diligencia en adelante.
477
Marcuse Herbert. Alemania (Berlín, 1898 - Berlín, 1979) Sociólogo y ensayista filosófico alemán,
Herbert Marcuse fue uno de los exponentes de la llamada Escuela de Frankfurt. De famillia judía, tuvo que
emigrar tras el auge nazi y se estableció en Estados Unidos, donde trabajó para la inteligencia militar durante
la Segunda Guerra Mundial, para luego pasar a dar clases en universidades tan prestigiosas como Columbia o
Harvard. Su pensamiento pasa por la crítica al capitalismo y tiene como base una mezcla de las teorías de
Marx y de Freud, aplicando la Teoría Crítica a un nivel más ideológico y claramente de izquierdas. Herbert
Marcuse murió en Berlín el 27 de julio de 1979.
Herbert Marcuse, ―Del pensamiento negativo al positivo. La racionalidad tecnológica y la
lógica de la dominación‖ en El hombre unidimensional, Sex Barral, Barcelona, 1972. 85-98
6. DEL PENSAMIENTO NEGATIVO AL POSITIVO: LA RACIONALIDAD
TECNOLÓGICA Y LA LÓGICA DE LA DOMINACIÓN
En la realidad social, a pesar de todos los cambios, la dominación del hombre por el
hombre es todavía la continuidad histórica que vincula la Razón pre-tecnológica con la tecnológica.
Sin embargo, la sociedad que proyecta y realiza la transformación tecnológica de la naturaleza, altera
la base de la dominación, reemplazando gradualmente la dependencia personal (del esclavo con su
dueño, el siervo con el señor de la hacienda, el señor con el donador del feudo, etc.) por la
dependencia al «orden objetivo de las cosas» (las leyes económicas, los mercados, etc.). Desde
luego, el «orden objetivo de las cosas» es en sí mismo resultado de la dominación, pero también es
cierto que la dominación genera ahora una racionalidad más alta: la de una sociedad que sostiene su
estructura jerárquica mientras explota cada vez más eficazmente los recursos mentales y naturales y
distribuye los beneficios de la explotación en una escala cada vez más amplia. Los límites de esta
racionalidad, y su siniestra fuerza, aparecen en la progresiva esclavitud del hombre por parte de un
aparato productivo que perpetúa la lucha por la existencia y la extiende a una lucha internacional
total que arruina las vidas de aquellos que construyen y usan este aparato.
En este punto, se hace claro que algo debe estar mal en la racionalidad del sistema mismo.
Lo que está mal es la forma en que los hombres han organizado su trabajo social. Esto ya no está
en duda en los tiempos actuales cuando, por un lado, los mismos grandes empresarios están
dispuestos a sacrificar las ventajas de la empresa privada y la «libre» competencia a las ventajas de
los pedidos y los reglamentos del gobierno, mientras, por otro lado, la construcción socialista sigue
procediendo mediante la dominación progresiva. Sin embargo, la cuestión no puede quedarse en
ese punto. La organización equivocada de la sociedad exige una explicación más amplia en vista de
la situación de la sociedad industrial avanzada, en la que la integración de las fuerzas sociales
anteriormente negativas y trascendentes con el sistema establecido parece crear una nueva
estructura social.
Esta transformación de la oposición negativa en positiva señala el problema: la organización
«equivocada», al convertirse en totalitaria en sus bases internas, rechaza las alternativas. Por
supuesto, es bastante natural, y no parece exigir una explicación profunda, el que los beneficios
tangibles del sistema sean considerados dignos de defenderse; especialmente a la vista de la fuerza
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contraria del comunismo actual que parece ser la alternativa histórica. Pero sólo es natural para una
forma de pensamiento y de conducta que no desea y quizás es incapaz de comprender lo que está
pasando y por qué está pasando, una forma de pensamiento y conducta que es inmune a cualquier
orden que no sea la racionalidad establecida. En el grado en que corresponden a la realidad dada, el
pensamiento y la conducta expresan una falsa conciencia, respondiendo y contribuyendo a la
preservación de un falso orden dé hechos. Y esta falsa conciencia ha llegado a estar incorporada en
el aparato técnico dominante que a su vez la reproduce.
Vivimos y morimos racional y productivamente. Sabemos que la destrucción es el precio del
progreso, como la muerte es el precio de la vida, que la renuncia y el esfuerzo son los prerrequisitos
para la gratificación y el placer, que los negocios deben ir adelante y que las alternativas son
utópicas. Esta ideología pertenece al aparato social establecido; es un requisito para su continuo
funcionamiento y es parte de su racionalidad Sin embargo, el aparato frustra su propio propósito,
porque su propósito es crear una existencia humana sobre la base de una naturaleza humanizada. Y
si éste no es su propósito, su racionalidad es todavía más sospechosa. Pero también es más lógico
porque, desde el principio, lo negativo está en lo positivo, lo inhumano en la humanización, la
esclavitud en la liberación. Esta dinámica es la de la realidad y no la de la mente, pero es la de una
realidad en la que la mente científica tiene una parte decisiva en la tarea de reunir la razón teórica y
la práctica.
La sociedad se reproduce a sí misma en un creciente ordenamiento técnico de cosas y
relaciones que incluyen la utilización técnica del hombre; en otras palabras, la lucha por la existencia
y la explotación del hombre y la naturaleza llegan a ser incluso más científicas y racionales. El doble
significado de «racionalización» es relevante en este contexto. La gestión científica y la división
científica del trabajo aumentan ampliamente la productividad de la empresa económica, política y
cultura. El resultado es un más alto nivel de vida. Al mismo tiempo, y sobre las mismas bases, esta
empresa racional produce un modelo de mentalidad y conducta que justifica y absuelve incluso los
aspectos más destructivos y opresivos de la empresa. La racionalidad técnica y científica y la
manipulación están soldadas en nuevas formas de control social. ¿Puede uno descansar tranquilo
asumiendo que este resultado anticientífico es el producto de una aplicación social específica de la
ciencia? Yo creo que la dirección general en la que llegó a ser aplicado era inherente en la ciencia
pura, incluso cuando no se buscaba ningún propósito práctico, y que puede identificarse el punto
en el que la razón teórica se convierte en práctica social. Con este objeto, recordaré brevemente los
orígenes metodológicos de la nueva racionalidad, contrastándola con los aspectos del modelo
pretecnológico discutido en el capítulo anterior.
La cuantificación de la naturaleza, que llevó a su explicación en términos de estructuras
matemáticas, separó a la realidad de todos sus fines inherentes y, consecuentemente, separó lo
verdadero de lo bueno, la ciencia de la ética. No importa cómo pueda definir ahora la ciencia la
objetividad de la naturaleza y la interrelación entre sus partes; no puede concebirlas científicamente
en términos de «causas finales». Y aparte de lo constitutivo que pueda ser el papel del sujeto como
punto de observación, cálculo y medida, este sujeto no puede jugar su papel científico como agente
ético, estético o político. La tensión entre la Razón por un lado y las necesidades y deseos de la
población (que ha sido el objeto, pero raramente el sujeto de la Razón) por el otro, ha existido
desde el principio del pensamiento filosófico y científico. La «naturaleza de las cosas», incluyendo la
de la sociedad, fue definida para justificar la represión e incluso la supresión como perfectamente
racionales. El verdadero conocimiento y la razón requieren la dominación sobre —si no la
liberación de— los sentidos. La unión de Logos y Eros lleva ya en Platón a la supremacía de Logos;
479
en Aristóteles, la relación entre el dios y el mundo movido por él es «erótica» sólo en términos de
analogía. Entonces el precario nexo ontològico entre Logos y Eros se rompe y la racionalidad
científica aparece como esencialmente neutral. Aquello por lo que la naturaleza (incluyendo al
hombre) debe estar luchando es científicamente racional sólo en términos de las leyes generales del
movimiento: físico, químico o biológico.
Fuera de esta racionalidad, se vive en un mundo de valores y los valores separados de la
realidad objetiva se hacen subjetivos. La única manera de rescatar alguna validez abstracta e
inofensiva para ellos parece ser una sanción metafísica (la ley divina y natural). Pero tal sanción no
es verificable y por tanto no es realmente objetiva. Los valores pueden tener una dignidad más alta
(moral y espiritualmente), pero no son reales y así cuentan menos en el negocio real de la vida —
cada vez menos, cuanto más alto son elevados por encima de la realidad.
La misma pérdida de realidad afecta a todas las ideas que, por su misma naturaleza, no
pueden ser verificadas mediante un método científico. Aun cuando sean reconocidas, respetadas y
santificadas, en su propio derecho, se resienten de no ser objetivas. Pero precisamente su falta de
objetividad las convierte en factores de la cohesión social. Las ideas humanitarias, religiosas y
morales sólo son «ideales»; no perturban indebidamente la forma de vida establecida y no son
invalidadas por el hecho de que las contradiga la conducta dictada por las necesidades diarias de los
negocios y la política.
Si lo bueno y lo bello, la paz y la justicia no pueden deducirse de condiciones ontológicas o
científico-racionales, no pueden pretender lógicamente validez y realización universales. En
términos de la razón científica, permanecen como asuntos de preferencia y ninguna resurrección de
algún tipo de filosofía aristotélica o tomista puede salvar la situación, porque es refutada a priori por
la razón científica. El carácter «acientífico» de estas ideas debilita fatalmente la oposición a la
realidad establecida; las ideas se convierten en meros ideales y su contenido crítico y concreto se
evapora en la atmósfera ética o metafísica.
Sin embargo, paradójicamente, el mundo objetivo, al que se ha dejado equipado sólo con
cualidades cuantificables, llega a ser cada vez más dependiente del sujeto para su objetividad. Este
largo proceso empieza con la algebrización de la geometría, que reemplaza las figuras geométricas
«visibles» con puras operaciones mentales. Encuentra su forma extrema en alguna concepción de la
filosofía científica contemporánea, de acuerdo con la cual toda la materia de la ciencia física tiende a
disolverse en relaciones lógicas o matemáticas. La misma noción de una sustancia objetiva,
dispuesta contra el sujeto, parece desintegrarse. Desde muy diferentes direcciones, los científicos y
los filósofos de la ciencia llegan a hipótesis similares sobre la exclusión de géneros particulares de
entidades.
Por ejemplo, la física «no mide las cualidades objetivas del mundo exterior y material... éstos
son sólo los resultados obtenidos por la realización de tales operaciones».1 Los objetos permanecen
sólo como «intermediarios convenientes», como «postulados culturales» 2 anticuados. La densidad y
1
Herbert Dingler, en Xature. Vol. 168 (1951), pág. 630.
2
W. V. O. Quine, From a Logical Point of View, Cambridge, Harvard University Press (1953), pág. 44. Quine
habla del «mito de los objetos físicos» y dice que «con respecto a la base epistemológica los objetos físicos y los dioses
[de Homero] difieren sólo en grado y no en clase» (ibíd.). Pero el mito de los objetos físicos es epistemológicamente
superior «en tanto que se ha probado más eficaz que otros mitos como medio para obtener una estructura manejable
480
la opacidad de las cosas se evapora: el mundo objetivo pierde su carácter «objetable», su oposición al
sujeto. Más allá de su interpretación en términos de metafísica pitagòrico-platònica, la Naturaleza
matematizada, la realidad científica aparece como una realidad de ideas.
Estas son afirmaciones extremas, siendo rechazadas por interpretaciones más
conservadoras, que insisten en que las proposiciones en la física contemporánea todavía se refieren
a «cosas físicas».1 Pero las cosas físicas resultan ser «acontecimientos físicos» y entonces las
proposiciones se refieren a (y se refieren sólo a) atributos y relaciones que caracterizan varios tipos
de cosas y procesos físicos. 2Max Born declara:
...la teoría de la relatividad... nunca ha abandonado todos los intentos de asignarle
propiedades a la materia... [Pero] a menudo una cantidad medible no es una propiedad de una cosa,
sino una propiedad de su relación con otras cosas... La mayor parte de las medidas en física no están
directamente preocupadas con las cosas que nos interesan, sino con alguna clase de proyección, el
mundo tomado en el sentido más amplio posible.3
Y W. Heisenberg:
Lo que nosotros establecemos matemáticamente es un «hecho objetivo» sólo en una
pequeña parte, la mayor parte es un examen de posibilidades.4
Ahora, los «acontecimientos», «relaciones», «proyecciones», «posibilidades» pueden ser
significativamente objetivos sólo para un sujeto: no sólo en términos de observación y medida, sino
en términos de la misma estructura del suceso o la relación. En otras palabras, el sujeto tratado aquí
es un sujeto constitutivo; esto es, un sujeto posible para el que algún data debe ser o puede ser
concebible como suceso o relación. Si éste es el caso, la declaración de Reichenbach será verdadera
todavía: las proposiciones en física pueden formularse sin referencias a un observador real, y las
«perturbaciones por medio de la observación» se deben no al observador humano, sino al
instrumento como «cosa física»5
Seguramente podemos asumir que las ecuaciones establecidas por la física matemática
expresan (formulan) la constelación real de los átomos, esto es, la estructura objetiva de la materia.
Sin referencia a un sujeto «exterior» que observa y que mide, A puede «incluir» a B, «preceder» a B,
«resultar» B; B puede estar «entre» C, ser «mayor que» C, etc.... seguiría siendo verdad que estas
relaciones implican localización, distinción e identidad en la diferencia de A, B, C. Así, implican la
capacidad de ser idénticos en la diferencia, de estar relacionados con... de una manera específica, de
ser resistentes a otras relaciones, etc. Sólo que esta capacidad existirá en la materia misma y entonces
dentro del flujo de la experiencia». La valoración del concepto científico en términos de «eficacia», «medio» y
«manejable» revela sus elementos manipulativos tecnológicos.
1
H. Reichenbach, en Philipp G. Frank (ed.), The Validation of Scientific Theories (Boston, Beacon Press, 1954),
páginas 85 s. (citado por Adolf Grünbaum).
2
Adolf Grünbaum, ibíd., págs. 87 s.
3
Ibíd., págs. 88 s. (cursivas del autor).
4
«Uber den Begriff Abgeschlossene Theorie», en Dialéctica, vol. II, N.° 1, 1948, pág. 333.
5
Philipp G. Frank, loe. cit., pág. 85
481
la materia misma existirá objetivamente en la estructura de la mente; interpretación que contiene un
fuerte elemento idealista:
...los objetos inanimados, sin duda, sin error, simplemente por su existencia, integran las
ecuaciones de las cuales no saben nada. Subjetivamente, la naturaleza no es mental: no piensa en
términos matemáticos. Pero objetivamente, la naturaleza es mental: puede ser pensada en términos
matemáticos.1
Karl Popper,2 quien sostiene que, en su desarrollo histórico, la ciencia física descubre y
define diferentes estratos de la misma realidad objetiva, nos ofrece una interpretación menos
idealista. En este proceso, los conceptos superados históricamente son eliminados y su cometido es
ser integrados en los sucesivos; una interpretación que parece implicar un progreso hacia el centro
de la realidad, o sea, la verdad absoluta. A no ser que la realidad resulte ser una cebolla sin centro y
el mismo concepto de verdad científica peligre.
No quiero sugerir que la filosofía de la física contemporánea niegue o incluso ponga en
duda la realidad del mundo externo sino que, de una manera u otra, suspende el juicio sobre lo que
pueda ser la realidad misma o considera la pregunta incontestable. Convertida en un principio
metodológico, esta suspensión tiene una doble consecuencia: a) fortalece el cambio del acento
teórico desde el metafísico «Qué es...?» (ri estin ) al funcional «Cómo...?» y b) establece una certeza
práctica (aunque de ningún modo absoluta) que, en sus operaciones con la materia, está libre con
buena conciencia del compromiso con cualquier sustancia fuera del contexto operacional. En otras
palabras, teóricamente, la transformación del hombre y la naturaleza no tiene otros límites objetivos
que aquellos que ofrece la facticidad bruta de la materia, su resistencia todavía no domada al
conocimiento y al control. De acuerdo con el grado en que esta concepción se hace aplicable y
efectiva en la realidad, ésta es abordada como un sistema (hipotético) de instrumentación; el
término metafisico «siendo como es», cede ante el «siendo instrumento». Es más, probada su
efectividad, esta concepción obra como un a priori: predetermina la experiencia, proyecta la dirección
de la transformación de la naturaleza, organiza la totalidad.
Acabamos de ver que la filosofía contemporánea de la ciencia parece estar luchando con un
elemento idealista y, en sus formulaciones extremas, se mueve peligrosamente cerca de un concepto
idealista de la naturaleza. Sin embargo, la nueva forma de pensamiento pone de nuevo al «idealismo
«sobre sus pies». Hegel compendió la ontologia idealista: si la razón es el común denominador del
objeto y el sujeto, lo es como síntesis de los opuestos. Con esta idea, la ontologia abarcó la tensión
entre objeto y sujeto; fue saturada de concreción. La realidad de la razón era el juego de esta tensión
en la naturaleza, la historia y la filosofía. Así, incluso el sistema más monistico mantenía la idea de
una sustancia que se desenvuelve a sí misma en sujeto y objeto: la idea de una realidad antagónica.
El espíritu científico ha debilitado cada vez más este antagonismo. La filosofía científica moderna
puede empezar muy bien con la noción de dos sustancias, res cogitans y res extensa; pero conforme la
materia extensa se hace comprensible en ecuaciones matemáticas que, traducidas, a la tecnología,
«rehacen» esta materia, la res extensa pierde su carácter como sustancia independiente.
1
C. F. von Weizsäcker, The History of Nature (Chicago: University of Chicago Press, 1949), päg. 20.
2
En British Philosophy in the Mid-Century (N. Y., Macmillan, 1957), ed. C. A. Mace, pägs. 155 ss. Similarmente:
Mario Bunge, Metascientific Queries (Springfield, III.: Charles C. Thomas. 1959), pägs. 108 ss.
482
La antigua división del mundo en procesos objetivos en el espacio y el tiempo, y en la mente
en la que estos procesos se reflejan —en otras palabras, la diferencia cartesiana entre res cogitans y res
extensa—, ya no es un punto de partida adecuado para nuestra comprensión de la ciencia moderna.1
La división cartesiana del mundo ha sido puesta en cuestión también en su propio terreno.
Husserl señaló que el Ego cartesiano, en último término, no era realmente una sustancia
independiente sino más bien el «residuo» o límite de cuantificación; parece ser que la idea del
mundo de Galileo como res extensa «universal o absolutamente pura» dominaba a priori la
concepción cartesiana.2En tal caso, el dualismo cartesiano sería engañoso y el ego-sustancia
pensante de Descartes, igual a la res extensa, anticipando el sujeto científico de observación y medida
cuantificables. El dualismo de Descartes implicaría ya su negación; aclararía antes que cerraría el
camino hacia el establecimiento de un universo científico unidimensional en el que la naturaleza es
«objetivamente de la mente», o sea, del sujeto. Y este sujeto está relacionado con su mundo de una
manera muy especial:
...la naturaleza es puesta bajo el signo del hombre activo, del hombre que inscribe la técnica
en la naturaleza. 3
La ciencia de la naturaleza se desarrollo bajo el a priori tecnológico que proyecta a la
naturaleza como un instrumento potencial, un equipo de control y organización. Y la aprehensión
de la naturaleza como instrumento (hipotético) precede al desarrollo de toda organización técnica
particular:
El hombre moderno toma la totalidad del ser como materia prima para la producción y
somete la totalidad del mundo- objeto a la marcha y el orden de la producción (Herstellen). ...el uso
de la maquinaria y la producción de maquinaria no es la técnica en sí misma, sino tan sólo un
instrumento adecuado para la realización (Einrichtung) de la esencia de la técnica en su materia prima
objetiva.4
El a priori tecnológico es un a priori político, en la medida en que la transformación de la
naturaleza implica la del hombre y que las creaciones del hombre salen de y vuelven a entrar en un
conjunto social. Cabe insistir todavía en que la maquinaria del universo tecnológico es «como tal»
indiferente a los fines políticos; puede revolucionar o retrasar una sociedad. Un computador
electrónico puede servir igualmente a una administración capitalista o socialista; un ciclotrón puede
ser una herramienta igualmente eficaz para un partido de la paz como para uno de la guerra. Esta
neutralidad es refutada por Marx en la polémica afirmación de que el «molino de brazo da la
sociedad con el señor feudal; el molino de vapor, la sociedad con el capitalista industrial» 41 Y esta
declaración es modificada más aún en la misma teoría marxiana: el modo social de producción y no
1 W. Heisenberg, The Physicist's Conception of Nature (Londres: Hutchinson, 1958), päg. 29. En su Physics and
Philosophy (Londres: Alien and Unwin, 1959), päg. 83, Heisenberg
2
Die Krisis der Europäischen Wissenschaften und die transzendentale Phänomenologie, ed. W. Biemel (La
Haya: Nijhoff, 1954), pág. 21.
3
Gaston Bachelard, L'Activité rationaliste de la physique contemporaine (Paris: Presses Universitaires, 1951),
pág. 7, con referencia a Die Deutsche Ideologie de Marx y Engels (trad. Molitor, págs. 163 s.).
4 Martin Heidegger, Holzwege (Frankfurt, Klostermann, 1950), págs. 266 ss. Ver también su Vorträge and Aufsätze
(Pfullingen, Günther Neske, 1954), págs. 22-29.
483
la técnica es el factor histórico básico. Sin embargo, cuando la técnica llega a ser la forma universal
de la producción material, circunscribe toda una cultura, proyecta una totalidad histórica: un
«mundo».
¿Podemos decir que la evolución del método científico «refleja» meramente la
transformación de la realidad natural en realidad técnica dentro del proceso de la civilización
industrial? Formular la relación entre técnica y sociedad de esta manera es asumir dos campos y
acontecimientos separados que se encuentran, a saber: 1) la ciencia y el pensamiento científico, con
sus conceptos internos y su verdad interna, y 2) el empleo y aplicación de la ciencia en la realidad
social. En otras palabras, no importa cuán cercana pueda ser la conexión entre los dos desarrollos,
ellos no se implican ni se definen entre sí. La ciencia pura no es ciencia aplicada; conserva su
identidad y su validez aparte de su utilización. Más aún, esta noción de la neutralidad esencial de la
ciencia se extiende también a la técnica. La máquina es indiferente a los usos sociales que se hagan
de ella, en tanto esos usos estén dentro de sus capacidades técnicas.
Ante el carácter interno instrumentalista del método científico, esta interpretación parece
inadecuada. Una relación más íntima parece prevalecer entre el pensamiento científico y su
aplicación, entre el universo del discurso científico y el del discurso y la conducta ordinarios; una
relación en la que ambos se mueven bajo la misma lógica y racionalidad de la dominación.
En un desarrollo paradójico, los esfuerzos científicos para establecer la rígida objetividad de
la naturaleza conducen a una desmaterialización cada vez mayor de la naturaleza:
La idea de una naturaleza infinita que existe como tal, esta idea que tenemos que desechar,
es el mito de la ciencia moderna. La ciencia ha empezado destruyendo el mito de la Edad Media. Y
ahora la ciencia se ve forzada por su propia consistencia a comprender que meramente ha levantado
otro mito en su lugar.1
El proceso, que empieza con la eliminación de sustancias independientes y causas finales,
llega a la idealización de la objetividad. Pero es una idealización muy específica, en la que el objeto
se constituye a sí mismo en una relación bastante práctica con el sujeto:
¿Y qué es la materia? En la física atómica, la materia se define por sus posibles reacciones a
experimentos humanos y por las leyes matemáticas —esto es, intelectuales— que obedece.
Definimos la materia como un posible objeto de la manipulación del hombre.2
Y si éste es el caso, la ciencia ha llegado a ser en sí misma tecnológica:
La ciencia pragmática tiene la visión de la naturaleza que corresponde a la edad técnica.3
En el grado en el que este operacionalismo llega a ser el centro de la empresa científica, la
racionalidad asume la forma de la construcción metódica; organización y tratamiento de la materia
como el simple material de control, como instrumentalidad que se lleva a sí misma a todos los
propósitos y fines: instrumentalidad per se, en «sí misma».
1 C. F. von Weizsäcker, The History ofNature, loc. cit., päg. 71.
ló. Ibid, pág. 142 (cursivas del autor).
3
Ibid., pág. 71.
484
La actitud «correcta» hacia la instrumentalidad es el tratamiento técnico, el logos correcto es
tecnología, que proyecta y responde a una realidad tecnológica,1 En esta realidad, tanto la materia como la
ciencia es neutral; la objetividad no tiene ni un telos en sí misma ni está estructurada hacia un telos.
Pero es precisamente su carácter neutral el que relaciona la objetividad a un sujeto histórico
específico; o sea, a la conciencia que prevalece en la sociedad para la que y en la que esta neutralidad
es establecida. Opera con las mismas abstracciones que constituyen la nueva racionalidad: mas
como factor interno que como externo. El operacionalismo puro y aplicado, la razón práctica y
teórica, la empresa científica y la de negocios ejecutan la reducción de las cualidades secundarias a
primarias, la cuantificación y abstracción a partir de los «tipos particulares de entidades».
Sin duda, la racionalidad de la ciencia pura está libre de valores y no estipula ningún fin
práctico, es «neutral» a cualesquiera valores extraños que puedan imponerse sobre ella. Pero esta
neutralidad es un carácter positivo. La racionalidad científica requiere una organización social
específica precisamente porque proyecta meras formas (o mera materia: en este terreno, los
términos de otra manera opuestos, convergen) que pueden llevarse a fines prácticos. La
formulación y la funcionalización son, antes que toda aplicación, la «forma pura» de una práctica
social concreta. Mientras la ciencia liberaba los fines naturales de los inherentes y despojaba la
materia de todas las cualidades que no sean cuantificables, la sociedad liberaba a los hombres de la
jerarquía «natural» de la dependencia personal y los relacionaba entre sí de acuerdo con cualidades
cuantificables; o sea, como unidades de tiempo. «Gracias a la racionalización de las formas de
trabajo, la eliminación de las cualidades es transferida del universo de la ciencia al de la experiencia
diaria.» 2
Entre los dos procesos de cuantificación científica y social, ¿hay paralelismo y causación, o
su conexión es simplemente obra de una constatación sociológica tardía? La discusión anterior
propuso que la nueva racionalidad científica era en sí misma, en su misma abstracción y pureza,
operacional en tanto que se desarrollaba bajo un horizonte instrumentalista. La observación y el
experimento, la organización metodológica de los datos, las proposiciones y conclusiones nunca se
realizan en un espacio sin estructurar, neutral, teórico. El proyecto de conocimiento implica
operaciones con objetos o abstracciones de objetos que existen en un universo dado del discurso y
de la acción. La ciencia observa, calcula y teoriza desde una posición en ese universo. Las estrellas
que observaba Galileo eran las mismas en la antigüedad clásica, pero el diferente universo de
discurso y de acción —en una palabra, la diferente realidad social— abrió la nueva dirección y
amplitud de la observación y las posibilidades de ordenar los datos observados. No estoy tratando
aquí la relación histórica entre la racionalidad científica y la social en los comienzos de la época
moderna. Mi propósito es demostrar el carácter interno instrumentalista de esta racionalidad
científica gracias al cual es una tecnología a priori, y el a priori de una tecnología específica; esto es, una
tecnología como forma de control social y de dominación.
1
Espero que no se me interpretará mal, como si sugiriera que los conceptos de la física matemática son
definidos como «instrumentos», que tienen una intención técnica práctica. Tecno-lógica es más bien la «intuición» a
priori o aprehensión del universo en la que la ciencia se mueve, en la que se constituye a sí misma como ciencia pura. La
ciencia pura permanece comprometida con el a priori del que se abstrae. Sería más claro hablar del horizonte
instrumentalista de la física matemática. Ver Suzanne Bachelard, La Conscience de rationalité (París: Presses
Universitaires. 1958), pág. 31.
2 M. Horkheimer y T. W. Adorno, Dialektik der Aufklärung, loc., cit., pág. 50.
485
El pensamiento científico moderno, en tanto que es puro, no proyecta metas prácticas
particulares ni formas particulares de dominación. Sin embargo, no existe tal cosa como la
dominación per se. Conforme la teoría procede, se abstrae de o rechaza, un contexto factual
ideológico: el del universo dado y concreto del discurso y la acción. Es dentro de este universo
donde el proyecto científico se realiza o no se realiza, donde la teoría concibe o no concibe las
alternativas posibles, donde sus hipótesis subvierten o difunden la realidad preestablecida.
Los principios de la ciencia moderna fueron estructurados a priori de tal modo que pueden
servir como instrumentos conceptuales para un universo de control productivo autoexpansivo; el
operacionalismo teórico llegó a corresponder con el operacionalismo práctico. El método científico
que lleva a la dominación cada vez más efectiva de la naturaleza llega a proveer así los conceptos
puros tanto como los instrumentos para la dominación cada vez más efectiva del hombre por el
hombre a través de la dominación de la naturaleza. La razón teórica, permaneciendo pura y neutral,
entra al servicio de la razón práctica. La unión resulta benéfica para ambas. Hoy, la dominación se
perpetúa y se difunde no sólo por medio de la tecnología sino como tecnología, y la última provee la
gran legitimación del poder político en expansión, que absorbe todas las esferas de la cultura.
En este universo, la tecnología también provee la gran racionalización para la falta de
libertad del hombre y demuestra la imposibilidad «técnica» de ser autónomo, de determinar la
propia vida. Porque esta falta de libertad no aparece ni como irracional ni como política, sino más
bien como una sumisión al aparato técnico que aumenta las comodidades de la vida y aumenta la
productividad del trabajo. La racionalidad tecnológica protege así, antes que niega, la legitimidad de
la dominación y el horizonte instrumentali sta de la razón se abre a una sociedad racionalmente
totalitaria:
Se podría llamar filosofía autocràtica de las técnicas a aquella que toma el conjunto técnico
como un lugar en el que las máquinas son usadas para alcanzar el poder. La máquina es sólo un
medio; el fin es la conquista de la naturaleza, la domesticación de las fuerzas naturales mediante un
primer avasallamiento: la máquina es un esclavo que sirve para hacer otros esclavos. Una
inspiración dominante y esclavista puede encontrarse paralelamente a la búsqueda de libertad para
el hombre. Pero es difícil liberarse trasfiriendo la esclavitud a otros seres, hombres, animales o
máquinas; reinar sobre una población de máquinas que someten a todo el mundo es todavía reinar,
y todo reino implica la aceptación de esquemas de servidumbre.1
La incesante dinámica del progreso técnico ha llegado a estar impregnada de contenido
político, y el Logos de las técnicas ha sido convertido en un Logos de continua servidumbre. La
fuerza liberadora de la tecnología —la instrumentalización de las cosas— se convierte en un
encadenamiento de la liberación; la instrumentalización del hombre.
Esta interpretación ligaría el proyecto científico (método y teoría), anterior a toda aplicación y
utilización, a un proyecto social específico, y vería el nexo precisamente en la forma interior de la
racionalidad científica, esto es, en el carácter funcional de sus conceptos. En otras palabras, el
universo científico (es decir, no las proposiciones específicas sobre la estructura de la materia, la
energía, etc., sino la proyección de la naturaleza como materia cuantificable, guiando el tratamiento
hipotético hacia la objetividad y su expresión lógico-matemática) sería el horizonte de una práctica
social concreta que se preservaría en el desarrollo del proyecto científico.
1 Gilbert Simondon, Du Mode d'existence des objets techniques (Paris: Aubier, 1958), pág. 127.
486
Pero, incluso aceptando el instrumentalismo interno de la racionalidad científica, esta
asunción no establecería todavía la validez sociológica del proyecto científico. Concediendo que la
formación de los conceptos científicos más abstractos todavía mantiene la interrelación entre sujeto
y objeto en un universo dado del discurso y la acción, el nexo entre la razón teórica y la práctica
puede ser entendido en formas muy diferentes.
Esta interpretación diferente es ofrecida por Jean Piaget en su «epistemología genética».
Piaget interpreta la formación de conceptos científicos en términos de diferentes abstracciones de
una interrelación general entre sujeto y objeto. La abstracción no procede ni del mero objeto, de tal
modo que el sujeto funcione sólo como el punto neutral de observación y medida, ni del sujeto
como vehículo de la pura razón cognoscitiva. Piaget hace una distinción entre el proceso de
conocimiento en matemáticas y en física. El primero es abstracción «en el interior de la acción en
cuanto tal».
Contrariamente a lo que se dice a menudo, los entes matemáticos no son el resultado de una
abstracción a partir de los objetos, sino más bien de una acción efectuada en el seno de las acciones
como tales. Reunir, ordenar, mover, etc., son acciones más generales que pensar, empujar, etc.,
porque se refieren a la coordinación misma de todas las acciones particulares y entran en cada una
de ellas como factor coordinador.1
Las proposiciones matemáticas expresan así una adecuación general al objeto», en contraste
con las adaptaciones particulares que son características de las proposiciones verdaderas en física.
La lógica y la lógica matemática son una acción sobre un objeto cualquiera, es decir, una acción
adecuada de forma general»,2 y esta «acción» es de validez general en tanto que
esta abstracción o diferenciación se extiende hasta el mismo centro de las coordinaciones
hereditarias, porque los mecanismos coordinadores de la acción siempre se refieren, en sus
orígenes, a coordinaciones reflejas e intuitivas.3
En física, la abstracción procede del objeto pero esto se debe a acciones específicas por
parte del sujeto, así la abstracción asume necesariamente una forma lógico-matemática porque,
las acciones particulares dan lugar al conocimiento sólo si están coordinadas entre ellas y si
esta coordinación es, por su propia naturaleza, lógico-matemática.4
La abstracción en física remite necesariamente a la abstracción lógico-matemática y la última
es, como pura coordinación, la forma general de la acción: ola acción como tal» («l'action comme
telle»). Y esta coordinación constituye la objetividad porque conserva estructuras hereditarias,
«reflexivas e instintivas».
La interpretación de Piaget reconoce el carácter práctico interno de la razón teórica, pero lo
deduce de una estructura general de acción que, en última análisis, es una estructura hereditaria,
biológica. El método científico descansaría finalmente en una fündación biológica que es supra —
1
Introduction â l'épistémologie génétique, tomo III (Presses Universitaires, Paris, 1950), pâg. 287.
2
Ibid., pâg. 288.
3
Ibid., pâg. 289.
4
Ibid., pâg. 291.
487
(o más bien infra—) histórica. Es más, si se concede que todo conocimiento científico presupone la
coordinación de acciones particulares, no veo por qué tal coordinación es, «por su misma
naturaleza» lógico-matemática, a no ser que las «acciones particulares» sean las operaciones
científicas de la física moderna, en cuyo caso la interpretación sería circular.
En contraste, con el análisis más bien psicológico y biológico de Piaget, Husserl ha ofrecido
una epistemología genética que está centrada en la estructura socio-histórica de la razón científica.
Me referiré aquí a la obra de Husserl1 sólo en tanto que acentúa el grado en que la ciencia moderna
es la «metodología» de una realidad histórica dada, dentro de cuyo universo se mueve.
Husserl comienza por afirmar que la matematización del universo llevó a un conocimiento
práctico válido: en la construcción de una realidad «ideal» que podía ser «correlacionada»
efectivamente con la realidad empírica (pág. 19; 42). Pero el logro científico llevaba de rechazo a una
práctica precientífica que constituía la base original (el Sinnesfundament) de la ciencia galileana. Esta
base /^científica de la ciencia en el mundo de la práctica (Lebenswelt), que determina la estructura
teórica, no había sido puesta en duda por Galileo; es más, fue disimulado (verdeckt) por el desarrollo
posterior de la ciencia. El resultado fue la ilusión de que la matematización de la naturaleza creaba
una «verdad absoluta autónoma» (eigenständige) (págs 49), cuando en realidad, permanecía como un
método y una técnica específicos para la Lebenswelt. El velo ideal (Ideenkleid) de la ciencia matemática
es así un velo de símbolos que representan y al mismo tiempo enmascaran (vertritt y verkleidet) el
mundo de la práctica (pág. 52).
¿Cuál es el intento y contenido precientífico original que se preserva en la estructura
conceptual de la ciencia? La medida en la práctica descubre la posibilidad de utilizar ciertas fórmulas,
configuraciones y relaciones básicas, que están umversalmente «disponibles como siempre iguales,
para determinar y calcular exactamente objetos y relaciones empíricas» (pág. 25). A través de toda
abstracción y generalización, el método científico conserva (y enmascara) su estructura técnica
precientífica; el desarrollo de la primera representa (y enmascara) el desarrollo de la segunda. Así, la
geometría clásica «idealiza» la práctica de acotar y medir la tierra (Feldmesskunsi). La geometría es la
teoría de la objetificación práctica.
Sin duda, el álgebra y la lógica matemática construyen una realidad ideal absoluta, libre de
las incalculables incertidumbres y particularidades de la Lebenswelt y de los sujetos que la viven. Sin
embargo, esta construcción ideal es la teoría y la técnica de «idealizar» la nueva Lebenswelt:
En la práctica matemática alcanzamos lo que nos es negado en la práctica empírica; esto es,
la exactitud. Porque es posible determinar las formas ideales en términos de identidad absoluta... Como
tales, se hacen universalmente alcanzables y disponibles... (pág. 24).
La coordinación (Zuordnung) de lo ideal con el mundo empírico nos permite «proyectar las
regularidades anticipadas de la Lebenswelt práctica»:
Una vez que se poseen las fórmulas, se posee la visión anticipada
que se desea en la práctica.
—la visión anticipada de aquello que se espera en la experiencia de la vida concreta (pág.
43).
1 Die Krisis der Europäischen Wissenschaften und die transcendentale Phänomenologie, loc. cit.
488
Husserl subraya las connotaciones técnicas precientíficas de la exactitud y la fungibilidad
matemática. Estas nociones centrales de la ciencia moderna salen a la superficie no como meros
subproductos de la ciencia pura, sino como pertenecientes a su estructura conceptual interna. La
abstracción científica de lo concreto, la cuantificación de las cualidades, que da exactitud tanto
como validez universal, envuelven una experiencia concreta específica de la Lebenswelt: un modo
específico de «ver» el mundo. Y este «ver» a pesar de su «puro», desinteresado carácter, es ver sin un
determinado contexto práctico. Es anticipar (Voraussehen) y proyectar (Vorhaben). La ciencia
galileana es la ciencia de la anticipación y proyección metódica y sistemática. Pero —y esto es
decisivo— de una anticipación y proyección específicas, o sea, aquella que experimenta, abarca y
configura el mundo en términos de relaciones calculables, predecibles, entre unidades exactamente
identificables. En este proyecto, la cuantificación universal es un prerrequisito para la dominación de
la naturaleza. Las cualidades individuales no cuantificables se levantan en el camino de una
organización de los hombres y las cosas de acuerdo con el poder medible que debe ser extraído de
ellas. Pero es un proyecto soci ohi stori co específico, y la conciencia que asume este proyecto es el
sujeto oculto de la ciencia galileana; la última es la técnica, el arte de la anticipación extendida hasta
el infinito (ins Unendliche erweiterte Voraussicht: pág. 51).
Pero precisamente porque la ciencia galileana es, en la formación de sus conceptos, la
técnica de una Lebenswelt específica, no trasciende y no puede trascender esta Lebenswelt. Permanece
esencialmente dentro del marco experimental básico y dentro del universo de fines establecido por
su realidad. Según la formulación de Husserl, en la ciencia galileana el «universo concreto de la
causalidad se convierte en matemáticas aplicadas» (página 112); pero el mundo de percepción y
experiencia, en el que vivimos toda nuestra vida práctica, permanece como lo que es, en su
estructura esencial inalterado en su propia y concreta causalidad... (pág. 51, cursivas mías).
Una declaración sugestiva, que se corre el riesgo de minimizar, y sobre la que me tomo la
libertad de hacer una posible interpretación. La declaración no se refiere simplemente al hecho de
que, a pesar de la geometría no euclidiana, nosotros percibimos y actuamos todavía en un espacio
tridimensional; o que, a pesar del concepto «estadístico» de causalidad, todavía actuamos, con
sentido común, de acuerdo con las «antiguas» leyes de causalidad. Ni tampoco contradice la
declaración los perpetuos cambios en el mundo de la práctica diaria como resultado de las
«matemáticas aplicadas». Lo que está en juego es mucho más: el límite inherente de la ciencia y el
método científico establecido gracias al cual ellos extienden, racionalizan y aseguran la Lebenswelt
prevaleciente sin alterar su estructura esencial; esto es, sin plantear un modo cualitativamente nuevo de
«ver» y sin plantear relaciones cualitativamente nuevas entre los hombres y entre el hombre y la
naturaleza.
Con respecto a las formas de vida institucionalizadas, la ciencia (tanto la pura como la
aplicada) tendría así una función estabilizadora, estática, conservadora. Incluso sus logros más
revolucionarios serían sólo una construcción y destrucción de acuerdo con una experiencia y
organización específica de la realidad. La continua autocorrección de la ciencia —la revolución de
sus hipótesis que es construida dentro de sus métodos— propaga y extiende en sí propia el mismo
universo histórico, la misma experiencia básica. Conserva el mismo a priori formal, que lucha por un
contenido práctico muy material. Lejos de minimizar el cambio fundamental que ocurrió con el
establecimiento de la ciencia galileana, la interpretación de Husserl señala el rompimiento radical
con la tradición pre-galileana; el universo instrumentalista del pensamiento era en realidad un nuevo
horizonte. Creó un nuevo mundo de razón teórica y práctica, pero ha permanecido comprometido
489
con un mundo específico que tiene sus límites evidentes; en teoría tanto como en la práctica, en sus
métodos puros tanto como en los aplicados.
La discusión precedente parece sugerir, no sólo las limitaciones interiores y los prejuicios del
método científico, sino también su subjetividad histórica. Más aún, parece implicar la necesidad de
una especie de «física cualitativa», de un renacimiento de filosofías teleológicas, etc. Admito que esta
suspicacia está justificada, pero en este punto, sólo puedo afirmar que no se pretende llegar a tales
ideas oscurantistas.1
De cualquier forma que se definan la verdad y la objetividad, ambas permanecen
relacionadas con los agentes humanos de la teoría y la práctica, y con su capacidad para comprender
y cambiar el mundo. A su vez, esta capacidad depende del grado en el que la materia (cualquiera que
sea) es organizada y comprendida como aquello que es ella misma en todas las formas particulares.
En estos términos, la ciencia contemporánea tiene una validez objetiva inmensamente mayor que
sus predecesoras. Incluso se puede agregar que hoy el método científico es el único que puede pedir
para sí tal validez; la acción recíproca de hipótesis y hechos observados. El punto al que estoy
tratando de llegar es que la ciencia, gracias a su propio método y sus conceptos, ha proyectado y
promovido un universo en el que la dominación de la naturaleza ha permanecido ligada a la
dominación del hombre: un lazo que tiende a ser fatal para el universo como totalidad. La
naturaleza, comprendida y dominada científicamente, reaparece en el aparato técnico de producción
y destrucción que sostiene y mejora la vida de los individuos al tiempo que los subordina a los
dueños del aparato. Así, la jerarquía racional se mezcla con la social. Si éste es el caso, el cambio en
la dirección del progreso, que puede cortar este lazo fatal, afectará también la misma estructura de la
ciencia: el proyecto científico. Sus hipótesis, sin perder su carácter racional, se desarrollarán en un
contexto experimental esencialmente diferente (el de un mundo pacificado); consecuentemente, la
ciencia llegaría a conceptos esencialmente diferentes sobre la naturaleza y establecería hechos
esencialmente diferentes. La sociedad racional subvierte la idea de Razón.
Ya he señalado que los elementos de esta subversión, las nociones de otra racionalidad,
estaban presentes en la historia del pensamiento desde sus principios. La antigua idea de un estado
donde el ser alcanza la realización, donde la tensión entre «es» y «debe» se resuelve en él ciclo del
eterno retorno, se separa de la metafísica de la dominación. Y también pertenece a la metafísica de
la liberación: a la reconciliación de Logos y Eros. Esta idea encierra el llegar-a- descansar de la
productividad depresiva de la Razón, el fin de la dominación en la gratificación.
Las dos racionalidades en contraste no pueden ser correlacionadas con el pensamiento
clásico y el moderno respectivamente, como en la formulación de John Dewey, «del gozo
contemplativo a la manipulación y el control activos»; y «del conocimiento como un goce estético
de las propiedades de la naturaleza... al conocimiento como un medio de control secular». 2 El
pensamiento clásico estaba suficientemente comprometido con la lógica del control secular y hay
un componente de acusación y rechazo en el pensamiento moderno suficiente para invalidar la
formulación de John Dewey. La Razón, como pensamiento conceptual y forma de conducta, es
necesariamente dominación. El Logos es ley, regla, orden mediante el conocimiento. Al incluir en
una regla casos particulares bajo un universal, al someterlos a su universal, el pensamiento alcanza el
1 Ver infra, capítulos IX y X.
2 John Dewey, The Quest for Certainty (Nueva York: Minton, Balch and Co., 1929), págs. 95, 100.
490
dominio sobre los casos particulares. Llega a ser capaz no sólo de abarcarlos, sino también de
actuar sobre ellos, controlándolos. Sin embargo, aunque todo pensamiento se halla bajo el mando
de la lógica, el desarrollo de esta lógica es diferente en las distintas formas de pensamiento. La
lógica clásica formal y la lógica simbólica moderna, la lógica trascendental y la dialéctica, cada una
gobierna sobre un universo diferente del discurso y la experiencia. Todas se desarrollaron dentro
del continuo histórico de la dominación al que pagan tributo. Y este continuo impone sobre las
formas del pensamiento positivo su carácter conformista e ideológico; y sobre las del pensamiento
negativo su carácter especulativo y utópico.
Como resumen, trataremos de identificar más claramente el sujeto oculto de la racionalidad
científica y los fines ocultos en su forma pura. El concepto científico de una naturaleza
universalmente controlable proyecta a la naturaleza como interminable materia-en- función, la pura
sustancia de la teoría y la práctica. En esta forma, el mundo-objeto entra a la construcción de un
universo tecnológico: un universo de instrumentos mentales y físicos, medios en sí mismos. Así, es
un verdadero sistema «hipotético», dependiente de un sujeto que lo verifica y le da validez.
Los procesos de validación y verificación pueden ser puramente teóricos, pero nunca tienen
lugar en un vacío, ni terminan en una mente privada, individual. El sistema hipotético de formas y
funciones se hace dependiente de otro sistema: un universo preestablecido de fines en el que y para
el que se desarrolla. Lo que aparecía extraño, ajeno al proyecto teórico, se muestra como parte de su
misma estructura (sus métodos y conceptos); la objetividad pura se revela a sí misma como objeto
para una subjetividad que provee los telos, los fines. En la construcción de la realidad tecnológica no
existe una cosa como un orden científico puramente racional; el proceso de la racionalidad
tecnológica es un proceso político.
Sólo en el medio de la tecnología, el hombre y la naturaleza se hacen objetos fungibles de la
organización. La efectividad y productividad universal del aparato al que están sometidos vela por
los intereses particulares que organizan al aparato. En otras palabras, la tecnología se ha convertido
en el gran vehículo de la reificación, la reificación en su forma más madura y efectiva. La posición
social del individuo y su relación con los demás parece estar determinada no sólo por cualidades y
leyes objetivas, sino que estas cualidades y leyes parecen perder su carácter misterioso e
incontrolable; aparecen como manifestaciones calculables de la racionalidad (científica). El mundo
tiende a convertirse en la materia de la administración total, que absorbe incluso a los
administradores. La tela de araña de la dominación ha llegado a ser la tela de araña de la razón
misma, y esta sociedad está fatalmente enredada en ella. Y las formas trascendentes de pensamiento
parecen trascender a la razón misma.
Bajo estas condiciones, el pensamiento científico (científico en el sentido más amplio, como
opuesto al pensamiento confuso, metafísico, emocional, ilógico) fuera de las ciencias físicas asume
la forma de un puro y autocontenido formalismo (simbolismo) por un lado y de un empirismo
total, por el otro. (El contraste no es un conflicto. Véanse las muy empíricas aplicaciones de las
matemáticas y la lógica simbólica en la industria electrónica). En relación con el universo
establecido de discurso y conducta, la no contradicción y la no trascendencia es el común
denominador. El empirismo total revela su función ideológica en la filosofía contemporánea. Con
respecto a esta función, algunos aspectos del análisis lingüístico serán discutidos en el siguiente
capítulo. Esta discusión está encaminada a preparar el terreno para el intento de mostrar las
barreras que impiden a este empirismo llegar a apresar la realidad y establecer (o más bien reestablecer) los conceptos que pueden romper esas barreras.
491
August Comte. (Montpellier, 1798-París, 1857) Filósofo francés. A los diecinueve años fue
nombrado secretario de Saint-Simon, con quien colaboró estrechamente de 1817 a 1823. Tras una
violenta ruptura con su mentor, desarrolló su propia «sociología positiva» a lo largo de más de diez
años, viéndose su trabajo interrumpido en ocasiones por ataques de enajenación mental y
dificultado por acuciantes necesidades económicas, resueltas sólo en parte gracias a la ayuda de sus
amigos. Desde 1830 a 1842 publicó los seis volúmenes de su Curso de filosofía positiva, en el que
fundamentó su método epistemológico, modelado sobre el ejemplo de la ciencia experimental.
Según su «teoría de los tres estadios», la sociedad sigue necesariamente una evolución en tres fases:
teológica, metafísica y positivista, hallándose él mismo y la sociedad de su tiempo en la última. A
cada uno de los estadios corresponde una estructura de las creencias y de las normas morales,
derivando su teoría, por tanto, hacia un relativismo moral. El método empleado por Compte,
correspondiente al modelo de conocimiento del último estadio, parte siempre de los «hechos»,
entendidos como los fenómenos comprobables empíricamente, mediante la intervención de los
sentidos. En 1844, año de la aparición de Discurso sobre el espíritu positivo, conoció a Clotilde de
Veux, que murió dos años después. Con ella mantuvo una apasionada relación que le condujo hacia
el misticismo, motivo por el cual, a partir de 1845, quiso obtener a partir de su filosofía una religión
para la humanidad. Desde 1848 hasta su muerte vivió sumido en la pobreza, lo cual no fue
obstáculo para que entre los años 1852 y 1854 apareciera El sistema de la política positiva, obra que
sigue vigente en algunos aspectos. Comte es considerado el fundador de la sociología y el punto de
partida del positivismo.
Comte, August. Discurso de filosofía positiva, http://www.librodot.com
Objeto de este discurso
1.
—El
conjunto de los conocimientos astronómicos, considerado hasta aquí demasiado
aisladamente, no debe constituir ya en adelante más que uno de los elementos indispensables de un nuevo
sistema indivisible de filosofía general, preparado gradualmente por el concurso espontáneo de todos los
grandes trabajos científicos pertenecientes a los tres siglos últimos, y llegado hoy, finalmente, a su verdadera
madurez abstracta. En virtud de esta íntima conexión, todavía muy poco comprendida, la naturaleza y el
destino de este Tratado no podrían ser suficientemente apreciados, si este preámbulo necesario no estuviera
consagrado, sobre todo, a definir convenientemente el verdadero espíritu fundamental de esta filosofía, cuyo
establecimiento universal debe llegar a ser, en el fondo, el fin esencial de tal enseñanza. Como se distingue
principalmente por una preponderancia continua, a la vez lógica y científica, del punto de vista histórico o
social, debo ante todo, para caracterizarla mejor, recordar sumariamente la gran ley que he establecido en mi
Sistema de filosofía positiva,
Primera parte Superioridad mental del espíritu positivo
Capítulo I
Ley de la evolución intelectual de la humanidad o ley de los tres estados
2.
—Según
esta doctrina fundamental, todas nuestras especulaciones, cualesquiera,
están sujetas inevitablemente, sea en el individuo, sea en la especie, a pasar sucesivamente por tres estados
teóricos distintos, que las denominaciones habituales de teológico, metafísico y positivo podrán calificar aquí
492
suficientemente, para aquellos, al menos, que hayan comprendido bien su verdadero sentido general.
Aunque, desde luego, indispensable en todos aspectos, el primer estado debe considerarse siempre, desde
ahora, como provisional y preparatorio; el segundo, que no constituye en realidad más que una modificación
disolvente de aquél, no supone nunca más que un simple destino transitorio, a fin de conducir gradualmente
al tercero; en éste, el único plenamente normal, es en el que consiste, en todos los géneros, el régimen
definitivo de la razón humana.
I. Estado teológico o ficticio
3.
—En
su primer despliegue, necesariamente teológico, todas nuestras especulaciones
muestran espontáneamente una predilección característica por las cuestiones más insolubles, por los temas
más radicalmente inaccesibles a toda investigación decisiva. Por un contraste que, en nuestros días, debe
parecer al pronto inexplicable, pero que, en el fondo, está en plena armonía con la verdadera situación inicial
de nuestra inteligencia, en una época en que el espíritu humano está aún por bajo de los problemas
científicos más sencillos, busca ávidamente, y de un modo casi exclusivo, el origen de todas las cosas, las
causas esenciales, sea primeras, sea finales, de los diversos fenómenos que le extrañan, y su modo
fundamental de producción; en una palabra, los conocimientos absolutos. Esta necesidad primitiva se
encuentra satisfecha, naturalmente, tanto como lo exige una situación tal, e incluso, en efecto,
tanto como pueda serlo nunca, por nuestra tendencia inicial a transportar a todas partes el tipo
humano, asimilando todos los fenómenos, sean cualesquiera, a los que producimos nosotros mismos y que,
por esto, empiezan por parecernos bastante conocidos, según la intuición inmediata que los acompaña. Para
comprender bien el espíritu, puramente teológico, resultado del desarrollo, cada vez más sistemático, de este
estado primordial, no hay que limitarse a considerarlo en su última fase, que se acaba, a nuestra vista, en los
pueblos más adelantados, pero que no es, ni con mucho, la más característica: resulta indispensable echar
una mirada verdaderamente filosófica sobre el conjunto de su marcha natural, a fin de apreciar su identidad
fundamental bajo las tres formas principales que le pertenecen sucesivamente.
4.
—La
más inmediata y la más pronunciada constituye el fetichismo propiamente dicho,
que consiste ante todo en atribuir a todos los cuerpos exteriores una vida esencialmente análoga a la nuestra,
pero más enérgica casi siempre, según su acción, más poderosa de ordinario. La adoración de los astros
caracteriza el grado más alto de esta primera fase teológica, que, al principio, apenas difiere del estado mental
en que se detienenlos animales superiores. Aunque esta primera forma de la filosofía teológica se encuentra
con evidencia en la historia intelectual de todas nuestras sociedades, no domina directamente hoy más que en
la menos numerosa de las tres grandes razas que componen nuestra especie.
5.
—En
su segunda fase esencial, que constituye el verdadero politeísmo, confundido con
excesiva frecuencia por los modernos con el estado precedente, el espíritu teológico representa netamente la
libre preponde-rancia especulativa de la imaginación, mientras que hasta entonces habían prevalecido sobre
todo el instinto y el sentimiento en las teorías humanas. La filosofía inicial sufre aquí la más profunda
transformación que pueda afectar al conjunto de su destino real, en el hecho de que la vida es por fin retirada
de los objetos materiales para ser misteriosamente transportada a diversos seres ficticios, habitualmente
invisibles, cuya activa y continua intervención se convierte desde ahora en la fuente directa de todos los
fenómenos exteriores e incluso, más tarde, de los fenómenos humanos. Durante esta fase característica, mal
apreciada hoy, es donde hay que estudiar principalmente el espíritu teológico, que se desenvuelve en ella con
una plenitud y una homogeneidad ulteriormente imposible: ese tiempo es, en todos aspectos, el de su mayor
ascendiente, a la vez mental y social. La mayor parte de nuestra especie no ha salido todavía de tal estado,
que persiste hoy en la más numerosa de las tres razas humanas, sin contar lo más escogido de la raza negra y
la parte menos adelantada de la raza blanca.
493
6.
—En la tercera fase teológica, el monoteísmo propiamente dicho, comienza la inevitable
decadencia de la filosofía inicial, que, conservando mucho tiempo una gran influencia social —sin embargo,
más que real, aparente—, sufre desde entonces un rápido descrecimiento intelectual, por una consecuencia
espontánea de esta simplificación característica, en que la razón viene a restringir cada vez más el dominio
anterior de la imaginación, dejando desarrollar gradualmente el sentimiento universal, hasta entonces casi
insignificante, de la sujeción necesaria de todos los fenómenos naturales a leyes invariables. Bajo formas muy
diversas, y hasta radicalmente inconciliables, este modo extremo del régimen preliminar persiste aún, con
una energía muy desigual, en la inmensa mayoría de la raza blanca; pero, aunque así sea de observación más
fácil, estas mismas preocupaciones personales traen hoy un obstáculo demasiado frecuente a su apreciación
juiciosa, por falta de una comparación bastante racional y bastante imparcial con los dos modos precedentes.
7.
—Por imperfecta que deba parecer ahora tal manera de filosofar, importa mucho ligar
indisolublemente el estado presente del espíritu humano al conjunto de sus estados anteriores, reconociendo
convenientemente que aquella manera tuvo que ser durante largo tiempo tan indispensable como inevitable.
Limitándonos aquí a la simple apreciación intelectual, sería por de pronto superfluo insistir en la tendencia
involuntaria que, incluso hoy, nos arrastra a todos, evidentemente, a las explicaciones esencialmente
teológicas, en cuanto queremos penetrar directamente el misterio inaccesible del modo fundamental de
producción de cualesquiera fenómenos, y sobre todo respecto a aquellos cuyas leyes reales todavía
ignoramos. Los más eminentes pensadores pueden comprobar su propia disposición natural al más ingenuo
fetichismo, cuando esta ignorancia se halla combinada de momento con alguna pasión pronunciada. Así
pues, si todas las explicaciones teológicas han caído, entre los occidentales, en un desuso creciente y decisivo,
es sólo porque las misteriosas investigaciones que tenían por designio han sido cada vez más apartadas,
como radicalmente inaccesibles a nuestra inteligencia, que se ha acostumbrado gradualmente a sustituirlas
irrevocablemente con estudios más eficaces y más en armonía con nuestras necesidades verdaderas. Hasta en
un tiempo en que el verdadero espíritu filosófico había ya prevalecido respecto a los más sencillos
fenómenos y en un asunto tan fácil como la teoría elemental del choque, el memorable ejemplo de
Malebranche recordará siempre la necesidad de recurrir a la intervención directa y permanente de una acción
sobrenatural, siempre que se intenta remontarse a la causa primera de cualquier suceso. Y, por otra parte,
tales tentativas, por pueriles que hoy justamente parezcan, constituían ciertamente el único medio primitivo
de determinar el continuo despliegue de las especulaciones humanas, apartando espontáneamente nuestra
inteligencia del círculo profundamente vicioso en que primero está necesariamente envuelta por la oposición
radical de dos condiciones igualmente imperiosas. Pues, si bien los modernos han debido proclamar la
imposibilidad de fundar ninguna teoría sólida sino sobre un concurso suficiente de observaciones adecuadas,
no es menos incontestable que el espíritu humano no podría nunca combinar, ni siquiera recoger, esos
indispensables materiales, sin estar siempre dirigido por algunas miras especulativas, establecidas de
antemano. Así, estas concepciones primordiales no podían, evidentemente, resultar más que de una filosofía
dispensada, por su naturaleza, de toda preparación larga, y susceptible, en una palabra, de surgir
espontáneamente, bajo el solo impulso de un instinto directo, por quiméricas que debiesen ser, por otra
parte, especulaciones así desprovistas de todo fundamento real. Tal es el feliz privilegio de los principios
teológicos, sin los cuales se debe asegurar que nuestra inteligencia no podía salir de su torpeza inicial y que,
ellos solos, han podido permitir, dirigiendo su actividad especulativa, preparar gradualmente un régimen
lógico mejor. Esta aptitud fundamental fue, además, poderosamente secundada por la predilección originaria
del espíritu humano por los problemas insolubles que perseguía sobre todo aquella filosofía primitiva. No
podemos medir nuestras fuerzas mentales y, por consecuencia, circunscribir certeramente su destino más
que después de haberlas ejercitado lo bastante. Pero este ejercicio indispensable no podía primero
determinarse, sobre todo en las facultades más débiles de nuestra naturaleza, sin el enérgico estímulo
inherente a tales estudios, donde tantas inteligencias mal cultivadas persisten aún en buscar la más pronta y
completa solución de las cuestiones directamente usuales. Hasta ha sido preciso, mucho tiempo, para vencer
suficientemente nuestra inercia nativa, recurrir también a las poderosas ilusiones que suscitaba
espontáneamente tal filosofía sobre el poder casi indefinido del hombre para modificar a su antojo un
mundo, concebido entonces como esencialmente ordenado para su uso, y que ninguna gran ley podía
494
todavía sustraer a la arbitraria supremacía de las influencias sobrenaturales. Apenas hace tres siglos que, en lo
más granado de la Humanidad, las esperanzas astrológicas y alquimistas, último vestigio científico de ese
espíritu primordial, han dejado realmente de servir a la acumulación diaria de las observaciones
correspondientes, como Kepler y Berthollet, respectivamente, lo han indicado.
8.—El concurso decisivo de estos diversos motivos intelectuales se fortificaría, además,
poderosamente, si la naturaleza de este Tratado me permitiera señalar en él suficientemente la influencia
irresistible de las altas necesidades sociales, que he apreciado convenientemente en la obra fundamental
mencionada al comienzo de este Discurso. Se puede así demostrar, primero, plenamente cuánto tiempo ha
debido ser el espíritu teológico indispensable para la combinación permanente de las ideas morales y
políticas, más especialmente todavía que para la de todas las otras, sea en virtud de su complicación superior,
sea porque los fenómenos correspondientes, primitivamente demasiado poco pronunciados, no podían
adquirir un desarrollo característico sino tras un despliegue muy prolongado de la civilización humana. Es
una extraña inconsecuencia, apenas excusable por la tendencia ciegamente crítica de nuestro tiempo, el
reconocer, para los antiguos, la imposibilidad de filosofar sobre los asuntos más sencillos, de otro modo que
siguiendo .el método teológico, y desconocer, sin embargo, sobre todo entre los politeístas, la insuperable
necesidad de un régimen análogo frente a las especulaciones sociales. Pero es menester, además, advertir,
aunque aquí no pueda establecerlo, que esta filosofía inicial no ha sido menos indispensable para el
despliegue preliminar de nuestra sociabilidad que para el de nuestra inteligencia, ya para constituir
primitivamente ciertas doctrinas comunes, sin las que el vínculo social no habría podido adquirir ni extensión
ni consistencia, ya suscitando espontáneamente la única autoridad espiritual que pudiera entonces surgir.
II. Estado metafísico o abstracto
9.—Por sumarias que aquí tuvieran que ser estas explicaciones generales sobre la naturaleza
provisional y el destino preparatorio de la única filosofía que realmente conviniera a la infancia de la
Humanidad, hacen sentir fácilmente que este régimen inicial difiere demasiado hondamente, en todos
aspectos, del que vamos a ver corresponder a la virilidad mental, para que el paso gradual de uno a otro
pudiera operarse gradualmente, bien en el individuo o bien en la especie, sin el creciente auxilio de una como
filosofía intermedia, esencialmente limitada a este menester transitorio. Tal es la participación especial del
estado metafísico propiamente dicho en la evolución fundamental de nuestra inteligencia, que, llena de
antipatía por todo cambio brusco, puede elevarse así, casi insensiblemente, del estado puramente teológico al
estado francamente positivo, aunque esta equívoca situación se aproxime, en el fondo, mucho más al
primero que al último. Las especulaciones en ella dominantes han conservado el mismo esencial carácter de
tendencia habitual a los conocimientos absolutos: sólo la solución ha sufrido aquí una transformación
notable, propia para facilitar el mejor despliegue de las concepciones positivas. Como la teología, en efecto,
la metafísica intenta sobre todo explicar la íntima naturaleza de los seres, el origen y el destino de todas las
cosas, el modo esencial de producirse todos los fenómenos; pero en lugar de emplear para ello los agentes
sobrenaturales propiamente dichos, los reemplaza, cada vez más, por aquellas entidades o abstracciones
personificadas, cuyo uso, en verdad característico, ha permitido a menudo designarla con el nombre de
ontología. No es sino demasiado fácil hoy observar sin dificultad una manera tal de filosofar, que,
preponderante todavía respecto a los fenómenos más complicados, ofrece todos los días, hasta en las teorías
más sencillas y menos atrasadas, tantas huellas apreciables de su larga dominación1. La eficacia histórica de
estas entidades resulta directamente de su carácter equívoco, pues en cada uno de estos entes metafísicos,
inherente al cuerpo correspondiente sin confundirse con él, el espíritu puede, a voluntad, según que esté más
cerca del estado teológico o del estado positivo, ver, o una verdadera emanación del poder sobrenatural, o
Casi todas las explicaciones de costumbre relativas a los fenómenos sociales, la mayor parte de las que conciernen al
hombre intelectual y moral, una gran parte de nuestras teorías fisiológicas o médicas, e incluso también diversas teorías
químicas, etcétera, recuerdan todavía directamente la extraña manera de filosofar tan graciosamente caracterizada por
Moliere, sin ninguna exageración grave, con ocasión, por ejemplo, de la virtud dormitiva del opio, de acuerdo con la
decisiva conmoción que Descartes acababa de hacer sufrir a todo el régimen de las entidades.
1
495
una simple denominación abstracta del fenómeno considerado. Ya no es entonces la pura imaginación la que
domina, y todavía no es la verdadera observación: pero el razonamiento adquiere aquí mucha extensión y se
prepara confusamente al ejercicio verdaderamente científico. Se debe hacer notar, por otra parte, que su
parte especulativa se encuentra primero muy exagerada, a causa de aquella pertinaz tendencia a argumentar
en vez de observar que, en todos los géneros, caracteriza habitualmente al espíritu metafisico, incluso en sus
órganos más eminentes. Un orden de concepciones tan flexible, que no supone en forma alguna la
consistencia propia, durante tanto tiempo, del sistema teológico, debe llegar, por otra parte mucho más
rápidamente, a la correspondiente unidad, por la subordinación gradual de las diversas entidades particulares
a una sola entidad general, la Naturaleza, destinada a determinar el débil equivalente metafìsico de la vaga
conexión universal que resultaba del monoteísmo.
10.
—Para
comprender mejor, sobre todo en nuestros días, la eficacia histórica de tal
aparato filosófico, importa reconocer que, por su naturaleza, no es susceptible más que de una mera
actividad crítica o disolvente, incluso mental, y, con mayor razón, social, sin poder organizar nunca nada que
le sea propio. Radicalmente inconsecuente, este espíritu equívoco conserva todos los fundamentos
principales del sistema teológico, pero quitándoles cada vez más aquel vigor y fijeza indispensables a su
autoridad efectiva; y en una alteración semejante es en donde consiste, en efecto, desde todos los puntos de
vista, su principal utilidad pasajera, cuando el régimen antiguo, mucho tiempo progresivo para el conjunto de
la evolución humana, se encuentra, inevitablemente, llegado a aquel grado de prolongación abusiva en que
tiende a perpetuar indefinidamente el estado de infancia que primero había dirigido tan felizmente. La
metafísica no es, pues, realmente, en el fondo, más que una especie de teología gradualmente enervada por
simplificaciones disolventes, que la privan espontáneamente del poder directo de impedir el despliegue
especial de las concepciones positivas, conservándole siempre, sin embargo, la aptitud provisional para
mantener un cierto e indispensable ejercicio de generalización, hasta que pueda, por fin, recibir mejor
alimento. Según su carácter contradictorio, el régimen metafisico u ontológico está siempre situado en la
inevitable alternativa de tender a una vana restauración del estado teológico, para satisfacer las condiciones
de orden, o bien llegar a una situación puramente negativa, a fin de escapar al opresivo imperio de la
teología. Esta oscilación necesaria, que ahora no se observa más que frente a las más difíciles teorías, ha
existido igualmente en otro tiempo, a propósito de las más sencillas, mientras ha durado su edad metafísica,
en virtud de la impotencia orgánica que pertenece siempre a tal manera de filosofar. Si la razón pública no la
hubiera rechazado desde hace largo tiempo para ciertas nociones fundamentales, no se debe temer asegurar
que las insensatas dudas que suscitó, hace veinte siglos, sobre la existencia de los cuerpos exteriores,
subsistirían aún esencialmente, porque nunca las ha disipado con certeza por ninguna argumentación
decisiva. Se puede contemplar, finalmente, el estado metafisico como una especie de enfermedad crónica
inherente por naturaleza a nuestra evolución mental, individual o colectiva, entre la infancia y la virilidad.
11.
—Como
las especulaciones históricas no se remontan casi nunca, entre los
modernos, más allá de los tiempos de politeísmo, el espíritu metafisico debe parecer en ellas casi tan antiguo
como el mismo espíritu teológico, puesto que ha presidido necesariamente, si bien de un modo implícito, la
transformación primitiva del fetichismo en politeísmo, para sustituir ya a la actividad puramente
sobrenatural, que, apartada de cada cuerpo particular, debía dejar espontáneamente en él alguna entidad
correspondiente. No obstante, como esta primera revolución teológica no pudo entonces engendrar ninguna
discusión verdadera, la intervención continua del espíritu ontológico no empezó a ser plenamente
característica hasta la revolución siguiente, para reducir el politeísmo a monoteísmo, de quien debió ser el
órgano natural. Su creciente influencia debía parecer primero orgánica, mientras permanecía subordinado al
impulso teológico; pero su naturaleza esencialmente disolvente hubo de manifestarse luego cada vez más,
cuando intentó gradualmente llevar la simplificación de la teología incluso allende el monoteísmo vulgar, que
constituía, con absoluta necesidad, la fase extrema verdaderamente posible de la filosofía inicial. Así es cómo
el espíritu metafisico, durante los cinco siglos últimos, ha secundado negativamente el despliegue
fundamentalde nuestra civilización moderna, descomponiendo poco a poco el sistema teológico, que se
había hecho por fin retrógrado, desde que la eficacia social del régimen monoteísta se hallaba esencialmente
agotada, al término de la edad media. Por desgracia, después de haber cumplido, en cada género, este oficio
496
indispensable, pero pasajero, la acción demasiado prolongada de las concepciones ontológicas ha tenido
siempre que tender a impedir también toda organización real distinta del sistema especulativo; de manera que
el obstáculo más peligroso para el establecimiento final de una verdadera filosofía resulta, en efecto, hoy de
este mismo espíritu que a menudo se atribuye todavía el privilegio casi exclusivo de las meditaciones
filosóficas.
III. Estado positivo o real
1. °
Carácter principal: la Ley o Subordinación constante de la imaginación a la
observación.
12.
—Esta
larga serie de preámbulos necesarios conduce al fin a nuestra inteligencia,
gradualmente emancipada, a su estado definitivo de positividad racional, que se debe caracterizar aquí de un
modo más especial que los dos estados preliminares. Como tales ejercicios preparatorios han comprobado
espontáneamente la radical vaciedad de las explicaciones vagas y arbitrarias propias de la filosofía inicial, ya
teológica, ya metafísica, el espíritu humano renuncia desde ahora a las investigaciones absolutas que no
convenían más que a su infancia, y circunscribe sus esfuerzos al dominio, desde entonces rápidamente
progresivo, de la verdadera observación, única base posible de los conocimientos accesibles en verdad,
adaptados sensatamente a nuestras necesidades reales. La lógica especulativa había consistido hasta entonces
en razonar, con más o menos sutiliza, según principios confusos que, no ofreciendo prueba alguna
suficiente, suscitaban siempre disputas sin salida. Desde ahora reconoce, como regla fundamental, que toda
proposición que no puede reducirse estrictamente al mero enunciado de un hecho, particular o general, no
puede ofrecer ningún sentido real e inteligible. Los principios mismos que emplea no son ya más que
verdaderos hechos, sólo que más generales y más abstractos que aquellos cuyo vínculo deben formar. Por
otra parte, cualquiera que sea el modo, racional o experimental, de llegar a su descubrimiento, su eficacia
científica resulta exclusivamente de su conformidad, directa o indirecta, con los fenómenos observados. La
pura imaginación pierde entonces irrevocablemente su antigua supremacía mental y se subordina
necesariamente a la observación, de manera adecuada para constituir un estado lógico plenamente normal,
sin dejar de ejercer, sin embargo, en las especulaciones positivas un oficio tan principal como inagotable para
crear o perfeccionar los medios de conexión, ya definitiva, ya provisional. En una palabra, la revolución
fundamental que caracteriza a la virilidad de nuestra inteligencia consiste esencialmente en sustituir en todo,
a la inaccesible determinación de las causas propiamente dichas, la mera investigación de las leyes, es decir, de
las relaciones constantes que existen entre los fenómenos observados. Trátese de los efectos mínimos o de
los más sublimes, de choque y gravedad como de pensamiento y moralidad, no podemos verdaderamente
conocer sino las diversas conexiones naturales aptas para su cumplimiento, sin penetrar nunca el misterio de
su producción.
2.
°
Naturaleza relativa del espíritu positivo.
13.
—No sólo nuestras investigaciones positivas deben reducirse esencialmente, en todos los
géneros, a la apreciación sistemática de lo que es, renunciando a descubrir su primer origen y su destino final,
sino que importa, además, advertir que este estudio de losfenómenos, en lugar de poder llegar a ser, en modo
alguno, absoluto, debe permanecer siempre relativo a nuestra organización y a nuestra situación.
Reconociendo, en este doble aspecto, la necesaria imperfección de nuestros diversos medios especulativos,
se ve que, lejos de poder estudiar completamente ninguna existencia efectiva, no podríamos garantizar de
ningún modo la posibilidad de comprobar así, ni siquiera muy superficialmente, todas las existencias reales,
cuya mayor parte acaso debe escapar a nosotros por completo. Si la pérdida de un sentido importante basta
para ocultarnos radicalmente un orden entero de fenómenos naturales, se puede pensar, recíprocamente, que
la adquisición de un nuevo sentido nos revelaría una clase de hechos de los que ahora no tenemos idea
alguna, a menos de creer que la diversidad de los sentidos, tan diferente entre los tipos principales de
animalidad, se encuentre en nuestro organismo elevada al más alto grado que pueda exigir la exploración
497
total del mundo exterior, suposición evidentemente gratuita y casi ridícula. Ninguna ciencia puede mostrar
mejor que la astronomía esta naturaleza necesariamente relativa de todos nuestros conocimientos reales,
puesto que, no pudiendo hacerse en ella la investigación de los fenómenos más que por un único sentido, es
muy fácil apreciar las consecuencias especulativas de su desaparición o de su mera alteración. No podría
existir ninguna astronomía en una especie ciega, por inteligente que se la suponga, ni acerca de astros
oscuros, que son tal vez los más numerosos, ni siquiera si, tan sólo, la atmósfera a través de la cual
observamos los cuerpos celestes permaneciera siempre y en todas partes nebulosa. Todo el curso de este
Tratado nos ofrecerá frecuentes ocasiones de apreciar espontáneamente, del modo más inequívoco, esta
íntima dependencia en que el conjunto de nuestras condiciones propias, tanto internas como externas,
mantiene inexorablemente a cada uno de nuestros estudios positivos.
14.
—Para
caracterizar lo bastante esta naturaleza necesariamente relativa de todos
nuestros conocimientos reales, importa además darse cuenta, desde el punto de vista más filosófico, de que,
si nuestras concepciones, cualesquiera que sean, deben considerarse ellas mismas como otros tantos
fenómenos humanos, tales fenómenos no son simplemente individuales, sino también, y sobre todo,
sociales, puesto que resultan, en efecto, de una evolución colectiva y continua, todos cuyos elementos y
todas cuyas fases están en una esencial conexión. Así, pues, si en el primer aspecto se reconoce que nuestras
especulaciones deben depender siempre de las diversas condiciones esenciales de nuestra existencia individual, es menester admitir igualmente, en el segundo, que no están menos subordinadas al conjunto del
progreso social, de modo que no pueden tener nunca la fijeza absoluta que los metafísicos han su puesto.
Ahora bien; la ley general del movimiento fundamental de la Humanidad consiste, en este respecto, en que
nuestras teorías tiendan cada vez más a representar exactamente los objetos externos de nuestras constantes
investigaciones, sin que, sin embargo, la verdadera constitución de cada uno de ellos pueda ser plenamente
apreciada, ya que la perfección científica debe limitarse a aproximarse a aquel límite ideal tanto como lo
exijan nuestras diversas necesidades reales. Este segundo género de dependencia, propio de las
especulaciones positivas, se manifiesta con tanta claridad como el primero en todo el curso de los estudios
astronómicos, considerando, por ejemplo, la serie de nociones, cada vez más satisfactorias, obtenidas desde
el origen de la geometría celeste, sobre la figura de la tierra, la forma de las órbitas planetarias, etc. Así,
aunque, por una parte, las doctrinas científicas sean necesariamente de naturaleza bastante variable para
deber rechazar toda pretensión de absoluto, sus variaciones graduales no presentan, por otra parte, ningún
carácter arbitrario que pueda motivar un escepticismo aún más peligroso; cada cambio sucesivo conserva,
por lo demás, espontáneamente a las teorías correspondientes una aptitud indefinida para representar los
fenómenos que les han servido de base, por lo menos mientras no hay que sobrepujar el grado primitivo de
efectiva precisión.
3.° Destino de las leyes positivas: Previsión racional.
15.
—Desde
que la subordinación constante de la imaginación a la observación ha sido
reconocida unánimemente como la primera condición fundamental de toda sana especulación científica, una
viciosa interpretación ha conducido con frecuencia a abusar mucho de este gran principio lógico para hacer
degenerar la ciencia real en una especie de estéril acumulación de hechos incoherentes, que no podría ofrecer
otro mérito esencial que el de la exactitud parcial. Importa, pues, mucho percatarse de que el verdadero
espíritu positivo no está menos lejos, en el fondo, del empirismo que del misticismo; entre estas dos
aberraciones, igualmente funestas, debe avanzar siempre: la necesidad de tal reserva continua, tan difícil
como importante, bastaría por otra parte para comprobar, conforme a nuestras explicaciones del comienzo,
cuán maduramente preparada debe estar la auténtica positividad, de tal modo que no puede en forma alguna
convenir al estado naciente de la Humanidad. En las leyes de los fenómenos es en Io que consiste,
realmente, la ciencia, a la cual los hechos propiamente dichos, por exactos y numerosos que puedan ser,
nunca procuran otra cosa que materiales indispensables. Considerando el destino constante de estas leyes, se
puede decir, sin exageración alguna, que la verdadera ciencia, lejos de estar formada de meras observaciones,
tiende siempre a dispensar, en cuanto es posible, de la exploración directa, sustituyéndola por aquella
498
previsión racional, que constituye, por todos aspectos, el principal carácter del espíritu positivo, como el
conjunto de los estudios astronómicos nos lo hará advertir claramente. Una previsión tal, consecuencia
necesaria de las relaciones constantes descubiertas entre los fenómenos, no permitirá nunca confundir la
ciencia real con esa vana erudición que acumula hechos maquinalmente sin aspirar a deducirlos unos de otros.
Este gran atributo de todas nuestras sanas especulaciones no importa menos a su utilidad efectiva que a su
propia dignidad; pues la exploración directa de los fenómenos realizados no podría bastar para permitirnos
modificar su cumplimiento, si no nos condujera a preverlos convenientemente. Así, el verdadero espíritu
positivo consiste, ante todo, en ver para prever, en estudiar lo que es, a fin de concluir de ello lo que será,
según el dogma general de la invariabilidad de las leyes naturales1.
4.° Extensión universal del dogma fundamental de la invariabilidad de las Leyes
naturales.
16.—Este principio fundamental de toda la filosofía positiva, sin estar aún, ni mucho menos,
extendido suficientemente al conjunto de los fenómenos empieza felizmente, desde hace tres siglos, a
hacerse de tal modo familiar, que, a causa de las costumbres absolutas anteriormente arraigadas, se ha
desconocido casi siempre hasta ahora su verdadera fuente, esforzándose, según una vana y confusa
argumentación metafísica, por representar como una especie de noción innata, o al menos primitiva, lo que
no ha podido resultar, ciertamente, sino de una lenta inducción gradual, a la vez individual y colectiva. No
sólo ningún motivo racional, independiente de toda exploración exterior, nos indica primero la invariabilidad
de las relaciones físicas; sino que es incontestable, por el contrario, que el espíritu humano experimenta,
durante su larga infancia, una vivísima inclinación a desconocerla, incluso allí donde una observación
imparcial se la mostraría ya, si no estuviera entonces arrastrado por su tendencia necesaria a referir todos los
sucesos, cualesquiera que fueran, a voluntades arbitrarias. En cada orden de fenómenos existen, sin duda,
algunos bastante sencillos y familiares para que su observación espontánea haya sugerido siempre el
sentimiento confuso e incoherente de una cierta regularidad secundaria; de manera que el punto de vista
puramente teológico no ha podido ser nunca, en rigor, universal. Pero esta convicción parcial y precaria se
limita mucho tiempo a los fenómenos menos numerosos y más subalternos, que ni siquiera puede entonces
preservar de las frecuentes perturbaciones atribuidas a la intervención preponderante de los agentes
sobrenaturales. El principio de la invariabilidad de las leyes naturales no empieza realmente a adquirir alguna
consistencia filosófica sino cuando los primeros trabajos verdaderamente científicos han podido manifestar
su esencial exactitud frente a un orden entero de grandes fenómenos; lo que no podría resultar
suficientemente más que de la fundación de la astronomía matemática, durante los últimos siglos del
politeísmo. Según esta introducción sistemática, este dogma fundamental ha tendido, sin duda, a extenderse,
por analogía, a fenómenos más complicados, incluso antes de que sus leyes propias pudieran conocerse en
modo alguno. Pero, aparte de su esterilidad efectiva, esta vaga anticipación lógica tenía entonces demasiada
poca energía para resistir convenientemente a la activa supremacía mental que aún conservaban las ilusiones
teológico-metafísicas. Un primer bosquejo especial del establecimiento de las leyes naturales respecto a cada
orden principal de fenómenos, ha sido luego indispensable para procurar a tal noción esa fuerza
inquebrantable que empieza a presentar en las ciencias más adelantadas. Esta convicción misma no podría
hacerse lo bastante firme mientras no se ha extendido verdaderamente una elaboración semejante a todas las
especulaciones fundamentales, ya que la incertidumbre dejada por las más complejas debía afectar entonces
más o menos a cada una de las otras. No se puede desconocer esta tenebrosa reacción, incluso hoy, donde, a
causa de la ignorancia aún habitual acerca de las leyes sociológicas, el principio de la invariabilidad de las
relaciones físicas queda a veces sujeto a graves alteraciones, hasta en los estudios puramente matemáticos, en
Sobre esta apreciación general del espíritu y de la marcha propios del método positivo, se puede estudiar con mucho
fruto la preciosa obra titulada: A system of logic, ratiocinative and inductive, publicada recientemente en Londres (John Parker,
West Strand, 1843), por mi eminente amigo Mr. John Stuart Mill, tan plenamente asociado desde ahora a la fundación
directa de la nueva filosofía. Los siete últimos capítulos del tomo primero contienen una admirable exposición
dogmática, tan profunda como luminosa, de la lógica inductiva, que no podrá nunca, me atrevo a asegurarlo, ser
concebida ni caracterizada mejor, permaneciendo en el punto de vista en que el autor se ha puesto.
1
499
que vemos, por ejemplo, preconizar todos los días un pretendido cálculo de probabilidades, que supone
implícitamente la ausencia de toda ley real acerca de algunos sucesos, sobre todo cuando el hombre
interviene en ellos. Pero cuando esta extensión universal está por fin suficientemente bosquejada, condición
que ahora se cumple en los espíritus más adelantados, este gran principio filosófico adquiere luego una
plenitud decisiva, aunque las leyes efectivas de la mayoría de los casos particulares deban permanecer mucho
tiempo ignoradas; porque una irresistible analogía aplica entonces de antemano a todos los fenómenos de
cada orden lo que no ha sido comprobado sino para algunos de entre ellos, siempre que tengan una
importancia conveniente.
Capítulo II
Destino del espíritu positivo
17.
—Después
de haber considerado el espíritu positivo en relación con los
objetos exteriores de nuestras especulaciones, es menester acabar de caracterizarlo apreciando también su
destino interior, para la satisfacción continua de nuestras propias necesidades, bien conciernan a la vida
contemplativa o a la vida activa.
I. Constitución completa y estable de la armonía mental, individual y colectiva: todo referido a la
humanidad
18.
—Aunque las necesidades puramente mentales sean, sin duda, las menos enérgicas de
todas las que son inherentes a nuestra naturaleza, es incontestable, sin embargo, que existen en toda
inteligencia: constituyen el primer estímulo indispensable para nuestros distintos esfuerzos filosóficos,
atribuidos, sobre todo, con excesiva frecuencia, a los impulsos prácticos, que los desarrollan mucho,
ciertamente, pero no podrían hacerlos brotar.
Estas exigencias intelectuales, relativas, como todas las demás, al ejercicio regular de las funciones
correspondientes, reclaman siempre una feliz combinación de estabilidad y actividad, de donde resultan las
necesidades simultáneas de orden y progreso, o de unión y extensión. Durante la larga infancia de la
Humanidad, sólo las concepciones teológico- metafísicas podían, según nuestras explicaciones anteriores,
satisfacer provisionalmente esta doble condición fundamental, aunque de un modo en extremo imperfecto.
Pero cuando la razón humana está por fin bastante madura para renunciar a buscar lo inaccesible y
circunscribir con prudencia su actividad al dominio que pueden verdaderamente apreciar nuestras facultades,
la filosofía positiva le procura ciertamente una satisfacción mucho más completa, por todos aspectos, y al
mismo tiempo más real, de aquellas dos necesidades elementales. Tal es, en efecto, evidentemente, en este
nuevo aspecto, el destino directo de las leyes que descubre sobre los diversos fenómenos, y de la previsión
racional que es inseparable de ellas. Respecto a cada orden de acontecimientos, estas leyes deben distinguirse,
desde este punto de vista, en dos clases, según que vinculen por semejanza a los que coexisten o —por
filiación— a los que se suceden. Esta distinción indispensable corresponde esencialmente, para el mundo
exterior, a la que siempre nos ofrece espontáneamente entre los dos estados correlativos de existencia y
movimiento; de donde resulta, en toda ciencia real, una fundamental diferencia entre la apreciación estática y
la apreciación dinámica de una cuestión cualquiera. Los dos géneros de relaciones contribuyen igualmente a
explicar los fenómenos, y conducen de la misma manera a preverlos, aunque las leyes de armonía parecen al
pronto destinadas sobre todo a la explicación, y las leyes de sucesión a la previsión. En efecto, sea que se
trate de explicar o de prever, todo se reduce siempre a establecer lazos de unión: todo vínculo real, aparte de
que sea estático o dinámico, descubierto entre dos fenómenos cualesquiera, permite a la vez explicarlos y
preverlos, el uno por el otro; pues la previsión científica conviene, evidentemente, al presente, e incluso al
pasado, tanto como al porvenir, ya que siempre consiste en conocer un hecho independientemente de su
exploración directa, en virtud de sus relaciones con otros ya dados. Así, por ejemplo, la semejanza
demostrada entre la gravitación celeste y la gravedad terrestre ha conducido, por las pronunciadas
variaciones de la primera, a prever las débiles variaciones de la segunda, que la observación inmediata no
500
podía revelar de un modo suficiente, aunque las haya confirmado después; de igual manera, en sentido
inverso, la correspondencia, observada desde antiguo, entre el período elemental de las mareas y el día lunar,
ha encontrado su explicación en cuanto se ha reconocido la elevación de las aguas en cada punto como
resultado del paso de la luna por el meridiano del lugar. Todas nuestras verdaderas necesidades lógicas
convergen, pues, esencialmente hacia este destino común: consolidar cuanto es posible, por nuestras
especulaciones sistemáticas, la espontánea unidad de nuestro entendimiento, constituyendo la continuidad y
la homogeneidad de nuestras diversas concepciones, de modo que satisfagan igualmente a las exigencias
simultáneas del orden y del progreso, haciéndonos volver a hallar la constancia en medio de la variedad.
Ahora bien; es evidente que, en este aspecto fundamental, la filosofía positiva procura, en los espíritus bien
preparados, una aptitud muy superior a la que nunca pudo ofrecer la filosofía teológico-metafísica. Incluso
considerando ésta en los tiempos de su mayor ascendiente, a la vez mental y social, es decir, en el estado
politeísta, la unidad intelectual se encontraba en ella, ciertamente, constituida de un modo mucho menos
completo y estable que lo permitirá pronto la universal preponderancia del espíritu positivo, cuando esté al
fin extendido habitualmente a las más altas especulaciones. Entonces, en efecto, reinará en todas partes, de
diversas maneras y en diferentes grados, esa admirable constitución lógica, de la cual pueden darnos hoy sólo
una idea justa los estudios más sencillos, en que la unión y la extensión, garantizada plenamente cada una, se
encuentran, además, en espontánea solidaridad. Este gran resultado filosófico no exige por lo demás otra
condición necesaria que la obligación permanente de restringir todas nuestras especulaciones a las
investigaciones verdaderamente accesibles, considerando esas relaciones reales, ya de semejanza, ya de
sucesión, como incapaces de constituir para nosotros, ellas mismas, otra cosa que simples hechos generales,
que es menester siempre tender a reducir al menor número posible, sin que el misterio de su producción
pueda ser penetrado en modo alguno, de acuerdo con el carácter fundamental del espíritu positivo. Pero si
esta constancia efectiva de las relaciones naturales no es, tan sólo, en verdad apreciable, también ella sola
basta plenamente a nuestras verdaderas necesidades, sean de contemplación, sean de dirección.
19.
—Importa,
no obstante, reconocer, en principio, que bajo el régimen positivo
la armonía de nuestras concepciones se encuentra necesariamente limitada, hasta cierto punto, por la
obligación fundamental de su realidad, es decir, de una conformidad suficiente con tipos independientes de
nosotros. En su ciego instinto de relación, nuestra inteligencia aspira casi a poder enlazar entre sí dos
fenómenos cualesquiera, simultáneos o sucesivos; pero el estudio del mundo exterior demuestra, por el
contrario, que muchas de estas aproximaciones serían puramente quiméricas, y que multitud de
acontecimientos se realizan de continuo sin verdadera dependencia mutua; de modo que esta indispensable
inclinación necesita más que otra alguna ser regulada según una sana apreciación general. Acostumbrado
durante largo tiempo a una especie de unidad de doctrina, por vaga e ilusoria que debiera ser, bajo el imperio
de las ficciones teológicas y de las entidades metafísicas, el espíritu humano, al pasar al estado positivo, ha
intentado al principio reducir todos los órdenes distintos de fenómenos a una sola ley común. Pero todos los
ensayos realizados durante los dos últimos siglos paraobtener una explicación universal de la naturaleza, no
han llevado más que a desacreditar radicalmente tal empresa, abandonada en adelante a las inteligencias mal
cultivadas. Una exploración juiciosa del mundo exterior lo ha representado como con muchos menos
vínculos que lo supone o lo desea nuestro entendimiento, a quien su propia flaqueza dispone más a
multiplicar relaciones favorables a su marcha y, sobre todo, a su reposo. No sólo las seis categorías
fundamentales que distinguiremos más adelante entre los fenómenos, no se podrían ciertamente reducir
todas a una sola ley universal, sino que hay motivo suficiente para asegurar ahora que la unidad de
explicación, perseguida aún por tantos espíritus serios acerca de cada una de ellas en particular, nos es negada
al fin, incluso en este dominio mucho más restringido. La astronomía ha hecho nacer, respecto a esto,
esperanzas demasiado empíricas, que no podrían realizarse nunca para los fenómenos más complejos, no
sólo en cuanto a la física propiamente dicha, cuyas cinco ramas principales permanecerán siempre distintas
entre sí, a pesar de sus indiscutibles relaciones. Se suele estar dispuesto a exagerar mucho los inconvenientes
lógicos de una dispersión necesaria semejante, porque se aprecian mal las ventajas reales que presenta la
transformación de las inducciones en deducciones. Sin embargo, hay que reconocer francamente esta
imposibilidad directa de referir todo a una sola ley positiva como una grave imperfección, consecuencia
501
inevitable de la condición humana, que nos fuerza a aplicar una inteligencia muy flaca a un universo
complejísimo.
20.
—Pero
esta incontestable necesidad, que importa reconocer, a fin de evitar toda
pérdida inútil de fuerzas mentales, no impide en modo alguno a la ciencia real el lograr, en otro aspecto, una
suficiente unidad filosófica, equivalente a las que constituyeron de un modo pasajero la teología o la
metafísica, y muy superior, por otra parte, tanto en estabilidad como en plenitud. Para darse cuenta de su
posibilidad y apreciar su naturaleza, hay que echar mano ante todo de la luminosa distinción general,
bosquejada por Kant, entre los dos puntos de vista objetivo y subjetivo, propios de un estudio cualquiera.
Considerada en el primer aspecto, es decir, en cuanto al destino exterior de nuestras teorías, como
representación exacta del mundo real, nuestra ciencia no es ciertamente susceptible de una sistematización
plenaria, a causa de una inevitable diversidad entre los fenómenos fundamentales. En este sentido, no
debemos buscar otra unidad que la del método positivo considerado en su totalidad, sin pretender una
verdadera unidad científica, aspirando sólo a la homogeneidad y a la convergencia de las diferentes doctrinas.
Muy otro es el caso en el otro aspecto, es decir, en cuanto a la fuente interior de las teorías humanas,
consideradas como resultados naturales de nuestra evolución mental, a la vez individual y colectiva,
destinados a la normal satisfacción de nuestras propias necesidades, sean cualesquiera. Referidos de este
modo, no al universo, sino al hombre, o mejor a la Humanidad, nuestros conocimientos reales tienden, por
el contrario, a una sistematización completa, tanto científica como lógica. Ya no se debe concebir entonces,
en el fondo, más que una sola ciencia, la ciencia humana o, más exactamente, social, cuyo principio y fin a un
tiempo lo constituye nuestra existencia, y en la que viene a fundirse naturalmente el estudio racional del
mundo exterior, con el doble título de elemento necesario y de preámbulo fundamental, igualmente
indispensable en cuanto al método y a la doctrina, como explicaré más adelante. La misma astronomía,
aunque objetivamente más perfecta que las otras ramas de la filosofía natural, por razón de su mayor
sencillez, no es en verdad así más que en este aspecto humano: pues el conjunto de este Tratado hará advertir
claramente que debería, por el contrario, juzgarse muy imperfecta si se la refiriese al universo y no al
hombre: puesto que todos nuestros estudios reales se limitan por necesidad en ella a nuestro mundo, que, sin
embargo, no constituye sino un mínimo elemento del universo, cuya exploración nos está vedada
esencialmente. Tal es, pues, la disposición general que debe por fin prevalecer en la filosofía verdaderamente
positiva, no sólo en cuanto a las teorías en relación directa con el hombre y con la sociedad, sino también
para aquellas que atañen a los fenómenos más sencillos, los más alejados, en aparencia, de esta apreciación
común: concebir todas nuestras especulaciones como productos de nuestra inteligencia, destinados a
satisfacer nuestras diversas necesidades esenciales, no apartándose nunca del hombre sino para volver mejor
a él, después de haber estudiado los otros fenómenos, como indispensables de conocer, sea para desarrollar
fuerzas o para apreciar nuestra naturaleza y nuestra condición. Se puede ver desde entonces cómo la noción
preponderante de la Humanidad debe constituir necesariamente, en el estado positivo, una plena
sistematización mental, por lo menos equivalente a la que había al fin procurado la edad teológica por la gran
concepción de Dios, tan débilmente reemplazada luego, en este aspecto, durante la transición metafísica, por
el vago pensamiento de la naturaleza.
21.—Después de haber caracterizado así la aptitud espontánea del espíritu positivo para constituir la
unidad final de nuestro entendimiento, resulta fácil completar esta explicación fundamental, extendiéndola
del individuo a la especie. Esta extensión indispensable era hasta ahora esencialmente imposible para los
filósofos modernos, que, no habiendo podido ellos mismos salir de un modo suficiente del estado
metafisico, no se han puesto nunca en el punto de vista social, el único, no obstante, susceptible de una
realidad plenaria, científica o lógica, puesto que el hombre no se desenvuelve aisladamente, sino en
colectividad. Apartando como radicalmente estéril, o más bien hondamente dañosa, esta viciosa abstracción
de nuestros psicólogos o ideólogos, la tendencia sistemática que acabamos de apreciar en el espíritu positivo
adquiere al fin toda su importancia, porque indica en él el verdadero fundamento filosófico de la sociabilidad
humana, al menos en tanto que ésta depende de la inteligencia, cuyo influjo capital, aunque en modo alguno
exclusivo, no podría discutirse. Es, en efecto, el mismo problema humano, con distintos grados de dificultad,
el de constituir la unidad lógica de cada entendimiento aislado o establecer una convergencia duradera entre
502
entendimientos distintos, cuyo número no habría de influir esencialmente sino en la rapidez de la operación.
Además, en todos los tiempos, el que ha podido llegar a ser lo bastante consecuente ha adquirido, por ella, la
facultad de unir gradualmente a los demás por la semejanza fundamental de nuestra especie. La filosofía
teológica, durante la infancia de la Humanidad, no ha sido la única propia para sistematizar la sociedad, sino
por ser entonces la fuente exclusiva de una cierta armonía mental. Así, pues, si el privilegio de la coherencia
lógica ha pasado desde ahora irrevocablemente al espíritu positivo, lo que no puede apenas discutirse en
serio, es menester desde el mismo momento reconocer también en él el único principio efectivo de esa gran
comunión intelectual que viene a ser la base necesaria de toda verdadera asociación humana, cuando está
unida de modo conveniente a las otras dos condiciones fundamentales, una conformidad suficiente de
sentimientos y una cierta convergencia de intereses. La deplorable situación filosófica de lo más escogido de
la Humanidad bastaría hoy para dispensar, a este propósito, de toda discusión, puesto que ya no se observa
verdadera comunidad de opiniones más que sobre las cuestiones reducidas ya a teorías positivas, y que, por
desgracia, no son, ni con mucho, las más importantes. Una apreciación directa y especial, que aquí estaría
fuera de lugar, hace ver fácilmente, por otra parte, que sólo la filosofía positiva puede realizar gradualmente
aquel noble proyecto de asociación universal que el cristianismo había bosquejado prematuramente en la
edad media, pero que era, en el fondo, necesariamente incompatible, como ha demostrado plenamente la
experiencia, con la índole teológica de su filosofía, que establecía una coherencia lógica demasiado débil para
proporcionar una eficacia social semejante.
II. Armonía entre la ciencia y el arte, entre la teoría positiva y la práctica
22.—Puesto que la aptitud fundamental del espíritu positivo está desde ahora suficientemente
caracterizada respecto a la vida especulativa, ya no nos queda sino apreciarlo también en la vida activa, que,
sin poder mostrar en él ninguna propiedad realmente nueva, manifiesta, de manera mucho más completa y,
sobre todo, más decisiva, el conjunto de los atributos que le hemos reconocido. Aunque las concepciones
teológicas hayan sido necesarias mucho tiempo, incluso en este aspecto, para despertar y sostener el ardor
del hombre por la esperanza indirecta de una especie de imperio ilimitado, ha sido, no obstante, acerca de
esto donde el espíritu humano ha dado primero pruebas de su predilección final por los conocimientos
reales. En efecto, el estudio positivo de la naturaleza empieza hoy a estimarse universalmente, sobre todo
como base racional de la acción de la Humanidad sobre el mundo exterior. Nada es más acertado, en el
fondo, que este juicio vulgar y espontáneo; pues un destino semejante, cuando se aprecia convenientemente,
recuerda por necesidad, en el más feliz resumen, todos los grandes rasgos del verdadero espíritu filosófico,
tanto en cuanto a la racionalidad como en cuanto a la positividad. El orden natural que resulta, en cada caso
práctico, del conjunto de las leyes de los fenómenos respectivos, debe primero, evidentemente, sernos bien
conocido, para que podamos modificarlo en nuestro provecho o, por lo menos, adaptar a él nuestra
conducta, si toda intervención humana es imposible, como en los acontecimientos celestes. Tal aplicación es
propia, sobre todo, para hacer apreciable familiarmente esa previsión racional que, como hemos visto,
constituye, en todos aspectos, el principal carácter de la verdadera ciencia; pues la pura erudición, en que los
conocimientos, reales, pero incoherentes, consisten en hechos y no en leyes, no podría bastar,
evidentemente, para dirigir nuestra actividad: sería superfluo insistir aquí en una explicación tan poco
discutible. Es cierto que la exorbitante preponderancia que ahora se concede a los intereses materiales ha
llevado con demasiada frecuencia a comprender esta relación necesaria de modo que compromete
gravemente el porvenir de la ciencia, tendiendo a restringir las especulaciones positivas a las únicas
investigaciones de utilidad inmediata. Pero esta ciega disposición resulta sólo de una manera estrecha y falsa
de entender la gran relación de la ciencia con el arte, por no haber apreciado una y otro con suficiente
hondura. El estudio de la astronomía es el más apropiado de todos para rectificar tal tendencia, sea porque
su mayor sencillez permite abarcar mejor su conjunto, o en virtud de la espontaneidad más íntima de sus
aplicaciones correspondientes, que desde hace veinte siglos están evidentemente ligadas con las más sublimes
especulaciones, como este Tratado hará advertir con claridad. Pero importa, sobre todo, reconocer, a este
propósito, que la relación fundamental entre la ciencia y el arte no ha podido ser hasta aquí comprendida de
un modo conveniente, incluso en las mejores mentes, por una consecuencia necesaria de la insuficiente
503
extensión de la filosofía natural, todavía ajena a las investigaciones más importantes y difíciles, las que
conciernen directamente a la sociedad humana. En efecto, la concepción racional de la acción del hombre
sobre la naturaleza ha permanecido así limitada esencialmente al mundo inorgánico, de donde resultaría una
excitación científica demasiado imperfecta. Cuando esta inmensa laguna se haya llenado lo bastante, como
empieza hoy a estarlo, se podrá uno dar cuenta de la importancia fundamental de este gran destino práctico
para estimular habitualmente, e incluso a menudo para dirigirlas mejor, las más eminentes especulaciones,
bajo la única condición normal de una positividad constante. Pues el arte no será ya entonces tan sólo
geométrico, mecánico o químico, sino también y sobre todo político y moral, ya que la principal acción
ejercida por la Humanidad debe consistir, en todos aspectos, en el mejoramiento continuo de su propia
naturaleza, individual o colectiva, entre los límites que indica, como en todos los demás casos, el conjunto de
las leyes reales. Cuando esta espontánea solidaridad de la ciencia con el arte haya podido organizarse así de
modo conveniente, no puede dudarse que, lejos de tender en forma alguna a restringir las sanas
especulaciones filosóficas, les asignaría, a la inversa, un oficio final demasiado superior a su alcance efectivo,
si no se hubiera reconocido de antemano, como principio general, la imposibilidad de hacer al arte
puramente racional, es decir, de elevar nuestras previsiones teóricas al verdadero nivel de nuestras
necesidades prácticas. Hasta en las artes más sencillas y perfectas sigue siendo indispensable un constante
desarrollo, directo y espontáneo, sin que las indicaciones científicas puedan, en ningún caso, suplirlo
completamente. Por satisfactorias que hayan llegado a ser, por ejemplo, nuestras previsiones astronómicas,
su precisión es todavía, y será probablemente siempre, inferior a nuestras justas exigencias prácticas, como
tendré ocasión de indicar con frecuencia.
23.
—Esta
tendencia espontánea a constituir directamente una armonía entera entre la
vida especulativa y la vida activa debe mirarse al fin como el más feliz privilegio del espíritu positivo, ninguna
de cuyas otras propiedades puede manifestar tan bien su verdadero carácter y facilitar su ascendiente real.
Nuestro ardor especulativo se halla así, pues, mantenido, y hasta dirigido, por un poderoso estímulo
continuo, sin el cual la inercia natural de nuestra inteligencia la dispondría a menudo a satisfacer sus débiles
necesidades teóricas por explicaciones fáciles, pero insuficientes, mientras que el pensamiento de la acción
final recuerda siempre la condición de una precisión conveniente. Al mismo tiempo, este gran destino
práctico completa y circunscribe, en cada caso, la prescripción fundamental relativa al descubrimiento de las
leyes naturales, tendiendo a determinar, según las exigencias de la aplicación, el grado de extensión y
exactitud de nuestra previsión racional, cuya medida justa no podría, en general, fijarse de otro modo. Si, por
una parte, la perfección científica no podría sobrepujar un cierto límite, por debajo del cual, a la inversa, se
encontrará realmente siempre, no podría, por otra parte, franquearlo sin caer al mismo tiempo en una
consideración demasiado minuciosa, no menos quimérica que estéril, y que incluso comprometería finalmente todos los fundamentos de la verdadera ciencia, puesto que nuestras leyes no pueden nunca
representar los fenómenos más que con una cierta aproximación, más allá de la cual sería tan peligroso como
inútil llevar nuestras investigaciones. Cuando esta relación fundamental de la ciencia con el arte esté
sistematizada convenientemente, tenderá alguna vez, sin duda, a desacreditar tentativas históricas cuya
esterilidad radical sería indiscutible; pero, lejos de ofrecer ningún inconveniente real, esta inevitable
disposición resultará desde entonces muy favorable a nuestros verdaderos intereses especulativos,
previniendo esa vana pérdida de nuestras flacas energías mentales, que hoy resulta con excesiva frecuencia de
una ciega especialización. En la evolución preliminar del espíritu positivo ha tenido que aplicarse en todas
partes a las cuestiones, cualesquiera que fueran, que le resultaban accesibles, sin indagar demasiado su
importancia final, derivada de su relación peculiar con un conjunto que no podía primero ser advertido. Pero
este instinto provisional, sin el cual la ciencia hubiera carecido entonces de un alimento conveniente, debe
acabar por subordinarse habitualmente a una justa apreciación sistemática, tan pronto como la plena
madurez del estado positivo haya permitido aprehender siempre lo bastante las verdaderas relaciones
esenciales de cada parte con el todo, de manera que ofrezca constantemente un ancho horizonte a las más
eminentes investigaciones, evitando, sin embargo, toda especulación pueril.
24. —A
propósito de esta íntima armonía entre la ciencia y el arte, importa finalmente
observar en especial la feliz tendencia que de ella resulta para desarrollar y consolidar el ascendiente social de
504
la sana filosofía, por una consecuencia espontánea de la preponderancia creciente que obtiene,
evidentemente, la vida industrial en nuestra civilización moderna. La filosofía teológica no podía realmente
convenir sino a aquellos tiempos necesarios de sociabilidad preliminar, en que la actividad humana debe ser
militar esencialmente, a fin de preparar poco a poco una asociación normal y completa, que al principio era
imposible, según la teoría histórica que he establecido en otro lugar. El politeísmo se adaptaba sobre todo al
sistema de conquista de la antigüedad, y el monoteísmo a la organización defensiva de la edad media.
Haciendo prevalecer cada vez más la vida industrial, la sociabilidad moderna debe, pues, secundar
poderosamente la gran revolución mental que hoy eleva nuestra inteligencia, definitivamente, del régimen
teológico al régimen positivo. No sólo esta activa tendencia cotidiana al mejoramiento práctico de la
condición humana es por necesidad poco compatible con las preocupaciones religiosas, siempre relativas,
sobre todo en el monoteísmo, a un destino del todo diferente. Sino que, además, tal actividad es propia para
suscitar finalmente una oposición universal, tan radical como espontánea, a toda filosofía teológica. De un
lado, en efecto, la vida industrial es, en el fondo, directamente contraria a todo optimismo providencial,
puesto que supone necesariamente que el orden natural es lo bastante imperfecto para exigir sin cesar la
intervención humana, mientras que la teología no admite lógicamente otro medio de modificarlo que
solicitar un apoyo sobrenatural. En segundo lugar, esta oposición, inherente al conjunto de nuestras
concepciones industriales, se reproduce continuamente, en formas muy variadas, en el cumplimiento especial
de nuestras operaciones, en que debemos considerar el mundo exterior, no como dirigido por cualesquiera
voluntades, sino como sometido a leyes, susceptibles de permitirnos una suficiente previsión, sin la cual
nuestra actividad práctica carecería de toda base racional. Así, la misma correlación fundamental que hace a
la vida industrial tan favorable al ascendente filosófico del espíritu positivo, le imprime, en otro aspecto, una
tendencia antiteológica, más o menos pronunciada, pero pronto o tarde inevitable, por grandes que hayan
podido ser los continuos esfuerzos de la sabiduría sacerdotal para contener o templar el carácter
antiindustrial de la filosofía de los comienzos, con la cual sólo la vida guerrera era suficientemente
conciliable. Tal es la íntima solidaridad que hace participar involuntariamente desde hace mucho tiempo a
todos los espíritus modernos, incluso los más groseros y rebeldes, en la sustitución gradual de la antigua
filosofía teológica por una filosofía plenamente positiva, única susceptible en adelante de un verdadero
ascendiente social.
III. Incompatibilidad final de la ciencia con la teología
25.—De esta manera somos llevados a completar finalmente la apreciación directa del verdadero
espíritu filosófico por una última explicación que, aun siendo sobre todo negativa, resulta realmente
indispensable hoy para acabar de caracterizar suficientemente la naturaleza y las condiciones de la gran
renovación mental que ahora necesita lo más escogido de la Humanidad, manifestando directamente la
incompatibilidad última de las concepciones positivas con todas las opiniones teológicas, sean cualesquiera,
tanto monoteístas como politeístas o fetichistas. Las diversas consideraciones indicadas en este Discurso han
demostrado ya implícitamente la imposibilidad de ninguna conciliación duradera entre las dos filosofías, sea
en cuanto al método o a la doctrina; de modo que toda incertidumbre sobre este punto puede aquí disiparse
fácilmente. Sin duda,la ciencia y la teología no están, en primer término, en abierta oposición, puesto que no
se proponen los mismos problemas; esto es lo que ha permitido durante largo tiempo el despliegue parcial
del espíritu positivo, a pesar del ascendiente general del espíritu teológico e incluso, en muchos aspectos,
bajo su tutela previa. Pero cuando la positividad racional, primero limitada a humildes investigaciones
matemáticas, que la teología había desdeñado tocar especialmente, empezó a extenderse al estudio directo de
la naturaleza, sobre todo por las teorías astronómicas, la colisión se hizo inevitable, aunque latente, en virtud
del contraste fundamental, a la vez científico y lógico, desarrollado desde entonces progresivamente entre
ambos órdenes de ideas. Los mismos motivos lógicos por los que la ciencia renuncia radicalmente a los
misteriosos problemas de que la teología por esencia se ocupa, son propios para desacreditar, tarde o
temprano, en todas las buenas inteligencias, especulaciones que se rechazan como necesariamente inaccesibles a la razón humana. Además, la prudente reserva con que el espíritu positivo procede gradualmente
respecto a asuntos muy fáciles, debe hacer apreciar indirectamente la loca temeridad del espíritu teológico
505
frente a las cuestiones más difíciles. Sin embargo, la incompatibilidad de las dos filosofías debe hacerse
patente, sobre todo, por las doctrinas, en la mayoría de las inteligencias, que de ordinario se afectan
demasiado poco por las meras disidencias metódicas, aunque éstas sean en el fondo las más graves, como
fuente necesaria de todas las demás. Ahora bien; en este nuevo aspecto, no se puede desconocer la oposición
radical de los dos órdenes de concepciones, en que los mismos fenómenos son tan pronto atribuidos a
voluntades directrices, tan pronto referidos a leyes invariables. La movilidad regular, naturalmente inherente
a toda idea de voluntad, no puede en modo alguno estar de acuerdo con la constancia de las relaciones
reales. De esta forma, a medida que las leyes físicas han sido conocidas, el imperio de las voluntades
sobrenaturales se ha tenido que restringir cada vez más, quedando consagrado siempre, sobre todo, a los
fenómenos cuyas leyes permanecían ignoradas. Una incompatibilidad semejante resulta directamente
evidente cuando se opone la previsión racional, que constituye el principal carácter de la verdadera ciencia, a
la adivinación por revelación especial, que la teología tiene que representar como aquello que ofrece el único
medio legítimo de conocer el futuro. Es cierto que el espíritu positivo, llegado a su completa madurez, tiende
también a subordinar la voluntad misma a verdaderas leyes, cuya existencia es supuesta, en efecto,
tácitamente, por la razón vulgar, puesto que los esfuerzos prácticos para modificar y prever las voluntades
humanas no podrían tener sin ello ningún fundamento razonable. Pero una noción tal no conduce en modo
alguno a conciliar los dos modos opuestos según los cuales la ciencia y la teología conciben necesariamente
la dirección efectiva de los diversos fenómenos. Pues una previsión semejante y la conducta que de ella
resulta exigen evidentemente un profundo conocimiento real del ser en cuyo seno las voluntades se
producen. Pero este fundamento previo no podría proceder más que de un ser por lo menos igual, juzgando
así por semejanza; no se le puede concebir procedente de uno inferior, y la contradicción aumenta con la
desigualdad de naturaleza. También la teología ha rechazado siempre la pretensión de penetrar de algún
modo los designios providenciales, como sería absurdo suponer a los últimos animales la facultad de prever
las voluntades del hombre o de otros animales superiores. Sin embargo, a esta loca hipótesis se vería uno
necesariamente conducido para conciliar por último el espíritu teológico con el espíritu positivo.
26.—Considerada históricamente, su radical oposición, aplicable a todas las fases esenciales de la
filosofía inicial, se admite generalmente desde hace mucho tiempo para aquellas que han franqueado del todo
los pueblos más adelantados. Incluso es cierto que, respecto a ellas, se exagera mucho tal incompatibilidad,
acausa de ese absoluto desdén que inspiran ciegamente nuestras costumbres monoteístas por los dos estados
anteriores del régimen teológico. La sana filosofía, siempre obligada a apreciar el modo necesario según el
que cada una de las grandes fases sucesivas de la Humanidad ha concurrido efectivamente a nuestra
evolución fundamental, rectificará con cuidado estos prejuicios injustos, que impiden toda verdadera teoría
histórica. Pero aunque el politeísmo, y hasta el fetichismo, hayan secundado realmente, en un principio, el
despliegue espontáneo del espíritu de observación, se debe reconocer, sin embargo, que no podían ser
verdaderamente compatibles con el sentimiento gradual de la invariabilidad de las relaciones físicas tan
pronto como éste pudo adquirir cierta consistencia sistemática. Además, se debe concebir esa inevitable
oposición como la principal fuente secreta de las diversas transformaciones que han descompuesto
sucesivamente la filosofía teológica, reduciéndola cada vez más. Este es el lugar de completar, sobre este
punto, la explicación indispensable indicada al comienzo de este Discurso, donde esta disolución gradual ha
sido especialmente atribuida al estado metafísico propiamente dicho, que, en el fondo, no podía ser sino su
simple órgano, y nunca el agente verdadero. Es menester observar, en efecto, que el espíritu positivo, a causa
del defecto de generalidad que debía caracterizar su lenta evolución parcial, no podía formular de manera
conveniente sus propias tendencias filosóficas, que apenas se han hecho directamente sensibles durante
nuestros últimos siglos. De aquí resultaba la necesidad especial de la intervención metafísica, que ella sólo
podía sistematizar convenientemente la oposición espontánea de la ciencia naciente a la antigua teología.
Pero, aunque tal oficio haya debido hacer exagerar mucho la importancia efectiva de este espíritu de
transición, es, sin embargo, fácil reconocer que el progreso natural de los conocimientos reales deba sólo una
seria consistencia a su ruidosa actividad. Este continuo progreso, que incluso había determinado primero, en
el fondo, la transformación del fetichismo en politeísmo, ha constituido luego, sobre todo, la fuente esencial
de la reducción del politeísmo al monoteísmo. Como la colisión hubo de realizarse principalmente por las
506
teorías astronómicas, este Tratado me proporcionará la ocasión natural de caracterizar el grado preciso de su
desarrollo, al que hay que atribuir, en realidad, la irrevocable decadencia mental del régimen politeísta, que
entonces reconoceremos lógicamente incompatible con la fundación decisiva de la astronomía matemática
por la escuela de Tales.
27. —El
estudio racional de esta oposición demuestra claramente que no podía limitarse a la
teología antigua, y que tuvo que extenderse después al monoteísmo mismo, aunque su energía hubo de
disminuir con su necesidad, a medida que el espíritu teológico seguía decayendo, a causa del mismo progreso
espontáneo. Sin duda, esta fase extrema de la filosofía inicial era mucho menos contraria que las precedentes
al despliegue de los conocimientos reales, que no encontraban ya en ella, a cada paso, la peligrosa
competencia de una explicación sobrenatural formulada especialmente. También fue, sobre todo, bajo este
régimen monoteísta cuando hubo de realizarse la evolución preliminar del espíritu positivo. Pero la
incompatibilidad, no por ser menos explícita y más tardía dejaba de ser al fin inevitable, incluso antes de la
época en que la nueva filosofía se hubiera hecho lo bastante general para tomar un carácter verdaderamente
orgánico, reemplazando irrevocablemente a la teología en su oficio social como en su destino mental. Como
el conflicto ha debido realizarse una vez más por la astronomía, demostraré aquí con precisión qué evolución
más adelantada ha extendido necesariamente hasta el más simple monoteísmo su oposición radical, limitada
antes al politeísmo propiamente dicho: se reconocerá entonces que esta inevitable influencia resulta del
descubrimiento del doble movimiento de la Tierra, seguido poco después de la fundación de la mecánica
celeste. En el estado actual de la razónhumana, se puede afirmar que el régimen monoteísta, favorable
durante mucho tiempo al primitivo despliegue de los conocimientos reales, estorba profundamente la
marcha sistemática que deben tomar en adelante, impidiendo al sentimiento fundamental de la invariabilidad
de las leyes físicas adquirir finalmente su indispensable plenitud filosófica. Pues el pensamiento continuo de
una súbita perturbación arbitraria en la economía natural debe permanecer siempre inseparable, al menos
virtualmente, de toda teología, cualquiera que ella sea, incluso reducida tanto como sea posible. Sin un
obstáculo semejante, en efecto, que no puede cesar más que por el completo desuso del espíritu teológico, el
espectáculo diario del orden real habría ya determinado una universal adhesión al principio fundamental de la
filosofía positiva.
—Varios
28.
siglos antes de que el desarrollo científico permitiera apreciar directamente
esta oposición radical, la transición metafísica había intentado, bajo su secreto impulso, restringir, en el
mismo seno del monoteísmo, el ascendiente de la teología, haciendo prevalecer abstractamente, en el último
período de la edad media, la célebre doctrina escolástica que sujeta la acción efectiva del motor supremo a
leyes invariables, que habría establecido primitivamente, vedándose el cambiarlas nunca. Pero esta especie de
transacción espontánea entre el principio teológico y el principio positivo no suponía, evidentemente, más
que una existencia pasajera, propia para facilitar más la decadencia continua del uno y el triunfo gradual del
otro. Su imperio mismo estaba limitado esencialmente a los espíritus cultivados; pues, mientras la fe subsistió
realmente, el instinto popular hubo de rechazar siempre con energía una concepción que, en el fondo, tendía
a anular el poder providencial, condenándolo a una sublime inercia, que dejaba toda la actividad habitual a la
gran entidad metafísica, estando así la naturaleza asociada al gobierno universal, como ministro obligado y
responsable, a quien debían dirigirse en adelante la mayoría de las quejas y las súplicas. Se ve que, en todos
los aspectos esenciales, esta concepción se asemeja mucho a la que la situación moderna ha hecho prevalecer
cada vez más respecto a la monarquía constitucional; y esta analogía no es de ningún modo fortuita, puesto
que el tipo teológico ha proporcionado, en efecto, la base racional del tipo político. Esta doctrina
contradictoria, que destruye la eficacia social del principio teológico, sin consagrar el ascendiente
fundamental del principio positivo, no podría corresponder a ningún estado verdaderamente normal y
duradero: constituye sólo el más poderoso de los medios de transición propios del último oficio necesario
del espíritu metafisico.
29.—Finalmente, la incompatibilidad necesaria de la ciencia con la teología ha tenido que
manifestarse también en otra forma general, especialmente adaptada al estado monoteísta, haciendo resaltar
cada vez más la radical imperfección del orden real, que así se opone al inevitable optimismo providencial.
Este optimismo, sin duda, ha seguido siendo conciliable mucho tiempo con el espontáneo despliegue de los
507
conocimientos positivos, porque un primer análisis de la naturaleza debía inspirar entonces en todas partes
una ingenua admiración por el modo de realizarse de los principales fenómenos que constituyen el orden
efectivo. Pero esta disposición inicial tiende luego a desaparecer, no menos necesariamente, a medida que el
espíritu positivo, tomando un carácter cada vez más sistemático, sustituye poco a poco, al dogma de las
causas finales, el principio de las condiciones de existencia, que ofrece, en mayor grado, todas sus propiedades
lógicas, sin presentar ninguno de sus graves riesgos científicos. Entonces deja uno de asombrarse de que la
constitución de los seres naturales se encuentre, en cada caso, dispuesta de manera que permita la realización
de sus fenómenos efectivos. Estudiando con cuidado esta inevitable armonía, con el único designio de
conocerla mejor, se acaba luego por observar las profundas imperfecciones que presenta, en todos aspectos,
el orden real, casi siempre inferior ensabiduría a la economía artificial que establece nuestra débil
intervención humana en su limitado dominio. Como estos vicios naturales deben de ser tanto más grandes
cuanto se trate de fenómenos más complejos, las indicaciones irrecusables que nos ofrezca, en este aspecto,
el conjunto de la astronomía, bastarán aquí para hacer presentir cuánto debe extenderse una apreciación
semejante, con nueva energía filosófica, a todas las demás partes esenciales de la ciencia real. Pero importa,
sobre todo, comprender, en general, a propósito de esta crítica, que no tiene sólo un destino pasajero, a
título de medio antiteológico. Se enlaza, de un modo más íntimo y duradero, al espíritu fundamental de la
filosofía positiva, en la relación general entre la especulación y la acción. Si, por una parte, nuestra activa
intervención permanente descansa, ante todo, en el conocimiento exacto de la economía natural, de la cual
nuestra economía artificial no debe constituir, en todos aspectos, sino el mejoramiento progresivo, no es
menos cierto, por otra parte, que así suponemos la imperfección necesaria de aquel orden espontáneo, cuya
modificación gradual constituye el fin cotidiano de todos nuestros esfuerzos, individuales o colectivos.
Haciendo abstracción de toda crítica pasajera, la justa apreciación de los diversos inconvenientes que
pertenecen a la constitución efectiva del mundo real debe ser, pues, concebida desde ahora como inherente
al conjunto de la filosofía positiva, hasta frente a los casos inaccesibles a nuestros débiles medios de
perfeccionamiento, a fin de conocer mejor, sea nuestra condición fundamental, sea el destino esencial de
nuestra actividad continua.
Capítulo III
Atributos correlativos del espíritu positivo y del buen sentido
I. De la palabra positivo: sus diversas acepciones resumen los atributos del verdadero espíritu
filosófico
30. —El
concurso espontáneo de las diversas consideraciones generales indicadas en este
Discurso basta ahora para caracterizar aquí, en todos sus principales aspectos, el verdadero espíritu filosófico,
que, después de una lenta evolución preliminar, alcanza hoy su estado sistemático. En vista de la obligación
evidente, en que estamos desde ahora, de calificarlo habitualmente con una breve denominación especial, he
debido preferir aquella a quien esa universal preparación ha procurado cada vez más, durante los tres siglos
últimos, la preciosa propiedad de resumir lo mejor posible el conjunto de sus atributos fundamentales.
Como todos los términos vulgares elevados así gradualmente a la dignidad filosófica, la palabra positivo
ofrece, en nuestras lenguas occidentales, varias acepciones distintas, aun apartando el sentido grosero que se
une al principio a ella en los espíritus poco cultivados. Pero importa anotar aquí que todas estas diversas
significaciones convienen igualmente a la nueva filosofía general, de la que indican alternativamente
diferentes propiedades características: así, esta aparente ambigüedad no ofrecerá en adelante ningún
inconveniente real. Habrá que ver en ella, por el contrario, uno de los principales ejemplos de esa admirable
condensación de fórmulas que, en los pueblos adelantados, reúne en una sola expresión usual varios
atributos distintos, cuando la razón pública ha llegado a reconocer su permanente conexión.
31. —Considerada en primer lugar en su acepción más antigua y más común, la palabra
positivo designa lo real, por oposición a lo quimérico: en este aspecto, conviene plenamente al nuevo espíritu
508
filosófico, caracterizado así por consagrarse constantemente a las investigaciones verdaderamente asequibles
a nuestra inteligencia, con exclusión permanente de los impenetrables misterios con que se ocupaba sobre
todo su infancia. En un segundo sentido, muy próximo al precedente, pero distinto, sin embargo, este
término fundamental indica el contraste de lo útil y lo inútil: entonces recuerda, en filosofía, el destino
necesario de todas nuestras sanas especulaciones para el mejoramiento continuo de nuestra verdadera
condición, individual y colectiva, en lugar de la vana satisfacción de una estéril curiosidad. Según una tercera
significación usual, se emplea con frecuencia esta feliz expresión para calificar la oposición entre la certeza y
la indecisión: indica así la aptitud característica de tal filosofía para constituir espontáneamente la armonía
lógica en el individuo y la comunión espiritual en la especie entera, en lugar de aquellas dudas indefinidas y
de aquellas discusiones interminables que había de suscitar el antiguo régimen mental. Una cuarta acepción
ordinaria, confundida con demasiada frecuencia con la precedente, consiste en oponer lo preciso a lo vago:
este sentido recuerda la tendencia constante del verdadero espíritu filosófico aobtener en todo el grado de
precisión compatible con la naturaleza de los fenómenos y conforme con la exigencia de nuestras verdaderas
necesidades; mientras que la antigua manera de filosofar conducía necesariamente a opiniones vagas, ya que
no llevaba consigo una indispensable disciplina más que por una constricción permanente, apoyada en una
autoridad sobrenatural.
32.
—Es menester, por último, observar especialmente una quinta aplicación, menos usada
que las otras, aunque por otra parte igualmente universal, cuando se emplea la palabra positivo como lo
contrario de negativo. En este aspecto, indica una de las más eminentes propiedades de la verdadera filosofía
moderna, mostrándola destinada sobre todo, por su naturaleza, no a destruir, sino a organizar. Los cuatro
caracteres generales que acabamos de recordar la distinguen a la vez de todos los modos posibles, sean
teológicos o metafísicos, propios de la filosofía inicial. Esta última significación, que por otra parte indica
una continua tendencia del nuevo espíritu filosófico, ofrece hoy una importancia especial para caracterizar
directamente una de sus principales diferencias, no ya con el espíritu teológico, que fue, durante mucho
tiempo, orgánico, sino con el espíritu metafisico propiamente dicho, que nunca ha podido ser más que
crítico. Cualquiera que haya sido, en efecto, la acción disolvente de la ciencia real, esta influencia fue siempre
en ella puramente indirecta y secundaria: su mismo defecto de sistematización impedía hasta ahora que
pudiera ser de otro modo; y el gran oficio orgánico que ahora le ha cabido en suerte se opondría en adelante
a tal atribución accesoria, que, por lo demás, tiende a hacer superflua. La sana filosofía rechaza radicalmente,
es cierto, todas las cuestiones necesariamente insolubles: pero, al justificar por qué las desecha, evita el negar
nada respecto a ellas, lo que sería contradictorio con aquel desuso sistemático, por el cual solamente deben
extinguirse todas las opiniones verdaderamente indiscutibles. Más imparcial y más tolerante para con cada
una de ellas, en vista de su común indiferencia, que pueden serlo sus partidarios opuestos, se aplica a apreciar
históricamente su influencia respectiva, las condiciones de su duración y los motivos de su decadencia, sin
pronunciar nunca ninguna negación absoluta, ni siquiera cuando se trata de las doctrinas más antipáticas al
estado actual de la razón humana en los pueblos adelantados. Así es como hace justicia, escrupulosamente,
no sólo a los diversos sistemas de monoteísmo distintos del que hoy expira entre nosotros, sino también a
las creencias politeístas, o incluso fetichistas, refiriéndolas siempre a las fases correspondientes de la
evolución fundamental. En el aspecto dogmático, profesa por otra parte que cualesquiera concepciones de
nuestra imaginación, cuando su naturaleza les hace forzosamente inaccesibles a toda observación, no son
desde ese momento más susceptibles de negación que de afirmación, verdaderamente decisivas. Nadie, sin
duda, ha demostrado nunca lógicamente la no existencia de Apolo, de Minerva, etc., ni la de las hadas
orientales o de las diversas creaciones poéticas; lo que en ningún caso ha impedido al espíritu humano no
abandonar irrevocablemente los dogmas antiguos, cuando han dejado por último de convenir al conjunto de
su situación.
33.—El único carácter esencial del nuevo espíritu filosófico que no haya sido aún indicado
directamente por la palabra positivo, consiste en su tendencia necesaria a sustituir en todo lo relativo a lo
absoluto. Pero este gran atributo, a un tiempo científico y lógico, es de tal modo inherente a la naturaleza
fundamental de los conocimientos reales, que su consideración general no tardará en enlazarse íntimamente
509
con los diversos aspectos que esta fórmula combine ya, cuando el moderno régimen intelectual, hasta ahora
parcial y empírico, pase comúnmente al estado sistemático. La quinta acepción que acabamos de apreciar es
propia sobre todo para determinar esta última condensación del nuevo lenguaje filosófico, desde entonces
plenamente constituido, según la evidente afinidad de las dos propiedades.
Se concibe, en efecto, que la naturaleza absoluta de las viejas doctrinas, sean teológicas o metafísicas,
determinaba necesariamente a cada una de ellas a resultar negativa respecto a todas las demás, so pena de
degenerar ella misma en un absurdo eclecticismo. Al contrario, en virtud de su genio relativo es como la
nueva filosofía puede apreciar el valor propio de las teorías que le son más opuestas, sin ir a parar nunca, sin
embargo, a ninguna concesión vana, susceptible de alterar la nitidez de sus miras o la firmeza de sus
decisiones. Hay, pues, realmente ocasión de presumir, según el conjunto de una apreciación especial
semejante, que la fórmula empleada aquí para calificar habitualmente esta filosofía definitiva recordará en
adelante, a todas las buenas inteligencias, la combinación efectiva entera de sus diversas propiedades
características.
II. Correlación, espontánea y luego sistemática, entre el espíritu positivo y el buen sentido universal
34.—Cuando se busca el origen fundamental de tal modo de filosofar, no se tarda en reconocer que
su espontaneidad elemental coincide realmente con los primeros ejercicios prácticos de la razón humana,
pues el conjunto de las explicaciones indicadas en este Discurso demuestra con claridad que todos sus
atributos principales son, en el fondo, los mismos que los del buen sentido universal. A pesar del ascendiente
mental de la más grosera teología, la conducta diaria de la vida activa ha debido siempre suscitar, respecto a
cada orden de fenómenos, un cierto bosquejo de las leyes naturales y de las previsiones correspondientes, en
algunos casos particulares, que sólo parecían entonces secundarios o excepcionales: tales son, en efecto, los
gérmenes necesarios de la positividad, que debía ser durante mucho tiempo empírica antes de poder llegar a
ser racional. Importa mucho advertir que, en todos los aspectos esenciales, el verdadero espíritu filosófico
consiste sobre todo en la extensión sistemática del simple buen sentido a todas las especulaciones
verdaderamente accesibles. Su dominio es radicalmente idéntico, puesto que los mayores problemas de la
sana filosofía se refieren en todo a los fenómenos más vulgares, frente a los que los casos artificiales no
constituyen sino una preparación más o menos indispensable. Son, de una y otra parte, el mismo punto de
partida experimental, el mismo fin de poner en relación y prever, la misma preocupación continua por la
realidad, la misma intención final de utilidad. Toda su diferencia esencial consiste en la generalidad
sistemática de uno, gracias a su abstracción necesaria, opuesta a la incoherente especialidad del otro, ocupado
siempre con lo concreto.
35.—Considerada en el aspecto dogmático, esta conexión fundamental representa la ciencia
propiamente dicha como una mera prolongación metódica de la sabiduría universal. Así, lejos de volver a
poner nunca en cuestión lo que ésta ha decidido verdaderamente, las sanas especulaciones filosóficas deben
tomar siempre de la razón sus nociones iniciales, para hacerles adquirir, por una elaboración sistemática, un
grado de generalidad y de consistencia que no podían obtener espontáneamente. Durante todo el curso de
esta elaboración, la permanente vigilancia de esta sabiduría vulgar conserva, por otra parte, una gran
importancia para prevenir, cuanto sea posible, las diversas aberraciones, por negligencia o por ilusión, que
suscita a menudo el continuo estado de abstracción indispensable a la actividad filosófica. A pesar de su
afinidad necesaria, el buen sentido propiamente dicho debe permanecer preocupado, sobre todo, de la
realidad y la utilidad, mientras que el espíritu especialmente filosófico tiende más a apreciar la generalidad y la
conexión, de manera que su doble reacción cotidiana resulta igualmente favorable para cada uno de ellos,
consolidando en él las cualidades fundamentales que se alterarían naturalmente. Una relación semejante
indica al mismo tiempo cómoson necesariamente huecas y estériles las investigaciones especulativas
dirigidas, en un asunto cualquiera, a los primeros principios, que, debiendo emanar siempre de la sabiduría
vulgar, no pertenecen nunca al verdadero dominio de la ciencia, de la que constituyen, por el contrario, los
fundamentos espontáneos y desde ese momento indiscutibles, lo cual suprime una multitud de controversias,
ociosas o arriesgadas, que nos ha dejado el antiguo régimen mental. Se puede así ver igualmente la profunda
510
vaciedad final de todos los estudios previos relativos a la lógica abstracta, en que se trata de apreciar el
verdadero método filosófico, aislado de toda aplicación a cualquier orden de fenómenos. En efecto, los
únicos principios verdaderamente generales que se puedan establecer a este respecto se reducen por
necesidad, como es fácil comprobarlo en los más célebres de estos aforismos, a algunas máximas
indiscutibles, pero evidentes, tomadas de la razón común, y que no añaden en verdad nada esencial a las
indicaciones que resultan, en todas las buenas inteligencias, de un mero ejercicio espontáneo. En cuanto al
modo de adaptar esas reglas universales a los diversos órdenes de nuestras especulaciones positivas, lo que
constituiría la verdadera dificultad y la utilidad real de tales preceptos lógicos, no podría traer consigo una
verdadera apreciación sino tras un análisis especial de los estudios correspondientes, conforme a la
naturaleza propia de los fenómenos considerados. La sana filosofía no separa, pues, nunca la lógica de la
ciencia, ya que el método y la doctrina no pueden, en cada caso, juzgarse bien más que según sus verdaderas
relaciones mutuas: no es más posible, en el fondo, dar a la lógica que a la ciencia un carácter universal por
concepciones puramente abstractas, independientes de todo fenómeno determinado; las tentativas de este
género indican aún la secreta influencia del espíritu absoluto inherente al régimen teológico-metafísico.
36. —Considerada ahora en el aspecto histórico, esta íntima solidaridad natural entre el genio
propio de la verdadera filosofía y el simple buen sentido universal muestra el origen espontáneo del espíritu
positivo, que resulta en todo, en efecto, de una reacción especial de la razón práctica sobre la razón teórica,
cuyo carácter inicial ha sido así siempre modificado cada vez más. Pero esta transformación gradual no podía
realizarse a la vez, ni sobre todo con igual velocidad, en las diversas clases de especulaciones abstractas, todas
primitivamente teológicas, como lo hemos reconocido. Este constante impulso concreto no podía hacer
penetrar en ellas el espíritu positivo más que según un orden determinado, conforme a la complejidad
creciente de los fenómenos, y que será explicado directamente más tarde. La positividad abstracta, nacida
necesariamente en los más sencillos estudios matemáticos y propagada después por vía de afinidad
espontánea o de imitación instintiva, no podía, pues, ofrecer primero más que un carácter especial y hasta, en
muchos aspectos, empírico, que había de disimular durante mucho tiempo, a la mayoría de sus promotores,
ya su incompatibilidad inevitable con la filosofía inicial, ya, sobre todo, su tendencia radical a fundar un
nuevo régimen lógico. Sus continuos progresos, bajo el impulso creciente de la razón vulgar, no podían
determinar entonces directamente sino el triunfo previo del espíritu metafísico, destinado, por su generalidad
espontánea, a servirle de órgano filosófico, durante los siglos transcurridos entre la preparación mental del
monoteísmo y su pleno establecimiento social, después del cual el régimen ontológico, habiendo obtenido
todo el ascendiente que suponía su naturaleza, se hizo pronto opresivo para el desarrollo científico, que
había secundado hasta entonces. Además, el espíritu positivo no pudo manifestar de un modo suficiente su
propia tendencia filosófica hasta que se vio llevado finalmente, por esta opresión, a luchar especialmente
contra el espíritu metafísico, con quien había tenido que parecer confundido mucho tiempo. Por esto, la
primera fundación sistemática de la filosofía positiva no podría remontarse más allá de la memorable crisis
en que el conjunto del régimen ontológico empezó a sucumbir, en todo el Occidente europeo, bajo el
concurso espontáneo de dos admirables impulsos mentales, científico el uno, emanado de Kepler y Galileo,
y filosófico el otro, debido a Bacon y a Descartes. La imperfecta unidad metafísica constituida al fin de la
edad media quedó desde entonces irrevocablemente disuelta, como la ontología griega había ya destruido
para siempre la gran unidad teológica, correspondiente al politeísmo. Desde esta crisis, verdaderamente
decisiva, el espíritu positivo, creciendo en dos siglos más que había podido hacerlo durante toda su larga
carrera anterior, no ha dejado otra unidad mental posible que la que resultaría de su propio ascendiente
universal, ya que cada nuevo dominio adquirido sucesivamente por él no puede ya volver nunca a la teología
ni a la metafísica, en virtud de la consagración definitiva que estas adquisiciones crecientes encontraban cada
vez más en la razón vulgar. Sólo por una sistematización semejante la sabiduría teórica devolverá
verdaderamente a la sabiduría práctica un equivalente digno, en generalidad y en consistencia, del oficio
fundamental que ha recibido de ésta, en realidad y en eficacia, durante su lenta iniciación gradual, pues las
nociones positivas obtenidas en los dos últimos siglos son, a decir verdad, mucho más preciosas como
materiales ulteriores de una nueva filosofía general que por su valor especial y directo, puesto que la mayor
parte de ellas no han podido adquirir aún su carácter definitivo, ni científico, ni siquiera lógico.
511
37.
—El conjunto de nuestra evolución mental, y sobre todo el gran movimiento acontecido,
en Europa occidental, desde Descartes y Bacon, no dejan, pues, en adelante otra salida posible que constituir
al fin, después de tantos preámbulos necesarios, el estado verdaderamente normal de la razón humana,
procurando al espíritu positivo la plenitud y la racionalidad que le faltan todavía para establecer, entre el
genio filosófico y el buen sentido universal, una armonía que hasta ahora no había podido existir de modo
suficiente. Ahora bien; estudiando estas dos condiciones simultáneas, de complemento y de sistematización,
que debe hoy cumplir la ciencia real para elevarse a la dignidad de una verdadera filosofía, no se tarda en
reconocer que coinciden finalmente. Por una parte, en efecto, la gran crisis inicial de la positividad moderna
no ha dejado esencialmente fuera del movimiento científico propiamente dicho más que las teorías morales y
sociales, que han quedado desde entonces en un irracional aislamiento, bajo el estéril dominio del espíritu
teológico-metafísico: en llevarlas también, por tanto, al estado positivo debía consistir en nuestros días la
última prueba del verdadero espíritu filosófico, cuya extensión sucesiva a todos los demás fenómenos
fundamentales estaba ya bastante bosquejada. Pero, por otra parte, esta última expansión de la filosofía
natural tendía espontáneamente a sistematizarla luego, constituyendo el único punto de vista, científico o
lógico, que pueda dominar el conjunto de nuestras especulaciones reales, siempre reductibles, por necesidad,
al aspecto humano, es decir, social, único susceptible de una universalidad activa. Tal es el doble fin
filosófico de la elaboración fundamental, a un tiempo especial y general, que me he atrevido a emprender en
la obra citada al comienzo de este Discurso: los más eminentes pensadores contemporáneos la juzgan así
bastante acabada para haber ya puesto las verdaderas bases directas de la revolución mental entera,
proyectada por Bacon y Descartes, pero cuya ejecución decisiva estaba reservada a nuestro siglo.
Segunda parte Superioridad social del espíritu positivo
Capítulo I
Organización de la revolución
38.
—Para
que esta sistematización final de las concepciones humanas esté hoy lo
bastante caracterizada, no basta apreciar, como acabamos de hacer, su destino teórico; es menester también
considerar aquí, de manera distinta, aunque sumaria, su necesaria aptitud para constituir la única salida
intelectual que pueda tener realmente la inmensa crisis social desarrollada, desde hace medio siglo, en todo el
Occidente europeo y sobre todo en Francia.
I. Impotencia de las escuelas actuales
39.
—Mientras
se realizaba gradualmente, durante los cinco últimos siglos, la
irrevocable disolución de la filosofía teológica, el sistema político cuya base mental formaba sufría cada vez
más una descomposición no menos radical, presidida de igual manera por el espíritu metafisico. Este doble
movimiento negativo tenía por órganos esenciales y solidarios, de un lado, las universidades, primero
emanadas, pero pronto rivales del poder sacerdotal; de otro lado, las diversas corporaciones de legistas,
gradualmente hostiles a los poderes feudales: únicamente, a medida que la acción crítica se diseminaba, sus
agentes, sin cambiar de naturaleza, se hacían más numerosos y subalternos; de modo que, en el siglo XVIII,
la principal actividad revolucionaria hubo de pasar, en el orden filosófico, de los doctores propiamente
dichos a los meros literatos, y luego, en el orden político, de los jueces a los abogados. La Gran Crisis final
comenzó necesariamente cuando esta común decadencia, espontánea primero, luego sistemática, a la que,
por otra parte, todas las clases, sin distinción, de la sociedad moderna habían contribuido de diversos modos,
llegó por fin al punto de hacer universalmente irrecusable la imposibilidad de conservar el régimen antiguo y
la necesidad creciente de un orden nuevo. Desde su origen, esta crisis tendió siempre a transformar en un
vasto movimiento orgánico el movimiento crítico de los cinco siglos anteriores, presentándose como
destinada sobre todo a realizar directamente la regeneración social, todos cuyos preámbulos negativos se
hallaban ya suficientemente terminados. Pero esta transformación decisiva, aunque cada vez más urgente, ha
512
tenido que ser hasta ahora esencialmente imposible, por falta de una filosofía verdaderamente propia para
procurarle una indispensable base intelectual. Al mismo tiempo en que la realización suficiente de la previa
descomposición exigía el desuso de las doctrinas puramente negativas que la habían dirigido, una ilusión
fatal, entonces inevitable, condujo, a la inversa, a conceder espontáneamente al espíritu metafísico, el único
activo durante este largo preámbulo, la presidencia general del movimiento de reorganización. Cuando una
experiencia plenamente decisiva hubo comprobado para siempre, a los ojos de todos, la absoluta impotencia
orgánica de tal filosofía, la ausencia de toda teoría distinta no permitió satisfacer por de pronto las
necesidades de orden, que ya prevalecían, sino por una especie de restauración pasajera de aquel mismo
sistema, mental y social, cuya irreparable decadencia había dado ocasión a la crisis. Finalmente, el desarrollo
de esta reacción retrógrada hubo de determinar luego una memorable manifestación, que nuestras lagunas
filosóficas hacían tan indispensable como inevitable, a fin de demostrar irrevocablemente que el progreso
constituye, tanto como el orden, una de las dos condiciones fundamentales de la civilización moderna.
40.
—E1 concurso natural de estas dos pruebas irrecusables, cuya renovación se ha hecho
ahora tan imposible como inútil, nos ha conducido hoy a esta extraña situación en que nada verdaderamente
grande puede emprenderse, ni para el orden, ni para el progreso, por falta de una filosofía realmente
adaptada al conjunto de nuestras necesidades. Todo esfuerzo serio de reorganización se detiene pronto ante
los temores de retroceso que debe naturalmente inspirar, en un tiempo en que las ideas de orden emanan
todavía esencialmente del tipo antiguo, que se ha hecho justamente antipático a los pueblos actuales;
igualmente, las tentativas de aceleración directa del progreso político no tardan en ser radicalmente estorbadas por las inquietudes muy legítimas que deben suscitar sobre la inminencia de la anarquía, mientras
las ideas de progreso sigan siendo sobre todo negativas. Como antes de la crisis, la lucha aparente
permanece, pues, entablada entre el espíritu teológico, reconocido como incompatible con el progreso, que
ha sido llevado a negar dogmáticamente, y el espíritu metafísico, que después de haber ido a parar, en
filosofía, a la duda universal, no ha podido tender, en política, más que a constituir el desorden, o un estado
equivalente de desgobierno. Pero, por el sentimiento unánime de su común insuficiencia, ni uno ni otro
pueden ya inspirar desde ahora, en los gobernantes o en los gobernados, profundas convicciones activas. Su
antagonismo sigue, sin embargo, manteniéndolos mutuamente, sin que ninguno de ellos pueda más caer en
verdadero desuso que alcanzar un triunfo decisivo; porque nuestra situación intelectual los hace todavía
indispensables para representar, de un modo cualquiera, las condiciones simultáneas del orden, por una
parte, y del progreso, por otra, hasta que una misma filosofía pueda satisfacerlas igualmente, de manera que
haga por fin tan inútil a la escuela retrógrada como a la escuela negativa, cada una de las cuales está destinada
principalmente hoy a impedir la completa preponderancia de la otra. No obstante, las inquietudes opuestas,
relativas a estos dos dominios contrarios, deberán persistir naturalmente a la vez, mientras dure este
interregno mental, por una inevitable consecuencia de esa escisión irracional entre las dos caras inseparables
del gran problema social. En efecto, cada una de las dos escuelas, en virtud de su preocupación exclusiva, no
es ya ni siquiera capaz de contener suficientemente en adelante las aberraciones inversas de su antagonista. A
pesar de su tendencia anti-anarquista, la escuela teológica se ha mostrado, en nuestros días, radicalmente
impotente para impedir el despliegue de las opiniones subversivas, que, después de haberse desarrollado
sobre todo durante su principal restauración, son propagadas con frecuencia por ella, por frívolos cálculos
dinásticos. De igual modo, cualquiera que sea el instinto antirretrógrado de la escuela metafísica, no tiene ya
hoy toda la fuerza lógica que exigiría su mero oficio revolucionario, porque su inconsecuencia característica
la obliga a admitir los principios esenciales de aquel sistema cuyas verdaderas condiciones de existencia ataca
sin cesar.
41.
—Esta
deplorable oscilación entre dos filosofías opuestas, que se han hecho
igualmente vanas y que no pueden extinguirse más que a un tiempo, debía suscitar el desarrollo de una
especie de escuela intermedia, esencialmente estacionaria, destinada sobre todo a recordar directamente el
conjunto de la cuestión social, proclamando por fin como igualmente necesarias las dos condiciones
fundamentales que aislaban a las dos opiniones activas. Pero, por falta de una filosofía apropiada para
realizar esta gran combinación del espíritu de orden con el espíritu de progreso, este tercer impulso resultó
lógicamente más impotente todavía que los otros, porque sistematiza la inconsecuencia, consagrando
513
simultáneamente los principios retrógrados y las máximas negativas, a fin de poder neutralizarlas
mutuamente. Lejos de tender a terminar la crisis, una disposición semejante no podría llevar sino a
eternizarla, oponiéndose directamente a toda verdadera preponderancia de un sistema cualquiera, si no se la
limitara a un mero papel pasajero, para satisfacer empíricamente las más graves exigencias de nuestra
situación revolucionaria, hasta el advenimiento decisivo de las únicas doctrinas que pueden convenir en
adelante al conjunto de nuestras necesidades. Pero, así entendido, este expediente provisional se ha hecho
hoy tan indispensable como inevitable. Su rápido ascendiente práctico, reconocido implícitamente por los
dos partidos activos, confirma cada vez más, en los pueblos actuales, el amortiguamiento simultáneo de las
convicciones y las pasiones anteriores, sean retrógradas o críticas, reemplazadas gradualmente por un
sentimiento universal, real, aunque confuso, de la necesidad y hasta la posibilidad de una conciliación
permanente entre el espíritu de conservación y el espíritu de mejoramiento, pertenecientes de igual modo al
estado normal de la Humanidad. La tendencia correspondiente de los hombres de Estado, de impedir hoy,
en cuanto es posible, todo gran movimiento político, se encuentra espontáneamente conforme, por otra
parte, con las exigencias fundamentales de una situación que no admitirá más que instituciones provisionales,
mientras una verdadera filosofía general no haya unido suficientemente las inteligencias. Sin que los poderes
actuales se percaten de ello, esta resistencia instintiva concurre a facilitar la verdadera solución, ya que
impulsa a transformar una estéril agitación política en un activo progreso filosófico, de modo que siga por
fin la marcha prescrita por la naturaleza propia de la reorganización final, que debe primero realizarse en las
ideas, para pasar luego a las costumbres y, en último término, a las instituciones. Una transformación
semejante, que ya tiende a prevalecer en Francia, deberá desarrollarse naturalmente cada vez más en todas
partes, en vista de la necesidad creciente en que se encuentran ahora nuestros gobiernos occidentales de
mantener con grandes gastos el orden material en medio del desorden intelectual y moral, necesidad que
debe absorber poco a poco esencialmente sus esfuerzos cotidianos, conduciéndolos a renunciar
implícitamente a toda presidencia seria de la reorganización espiritual, entregada así en adelante a la libre
actividad de los filósofos que se mostraran dignos de dirigirla. Esta disposición natural de los poderes
actuales está en armonía con la tendencia espontánea de los pueblos a una aparente indiferencia política,
fundada en la impotencia radical de las diversas doctrinas en circulación, y que debe persistir siempre,
mientras los debates políticos sigan degenerando, por falta de conveniente impulso, en vanas luchas
personales, cada vez más mezquinas. Tal es la feliz eficacia práctica que el conjunto de nuestra situación
revolucionaria procura de momento a una escuela esencialmente empírica, que, en el aspecto teórico, nunca
puede producir más que un sistema radicalmente contradictorio, no menos absurdo ni menos peligroso, en
política, que lo es, en filosofía, el eclecticismo correspondiente, inspirado también por una vana intención de
conciliar, sin principios propios, opiniones incompatibles.
II. Conciliación positiva del orden y el progreso
42.—Según este sentimiento, cada vez más desarrollado, de la igual insuficiencia social que ofrecen
en adelante el espíritu teológico y el espíritu metafísico, únicos que hasta ahora han disputado activamente el
imperio, la razón pública debe encontrarse implícitamente dispuesta a acoger hoy el espíritu positivo como la
única base posible de una resolución verdadera de la honda anarquía intelectual y moral que caracteriza sobre
todo a la gran crisis moderna. Permaneciendo aún extraña a tales cuestiones, la escuela positiva se ha
preparado gradualmente a ellas, constituyendo, en lo posible, durante la lucha revolucionaria de los tres
últimos siglos, el verdadero estado normal de todas las clases más sencillas de nuestras especulaciones reales.
Fuerte por tales antecedentes, científicos y lógicos; pura, por otra parte, de las diversas aberraciones
contemporáneas, se presenta hoy como quien acaba, al fin, de adquirir la generalidad filosófica entera que le
faltaba hasta ahora; desde este instante se atreve a emprender, a su vez, la solución, aún intacta, del gran
problema, transportando convenientemente a los estudios finales la misma regeneración que ya ha realizado
sucesivamente en los diferentes estudios preliminares.
43.
—Por lo pronto, no se puede desconocer la aptitud espontánea de una filosofía semejante
para constituir directamente la conciliación fundamental, aún buscada tan en vano, entre las exigencias
514
simultáneas del orden y del progreso, puesto que le basta, a estos efectos, extender hasta los fenómenos
sociales una tendencia plenamente conforme con su naturaleza, y que ha hecho ahora muy familiar en todos
los demás casos esenciales. En una cuestión cualquiera, el espíritu positivo lleva siempre a establecer una
exacta armonía elemental entre las ideas de existencia y las ideas de movimiento, de donde resulta más
especialmente, respecto a los cuerpos vivos, la correlación permanente de las ideas de organización a las
ideas de vida, y luego, por una última especialización propia del organismo social, la solidaridad continua de
las ideas de orden con las ideas de progreso. Para la nueva filosofía, el orden constituye siempre la condición
fundamental del progreso; y, recíprocamente, el progreso se convierte en el fin necesario del orden: como, en
la mecánica animal, el equilibrio y el progreso son mutuamente indispensables, como fundamento o destino.
44.
—Considerado
luego especialmente en cuanto al Orden, el espíritu
positivo le ofrece hoy, en su extensión social, poderosas garantías directas, no sólo científicas, sino también
lógicas, que podrán juzgarse pronto como muy superiores a las pretensiones vanas de una teología
retrógrada, cada vez más degenerada, desde hace varios siglos, en activo elemento de discordias, individuales
o nacionales, e incapaz en adelante de contener las divagaciones subversivas de sus propios adeptos.
Atacando al desorden actual en su verdadero origen, necesariamente mental, constituye, tan profundamente
como es posible, la armonía lógica, regenerando primero los métodos antes que las doctrinas, por una triple
conversión simultánea de la naturaleza de las cuestiones dominantes, de la manera de tratarlas y de las
condiciones previas de su elaboración. Por una parte, en efecto, demuestra que las principales dificultades
sociales no son hoy políticas, sino sobre todo morales, de manera que su solución posible depende realmente
de las opiniones y de las costumbres mucho más que de 'las instituciones; lo cual tiende a extinguir una
actividad perturbadora, transformando la agitación política en movimiento filosófico. En el segundo aspecto
considera siempre el estado actual como un resultado necesario del conjunto de la evolución anterior, para
hacer prevalecer constantemente la apreciación racional del pasado para el examen actual de los asuntos
humanos, lo que aparta al punto las tendencias puramente críticas, incompatibles con toda sana concepción
histórica. Por último, en lugar de dejar a la ciencia social en el vago y estéril aislamiento en que aún la ponen
la teología y la metafísica, la coordina irrevocablemente con todas las demás ciencias fundamentales, que
constituyen gradualmente, desde el punto de vista de este estudio final, otros tantos preámbulos necesarios,
donde nuestra inteligencia adquiere a un tiempo los hábitos y las nociones sin los que no puede abordar
útilmente las más eminentes especulaciones positivas, lo que instaura ya una verdadera disciplina mental,
propia para mejorar radicalmente tales discusiones, vedadas desde entonces racionalmente a una multitud de
entendimientos mal organizados o mal preparados. Estas grandes garantías lógicas están, por otra parte,
plenamente confirmadas y desarrolladas por la apreciación científica propiamente dicha, que, respecto a los
fenómenos sociales como para todos los demás, representa siempre a nuestro orden artificial como algo que
debe consistir, ante todo, en una mera prolongación juiciosa, primero espontánea y luego sistemática, del orden natural que
resulta, en cada caso, del conjunto de las leyes reales, cuya acción efectiva es modificable de ordinario por
nuestra certera intervención, entre límites determinados, tanto más apartados cuanto más elevados son los
fenómenos. El sentimiento elemental del orden es, en una palabra naturalmente inseparable de todas las
especulaciones positivas, dirigidas de continuo al descubrimiento de los medios de unión entre
observaciones cuyo principal valor resulta de su sistematización.
45.—Otro tanto resulta, y todavía con mayor evidencia, en cuanto al Progreso, que, a pesar de vanas
pretensiones ontológicas, encuentra hoy, en el conjunto de los estudios científicos, su más indiscutible
manifestación. Según su naturaleza absoluta y, por tanto, esencialmente inmóvil, la metafísica y la teología no
podrían experimentar, apenas una más que otra, un verdadero progreso, es decir, un avance continuo hacia un
fin determinado. Sus transformaciones históricas consisten sobre todo, a la inversa, en un creciente desuso,
mental o social, sin que las cuestiones debatidas hayan podido nunca dar un paso real, por razón misma de
su radical insolubilidad. Es fácil reconocer que las discusiones ontológicas de las escuelas griegas se han
reproducido en lo esencial, en otras formas, entre los escolásticos de la edad media, y encontramos hoy su
equivalente entre nuestros psicólogos e ideólogos, y ninguna de las doctrinas en controversia ha podido,
durante estos veinte siglos de estériles disputas, llegar a demostraciones decisivas, ni siquiera en lo que
concierne a la existencia de los cuerpos exteriores, todavía tan problemática para los argumentadores
515
modernos como para sus más antiguos predecesores. Fue evidentemente la marcha continua de los
conocimientos positivos quien inspiró hace dos siglos, en la célebre fórmula filosófica de Pascal, la primera
noción racional del progreso humano, necesariamente extraña a toda la filosofía antigua. Extendida más
tarde a la evolución industrial e incluso estética, pero todavía demasiado confusa respecto al movimiento
social, tiende hoy vagamente a una sistematización decisiva, que sólo puede emanar del espíritu positivo,
generalizado por fin convenientemente. En sus diarias especulaciones reproduce éste espontáneamente su
activo sentimiento elemental, representando siempre la extensión y el perfeccionamiento de nuestros
conocimientos reales como el fin esencial de nuestros diversos esfuerzos teóricos. En el aspecto más
sistemático, la nueva filosofía asigna directamente, como destino necesario, a nuestra existencia entera, a la
vez personal y social, el mejoramiento continuo, no sólo de nuestra condición, sino también, y sobre todo,
de nuestra naturaleza, tanto como lo permita, en todos aspectos, la totalidad de las leyes reales, exteriores e
interiores. Erigiendo así a la noción del progreso en dogma verdaderamente fundamental de la sabiduría
humana, sea práctica o teórica, le imprime el carácter más noble y al mismo tiempo más completo,
representando siempre al segundo género de perfeccionamiento como superior al primero. Por una parte, en
efecto, ya que la acción de la Humanidad sobre el mundo exterior depende sobre todo de las disposiciones
del agente, el mejoramiento de ellas debe constituir nuestro principal recurso; por otra parte, siendo los
fenómenos humanos, individuales o colectivos, los más modificables de todos, nuestra intervención racional
alcanza naturalmente frente a ellos su más amplia eficacia. El dogma del progreso no puede hacerse, pues,
suficientemente filosófico sino después de una exacta apreciación general de lo que constituye sobre todo
este continuo mejoramiento de nuestra propia naturaleza, principal objeto del adelanto humano. Ahora bien;
respecto a esto, el conjunto de la filosofía positiva demuestra plenamente, como puede verse en la obra
indicada al comienzo de este Discurso, que este perfeccionamiento consiste esencialmente, sea para el
individuo o para la especie, en hacer prevalecer cada vez más los atributos eminentes que distinguen más
nuestra humanidad de la mera animalidad; es decir, de un lado, la inteligencia; de otro, la sociabilidad,
facultades naturalmente solidarias, que se sirven mutuamente de medio y de fin. Aunque el concurso
espontáneo de la evolución humana, personal o social, desarrolla siempre su común influencia, su
ascendiente combinado no podría llegar, sin embargo, al punto de impedir que nuestra principal actividad
haga derivar habitualmente inclinaciones inferiores, que nuestra constitución real hace necesariamente
mucho más enérgicas. Así, esta preponderancia ideal de nuestra humanidad sobre nuestra animalidad cumple
naturalmente las condiciones esenciales de un verdadero tipo filosófico, caracterizando un límite
determinado, al que deben aproximarnos constantemente todos nuestros esfuerzos, sin poder, sin embargo,
alcanzarlo nunca.
46.
—Esta
doble indicación de la aptitud fundamental del espíritu positivo para
sistematizar espontáneamente las sanas nociones simultáneas del orden y el progreso basta aquí para señalar
someramente la alta eficacia social propia de la nueva filosofía general. Su valor, en este aspecto, depende
ante todo de su plena realidad científica, es decir, de la exacta armonía que establece siempre, cuanto es
posible, entre los principios y los hechos, tanto en cuanto a los fenómenos sociales como respecto a todos
los demás. La reorganización total que, únicamente, puede terminar la gran crisis moderna consiste, en
efecto, en el aspecto mental, que debe primero prevalecer, en constituir una teoría sociológica apta para
explicar convenientemente la totalidad del pasado humano: tal es la manera más racional de plantear el
problema esencial, a fin de apartar mejor de él toda pasión perturbadora. Así es como la superioridad
necesaria de la escuela positiva sobre las diversas escuelas actuales puede ser también más netamente
apreciada. Pues el espíritu teológico y el espíritu metafisico son llevados ambos, por su naturaleza absoluta, a
no considerar más que la porción del pasado en que cada uno de ellos ha dominado sobre todo: lo que
precede y lo que sigue no les muestra más que una tenebrosa confusión y un desorden inexplicable, cuya
relación con aquella angosta parte del gran espectáculo histórico no puede resultar, a sus ojos, sino de una
milagrosa intervención. Por ejemplo, el catolicismo ha mostrado siempre, frente al politeísmo antiguo, una
tendencia tan ciegamente crítica como la que hoy reprocha, con justicia, para con él mismo, al espíritu
revolucionario propiamente dicho. Una verdadera explicación del conjunto del pasado, conforme a las leyes
constantes de nuestra naturaleza, individual o colectiva, es, pues, necesariamente imposible para las diversas
516
escuelas absolutas que todavía dominan; ninguna de ellas, en efecto, ha intentado suficientemente
establecerla. El espíritu positivo, en virtud de su naturaleza eminentemente relativa, puede, únicamente,
representar de manera conveniente todas las grandes épocas históricas como otras tantas fases determinadas de
una misma evolución fundamental, en que cada una resulta de la precedente y prepara la siguiente según
leyes invariables, que fijan su participación especial en el común adelanto, para permitir siempre, sin más
inconsecuencia que parcialidad, hacer una estricta justicia filosófica a todas las cooperaciones, cualesquiera
que sean. Aunque este indiscutible privilegio de la positividad racional deba parecer a primera vista
puramente especulativo, los verdaderos pensadores reconocerán pronto en él la primera fuente necesaria del
activo ascendiente social reservado finalmente a la nueva filosofía. Pues hoy se puede asegurar que la
doctrina que haya explicado suficientemente el conjunto del pasado obtendrá inexorablemente, por
consecuencia de esta única prueba, la presidencia mental del porvenir.
Capítulo II
Sistematización de la moral humana
47.
—Una
indicación semejante de las altas propiedades sociales que caracterizan al
espíritu positivo no sería aún bastante decisiva si no se añadiera una sumaria apreciación de su espontánea
aptitud para sistematizar finalmente la moral humana, lo que constituirá siempre la principal aplicación de
toda verdadera teoría de la Humanidad.
I. Evolución de la moral positiva
48.
—En el organismo politeísta de la antigüedad, la moral, radicalmente subordinada a la
política, no podía nunca adquirir ni la dignidad ni la universalidad convenientes a su naturaleza. Su
independencia fundamental, e incluso normal ascendiente, resultaron por fin, en cuanto era posible, del
régimen monoteísta propio de la edad media; este inmenso servicio social, debido principalmente al
catolicismo, formará siempre su más importante título al agradecimiento eterno del género humano. Sólo
después de esta indispensable separación, sancionada y completada por la división necesaria de los dos
poderes, pudo comenzar realmente la moral humana a tornar un carácter sistemático, estableciendo, al
abrigo de los impulsos pasajeros, reglas verdaderamente generales para la totalidad de nuestra existencia
personal, doméstica y social. Pero las profundas imperfecciones de la filosofía monoteísta que entonces
presidía esta gran operación hubieron de alterar mucho su eficacia, y hasta comprometer gravemente su
estabilidad, suscitando pronto un fatal conflicto entre el desarrollo intelectual y el moral. Vinculada así a una
doctrina que no podía seguir siendo mucho tiempo progresiva, la moral debía luego encontrarse cada vez
más afectada por el descrédito creciente que iba necesariamente a sufrir una teología que, en adelante
retrógrada, acabaría por hacerse radicalmente antipática a la razón moderna. Expuesta desde entonces a la
acción disolvente de la metafísica, la moral teórica ha recibido, en efecto, durante los cinco últimos siglos, en
cada una de sus tres partes esenciales, heridas gradualmente peligrosas, que no siempre han podido reparar,
en la práctica, la rectitud y la moralidad naturales del hombre, a pesar del feliz y continuo desarrollo que
entonces debía procurarles el curso espontáneo de nuestra civilización. Si el ascendiente necesario del
espíritu positivo no viniera por fin a poner término a estas anárquicas divagaciones, imprimirían ciertamente
una mortal fluctuación a todas las nociones un poco delicadas de la moral usual, no sólo social, sino también
doméstica, e incluso personal, no dejando subsistir en todo más que las reglas relativas a los casos más
groseros, que podría garantizar directamente la apreciación vulgar.
49.—En una situación semejante debe parecer extraño que la única filosofía que puede, en efecto,
consolidar hoy la moral se encuentre, por el contrario, tachada de radical incompetencia en este aspecto por
las diversas escuelas actuales, desde los verdaderos católicos hasta los meros deístas, que, en medio de sus
vanas disputas, están sobre todo de acuerdo en vedarle esencialmente el acceso a estas cuestiones
517
fundamentales, por el único motivo de que su genio demasiado parcial se había limitado hasta ahora a
asuntos más sencillos. El espíritu metafísico, que ha tendido con tanta frecuencia a disolver activamente la
moral, y el espíritu teológico, que, desde hace mucho tiempo, ha perdido la fuerza para preservarla, persisten,
sin embargo, en hacerse de ella una especie de patrimonio eterno y exclusivo, sin que la razón pública haya
juzgado todavía de un modo conveniente estas pretensiones empíricas. Se debe reconocer, es cierto, en
general, que la introducción de toda regla moral ha tenido en todas partes que realizarse al principio bajo las
inspiraciones teológicas, entonces profundamente incorporadas al sistema entero de nuestras ideas, y además
las únicas susceptibles de constituir opiniones suficientemente comunes. Pero la totalidad del pasado
demuestra igualmente que esta solidaridad primitiva ha ido siempre decreciendo, como el ascendiente mismo
de la teología; los preceptos morales, así como todos los demás, han sido cada vez más llevados a una
consagración puramente racional, a medida que el vulgo se ha hecho más capaz de apreciar la influencia real
de cada conducta sobre la existencia humana, individual o social. Separando irrevocablemente la moral de la
política, el catolicismo hubo de desarrollar mucho esta tendencia continua, puesto que así la intervención
sobrenatural quedó directamente reducida a la formación de las reglas generales, cuya aplicación particular
era confiada desde entonces esencialmente a la prudencia humana. Como se dirigía a pueblos más
adelantados, ha entregado a la razón pública una multitud de prescripciones especiales que los antiguos
sabios habían creído que nunca podrían prescindir de mandamientos religiosos, como lo piensan todavía los
doctores politeístas de la India, por ejemplo, en cuanto a la mayor parte de las prácticas higiénicas. Además
pueden observarse, incluso más de tres siglos después de San Pablo, las siniestras predicciones de muchos
filósofos o magistrados paganos sobre la inminente inmortalidad que iba a acarrear necesariamente la
próxima revolución teológica. Las declamaciones actuales de las diversas escuelas monoteístas no impedirán
más al espíritu positivo acabar hoy, en las condiciones convenientes, la conquista, práctica y teórica, del
domino moral, ya entregado espontáneamente cada vez más a la razón humana, cuyas inspiraciones
particulares nos quedan sólo, sobre todo, por sistematizar. La Humanidad no podría, sin duda, permanecer
indefinidamente condenada a no poder fundar sus reglas de conducta más que en motivos quiméricos, de
modo que se eternizara una desastrosa oposición, pasajera hasta ahora, entre las necesidades intelectuales y
las necesidades morales.
II. Necesidad de hacer a la moral independiente de la teología y de la metafísica
50.—Lejos de que el apoyo teológico sea indispensable siempre a los preceptos morales, la
experiencia demuestra, por el contrario, que se ha hecho entre los modernos cada vez más perjudicial para
aquéllos, haciéndolos participar inevitablemente, a causa de esta funesta adherencia, a la creciente
descomposición del régimen monoteísta, sobre todo durante los tres últimos siglos. En primer lugar, esta
fatal solidaridad debía debilitar directamente, a medida que la fe se apagaba, la única base sobre la que así
encontraban apoyo reglas que, expuestas a menudo a graves conflictos con impulsos muy enérgicos,
necesitan ser preservadas con cuidado de toda vacilación. La antipatía creciente que justamente inspiraba el
espíritu teológico a la razón moderna, ha afectado gravemente a muchas nociones morales, no sólo relativas
a las más importantes relaciones de la sociedad, sino también concernientes a la simple vida doméstica e
incluso a la existencia personal: un ciego afán de emancipación mental sólo ha logrado, por otra parte, erigir
a veces al desdén pasajero de estas saludables máximas en una especie de loca protesta contra la filosofía
retrógrada de que parecían emanar exclusivamente. Hasta entre los que conservaban la fe dogmática, esta
funesta influencia se hacía sentir indirectamente, porque la autoridad sacerdotal, después de haber perdido su
independencia política, veía también menguar cada vez más el ascendiente social que para su eficacia moral
es indispensable. Además de esta creciente impotencia para proteger las reglas morales, el espíritu teológico
les ha perjudicado a menudo de un modo activo, por las divagaciones que ha suscitado, desde que no es ya lo
bastante disciplinable, bajo el inevitable desarrollo del libre examen individual. Ejercido de esta manera, ha
inspirado realmente o fomentado muchas aberraciones antisociales, que el buen sentido, abandonado a sí
mismo, hubiera evitado o rechazado espontáneamente. Las utopías subversivas que vemos hoy adquirir
crédito, sea contra la propiedad, o incluso acerca de la familia, etc., no son casi nunca forjadas ni acogidas
por las inteligencias plenamente emancipadas, a pesar de sus fundamentales lagunas, sino más bien por
518
aquellas que persiguen activamente una especie de restauración teológica, fundada sobre un vago y estéril
deísmo o sobre un protestantismo equivalente. Por último, esta antigua adherencia a la teología ha resultado
también forzosamente funesta para la moral, en un tercer aspecto general, al oponerse a su sólida
reconstrucción sobre bases puramente humanas. Si este obstáculo no consistiera más que en las ciegas
declamaciones que emanan con demasiada frecuencia de las diversas escuelas actuales, teológicas o
metafísicas, contra el presunto riesgo de tal operación, los filósofos positivos podrían limitarse a rechazar
insinuaciones odiosas por el irreprochable ejemplo de su propia vida diaria, personal, doméstica y social.
Pero esta oposición es mucho más radical, por desgracia; pues resulta de la incompatibilidad forzosa que
existe evidentemente entre estas dos maneras de sistematizar la moral. Como los motivos teológicos deben
naturalmente ofrecer, a los ojos del creyente, una intensidad muy superior a la de cualesquiera otros, no
podrían hacerse nunca meros auxiliares de los motivos puramente humanos: en el momento en que ya no
dominen no pueden conservar eficacia real ninguna. No existe, pues, ninguna alternativa duradera entre
fundar por fin la moral sobre el conocimiento positivo de la Humanidad, y dejarla descansar en el
mandamiento sobrenatural: las convicciones racionales han podido apoyar a las creencias teológicas, o más
bien sustituirlas gradualmente, a medida que la fe se ha ido apagando; pero la combinación inversa no
constituye, ciertamente, sino una utopía contradictoria donde lo principal estaría subordinado a lo accesorio.
51.
—Una
exploración juiciosa del verdadero estado de la sociedad moderna
representa, pues, como cada vez más desmentida, por el conjunto de los hechos cotidianos, la pretendida
imposibilidad de prescindir en adelante de toda teología para consolidar la moral: puesto que esta peligrosa
unión ha tenido que resultar, desde el fin de la edad media, triplemente funesta para la moral, ya enervando o
desacreditando sus bases intelectuales, ya suscitando en ella perturbaciones directas o impidiéndole una
mejor sistematización. Si, a pesar de activos principios de desorden, la moralidad práctica se ha mejorado
realmente, este feliz resultado no podría ser atribuido al espíritu teológico, degenerado en este momento, por
el contrario, en un peligro disolvente; se debe esencialmente a la creciente acción del espíritu positivo, ya
eficaz en su forma espontánea, que consiste en el buen sentido universal, cuyas sabias inspiraciones han
secundado al impulso natural de nuestra civilización progresiva para combatir útilmente las diversas
aberraciones, sobre todo, las que emanaban de las divagaciones religiosas. Cuando, por ejemplo, la teología
protestante tendía a alterar gravemente la institución del matrimonio por la consagración formal del divorcio,
la razón pública neutralizaba mucho sus funestos efectos, imponiendo casi siempre el respeto práctico a las
costumbres anteriores, las únicas conformes con el verdadero carácter de la sociabilidad moderna.
Experiencias irrecusables han probado al mismo tiempo, por otra parte, en gran escala, en el seno de las
masas populares, que el pretendido privilegio exclusivo de las creencias religiosas para determinar grandes
sacrificios o actos de abnegación podía pertenecer de igual manera a opiniones directamente opuestas, y se
mostraba unido, en general, a toda profunda convicción, cualquiera que pudiera ser su naturaleza. Aquellos
numerosos adversarios del régimen teológico que hace medio siglo mantuvieron con tanto heroísmo nuestra
independencia nacional contra la coalición retrógrada, no mostraron, sin duda, una abnegación menos plena
y constante que los bandos supersticiosos que, en el seno de Francia, secundaron la agresión exterior.
52.
—Para
concluir de apreciar las pretensiones actuales de la filosofía teológicometafísica, de conservar la exclusiva sistematización de la moral usual, basta considerar directamente la
doctrina, peligrosa y contradictoria, que el inevitable progreso de la emancipación mental le ha obligado a
establecer respecto a esto, consagrando en todo, bajo formas más o menos explícitas, una especie de
hipocresía colectiva, análoga a la que se supone muy desacertadamente que fue habitual entre los antiguos,
aunque no haya alcanzado nunca más que un éxito precario y pasajero. No pudiendo impedir el libre
desenvolvimiento de la razón moderna en los espíritus cultivados, se ha tratado así de obtener de ellos, en
vista del interés público, el respeto aparente a las antiguas creencias, a fin de mantener en el vulgo su
autoridad, que se juzgaba indispensable. Esta transacción sistemática no es de ningún modo particular a los
jesuitas, aunque constituya el fondo esencial de su táctica; el espíritu protestante también le ha impreso, a su
modo, una consagración aún más íntima, más extensa y, sobre todo, más dogmática: los metafísicos
propiamente dichos la adoptan tanto como los mismos teólogos; el mayor de entre ellos, aunque su alta
519
moralidad fuese verdaderamente digna de su inteligencia eminente, ha sido arrastrado a sancionarla en lo
esencial, estableciendo, por una parte, que las opiniones teológicas, cualesquiera que sean, no admiten
ninguna verdadera demostración, y, por otra parte, que la necesidad social obliga a mantener
indefinidamente su imperio. Aunque una doctrina semejante pueda resultar respetable en aquellos que no le
mezclan ninguna ambición personal, no tiende menos por eso a viciar todas las fuentes de la moralidad
humana, al hacerla descansar necesariamente sobre un continuo estado de falsedad, e incluso de desprecio,
de los superiores para con los inferiores. Mientras los que debían participar en este sistemático disimulo han
sido poco numerosos, su práctica ha sido posible, aunque muy precaria; pero se ha hecho todavía más
ridícula que odiosa cuando la emancipación se ha extendido lo bastante para que esta especie de piadosa
maquinación tuviera que abarcar, como sería menester hoy, a la mayoría de los espíritus activos. Por último,
incluso suponiendo realizada esta quimérica extensión, este pretendido sistema deja subsistente la dificultad
entera para las inteligencias liberadas, cuya propia moralidad se encuentra así abandonada a su pura
espontaneidad, reconocida ya justamente como insuficiente en la clase sometida. Si hay también que admitir
la necesidad de una verdadera sistematización moral en estos espíritus emancipados, no podrá desde luego
reposar más que sobre bases positivas, que al fin se juzgarán así indispensables. En cuanto a limitar su
destino a la clase ilustrada, aparte de que semejante restricción no podría cambiar la naturaleza de esta gran
construcción filosófica, sería evidentemente ilusoria en una época en que la cultura mental que supone esta
fácil liberación se ha hecho ya muy común, o más bien casi universal, al menos en Francia. Así, el empírico
expediente sugerido por el vano deseo de mantener, a cualquier precio, el antiguo régimen intelectual, no
puede llevar finalmente sino a dejar indefinidamente desprovistos de toda doctrina moral a la mayor parte de
los espíritus activos, como se ve hoy con demasiada frecuencia.
III. Necesidad de un poder espiritual positivo
53.—Es preciso, pues, sobre todo, en nombre de la moral, trabajar con ardor en conseguir por fin el
ascendiente universal del espíritu positivo, para reemplazar un sistema caído, que, tan pronto impotente
como perturbador, exigiría cada vez más la presión de la mente como condición permanente del orden
moral. Sólo la nueva filosofía puede establecer hoy, respecto a nuestros diversos deberes, convicciones
profundas y activas, verdaderamente susceptibles de sostener con energía el choque de las pasiones. Según la
teoría positiva de la Humanidad, demostraciones irrecusables, apoyadas en la inmensa experiencia que ahora
posee nuestra especie, determinarán con exactitud la influencia real, directa o indirecta, privada y pública,
propia de cada acto, de cada costumbre, de cada inclinación o sentimiento; de donde resultarán
naturalmente, como otros tantos corolarios inevitables, las reglas de conducta, sean generales o especiales,
más conformes con el orden universal, y que, por tanto, habrán de ser ordinariamente las más favorables
para la felicidad individual. A pesar de la extrema dificultad de este magno tema, me atrevo a asegurar que,
tratado convenientemente, es capaz de conclusiones tan ciertas como las de la geometría misma. No se
puede esperar, sin duda, hacer nunca suficientemente accesibles a todas las inteligencias estas pruebas
positivas de algunas reglas morales destinadas, sin embargo, a la vida común; pero ya ocurre otro tanto para
diversas prescripciones matemáticas, que se aplican, no obstante, sin vacilación en las ocasiones más graves,
cuando, por ejemplo, nuestros marinos arriesgan todos los días su existencia sobre la fe de teorías
astronómicas que no comprenden en modo alguno; ¿por qué no se ha de conceder también igual confianza a
nociones más importantes? Por otra parte, es indiscutible que la eficacia normal de un régimen semejante
exige en cada caso, además del poderoso impulso que resulta naturalmente de los prejuicios públicos, la
intervención sistemática, unas veces pasiva y otras activa, de una autoridad espiritual, destinada a recordar
con energía las máximas fundamentales y a dirigir sabiamente su aplicación, como he explicado
especialmente en la obra antes indicada. Al realizar así el gran oficio que el catolicismo no ejerce ya, este
nuevo poder moral utilizará con cuidado la feliz aptitud de la filosofía correspondiente para incorporarse
espontáneamente la sabiduría de todos los diversos regímenes anteriores, según la tendencia ordinaria del
espíritu positivo respecto a un asunto cualquiera. Cuando la astronomía moderna ha eliminado
520
irrevocablemente los principios astrológicos, no ha conservado menos celosamente todas las nociones
verdaderas obtenidas bajo su dominio; otro tanto ha ocurrido para la química, relativamente a la alquimia.
Capítulo III
Desarrollo del sentimiento social
54.
—Sin poder emprender aquí la apreciación real de la filosofía positiva, es menester, sin
embargo, señalar en ella la continua tendencia que resulta directamente de su constitución propia, sea
científica o lógica, para estimular y consolidar el sentimiento del deber, desarrollando siempre el espíritu de
colectividad, que se encuentra naturalmente ligado con él. Este nuevo régimen mental disipa
espontáneamente la fatal oposición que, desde el fin de la edad media, existe cada vez más entre las
necesidades intelectuales y las necesidades morales. Desde ahora, por el contrario, todas las especulaciones
reales, convenientemente sistematizadas, contribuirán sin cesar a constituir, en lo posible, la preponderancia
universal de la moral, puesto que el punto de vista social llegará a ser necesariamente el vínculo científico y el
regulador lógico de todos los demás aspectos positivos. Es imposible que una coordinación semejante, al
desarrollar familiarmente las ideas de orden y armonía, referidas siempre a la Humanidad, no tienda a
moralizar hondamente, no sólo a los espíritus selectos, sino también a la masa de las inteligencias, que
habrán de participar, todas, más o menos, en esta gran iniciación, según un sistema conveniente de
educación universal.
1.° El antiguo régimen moral es individual.
55.
—Una
apreciación más íntima y extensa, a la vez práctica y teórica, representa al
espíritu positivo como el único susceptible, por su naturaleza, de desarrollar directamente el sentimiento
social, primera base necesaria de toda moral sana. El antiguo régimen mental no podía estimularlo más que
con ayuda de penosos artificios indirectos, cuyo éxito real había de ser muy imperfecto, por la tendencia
esencialmente personal de tal filosofía, cuando la sabiduría sacerdotal no contenía su influencia espontánea.
Esta necesidad es reconocida ahora, al menos empíricamente, en cuanto al espíritu metafísico propiamente
dicho, que nunca ha podido concluir, en moral, en ninguna otra teoría efectiva que el desastroso sistema del
egoísmo, tan en boga hoy, a pesar de muchas declamaciones contrarias; incluso las sectas ontológicas que han
protestado seriamente contra semejante aberración no la han sustituido al fin más que por nociones vagas o
incoherentes, incapaces de eficacia práctica. Una tendencia tan deplorable, y, no obstante, tan constante,
debe de tener raíces más hondas que las que se suponen de ordinario. Resulta sobre todo, en efecto, de la
naturaleza necesariamente personal de tal filosofía, que, limitada siempre a la consideración del individuo,
nunca ha podido abarcar realmente el estudio de la especie, por una inevitable consecuencia de su vano
principio lógico, reducido esencialmente a la intuición propiamente dicha, que, evidentemente, no tolera
ninguna aplicación colectiva. Sus fórmulas ordinarias no hacen más que traducir ingenuamente su espíritu
fundamental; para cada uno de sus adeptos, el pensamiento dominante es constantemente el del yo; todas las
demás existencias, sean cualesquiera, incluso humanas, se envuelven confusamente en una sola concepción
negativa, y su vago conjunto constituye el no-yo; la noción del nosotros no podría encontrar aquí ningún lugar
directo y distinto. Pero, examinando esta cuestión aún con mayor profundidad, hay que reconocer que, en
este aspecto como en todos los demás, la metafísica deriva, tanto dogmática corno históricamente, de la
teología misma, de quien nunca podrá constituir más que una modificación disolvente. En efecto, ese
carácter de personalidad constante pertenece, sobre todo, con una energía más directa, al pensamiento
teológico, siempre preocupado, en todo creyente, de intereses esencialmente individuales, cuya inmensa
preponderancia absorbe por necesidad toda otra consideración, sin que la más sublime entrega pueda
inspirar su verdadera abnegación, considerada justamente entonces como una aberración peligrosa. Sólo la
521
oposición frecuente de estos intereses quiméricos con los intereses reales ha procurado a la sabiduría
sacerdotal un poderoso medio de disciplina moral, que ha podido ordenar a menudo, en provecho de la
sociedad, sacrificios admirables, que no eran tales, sin embargo, más que en apariencia, y se reducían siempre
a una prudente ponderación de intereses. Los sentimientos benévolos y desinteresados, que son propios de
la naturaleza humana, han debido, sin duda, manifestarse a través de un régimen semejante, e incluso, en
algunos aspectos, bajo su impulso directo; pero, aunque su desarrollo no haya podido así ser sofocado, su
carácter ha tenido que recibir con ello una grave alteración que probablemente no nos permite conocer
todavía plenamente su naturaleza y su intensidad, por falta de un ejercicio propio y directo. Por otra parte, se
puede perfectamente presumir que esta continua costumbre de cálculos personales acerca de los más caros
intereses del creyente ha desarrollado en el hombre, incluso desde un punto de vista completamente distinto,
por vía de afinidad gradual, un exceso de circunspección, de precaución, y, por último, de egoísmo, que su
organización fundamental no exigía, y que desde entonces podrá algún día disminuir bajo un régimen moral
mejor. Sea lo que quiera de esta conjetura, sigue siendo indiscutible que el pensamiento teológico es, por su
naturaleza, esencialmente individual, y nunca directamente colectivo. A los ojos de la fe, sobre todo
monoteísta, la vida social no existe, por falta de un fin que le sea propio; la sociedad humana no puede
entonces ofrecer inmediatamente más que una mera aglomeración de individuos, cuya reunión es siempre
tan fortuita como pasajera, y que, ocupados cada uno de su sola salvación, no conciben la participación en la
del prójimo sino como un poderoso medio de merecer mejor la suya, obedeciendo a las prescripciones
supremas que han impuesto esa obligación. Nuestra admiración respetuosa se deberá siempre, con
seguridad, a la prudencia sacerdotal que, bajo el feliz impulso de un instinto público, ha sabido obtener
durante mucho tiempo una alta utilidad práctica de una filosofía tan imperfecta. Pero este justo
reconocimiento no podría llegar hasta prolongar artificialmente este régimen inicial más allá de su destino
provisional, cuando ha venido por fin la edad de una economía más conforme al conjunto de nuestra
naturaleza, intelectual y afectiva.
2.° El espíritu positivo es directamente social.
56.—El espíritu positivo, por el contrario, es directamente social, en cuanto es posible, y sin ningún
esfuerzo, como consecuencia de su misma realidad característica. Para él, el hombre propiamente dicho no
existe, no puede existir más que la Humanidad, puesto que todo nuestro desarrollo se debe a la sociedad,
desde cualquier punto de vista que se le mire. Si la idea de sociedad parece todavía una abstracción de nuestra
inteligencia, es, sobre todo, en virtud del antiguo régimen filosófico; pues, a decir verdad, es la idea de
individuo a quien pertenece tal carácter, al menos en nuestra especie. El conjunto de la nueva filosofía tenderá
siempre a hacer resaltar, tanto en la vida activa como en la vida especulativa, el vínculo de cada uno con
todos, en una multitud de aspectos diversos, de manera que se haga involuntariamente familiar el
sentimiento íntimo de la solidaridad social, extendida convenientemente a todos los tiempos y a todos los
lugares. No sólo la búsqueda activa del bien público se representará sin cesar como el modo más propio para
asegurar comúnmente la felicidad privada, sino que, por un influjo a un tiempo más directo y más puro, al
fin más eficaz, el ejercicio más completo posible de las inclinaciones generosas llegará a ser la principal
fuente de la felicidad personal, incluso aunque no hubiera de procurar excepcionalmente otra recompensa
que una inevitable satisfacción interior. Pues si, como no podría dudarse, la felicidad resulta, sobre todo, de
una acertada actividad, debe depender principalmente, por tanto, de los instintos simpáticos, aunque nuestra
organización no les conceda de ordinario una energía preponderante; puesto que los sentimientos benévolos
son los únicos que pueden desarrollarse libremente en el estado social, que naturalmente los estimula cada
vez más, al abrirles un campo indefinido, mientras que exige, con absoluta necesidad, una cierta represión
permanente de los diversos impulsos personales, cuyo despliegue espontáneo suscitaría conflictos continuos.
En esta vasta expansión social encontrará cada uno la satisfacción normal de aquella tendencia a eternizarse,
que no podía primero satisfacerse sino con ayuda de ilusiones ya incompatibles con nuestra evolución
mental. No pudiendo prolongarse más que por la especie, el individuo sería así arrastrado a incorporarse a
522
ella lo más completamente posible, uniéndose profundamente a toda su existencia colectiva, no sólo actual,
sino también pasada y, sobre todo, futura, de manera que alcance toda la intensidad de vida que tolera, en
cada caso, la totalidad de las leyes reales. Esta gran identificación podrá hacerse tanto más íntima y mejor
sentida, ya que la nueva filosofía asigna necesariamente a los dos modos de vida un mismo destino
fundamental y una misma ley de evolución, que consiste siempre, sea para el individuo o para la especie, en
el progreso continuo cuyo fin principal ha sido antes caracterizado, es decir, la tendencia a hacer, por una y
otra parte, que prevalezca, en lo posible, el atributo humano, o la combinación de la inteligencia con la sociabilidad, sobre la animalidad propiamente dicha. Como nuestros sentimientos, cualesquiera que sean, no
pueden desarrollarse más que por un ejercicio directo y sostenido, tanto más indispensable cuanto menos
enérgicos son al principio, sería superfluo insistir aquí más, para cualquiera que posea, aun empíricamente,
un verdadero conocimiento del hombre, para demostrar la superioridad necesaria del espíritu positivo sobre
el antiguo espíritu teológico- metafísico, en cuanto al desarrollo propio y activo del instinto social. Esta
preeminencia es de una naturaleza de tal modo sensible, que la razón pública la reconocerá sin duda
suficientemente, mucho antes de que las instituciones correspondientes hayan podido realizar
convenientemente sus felices propiedades.
Tercera parte Condiciones de advenimiento de la escuela positiva.
(Alianza de los proletarios y los filósofos.) Capítulo I
Institución de una enseñanza popular superior
1.° Correlación entre la propagación de las nociones positivas y las disposiciones del medio actual.
57.—Según el conjunto de las indicaciones precedentes, la superioridad espontánea de la nueva
filosofía sobre todas las que hoy se disputan el imperio, se encuentra ahora caracterizada en el aspecto social
tanto como ya lo estaba desde el punto de vista mental, por lo menos en cuanto este Discurso lo permite, y
salvo el recurso indispensable a la obra citada. Al acabar esta somera apreciación, importa observar la feliz
correlación que se establece naturalmente entre un espíritu filosófico semejante y las disposiciones, acertadas,
pero empíricas, que la experiencia contemporánea hace ya prevalecer cada vez más, tanto entre los
gobernados como entre los gobernantes. Sustituyendo directamente con un inmenso movimiento mental
una estéril agitación política, la escuela positiva explica y sanciona, mediante un examen sistemático, la
indiferencia o la repugnancia que la razón pública y la prudencia de los gobiernos coinciden en manifestar
hoy por toda elaboración directa seria de las instituciones propiamente dichas, en un tiempo en que no
pueden existir con eficacia más que con un carácter puramente provisional o transitorio, por falta de una
base racional suficiente, mientras dure la anarquía intelectual. Destinada a disipar por fin este desorden
fundamental, por las únicas vías que pueden superarlo, esta nueva escuela necesita, ante todo, del
mantenimiento continuo del orden material, tanto interno como externo, sin el cual ninguna grave
meditación social podría ni ser convenientemente acogida, ni siquiera elaborada de un modo suficiente.
Tiende, pues, a justificar y a secundar la preocupación, muy legítima, que hoy inspira en todas partes el único
gran resultado político que sea inmediatamente compatible con la situación actual, la cual, por otra parte, le
procura un valor especial por las graves dificultades que le suscita al plantear siempre el problema, insoluble
a la larga, de mantener un cierto orden político en medio de un profundo desorden moral. Aparte de sus
trabajos para el futuro, la escuela positiva se asocia inmediatamente a esta importante operación por su
tendencia directa a desacreditar radicalmente a las diversas escuelas actuales, al cumplir ya mejor que cada
una de ellas los opuestos menesteres que les quedan todavía, y que ella sola combina espontáneamente, de tal
modo que se muestra a un tiempo más orgánica que la escuela teológica y más progresiva que la escuela
metafísica, sin poder tener nunca los peligros de retrogradación o de anarquía que las afectan,
respectivamente. Desde que los gobiernos han renunciado en lo esencial, aunque de un modo implícito, a
toda restauración seria del pasado, y los pueblos a todo grave trastorno de las instituciones, la nueva filosofía
523
no tiene ya que pedir, por una y otra parte, más que las disposiciones habituales que, en el fondo, se está
presto a concederle en todas partes (por lo menos, en Francia, donde debe realizarse sobre todo, al principio,
la elaboración sistemática), es decir, libertad y atención. Bajo estas condiciones naturales, la escuela positiva
tiende, por un lado, a consolidar todos los poderes actuales en manos de sus poseedores, cualesquiera que
sean, y, por otro, a imponerles obligaciones morales cada vez más conformes a las verdaderas necesidades de
los pueblos.
58.—Estas indiscutibles disposiciones parecen al pronto tales que no deban quedar a la nueva
filosofía otros obstáculos esenciales que los que resulten de la incapacidad o de la incuria de sus diversos
promotores. Pero una apreciación más madura muestra, por el contrario, que todavía ha de encontrar
enérgicas resistencias en casi todos los espíritus hasta ahora activos, precisamente a causa de la difícil
renovación que exigiría de ellos para asociarlos directamente a su elaboración principal. Si esta oposición
inevitable hubiera de limitarse a los espíritus esencialmente teológicos o metafísicos, ofrecería poca gravedad
real, porque quedaría un poderoso apoyo en aquellos, cuyo número e influjo crecen diariamente, que se han
dedicado sobre todo a los estudios positivos. Pero, por una fatalidad fácilmente explicable, es de éstos
precisamente de quienes la nueva filosofía debe acaso esperar menos ayuda y más dificultades; una filosofía
emanada directamente de las ciencias encontrará probablemente sus enemigos más peligrosos entre los que
hoy las cultivan. La principal fuente de este deplorable conflicto consiste en la especialización ciega y
dispersiva que caracteriza profundamente al espíritu científico actual, por su formación, parcial
necesariamente, según la creciente complicación de los fenómenos estudiados, como luego indicaré
expresamente. Esta marcha provisional, que una peligrosa rutina académica se esfuerza hoy por eternizar,
sobre todo entre los geómetras, desarrolla la verdadera positividad, en cada inteligencia, sólo respecto a una
débil porción del sistema mental, y deja a todo el resto bajo un vago régimen teológico-metafísico, o lo
abandona a un empirismo aún más opresivo, de modo que el verdadero espíritu positivo, que corresponde al
conjunto de los diversos trabajos científicos, resulta, en el fondo, sin poder ser comprendido plenamente por
ninguno de los que lo han preparado así naturalmente. Cada vez más entregados a esta inevitable tendencia,
los sabios propiamente dichos llegan en nuestro siglo, de ordinario, a una insuperable aversión contra toda
idea general, y a la absoluta imposibilidad de apreciar realmente ninguna concepción filosófica. Se sentirá
mejor, por lo demás, la gravedad de una oposición semejante observando que, nacida de los hábitos
mentales, ha tenido que extenderse luego hasta los diversos intereses correspondientes, que nuestro régimen
científico vincula profundamente, sobre todo en Francia, a ese desastroso especialísimo, como he
demostrado cuidadosamente en la obra citada. Así, la nueva filosofía, que exige directamente el espíritu de
conjunto, y que hace prevalecer para siempre, sobre todos los estudios constituidos hoy, la naciente ciencia
del desarrollo social, encontrará forzosamente una íntima antipatía, a la vez activa y pasiva, en los prejuicios y
las pasiones de la única clase que podría ofrecerle directamente un punto de apoyo, y en la que no debe
esperar durante mucho tiempo más que adhesiones puramente individuales, más escasas tal vez allí que en
cualquier otra parte.1
2.° Universalidad necesaria de esta enseñanza.
59.—Para superar convenientemente este concurso espontáneo de resistencias diversas que le
presenta hoy la masa especulativa propiamente dicha, la escuela positiva no podría encontrar otro recurso
Esta preponderancia empírica del espíritu de detalle en la mayor parte de los sabios actuales, y su ciega antipatía hacia
cualquier generalización, se encuentran muy agravadas, sobre todo en Francia, por su reunión habitual en Academias,
donde los diversos prejuicios analíticos se fortifican mutuamente; donde, por otra parte, se desarrollan intereses
demasiadas veces abusivos; donde, por último, se organiza espontáneamente una especie de permanente motín contra
el régimen sintético que debe en adelante prevalecer. El instinto de progreso que caracterizaba, hace medio siglo, al
genio revolucionario, había sentido de un modo confuso estos peligros esenciales, de manera que determinó la
supresión directa de esas sociedades atrasadas, que, sólo convenientes para la elaboración preliminar del espíritu
positivo, se hacían cada día más hostiles a su sistematización final. Aunque esta audaz medida, tan mal juzgada de
ordinario, fuera prematura entonces, porque estos graves inconvenientes no podían aún estar bastante reconocidos,
queda, sin embargo, como cierto que estas corporaciones científicas habían ya cumplido el principal oficio que permitía
su naturaleza: desde su restauración su influencia real ha sido, en el fondo, mucho más dañosa que útil a la marcha
actual de la gran evolución mental.
1
524
general que organizar una llamada directa y sostenida al buen sentido universal, esforzándose desde ahora en
propagar sistemáticamente, en la masa activa, los principales estudios científicos propios para constituir en
ella la base indispensable de su gran elaboración filosófica. Estos estudios preliminares, dominados
naturalmente hasta ahora por ese espíritu de especialismo empírico que rige las ciencias correspondientes,
son concebidos y dirigidos siempre como si cada uno de ellos hubiera de preparar sobre todo para una cierta
profesión exclusiva; lo que impide la posibilidad, incluso en los que tendrían más ocasión de ello, de abarcar
nunca varias, o, por lo menos, tanto como lo exigiría la formación ulterior de sanas concepciones generales.
Pero esto no puede ya ser así cuando tal instrucción se destina directamente a la educación universal, que
cambia necesariamente su carácter y su dirección, a pesar de toda tendencia contraria. El público, en efecto,
que no quiere hacerse ni geómetra, ni astrónomo, ni químico, etc., siente de continuo la necesidad simultánea
de todas las ciencias fundamentales, reducida cada una a sus nociones esenciales; le hacen falta, según la
notabilísima expresión de nuestro gran Moliere, claridades de todo. Esta simultaneidad necesaria no existe sólo
para él cuando considera estos estudios en su destino abstracto y general, como única base racional del
conjunto de las concepciones humanas; la vuelve a encontrar, aunque menos directamente, incluso respecto
a las diversas aplicaciones concretas, cada una de las cuales, en el fondo, en lugar de referirse exclusivamente
a una cierta rama de la filosofía natural, depende también más o menos de todas las demás. Así, la
propagación universal de los principales estudios positivos no está sólo destinada hoy a satisfacer una
necesidad ya muy pronunciada en el público, que siente cada vez más que las ciencias no están reservadas
exclusivamente para los sabios, sino que existen sobre todo para él mismo. Por una feliz reacción
espontánea, un destino semejante, cuando esté convenientemente desarrollado, deberá mejorar radicalmente
el espíritu científico actual, al despojarlo de su especialísimo ciego y dispersivo, de manera que le haga
adquirir poco a poco el verdadero carácter filosófico indispensable para su principal misión. Incluso es esta
vía la única que puede, en nuestros días, constituir gradualmente, fuera de la clase especulativa propiamente
dicha, un amplio tribunal espontáneo, tan imparcial como irrecusable, formado por la masa de los hombres
sensatos, ante el cual vendrán a extinguirse irrevocablemente muchas falsas opiniones científicas, que las
miras peculiares de la elaboración preliminar de los dos últimos siglos hubieron de mezclar profundamente
con las doctrinas verdaderamente positivas, a quienes alterarán necesariamente mientras estas discusiones no
estén por fin sometidas directamente al buen sentido universal. En un tiempo en que no hay que esperar
eficacia inmediata más que de medidas siempre provisionales, bien adaptadas a nuestra situación transitoria,
la organización necesaria de tal punto de apoyo general para el conjunto de los trabajos filosóficos resulta, a
mi modo de ver, el principal resultado social que puede producir ahora la vulgarización total de los
conocimientos reales; el público devolverá así a la nueva escuela un equivalente pleno de los servicios que le
procure esta organización.
60.
—Este
magno resultado no podría obtenerse de un modo suficiente si esta
enseñanza continua permaneciera destinada a una sola clase cualquiera, incluso muy extensa; se debe, so
pena de fracasar, tener siempre a la vista la universalidad entera de las inteligencias. En el estado normal que
este movimiento debe preparar, todas, sin ninguna excepción ni distinción, sentirán siempre la misma
necesidad fundamental de esta filosofía primera, que resulta del conjunto de las nociones reales, y que debe
entonces llegar a ser la base sistemática de la sabiduría humana, tanto activa como especulativa, de manera
que cumpla más convenientemente el indispensable oficio social que se vinculaba en otro tiempo a la
instrucción universal cristiana. Importa, pues, mucho que, desde su origen, la nueva escuela filosófica
desarrolle, en lo posible, ese gran carácter elemental de universalidad social, que, relativo finalmente a su
destino principal, constituirá hoy su mayor fuerza contra las diversas resistencias que ha de encontrar.
3.° Destino esencialmente popular de esta enseñanza.
61.
—Con
el fin de marcar mejor esta tendencia necesaria, una íntima convicción,
primero instintiva y luego sistemática, me ha determinado desde hace mucho tiempo a mostrar siempre la
enseñanza expuesta en este Tratado como dirigida sobre todo a la clase más numerosa, a quien nuestra
525
situación deja desprovista de toda instrucción regular, a causa del creciente desuso de la instrucción
puramente teológica, que, reemplazada provisionalmente, sólo para los cultos, por una cierta instrucción
metafísica y literaria, no ha podido recibir, sobre todo en Francia, ningún equivalente parecido para la masa
popular. La importancia y la novedad de tal. disposición constante, mi vivo deseo de que sea apreciada
convenientemente, e incluso, si me atrevo a decirlo, imitada, me obligan a indicar aquí los principales
motivos de ese contacto espiritual que debe instituir así especialmente hoy con los proletarios la nueva
escuela filosófica, sin que, no obstante, deba excluir nunca su enseñanza a una clase cualquiera. Por muchos
obstáculos que el defecto de celo o de elevación pueda oponer por una y otra parte a tal aproximación, es
fácil reconocer, en general, que, de todas las porciones de la sociedad actual, el pueblo propiamente dicho
debe de ser, en el fondo, la mejor dispuesta, por las tendencias y necesidades que resultan de su situación
característica, a acoger favorablemente la nueva filosofía, que al fin debe encontrar allí su principal apoyo,
tanto mental como social.
62.—Una primera consideración, que importa profundizar, aunque su naturaleza sea sobre todo
negativa, resulta, acerca de esto, de una apreciación juiciosa de lo que, a primera vista, podría parecer que
ofrece una grave dificultad, es decir, la ausencia actual de toda cultura especulativa. Sin duda es lamentable,
por ejemplo, que esta enseñanza popular de la filosofía astronómica no encuentre todavía, en todos aquellos
para quienes está sobre todo destinada, algunos estudios matemáticos preliminares, que la harían a la vez más
eficaz y más fácil, y que incluso yo me veo forzado a suponer. Pero la misma laguna se encontraría también
en la mayoría de las otras clases actuales, en una época en que la instrucción positiva está limitada, en
Francia, a ciertas profesiones especiales, que están en esencial relación con la Escuela Politécnica o las
escuelas de medicina. No hay, por tanto, en esto nada que sea verdaderamente particular en nuestros
proletarios. En cuanto a su carencia habitual de esa especie de cultura regular que reciben hoy las clases
letradas, no temo caer en una exageración filosófica al afirmar que de ello resulta, para los espíritus
populares, una notable ventaja, en lugar de un inconveniente real. Sin volver aquí sobre una crítica por
desgracia demasiado fácil, suficientemente realizada desde hace mucho tiempo, y que la experiencia de todos
los días confirma cada vez más a los ojos de la mayoría de los hombres sensatos, sería difícil concebir ahora
una preparación más irracional y, en el fondo, más peligrosa para la conducta ordinaria de la vida real, sea
activa e incluso especulativa, que la que resulta de esa vana instrucción, primero de palabras, luego de
entidades, en que se pierden todavía tantos preciosos años de nuestra juventud. A la mayor parte de los que
la reciben, no les inspira ya otra cosa que una aversión casi insuperable hacia todo trabajo intelectual para el
curso entero de su carrera; pero sus peligros resultan mucho más graves en aquellos que se han dedicado a
ella más especialmente. La falta de aptitud para la vida real, el desdén por las profesiones vulgares, la
impotencia para apreciar convenientemente ninguna concepción positiva, y la antipatía que pronto resulta de
ello, los disponen hoy con demasiada frecuencia a secundar una estéril agitación metafísica que inquietas
pretensiones personales, desarrolladas por esa educación desastrosa, no tardan en hacer políticamente
perturbadora, bajo el influjo directo de una viciosa erudición histórica, que, haciendo prevalecer una noción
falsa del tipo social propio de la antigüedad, impide comúnmente comprender la sociabilidad moderna. Si se
considera que casi todos los que, en diversos aspectos, dirigen ahora los asuntos humanos han sido
preparados de este modo, no se podrá nadie sorprender de la vergonzosa ignorancia que manifiestan
demasiado a menudo acerca de los menores problemas, incluso materiales, ni de su frecuente disposición a
descuidar el fondo por la forma, colocando por encima de todo el arte de decir bien, por contradictoria y
perniciosa que resulte su aplicación, ni, por último, de la tendencia especial de nuestras clases ilustradas a
acoger con avidez todas las aberraciones que surgen diariamente de nuestra anarquía mental. Una
apreciación semejante dispone, al contrario, a extrañarse de que estos diversos desastres no estén de
ordinario más extendidos; conduce a admirar profundamente la rectitud y la sabiduría naturales del hombre,
que, bajo el feliz impulso propio del conjunto de nuestra civilización, contienen espontáneamente, en gran
parte, esas peligrosas consecuencias de un sistema absurdo de educación general. Puesto que este sistema ha
sido desde el fin de la edad media, como lo es todavía, el principal punto de apoyo social del espíritu
metafísico, ya primero contra la teología, o después contra la ciencia, se concibe fácilmente que las clases a
526
las que no ha podido envolver deben de encontrarse, por eso mismo, mucho menos afectadas por esa
filosofía transitoria, y, por tanto, mejor dispuestas al estado positivo. Ahora bien; ésta es la importante
ventaja que la ausencia de educación escolástica procura hoy a nuestros proletarios, y que los hace, en el
fondo, menos accesibles que la mayoría de las gentes ilustradas a los diversos sofismas perturbadores, de
acuerdo con la experiencia diaria, a pesar de una excitación continua, dirigida sistemáticamente hacia las
pasiones relativas a su condición social. En otro tiempo, hubieron de estar profundamente dominados por la
teología, sobre todo católica; pero, durante su emancipación mental, la metafísica no ha podido deslizarse
entre ellos, por no encontrar la cultura especial sobre la que descansa; sólo la filosofía positiva podrá, de
nuevo, apoderarse radicalmente de ellos. Las condiciones previas, tan recomendadas por los primeros padres
de esta filosofía final, deben así encontrarse mejor cumplidas allí que en parte alguna; si la célebre tabla rasa
de Bacon y de Descartes fuera alguna vez plenamente realizable, sería seguramente en los proletarios
actuales, que, principalmente en Francia, están mucho más próximos que ninguna otra clase al tipo ideal de
esta disposición preparatoria para la positividad racional.
63. —Examinando, en un aspecto más íntimo y duradero, esta inclinación natural de las inteligencias
populares hacia la sana filosofía, se reconoce fácilmente que ésta debe siempre resultar de la solidaridad
fundamental que, según nuestras explicaciones anteriores, vincula directamente al verdadero espíritu
filosófico con el buen sentido universal, su primera fuente necesaria. No sólo, en efecto, este buen sentido,
tan justamente preconizado por Descartes y Bacon, debe de encontrarse hoy más puro y más enérgico en las
clases inferiores, en virtud precisamente de aquella afortunada carencia de cultura escolástica que los hace
menos accesibles a las costumbres vagas o sofísticas. A esta diferencia pasajera, que una educación mejor de
las clases ilustradas disipará gradualmente, hay que añadir otra, por necesidad permanente, relativa a la
influencia mental de las diversas funciones sociales propias de los dos órdenes de inteligencias, según el
carácter respectivo de sus trabajos habituales. Desde que la acción real de la Humanidad sobre el mundo
exterior ha comenzado, entre los modernos, a organizarse espontáneamente, exige la combinación continua
de dos clases distintas, muy desiguales en número, pero de igual modo indispensables: por una parte, los
empresarios propiamente dichos, siempre poco numerosos, que, poseyendo los diversos materiales
convenientes, incluso el dinero y el crédito, dirigen el conjunto de cada operación, asumiendo desde ese
momento la principal responsabilidad de los resultados, sean cualesquiera; por otra parte, los operarios
directos, que viven de un salario periódico y forman la inmensa mayoría de los trabajadores, que ejecutan, en
una especie de intención abstracta, cada uno de los actos elementales, sin preocuparse especialmente de su
concurso final. Sólo estos últimos tienen que habérselas inmediatamente con la naturaleza, mientras que los
primeros tienen que ver sobre todo con la sociedad. Por una consecuencia necesaria de estas diferencias
fundamentales, la eficacia especulativa que hemos reconocido como inherente a la vida industrial para
desarrollar involuntariamente el espíritu positivo, debe hacerse sentir mejor, de ordinario, en los operarios
que entre los empresarios; pues sus trabajos peculiares ofrecen un carácter más sencillo, un fin más
netamente determinado, resultados más próximos y condiciones más imperiosas. La escuela positiva habrá
de encontrar, por tanto, en ellos un acceso más fácil para su enseñanza universal, y una simpatía más viva
por su renovación filosófica, cuando pueda penetrar convenientemente en este vasto medio social. Al mismo
tiempo, habrá de encontrar afinidades morales no menos preciosas que estas armonías mentales, por ese
común descuido material que acerca espontáneamente a nuestros proletarios a la verdadera clase
contemplativa, al menos cuando ésta haya tomado por fin las costumbres que corresponden a su destino
social. Esta feliz disposición, tan favorable al orden universal como a la verdadera felicidad personal,
adquirirá algún día mucha importancia normal, por la sistematización de las relaciones generales que deben
existir entre esos dos elementos extremos de la sociedad positiva. Pero desde este instante, puede facilitar
esencialmente su naciente unión, remediando el poco espacio que las ocupaciones diarias dejan a nuestros
proletarios para su instrucción especulativa. Si bien, en algunos casos excepcionales, de extremado recargo,
este obstáculo continuo parece que, en efecto, ha de impedir todo desarrollo mental, está compensado de
ordinario por ese carácter de sabia imprevisión que, en cada intermitencia natural de los trabajos obligados,
devuelve al espíritu una disponibilidad plena. El verdadero ocio no debe faltar habitualmente más que en la
clase que se cree especialmente dotada de él; pues, por razón misma de su fortuna y de su posición, está
527
comúnmente preocupada con activas inquietudes, que no permiten casi nunca un verdadero sosiego
intelectual y moral. Este estado debe resultar fácil, por el contrario, ya a los pensadores, ya a los operarios,
por su común liberación espontánea de los cuidados relativos al empleo de los capitales, e
independientemente de la regularidad natural de su vida diaria.
64.
—Cuando
estas diferentes tendencias, mentales y morales, hayan obrado de
modo conveniente, habrá de ser, pues, entre los proletarios donde mejor se realice esa propagación universal
de la instrucción positiva, condición indispensable para el cumplimiento gradual de la renovación filosófica.
También es entre ellos donde el carácter continuo de un estudio semejante podrá llegar a ser más puramente
especulativo, porque se encontrará allí más exento de aquellas miras interesadas que llevan a él, más o menos
directamente, las clases superiores, preocupadas casi siempre de cálculos ávidos o ambiciosos. Después de
haber buscado en él el fundamento universal de toda sabiduría humana, vendrán luego a buscar, como en las
bellas artes, una dulce diversión habitual para el conjunto de sus fatigas cotidianas. Como su inevitable
condición social ha de hacerles mucho más preciosa tal diversión, sea científica o estética, sería extraño que
las clases d rectoras quisieran ver en ella, por el contrario, un motivo fundamental para tenerlos
esencialmente privados de ella, negando sistemáticamente la única satisfacción que puede repartirse
indefinidamente a aquellos mismos que deben renunciar a los goces menos comunicables. Para justificar tal
negativa, dictada con demasiada frecuencia por el egoísmo y la irreflexión, se ha objetado alguna vez, es
cierto, que esta vulgarización especulativa tendería a agravar profundamente el desorden actual,
desarrollando la funesta disposición, ya demasiado pronunciada, al desorden universal. Pero este natural
temor, única objeción seria que sobre este punto merecería una verdadera discusión, resulta hoy, en la
mayoría de los casos de buena fe, de una confusión irracional de la instrucción positiva, a la vez estética y
científica, con la instrucción metafísica y literaria, única organizada ahora. Esta, en efecto, que, ya lo hemos
reconocido, ejerce una acción social muy perturbadora en las clases ilustradas, se haría mucho más peligrosa
si se la extendiera a los proletarios, en quienes desarrollaría, además del disgusto por las ocupaciones
materiales, exorbitantes ambiciones. Pero, por fortuna, están, en general, todavía menos dispuestos a pedirla
que se estaría a concedérsela. En cuanto a los estudios positivos, concebidos sabiamente y dirigidos de
manera conveniente, no llevan consigo en forma alguna un influjo semejante; al enlazarse y aplicarse, por su
naturaleza, a todos los trabajos prácticos, tienden, por el contrario, a confirmar o aun inspirar el gusto de
ellos, bien ennobleciendo su carácter habitual, bien suavizando sus penosas consecuencias; al conducir, por
otra parte, a una sana apreciación de las diversas posiciones sociales y de las necesidades correspondientes,
disponen a darse cuenta de que la dicha real es compatible con cualesquiera condiciones, siempre que sean
cumplidas honorablemente y racionalmente aceptadas. La filosofía general que resulta de ellas representa al
hombre, o más bien a la Humanidad, como el primero de los seres conocidos, destinado, por el conjunto de
las leyes reales, a perfeccionar tanto como sea posible, y en todos aspectos, el orden natural, al abrigo de toda
inquietud quimérica; lo cual tiende a levantar profundamente el activo sentimiento universal de la dignidad
humana. Al mismo tiempo, modera espontáneamente el orgullo demasiado exaltado que podría suscitar,
mostrando, en todos aspectos y con familiar evidencia, cuán por bajo debemos quedar siempre del fin y del
tipo así caracterizados, ya en la vida activa o incluso en la vida especulativa, donde se siente, casi a cada paso,
que nuestros más sublimes esfuerzos no pueden superar nunca sino una débil parte de las dificultades
fundamentales.
65.
—A pesar de la gran importancia de los diversos motivos precedentes, consideraciones
todavía más poderosas determinarán sobre todo a las mentes populares a secundar hoy la acción filosófica de
la escuela positiva por su ardor continuo por la propagación universal de los estudios reales; se refieren a las
principales necesidades colectivas propias de la condición social de los proletarios. Se pueden resumir en esta
indicación general: hasta ahora no ha podido existir una política esencialmente popular, y sólo la nueva
filosofía puede constituirla.
Capítulo II
528
Institución de una política popular
1.° La política popular, siempre social, debe hacerse sobre todo moral.
66.—Desde el comienzo de la gran crisis moderna, el pueblo no ha intervenido aún más que como
mero auxiliar en las principales luchas políticas, con la esperanza, sin duda, de obtener de ellas algunas
mejoras de su situación general, pero no por miras y un fin que le fuesen realmente propios. Todas las
disputas habituales han quedado concentradas, esencialmente, entre las diversas clases superiores o medias,
porque se referían sobre todo a la posesión del poder. Ahora bien, el pueblo no podía interesarse
directamente mucho tiempo por tales conflictos, puesto que la naturaleza de nuestra civilización impide
evidentemente a los proletarios esperar, e incluso desear, ninguna participación importante en el poder
político propiamente dicho. Además, después de haber realizado esencialmente todos los resultados sociales
que podían esperar de la sustitución provisional de los metafísicos y legistas, en lugar de la antigua
preponderancia política de las clases sacerdotales y feudales, se vuelven hoy cada vez más indiferentes para la
estéril propagación de esas luchas cada vez más miserables, reducidas ya casi a vanas rivalidades personales.
Cualesquiera que sean los esfuerzos diarios de la agitación metafísica para hacerlos intervenir en estas frívolas
disputas, por el incentivo de lo que se llama los derechos políticos, el instinto popular ha comprendido ya,
sobre todo en Francia, cuán ilusoria y pueril sería la posesión de un privilegio semejante, que, incluso en su
actual grado de diseminación, no inspira habitualmente ningún interés verdadero a la mayoría de los que
gozan de él exclusivamente. El pueblo no puede interesarse esencialmente más que por el uso efectivo del
poder, sean cualesquiera las manos en que resida, y no por su conquista especial. Tan pronto como las
cuestiones políticas, o más bien desde entonces sociales, se refieran de ordinario a la manera como el poder
debe ejercerse para alcanzar mejor su destino general, principalmente relativo, entre los modernos, a la masa
proletaria, no se tardará en reconocer que el desdén actual nada tiene que ver con una peligrosa indiferencia:
hasta entonces, la opinión popular permanecerá extraña a esas disputas, que, a los ojos de las buenas
inteligencias, al aumentar la inestabilidad de todos los poderes, tienden especialmente a retrasar esta
transformación indispensable. En una palabra, el pueblo está naturalmente dispuesto a desear que la vana y
tempestuosa discusión de los derechos se encuentre por fin reemplazada por una fecunda y saludable
apreciación de los diversos deberes esenciales, ya sean generales o especiales. Tal es el principio espontáneo
de la íntima conexión que, sentida tarde o temprano, unirá necesariamente al instinto popular con la acción
social de la filosofía positiva, pues esta gran transformación equivale evidentemente a aquella otra, fundada
antes por las más altas consideraciones especulativas, del movimiento político actual en un simple
movimiento filosófico, cuyo primero y principal resultado social consistirá, en efecto, en constituir
sólidamente una activa moral universal, prescribiendo a cada agente, individual o colectivo, las reglas de
conductas más conformes con la armonía fundamental. Cuanto más se medite sobre esta relación natural,
mejor se reconocerá que esta mutación decisiva, que sólo podía emanar del espíritu positivo, no puede hoy
encontrar un apoyo sólido más que en el pueblo propiamente dicho, único dispuesto a comprenderla bien y
a interesarse profundamente por ella. Los prejuicios y las pasiones propios de las clases superiores o medias
se oponen conjuntamente a que, al principio, sea sentida suficientemente en ellas, porque, de ordinario, han
de ser más sensibles a las ventajas inherentes a la posesión del poder que a los peligros que resultan de su
ejercicio vicioso. Si bien el pueblo es ahora, y debe seguir siendo en adelante, indiferente a la posesión directa
del poder político, no puede nunca renunciar a su indispensable participación continua en el poder moral,
que, siendo el único verdaderamente accesible a todos, sin ningún peligro para el orden universal y, por el
contrario, con gran ventaja cotidiana para él, autoriza a cada uno, en nombre de una común doctrina
fundamental, a hacer volver convenientemente a los más altos poderes a sus diversos deberes esenciales. En
verdad, los prejuicios inherentes al estado transitorio o revolucionario han debido encontrar también alguna
acogida entre nuestros proletarios: mantienen, en efecto, inoportunas ilusiones en el alcance indefinido de las
medidas políticas propiamente dichas; impiden por ello apreciar cuánto más depende hoy la justa satisfacción
de los grandes intereses populares de las opiniones y de las costumbres que de las instituciones mismas, cuya
verdadera regeneración, actualmente imposible, exige, ante todo, una reorganización espiritual. Pero puede
529
asegurarse que la escuela positiva tendrá mucha más facilidad para hacer penetrar esta saludable enseñanza
en los espíritus populares que en cualquier otro lugar, sea porque la metafísica negativa no ha podido
arraigarse allí tanto, sea, sobre todo, por el impulso constante de las necesidades sociales inherentes a su
situación necesaria. Estas necesidades se refieren esencialmente a dos condiciones fundamentales, una
espiritual, otra temporal, de naturaleza profundamente conexa: se trata, en efecto, de asegurar
convenientemente a todos, en primer lugar, la educación normal, y luego el trabajo regular; tal es, en el
fondo, el verdadero programa social de los proletarios. No puede existir verdadera popularidad sino para la
política que tienda necesariamente hacia este doble destino. Ahora bien: tal es, evidentemente, el carácter
espontáneo de la doctrina social propia de la nueva escuela filosófica; nuestras explicaciones anteriores deben
dispensar aquí, a este respecto, de toda otra aclaración, reservada, por otra parte, a la obra indicada tan a
menudo en este Discurso. Importa sólo añadir, acerca de este punto, que la concentración necesaria de
nuestros pensamientos y de nuestra actividad sobre la vida real de la Humanidad, apartando toda ilusión
vana, tenderá especialmente a fortificar mucho la adhesión moral y política del pueblo propiamente dicho a
la verdadera filosofía moderna. En efecto, su juicioso instinto advertirá pronto en ella un poderoso motivo
nuevo de dirigir sobre todo la práctica social hacia el sabio mejoramiento continuo de su propia condición
personal. Las quiméricas esperanzas inherentes a la antigua filosofía han conducido con demasiada
frecuencia, por el contrario, a descuidar con desdén tales progresos, o a apartarlos por una especie de
aplazamiento continuo, de acuerdo con la importancia mínima que, naturalmente, había de dejarles aquella
eterna perspectiva, inmensa compensación espontánea de todas las miserias, cualesquiera.
2.° Naturaleza de la participación de los gobiernos en la propagación de las nociones
positivas.
67.—Esta sumaria apreciación basta ahora para señalar, en los diversos aspectos esenciales, la
afinidad necesaria de las clases inferiores para la filosofía positiva, que, tan pronto como el contacto haya
podido establecerse plenamente, encontrará allí su principal apoyo natural, a un tiempo mental y social,
mientras que la filosofía teológica no conviene ya más que a las clases superiores, cuya preponderancia
política tiende a eternizar, así como la filosofía metafísica se dirige sobre todo a las clases medias, cuya activa
ambición secunda. Todo espíritu meditador debe comprender así finalmente la importancia verdaderamente
fundamental que presenta hoy una sabia vulgarización sistemática de los estudios positivos, destinada
esencialmente a los proletarios, a fin de preparar una sana doctrina social. Los diversos observadores que
pueden libertarse, siquiera momentáneamente, del torbellino diario están de acuerdo ahora en deplorar, y
ciertamente con mucha razón, el influjo anárquico que ejercen, en nuestros días, los sofistas y los retores.
Pero estas justas quejas serán inevitablemente vanas, mientras no se haya reparado mejor en la necesidad de
salir por fin de una situación mental en que la educación oficial no puede conducir, de ordinario, sino a
formar sofistas y retores, que tienden luego espontáneamente a propagar el mismo espíritu, por la triple
enseñanza que emana de los periódicos, de las novelas y de los dramas, entre las clases inferiores, a quienes
ninguna instrucción regular preserva del contagio metafísico, rechazado sólo por su razón natural. Aunque se
deba esperar, acerca de esto, que los gobiernos actuales advertirán pronto de cuánta eficacia puede ser la
propagación universal de los conocimientos reales, para secundar más cada vez sus esfuerzos continuos para
el difícil mantenimiento de un orden indispensable, no hay que esperar todavía de ellos, ni siquiera desear,
una cooperación verdaderamente activa en esta gran preparación racional, que debe resultar sobre todo,
durante mucho tiempo, de un libre celo privado, inspirado y sostenido por verdaderas convicciones
filosóficas. La imperfecta conservación de una grosera armonía política, comprometida sin cesar en medio de
nuestro desorden mental y moral, absorbe demasiado justamente su solicitud diaria, e incluso los tiene
situados en un punto de vista demasiado inferior, para que puedan comprender dignamente la naturaleza y
las condiciones de un trabajo semejante, del que sólo es menester pedirles que entrevean su importancia. Si,
por un celo intempestivo, intentaran hoy dirigirlo, no podrían conseguir más que alterarlo profundamente,
de manera que se comprometiese mucho su principal eficacia, al no unirlo a una filosofía bastante decisiva,
lo que pronto lo haría degenerar en una incoherente acumulación de especialidades superficiales. Así, la
530
escuela positiva, que resulta de un activo concurso voluntario de los espíritus verdaderamente filosóficos, no
tendrá que pedir, durante mucho tiempo, a nuestros gobiernos occidentales, para realizar convenientemente
su gran oficio social, más que una plena libertad de exposición y de discusión, equivalente a aquella de que ya
gozan la escuela teológica y la escuela metafísica. La una puede, todos los días, en sus mil tribunas sagradas,
preconizar a su antojo la excelencia absoluta de su eterna doctrina y lanzar a todos sus adversarios, sean
cualesquiera, a una condenación irrevocable; la otra, en las numerosas cátedras que le sostiene la
munificencia nacional, puede desarrollar diariamente, ante inmensos auditorios, la eficacia universal de sus
concepciones ontológicas y la preeminencia indefinida de sus estudios literarios. Sin pretender ventajas
semejantes, que el tiempo sólo debe procurar, la escuela positiva no pide esencialmente hoy más que un
mero derecho de asilo regular en los locales municipales, para hacer apreciar allí directamente su aptitud
última para la satisfacción simultánea de todas nuestras grandes necesidades sociales, propagando con
prudencia la única instrucción sistemática que pueda preparar desde ahora una verdadera reorganización,
mental primero, luego moral y, por último, política. Con tal que este libre acceso le esté siempre abierto, el
celo voluntario y gratuito de sus escasos promotores, secundado por el buen sentido universal y bajo el
impulso creciente de la situación fundamental, no temerá nunca sostener, incluso desde este momento, una
activa competencia filosófica con los numerosos y poderosos órganos, hasta reunidos, de las dos escuelas
antiguas. Ahora bien: ya no es de temer que en adelante los hombres de Estado se aparten gravemente, en
este aspecto, de la imparcial moderación cada vez más inherente a su propia indiferencia especulativa;
incluso la escuela positiva tiene ocasión de contar, a propósito de esto, con la benevolencia habitual de los
más inteligentes de ellos, no sólo en Francia, sino también en todo nuestro Occidente. Su vigilancia continua
de esta enseñanza popular libre se limitará pronto a prescribirle sólo la condición permanente de una
verdadera positividad, apartando de ella, con inflexible severidad, la introducción, todavía demasiado
inminente, de las especulaciones vagas o sofísticas. Pero, en este punto, las necesidades esenciales de la
escuela positiva coinciden directamente con los deberes naturales de los gobiernos, pues si éstos deben
rechazar un abuso semejante en virtud de su tendencia anárquica, aquélla, además de este justo motivo, lo
juzga completamente contrario al destino fundamental de tal enseñanza, puesto que reanima ese mismo
espíritu metafísico en que ve hoy el principal obstáculo para el advenimiento social de la nueva filosofía. En
este aspecto, así como por todos los demás títulos, los filósofos positivos se sentirán siempre casi tan
interesados como los poderes actuales en el doble mantenimiento continuo del orden interior y de la paz
exterior, porque ven en ello la condición más favorable para una nueva renovación mental y moral; sólo,
desde el punto de vista que les es peculiar, deben ver desde más lejos lo que podría comprometer o
considerar este gran resultado político del conjunto de nuestra situación transitoria.
Capítulo III
Orden necesario de los estudios positivos
68.
—Hemos caracterizado ahora lo bastante, en todos aspectos, la importancia capital
que presenta hoy la universal propagación de los estudios positivos, sobre todo entre los proletarios, para
constituir en adelante un indispensable punto de apoyo, a la vez mental y social, a la elaboración filosófica
que debe determinar gradualmente la reorganización espiritual de las sociedades modernas. Pero tal
apreciación quedaría aún incompleta, e incluso insuficiente si el fin de este Discurso no estuviera
directamente consagrado a establecer el orden fundamental que conviene a esta serie de estudios para fijar la
verdadera posición que debe ocupar, en su conjunto, aquel de quien este Tratado se ocupará luego
exclusivamente. Lejos de que esta coordinación didáctica sea casi indiferente, como nuestro vicioso régimen
científico hace suponer demasiado a menudo, puede afirmarse, por el contrario, que depende sobre todo de
ella la principal eficacia, intelectual o social, de esta gran preparación. Existe, por otra parte, una íntima
solidaridad entre la concepción enciclopédica de donde resulta y la ley fundamental de evolución que sirve de
base a la nueva filosofía general.
1.° Ley de clasificación.
531
69.
—Un orden tal debe, por su naturaleza, cumplir dos condiciones esenciales, una
dogmática, otra histórica, cuya convergencia necesaria es menester reconocer ante todo: la primera consiste
en ordenar las ciencias según su dependencia sucesiva, de manera que cada una descanse en la precedente y
prepare la siguiente; la segunda prescribe disponerlas según la marcha de su formación efectiva, pasando
siempre de las más antiguas a las más recientes. Ahora bien: la equivalencia espontánea de estas dos vías
enciclopédicas procede, en general, de la identidad fundamental que existe inevitablemente entre la evolución
individual y la evolución colectiva, las cuales, teniendo un origen igual, un destino semejante y un mismo
agente, deben siempre ofrecer fases correspondientes, salvo las únicas diversidades de duración, de
intensidad y de velocidad, inherentes a la desigualdad de los dos organismos. Este concurso necesario
permite, pues, concebir estos dos modos como dos aspectos correlativos de un único principio
enciclopédico, de manera que pueda emplearse habitualmente aquel que, en cada caso, manifieste mejor las
relaciones consideradas, y con la preciosa facultad de poder comprobar constantemente por uno lo que
resulte por el otro.
70.
—La ley fundamental de este orden común, de dependencia dogmática y de sucesión
histórica, ha sido establecida completamente en la gran obra indicada más arriba, y cuyo plano general
determina. Consiste en clasificar las diferentes ciencias, según la naturaleza de los fenómenos estudiados,
según su generalidad y su independencia decrecientes o su complicación creciente, de donde resultan
especulaciones cada vez menos abstractas y cada vez más difíciles, pero también cada vez más eminentes y
completas, en virtud de su relación más íntima con el hombre, o más bien con la Humanidad, objeto final de
todo el sistema teórico. Esta clasificación toma su principal valor filosófico, sea científico o lógico, de la
identidad constante y necesaria que existe entre todos estos diversos modos de comparación especulativa de
los fenómenos naturales, y de donde resultan otros tantos teoremas enciclopédicos, cuya aplicación y uso
pertenecen a la obra citada, que, además, en el aspecto activo, añade esta importante relación general: que los
fenómenos resultan así cada vez más modificables, de manera que ofrecen un dominio cada vez más vasto a
la intervención humana. Basta aquí indicar sumariamente la aplicación de este gran principio a la determinación racional de la verdadera jerarquía de los estudios fundamentales, concebidos directamente desde ahora
como los diferentes elementos esenciales de una ciencia única, la de la Humanidad.
2.° Ley Enciclopédica o Jerarquía de las ciencias.
71.
—Este
objeto final de todas nuestras especulaciones reales exige, evidentemente,
por su naturaleza, a la vez científica y lógica, un doble preámbulo indispensable, relativo, por una parte, al
hombre propiamente dicho, y por otra parte, al mundo exterior. No se podría, en efecto, estudiar
racionalmente los fenómenos, estáticos o dinámicos, de la sociabilidad, si no se conociera antes
suficientemente el agente especial que los realiza y el medio general en que se cumplen. De ahí resulta, pues,
la división necesaria de la filosofía natural, destinada a preparar la filosofía social, en dos grandes ramas,
orgánica una y la otra inorgánica. En cuanto a la disposición relativa de estos dos estudios igualmente
fundamentales, todos los motivos esenciales, sean científicos o lógicos, coinciden en prescribir, en la
educación individual y en la evolución colectiva, que se comience por el segundo, cuyos fenómenos, más
sencillos y más independientes, por razón de su superior generalidad, permiten únicamente, primero, una
apreciación verdaderamente positiva, mientras que sus leyes, en directa relación con la existencia universal,
ejercen luego una influencia necesaria sobre la existencia especial de los cuerpos vivos. La astronomía
constituye necesariamente, en todos aspectos, el elemento más decisivo de esta teoría previa del mundo
exterior, ya como más susceptible de una plena positividad, ya en tanto que caracteriza el medio general de
todos nuestros fenómenos cualesquiera, y manifiesta, sin ninguna otra complicación, la mera existencia
matemática, es decir, geométrica o mecánica, común a todos los seres reales. Pero aun cuando se condensen
lo más posible las verdaderas concepciones enciclopédicas, no se podría reducir la filosofía inorgánica a este
elemento principal, porque quedaría entonces aislada enteramente de la filosofía orgánica. Su vínculo
fundamental, científico y lógico, consiste sobre todo en la rama más compleja de la primera, el estudio de los
532
fenómenos de composición y de descomposición, los más eminentes de los que lleva consigo la existencia
universal y los más próximos al modo vital propiamente dicho. Así es cómo la filosofía natural, considerada
como el preámbulo necesario de la filosofía social, descomponiéndose primero en dos estudios extremos y
un estudio intermedio, comprende sucesivamente estas tres grandes ciencias: la astronomía, la química y la
biología, la primera de las cuales se refiere inmediatamente al origen espontáneo del verdadero espíritu
científico, y la última, a su destino esencial. Su despliegue inicial respectivo corresponde, históricamente, a la
antigüedad griega, a la edad media y a la época moderna.
72.
--Una apreciación enciclopédica semejante no cumpliría aún suficientemente las
condiciones indispensables de continuidad y de espontaneidad propias de tal cuestión: de un lado deja una
laguna capital entre la astronomía y la química, cuya unión no podría ser directa; de otro lado, no indica
bastante la verdadera fuente de este sistema especulativo, como una mera prolongación abstracta de la razón
común, cuyo punto de partida científico no podía ser directamente astronómico. Pero para completar la
fórmula fundamental basta, en primer lugar, insertar en ella, entre la astronomía y la química, la física
propiamente dicha, que sólo ha adquirido existencia distinta con Galileo; en segundo lugar, poner al
comienzo de este vasto conjunto la ciencia matemática, única cuna necesaria de la positividad racional, tanto
para el individuo como para la especie. Si, por una aplicación más especial de nuestro principio
enciclopédico, se descompone a su vez esta ciencia inicial en sus tres grandes ramas, el cálculo, la geometría y
la mecánica, se determina por fin, con la última precisión filosófica, el verdadero origen de todo el sistema
científico, nacido primero, en efecto, de las especulaciones puramente numéricas, que al ser, entre todas, las
más generales, las más sencillas, las más abstractas y las más independientes, se confunden casi con el
impulso espontáneo del espíritu positivo en las inteligencias más vulgares, como todavía lo confirma a
nuestros ojos la observación diaria del desarrollo individual.
73.
—Así se llega gradualmente a descubrir la invariable jerarquía, a la vez histórica y
dogmática, de igual modo científica y lógica, de las seis ciencias fundamentales: la matemática, la astronomía,
la física, la química, la biología y la sociología, la primera de las cuales constituye necesariamente el punto de
partida exclusiva, y la última, el único fin esencial de toda la filosofía positiva, considerada desde ahora como
algo que forma, por su naturaleza, un sistema verdaderamente indivisible, donde toda descomposición es
radicalmente artificial, sin ser, por otra parte, de ningún modo, arbitraria, y que se refiere finalmente a la
Humanidad, única concepción plenamente universal. El conjunto de esta fórmula enciclopédica,
exactamente conforme con las verdaderas afinidades de los estudios correspondientes y que, por otra parte,
comprende evidentemente todos los elementos de nuestras especulaciones reales, permite al fin a toda
inteligencia renovar a su antojo la historia general del espíritu positivo, pasando, de un modo casi insensible,
de las menores ideas matemáticas a los más altos pensamientos sociales. Es claro, en efecto, que cada una de
las cuatro ciencias intermedias se confunde, por así decirlo, con la precedente en cuanto a sus fenómenos
más sencillos, y con la siguiente en cuanto a los más eminentes. Esta perfecta continuidad espontánea
resultará sobre todo irrecusable para todos los que re- conozcan, en la obra antes indicada, que el mismo
principio enciclopédico da también la clasificación racional de las diversas partes que constituyen cada
estudio fundamental, de manera que los grados dogmáticos y las fases históricas pueden aproximarse tanto
como lo exija la precisión de las comparaciones o la facilidad de las transiciones.
74.—En el estado actual de las inteligencias, la aplicación lógica de esta gran fórmula es aún más
importante que su uso científico, ya que el método es, en nuestros días, más esencial que la doctrina misma, y
además lo único susceptible inmediatamente de una plena regeneración. Su principal utilidad consiste, pues,
hoy en determinar rigurosamente la marcha invariable de toda educación verdaderamente positiva, en medio
de los prejuicios irracionales y de los viciosos hábitos propios del desarrollo preliminar del sistema científico,
formado así gradualmente de teorías parciales e incoherentes, cuyas relaciones mutuas debían permanecer
inadvertidas hasta ahora por sus sucesivos fundadores. Todas las clases actuales de sabios violan ahora, con
igual gravedad, aunque en distintos aspectos, esta obligación fundamental. Para limitarse aquí a indicar los
dos casos extremos, los geómetras, justamente orgullosos de estar situados en la verdadera fuente de la
positividad racional, se obstinan ciegamente en retener al espíritu humano en ese grado puramente inicial del
verdadero desarrollo especulativo, sin considerar nunca su único fin necesario; por el contrario, los biólogos,
533
preconizando con perfecto derecho la dignidad superior de su tema, inmediatamente próximo a ese gran
destino, persisten en mantener sus estudios en un irracional aislamiento, eximiéndose arbitrariamente de la
difícil preparación que su naturaleza exige. Estas disposiciones opuestas, pero igualmente empíricas,
conducen hoy con demasiada frecuencia, en unos, a una vana pérdida de esfuerzos intelectuales, consumidos
desde ahora, en gran parte, en investigaciones cada vez más pueriles: en los otros, a una inestabilidad
continua de las diversas nociones esenciales, por falta de una marcha verdaderamente positiva. Sobre todo en
este último aspecto, se debe observar, en efecto, que los estudios sociales no son ahora los únicos que
quedan aún fuera del sistema plenamente positivo, bajo el estéril dominio del espíritu teológico-metafísico;
en el fondo, los estudios biológicos mismos, sobre todo dinámicos, aunque estén constituidos
académicamente, tampoco han alcanzado hasta ahora una verdadera positividad, puesto que ninguna
doctrina capital está en ellos suficientemente perfilada, de modo que el campo de las ilusiones y de las
juglarías sigue siendo en ellos, todavía, casi indefinido. Pero la deplorable prolongación de una situación
semejante tiende esencialmente, en uno y otro caso, al insuficiente cumplimiento de las grandes condiciones
lógicas determinadas por nuestra ley enciclopédica, pues nadie discute ya, desde hace mucho tiempo, la
necesidad de una marcha positiva; pero todos desconocen su naturaleza y sus obligaciones, que sólo puede
caracterizar la verdadera jerarquía científica. ¿Qué esperar, en efecto, sea acerca de los fenómenos sociales,
sea incluso acerca del estudio, más sencillo, de la vida individual, de una cultura que aborda directamente
especulaciones tan complejas sin haberse preparado dignamente para ellas por una sana apreciación de los
métodos y de las doctrinas relativos a los diversos fenómenos menos complicados y más generales, de
manera que no puede conocer suficientemente ni la lógica inductiva, caracterizada principalmente, en el
estado rudimentario, por la química, la física y, ante todo, la astronomía, ni siquiera la pura lógica deductiva,
o el arte elemental del razonamiento decisivo, que sólo la iniciación matemática puede desarrollar de un
modo conveniente?
75.
—Para
facilitar el uso habitual de nuestra fórmula jerárquica conviene mucho,
cuando no se tiene necesidad de una gran precisión enciclopédica, agrupar sus términos dos a dos, de modo
que se reduzca a tres parejas: una inicial, matemático-astronómica: otra final, biológico-sociológica, separadas
y reunidas por la pareja intermedia, físico-química. Esta afortunada condensación resulta de una apreciación
irrecusable, puesto que existe, en efecto, mayor afinidad natural, científica o lógica, entre los dos elementos
de cada pareja que entre las parejas consecutivas mismas, como lo confirma a menudo la dificultad que se
experimenta para separar netamente la matemática de la astronomía y la física de la química, a causa de los
hábitos vagos que aún dominan acerca de todos los pensamientos de conjunto; la biología y la sociología,
sobre todo, continúan casi confundidas en la mayor parte de los pensadores actuales. Sin llegar nunca hasta
estas viciosas confusiones, que alterarían radicalmente las transiciones enciclopédicas, será con frecuencia útil
reducir así la jerarquía elemental de las especulaciones reales a tres parejas esenciales, cada una de las cuales
podrá además designarse brevemente según su elemento más especial, que es siempre, efectivamente, el más
característico y el más propio para definir las grandes fases de la evolución positiva, individual o colectiva.
3.° Importancia de la Ley enciclopédica.
76.
—Esta
somera apreciación basta aquí para indicar el destino y señalar la
importancia de una ley enciclopédica semejante, en la que finalmente reside una de las dos ideas madres cuya
íntima combinación espontánea constituye necesariamente la base sistemática de la nueva filosofía general.
La terminación de este largo Discurso, donde el verdadero espíritu positivo ha sido caracterizado en todos los
aspectos esenciales, se aproxima así a su comienzo, puesto que esta teoría de clasificación debe ser
considerada, en último término, como naturalmente inseparable de la teoría de evolución expuesta al
principio; de manera que el presente Discurso forma él mismo un verdadero conjunto, imagen fiel, aunque
muy contraída, de un vasto sistema. Es fácil comprender, en efecto, que la consideración habitual de tal
jerarquía ha de resultar indispensable, ya para explicar convenientemente nuestra ley inicial de los tres
estados, ya para disipar de modo suficiente las únicas objeciones serias que pueda permitir, pues la frecuente
534
simultaneidad histórica de las tres grandes fases mentales respecto a especulaciones diferentes constituiría, de
cualquier otro modo, una inexplicable anomalía, que resuelve, por el contrario, espontáneamente, nuestra ley
jerárquica, relativa tanto a la sucesión corno a la dependencia de los diversos estudios positivos. Se concibe
igualmente, en sentido inverso, que la regla de la clasificación supone la de la evolución, puesto que todos los
motivos esenciales del orden así establecido resultan, en el fondo, de la desigual rapidez de este desarrollo en
las diferentes ciencias fundamentales.
77.
—La combinación racional de estas dos ideas madres, al constituir la unidad necesaria del
sistema científico, todas cuyas partes concurren cada vez más a un mismo fin, asegura también, por otra
parte, la justa independencia de los diversos elementos principales, todavía alterada con demasiada frecuencia
por aproximaciones viciosas. En su desarrollo preliminar, el único realizado hasta ahora, al haber tenido el
espíritu positivo que extenderse así gradualmente de los estudios inferiores a los estudios superiores, éstos
han sido expuestos inevitablemente a la opresiva invasión de los primeros, contra cuyo ascendiente su
indispensable originalidad no encontraba, por lo pronto, garantía más que en una prolongación exagerada de
la tutela teológico-metafísica. Esta deplorable fluctuación; muy sensible aún en la ciencia de los cuerpos
vivos, caracteriza hoy lo que contienen de real, en el fondo, las largas controversias, por lo demás tan vanas
en todos los otros aspectos, entre el materialismo y el espiritualismo, que representan de un modo provisional,
en formas igualmente viciosas, las necesidades, igualmente graves, aunque por desgracia opuestas hasta
ahora, de la realidad y la dignidad de nuestras especulaciones cualesquiera. Llegado desde ahora a su madurez
sistemática, el espíritu positivo disipa a la vez estos dos órdenes de aberraciones, al terminar estos estériles
conflictos por la satisfacción simultánea de estas dos condiciones viciosamente contrarias, corno lo indica
inmediatamente nuestra jerarquía científica combinada con nuestra ley de evolución, puesto que ninguna
ciencia puede llegar a una verdadera positividad sino en tanto que la originalidad de su carácter propio esté
plenamente consolidada.
Conclusión Aplicación a la enseñanza de la astronomía
78.
—Una
aplicación directa de esta teoría enciclopédica, a la vez científica y lógica,
nos conduce, por último, a definir exactamente la naturaleza y el destino de la enseñanza especial a la que
este Tratado está consagrado. Resulta, en efecto, de las explicaciones precedentes que la principal eficacia,
primero mental y luego social, que debemos buscar hoy en una sabia propagación universal de los estudios
positivos, depende necesariamente de una estricta observancia didáctica de la ley jerárquica. Para toda rápida
iniciación individual, corno para la lenta iniciación colectiva, será siempre indispensable que el espíritu
positivo, desarrollando su régimen a medida que agrande su dominio, se eleve poco a poco del estado
matemático inicial al estado sociológico final, recorriendo sucesivamente los cuatro grados intermedios:
astronómico, físico, químico y biológico. Ninguna superioridad personal puede dispensar verdaderamente de
esta fundamental gradación, a propósito de la cual se tienen hoy demasiadas ocasiones de comprobar, en
elevadas inteligencias, una irreparable laguna, que a veces ha neutralizado eminentes esfuerzos filosóficos.
Una marcha tal debe hacerse, pues, aún más indispensable en la educación universal, donde los especialismos
tienen poca importancia y cuya principal utilidad, más lógica que científica, exige esencialmente una
racionalidad plena, sobre todo cuando se trata de constituir por fin el verdadero régimen mental. De este
modo, esta enseñanza popular debe referirse hoy principalmente a la pareja científica inicial, hasta que esté
convenientemente vulgarizada. De allí es de donde todos deben primero tomar las verdaderas nociones
elementales de su positividad general, adquiriendo los conocimientos que sirven de base a todas las demás
especulaciones reales. Aunque esta estricta obligación lleve forzosamente a poner al principio los estudios
puramente matemáticos, es menester, sin embargo, considerar que no se trata todavía de establecer una
sistematización directa y completa de la instrucción popular, sino sólo de imprimir convenientemente el
impulso filosófico que debe conducir a ella. Desde ese momento se reconoce fácilmente que un movimiento
semejante debe de depender sobre todo de los estudios astronómicos, que, por su naturaleza, ofrecen
necesariamente la plena manifestación del verdadero espíritu matemático, de quien constituyen, en el fondo,
el principal destino. Hay tantos menos inconvenientes actuales en caracterizar así a la pareja inicial por la sola
astronomía cuanto que los conocimientos matemáticos verdaderamente indispensables para su juiciosa
535
vulgarización están ya bastante extendidos o son bastante fáciles de adquirir para que pueda uno limitarse
hoy a suponerlos resultantes de una preparación espontánea.
79.
—Esta
preponderancia necesaria de la ciencia astronómica en la primera
propagación sistemática de la iniciación positiva está del todo conforme con la influencia histórica de tal
estudio, principal motor hasta ahora de las grandes revoluciones intelectuales. El sentimiento fundamental de
la invariabilidad de las leyes naturales debía, en efecto, desarrollarse primero para los fenómenos más
sencillos y generales, cuya regularidad y magnitud superiores nos manifiestan el único orden real que sea
completamente independiente de toda modificación humana. Incluso antes de poseer aún ningún carácter
verdaderamente científico, esta clase de concepciones ha determinado, sobre todo, el paso decisivo del
fetichismo al politeísmo, resultante en todas partes del culto de los astros. Su primer bosquejo matemático,
en las escuelas de Tales y de Pitágoras, constituyó luego la principal fuente mental de la decadencia del
politeísmo y del ascendiente del monoteísmo. Por último, el despliegue sistemático de la positividad
moderna, que tiende abiertamente a un nuevo régimen filosófico, ha resultado esencialmente de la gran
renovación astronómica comenzada por Copérnico, Kepler y Galileo. Por tanto, no hay que extrañarse
mucho de que la universal iniciación positiva, sobre la que debe apoyarse el advenimiento directo de la
filosofía definitiva, se halle también dependiente, en primer término, de un estudio semejante, según la
conformidad necesaria de la educación individual con la evolución colectiva. Ese es, sin duda, el último
oficio fundamental que deba pertenecerle en el desarrollo general de la razón humana, que, una vez llegada
en todos a una verdadera positividad, deberá avanzar luego bajo un nuevo impulso filosófico, emanado
directamente de la ciencia final, investida desde entonces para siempre de su presidencia normal. Tal es la
utilidad eminente, no menos social que mental, que se trata aquí de obtener, por último, de una juiciosa
exposición
popular
del
sistema
actual
de
los
sanos
estudios
astronómicos
Jürgen Habermas (Düsseldorf, Alemania, 1929): es el representante más sobresaliente de la
segunda generación de filósofos de la Escuela de Frankfurt y la gran figura del pensamiento
europeo contemporáneo. Su honradez intelectual, la búsqueda incesante de soluciones a los
problemas del hombre actual y de interpretación de la historia y de la realidad social lo convierten
en referente universal. Estudió Filosofía, Psicología, Literatura y Economía en las universidades de
Gotinga, Zurich y Bonn. En esta última consiguió su doctorado. Durante algún tiempo trabajó
como periodista. De la mano de Theodor W. Adorno ingresó en el Instituto de Investigación Social
de Frankfurt am Main, donde obtuvo la cátedra de Filosofía y Sociología. Considerado el gran
continuador de la tradición filosófica de Kant y Hegel, ha desarrollado una escuela de pensamiento
basada en una nueva teoría de la sociedad y de la preeminencia explicativa de las ciencias sociales.
Publicó Conocimiento e interés, con el que su fama traspasó las fronteras alemanas y tras más de dos
décadas de preparación, sacó a la luz su obra fundamental, Teoría de la acción comunicativa,
convirtiéndose en referente de la filosofía práctica contemporánea. En ella contrapone las ideas
tradicionales funcionalistas con la "intersubjetividad social", dando origen a su teoría de la ética
discursiva. Recibió el Premio Príncipe de Asturias de Ciencias Sociales, el premio Hegel de
Stuttgart, el Sigmund Freud de Darmstadt, el Adorno, el Geschwister Scholl, el Sonning y la
Medalla Wilhelm Leuschner. Es doctor honoris causa por las universidades de Jesuralén, Buenos
Aires, Hamburgo, Northwestern University Evanston, Utrech, Tel Aviv, Atenas y la New School
for Social Research de Nueva York, y miembro de la Academia Alemana de la Lengua y la Poesía.
Sus obras han sido traducidas a más de veinte idiomas y forman parte de los clásicos del
pensamiento contemporáneo.
Habermas, Jürguen. Conocimiento e interés. Madrid. Taurus. 1982. cap. 1, 3 y cap.3, 9
3. La idea de una teoría del conocimiento como teoría de la sociedad
La clave interpretativa que Marx ofrece para la Fenomenología del espíritu contiene
indicaciones que permiten traducir, desde una perspectiva instrumental, los conceptos de la
filosofía de la reflexión:
Lo extraordinario de la Fenomenología de Hegel y de su resultado —la dialéctica de la
negatividad como principio motor y generativo— consiste, por tanto, en haber concebido
la producción del hombre por sí mismo como un proceso, la objetivación como pérdida
del objeto, como extrañación y como superación de la extrañación; una vez percibida la
esencia del trabajo, el hombre objetivo, el hombre real, y por tanto verdadero, aparece como
resultado de su propio trabajo1.
La idea de la autoconstitución de la especie humana mediante el trabajo debe servir
de hilo conductor para una apropiación desmitificadora de la Fenomenología; sobre esta base
materialista se disuelven, como hemos señalado, las hipótesis de la filosofía de la identidad,
1
Ibid., pág. 417.
536
537
que impidieron a Hegel sacar partido de los resultados de su crítica a Kant. Pero, por una
extraña ironía, es precisamente este punto de vista desde el que Marx critica fundamentalmente a Hegel, el que impide que Marx comprenda de forma adecuada la intención de
sus propias investigaciones. Al cambiar la construcción de la conciencia fenoménica por
una representación cifrada de la especie humana que se produce a sí misma, Marx pone al
descubierto el mecanismo velado en Hegel del progreso en la experiencia de la reflexión: es
el desarrollo de las fuerzas productivas lo que cada vez empuja hacia la superación de una
forma de vida petrificada en positividad y convertida en abstracción. Pero al mismo tiempo
se engaña en lo referente a la misma reflexión al reducirla a trabajo: Marx identifica «la
superación (Aufhebung) como movimiento objetivo que reasume en sí la exteriorización»
con una apropiación de las fuerzas esenciales que se exteriorizan en la elaboración de la
materia.
Marx reduce el proceso de la reflexión al plano de la acción instrumental. Al
reconducir la autoposición del yo absoluto a la producción más tangible de la especie
humana, desaparece la reflexión en general como una forma de movimiento de la historia,
aunque conserve el marco de la filosofía de la reflexión. La reinterpretación de la
fenomenología hegeliana pone al descubierto las paradójicas consecuencias del
socavamiento materialista de la filosofía del yo de Fichte. Si el sujeto apropiante encuentra
en el no-yo no sólo un producto del yo, sino también y siempre una parte de naturaleza
contingente, entonces el acto de apropiación no coincide ya con la reasunción reflexiva del
sujeto mismo como era antes. La relación entre, por una parte, el acto previo de poner,
acto que no es transparente a sí mismo, y que llamamos acto de hispostasiar, y el proceso
de hacer consciente lo que ha sido objetivado, que es lo que calificamos como reflexión, se
transforma desde los supuestos de una filosofía del trabajo en la relación entre producción
y apropiación, entre exteriorización y apropiación de la fuerza esencial exteriorizada. Marx
concibe la reflexión según el modelo de producción. Al partir tácitamente de esta premisa, es
consecuente que no distinga entre el status lógico de las ciencias de la naturaleza y el de la
crítica.
De hecho, Marx no niega completamente la distinción entre ciencias de la
naturaleza y ciencias del hombre. El esbozo de una teoría instrumental del conocimiento le
permite tener una concepción trascendental pragmatista de las ciencias de la naturaleza.
Estas representan una forma metódicamente asegurada del saber acumulado en el sistema
del trabajo social. En la experimentación se ponen a prueba hipótesis sobre la articulación
de acontecimientos regulados según leyes de manera fundamentalmente análoga a como
sucede en la «industria», es decir, en las situaciones precientíficas de una acción controlada
por sus resultados. En ambos casos el punto de vista trascendental de la posible disposición
técnica, en cuyo ámbito se organiza la experiencia y se objetiva la realidad, es el mismo. En
la justificación gnoseológica de las ciencias de la naturaleza Marx está contra Hegel a favor
de Kant, aunque sin identificarlas con la ciencia en general. El progreso del conocimiento
metódicamente asegurado es para Marx, igual que para Kant, un criterio de su cientificidad.
Pero Marx no ha considerado este progreso como evidente por sí mismo, sino que lo ha
valorado de acuerdo con el grado en el que las informaciones de las ciencias de la
538
naturaleza, cuyo saber es, por esencia, técnicamente utilizable, pueden ser incorporadas al
circuito de la producción.
Las ciencias naturales han desarrollado una enorme actividad y se han apropiado cada
vez más materiales. Sin embargo, la filosofía se ha mantenido tan ajena a las ciencias como
éstas a la filosofía. Su momentánea fusión [dirigida contra Schelling y Hegel] sólo fue una
ilusión de la fantasía... Pero tanto más han intervenido prácticamente las ciencias naturales a
través de la industria en la vida humana, cambiándola... La industria es la relación real,
histórica de la naturaleza, y por tanto de las ciencias naturales, con el hombre1.
Por otra parte, Marx no ha discutido nunca de manera explícita el sentido específico
de una ciencia del hombre realizada como crítica de la ideología frente al sentido
instrumentalista de la ciencia de la naturaleza. Aunque él mismo haya establecido la ciencia
del hombre en forma de crítica y no como ciencia de la naturaleza, parece que se inclina
siempre a situarla entre las ciencias naturales. Jamás ha considerado necesario justificar la
teoría de la sociedad desde la perspectiva de la crítica del conocimiento. Lo que muestra
que la idea de la autoconstitución de la especie humana mediante el trabajo social fue
suficiente para criticar a Hegel, pero no bastó para hacer inteligible en toda su amplitud
efectiva la apropiación materialista del Hegel criticado.
Refiriéndose al modelo de la física, Marx pretende representar «la ley económica del
movimiento de la sociedad moderna» como una «ley de la naturaleza». En el epílogo a la
segunda edición de El capital (libro I) cita, aprobándola, la puntualización metodológica de
un crítico ruso, que, en sentido comtiano, pone de relieve la diferencia entre economía y
biología, por una parte, y entre biología, física y química, por otra, y subraya en particular
que el ámbito de validez de las leyes económicas se limita a períodos históricos
particulares2; pero, por lo demás, Marx equipara esta teoría de la sociedad con las ciencias
de la naturaleza. Marx busca mediante una rigurosa investigación científica, demostrar la
necesidad de determinados órdenes de las relaciones sociales y, en la medida de lo posible,
comprobar de manera inobjetable los hechos que le sirven de puntos de partida y de
apoyo... Marx concibe el movimiento social como un proceso de historia natural regido por
leyes que no sólo son independientes de la voluntad, la conciencia y la intención de los
hombres, sino que, por el contrario, determinan su querer, conciencia e intenciones3.
Para mostrar la cientificidad de su análisis, Marx ha recurrido a su analogía con las
ciencias de la naturaleza. No deja entrever en ningún lugar que haya revisado su posición
primera, según la cual la ciencia del hombre debía formar una unidad con las ciencias de la
naturaleza: «En un futuro la ciencia de la naturaleza será la ciencia del hombre, y a la vez
será subsumida bajo ésta: no habrá más que una ciencia» 4.
OME, vol. V, págs. 384-385.
«Una vez que la vida ha hecho que caduque determinado período de desarrollo, pasando de un estadio a
otro, comienza a ser regida por otras leyes... con el diferente desarrollo de las fuerzas productivas se
modifican las relaciones y las leyes que las rigen.» El capital, vol. I, págs. 18-19.
3 El capital, vol. I, pág. 18.
4
OME, vol. V, pág. 386.
1
2
539
Esta exigencia, ya teñida de positivismo, de una ciencia natural del hombre es
sorprendente; pues las ciencias de la naturaleza están bajo las condiciones trascendentales
del sistema de trabajo social, del que, sin embargo, la economía, en cuanto ciencia del
hombre, debe por su parte reflejar el cambio estructural. A la ciencia, en sentido estricto, le
falta justamente este momento de la reflexión, por el que se caracteriza una crítica que
indaga el proceso histórico natural de la autoproducción del sujeto social y hace también al
sujeto consciente de ese proceso. En cuanto la ciencia del hombre es análisis de un proceso
constitutivo, incluye necesariamente la autorreflexión de la ciencia desde el punto de vista
de la crítica del conocimiento. Pero esta necesidad queda cancelada por la autocomprensión de la economía como «ciencia natural humana». Como ha quedado dicho,
esta abreviada autocomprensión metodológica es, sin duda alguna, consecuencia coherente
de un sistema de referencia limitado a la acción instrumental.
Si tomamos como base el concepto materialista de una síntesis mediante el trabajo
social, entonces pertenecen al mismo contexto objetivo de la autoconstitución de la especie
humana, tanto el saber técnicamente utilizable de las ciencias de la naturaleza, el conocimiento de las leyes de la naturaleza, como la teoría de la sociedad, el conocimiento de
las leyes de la historia natural del hombre. El conocimiento de la naturaleza, desde el
estadio del saber pragmático cotidiano hasta la moderna ciencia de la naturaleza, procede
en igual medida del enfrentamiento primario del hombre con la naturaleza; a la vez que ese
conocimiento, en cuanto fuerza productiva, actúa retroactivamente sobre el sistema de
trabajo social e impulsa el desarrollo del mismo. De forma análoga puede concebirse el
conocimiento de la sociedad, que desde la fase de la autocomprensión pragmática de los
grupos sociales hasta la teoría de la sociedad propiamente dicha determina la
autoconciencia de los sujetos sociales. Su identidad se reforma, en efecto, en cada estadio
del desarrollo de las fuerzas productivas y es, a su vez, condición para el control del
proceso de producción.
El desarrollo del capital fijo indica hasta qué punto el saber social general, knowledge,
se ha convertido en fuerza productiva inmediata, y, en consecuencia (!), hasta qué punto las
condiciones del proceso de la misma vida social han entrado bajo el control del general
intellect1.
En la medida en la que la producción asienta el único marco en que pueden ser
interpretados el origen y la función del conocimiento, la ciencia del hombre aparece
también bajo las categorías de un saber de disposición: el saber que permite disponer de los
procesos de la naturaleza se transforma, en el nivel de la autoconciencia de los sujetos
sociales, en un saber que hace posible el control del proceso social de la vida. En la
dimensión del trabajo, en cuanto proceso de producción y de apropiación, el saber de
reflexión se transforma en saber de producción. El conocimiento de la naturaleza,
coagulado en tecnologías, empuja al sujeto social a un conocimiento siempre más profundo
de su «metabolismo» con la naturaleza, conocimiento que al fin se transforma en control de
1
Elementos fundamentales para la crítica de la economía política, vol. II, pág. 230.
540
los procesos sociales, de igual manera que la ciencia de la naturaleza se transforma en poder
de disposición técnica.
En los trabajos preliminares de la Crítica de la economía política se encuentra la versión
según la cual la historia de la especie humana está vinculada a una transformación
automática de la ciencia de la naturaleza y de la tecnología en autoconciencia del sujeto
social (general intellect) que controla el proceso material de la vida. Según esta construcción,
lo que quedaría sedimentado en la historia de la conciencia trascendental sería, en cierto
sentido, sólo la historia de la tecnología. Esta se centra exclusivamente en el desarrollo
acumulativo de la acción controlada por su resultado y sigue la tendencia a aumentar la
productividad del trabajo y a sustituir la fuerza del trabajo humano —«la realización de esta
tendencia es la transformación del instrumento de trabajo en maquinaria»1 —. Los
momentos que hacen época en el desarrollo de la técnica muestran cómo todas las
capacidades del organismo humano, comprendidas en la esfera funcional de la acción
instrumental, son transmitidas gradualmente al instrumento de trabajo: en primer lugar, las
capacidades de los órganos de ejecución; luego, las de los órganos sensoriales, la de
producción de energía del organismo humano y, por fin, las capacidades del órgano piloto,
el cerebro. Los estadios del progreso técnico se pueden prever en principio. Al final el
proceso de trabajo, en su conjunto, se habrá separado del hombre, y sólo incumbirá al
instrumento de trabajo2.
El acto de autoproducción de la especie humana encuentra su culminación tan
pronto como el sujeto social se ha emancipado del trabajo necesario y se coloca, por así
decir, junto a una producción de carácter científico. El tiempo de trabajo y la cantidad de
trabajo empleados se convertirán entonces en obsoletos como medida del valor de los
bienes producidos; el anatema de materialismo, que la escasez de medios disponibles y la
sujeción al trabajo, hacen pender sobre el proceso de humanización, quedará levantado. El
sujeto social, en cuanto yo, ha penetrado y se ha apropiado la naturaleza objetivada
mediante el trabajo, el no-yo, todo lo que es posible desde las condiciones de la
producción, es decir, de la acción del «yo absoluto». En el marco de la interpretación materialista de la teoría de la ciencia de un Fichte traducido en términos de Saint-Simon, cabe un
párrafo apócrifo de los Grundrisse der Kritik der Politischen Oekonomie, que no vuelve a
aparecer en las investigaciones paralelas de El capital:
Ibid., pág. 220
Así, el medio de trabajo atraviesa diversas metamorfosis, «la última de las cuales es la máquina, o más bien
un sistema automático ¿Le maquinaria (sistema de maquinaria; la automatización es sólo la forma más
completa y adecuada de la maquinaria y es lo que transforma la maquinaria en un sistema), puesto en
movimiento por un autómata, por fuerza motriz que se mueve a sí misma» (Elementos fundamentales...,
vol. II, pág. 218). Marx anticipa en conceptos de Aristóteles la automatización. Ve que un desarrollo de las
fuerzas productivas a esta escala comienza sólo verdaderamente después de que las ceincias, junto con sus
aplicaciones tecnológicas, se han convertido en la primera fuerza productiva: «Por una parte es el análisis que
nace directamente de la ciencia y la aplicación de las leyes mecánicas y químicas las que capacitan a la máquina
para realizar el mismo trabajo que antes era hecho por el obrero. Pero el desarrollo de la maquinaria por este
camino sólo comienza cuando lá gran industria ha alcanzado ya niveles más altos y todas las ciencias han
pasado al servicio del capital» (Elementos fundamentales..., vol. II, págs. 226-227). Marx habla, ni más ni
menos, que de la «transformación del proceso de producción, a partir del proceso simple de trabajo en un
proceso científico, que somete las fuerzas de la naturaleza a su servicio y las hace actuar al servicio de las
necesidades humanas‖ (Elementos fundamentales…, vol. II, págs.. 222-223).
1
2
541
En la medida..., en que la gran industria se desarrolla, la creación de la riqueza
efectiva se vuelve menos dependiente del tiempo de trabajo y del cuanto de trabajo
empleados, que del poder de los agentes puestos en movimiento durante el tiempo de
trabajo, poder que a su vez —su powerful effectiveness— ,no guarda relación alguna con el
tiempo de trabajo inmediato que cuesta su producción, sino que depende más bien del
estado general de la ciencia y del progreso de la tecnología, o de la aplicación de esta ciencia
a la producción. (El desarrollo de esta ciencia, esencialmente de la ciencia natural y con ella
de todas las demás, está a su vez en relación con el desarrollo de la producción material.) La
agricultura, por ejemplo, se transforma en mera aplicación de la ciencia que se ocupa del
intercambio material de sustancias, de cómo regularlo de la manera más ventajosa para el
cuerpo social entero. La riqueza efectiva se manifiesta más bien —y esto lo revela la gran
industria— en la enorme desproporción entre el tiempo de trabajo empleado y su producto, así comó en la desproporción cualitativa entre el trabajo, reducido a una pura
abstracción, y el poderío del proceso de producción vigilado por aquél. El trabajo ya no
aparece tanto como recluido en el proceso de producción, sino que más bien el hombre se
comporta como supervisor y regulador con respecto al proceso de producción mismo. (Lo
dicho sobre la maquinaria es válido también para la combinación de las actividades
humanas y el desarrollo del comercio humano.) El trabajador ya no introduce el objeto
natural modificado, como eslabón intermedio, entre la cosa y sí mismo, sino que inserta el
proceso natural, al que transforma en industrial, como medio entre sí mismo y naturaleza
inorgánica, a la que domina. Se presenta al lado del proceso de producción, en lugar de ser
su agenté principal. En esta transformación lo que aparece como pilar fundamental de la
producción y de la riqueza no es ni el trabajo inmediato ejecutado por el hombre, ni el
tiempo que éste trabaja, sino la apropiación de su propia fuerza productiva general, su
comprensión de la naturaleza y su dominio de la misma gracias a su existencia como cuerpo
social: en una palabra, el desarrollo del individuo social...
Con ello se desploma la producción fundada en el valor de cambio, y al proceso de
producción material inmediato se le quita la forma de la necesidad apremiante y el
antagonismo. Desarrollo libre de las individualidades, y por ende no reducción del tiempo
de trabajo necesario con miras a poner plustrabajo, sino, en general, reducción del trabajo
necesario de la sociedad a un mínimo, al cual corresponde entonces la formación artística,
científica, etc., de los individuos gracias al tiempo que se ha vuelto libre y a los medios
creados para todos 1.
Esta concepción de la transformación del proceso de trabajo en un proceso
científico, que colocaría «el metabolismo» del hombre con la naturaleza bajo el control de
una especie humana emancipada del trabajo necesario, nos interesa aquí desde perspectivas
metodológicas. Una ciencia del hombre que se desarrollase desde este punto de vista,
debería construir la historia de la especie humana como una síntesis mediante el trabajo
social, y sólo mediante trabajo. Esta realizaría la ficción del joven Marx, a saber, que la
ciencia de la naturaleza subsumiera a la ciencia del hombre tanto e igual como ésta
1
Elementos fundamentales para la crítica de la economía política, vol. II, págs. 227 y sigs.
542
subsumiera a aquélla. Pues, por una parte, la cientifización de la producción se considera
como el movimiento que produce la identidad de un sujeto que conoce el proceso de la
vida social y lo controla. En este sentido, la ciencia del hombre estaría subsumida en la
ciencia de la naturaleza. Por otra parte, las ciencias de la naturaleza se comprenden, a partir
de su función, en el proceso de autocreación de la especie humana como el desvelamiento
esotérico de las fuerzas humanas esenciales; en este sentido, la ciencia de la naturaleza
estaría subsumida en la ciencia del hombre. Es verdad que esta última contiene principios
de los que se podría extraer una metodología de las ciencias de la naturaleza, en el sentido
de un pragmatismo determinado de forma lógico-trascendental; sin embargo, ella no se
problematiza a sí misma desde el punto de vista de una crítica del conocimiento, sino que
se entiende, en analogía con las ciencias de la naturaleza, como saber de producción y
oculta de ese modo la dimensión de la autorreflexión en la que debe, sin embargo, moverse.
Ahora bien, esta argumentación de la que partimos no se ha desarrollado más allá
del nivel de «esbozo». Es típica sólo como fundamento filosófico —la producción como
«actividad» de una especie humana que se autoconstituye—, sobre el que se apoya la crítica
de Marx a Hegel; pero es atípica para la teoría de la sociedad misma, en la que Marx se
apropia en sentido materialista y en toda su amplitud, del Hegel criticado. Incluso en los
Grundrisse se encuentra ya la concepción oficial de que la transformación de la ciencia en
maquinaria no tiene, de ninguna forma, eo ipso como consecuencia la liberación de un sujeto
total autoconsciente, que domina el proceso de producción. Según esta otra versión, la
autoconstitución de la especie humana no se realiza, sólo en el contexto de la acción
instrumental del hombre frente a la naturaleza, sino, al mismo tiempo, en la dimensión de
las relaciones de poder que fijan las interacciones de los hombres entre sí. Marx distingue,
con mucha precisión, un control autoconsciente del proceso social de la vida, a través de los
productores unidos, de una regulación automática del proceso de producción que se ha
independizado de estos individuos. En un caso, los trabajadores se relacionan unos con
otros como combinándose, en el otro son simplemente combinados, «de esta suerte el
trabajo total como totalidad no es la obra de tal o cual obrero, e incluso la obra de los
diversos obreros sólo se ensambla en la medida en que se les combina a ellos, y ellos no se
comportan entre sí como ensambladores»1.
El progreso técnico-científico, en sí mismo considerado, no conduce aún a una
visión reflexiva del proceso social originado en la naturaleza, de tal manera que de él pueda
derivarse un control autoconsciente:
En su combinación, este trabajo se presenta, asimismo, al servicio de la voluntad
ajena y de una inteligencia ajena, dirigido por ella. Ese trabajo tiene su unidad espiritual fuera
de sí mismo, así como en' su unidad material está subordinado a la unidad objetiva de la
maquinaria, del capital fixe, que como monstruo animado objetiva el pensamiento científico y es
de hecho el coordinador; de ningún modo se comporta como instrumento frente al obrero
Ibid., vol. I, pág. 432.
del proceso simple de trabajo en un proceso científico, que somete las fuerzas de la naturaleza a su servicio y
las hace actuar al servicio de las necesidades humanas» (Elementos fundamentales..., vol. II, págs. 222223).
1
543
individual, que más bien existe como puntualidad individual animada, como accesorio vivo,
y aislado, de esa unidad objetiva 1.
El marco institucional que se opone a un nuevo estadio de la reflexión, postulada,
por lo demás, por el progreso de la ciencia, que se ha constituido en fuerza productiva, no
es el resultado inmediato de un proceso de trabajo. Este debe, más bien, concebirse como
una forma de vida que se ha petrificado hasta llegar a la abstracción, o para decirlo en el
lenguaje fenomenológico de Hegel, como una forma de la conciencia fenoménica. Esta no
representa, de forma inmediata, un estadio del desarrollo tecnológico, sino una relación
social de fuerzas, es decir, el poder de una clase social sobre otra. La relación de fuerza
aparece en la mayoría de los casos bajo una forma política. En cambio, el capitalismo se
caracteriza por el hecho de que la relación de clases está determinada económicamente de
acuerdo con la forma propia del derecho privado, o sea, el contrato de trabajo libre.
Mientras persista ese modo de producción, cualquier cientifización de la producción, por
avanzada que fuese, no podría conducir a la emancipación del sujeto autoconsciente, que
conoce y regula el proceso de la vida social. Sólo y necesariamente conseguiría reforzar la
«contradicción en proceso» de ese modo de producción:
Por un lado despierta a la vida todos los poderes de la ciencia y de la naturaleza, así
como de la cooperación y del intercambio sociales, para hacer que la creación de la-,
riqueza sea (relativamente) independiente del tiempo de trabajo empleado en ella. Por el
otro lado se propone medir con el tiempo de trabajo esas gigantescas fuerzas sociales
creadas de esta suerte y reducirlas a los límites requeridos para que el valor ya creado se
conserve como valor2.
Las dos versiones que hemos examinado ponen de manifiesto una indecisión que tiene
su fundamento en el punto de partida teórico mismo. Para el análisis del desarrollo de las
formaciones económicas de la sociedad, Marx recurre a un concepto de sistema de trabajo
social que comprende más elementos de los que se declaran en el concepto de la especie
humana que se autoproduce. La autoconstitución mediante el trabajo social es concebida en
el plano de las categorías como proceso de producción; y la acción instrumental, trabajo en el
sentido de actividad productiva, designa la dimensión en que se mueve la historia de la
naturaleza. En el plano de sus investigaciones materiales, en cambio, Marx tiene siempre en cuenta
una práctica social que comprende trabajo e interacción; los procesos de la historia de la naturaleza
están mediados entre sí por la actividad productiva de los, individuos y por la organización de sus
interrelaciones. Estas están subordinadas a normas que, con el poder de las instituciones, deciden el modo
cómo las competencias y los resarcimientos, las obligaciones y las cargas del presupuesto social se distribuyen
entre sus miembros. La tradición cultural es el medio en el que estas relaciones de los sujetos y de los grupos
se regulan normativamente. Dicha tradición forma el contexto lingüístico de comunicación en base al cual los
sujetos interpretan la naturaleza y se interpretan a sí mismos dentro de su entorno.
Mientras que la acción instrumental corresponde a la coerción de la naturaleza
externa y el nivel de las fuerzas productivas determina la medida de la disposición técnica
1
2
Ibid., vol. I, pág. 432.
Ibid., vol. II, pág. 229.
544
sobre las fuerzas de la naturaleza, la acción comunicativa corresponde a la represión de la
naturaleza de cada uno: el marco institucional determina la medida de una represión
ejercida por el poder espontáneamente natural que se deriva de la dependencia social y de la
dominación política. Toda sociedad debe su emancipación del sometimiento exterior a la
naturaleza a los procesos de trabajo, es decir, a la producción de saber técnicamente
utilizable (incluida la «transformación de las ciencias de la naturaleza en maquinaria»); la
emancipación de la coerción de la naturaleza interna se logra en la medida en que las
instituciones detentadoras de la fuerza son sustituidas por una organización de la
interacción social que sólo está vinculada a una comunicación libre de toda dominación. Y
eso no sucede directamente y por causa de la actividad productiva, sino gracias a la
actividad revolucionaria de las clases en lucha (incluida la actividad crítica de las ciencias
reflexivas). Ambas categorías de la práctica social, tomadas conjuntamente, hacen posible lo
que Marx, interpretando a Hegel, llama acto de autoproducción de la especie humana, y
cuya conexión piensa que se produce en el sistema del trabajo social; por eso la
«producción» se le aparece como el movimiento en el que la acción instrumental y el marco
institucional, es decir, la «actividad productiva» y las «relaciones de producción», se
presentan, simplemente, como momentos diferentes del mismo proceso1.
En la Introducción general a la crítica de la economía política del año 1857, donde también se encuentran las pocas
indicaciones detalladas sobre el método de la economía política, se perfila claramente la línea de reducción de
la práctica social a uno de sus dos momentos, es decir, al trabajo. Contribución a la critica de la economía
política, México Siglo XXI, 1980, págs. 281-315. Marx parte del hecho de que el trabajo presenta siempre la
forma de trabajo social. El sujeto particular que trabaja un material natural, por tanto, el modelo de la acción
instrumental, es una abstracción del trabajo, que como cooperación combina siempre ya sistemáticamente, en
el marco de la interacción, diversas funciones del trabajo: «Individuos que producen en sociedad, o sea, la
producción de los individuos socialmente determinada: éste es, naturalmente, el punto de partida. El cazador
o el pescador solos y aislados, con los que comienzan Smith y Ricardo, pertenecen a las imaginaciones
desprovistas de fantasía que produjeron las robin- sonadas del siglo xvui» (ibid., pág. 282). Con todo, también
la producción social puede ser concebida según el modelo de la acción instrumental. El trabajo se sitúa entre
el instinto y la satisfacción del instinto, y media así el «proceso de intercambio material», que, a nivel animal,
tiene lugar como intercambio inmediato entre el organismo y su ambiente. También la reproducción de la
sociedad en su conjunto corresponde a este proceso circular en el que los objetos son producidos y hechos
propios. Por supuesto, la producción y apropiación vienen mediadas, una vez más, en este nivel mediante la
distribución y el intercambio de bienes: «En la producción los miembros de la sociedad hacen que los
productos de la naturaleza resulten apropiados a las necesidades humanas (los elaboran, los conforman); la
distribución determina la proporción en que el individuo participa de estos productos; el intercambio le
aporta los productos particulares por los que él desea cambiar la cuota que le ha correspondido a través de la
distribución; finalmente, en el consumo los productos se convierten en objeto de disfrute, de apropiación
individual» (ibid., pág. 288). Así, la producción aparece como punto de partida, el consumo como producto
final, la distribución y el intercambio como término medio. Todo este proceso de la vida puede entenderse
desde la perspectiva de la producción. La fabricación de los medios de subsistencia, producción, y la
conservación de la vida, reproducción, son dos aspectos del mismo proceso: «El consumo como necesidad es
el mismo momento interno de la actividad productiva. Pero esta última es el punto de partida de la realización
y, por lo tanto, su factor predominante, el acto en el que todo el proceso vuelve a repetirse. El individuo
produce un objeto, y consumiéndolo, retorna a sí mismo, pero como individuo productivo y que se
reproduce a sí mismo. De este modo el consumo aparece como un momento de la producción» (ibid., págs.
293-294). La producción es la forma determinada de la reproducción que caracteriza el «proceso de
intercambio material» del hombre: es el resultado de una perspectiva que concibe al hombre «desde abajo», es
decir, como ser natural.
Ahora bien, Marx ve que en la producción social también está organizada socialmente la apropiación de los
productos. La distribución determina «mediante leyes sociales» la participación del productor en el resultado
1
545
Pero para la construcción de la historia de la especie humana y para el problema de
su fundamentación desde la perspectiva de la crítica del conocimiento, la extensión tácita
del sistema de referencia, que en cuanto práctica social comprende entonces tanto el trabajo
como la interacción, cobra una importancia decisiva, dado que el marco institucional no
somete a todos los miembros de la sociedad a las mismas represiones. Partiendo de una
de la producción social. Estas leyes que fijan la participación tienen la forma directa de derechos de
propiedad: «Toda producción es apropiación de la naturaleza por parte del individuo en el seno y por
intermedio de una forma de sociedad sociedad determinada. En este sentido, es una tautología decir que la
propiedad (la apropiación) es una condición de la producción..., pero decir que no se puede hablar de una
producción, ni tampoco de una sociedad, en la que no exista ninguna forma de propiedad, es una tautología»
(ibid, pág. 287). Las relaciones de propiedad de las que depende la distribución constituyen el fundamento de
la organización de la interrelación social; en la relación de' la distribución con el ámbito de la producción
captamos, pues, la relación del marco institucional con la acción instrumental, es decir, entre esos dos momentos que Marx no diferencia suficientemente en el concepto de praxis. Con la respuesta a la pregunta:
«¿Constituye la distribución una esfera autónoma, al lado de y fuera de la producción?», Marx decide
implícitamente la cuestión de la relación entre interacción y trabajo.
La respuesta inmediata es que la distribución de los ingresos depende manifiestamente de la distribución de
las posiciones en el sistema del trabajo social; la variable independiente es aquí la «posición» en el proceso de
producción. «Un individuo que participa en la producción bajo la forma de trabajo asalariado, lo hará en
forma de salario de los productos, en los resultados de la producción. La organización de la distribución está
totalmente determinada por la organización de la producción» (ibid, pág. 295).
Sólo que la «organización de la producción» depende de la distribución de los instrumentos de producción, es
decir, de la «distribución de los miembros de la sociedad entre las distintas ramas de la producción.
(Subsunción de los individuos a determinadas relaciones de producción» (ibid, pág. 296). Pero las relaciones
de producción son la organización de cargas y resarcimientos efectivos en el ámbito de la producción misma.
Por eso, se mire por donde se mire, la distribución depende del marco institucional, en este caso del orden de
propiedad, y no de la forma de producción en cuanto tal. Marx salva la producción como magnitud
independiente sólo con un subterfugio terminológico: «Considerar a la producción prescindiendo de esta distribución que ella encierra es evidentemente una abstracción vacía, mientras que, por el contrario, la
distribución de los productos ya está dada de por sí junto con esa distribución que constituye originariamente
un momento de la producción» (ibid, pág. 296). El concepto de producción es concebido de una forma tan
amplia que comprende también a las relaciones de producción, lo que ofrece a Marx la posibilidad de
remachar la idea de que la producción genera también el marco institucional dentro del que se produce: «Qué
relación tiene esta distribución determinante de la producción con la producción misma es sin duda un
problema que cae de por sí dentro del marco de ésta» (ibid, págs. 296-297). Hablando de forma rigurosa, esto
sólo puede significar que las modalidades del marco institucional dependen del desarrollo de las fuerzas
productivas, así como a la inversa, que el desarrollo del proceso productivo depende, también, de las
relaciones de producción: «Se podría decir que ya que la producción debe partir de una cierta distribución de
los instrumentos de producción, por lo menos la distribución así entendida precede a la producción y
constituye su premisa. Y sería preciso responder entonces que, efectivamente, la producción tiene sus propias
condiciones y sus supuestos, que constituyen sus propios momentos. En un comienzo estos supuestos
pueden aparecer como hechos naturales» (ibid., pág. 297). Con esto, Marx se está refiriendo a las cualidades
naturales de la interacción social, tales como el sexo, la edad, las relaciones de parentesco. «El mismo proceso
de producción los transforma de naturales en históricos; si para un período aparecen como supuesto natural
de la producción,, para otro período, en cambio, constituyen su resultado histórico. Ellas se modifican
incesantemente en el interior de la producción misma» (ibid., pág. 297). Los intentos de reducir por definición
todos los momentos de la práctica social, al concepto de producción, no pueden ocultar que Marx tiene que
contar con presupuestos sociales de la producción que, a diferencia del material del trabajo, de los
instrumentos del trabajo, de la energía del trabajo, de la organización del trabajo, no pertenecen de forma
inmediata a los • elementos del proceso de trabajo. Marx tiene buenas razones para construir el marco
categorial de forma tal que los hechos «preeconómicos» no sean tomados en consideración en el mecanismo
de la evolución histórica de la especie humana. Pero la distribución incluida en la producción, es decir, la
relación institucionalizada de coerción, que fija la distribución de los instrumentos de producción, se apoya en
una conexión de interacciones mediadas simbólicamente, que pese a todos los subterfugios terminológicos no
puede quedar disuelta en elementos de la producción, o sea, en' necesidades, acción instrumental y consumo
inmediato.
546
producción que produce bienes por encima de las necesidades elementales, surge el
problema de la distribución del excedente productivo creado por el trabajo. Este problema
se resuelve mediante la formación de clases sociales que participan, en medida diversa, en las
cargas de la producción y en los resarcimientos sociales. Pero, con la división del sistema social
en clases, división que el marco institucional convierte en permanente, el sujeto social pierde su unidad:
«Considerar a la sociedad como un sujeto único es, además de todo, considerarla de forma falsa,
especulativa»1.
Hablar del sujeto social en singular tiene sentido mientras consideremos la
autoconstitución de la especie humana mediante el trabajo, tan sólo desde el punto de vista
del poder de disposición sobre los procesos de la naturaleza, que se acumula en las fuerzas
productivas. Pues el nivel de desarrollo de las fuerzas productivas determina el sistema de
trabajo social en su conjunto. Los miembros de la sociedad viven, en principio, todos en el
mismo nivel de dominio de la naturaleza, que es dado, cada vez, por el saber técnico
disponible. En la medida en que la identidad de una sociedad se forma en este nivel del
progreso científico-técnico, se trata de la autoconciencia «del» sujeto social. Pero el proceso
de formación de la especie humana no coincide, como vemos ahora, con la génesis de este
sujeto del progreso científico-técnico. Más bien este «acto de autoproducción», que Marx
concibe como actividad materialista, viene acompañado por un proceso de formación,
mediado por la interacción de los sujetos de clase, que, o bien aparecen integrados por la
fuerza, o bien están en abierto antagonismo recíproco.
Mientras que la constitución de la especie humana, en la dimensión del trabajo,
aparece de modo lineal, como un proceso de producción y de escalonado autocrecimiento,
en la dimensión de la lucha de las clases sociales esa constitución se realiza como un
proceso de represión y de autoliberación. En ambas dimensiones, cada nuevo estadio del
desarrollo se caracteriza por una reducción de la violencia coactiva: por la emancipación de
la coacción de la naturaleza externa en una, y por la liberación de las represiones de la
naturaleza interna, en la otra. La vía del progreso científico-técnico está marcada por
innovaciones que hacen época y que reproducen, paso a paso, en el plano de las máquinas,
la esfera funcional de la acción instrumental. Con ello queda definido el valor límite de este
desarrollo: la organización de la sociedad misma como un autómata. Por el contrario, la vía
del proceso social de formación no está marcada por nuevas tecnologías, sino por fases de
la reflexión que desmontan la condición dogmática de ideologías y de formas superadas de
dominación, que subliman la presión del marco institucional y que liberan la acción
comunicativa en cuanto acción comunicativa. De esta manera, se anticipa el fin de este
movimiento: la organización de la sociedad sobre el fundamento exclusivo de una discusión
libre de toda dominación. Al acrecentamiento del saber técnicamente utilizable que, en la
esfera del trabajo socialmente necesario, conduce a la completa sustitución del hombre por
la máquina, corresponde aquí la autorreflexión de la conciencia fenoménica, hasta el punto
en que la autoconciencia de la especie humana, que se ha transformado en crítica, se haya
liberado, enteramente, del ofuscamiento ideológico. Ambos desarrollos no coinciden;
aunque existe, sin embargo, una interdependencia entre la dialéctica de las fuerzas
1
Ibid., pág. 293.
547
productivas y las relaciones de producción que Marx trató en vano de captar. En vano, ya
que el sentido de esta «dialéctica» seguirá siendo necesariamente oscuro mientras el
concepto materialista de la síntesis del hombre y de la naturaleza se limite al marco
categorial de la producción.
Si la idea de una autoconstitución de la especie humana en la historia de la
naturaleza debe conciliar ambas dimensiones, la autoinducción mediante la actividad productiva y
la formación mediante la actividad crítico-revolucionaria, el concepto de síntesis debe, del mismo
modo, asumir una segunda dimensión. La ingeniosa conciliación de Kant y Fichte ya no es,
pues, suficiente.
La síntesis mediante el trabajo actúa como mediadora entre el sujeto social y la
naturaleza externa, en cuanto ésta es su objeto. Pero este proceso de mediación está
vinculado a una síntesis mediante la lucha que actúa, a su vez, como mediadora entre dos
sujetos parciales de la sociedad, las clases sociales, que se hacen recíprocamente objeto uno
de otro. En ambos procesos de mediación, el conocimiento, la síntesis de la materia de la
experiencia y de las formas del espíritu, es sólo un momento: en el primer proceso, la
realidad es interpretada desde el punto de vista técnico; en el segundo, desde el práctico. La
síntesis mediante el trabajo establece una relación teórico-técnica, la síntesis mediante la
lucha establece una relación teórico-práctica entre sujeto y objeto. En aquélla se forma el
saber de producción; en ésta, el saber de reflexión. El único modelo de que disponemos
para una síntesis de ese tipo se encuentra en Hegel. Se trata de la dialéctica de la eticidad
que Hegel desarrolla, en los escritos teológicos juveniles, en los escritos políticos de la
época de Frankfurt y en la filosofía del espíritu de Jena, pero que no recoge en su sistema1.
En el fragmento sobre el espíritu del cristianismo, Hegel desarrolla la dialéctica de la
eticidad tomando como ejemplo el castigo que cae sobre quien destruye una totalidad ética.
El «criminal» capaz de abolir la complementariedad entre una comunicación libre de
coacciones y la satisfacción recíproca de los intereses, y que se sitúa como individuo en el
lugar de la totalidad, pone en marcha el proceso de un destino que se vuelve contra él. La
lucha que se entabla entre las partes en conflicto y la hostilidad hacia el otro, que ha sido
golpeado y oprimido, nos hacen sentir la complementariedad perdida y la amistad pasada.
El criminal es confrontado con la potencia negadora de la vida desaparecida. Experimenta
su culpa. El culpable debe sufrir con la violencia, que él mismo ha provocado, de la vida
reprimida y rota hasta que experimente, en la represión de la vida del otro, las carencias de
la suya propia, hasta que experimente en la aversión hacia el otro la alienación de sí mismo.
En esta causalidad del destino se ejerce la potencia de la vida reprimida, que no puede ser
sosegada más que si de la experiencia de la negatividad de la vida dividida surge la nostalgia
de lo que se ha perdido, que obliga a identificar la propia existencia negada con la existencia
ajena que se ha combatido. Entonces, ambas partes reconocen la rigidez de sus respectivas
posiciones, una contra otra, como el resultado de la separación, de la abstracción con respecto a su contexto vital común y en él, en la relación del diálogo, en el reconocerse a sí
mismo en el otro, experimentan la base común de su existencia.
Cf. mi aportación ―Arbeit und Interaktion Bemerkungen zu Hegels Jenenser Philosophie des Geistes‖, en
Natur und Geschichte. Karl Löwith zum 70. Geburtstag, Stuttgart, 1968, págs. 132 y sigs.; además de mi epílogo a
Hegel Politische Schriften, Frankfurt am Main, 1966, págs. 343 y sigs.
1
548
Marx hubiera podido servirse de este modelo y construir como «crimen» la
apropiación desproporcionada del plus producto, que tiene como consecuencia el
antagonismo de las clases. La causalidad punitiva del destino se ejerce frente a los
dominadores como lucha de clases que desemboca en revoluciones. La violencia
revolucionaria reconcilia las partes enfrentadas aboliendo la alienación del antagonismo de
clases, que comienza con la represión de la eticidad inicial. El mismo Hegel, en su escrito
sobre la «constitución de los magistrados» y en el fragmento introductorio al escrito sobre
la constitución, desarrolla la dialéctica de la eticidad a propósito de las condiciones políticas
de Württemberg y del antiguo Imperio alemán. La positividad de la vida política petrificada
refleja la ruptura de la totalidad ética; y la revolución que tiene que intervenir es la reacción
de la vida reprimida que caerá sobre los dominadores de acuerdo con la causalidad del
destino.
Marx concibe la totalidad ética como una sociedad en la que los hombres producen
para reproducir su vida, mediante la apropiación de la naturaleza externa. La eticidad es un
marco institucional elaborado partiendo de la tradición cultural, pero precisamente un
marco para los procesos de producción. La dialéctica de la eticidad, que se realiza sobre la
base del trabajo social, es retomada por Marx como la ley del movimiento de un conflicto
definido entre partidos determinados. El conflicto se refiere siempre a la organización de la
apropiación de los productos creados socialmente, mientras que las partes en conflicto son
determinadas por su posición en el proceso de producción, es decir, en cuanto clases. La
dialéctica de la eticidad, en cuanto movimiento del antagonismo de clases, está vinculada al
desarrollo del sistema del trabajo social. La superación de la abstracción, es decir, la
reconciliación crítico-revolucionaria de los partidos ajenos entre sí, no se logra más que de
acuerdo con el nivel de desarrollo de las fuerzas productivas. El marco institucional asume
también en sí la coacción ejercida por la naturaleza externa, coacción que se expresa en el
grado de dominación sobre la naturaleza, en la medida del trabajo socialmente necesario y
en la relación existente entre los resarcimientos de que se dispone y las exigencias
socialmente desarrolladas; ese marco, mediante la represión de los deseos instintivos, convierte esta coacción en una coacción de la naturaleza interna, y por tanto en una coacción
de las normas sociales. Por esta razón, la destrucción relativa de la relación ética se mide
sólo por la diferencia entre el grado efectivo de la represión exigida institucionalmente y el grado de la
represión necesaria en cada estadio de las fuerzas productivas. Esta diferencia es la medida de la
dominación que es objetivamente superflua. Los que establecen una dominación semejante y defienden
posiciones de dominación de este tipo son los que ponen en movimiento la causalidad del destino, dividen la
sociedad en clases sociales, reprimen intereses justificados, provocan las reacciones de la vida reprimida y
encuentran, al fin, en la revolución su justo destino. La clase revolucionaria les obliga a reconocerse en ella y
a superar de ese modo la alienación de la existencia de ambas clases. Mientras la coacción de la naturaleza
externa siga subsistiendo en forma de escasez económica, toda clase revolucionaria, tras su victoria, será
incitada a la «injusticia», es decir, a establecer una nueva dominación de clase. Por eso la dialéctica de la
eticidad debe repetirse hasta que el anatema materialista, que pende sobre la reproducción de la vida social,
la maldición bíblica del trabajo necesario, sea roto por la tecnología.
Incluso entonces, la dialéctica de la eticidad no se sosegará automáticamente; pero
la incitación que la mantiene en movimiento adquirirá una nueva cualidad: ya no procederá
549
de la escasez, sino sólo de la satisfacción masoquista de una dominación que bloquea el
amansamiento, objetivamente posible, de la lucha por la existencia, e impide una
interacción exenta de coacciones y basada en la comunicación libre de toda dominación.
Esta dominación que sólo se reproduce, entonces, por mor de sí misma, obstaculiza la
transformación del estado en que se encuentra la historia de la naturaleza e impide el paso a
una historia liberada de la dialéctica de la eticidad que, sobre la base de una producción
descargada del trabajo humano, podría desplegarse en el medio del diálogo.
La dialéctica del antagonismo de clases, a diferencia de la síntesis mediante el
trabajo social, es un movimiento de la reflexión. Pues la relación de diálogo de la
unificación complementaria de sujetos antagónicos, la eticidad restablecida, es una relación,
a la vez, de lógica y de la práctica de la vida. Esto se revela en la dialéctica de la relación ética
que Hegel desarrolla con el nombre de lucha por el reconocimiento. En ella aparecen
reconstruidas la represión y la renovación de la situación de diálogo como una relación
ética. Las relaciones gramaticales de una, comunicación distorsionada por la violencia
ejercitan una violencia práctica. Tan sólo el resultado del movimiento dialéctico cancela la
violencia y restaura la ausencia de coacción que supone el reconocerse a sí en el otro, por
medio del diálogo: en el lenguaje del joven Hegel, el amor como reconciliación. Por eso no
llamamos dialéctica a la intersubjetividad misma libre de coacciones, sino a la historia de su
represión y de su restablecimiento. La distorsión de la relación dialógica está sometida a la
causalidad de símbolos escindidos y de relaciones gramaticales reificadas, es decir,
sustraídas a la comunicación pública, vigentes sólo a espaldas de los sujetos y así, al mismo
tiempo, empíricamente coactivas.
Marx analiza una forma de sociedad, que ya no institucionaliza el antagonismo de
clases bajo la forma de una dependencia política y de un poder social inmediato, sino que lo
asienta en la institución del contrato de trabajo libre que imprime la forma de mercancía a
la actividad productiva. Esta forma de mercancía es una apariencia objetiva, puesto que
hace irreconocible para ambos partidos, capitalistas y asalariados, el objeto de su conflicto y
restringe su comunicación. La forma de mercancía que adopta el trabajo es ideología, pues
oculta y expresa, al mismo tiempo, la represión de una relación dialógica libre de coacción:
El carácter misterioso de la forma mercancía estriba, por tanto, pura y simplemente,
en que proyecta ante los hombres el carácter social del trabajo de éstos como si fuera un
carácter material de los propios productos de su trabajo, un don natural social de estos
objetos y como si, por tanto, la relación social que media entre los productores y el trabajo
colectivo de la sociedad fuese una relación social establecida entre los mismos objetos, al
margen de sus productores. Este quid pro quo es lo que convierte a los objetos del trabajo en
mercancía, en objetos físicamente metafísicos o en objetos sociales. Es algo así como lo
que sucede con la sensación luminosa de un objeto en el nervio visual que parece como si
no fuese una excitación subjetiva del nervio de la vista, sino la forma material de un objeto
situado fuera del ojo. Y, sin embargo, en este caso hay realmente un objeto, la cosa exterior
que proyecta luz sobre otro objeto, sobre el ojo. Es una relación física entre objetos físicos.
En cambio, la forma mercancía y la relación de valor de los productos del trabajo en que
esa forma cobra cuerpo, no tiene absolutamente nada que ver con su carácter físico ni con
550
las relaciones materiales que de ese carácter se derivan. Lo que aquí reviste a los ojos de los
hombres la forma fantasmagórica de una relación entre objetos materiales no es más que
una relación social concreta establecida entre los mismos hombres. Por eso, si queremos
encontrar una analogía a este fenómeno, tenemos que remontarnos a las regiones
nebulosas del mundo de la religión, donde los productos de la mente humana semejan
seres dotados de vida propia, de existencia independiente, y relacionados entre sí y con los
hombres. Así acontece en el mundo de las mercancías con los productos de la mano del
hombre. A esto es a lo que yo llamo el fetichismo bajo el que se presentan los productos
del trabajo tan pronto como se crean en forma de mercancías y que es inseparable, por
consiguiente, de este modo de producción 1.
A la represión, reforzada institucionalmente, de una comunicación en función de la
cual una sociedad se divide en clases sociales, corresponde la fetichización de las verdaderas
relaciones sociales. El capitalismo se caracteriza, según Marx, porque hace que las
ideologías bajen desde las alturas de la legitimación de la dominación y la violencia
concretas hasta el sistema de trabajo social. En la sociedad burguesa liberal, la legitimación
de la dominación se deriva de la legitimación del mercado, es decir, de la «justicia» del
intercambio de bienes equivalentes que es inherente a la relación de intercambio, la cual
queda desenmascarada mediante la crítica del fetichismo de la mercancía.
En este ejemplo, que elijo porque es central para la teoría marxiana de la sociedad,
se ve que la transformación del marco institucional, entendida como movimiento del
antagonismo de clases, es una dialéctica de la conciencia fenoménica de las clases. Una
teoría de la sociedad que conciba la autoconstitución de la especie humana desde el doble
punto de vista de una síntesis por medio de la lucha de clases y por medio del trabajo
social, no podrá analizar la historia natural de la producción más que en el marco de una
reconstrucción de la conciencia fenoménica de esas clases. El sistema del trabajo social no
se desarrolla sino en conexión objetiva con el antagonismo de las clases; el despliegue de las
fuerzas productivas está ensamblado con la historia de las revoluciones. Pero esta lucha de
clases, cuyos resultados se sedimentan, cada vez, en el marco institucional de una sociedad,
en la forma de la sociedad, es, en cuanto dialéctica de la eticidad que se repite, un proceso de
reflexión en grande: en él se configuran las formas de la conciencia de clase, no ciertamente
de manera idealista, en el automovimiento de un espíritu absoluto, sino de modo
materialista, en base a las objetivaciones de la apropiación de una naturaleza externa. Esa
reflexión, en la que una forma de vida existente llega a convencerse, cada vez, de su propio
carácter abstracto, y, con ello, se transforma por completo, se desencadena gracias al
potencial creciente de disposición sobre los procesos de la naturaleza objetivados en el
trabajo. El desarrollo de las fuerzas productivas aumenta, en cada fase, la desproporción
entre la represión postulada institucionalmente y la represión objetivamente necesaria y con
ello hace patente la falsedad existente, o sea, la ruptura sentida de una totalidad ética.
Esto tiene dos consecuencias para la posición metodológica de la teoría de la sociedad: por
una parte, la ciencia del hombre enlaza con la autorreflexión de la conciencia de clase
fenoménica, y al igual que sucede en la Fenomenología del espíritu, reconstruye, guiada por la
1
El capital, vol. I, pág. 88.
551
experiencia de la reflexión, el curso de la conciencia fenoménica, que ahora sí que queda
abierto por la evolución del sistema de trabajo social. Pero, por otra parte, esa ciencia del
hombre se parece también a la Fenomenología del espíritu de Hegel en que se sabe contenida
en el proceso de formación que evoca. La conciencia cognoscente debe también dirigirse
contra sí misma por medio de la crítica ideológica. De igual manera que las ciencias de la
naturaleza extienden, en forma metódica, el saber técnicamente utilizable que ha sido
acumulado precientíficamente en el interior del marco trascendental de la acción
instrumental, así la ciencia del hombre extiende, en forma metódica, el saber de reflexión
que ha sido ya transmitido precientíficamente dentro del mismo contexto objetivo de una
dialéctica de la eticidad en el que ella misma se halla. Sin embargo, la conciencia
cognoscente no puede deshacerse de la forma tradicional en que se encuentra más que en la
medida en que concibe el proceso de formación de la especie humana como un
movimiento del antagonismo de clases, mediado, en cada fase, por los procesos de
producción, y más que en la medida en que se reconoce a sí misma como resultado de la
historia de la conciencia de clase fenoménica y se libera con ello, como autoconciencia, de la
apariencia objetiva.
La representación fenomenológica de la conciencia fenoménica, que sirvió a Hegel
solamente como introducción a la ciencia, se convierte para Marx en el sistema de referencia
al que queda vinculado el análisis de la historia de la especie humana. Marx no ha concebido la
historia de la especie humana, que debía comprenderse de manera materialista, desde la
perspectiva de la teoría del conocimiento; pero si la práctica social no sólo acumula los
resultados de la acción instrumental, sino que, con el antagonismo de las clases, produce y
refleja una apariencia objetiva, entonces el análisis de la historia, en cuanto parte de ese
proceso, sólo es posible desde una perspectiva refractada por la fenomenología: la ciencia
del hombre es, ella misma, crítica y debe seguir siéndolo. De hecho, la conciencia crítica,
tras haber llegado, a través de una reconstrucción de la conciencia fenoménica, al concepto
de síntesis, no podría asumir un punto de vista que permitiera desvincular la teoría de la
sociedad de la refracción gnoseológica de la autorreflexión fenomenológica, más que si
pudiera captarse y estuviera dispuesta a comprenderse como síntesis absoluta. Pero así, la
teoría de la sociedad permanece vinculada al marco de la Fenomenología; aunque ésta, desde
luego, asuma, bajo presupuestos materialistas, la forma de crítica de la ideología.
Si Marx hubiese reflexionado sobre los presupuestos metodológicos de la teoría de
la sociedad, tal y como la había esbozado, y no le hubiera superpuesto una
autocomprensión filosófica limitada al marco de las categorías de la producción, no habría
quedado encubierta la diferencia entre ciencia experimental, en sentido estricto, y crítica. Si
Marx, bajo el título de práctica social, no hubiera puesto juntos a la interacción y al trabajo,
sino que, al contrario, hubiera aplicado el concepto materialista de síntesis, tanto a las
realizaciones instrumentales como a las relaciones de la acción comunicativa, entonces la
idea de una ciencia del hombre no habría quedado oscurecida por la identificación con la
ciencia de la naturaleza. Al contrario, esta idea habría retomado la crítica de Hegel al
subjetivismo de la teoría kantiana del conocimiento y la hubiera superado desde una
perspectiva materialista. Con esta idea se hubiera puesto en evidencia que una crítica del
conocimiento radicalizada sólo puede llevarse a término en forma de una reconstrucción de
552
la historia de la especie humana; y que, inversamente, una teoría de la sociedad, desde el
punto de vista de una auto- constitución de la especie humana en el medio del trabajo
social y de la lucha de clases, sólo es posible como autorreflexión de la conciencia
cognoscente.
Sobre esta base hubiera podido aclararse, explícitamente, la posición de la filosofía
en relación con la ciencia. La filosofía es conservada en la ciencia como crítica. La teoría de
la sociedad que pretende ser una autorreflexión de la historia de la especie humana no
puede simplemente negar la filosofía. La herencia de la filosofía se traslada más bien a la
actitud de la crítica ideológica, actitud que determina el método del mismo análisis
científico. Pero fuera de la crítica no le queda ningún derecho a la filosofía. En la medida en
que la ciencia del hombre es una crítica material del conocimiento, la filosofía, que, como
pura teoría del conocimiento, se había vaciado de todos los contenidos, recupera también,
de forma indirecta, su acceso a los problemas materiales. Sin embargo, en cuanto filosofía, la
ciencia universal que ésta pretendía ser, cae bajo el juicio aniquilador de la crítica1.
Marx no ha desarrollado esta idea de la ciencia del hombre, más bien la ha
descalificado al equiparar la crítica con la ciencia de la naturaleza. El cientifismo materialista
confirma una vez más lo que el idealismo absoluto había realizado ya: la supresión de la
teoría del conocimiento en favor de una ciencia universal, desligada de toda atadura; en este
caso, una ciencia no del saber absoluto, claro está, sino del materialismo científico.
A Comte, con sus exigencias positivistas de una ciencia natural de lo social, le
bastaba con haberle tomado la palabra a Marx o por lo menos a la intención que Marx creía
haber seguido. El positivismo ha vuelto las espaldas a la teoría del conocimiento, cuya
autosupresión filosófica Hegel y Marx, de común acuerdo en ello, habían fomentado;
aunque haya sido al precio de caer por debajo del grado de reflexión alcanzado por la crítica
kantiana. Pero remontándose a las tradiciones precríticas, el positivismo ha emprendido
con éxito la tarea de crear una metodología de las ciencias que había sido descuidada por la
teoría del conocimiento, y de la que Hegel y Marx se creyeron dispensados.
9. Razón e interés: retrospectiva sobre Kant y Fichte
Peirce ha impulsado la autorreflexión de las ciencias de la naturaleza y Dilthey la de
las ciencias del espíritu hasta el punto de hacer evidentes los intereses rectores del
conocimiento. La investigación empírico-analítica es la continuación sistemática de un
proceso de aprendizaje acumulativo que se realiza de forma pre- científica en el ámbito
funcional de la actividad instrumental. La investigación hermenéutica aporta una forma
metódica a un proceso de comprensión entre individuos (y de autocomprensión) establecido a un nivel precientífico en el nexo de tradición que constituyen las interacciones
simbólicamente mediadas. Se trata, en el primer caso, de la producción de un saber
técnicamente utilizable; en el segundo, del esclarecimiento de un saber prácticamente
1
T. W. ADORNO, Dialéctica negativa, Madrid, Taurus, 1966.
553
eficaz. El análisis empírico explora la realidad desde el punto de vista de la manipulación
técnica posible de procesos naturales objetivados, mientras que la hermenéutica asegura la
intersubjetividad de una comprensión posible que oriente la acción tanto sobre el plano
horizontal de la interpretación de culturas ajenas como sobre el plano vertical de la
asimilación de tradiciones propias. Las ciencias rigurosamente experimentales están
sometidas a las condiciones trascendentales de la actividad instrumental, mientras que las
ciencias hermenéuticas proceden al nivel de la actividad comunicativa.
En los dos casos es diferente en principio la constelación de lenguaje, acción y
experiencia. En la esfera funcional de la actividad instrumental, la realidad se constituye
como la suma de lo que puede ser experimentado bajo el punto de vista de la manipulación
técnica posible: a la realidad objetivada en condiciones trascendentales corresponde una
experiencia restringida. Bajo las mismas condiciones se configura también el lenguaje de los
enunciados empírico-analíticos sobre la realidad. Las proposiciones teóricas pertenecen a
un lenguaje o bien formalizado o por lo menos formalizable. Según su forma lógica, se trata
de cálculos que podemos generar y reconstruir en todo momento manipulando unos signos
según ciertas reglas. Bajo las condiciones de la acción instrumental, un lenguaje puro se
constituye como conjunto de tales complejos simbólicos que pueden ser producidos
operando según reglas. El «lenguaje puro» es debido a una abstracción del material natural
de los lenguajes ordinarios, al igual que la «naturaleza» objetivada es debida a una
abstracción del material natural de la experiencia del lenguaje ordinario. Ambos, el lenguaje
restringido y la experiencia .restringida, vienen definidos por el hecho de que son resultados
de operaciones con signos o con cuerpos móviles. Igual que la actividad instrumental
misma, también el uso lingüístico integrado en ella es monológico. Asegura a las
proposiciones teóricas una cohesión sistemática regida por las reglas de la deducción. La
función trascendental de la actividad instrumental se confirma en el procedimiento de
conexión de teoría y experiencia: la observación sistemática tiene la forma de un dispositivo
experimental (o cuasi-experimental) que permite registrar resultados de operaciones de
medida. Las operaciones de medida permiten una correspondencia biunívoca entre los
acontecimientos constatados y los signos combinados sistemáticamente. Si al marco de la
investigación empírico-analítica hubiera que asignar un sujeto trascendental, la medición
sería la actividad sintética que genuinamente lo caracteriza. Sólo una teoría de la medida
puede esclarecer entonces las condiciones de objetividad de todo conocimiento posible en
el sentido de las ciencias nomológicas.
En el contexto de la actividad comunicativa, lenguaje y experiencia no se sujetan a las
condiciones trascendentales de la acción misma. Tiene, en cambio, una función
trascendental la gramática del lenguaje ordinario, que regula al mismo tiempo los elementos
no verbales de una praxis vital habitual. Una gramática de los juegos de lenguaje une
símbolos, acciones y expresiones; fija esquemas de concepción del mundo y de interacción.
Las reglas gramaticales determinan el terreno de una intersubjetividad indirecta entre
individuos socializados; y podemos movernos en este terreno en la medida en que
interioricemos esas reglas en calidad de interlocutores socializados y no como observadores
imparciales. La realidad se constituye en el marco de una forma de vida de grupos comunicantes organizada
según el lenguaje ordinario. Es real lo que puede ser experimentado dentro de las interpretaciones de una
554
simbología vigente. En este sentido, a la realidad objetivada bajo el punto de vista de la posible
manipulación técnica y a la correspondiente experiencia operacionalizada podemos concebirlas como un caso
límite. Este caso límite viene caracterizado porque el lenguaje queda desvinculado de su concatenación con
las interacciones y resulta monológicamente cerrado porque la acción queda separada de la comunicación y
reducida estrictamente al acto de aplicación de medios racionales con respecto a fines y, por último, porque la
experiencia vital individual es eliminada en favor de una experiencia repetible de los resultados de la acción
instrumental, pues precisamente lo suprimido aquí son las condiciones de la acción comunicativa. Si
concebimos de esta forma el marco trascendental de la actividad instrumental, como una variante extrema de
los mundos de la vida constituidos en el medio del lenguaje ordinario (es decir, como aquel mundo de la vida
en el que todos los mundos de la vida históricamente individuados tienen que coincidir abstractamente),
entonces queda claro que el modelo de la actividad comunicativa no puede tener para las ciencias hermenéuticas el mismo valor trascendental que posee el marco de la acción instrumental para las ciencias
nomológicas. Pues el ámbito objetual de las ciencias del espíritu no se constituye bajo las condiciones
trascendentales de la metodología de la investigación: se encuentra constituido ya. Ciertamente que las reglas
de toda interpretación vienen fijadas por el modelo de las interacciones mediadas simbólicamente.
Pero el intérprete, tras haber sido socializado en su lengua materna e instruido para
la interpretación en general se mueve no bajo reglas trascendentales, sino al nivel de los
nexos trascendentales mismos. El contenido de experiencia de un texto transmitido sólo
puede ser interpretado en relación con la estructura trascendental del mundo al que él
mismo pertenece. Teoría y experiencia se diferencian aquí de distinto modo a como sucede
en las ciencias empírico-analíticas. La interpretación que hay que iniciar apenas se ve
perturbada la experiencia comunicativa, que resultaba fiable bajo los esquemas compartidos
de concepción del mundo y de la acción se dirige a la vez a las experiencias adquiridas en
un mundo constituido a través del lenguaje ordinario y a las reglas gramaticales de
constitución de este mundo. Es, a la vez, análisis lingüístico y experiencia. Y
correlativamente corrige sus anticipaciones hermenéuticas de conformidad con un
consenso entre interlocutores, obtenido según reglas gramaticales —también aquí
convergen de forma peculiar experiencia y penetración analítica.
Peirce y Dilthey desarrollan la metodología de las ciencias de la naturaleza y de las
ciencias del espíritu como una lógica de investigación y conciben en cada caso el proceso
de investigación a partir de un contexto vital objetivo, ya sea el que representa la técnica o
el que representa la praxis. La lógica de la ciencia recupera así nuevamente la dimensión de
la teoría del conocimiento que la teoría positivista de la ciencia había abandonado: como
hiciera en otro tiempo la lógica trascendental, busca una respuesta a la pregunta por las
condiciones a priori de la posibilidad del conocimiento. Ciertamente, estas condiciones no
son ya a priori en sí, sino sólo para el proceso de investigación. La investigación lógica
inmanente del progreso en las ciencias empírico-analíticas y del desarrollo de la explicación
hermenéutica tropieza pronto con limitaciones: ni el conjunto de los modos de inferencia
analizados por Peirce, ni el movimiento circular de la interpretación de Dilthey, resultan
satisfactorios desde el punto de vista de la lógica formal. De qué forma sean «posibles» la
inducción, por una parte, y el círculo hermenéutico, por otra, no es algo que pueda
mostrarse lógicamente, sino tan sólo gnoseológicamente. En ambos casos se trata de reglas
de transformación lógica de enunciados, cuya validez sólo es plausible cuando las
555
proposiciones transformadas dentro de un marco trascendental, tanto si se trata del de la
acción instrumental como si se trata de una forma de vida constituida en el medio del
lenguaje ordinario, están referidas a priori a determinadas categorías de la experiencia. Estos
sistemas de referencia tienen una función trascendental, pero determinan la arquitectónica
de los procesos de investigación y no la de la conciencia trascendental en general. La lógica
de las ciencias de la naturaleza y del espíritu no tiene nada que ver, a diferencia de la lógica
trascendental, con la organización de la razón pura teórica, sino con las reglas
metodológicas de organización de procesos de investigación. Estas reglas no tienen ya el
status de reglas trascendentales puras: tienen un valor trascendental, pero tienen su origen
en contextos vitales fácticos: en las estructuras de una especie que reproduce su vida, tanto
mediante los procesos de aprendizaje del trabajo socialmente organizado como a través de
procesos de entendimiento mutuo en interacciones mediadas por el lenguaje ordinario. En
el contexto de los intereses de estas relaciones vitales fundamentales tiene su medida el
sentido de la validez de enunciados que se obtienen dentro de los sistemas de referencia
cuasi-trascendental de los procesos de investigación de las ciencias de la naturaleza y del
espíritu, el saber nomológico es eficaz técnicamente en el mismo sentido en que el saber
hermenéutico lo es prácticamente.
La reconducción del marco de las ciencias nomológicas y hermenéuticas a un contexto
vital, y la correspondiente derivación del sentido de la validez de los enunciados a partir de
los intereses rectores del conocimiento, se hace necesaria en cuanto se sitúa en el lugar del
sujeto trascendental a una especie que se reproduce bajo condiciones culturales, es decir, una
especie que sólo se constituye a sí misma en un proceso de formación. Los procesos de
investigación —en calidad de sujeto de los cuales nos interesa particularmente esa
especie— forman parte del proceso global de formación que es la historia del género
humano. Las condiciones de la objetividad de la experiencia posible que vienen fijadas con
el marco trascendental de los procesos de investigación de las ciencias de la naturaleza o del
espíritu, ya no explican solamente el sentido trascendental de un conocimiento finito
restringido a los fenómenos; preforman más bien, conforme a criterios del contexto vital
objetivo del que emerge la estructura de las dos orientaciones de la investigación, el sentido
específico que tienen esas dos formas metódicas de conocimiento mismas. Las ciencias empírico-analíticas exploran la realidad en la medida en que ésta aparece en la esfera funcional
de la actividad instrumental, por eso los enunciados nomológicos sobre este ámbito
objetual apuntan por su propio sentido inmanente a un determinado contexto de
aplicación; aprehenden la realidad con vistas a una manipulación técnica, posible siempre y en cualquier
parte bajo condiciones específicas. Las ciencias hermenéuticas no alumbran la realidad desde un
punto de vista trascendental distinto, sino que se dirigen más bien a la estructura
trascendental de las diversas formas fácticas de vida, en cuyo interior la realidad viene interpretada de forma diversa, según las gramáticas de la concepción del mundo y de la acción:
de ahí que los enunciados hermenéuticos sobre tales estructuras apunten por su propio
sentido inmanente a su correspondiente contexto de aplicación —aprehenden interpretaciones
de la realidad con vistas a la intersubjetividad posible (para una situación hermenéutica de partida dada) de
un acuerdo orientador de la acción—. Hablamos, pues, de un interés cognoscitivo técnico o cognoscitivo
práctico en la medida en que los contextos de la acción instrumental y de la interacción simbólicamente
556
mediada preforman, a través de la lógica de la investigación, el sentido de validez de los enunciados posibles,
de suerte que en cuanto que representan conocimientos sólo poseen una función en esos contextos —son
explotados técnicamente o resultan prácticamente efectivos.
El concepto de «interés» no debe sugerir una reducción naturalista de
determinaciones lógico-trascendentales a determinaciones empíricas; al contrario, se trata
de prevenir una reducción semejante. Los intereses rectores del conocimiento ejercen una
mediación (aquí no puedo demostrarlo todavía y me limitaré a afirmarlo) entre la historia
natural de la especie humana y la lógica de su proceso de formación; pero no se puede
hacer uso de ellos para reducir la lógica a algún tipo de base natural. Llamo intereses a las
orientaciones básicas que son inherentes a determinadas condiciones fundamentales de la
reproducción y la autoconstitución posibles de la especie humana, es decir, al trabajo y a la
interacción. Esas orientaciones básicas miran, por tanto, no a la satisfacción de necesidades
inmediatamente empíricas, sino a la solución de problemas sistemáticos en general.
Ciertamente que de solución de problemas sólo cabe hablar aquí en sentido aproximativo.
De hecho, los intereses rectores del conocimiento no pueden determinarse en razón de
problemas que —en cuanto tales— sólo podrían presentarse dentro de un marco
metodológico determinado por ellos. Los intereses rectores del conocimiento se miden
sólo en aquellos problemas de la conservación de la vida, objetivamente planteados, que
han encontrado como tales una respuesta a través de la forma cultural de existencia.
Trabajo e interacción incluyen eo ipso procesos de comprensión y aprendizaje; y a partir de
un cierto grado determinado de desarrollo éstos deben quedar asegurados bajo la forma de
investigación metódica si no se quiere poner en peligro el proceso de formación de la
especie humana. Dado que la reproducción de la vida a nivel antropológico está
determinada culturalmente por el trabajo y la interacción, los intereses cognoscitivos
inherentes a las condiciones de existencia que representan el trabajo y la interacción no
pueden ser concebidos en el marco de referencia biológico de la reproducción y de la
conservación de la especie. Sería malentender los intereses directivos del conocimiento si
quedasen reducidos a mera función de reproducción de la vida social: no puede quedar ésta
suficientemente caracterizada sin recurrir a las condiciones culturales de la reproducción, a
un proceso de formación que implica ya el conocimiento en ambas formas. El «interés cognoscitivo» es,
pues, una categoría peculiar que se sustrae a la distinción entre determinaciones empíricas y trascendentales,
simbólicas y factuales, como también a la distinción entre determinaciones motivacionales y cognoscitivas. El
conocimiento, en efecto, no es ni un mero instrumento de adaptación de un organismo a un ambiente que
cambia, ni el acto de un ser racional puro descontextualizado en la contemplación.
Peirce y Dilthey han tropezado con intereses subyacentes al conocimiento
científico, pero no han reflexionado sobre ellos como tales. No han elaborado el concepto
de interés rector del conocimiento y ni siquiera han comprendido a qué es a lo que apunta
propiamente. Han analizado, ciertamente, la fundamentación de la lógica de la investigación
en las condiciones vitales, pero a las orientaciones de fondo de las ciencias empíricoanalíticas y de las ciencias hermenéuticas sólo habían podido identificarlas como intereses
rectores del conocimiento en un marco categorial que les era ajeno: dentro precisamente
del concepto de una historia de la especie humana concebida como proceso de formación. La idea de un
proceso de formación, que es donde se constituiría como tal el sujeto genérico, ha sido
557
desarrollada por Hegel, y asumida por Marx desde una perspectiva materialista. Sobre la
base del positivismo, el retorno inmediato a esta idea tendría necesariamente que aparecer
como una recaída en la metafísica; existe un solo camino legítimo para evitar esa recaída: es
el camino recorrido por Peirce y Dilthey cuando esclarecen la génesis de las ciencias a partir
de un contexto vital objetivo y ponen así a la metodología en la perspectiva de la teoría del
conocimiento. Pero ni Peirce ni Dilthey se dan enteramente cuenta de lo que hacen. De lo
contrario no habrían podido hurtarse a la experiencia de la reflexión que Hegel desarrolló
en la Fenomenología. Me refiero a la fuerza emancipatoria de la reflexión que el sujeto verifica
en sí en la medida en que se hace transparente a sí mismo en su propia historia genética. La
experiencia de la reflexión se articula, en lo referente al contenido, en el concepto de
proceso de formación y, metodológicamente, conduce a un punto de vista desde el que se
nos da espontáneamente la identidad de la razón y de la voluntad de razón. En la
autorreflexión, un conocimiento por mor del conocimiento coincide con el interés por la
emancipación; pues la realización de la reflexión se sabe como movimiento de la
emancipación. La razón está bajo el interés por la razón. Podemos decir que sigue un interés
cognoscitivo emancipatorio que tiene como meta la realización de la reflexión como tal.
Pues es verdad que más bien ocurre que la categoría de interés cognoscitivo viene
testificada por el interés innato a la razón. Sólo a partir de su conexión con el interés
cognoscitivo emancipatorio de la reflexión racional pueden los intereses técnico y práctico
ser comprendidos sin malentendidos como intereses rectores del conocimiento; sin
malentendidos, es decir, sin caer en la psicologización o en un nuevo objetivismo. Pero
como Peirce y Dilthey no conciben su metodología como la reflexión autocrítica de la
ciencia que realmente es, no aciertan con el punto de unión de conocimiento e interés.
En la filosofía trascendental de Kant aparece ya el concepto de interés de la razón;
pero sólo Fichte puede, tras haber subordinado la razón teórica a la práctica, desarrollar el
concepto en el sentido de un interés emancipatorio inmanente a la razón misma.
Interés en general, es la satisfacción que vinculamos a la representación de la
existencia de un objeto o de una acción. El interés tiene como meta la existencia porque
expresa una relación del objeto del interés con nuestra facultad apetitiva. Es decir, que el
interés presupone una necesidad o genera una necesidadA esto corresponde la distinción
entre interés empírico e interés puro que Kant introduce a propósito de la razón práctica.
La satisfacción práctica que experimentamos en el bien, es decir, en las acciones que están
determinadas por los principios de la razón, es un interés puro. Cuando la voluntad actúa por
respeto a las leyes de la razón práctica toma interés en el bien, pero no obra por interés:
Lo primero designa el interés práctico en la acción, lo segundo el interés patológico en
el objeto de la acción. Lo primero indica solamente una dependencia de la voluntad de los
principios de la razón en sí misma, lo segundo la dependencia de los principios de la misma
al servicio de la inclinación, desde el momento en que la razón sólo ofrece la regla práctica
558
de cómo satisfacer la necesidad de la inclinación. En el primer caso me interesa la acción;
en el segundo, el objeto de la acción (en cuanto es de mi agrado)1.
El interés (patológico) de los sentidos por lo agradable o útil proviene de una
necesidad, el interés (práctico) de la razón por el bien despierta una necesidad. La facultad
apetitiva es estimulada en el primer caso por una inclinación, en el segundo está determinada por los principios de la razón. Por analogía con la inclinación sensible en cuanto
deseo convertido en costumbre, podemos hablar de una inclinación intelectual
independiente de los sentidos cuando ésta se configura como actitud duradera a partir de
un interés puro.
Aunque allí donde hay que admitir algún interés exclusivamente puro de la razón
no puede ser sobreentendido ningún interés de la inclinación, podemos, sin embargo —
para conformarnos con el uso lingüístico—, incluso en el caso de aquello que sólo puede
ser objeto de un placer intelectual, asignar a una inclinación un deseo habitual derivado del
puro interés de la razón; esta inclinación no sería la causa, sino el efecto, de este último
interés y nosotros podríamos llamarla una inclinación independiente de los sentidos (propensio
intellectualis) 2.
La función sistemática del concepto de interés puro práctico de la razón se hace
evidente en la última sección de los Fundamentos de la metafísica de las costumbres. Bajo el título
de «límite extremo de toda filosofía práctica», Kant plantea el problema de cómo es posible
la libertad. La tarea de explicar la libertad de la voluntad es paradójica, ya que la libertad
aparece definida como independencia de móviles empíricos, y una explicación sólo sería
posible mediante el recurso a leyes naturales. Podría explicarse la libertad especificando el
interés que mueve a los hombres en el seguimiento de esas leyes morales; por otra parte, la
obediencia a estas leyes no sería una actividad moral y libre si en la base de la misma
hubiera un motivo sensible. A pesar de ello, el sentimiento moral atestigua algo así como
un interés efectivo en la realización de las leyes morales, en que se convierta en realidad «el
sublime ideal de un reino universal de los fines en sí mismos (seres racionales), al que sólo podemos
pertenecer como miembros cuando nos comportamos escrupulosamente, según las máximas de la libertad,
como si fueran leyes de la naturaleza»3. No puede tratarse ex definitiorte de un interés sensible; por lo que
tenemos que contar con un interés puro, con un efecto subjetivo que la ley de la razón ejerce sobre la
voluntad. Kant se ve obligado a atribuir a la razón una causalidad frente a la facultad apetitiva natural;
para devenir práctica, la razón tiene que ser capaz de afectar a la sensibilidad:
Para que un ser racional y sensible quiera sólo lo que la razón le prescribe es
necesario, por supuesto, una facultad de la razón que le inspire un sentimiento de placer, o
satisfacción, en el cumplimiento del deber, con una causalidad con la que determine a la
sensibilidad según sus principios. Pero es absolutamente imposible comprender, es decir,
1
Grundlegung zur Meiaphysik der Sitien, en op. cit., vol. IV, pág. 42, not. En un pasaje posterior KANT
precisa la distinción entre interés empírico e interés puro; ibíd., pág. 97, nota.
2 Die Meiaphysik der Sitien, en op. cit., vol. IV, pág. 317.
3 Grundlegung xur Metaphysik der Sitten, en op. cit., IV, pág. 101.
559
explicar a priori, cómo una simple idea, que no contiene en sí nada sensible, puede producir
una percepción de placer o displacer; es éste un género particular de casualidad, del que,
como de toda casualidad, no podemos determinar absolutamente nada a priori, y sobre lo
que no hay más remedio que enterarse por experiencia1.
La tarea de explicar la libertad de la voluntad hace saltar de improviso el marco
lógico-trascendental. Pues la forma de la pregunta: «¿Cómo es posible la libertad?», oculta el
hecho de que nosotros, en lo que se refiere a la razón práctica, nos informamos de las
condiciones no de una libertad posible, sino de una libertad real. La pregunta significa, en
realidad, ¿cómo la razón pura puede ser práctica? Por eso tenemos que remitirnos a un
momento de la razón que precisamente, según Kant, es incompatible con las determinaciones de la razón: a un interés de la razón. La razón, por supuesto, no puede quedar
sometida a las condiciones empíricas de la sensibilidad; pero la idea de una afección de la
sensibilidad por la razón, que hace que surja un interés por una actividad obediente a las leyes
morales, sólo en apariencia preserva a la razón de la confusión con la experiencia. Si el
efecto de esa peculiar causalidad de la razón, la satisfacción pura práctica, es contingente y
sólo viene atestiguada por medio de la experiencia, entonces también la causa del mismo
tiene que ser concebida como un factum. La figura de un interés sólo determinado por la
razón logra preservar a ese interés de móviles meramente factuales, pero sólo al precio de
introducir un momento de facticidad en la razón misma. Un interés puro sólo es pensable
con la condición de que la razón, en la misma medida en que inspira un sentimiento de
placer, siga una inclinación, a pesar de que sea distinta de las inclinaciones inmediatas: es
inherente a la razón el impulso a la realización de la razón. Lo que a su vez no es pensable
bajo determinaciones trascendentales. Y en el límite extremo de toda filosofía práctica lo
que Kant admite no es otra cosa que lo siguiente: que el nombre de interés puro expresa
esa impensabilidad de la relación causal entre razón y sensibilidad, relación que, no
obstante, nos viene garantizada por el sentimiento moral.
Pero desde el momento en que la causalidad no puede establecer ninguna relación
de causa a efecto, como entre dos objetos de la experiencia, sino que en este caso la razón
pura a través de simples ideas (que no proporcionan objeto alguno a la experiencia) debe
ser la causa de un efecto (precisamente del placer en el cumplimiento del deber) que se encuentra, por supuesto, en la experiencia, entonces (para nosotros los hombres) es
absolutamente imposible la explicación de cómo y por qué nos interesa la universalidad de la
máxima como ley y, por consiguiente, la moralidad 2.
El concepto de interés puro» tiene una función única en el sistema kantiano.
Determina un hecho sobre el que puede basarse nuestra certeza de la realidad de la razón
pura práctica. Pero este hecho no nos viene dado en la experiencia ordinaria, sino que viene
atestiguado por un sentimiento moral que tiene que reivindicar el papel de una experiencia
trascendental. Pues nuestro interés en la observancia de las leyes morales es generado por la
1
2
Ibid., pág. 98.
Ibid.
560
razón y, sin embargo, es también un hecho contingente que no puede ser comprendido a
priori. En este sentido, un interés proveniente de la razón hace pensar también en un
momento que determina la razón. Pero este¡ pensamiento conduce a una génesis no empírica de la razón, génesis que, sin embargo, no está totalmente desligada de momentos de
la experiencia, cosa que es un contrasentido, desde la perspectiva de la filosofía
trascendental. Kant es consecuente al tratar este contrasentido no como una ilusión trascendental de la razón práctica; se conforma con la constatación de que el placer puro
práctico nos asegura que la razón pura puede ser práctica sin que nosotros podamos
entender cómo es esto posible. La causa de la libertad no es empírica, pero tampoco es
solamente inteligible; podemos caracterizarla como un hecho, pero no comprenderla. La
denominación de interés puro nos remite a una base de la razón que es la única que
garantiza las condiciones de realización de la razón, pero que, por su parte, no puede ser
reducida a los principios de la razón; sino que más bien subyace a éstos, como un hecho de
orden superior. Esa base de la razón queda atestiguada, por los intereses de la razón, pero se sustrae al
conocimiento humano, que, si la alcanzase, no debería ser ni empírico ni puro, sino ambas cosas a la vez.
Por ello Kant pone en guardia contra la transgresión del límite extremo de la razón pura práctica, porque
aquí no es —como en el límite de la razón teórica aplicada— la razón la que va más allá de la
experiencia, sino la experiencia del sentimiento moral la que sobrepasa la razón. El interés puro es un
concepto límite que articula una experiencia como inconcebible.
Pero como la razón pura sin otros móviles, no importa de dónde estén tomados,
puede ser práctica por sí misma, es decir, como el simple principio de validez universal de todas
sus máximas como leyes (...) sin materia (objeto) de la voluntad a la que se pueda prever con
antelación un interés cualquiera, puede por sí mismo ofrecer un móvil o realizar un interés
que pueda decirse puramente moral —o, en otras palabras, cómo la razón pura puede ser
práctica-—; pues bien, éste es un problema que la razón humana es absolutamente incapaz
de explicar y es vano todo esfuerzo por buscar una explicación 1.
Pero, curiosamente, Kant transfiere el concepto de interés puro, que ha
desarrollado a propósito de la razón práctica, a todas las facultades del ánimo: «A cada
facultad del espíritu se puede atribuir un interés, es decir, un principio que contiene la
condición con la que tan sólo es promovido su ejercicio»2. La reducción del interés a un
principio muestra que se abandona el status particularmente contrario al sistema, que tiene
ese concepto y que se prescinde del momento de facticidad inmanente a la razón. No se ve
bien tampoco qué es lo que añade a la razón teórica un interés especulativo de la razón, si
ésta consiste «en el conocimiento del objeto hasta los más elevados principios a priori»3, sin que
aquí, como en el caso del interés práctico de la razón, quepa identificar una experiencia de
satisfacción. Ni tan siquiera se ve cómo podría ser pensada una satisfacción pura teórica
análoga a la satisfacción pura práctica, pues todo interés, ya sea puro o empírico, se determina en relación con la facultad apetitiva en general y se refiere a una praxis posible. Un
1
2
3
Ibid., pág. 99.
Kritik der Vraktischen Vernunft, en op. cit., IV, pág. 249.
Ibid., pág. 250.
561
interés especulativo de la razón no podría venir justificado como interés, sino por el hecho
de que la razón teórica quedara al servicio de la práctica, sin resultar alienada por ello de su
propia intención de conocimiento por mor del conocimiento. Para un interés cognoscitivo
es necesario no sólo el fomento del uso especulativo de la razón como tal, sino el enlace de
la razón pura especulativa de la razón pura práctica bajo la dirección precisamente de la
razón práctica:
No se puede pretender de ninguna manera que la razón pura práctica quede
subordinada a la razón especulativa y, por consiguiente, que invierta el orden, porque el
interés, en definitiva, es ya práctico, incluso aquel de la razón especulativa está
condicionado y completo únicamente en el uso práctico1.
Kant reconoce finalmente que sólo se puede hablar en sentido estricto de un interés
especulativo de la razón cuando la razón teórica se une con la práctica «en un
conocimiento».
Existe un uso legítimo de la razón teórica con una intención práctica. En este caso,
el interés puro práctico parece asumir el papel de un interés rector del conocimiento. De las
tres preguntas en las que converge todo interés de nuestra razón, la tercera requiere ese uso
de la razón especulativa con una intención práctica. La primera pregunta, ¿qué debo
conocer?, es simplemente especulativa; la segunda, ¿qué debo hacer?, es simplemente
práctica; la tercera, sin embargo, ¿qué puedo esperar?, es a la vez práctica y especulativa.
Aquí ocurre que «lo práctico sirve solamente de hilo conductor para dar respuesta a la
pregunta teórica, y cuando ésta se eleva, a la pregunta especulativa» u. El principio de
esperanza determina la intención práctica con la que se utiliza la razón especulativa. El
conocimiento en esta perspectiva —como bien sabemos— conduce a la inmortalidad del
alma y a la existencia de Dios en calidad de postulados de la razón pura práctica. Kant se
esfuerza por justificar este uso interesado de la razón especulativa sin una ampliación
simultánea del uso empírico de la razón teórica. El conocimiento racional con intención
práctica mantiene un status propio y más débil frente al conocimiento que la razón teórica
puede sostener en virtud de su propia competencia y sin la guía del interés puro práctico:
Si la razón pura puede ser y es realmente práctica per se, como ha demostrado la
conciencia de la ley moral, también es siempre una sola e idéntica razón que •—con
intención teorética o práctica— juzga según principios a priori; está claro entonces que si su
capacidad en la primera no logra establecer afirmativamente ciertas proposiciones, que, sin
embargo, no le son contrarias, ella debe, desde el momento en que estas proposiciones
pertenecen inseparablemente al interés práctico de la razón pura, admitirlas como un producto
extraño suyo que no ha crecido en su terreno, pero también suficientemente acreditado, y
tratar de compararlas y unirlas con todo lo que tiene en su poder como razón especulativa,
incluso conviniendo que no se trate de análisis propios, sino de la prolongación de su uso
en una perspectiva distinta, es decir, práctica, lo cual no es del todo contrarío a su interés,
que consiste en la limitación de la temeridad especulativa n.
1
Ibid., pág. 252.
562
Kant no puede sustraer completamente de la ambigüedad al uso interesado de la
razón especulativa. Por una parte, apela a la unidad de la razón para que la utilización
práctica de la razón teórica no aparezca como la transformación o la instrumentalización
posterior de una facultad racional mediante otra. Pero, por otra, la razón teórica y la
práctica distan tanto de constituir una unidad, que los postulados de la razón pura práctica
siguen siendo para la teórica una «oferta extraña». Por tanto, el uso interesado de la razón
teórica no conduce al conocimiento en sentido riguroso; el que confundiese la ampliación,
con intención práctica, de la razón teórica con la ampliación del ámbito del conocimiento
teórico posible, se haría culpable de la «temeridad especulativa» contra la que se había
dirigido la crítica de la razón pura, y sobre todo el esfuerzo entero de la dialéctica
trascendental. El interés práctico de la razón sólo podría asumir el papel de un interés
rector del conocimiento, en sentido estricto, si Kant tomara en serio la unidad de razón
teórica y razón práctica. Únicamente si el interés especulativo de la razón, que en Kant
apunta de forma todavía tautológica al ejercicio de la facultad teórica con vistas al
conocimiento, fuese tomado en serio como interés puro práctico, la razón teórica perdería
necesariamente ésa su competencia independiente del interés de la razón.
Fichte da este paso. Concibe el acto de la razón, la intuición intelectual, como una
actividad reflexiva, que vuelve sobre sí misma y convierte en un principio al primado de la
razón práctica: el enlace accidental de la razón pura especulativa con la razón pura práctica
«en un conocimiento» está reemplazado por la dependencia de principio de la razón
especulativa con respecto a la práctica. La organización de la razón queda bajo la intención
práctica de un sujeto que se pone a sí mismo. En la forma de autorreflexión originaria, la
razón, como muestra la «doctrina de la ciencia», es inmediatamente práctica. El yo se libera
del dogmatismo haciéndose transparente a sí mismo en su autoproducción. Le es precisa la
cualidad ética de una voluntad de emancipación, para poder encaramarse en la intuición
intelectual. «Sólo en sí mismo puede (el idealista) tener intuición de ese acto del yo, y para
poder intuirlo tiene que realizarlo. Lo produce en sí mismo de forma arbitraria y con
libertad»1. Por el contrario, es prisionera del dogmatismo una conciencia que se concibe como producto de
las cosas que la circundan, como un producto natural. «El principio de los dogmáticos es la fe en las cosas
por mor de ellas mismas, o sea, la creencia mediata en su propio yo disperso y sólo sostenido por los objetos»2. Para poder escapar de las barreras de este dogmatismo hay que haber hecho propio antes el interés de
la razón: «La razón última de la diferencia entre dogmáticos e idealistas es, pues, la diferencia de su
interés»3. El deseo de liberación y un acto de libertad originario son presupuestos previos a toda lógica, para
que el hombre pueda elevarse hasta el punto de vista idealista de la emancipación, desde el que es posible el
análisis crítico del dogmatismo de la conciencia natural y con ello del mecanismo oculto de la
autoconstitución del yo y del mundo: «El interés más elevado y la razón de todo otro interés es el interés por
nosotros mismos. Así es para el filósofo. No perder el propio ser en el razonamiento, sino mantenerlo y
afirmarlo: he aquí el interés que, invisible, guía todo su pensamiento»4.
J. G. Fichte, Ausgewahlte Werke, ed. Medicus, vol. III. Segunda introducción a la Wissenschaftslebre, en págs. 43 y sigs.
Primera introducción a la Wissenschaftslebre, en op. cit., III, página 17.
3 Ibid.
4 Ibid.
1
2
563
También Kant, en el desarrollo de las antinomias de la razón pura, llama intereses a
los que guían a los dogmáticos y a los empíricos, ambos dogmáticos, cada cual a su manera.
Pero «el interés de la razón en este conflicto interno suyo», interés dirigido contra ambas
partes, de las que una defiende la tesis y la otra la antítesis, no estriba, al fin, en otra cosa,
para Kant, que en el abandono del interés en general: la razón que reflexiona sobre sí
misma tiene que despojarse totalmente de toda parcialidad» 1. A la razón especulativa le es
extraña la razón práctica y su interés puro. Por el contrario, Fichte reduce los intereses que intervienen en la
defensa de sistemas filosóficos a una contraposición fundamental entre los que se dejan prender por el interés
de la razón en la emancipación y autonomía del yo y los que permanecen atados a sus inclinaciones e
intereses empíricos y, por lo tanto, dependientes de la naturaleza.
Pero hay dos estados de la humanidad; y en el progreso de nuestro género, antes
que el segundo prevalezca, dos especies principales de hombres. Unos que no se han
elevado todavía al pleno sentimiento de su libertad y autonomía absoluta, sólo se
encuentran a sí mismos en la representación de las cosas; tienen sólo esa autoconciencia
dispersa que se adhiere a los objetos y que hay que recolectar a partir de su multiplicidad; su
imagen les es dada por las cosas como por un espejo: sí éstas les fuesen arrebatadas,
entonces también su propio yo desaparecería; por mor a sí mismos no pueden renunciar a
su fe en la autonomía de las cosas, pues de suyo no pueden subsistir sino con ellas. Todo lo
que son han llegado realmente a serlo por el mundo externo. El que de hecho no es sino un
producto de las cosas nunca puede verse a sí mismo de otra manera: y tendrá razón
mientras se limite a hablar de sí y de sus semejantes (...). Pero el que ha llegado a ser
consciente de su autonomía e independencia con respecto a todo lo que está fuera de él —
lo que no se consigue si no es convirtiéndose por uno mismo en algo, con independencia
de todo— no tiene necesidad de las cosas como soporte de su yo y puede no necesitarlas
porque suprimen la autonomía y la convierten en mera ilusión. El yo que posee y que le
interesa suprime esa fe en las cosas; cree en su autonomía por inclinación, la toma con pasión. Su fe en sí mismo es inmediata2.
La fijación afectiva a la autonomía del yo y el interés por la libertad revelan la
conexión que todavía existe con la satisfacción pura práctica de Kant: Kant había derivado
el concepto de interés de la razón de la aspiración a realizar el ideal de un reino de seres
racionales libres. Sólo que Fichte concibe este impulso puro práctico, la «conciencia del
imperativo categórico», no como un producto de la razón práctica, sino como acto de la
razón misma, como la autorreflexión en la que el yo se hace transparente a sí mismo como
actividad que vuelve sobre sí misma. Fichte identifica en las realizaciones de la razón
teórica el trabajo de la razón práctica y da a su punto de unión el nombre de intuición
intelectual:
La intuición intelectual de que habla la doctrina de la ciencia no se refiere a un ser,
sino a una actividad, y no aparece descrita en Kant (excepto, si se quiere, con la expresión
1
2
Ibid. pág. 450.
Fichte, Primera introducción, en op. cit., III, págs. 17 y sigs.
564
de percepción pura). Sin embargo, también en el sistema kantiano se puede indicar con toda
exactitud el lugar en que se debería haber hablado de ella. ¿No se es consciente acaso del
imperativo categórico después de Kant? ¿Y qué clase de conciencia es ésa? Kant ha
olvidado hacerse esta pregunta, porque en ninguna parte ha tratado de los fundamentos de
toda filosofía, sino que en la Crítica de la razón pura trata sólo de los teóricos, y en ellos no
podía aparecer el imperativo categórico; en la Crítica de la razón práctica solamente de los
fundamentos prácticos, y ello con la vista puesta sólo en el contenido, con lo que no podía
plantearse la cuestión del tipo de conciencia1.
Como Kant había secretamente concebido la razón práctica según el modelo de la
teórica, inevitablemente la experiencia trascendental del sentimiento moral, del interés en la
observancia de la ley moral, tenía que suscitar el problema de cómo un simple
pensamiento, que no contiene en sí nada sensible, podía provocar una sensación de placer
o de dolor. Esta dificultad, junto con la construcción accesoria de una causalidad particular
de la razón, se hace superflua tan pronto como, a la inversa, es la razón práctica la que
proporciona el modelo para la teórica. Pues entonces, el interés práctico de la razón
pertenece a la razón misma: en el interés por la autonomía del yo la razón se impone en la
misma medida en que el acto de la razón como tal produce la libertad. La autorreflexión es a
la vez intuición y emancipación, comprensión y liberación de la dependencia dogmática.
El dogmatismo, que la razón disuelve tanto analítica como prácticamente, es una
falsa conciencia: es a la vez error y existencia no libre. Sólo el yo que se aprehende en la
intuición intelectual como sujeto que se pone a sí mismo adquiere autonomía. El dogmático, por el contrario, puesto que no se procura la fuerza para la autorreflexión, vive en
la dispersión como un sujeto dependiente, determinado por los objetos y hecho objeto él
mismo: lleva una existencia privada de libertad, dado que no es consciente de su
espontaneidad en reflexión sobre sí misma. El dogmatismo es tanto una imperfección
moral como una incapacidad teórica, por eso el idealista corre el peligro de ensoberbecerse
burlándose del dogmático en lugar de ilustrarlo.
En este contexto hay que situar la famosa sentencia de Fichte, a menudo mal
entendida en términos psicologistas:
El tipo de filosofía que se elige depende del tipo de hombre que se es, pues un
sistema filosófico no es un utensilio que uno puede dar o recibir a su gusto, sino que está
animado por el alma del hombre que lo posee. Un carácter de naturaleza débil, o debilitado
y doblegado por el servilismo intelectual, el lujo refinado y la vanidad, no se elevará jamás al
idealismo2.
Fichte expresa de nuevo en esta formulación intuitiva la identidad de la razón
teórica con la práctica. La proporción en que estamos penetrados por el interés de la razón,
invadidos por la aspiración a la autonomía del yo y adelantados en la vía de la autorreflexión, determina al mismo tiempo el grado de autonomía adquirida y el punto de
vista de nuestra visión del ser y de la conciencia. La vía por la que se desarrolla el concepto
1
2
Segunda introducción, en op. cit., III, pág. 56.
Primera introducción, en op. cit., III, pág. 18.
565
de interés de la razón de Kant a Fichte, conduce del concepto de un interés por la acción
de una voluntad libre, dictado por la razón práctica, al concepto de un interés por la
autonomía del yo, que actúa en la razón misma. La identificación que Fichte lleva a cabo de
la razón teórica con la razón práctica se pone de manifiesto en este interés. Como acto de
la libertad, tanto precede a la autorreflexión como se realiza en la fuerza emancipatoria de la
autorreflexión. Esta unidad de razón y uso interesado de la razón contrasta con el concepto
contemplativo de conocimiento. La teoría pura, en su sentido tradicional, establece una
separación de principio entre el proceso cognoscitivo y los contextos de la vida, y así el
interés no tiene más remedio que ser entendido como un momento ajeno a la teoría, que
llega del exterior y que enturbia la objetividad del conocimiento. La solidaridad particular
de conocimiento e interés que hemos encontrado a lo largo del análisis de la metodología
de las ciencias, cuando se la considera sobre el trasfondo de cualquiera de las variantes de la
concepción del conocimiento puro como copia, queda siempre expuesta al peligro de
quedar desnaturalizada en términos psicologistas. Caemos en la tentación de considerar a
los dos intereses rectores del conocimiento analizados hasta ahora como si se
encasquetaran a un aparato cognitivo ya constituido, para imponer de antemano una
dirección a un proceso cognitivo que debiera discurrir conforme a leyes propias. Algo de
eso hay todavía en Kant, en el caso del uso d*e la razón especulativa con una intención
práctica, si bien el interés que se invoca es concebido ya como un interés puro de la razón
práctica. Sólo en el concepto fichteano de autorreflexión interesada pierde el interés
inmanente a la razón su carácter de aditamento y se convierte en constitutivo, tanto para el
conocimiento como para la actividad. El concepto de autorreflexión desarrollado por
Fichte, como actividad que se vuelve sobre sí misma, tiene un significado sistemático para
la categoría de interés rector del conocimiento. También sobre este plano el interés, a la vez
que precede al conocimiento, no se realiza sino en virtud del conocimiento.
No aceptamos la intención sistemática de la Doctrina de la ciencia de transportar a sus
lectores, mediante un único acto, al punto de unión que representa la autointuición de un
yo que produce de manera absoluta al mundo y a sí mismo. Hegel elige con razón el
camino complementario de la experiencia fenomenológica, que no supera de un brinco el
dogmatismo, sino que recorre los estadios de la conciencia fenoménica como otros tantos
estadios de la reflexión. La autorreflexión originaria de Fichte se estira y dilata en la
experiencia de la reflexión. Pero tampoco podemos aceptar la intención de la Fenomenología
del espíritu de conducir a sus lectores al saber absoluto y al concepto de la ciencia
especulativa. Ciertamente que el movimiento de reflexión que arranca de la conciencia
empírica une razón e interés; dado que se tropieza en cada estadio con la dogmática de una
visión del mundo y al mismo tiempo con una forma de vida, el proceso del conocimiento
coincide con un proceso de formación. Pero no podemos concebir la vida de un sujeto
genérico que se constituye a sí mismo como movimiento absoluto de la reflexión, pues las
condiciones en las que se constituye el género humano no son solamente las sentadas por
la reflexión. El proceso de formación no es incondicionado como el acto absoluto de
autoposición del yo fichteano o como el movimiento absoluto del espíritu. Depende de las
condiciones contingentes de la naturaleza subjetiva y objetiva: de las condiciones de un
proceso individuante de socialización de los individuos en interacción, por un lado, y, por
566
el otro, de las condiciones de un «intercambio de materia» con un entorno que agentes en
relación comunicativa tienen que hacer técnicamente manejable. En la medida en que el
interés de la razón por la emancipación, puesto en el proceso de formación de la especie y
que penetra el movimiento de reflexión, se dirige a la realización de esas condiciones de
interacción simbólicamente mediada y de la actividad instrumental, asume las formas
restringidas que representan el interés cognoscitivo práctico y el interés cognoscitivo
técnico. Cabría decir que en cierto modo es necesaria una reinterpretación materialista del
interés de la razón introducido en términos idealistas: el interés emancipatorio depende, por
su parte, del interés en la posible orientación intersubjetiva de la acción y del interés en la
posible manipulación técnica.
Los intereses que a este nivel dirigen los procesos cognoscitivos no se refieren a la
existencia de objetos, sino que apuntan a las acciones instrumentales eficaces y a las
interacciones logradas en tanto que tales —en este mismo sentido Kant había distinguido
entre el interés puro que nos tomamos por las acciones morales y las inclinaciones
empíricas, que sólo se despiertan ante la existencia de los objetos de la acción—. Pero
como ahora la razón que inspira esos dos intereses no es ya la razón pura práctica, sino una
razón que unifica en la autorreflexión conocimiento e interés, los intereses orientados hacia
la actividad comunicativa e instrumental incluyen necesariamente también las
correspondientes categorías de saber: adquieren eo ipso la función de intereses rectores del
conocimiento. Pues esas formas de acción no pueden quedar establecidas de forma duradera
sin que estén aseguradas las correspondientes categorías de saber, procesos acumulativos de
aprendizaje e interpretaciones permanentes mediadores de la tradición.
Hemos mostrado que en la esfera funcional de la actividad instrumental se origina
una constelación de actividad, lenguaje y experiencia distinta de la del marco de las
interacciones mediadas por símbolos. Las condiciones de la actividad instrumental y comunicativa son al mismo tiempo las condiciones de la objetividad del conocimiento
posible; fijan el sentido de la validez de enunciados nomológicos y hermenéuticos. La
inserción de procesos cognoscitivos en contextos vitales llama nuestra atención sobre el
papel de los intereses rectores del conocimiento; un contexto vital es contexto de intereses.
Pero este contexto de intereses, al igual que el nivel sobre el que se reproduce la vida social,
no puede ser definido con independencia de las formas de acción y de las correspondientes
categorías del saber. El interés por la conservación de la vida se une en el plano
antropológico a una vida organizada mediante el conocimiento y la acción. Los intereses
rectores del conocimiento están determinados así por dos momentos: por una parte son
testimonio de que los procesos cognoscitivos surgen de contextos vitales y cumplen sus
funciones dentro de ellos; pero, por otra parte, en ellos queda también de manifiesto que lo
que caracteriza a la forma de vida reproducida socialmente es la conexión específica entre
conocimiento y acción.
El interés está vinculado a acciones que, aunque en constelaciones diversas, fijan las
condiciones del conocimiento posible a la vez que, por su parte, dependen de procesos de
conocimiento. Este entrelazamiento de conocimiento e interés hemos tratado de aclararlo
valiéndonos de esa categoría de «acciones» que coinciden con la «actividad» de la reflexión,
a saber, las acciones emancipatorias. Un acto de autorreflexión que «cambia una vida» es un
567
movimiento de la emancipación. Ni el interés de la razón puede aquí corromper a la fuerza
cognoscitiva de la razón, ya que conocimiento y acción, como Fichte incansablemente
explica, están fusionados en un acto; ni tampoco puede el interés permanecer externo al
conocimiento cuando los dos momentos, de la acción y del conocimiento, se han separado
ya: al nivel de la acción instrumental y comunicativa.
De todos modos, sólo podemos asegurarnos metodológicamente de los intereses
rectores del conocimiento en las ciencias de la naturaleza y del espíritu después de haber
pisado la dimensión de la autorreflexión. La razón se aprehende como interesada en la realización
de la autorreflexión. Por eso sólo, nos encontramos con la fundamental conexión de
conocimiento e interés cuando desarrollamos la metodología en forma de la experiencia de
la autorreflexión: como disolución crítica del objetivismo, es decir, de la autocomprensión
objetivista de las ciencias que elimina la contribución de la actividad subjetiva en los objetos
preformados del conocimiento posible. Ni Peirce ni Dilthey han entendido sus investigaciones en este sentido, es decir, como una autorreflexión de las ciencias. Peirce
entiende su lógica de la investigación en conexión con el progreso científico, cuyas
condiciones esa lógica analiza: se trata de una disciplina auxiliar que contribuye a la
prometedora institucionalización y aceleración del proceso de investigación en su conjunto,
y con ello a la progresiva racionalización de la realidad. Dilthey comprende su lógica de las
ciencias del espíritu en conexión con el desarrollo de la hermenéutica: es una disciplina
auxiliar que contribuye a la difusión de la conciencia histórica y a la actualización estética de
una vida histórica omnipresente. Ninguno de ellos se pregunta si la metodología como
teoría del conocimiento no reconstruye experiencias más profundas en la historia de la
especie y conduce de esta forma a una nueva etapa de la autorreflexión en el proceso de
formación.
568
Max Horkheimer. (Stuttgart, Alemania, 1895-Nuremberg, id., 1973) Filósofo y
sociólogo alemán. Fue cofundador (1931) y primer director del Instituto de Investigación
Social de Frankfurt, institución alrededor de la cual surgió la escuela homónima, de
inspiración marxista. En 1934, con Hitler en el poder, abandonó su país y se afincó en
Nueva York, donde dirigió una segunda etapa del Instituto. Al finalizar el conflicto regresó
a Frankfurt. Partícipe del proyecto emancipador denominado «teoría crítica», tras la guerra
puso en duda algunos de sus principios en el ensayo Dialéctica de la Ilustración (1948),
escrito en colaboración con Adorno. El desarrollo posterior de su pensamiento se centra
en la crítica de la «razón instrumental» propia del mundo moderno, que considera
necesariamente reduccionista.
Horkheimer, Max. Crítica de la razón instrumental. Terramar, La Plata, 2007. Cap. I
―Medios y fines‖ y cap. II, ―Dos panaceas universales antagónicas‖.
[15] I
MEDIOS Y FINES
Cuando se pide al hombre común que explique qué significa el concepto razón,
reacciona casi siempre con vacilación y embarazo. Sería falso interpretar esto como índice
de una sabiduría demasiado profunda o de un pensamiento demasiado abstruso como para
expresarlo con palabras. Lo que ello revela en realidad es la sensación de que ahí no hay
nada que explorar, que la noción de la razón se explica por sí misma, que la pregunta es de
por sí superflua. Urgido a dar una respuesta, el hombre medio dirá que, evidentemente, las
cosas razonables son las cosas útiles y que todo hombre razonable debe estar en
condiciones de discernir lo que le es útil. Desde luego, habría que tomar en consideración
las circunstancias de cualquier situación dada, como asimismo las leyes, costumbres y
tradiciones. Pero el poder que, en última instancia, posibilita los actos razonables, es la
capacidad de clasificación, de conclusión y deducción, sin reparar en qué consiste en cada
caso el contenido específico, o sea el funcionamiento abstracto del mecanismo pensante.
Esta especie de razón puede designarse como razón subjetiva. Ella tiene que habérselas
esencialmente con medios y fines, con la adecuación de modos de procedimiento a fines
que son más o menos aceptados y que presuntamente se sobreentienden. Poca importancia
tiene para ella la cuestión de silos objetivos como tales son razonables o no, Si de todos
modos se ocupa de fines, da por descontado que también éstos son racionales en un
sentido subjetivo, es decir, que sirven a los intereses del [16] sujeto con miras a su
autoconservación, ya se trate de la autoconservación del individuo solo o de la comunidad,
de cuya perdurabilidad depende la del individuo. La idea de un objetivo capaz de ser
racional por sí mismo —en razón de excelencias contenidas en el objetivo según lo señala
569
la comprensión—, sin referirse a ninguna especie de ventaja o ganancia subjetiva, le resulta
a la razón subjetiva profundamente ajena, aun allí donde se eleva por encima de la
consideración de valores inmediatamente útiles, para dedicarse a reflexiones sobre el orden
social contemplado como un todo.
Por más ingenua o superficial que pueda parecer esta definición de la razón, ella
constituye un importante síntoma de un cambio de profundos alcances en el modo de
concebir, que se produjo en el pensamiento occidental a lo largo de los últimos siglos.
Durante mucho tiempo predominó una visión de la razón diametralmente opuesta. Tal
visión afirmaba la existencia de la razón como fuerza contenida no sólo en la conciencia
individual, sino también en el mundo objetivo: en las relaciones entre los hombres y entre
clases sociales, en instituciones sociales, en la naturaleza y sus manifestaciones. Grandes
sistemas filosóficos, tales como los de Platón y Aristóteles, la escolástica y el idealismo
alemán, se basaban sobre una teoría objetiva de la razón. Esta aspiraba a desarrollar un
sistema vasto o una jerarquía de todo lo que es, incluido el hombre y sus fines. El grado de
racionalidad de la vida de un hombre podía determinarse conforme a su armonía con esa
totalidad. La estructura objetiva de ésta —y no sólo el hombre y sus fines— debía servir de
pauta para los pensamientos y las acciones individuales. Tal concepto de la razón no excluía
jamás a la razón subjetiva, sino que la consideraba una expresión limitada y parcial de una
racionalidad abarcadora, vasta, de la cual se deducían criterios aplicables a todas las cosas y
a todos los seres vivientes. El énfasis recaía más en los fines que en los medios. La
ambición más alta de este modo de pensar consistía en conciliar el orden objetivo de lo
"racional" tal como lo entendía la [17] filosofía, con la existencia humana, incluyendo el
interés y la autoconservación: Así Platón, en su República, quiere demostrar que el que vive
bajo la luz de la razón objetiva es también afortunado y feliz en su vida. En el foco central
de la teoría de la razón objetiva no se situaba la correspondencia entre conducta y meta,
sino las nociones —por mitológicas que puedan antojársenos hoy— que trataban de la idea
del bien supremo, del problema del designio humano y de la manera de cómo realizar las
metas supremas.
Hay una diferencia fundamental entre esta teoría, conforme a la cual la razón es un
principio inherente a la realidad, y la enseñanza que nos dice que es una capacidad subjetiva
del intelecto. Según esta última, única mente el sujeto puede poseer razón en un sentido
genuino; cuando decimos que una institución o alguna otra realidad es racional, usualmente
queremos dar a entender que los hombres la han organizado de un modo racional, que han
aplicado en su caso, de manera más o menos técnica, su facultad lógica, calculadora. En
última instancia la razón subjetiva resulta ser la capacidad de calcular probabilidades y de
adecuar así los medios correctos a un fin dado. Esta definición parece coincidir con las
ideas de muchos filósofos eminentes, en especial de los pensadores ingleses desde los días
de John Locke. Desde luego, Locke no pasó por alto otras funciones intelectivas que
podrían entrar en la misma categoría, por ejemplo la facultad discriminatoria y la reflexión.
Pero también estas funciones ayudan sin lugar a dudas en la adecuación de medios a fines,
570
la que, al fin y al cabo, constituye el interés social de la ciencia y, en cierto modo, la raison
d'étre de toda teoría dentro del proceso de producción social.
En la concepción subjetivista, en la cual "razón" se utiliza más bien para designar
una cosa o un pensamiento y no un acto, ella se refiere exclusivamente a la relación que tal
objeto o concepto guarda con un fin, y no al propio objeto o concepto. Esto significa que
la cosa o el pensamiento sirve para alguna otra cosa. No existe [18] ninguna meta racional
en sí, y no tiene sentido entonces discutir la superioridad de una meta frente a otras con
referencia a la razón. Desde el punto de partida subjetivo, semejante discusión sólo es
posible cuando ambas metas se ven puestas al servicio de otra tercera y superior, vale decir,
cuando son medios y no fines. 1
La relación entre estos dos conceptos de la razón no es sólo una relación de
antagonismo. Vistos históricamente, ambos aspectos de la razón, tanto el subjetivo como el
objetivo, han existido desde un principio, y el predominio del primero sobre el segundo fue
estableciéndose en el transcurso de un largo proceso. La razón en su sentido estricto, en
cuanto logos o ratio, se refería siempre esencialmente al sujeto, a su facultad de pensar.
Todos los términos que la designan fueron alguna vez expresiones subjetivas; así el término
griego deriva del ÁéysLv, "decir", y designaba la facultad subjetiva del habla [19]. La
facultad de pensar subjetiva era el agente crítico que disolvía la superstición. Pero al
denunciar la mitología como falsa objetividad, esto es, como producto del sujeto, tuvo que
utilizar conceptos que reconocía como adecuados. De este modo fue desarrollando siempre
su propia objetividad. En el platonismo, la doctrina pitagórica de los números que procedía
de la mitología astral fue transformada en la doctrina de las ideas que intenta definir el
contenido más alto del pensar como una objetividad absoluta, aun cuando ésta, si bien
unida a ese contenido, se sitúa en última instancia más allá de la facultad de pensar. La
actual crisis de la razón consiste fundamentalmente en el hecho de que el pensamiento,
llegado a cierta etapa, o bien ha perdido la facultad de concebir, en general, una objetividad
semejante o bien comenzó a combatirla como ilusión. Este proceso se extendió
paulatinamente, abarcando el contenido objetivo de todo concepto racional. Finalmente,
1
La diferencia entre este significado de la razón y la concepción objetivista se asemeja hasta cierto punto a la diferencia entre
racionalidad funcional y substancial, tal como se usan estas palabras en la escuela de Max Weber. Sin embargo, Max Weber se
adhirió tan decididamente a la tendencia subjetivista que no imaginaba ninguna clase de racionalidad — ni siquiera una
racionalidad "substancial" — gracias a la cual el hombre fuese capaz de discernir entre un fin y otro. Si nuestros impulsos,
nuestras intenciones y finalmente nuestras decisiones últimas han de ser irracionales a priori, entonces la razón substancial se
convierte en un instrumento de correlación y es por lo tanto esencialmente "funcional". A pesar de que las descripciones del propio
Weber y las de sus discípulos referentes a la burocratización y monopolización del conocimiento esclarecieron en gran medida el
aspecto social de la transición de la razón
objetiva a la subjetiva (cf. especialmente los análisis de Karl Mannheim en Man and Society, Londres 1940; íd. Mensch und
Gesellschaft im Zeitalter des Umbaus, Darmstadt 1958), el pesimismo de Max Weber acerca de la posibilidad de una
comprensión racional y una actuación racional, tal como se expresa en su filosofía (cf. p. ej. "Wissenschaft als
Beruf", en: Gesammelte Aufsátze Zur Wissenschaftslehre, Tübingen 1922), constituye en sí mismo un mojón
en el camino de la abdicación de la filosofía y la ciencia en cuanto a su aspiración a determinar la meta del
hombre.
571
ninguna realidad en particular puede aparecer per se como racional; vaciadas de su
contenido, todas las nociones fundamenta les se han convertido en meros envoltorios
formales. Al subjetivizarse, la razón también se formaliza.1
La formalización de la razón tiene consecuencias teóricas y prácticas de vasto
alcance. Si la concepción subjetivista es fundada y válida, entonces el pensar no sirve para
determinar si algún objetivo es de por sí deseable. La aceptabilidad de ideales, los criterios
para nuestros actos y nuestras convicciones, los principios conductores de la ética y de la
política, todas nuestras decisiones últimas, llegan a depender de otros factores que no son la
razón. Han de ser asunto de elección y de predilección, y pierde sentido el hablar de la
verdad cuando se trata de decisiones prácticas, morales o estéticas. "Un juicio de hechos —
dice Rusell,2uno de los pensadores [20] más objetivistas entre los subjetivistas— es capaz
de poseer un atributo que se llama 'verdad' y que éste le pertenezca o no le pertenezca, de
un modo totalmente independiente de lo que uno pueda pensar al respecto... Empero... yo
no veo ningún atributo análogo a la 'verdad' que formara parte o no de un juicio ético.
Debe concederse que la ética atribuye esto a una categoría distinta de la ciencia." Pero
Russell conoce mejor que otros las dificultades con las que necesariamente tropieza
semejante teoría. "Un sistema inconsecuente puede sin duda contener menos falsedades
que uno consecuente. "3 A pesar de su filosofía, que afirma que "los valores morales
supremos son subjetivos",4parece distinguir las cualidades morales objetivas de los actos
humanos y nuestra manera de percibirlos: "lo que es terrible, quiero verlo como terrible".
Tiene el coraje de asumir la inconsecuencia y así, desviándose de ciertos aspectos de su
lógica antidialéctica, sigue siendo de hecho al mismo tiempo filósofo y humanista. Si
quisiera aferrarse consecuentemente a su teoría cientificista, tendría que admitir que no
existen ni actos terribles ni condiciones inhumanas y que los males que ve son pura
imaginación.
Según tales teorías, el pensamiento sirve a cualquier aspiración particular, ya sea
buena o mala. Es un instrumento para todas las empresas de la sociedad,, pero no ha de
intentar determinar las estructuras de la vida social e individual, que deben ser determinadas
por otras fuerzas. En la discusión, tanto en la científica como en la profana, se ha llegado al
punto de ver por lo general en la razón, una facultad intelectual de coordinación, cuya
eficiencia puede ser aumentada mediante el uso metódico y la exclusión de factores no
intelectuales, tales como emociones conscientes e inconscientes. La razón jamás dirigió
verdaderamente la realidad social, pero en la actualidad se la ha limpiado tan a fondo,
quitándosele toda tendencia o inclinación específica que, final [21] mente, hasta ha
renunciado a su tarea de juzgar los actos y el modo de vivir del hombre. La razón ha dejado
Aun cuando los términos subjetivización y formalización en muchos casos no tienen el mismo significado,
los usamos aquí, en general, prácticamente como sinónimos. [18]
1
"Reply to Criticisms", en: The Philosophy of Bertrand Russell, Chicago, 1944, pág, 723
Ibid., pág. 720.
4 Ibid.
2
3
572
estas cosas, para su definitiva sanción, a merced de los intereses contradictorios: un
conflicto al que de hecho nuestro mundo parece enteramente entregado.
Atribuirle así a la razón una posición subordinada es cosa que se opone en forma
aguda a las ideas de los adalides de la civilización burguesa, de los representantes
espirituales y políticos de la ascendente clase media, que unánimemente habían declarado
que la razón desempeña un papel directivo en el comportamiento humano, acaso hasta el
papel preeminente, protagónico. Tales adalides consideraron sabia toda legislación cuyas
leyes coincidieran con la razón; las políticas nacionales e internacionales se juzgaban según
la medida en que seguían las pautas indicadas por la razón. La razón había de regular
nuestras decisiones y nuestras relaciones con los otros hombres y con la naturaleza. Se la
concebía como a un ente, como una potencia espiritual que mora en cada hombre. Se
declaró que esa potencia era instancia suprema, más aun, que era la fuerza creadora que
regía las ideas y las cosas a las cuales debíamos dedicar nuestra vida.
Si en nuestros días citan a alguien a un juzgado por una cuestión de tránsito y el
juez le pregunta si ha manejado de un modo razonable, lo que quiere decir es esto: ¿hizo
usted todo lo que estuvo en su poder a fin de proteger su vida y su propiedad y la de otros,
y a fin de obedecer la ley? El juez supone tácitamente
que estos valores deben ser respetados. De lo que duda es simplemente de si el
comportamiento ha correspondido a tales pautas reconocidas en general.
En la mayoría de los casos, ser razonable significa no ser testarudo, lo cual señala
nuevamente una coincidencia con la realidad tal cual es. El principio de la adaptación se
considera como cosa obvia. Cuando se concibió la idea de razón, ésta había de cumplir
mucho más que una mera regulación de la relación entre medios y fines: se la consideraba
como el instrumento destinado [22] a comprender los fines, a determinarlos. Sócrates
murió por el hecho de subordinar las ideas más sagradas y familiares de su comunidad y de
su tierra a la crítica del daimon, o pensamiento dialéctico, como lo llamaba Platón. Con ello
luchó tanto contra el conservadorismo ideológico como contra el relativismo que se
disfrazaba de progreso, pero que en verdad se subordinaba a intereses personales y de
clase. Dicho con otras palabras: luchaba contra la razón subjetiva, formalista, en cuyo
nombre hablaban los demás sofistas. Sócrates socavó la sagrada tradición de Grecia, el
estilo de vivir ateniense, y preparó así el terreno para formas radicalmente distintas de la
vida individual y social. Sócrates tenía por cierto que la razón, entendida como
comprensión universal, debía determinar las convicciones y regular las relaciones entre los
hombres y entre el hombre y la naturaleza.
Pese a que su doctrina podría considerarse como origen filosófico de la noción del
sujeto como juez supremo respecto al bien y el mal, Sócrates no hablaba de la razón y sus
juicios como de meros nombres o convenciones, sino como si reflejasen la verdadera
naturaleza de las cosas. Por negativistas que pudieran haber sido sus enseñanzas,
implicaban la noción de verdad absoluta y se presentaban como intuiciones objetivas, casi
como revelaciones. Su daimon era un dios espiritual, mas no era menos real que los otros
573
dioses, tal como se los concebía. Su nombre había de designar una fuerza viviente. En la
filosofía de Platón, la potencia socrática del conocimiento inmediato o de la conciencia
moral, el nuevo dios dentro del sujeto individual, destronó a sus rivales de la mitología
griega o por lo menos los transformó. Se convirtieron en ideas. De ningún modo podría
decirse que son simplemente criaturas, productos o contenidos humanos similares a las
impresiones sensoriales del sujeto, tal como lo enseña la teoría del idealismo subjetivo. Por
el contrario, conservan todavía algunas de las prerrogativas de los antiguos dioses:
conforman una esfera superior y más noble que la de los seres humanos, son mode [23] los,
sin inmortales. El daimon a su vez se ha transformado en el alma, y el alma en el ojo capaz
de percibir las ideas. El alma se manifiesta como contemplación de la verdad o como
capacidad del sujeto individual de advertir hondamente el orden eterno de las cosas y, por
lo tanto, como pauta directiva del actuar, que ha de seguirse dentro del orden temporal.
El concepto "razón objetiva" denuncia así que su esencia es por un lado una
estructura inherente a la realidad, que requiere por sí misma un determinado
comportamiento práctico o teórico en cada caso dado. Esta estructura es accesible a todo el
que asume el esfuerzo del pensar dialéctico o —lo que es lo mismo— a todo aquel capaz
de asumir el Eros. Por otro lado, el concepto "razón objetiva" puede caracterizar
precisamente ese esfuerzo y esa capacidad de reflejar semejante orden objetivo. Todos
conocen situaciones que por sí mismas, independientemente de los intereses del sujeto,
imponen una determinada pauta al actuar; por ejemplo, un niño o un animal en peligro de
ahogarse, un pueblo que sufre hambre, o una enfermedad individual. Cada una de esas
situaciones habla, por así decirlo, su propio idioma. Pero puesto que sólo son segmentos de
la realidad, es posible que se haga necesario descuidar a cada una de ellas, por el hecho de
que existan estructuras más amplias que exigen pautas de actuación diferentes y asimismo
independientes de los deseos e intereses personales.
Los sistemas filosóficos de la razón objetiva implicaban la convicción de que es
posible descubrir una estructura del ser fundamental o universal y deducir de ella una
concepción del designio humano. Entendían que la ciencia, si era digna de ese nombre,
hacía de esa reflexión o especulación su tarea. Se oponían a toda teoría epistemológica que
redujera la base objetiva de nuestra comprensión a un caos de datos descoordinados y que
convirtiese el trabajo científico en mera organización, clasificación o cálculo de tales datos.
Según los sistemas clásicos, esas tareas —en las que la razón subjetiva tiende a ver la
función principal de la ciencia— se subordinan a [24] la razón objetiva de la especulación.
La razón objetiva aspira a sustituir la religión tradicional por el pensar filosófico metódico y
por la comprensión y a convertirse así en fuente de la tradición. Puede que su ataque a la
mitología sea más serio que el de la razón subjetiva, la cual —abstracta y formalista tal
como se concibe a sí misma— se inclina a desistir de la lucha con la religión, estableciendo
dos rubros diferentes, uno destinado a la ciencia y a la filosofía y otro a la mitología
institucionalizada, con lo que reconoce a ambos. Para la filosofía de la razón objetiva no es
posible una salida semejante. Puesto que se aferra al concepto de verdad objetiva, se ve
obligada a tomar una posición, positiva o negativa, respecto al contenido de la religión
574
establecida. Por eso la crítica acerca de opiniones sociales hecha en nombre de la razón
objetiva alcanza una repercusión mucho más penetrante — aun cuando a veces es menos
directa y agresiva— que aquella que se pronuncia en nombre de la razón subjetiva. En los
tiempos modernos la razón ha desarrollado la tendencia a disolver su propio contenido
objetivo. Cierto es que en la Francia del siglo XVI volvió a hacer progresos la noción de
una vida dominada por la razón como ideal supremo. Montaigne adaptó esa noción a la
vida individual, Bodin a la de los pueblos y De l'Hópital la puso en práctica en la política.
Pese a ciertas declaraciones escépticas, la obra de estos pensadores estimuló la abdicación
de la religión en favor de la razón como suprema autoridad espiritual. Pero en aquellos
tiempos la razón cobró un nuevo significado que halló su más alta expresión en la literatura
francesa y que en cierta medida todavía puede encontrarse en el lenguaje coloquial
moderno: poco a poco el término vino a designar una actitud conciliatoria. Ya no se
tomaban en serio las divergencias de opinión en materia religiosa —que con el ocaso de la
iglesia medieval se habían convertido en campo predilecto para las disputas de tendencias
políticas contrarias— y se creía que ninguna fe, ninguna ideología merecía ser defendida
hasta la muerte. Este concepto de razón era sin duda más huma [25] no, pero al mismo
tiempo más débil que el concepto religioso de la verdad; era más condescendiente ante los
intereses dominantes, más dócil y adaptable a la realidad tal cual es, y corría por lo tanto el
riesgo, desde un comienzo, de capitular ante lo "irracional". El término "razón" designaba
ahora el punto de vista de sabios, estadistas y humanistas que consideraban los conflictos
dentro del dogmatismo religioso en sí como cuestiones más o menos insignificantes,
simples manifestaciones de consignas y recursos de propaganda de diferentes partidismos
políticos. Para los humanistas no había contradicción alguna en el hecho de que diversos
hombres que vivían bajo un mismo gobierno, dentro de las mismas fronteras profesasen
sin embargo diferentes religiones. A un gobierno semejante le incumbían fines puramente
seculares. No era su deber, como pensaba Lutero, disciplinar y domesticar a la bestia
humana, sino crear condiciones favorables para el comercio y la industria, afirmar la ley y el
orden y asegurar a sus ciudadanos la paz dentro de su territorio y la protección fuera de él.
En lo referente al individuo, la razón desempeñó entonces el mismo papel que le
correspondía al Estado soberano, encargado del bienestar del pueblo y de combatir el
fanatismo y la guerra civil.
La separación entre la razón y la religión señaló un paso más en el debilitamiento
del aspecto objetivo de ésta y un grado mayor de su formalización, tal como se hizo patente
luego, durante el periodo del iluminismo. Pero en el siglo XVII aún prevalecía el aspecto
objetivo de la razón, ya que la aspiración principal de la filosofía racionalista consistió en
formular una doctrina del hombre y la naturaleza capaz de cumplir esa función espiritual —
al menos para el sector privilegiado de la sociedad— que anteriormente cumplía la religión.
Desde el Renacimiento los hombres trataron de idear una doctrina autónomamente
humana tan amplia como la teología, en lugar de aceptar metas y valores que les imponla
una autoridad espiritual. La filosofía empeñó todo su orgullo en ser el instrumento de la
deducción, explicación y [26] revelación del contenido de la razón en cuanto imagen refleja
de la verdadera naturaleza de las cosas y de la recta conducción de la vida. Spinoza, por
575
ejemplo, pensaba que la percepción de la esencia de la realidad, de la estructura armoniosa
del universo eterno, engendraba necesariamente amor por ese universo. Para Spinoza la
conducta moral se ve enteramente determinada por semejante percepción de la naturaleza,
así como nuestra dedicación a una persona puede ser determinada por la percepción de su
grandeza o de su genio. Según Spinoza, las angustias y las pequeñas pasiones, ajenas al gran
amor hacia el universo que es el logos mismo, desaparecerán no bien sea suficientemente
profunda nuestra comprensión de la realidad.
También los otros grandes sistemas racionalistas del pasado hacen hincapié en el
principio de que la razón se reconoce a sí misma en la naturaleza de las cosas y en que la
correcta conducta humana surge de tal reconocimiento. Esa conducta no es necesariamente
la misma para cada individuo, ya que la situación de cada uno es singular y única. Hay
diferencias geográficas e históricas, diferencias de edad,, de sexo, de aptitud, de estado
social y cosas por el estilo. Sin embargo, ese entendimiento es general por cuanto su nexo
lógico con la actitud moral resulta evidente a todo sujeto imaginable dotado de inteligencia.
Así, por ejemplo, para la filosofía de la razón, el reconocimiento de la grave situación de un
pueblo esclavizado podría mover a un hombre joven a luchar por su liberación, pero
permitiría a su padre permanecer en su casa y cultivar la tierra. A pesar de tales diferencias
en sus consecuencias, la naturaleza lógica de ese entendimiento se siente como
generalmente accesible a todos los hombres. Aun cuando estos sistemas filosóficos
racionalistas no exigían una sumisión tan vasta como la que había pretendido la religión,
fueron apreciados como esfuerzos para registrar el significado y los requerimientos de la
realidad y para exponer verdades válidas para todos. Sus autores creían que el lumen
naturale, el entendimiento natural o la luz de la razón, [27] bastaba para penetrar tan
hondamente en la creación que de ello surgiese una clave que sirviera para armonizar la
vida humana con la naturaleza tanto en el mundo externo como en el ser del hombre en sí.
Conservaron a Dios, pero no así la Gracia; abrigaban la creencia de que el hombre podía
prescindir de lumen supernaturale de cualquier índole para todos los fines del
conocimiento teórico y de la decisión práctica. Sus reconstrucciones especulativas del
universo, aunque no sus teorías epistemológicas sensualistas —Giordano Bruno y no
Telesio, Spinoza y no Locke—, chocaban directamente con la religión tradicional, puesto
que los esfuerzos intelectuales de los metafísicos tenían que habérselas mucho más que las
teorías de los empiristas con las hipótesis acerca de Dios, la creación y el sentido de la vida.
En los sistemas filosóficos y políticos del racionalismo la ética cristiana fue
secularizada. Los objetivos perseguidos a través de las tareas individuales y sociales eran
deducidos de la convicción respecto a la existencia de determinadas ideas innatas o de
conocimientos inmediatamente evidentes, y se los relacionaba así con el concepto de
verdad objetiva, aun cuando esa verdad ya no era considerada algo garantizado por un
dogma ajeno a las exigencias del pensamiento. Ni la Iglesia ni los sistemas filosóficos
surgentes establecían separación entre la sabiduría, la ética, la religión y la política. Pero la
unidad fundamental de todas las convicciones humanas, arraigada en una ontología
cristiana común a todas, se vio paulatinamente destrozada, y las tendencias relativistas que
576
se habían destacado nítidamente en los paladines de la ideología burguesa, tales como
Montaigne —pero que luego se habían visto temporariamente eclipsadas por la metafísica
racionalista—, lograron triunfar en todas las actividades culturales.
Desde luego, al comenzar a suplantar la religión, la filosofía no tenía el propósito —
como se señaló anteriormente— de eliminar la verdad objetiva; intentaba sólo darle una
nueva base racional. La polémica respecto a la naturaleza de lo absoluto no fue el motivo
principal [28] por el que se acosó y rechazó a los metafísicos. En realidad, se trataba de
establecer si la revelación o la razón, la teología o la filosofía constituían el medio de
determinar y de expresar la verdad suprema. Así como la Iglesia defendía el poder, el
derecho y el deber de la religión de enseñar al pueblo cómo había sido creado el mundo, en
qué consistía su finalidad y cómo había que comportarse, la filosofía defendía el poder, el
derecho y el deber del espíritu de revelar la naturaleza de las cosas y de deducir de tal
entendimiento las maneras del recto actuar. El catolicismo y la filosofía racionalista europea
concordaban plenamente respecto a la existencia de una realidad acerca de la cual podía
obtenerse semejante entendimiento; es más, la suposición de esa realidad era el terreno
común sobre el cual libraban sus conflictos.
Las dos fuerzas espirituales que no estaban de acuerdo con esta premisa especial
eran el calvinismo, con su doctrina del deus absconditus, y el empirismo con su opinión,
primero implícita y luego explícita, de que la metafísica se ocupaba exclusivamente de
pseudosproblemas. Pero la Iglesia católica se oponía a la filosofía precisamente porque los
nuevos sistemas metafísicos afirmaban la posibilidad de una comprensión que
autónomamente había de determinar las decisiones morales y religiosas del hombre.
Por último, la activa controversia entre la religión y la filosofía terminó en un
callejón sin salida, porque se consideró a ambas como dominios culturales separados. Los
hombres se reconciliaron poco a poco con la idea de que ambas llevan su vida propia entre
las paredes de su celda cultural y se toleran mutuamente. La neutralización de la religión,
reducida ahora al status de un bien cultural entre otros, se opuso a su pretensión
"totalitaria" de encarnar la verdad objetiva, y al mismo tiempo la debilita. A pesar de que la
religión haya continuado siendo superficialmente estimada, su neutralización allanó el
camino para que fuese eliminada como medio de objetividad espiritual y para que
finalmente dejase [29] de existir la noción de tal objetividad, que de por si se guiaba por el
modelo de la idea de lo absoluto de la revelación religiosa.
En realidad, tanto el contenido de la filosofía como el de la religión se vieron
profundamente perjudicados por este arreglo aparentemente pacífico de su conflicto
original. Los filósofos de la Ilustración atacaron a la religión en nombre de la razón; en
última instancia a quien vencieron no fue a la Iglesia, sino a la metafísica y al concepto
objetivo de razón mismo: la fuente de poder de sus propios esfuerzos. Por último la razón,
en cuanto órgano para la comprensión de la verdadera naturaleza de las cosas y para el
establecimiento de los principios directivos de nuestra vida, terminó por ser considerada
anacrónica. Especulación es sinónimo de metafísica, y metafísica lo es de mitología y
577
superstición. Bien podría decirse que la historia de la razón y del iluminismo, desde sus
comienzos en Grecia hasta la actualidad, ha conducido a un estado en que se desconfía
incluso de la palabra razón, pues se le atribuye la posibilidad de designar al mismo tiempo a
algún ente mitológico. La razón se autoliquidó en cuanto medio de comprensión ética,
moral y religiosa. El obispo Berkeley —hijo legítimo del nominalismo, protestante
entusiasta y esclarecedor positivista en una sola persona— dirigió hace doscientos años un
ataque contra tales nociones generales, incluso contra la noción de noción general. Tal
campaña ha triunfado en la práctica totalmente, Berkeley, en parcial contradicción con su
propia teoría, conservó unas pocas nociones generales, como ser espíritu, alma, y causa.
Pero éstas fueron eliminadas a fondo por Hume, el padre del positivismo moderno.
La religión sacó de esa evolución una aparente ventaja. La formalización de la razón
la preservó de todo ataque serio por parte de la metafísica o teoría filosófica, y esa
seguridad parecería hacer de ella un instrumento social sumamente práctico. Pero al mismo
tiempo su neutralidad significa que va desvaneciéndose su verdadero espíritu, es decir, la
convicción de su estar rela [30] cionado con ser la depositaría de una verdad a la que antaño
se atribuía vigencia sobre la ciencia, el arte y la política y toda la humanidad. La muerte de
la razón especulativa, primero servidora de la religión y luego su contrincante, puede
resultar funesta para la religión misma.
Todas estas consecuencias se hallaban ya contenidas en germen en la idea burguesa
de tolerancia, idea ambivalente. Por un lado, tolerancia significa libertad frente al dominio
de la autoridad dogmática; por el otro, fomenta una posición de neutralidad frente a
cualquier contenido espiritual y, por consiguiente, fomenta el relativismo. Todo dominio
cultural conserva su "soberanía" con relación a la verdad general. El sistema de la división
social del trabajo se transfiere automáticamente a la vida del intelecto, y esta subdivisión de
la esfera cultural surge del hecho de que la verdad general, objetiva, se ve reemplazada por
la razón formalizada, profundamente relativista.
Las implicaciones políticas de la metafísica racionalista se destacaron en el siglo XV
cuando, a raíz de las revoluciones norteamericana y francesa, el concepto de nación se
tomó principio directivo. En la historia moderna esta noción tendió a desplazar a la religión
en cuanto motivo supremo, supraindividual, de la vida humana. La nación extrae su
autoridad más de la razón que de la revelación, extendiéndose aquí razón como
conglomerado de intelecciones fundamentales, ya sean innatas o desarrolladas mediante la
especulación, y no como capacidad que sólo tiene que habérselas con los medios
destinados a producir el efecto de tales intelecciones.
El interés egoísta en el que hacían hincapié determinadas doctrinas de derecho
natural y filosofías hedonistas constituía sólo una de tales intelecciones y se lo consideró
como algo arraigado en la estructura objetiva del universo que así formaba parte de todo el
sistema de categorías. En la edad industrial la idea del interés egoísta fue ganando
paulatinamente supremacía abso [31] luta y terminó por sofocar a los otros motivos, antaño
considerados fundamentales para el funcionamiento de la sociedad; esta actitud prevaleció
578
en las principales escuelas del pensamiento y, durante el período liberal, también en la
conciencia pública. Pero el mismo proceso reveló las contradicciones entre la teoría del
interés egoísta y la idea de nación. La filosofía enfrentó entonces la alternativa de aceptar
las consecuencias anarquistas de esta teoría o caer víctima de un nacionalismo irracional y
mucho más contagiado de romanticismo que las teorías de las ideas innatas que
predominaban durante el período mercantilista.
El imperialismo intelectual del principio abstracto del interés egoísta —núcleo
central de la ideología oficial del liberalismo— puso de manifiesto la creciente discrepancia
entre esta ideología y las condiciones sociales reinantes en las naciones industrializadas. Una
vez que se afirma esta escisión de la conciencia pública no queda ningún principio racional
eficaz para sostener la cohesión social. La idea de la comunidad popular * nacional, erigida
al principio como ídolo, sólo puede luego ser sostenida mediante el terror. Esto explica la
tendencia del liberalismo a transformarse en fascismo, y la de los representantes espirituales
y políticos del liberalismo a hacer las paces con sus adversarios. Esta tendencia, que tan
frecuentemente ha surgido en la historia europea más reciente, puede deberse, aparte de sus
causas económicas, a la contradicción interna entre el principio subjetivista del interés
egoísta y la idea de la razón que presuntamente lo expresa. Originariamente la constitución
política se concebía como expresión de principios concretos fundados en la razón objetiva;
las ideas de justicia, igualdad, felicidad, democracia, propiedad, todas ellas debían estar en
concordancia con la razón, debían emanar de la razón.
[32] Más tarde el contenido de la razón se ve voluntariamente reducido al contorno
de sólo una parte de ese contenido, al marco de uno solo de sus principios; lo particular
viene a ocupar el sitio de lo general. Semejante tour de force en el ámbito intelectual va
preparando el terreno para el dominio de la violencia en el ámbito de lo político. Al
abandonar su autonomía, la razón se ha convertido en instrumento. En el aspecto
formalista de la razón subjetiva, tal como lo destaca el positivismo, se ve acentuada su falta
de relación con un contenido objetivo; en su aspecto instrumental, tal como lo destaca el
pragmatismo, se ve acentuada su capitulación ante contenidos heterónomos. La razón
aparece totalmente sujeta al proceso social. Su valor operativo, el papel que desempeña en
el dominio sobre los hombres y la naturaleza, ha sido convertido en criterio exclusivo. Las
nociones se redujeron a síntesis de síntomas comunes a varios ejemplares. Al caracterizar
una similitud, las nociones liberan del esfuerzo de enumerar las cualidades y sirven así a una
mejor organización del material del conocimiento. Vemos en ellas meras
' Volksgemeinschaft: expresión de los teóricos racistas, popularizada durante el
nazismo. (N de los T) abreviaturas de los objetos particulares a los que se refieren. Todo
uso que va más allá de la sintetización técnica de datos fácticos, que sirve de ayuda, se ve
extirpado como una huella última de la superstición. Las nociones se han convertido en
medios racionalizados, que no ofrecen resistencia, que ahorran trabajo. Es como si el
pensar mismo se hubiese reducido al nivel de los procesos industriales sometiéndose a un
plan exacto; dicho brevemente, como si se hubiese convertido en un componente fijo de la
579
producción. Toynee1 ha señalado algunas de las consecuencias de este proceso con miras a
la historiografía. Habla de la "tendencia del alfarero a convertirse en esclavo de su arcilla...
En el mundo de la acción sabemos que resulta funesto tratar a animales o a seres humanos
como si fuesen troncos o piedras. ¿Por qué ha [33] bríamos de considerar como menos
erróneo semejante tratamiento en el mundo de las ideas?"
Cuanto más automáticas y cuanto más instrumentalizadas se vuelven las ideas, tanto
menos descubre uno en ellas la subsistencia de pensamientos con sentido propio. Se las
tiene por cosas, por máquinas. El lenguaje, en el gigantesco aparato de producción de la
sociedad moderna, se redujo a un instrumento entre otros. Toda frase que no constituye el
equivalente de una operación dentro de ese aparato, se presenta ante el profano tan
desprovista de significado como efectivamente debe serlo de acuerdo con los semánticos
contemporáneos, según los cuales es la frase puramente simbólica y operacional, vale decir
enteramente desprovista de sentido, la que denota un sentido. La significación aparece
desplazada por la función o el efecto que tienen en el mundo las cosas y los sucesos. Las
palabras, en la medida en que no se utilizan de un modo evidente con el fin de valorar
probabilidades técnicamente relevantes o al servicio de otros fines prácticos, entre los que
debe incluirse hasta el recreo, corren el peligro de hacerse sospechosas de ser pura
cháchara, pues la verdad no es un fin en sí misma.
En la edad del relativismo, cuando hasta los niños conciben las ideas como
anuncios publicitarios o como racionalizaciones, el miedo precisamente de que la lengua
pudiera dar todavía albergue subrepticio a restos mitológicos ha otorgado a las palabras un
nuevo carácter mitológico. Es cierto que las ideas han sido radicalmente funcionalizadas y
que se considera al lenguaje como mero instrumento, ya para el almacenamiento y la
comunicación de elementos intelectuales de la producción, ya para la conducción de las
masas. Al mismo tiempo el lenguaje, por así decirlo, toma su venganza al recaer en su etapa
mágica. Como en los días de la magia, cada palabra es considerada una peligrosa potencia
capaz de destruir la sociedad, hecho por el cual debe responsabilizarse a quien la pronuncia.
Por consiguiente, bajo el control social se ve muy menguada la aspiración a la verdad. Se
declara nula la diferencia entre pensamiento y acción. [34] Por lo tanto, se ve un acto en
cada pensamiento; toda reflexión es una tesis y toda tesis una consigna. Cada cual debe
responder de lo que dice o no dice. Cada cosa y cada uno de los hombres se presenta
clasificado y provisto de un rótulo. La cualidad de ser humano, que excluye la identificación
del individuo con una clase, es "metafísica" y no tiene lugar en la teoría epistemológica
empirista. La gaveta en que un hombre es introducido circunscribe su destino. No bien un
pensamiento o una palabra se hace instrumento, puede uno renunciar a "pensar" realmente
algo al respecto, esto es, a ejecutar de conformidad los actos lógicos contenidos en su
formulación verbal. Tal como a menudo y con justicia se ha sostenido, la venta ja de la
matemática —el modelo de todo pensamiento neopositivista— consiste precisamente en
esta "economía de pensamiento". Se realizan complejas operaciones lógicas sin que
1
A Study of History, vol. 1, 2da Ed., Londres 1935, pág 7
580
realmente se efectúen todos los actos mentales en que se basan los símbolos matemáticos y
lógicos. Semejante mecanización es un efecto esencial para la expansión de la industria;
pero cuando se vuelve rasgo característico del intelecto, cuan do la misma razón se
instrumentaliza, adopta una especie de materialidad y ceguera, se torna fetiche, entidad
mágica, más aceptada que experimentada espiritualmente. ¿Cuáles son las consecuencias de
la formalización de la razón? Nociones como las de justicia, igual dad, felicidad, tolerancia
que, según dijimos, en siglos anteriores son consideradas inherentes a la razón o de
pendientes de ella, han perdido sus raíces espirituales. Son todavía metas y fines, pero no
hay ninguna instancia racional autorizada a otorgarles un valor y a vincularlas con una
realidad objetiva. Aprobadas por venerables documentos históricos, pueden disfrutar
todavía de cierto prestigio y algunas de ellas están contenidas en la leyes fundamentales de
los países más grandes. Carecen, no obstante, de una confirmación por parte de la razón en
su sentido moderno. ¿Quién podrá decir que alguno de estos ideales guarda un vínculo más
estrecho con la verdad que contrario? Según la filosofía del [35] intelectual moderno
promedio, existe una sola autoridad, es decir, la ciencia, concebida como clasificación de
hechos y cálculo de probabilidades. La afirmación de que la justicia y la libertad son de por
sí mejores que la injusticia y la opresión, no es científicamente verificable y, por lo tanto,
resulta inútil. En sí misma, suena tan desprovista de sentido como la afirmación de que el
rojo es más bello que el azul o el huevo mejor que la leche.
Cuanto más pierde su fuerza el concepto de razón, tanto más fácilmente queda a
merced de manejos ideo lógicos y de la difusión de las mentiras más descaradas. El
iluminismo disuelve la idea de razón objetiva, disipa el dogmatismo y la superstición; pero a
menudo la reacción y el oscurantismo sacan ventajas máximas de esta evolución. Intereses
creados, opuestos a los valores humanitarios tradicionales, suelen respaldarse, en nombre
del "sano sentido común", en la razón impotente, neutralizada. Puede seguirse esta
desubstancialización de los conceptos fundamentales a lo largo de la historia política. En la
Constitutional Convention americana de 1787, John Dickinson, de Pensilvania, opuso a la
razón la experiencia, cuando dijo: "La experiencia debe ser nuestro único indicador de
caminos. La razón puede hacer que nos extraviemos."1 Su intención era formular una
advertencia ante un idealismo excesivamente radical. Luego las nociones quedaron a tal
punto desprovistas de toda substancia que podía usárselas al mismo tiempo para abogar
por la opresión. Charles O'Conor, famoso jurisconsulto del período anterior a la Guerra
Civil, proclamado en una oportunidad por un sector del Partido Demócrata como
candidato a la presidencia, pronunció (luego de esbozar las bendiciones de la esclavitud
forzosa) la siguiente argumentación: "Insisto en que la esclavitud de los negros no es
injusta; es justa, sabia y benéfica... Insisto en que la esclavitud de los negros... está prescrita
por la naturaleza... Al inclinarnos [36] ante el evidente decreto de la naturaleza y el manda
miento de una sana filosofía, hemos de declarar que esa institución es justa, benéfica, legal y
1
Cf. Morrison and Commager, The Growth of the American Republic, New York 1942, vol I, pag. 281
581
adecuada. "1Aun cuando O'Conor emplea todavía las palabras naturaleza, filosofía y
justicia, éstas se hallan enteramente formalizadas y no pueden mantenerse frente a lo que él
considera como experiencia y como hechos. La razón subjetiva se somete a todo. Se
entrega tanto a los fines de los adversarios de los valores humanitarios tradicionales como a
sus defensores. Es proveedora, como en el caso de O'Conor, tanto de la ideología de la
reacción y el provecho como de la ideología del progreso y la revolución.
Otro portavoz de la esclavitud, Fitzhugh, autor de Sociology for the South,
parecería acordarse de que la filosofía había nacido otrora destinada a ideas y principios
concretos, y los ataca por lo tanto en nombre del buen sentido común. Expresa así, si bien
de un modo deformado, el antagonismo entre los conceptos subjetivo y objetivo de la
razón.
"Las personas con buen criterio aducen por lo común motivos falsos en apoyo de
sus opiniones porque no son pensadores abstractos,.. En la argumentación la filoso- tía los
derrota con toda facilidad; sin embargo, tienen razón el instinto y el buen sentido común, y
no tiene razón la filosofía. La. filosofía carece de razón siempre, el instinto y el sentido
común tienen siempre razón, puesto que la filosofía es negligente y deduce sus
conclusiones partiendo de premisas estrechas e insuficientes. "2
Por miedo a los principios idealistas, por miedo al pensar como tal, a los
intelectuales y a los utopistas, el autor enarbola con orgullo su buen sentido común, que no
ve injusticia alguna en la esclavitud.
[37] Los ideales y conceptos fundamentales de la metafísica racionalista arraigaban
en la noción de lo humano en general, de la humanidad: su formalización implica la pérdida
de su contenido humano. El punto hasta el cual esta deshumanización del pensar perjudica
los fundamentos más hondos de nuestra civilización puede ponerse de manifiesto mediante
un análisis del principio de mayoría, inseparable del principio de democracia. A los ojos del
hombre medio el principio de mayoría constituye a menudo no sólo un sustituto de la
razón objetiva sino hasta un progreso frente a ésta: puesto que los hombres, al fin y al
cabo, son los que mejor pueden juzgar sus propios intereses, las resoluciones de una
mayoría —así se piensa— son con toda seguridad tan valiosas para una comunidad como
las instituciones de una así llamada razón superior. Pero la antítesis entre la institución y el
principio democrático, cuando se la formula en conceptos tan crudos, es sólo imaginaria.
Pues ¿qué significa en verdad que "un hombre conoce mejor sus propios intereses"?;
¿cómo obtiene ese saber, qué demuestra que su saber es correcto? La afirmación de que
"un hombre es quien conoce mejor... "contiene implícitamente la referencia a una instancia
que no es totalmente arbitraria y forma parte de una especie de razón que existe no sólo
A Speech at the Union Meeting - at the Academy of Music, New York City, el 19 de diciembre de 1859,
bajo el título "Negro Slavery Not Unjust" reproducido en el "New York Herald Tribune".
1
2
George Fitihugh, Sociology for the South or the Failure of Free Society , Richmoud, Va. 1854, p 118 y sig.
582
como medio sino también como fin. Si esta instancia resultara ser, una vez más, mera
mente la mayoría, todo el argumento constituiría una tautología.
La gran tradición filosófica que contribuyó al estable cimiento de la democracia
moderna no incurrió en esa tautología; tal tradición fundamentó los principios de gobierno
sobre supuestos más o menos especulativos, así, por ejemplo, el supuesto de que la misma
substancia intelectual o la misma conciencia moral se halla presente en todo ser humano.
Dicho con otras palabras, la estimación de la mayoría se basaba en una convicción que no
dependía a su vez de resoluciones de la mayoría. Locke, todavía afirmaba que la razón
natural coincidía con la revelación, en cuanto se refiere a los derechos [38] humanos.1Su
teoría del gobierno se relaciona tanto con los enunciados de la razón como con los de la
revelación. Éstos deben enseñar que los hombres son todos "libres, iguales e
independientes por naturaleza".2
La teoría del conocimiento de Locke es un ejemplo de esa engañosa lucidez de
estilo que concilia los contrarios borrando sencillamente los matices. Locke no se tomó el
trabajo de discriminar con demasiado rigor entre la experiencia sensual y la racional, entre
la atomista y la estructurada; tampoco indicó si el estado natural del que derivaba el
derecho natural, se deducía de procesos lógicos o bien se percibía intuitivamente. Pero
parece suficientemente claro que la libertad "por naturaleza" no es idéntica a la libertad real.
Su doctrina política se funda más en la intelección racional y en deducciones que en la
investigación empírica.
Lo mismo puede afirmarse del discípulo de Locke, Rousseau. Cuando éste declaró
que renunciar a la libertad era algo que se oponía a la naturaleza del hombre, puesto que
con ello se privaba "a sus actos de toda moralidad, a su voluntad de toda libertad",3 sabía
perfecta mente que el renunciar a la libertad no se contradecía con la naturaleza empírica
del hombre; él mismo criticaba duramente a individuos, grupos o pueblos por haber
renunciado a su libertad. Se refería más a la substancia espiritual del hombre que a un
comportamiento psicológico. Su teoría del contrato social se deriva de una teoría filosófica
del hombre según la cual el principio de mayoría corresponde más a la naturaleza humana
que el principio de poder, tal como describe esa naturaleza el pensamiento especulativo. En
la historia de la filoso fía social, incluso el término "buen sentido común" se [39] ve
inseparablemente unido a la idea de la verdad evidente en sí misma. Fue Thomas Reid
quien, doce años antes del famoso volante de Paine y de la Declaración de la
Independencia, identificó los principios del buen sentido común con las verdades
autoevidentes, reconciliando así el empirismo con la metafísica racionalista.
1
2
Locke, On Civil Government. Second Treatise, Cap. V, Everyman's Library, pág. 129.
Ibid., Cap. VIII, pág. 164
Contrat social, vol. 1, pág. 4. En la traducción de Kurt Weigand, en: Jean Jacques Rousseau, Staat und
Gesellschaft, Munich 1959, pág. 14
3
583
Desposeído de su fundamento racional, el principio democrático se hace
exclusivamente dependiente de los así llamados intereses del pueblo, y éstos son funciones
de potencias económicas ciegas o demasiado conscientes. No ofrecen garantía alguna
contra la tiranía.1 En el período del sistema del mercado libre, por ejemplo, las instituciones
basadas en la idea de los Derechos Humanos eran aceptadas por muchos como
instrumento adecuado para controlar al gobierno y preservar la paz. Pero cuando la
situación se modifica, cuando poderosos grupos económicos encuentran que es útil
establecer una dictadura y destituyen al gobierno de la mayoría, ningún reparo fundado en
la razón puede oponerse a su acción. Si tienen una verdadera posibilidad de triunfo serían
sin duda necios en caso de no aprovecharla. La única consideración que podría disuadirnos
sería la de la posibilidad de riesgo para sus propios intereses, y no el temor a lesionar una
verdad o la razón. Una vez derrumbada la base de la democracia, la afirmación de [40] que
la dictadura es mala sólo tiene validez para quienes no la usufructúan, y no existe obstáculo
teórico alguno capaz de convertir esta afirmación en su contrario.
Los hombres que crearon la Constitución de los Estados Unidos consideraban "la
lex maioris partis como la ley fundamental de toda sociedad",2 pero estaban muy lejos de
reemplazar mediante decisiones de la mayoría las de la razón. Al dejar anclado dentro de la
estructura del gobierno un sistema de controles inteligentemente dispuestos, opinaban, tal
como lo expresa Noah Webster, que "los poderes conferidos al Congreso son amplios,
pero se supone que no son demasiado amplios".3 Webster habló del principio de mayoría
como de "una doctrina tan generalmente reconocida como toda verdad intuitiva"4 y vio en
esta doctrina una idea entre otras ideas natura les de similar dignidad. Para esos hombres
no existía ningún principio que no debiese su autoridad a alguna fuente metafísica o
religiosa. Dickinson consideraba que el gobierno y su mandato "se fundaban en la
naturaleza del hombre, vale decir en la voluntad de su creador... y son por lo tanto
sagrados. Constituye, pues, un delito contra el cielo lesionar este mandato".5
El temor del editor de Tocqueville de hablar acerca de los aspectos negativos del principio de mayoría
era superfluo (cf. Democracy in American, New York 1898, vol. 1, pág. 334 y sigs., nota al pie). El editor
declara que sólo se trata de "un modo de decir, cuando se afirma que la mayoría del pueblo hace las leyes", y
nos recuerda entre otras cosas que esto se cumple en la práctica por medio de delegados. Podría haber
agregado que, si Tocqueville hablaba de la tiranía de la mayoría, Jefferson, en una carta cita da por
Tocqueville, habla de la "tiranía de las asambleas legislativas". En: The Writings of Thomas Jefferson,
Definitive Edition, Washington, D. C 1905, vol. VII, pág. 312. Jefferson desconfiaba tanto de cualquier poder
gubernamental en una democracia, "ya fue se legislativo o ejecutivo", que se oponía al mantenimiento de un
ejército permanente. Cf. ibid., pág. 323.
2
Ibid., pag. 324.
3
"An Examination into the Leading Principles of the Federal Constitution..." en: Pamphlets on the
Constitution of the United States. Edit. por Paul L Ford, Brooklyn, New York 1888, pag. 45.
4
Ibid., pág 30.
5 Ibid, "Letters of Fabius", pág. 181.
1
584
No cabe duda que no se consideraba que el principio de mayoría implicase alguna
garantía de justicia. "La mayoría —dice John Adams1— ha triunfado por toda la eternidad y
sin excepción alguna sobre los derechos de la minoría." Tales derechos y todos los demás
principios fundamentales se tenían por verdades intuitivas, Se los heredaba directa o
indirectamente de una tradición filosófica que en aquella época aún permanecía viva. Es
[41] posible seguir sus huellas, a través de la historia del pensamiento occidental, hasta sus
raíces religiosas y mitológicas, y en virtud de esos orígenes habían conserva do la
"venerabilidad" que menciona Dickinson.
La razón subjetiva no encuentra aplicación alguna para semejante herencia. Tal
razón manifiesta que la verdad es la costumbre y la despoja con ello de su autoridad
espiritual. Hoy la idea de mayoría, despojada de sus fundamentos racionales, ha cobrado un
sentido entera mente irracional. Toda idea filosófica, ética o política —cortado el lazo que
la unía a sus orígenes históricos— muestra una tendencia a convertirse en núcleo de una
nueva mitología, y esta es una de las causas por las cuales en determinadas etapas el avance
progresivo de la Ilustración tiende a dar un salto hacia atrás, cayendo en la superstición y la
locura. El principio de mayoría, al adoptar la forma de juicios generales sobre todo y todas
las cosas, tal como entran en funcionamiento mediante toda clase de votaciones y de
técnicas modernas de comunicación, se ha convertido en un poder soberano ante el cual el
pensamiento debe inclinarse. Es un nuevo dios, no en el sentido en que lo concibieron los
heraldos de las grandes revoluciones, es decir como una fuerza de resistencia contra la
injusticia existente, sino como una fuerza que se resiste a todo lo que no manifiesta su
conformidad. El juicio de los hombres, cuanto más manejado se ve por toda clase de
intereses, tanto más acude a la mayoría como árbitro en la vida cultural. La mayoría tiene la
misión de justificar los sustitutos de la cultura en todas sus ramas hasta descender a los
productos de engaño masivo del arte popular y la literatura popular. Cuanto mayor es la
medida en que la propaganda científica hace de la opinión pública un mero instrumento de
poderes tenebrosos, tanto más se presenta la opinión pública como un sustituto de la
razón. Este aparente triunfo del progreso democrático va devorando la substancia espiritual
que dio sustento a la democracia.
Esta disociación de las aspiraciones y potencialidades humanas respecto a la idea de
verdad objetiva afecta no [42] sólo a las nociones conductoras de la ética y la política, tales
como las de libertad, igualdad y justicia, sino también a todos los fines y objetivos
específicos en todos los terrenos de la vida. Conforme a las pautas corrientes, los buenos
artistas no le son más útiles a la verdad que los buenos carceleros o banqueros o criadas. Si
intentáramos aducir que la profesión de un artista es más noble, se nos diría que tal disputa
carece de sentido: mientras que la eficiencia de una criada puede compararse con la de otra
sobre la base de su eventual limpieza, honradez, habilidad, etc., no existe ninguna
posibilidad de establecer la comparación entre una criada y un artista. Sin embargo, un
análisis escrupuloso demostraría que en la sociedad moderna existe una pauta implícita para
1
Citado por Charles Beard, en Economic Origins of Jeffersoman Democracy, New York 1915, pag. 305
585
el arte tanto como para la labor no aprendida, y que esta pauta es el tiempo; pues la
bondad, en el sentido del resultado de un trabajo específico, es una función del tiempo.
Del mismo modo, puede carecer de sentido afirmar que determinada manera de
vivir, determinada religión o filosofía es mejor o superior o más verdadera que otras.
Puesto que los fines ya no se determinan a la luz de la razón, resulta también imposible
afirmar que un sistema económico o político, por cruel y despótico que resulte, es menos
racional que otro. De acuerdo con la razón formalizada, el despotismo, la crueldad, la
opresión, no son malos en sí mismos; ninguna instancia sensata aprobaría un veredicto
contra la dictadura si éste pudiese servir para que se aprovecharan de él los propulsores de
la dictadura. Modos de decir tales como "la dignidad del hombre" implican un avance
dialéctico con el cual se conserva y se trasciende la idea del derecho divino o se convierten
en consignas trilladas cuya vacuidad se revelará no bien se intente escrutar su significado
específico. La vida de tales consignas depende, por así decir lo, de recuerdos inconscientes.
Aun si un grupo de hombres esclarecidos se dispusiera a luchar contra el mayor mal
imaginable, la razón subjetiva tornaría casi imposible señalar la naturaleza del mal y la
naturaleza de la [43] humanidad que exigen perentoriamente la lucha. Muchos preguntarían
inmediatamente cuáles son los verdaderos motivos. Habría que aseverar que los motivos
son realistas, esto es, que responden a los intereses personales, aun cuando éstos sean más
difíciles de captar por la masa del pueblo que el tácito llamado de la situación misma.
El hecho de que el hombre medio aún parezca estar atado a los viejos ideales podría
ser aportado como dato que contradice este análisis. Si se formulase la objeción en
términos generales, se podría alegar que existe un poder que compensa los efectos
destructivos de la razón formalizada: la conformidad respecto a valores y comportamientos
generalmente aceptados. Al fin y al cabo, hay muchísimas ideas que deben respetarse y
enaltecer- se, como nos han enseñado desde nuestra más temprana infancia. Puesto que
tales ideas y todas las concepciones teóricas que con ellas se vinculan, no sólo se justifican
por la razón sino también por una aprobación casi universal, parecería que no puede
afectarlas la transformación de la razón en mero instrumento. Esas ideas sacan su fuerza de
nuestra veneración por la comunidad en la que vivimos, de hombres que han dado su vida
por ellas, del respeto que debemos a los fundadores de las pocas naciones esclarecidas de
nuestro tiempo. Pero de hecho este reparo expresa la debilidad de la justificación, de un
contenido presuntamente objetivo, mediante el prestigio pasado y presente de tales ideas.
Cuando en la historia científica y política moderna se invoca ahora una tradición —de las
que tan a menudo han sido denunciadas— como medida de alguna verdad ética o religiosa,
esa verdad ya se ve lacerada y condenada a sufrir una disminución de verosimilitud, no
menos agudamente que el principio que ella debería justificar. Durante los siglos en que a la
tradición le cabía toda vía el papel de recurso probatorio, la fe en ella misma derivaba de la
fe en la verdad objetiva. En cambio hoy remitirse a la tradición parece haber conservado
una sola de las funciones que esa apelación amplía en los [44] viejos tiempos: indica que el
consenso posee —tras/el principio que trata de confirmar una vez más— poder
586
económico y político. Quien comete una transgresión contra él queda de antemano
advertido.
Durante el siglo XVII la convicción de que al hombre le correspondían
determinados derechos no constituía una repetición de dogmas heredados de los
antepasados. Por el contrario, esa convicción reflejaba la situación de los hombres que
proclamaron tales derechos; era expresión de una crítica de condiciones que reclamaban
perentoriamente un cambio, y esta exigencia era comprendida por el pensamiento
filosófico y por las acciones históricas, y se convertía en éstas. Los promotores del
pensamiento moderno no deducían lo que es bueno de la ley —hasta infringían la ley—,
sino que intentaban re conciliar la ley con el bien. Su papel en la historia no consistió en
adaptar sus palabras y sus actos al texto de antiguos documentos o de doctrinas
generalmente aceptadas, sino que crearon ellos mismos los documentos y consiguieron que
sus teorías fuesen aceptadas. Quienes aprecian hoy esas enseñanzas y están desprovistos de
una filosofía adecuada pueden considerarlas expresión de deseos puramente subjetivos o
un modelo establecido que debe su autoridad a una cantidad de hombres que creen en él y
en la perduración inconmovible de su existencia. Precisamente el hecho de que sea hoy
necesario invocar la tradición, prueba que esta ha perdido su poder sobre los hombres. No
es extraño entonces que naciones enteras —ciertamente Alemania no es en este sentido un
caso aislado— despierten un buen día para descubrir que los ideales que en mayor estima
habían tenido no eran más que pompas de jabón.
Es cierto que hasta hoy la sociedad civilizada se ha nutrido de los restos de esas
ideas, aun cuando el progreso de la razón subjetiva destruía la base teórica de las ideas
mitológicas, religiosas y racionalistas. Y éstas tienden a convertirse más que nunca en mero
saldo y pierden así paulatinamente su poder de convicción. Cuando estaban vivas las
grandes concepciones religio [45] sa y filosóficas, los hombres pensantes alababan la
humanidad y el amor fraterno, la justicia y el sentimiento humanitario, no porque fuese
realista mantener tales principios, y en cambio riesgoso y desacertado desviarse de ellos, o
porque tales máximas coincidieran mejor con su gusto, presuntamente libre. Se atenían a
tales ideas porque percibían en ellas elementos de la verdad, por que las hacían armonizar
con la idea del logos, bajo la forma de Dios, de espíritu trascendente o de la naturaleza
como principio eterno. No sólo se entendía así a las metas supremas, atribuyéndoles un
sentido objetivo, una significación inmanente, sino que hasta las ocupaciones e
inclinaciones más modestas dependían de una creencia en la deseabilidad general y en el
valor inherente de sus objetos o temas.
Los orígenes mitológicos, objetivos, que la razón subjetiva va destruyendo, no sólo
se refieren a los grandes conceptos generales, sino que evidentemente forman también la
base de comportamientos y actos personales y enteramente psicológicos. Todos ellos —
hasta llegar a los sentimientos más oscuros— se desvanecen al verse despojados de ese
contenido objetivo, de ese vínculo con la verdad supuestamente objetiva. Así como los
juegos de los niños y las quimeras de los adultos tienen su origen en la mitología, toda
alegría vejase otrora ligada a la creencia en una verdad suprema.
587
Thorstein Veblen develó los deformados motivos medievales de la arquitectura del
siglo XIX.1 En la búsqueda de pompa y ornamentación vio un remanente de actitudes
feudales. El análisis del así llamado honorifie waste conduce, empero, al descubrimiento no
sólo de ciertos aspectos de opresión bárbara preservados en la vida social moderna y en la
psicología individual, sino también de aspectos de la continuada acción de
comportamientos de veneración, temor y superstición olvidados hace tiempo. Se
manifiestan en preferencias y antipatías [46] "naturalísimas" y la civilización los presupone
como obvios. Debido a la evidente carencia de una motivación racional, se los racionaliza
de acuerdo con la razón supjetiva. El hecho de que en cualquier cultura moderna haya una
diferencia de jerarquía entre "alto" y "bajo", de que lo limpio resulte atractivo y lo sucio
repulsivo, de que se experimenten determinados olores como buenos y otros como
repelentes, de que se tenga en gran estima a ciertos manjares y se deteste a otros, debe
atribuirse más a antiguos tabúes, mitos y devociones y al destino de éstos en el transcurso
de la historia, que a los motivos higiénicos o a otras causas pragmáticas que puedan tratar
de exponer algunos individuos ilustrados o religiones liberales.
Estas antiguas formas de vivir que arden lentamente debajo de la superficie de la
civilización moderna proporcionan aun en muchos casos el calor inherente a todo
encantamiento, a toda manifestación de amor hacia alguna cosa por la cosa misma y no
corno medio para obtener otra. El placer de cultivar un jardín se remonta a épocas antiguas
en que los jardines pertenecían a los dioses y se cultivaban para ellos. La sensibilidad ante la
belleza, tanto en la naturaleza como en el arte, se anuda mediante mil tenues hilos a esas
representaciones supersticiosas. 202 Cuando el hombre moderno corta esos hilos, ya sea
burlándose de ellos, ya sea ostentándolos, podrá conservar todavía por un rato el placer,
pero su vida interior se habrá extinguido.
La alegría que sentirnos en presencia de una flor o por la atmósfera de un cuarto,
no podemos atribuirla a [47] un instinto estético autónomo. La receptividad estética del
hombre se ve ligada en su prehistoria con diversas formas de idolatría; la creencia en la
bondad o santidad de una cosa precede a la alegría por su belleza. Esto no vale menos
respecto a nociones tales como las de libertad y humanidad. Lo que dijimos acerca de la
noción de la dignidad humana es sin duda aplicable a las nociones de justicia e igualdad.
Semejantes ideas deben conservar el elemento negativo, en cuanto negación de la antigua
etapa de injusticia o desigualdad, y preservar al mismo tiempo la significación originaria,
absoluta, arraigada en sus tenebrosos orígenes. De otro modo, no sólo se tornan
indiferentes, sino también falaces.
1
Cf Th W. Adorno: "Vehlens Angriff auf die Kultur" en; Prismen, Frankfuit del Main 1955, pags. B2-111
Aun la tendencia a la pulcritud, gusto moderno por excelencia, parece estar arraigado en creencias mágicas.
Sir James Frazer (The Golden Bough, vol. I, parte I, pág. 175) cita un informe sobre los nativos de Nueva
Bretaña, que concluye diciendo que "la limpieza usual en las casas, que consiste en el cuidadoso barrido diario
del piso, no se basa de ningún modo en un deseo de limpieza y orden, sino exclusivamente en el afán de
eliminar todo lo que pudiese seivir para un hechizo a alguien que le deseara a uno el mal"
2
588
Todas estas ideas veneradas, todas las fuerzas que, agregadas al poder físico y al
interés material, mantienen la cohesión de la sociedad, existen todavía, pero han sido
socavadas por la formalización de la razón. Como hemos visto, este proceso aparece unido
a la convicción de que nuestras metas, sean cuales fueren, de penden de predilecciones y
aversiones que de por sí carecen de sentido. Supongamos que esta convicción penetre
realmente en los detalles de la vida cotidiana; lo cierto es que ya ha penetrado más hondo
de lo que pueda tener conciencia la mayor parte de nosotros. Cada vez hacemos menos una
cosa por amor a ella misma. Una caminata destinada a conducir a un hombre desde la
ciudad hasta las orillas de un río o a la cima de una montaña, si la juzgamos conforme a
pautas de utilidad, sería contraria a la razón e idiota; la gente se dedica a distracciones necias
o destructivas. En opinión de la razón formalizada, una actividad es racional únicamente
cuando sirve a otra finalidad, por ejemplo a la salud o al relajamiento que ayudan a refrescar
nuevamente la energía de trabajo. Dicho con otras palabras, la actividad no es más que una
herramienta, pues sólo cobra sentido mediante su vinculación con otros fines.
No es posible afirmar que el placer que un hombre experimenta al contemplar, por
ejemplo, un paisaje, duraría mucho tiempo si a priori estuviese persuadido de [48] que las
formas y los colores que ve no son más que formas y colores; que todas las estructuras en
que forman y colores desempeñan algún papel son puramente supjetivas y no guardan
relación alguna con un orden o una totalidad cualquiera plena de sentido; que, sencilla y
necesariamente, no expresan nada. Si tales placeres se han hecho costumbre, podrá uno
seguir sintiéndolos por el resto de su vida o bien jamás podrá cobrar con ciencia plena de la
falta de significación de las cosas que le son muy queridas. Las inclinaciones de nuestro
gusto van formándose en la temprana infancia; lo que aprendemos luego influye menos en
nosotros. Acaso los hijos imiten al padre que tenía propensión a dar largos paseos, pero
una vez suficientemente avanzada la formalización de la razón, pensarán haber cumplido
con el deber para con su cuerpo al seguir un curso de gimnasia obedeciendo los comandos
de una voz radiofónica. Un paseo a través del paisaje ya no será necesario; y así la noción
misma de paisaje como puede experimentarla el caminante, se vuelve absurda y arbitraria.
El paisaje se pierde totalmente en una experiencia de touring.
Los simbolistas franceses disponían de una noción particular para expresar su amor
a las cosas que habían perdido su significación objetiva: la palabra spleen. La arbitrariedad
consciente, desafiante, en la elección de los objetos, su "absurdo", su "perversidad",
descubre con gesto silencioso, por así decirlo, la irracionalidad de la lógica utilitarista a la
que golpea en pleno rostro a fin de demostrar su inadecuación a la experiencia humana. Y,
al traer ese gesto a la conciencia, gracias a ese choque, el hecho de que aquella lógica olvida
al sujeto expresa al mismo tiempo el dolor del sujeto por su incapacidad de lograr un orden
objetivo.
La sociedad del siglo XX ya no se inquieta a causa de semejantes incongruencias.
Para ella existe una sola manera de alcanzar un sentido: servir a un fin. Las predilecciones y
las aversiones que en la cultura de las masas han perdido su significado son puestas en el
rubro de esparcimientos, recreo para horas libres, contactos so [49] ciales etc., o
589
abandonadas al destino de una paulatina extinción. El spleen, la protesta del no
conformismo, del individuo, también quedó reglamentado: la obsesión del da va
transformándose en el hobby de Babbitt, El sentido del hobby: de que a uno le "va bien",
de que uno "se divierte", no deja surgir ningún pesar frente al desvanecimiento de la razón
objetiva y a la desaparición de todo "sentido" interior de la realidad. La persona que se
dedica a un hobby ya ni siquiera pretende hacer creer que éste conserva alguna relación con
la verdad suprema. Cuando en el cuestionario de una encuesta se pide a alguien que indique
su hobby, anota: golf, libros, fotografías o cosas por el estilo, sin pensarlo dos veces, tal
como si anotara su peso, En carácter de predilecciones racionalizadas reconocidas, que se
consideran necesarias para mantener a la gente de buen humor, los hobbies se han
convertido en una institución. Aun el buen humor estereotipado, que no es otra cosa que
una condición psicológica previa para la capacidad productora, puede desvanecerse junto
con todas las otras emociones si perdemos el último vestigio del recuerdo de que otrora el
buen humor estaba ligado a la idea de divinidad. La gente del "keep smiling" comienza a
presentar un aspecto triste y acaso hasta desesperado.
Lo que queda dicho respecto a las alegrías menores vale asimismo en cuanto a las
aspiraciones más eleva das de alcanzar lo bueno y lo bello. Una rápida percepción de
hechos reemplaza a la penetración espiritual de los fenómenos de la experiencia. El niño
que reconoce en Papá Noel a un empleado de la tienda y percibe la relación entre la
Navidad y el monto de las ventas, puede considerar como cosa sobreentendida la
existencia, en general, de un efecto recíproco entre religión y negocio. Ya en su tiempo
Emerson observó con gran amargura ese efecto recíproco: "Las instituciones religiosas... ya
han alcanzado un valor de mercado en cuanto protectoras de la propiedad; si los sacerdotes
y los feligreses no estuviesen en condiciones de sostenerlas, las Cámaras de Comercio y los
presidentes de bancos, hasta [50] los propietarios de tabernas y los atifundistas organizarían
con diligencia una colecta para subvencionarlas. "1Hoy día se aceptan como obvias tales
relaciones recíplicas, al igual que la diversidad entre verdad y religión. El niño aprende
temprano a no ser un aguafiestas; puede que siga desempeñando su papel de niño ingenuo,
pero desde luego, al mismo tiempo, pondrá en evidencia su comprensión más perspicaz al
hallarse a solas con otros chicos. Esta especie de pluralismo, tal como resulta de la
educación moderna referente a todos los principios ideales democráticos o religiosos,
introduce un rasgo esquizofrénico en la vida moderna, debido a que tales principios se
adaptan rigurosamente a ocasiones específicas, por universal que pueda ser su significado.
Otrora una obra de arte aspiraba a decir al mundo cómo es el mundo: aspiraba a
pronunciar un juicio definitivo. Hoy se ve enteramente neutralizada. Tómese, por ejemplo,
la Heroica de Beethoven. El oyente medio de conciertos es incapaz de experimentar hoy su
significado objetivo. La escucha como si se la hubiese compuesto para ilustrar las
observaciones del comentarista del pro grama. Ahí todo está dicho con letras de imprenta:
The Complete Works of Ralph Waldo Emerson, Centenary Edition, Boston y New York 1903, vol I, pág
321
1
590
la tensión entre el postulado moral y la realidad social, el hecho de que contrariamente a lo
que ocurría en Francia, la vida intelectual no podía manifestarse política- mente en
Alemania, sino que debía buscar una salida en el arte y en la música. La composición ha
sido cosifica da, convertida en una pieza de museo, y su representación se ha vuelto una
ocupación de recreo, un acontecimiento, una oportunidad favorable para la presentación de
estrellas, o para una reunión social a la que debe acudirse cuando se forma parte de
determinado grupo. Pero ya no queda ninguna relación viviente con la obra, ninguna
comprensión directa, espontánea, de su función en cuanto expresión, ninguna vivencia de
su totalidad en cuanto imagen de aquello que alguna vez se llamaba [51] Verdad.. Tal
cosificación es típica de la subjetivación y formalización de la razón. Ella transmuta obras
de arte en mercancías culturales y su consumo es una serie de sensaciones casuales
separadas de nuestras intenciones y aspiraciones verdaderas. El arte se ve tan disociado de
la verdad como la política o la religión.
La cosificación es un proceso que puede ser observado remontándose hasta los
comienzos de la sociedad organizada o del empleo de herramientas. Sin embargo, la
transmutación de todos los productos de la actividad humana en mercancías sólo puede
llevarse a cabo con el advenimiento de la sociedad industrial. Las funciones ejercidas otrora
por la razón objetiva, por la religión autoritaria o por la metafísica han sido adoptadas por
los mecanismos cosificantes del aparato económico anónimo. Lo que determina la
colocabilidad de la mercancía comercial es el precio que se paga en el mercado y así se
determina también la productividad de una forma específica de trabajo. Se estigmatiza
como carentes de sentido o superfluas, como lujo, a las actividades que no son útiles o no
contribuyen, como en tiempos de guerra, al mantenimiento y la seguridad de las
condiciones generales necesarias para que prospere la industria. El trabajo productivo, ya
sea manual o intelectual, se ha vuelto honorable, de hecho se ha convertido en la única
manera aceptada de pasar la vida, y toda ocupación, la persecución de todo objetivo que
finalmente arroja algún ingreso, es designada como productiva.
Los grandes teóricos de la sociedad burguesa, Maquiavelo, Hobbes y otros,
llamaron parásitos a los barones feudales y a los clérigos medievales porque su modo de
vivir no contribuía inmediatamente a la producción de la que ellos dependían. El clero y los
aristócratas debían dedicar su vida a Dios, a la caballerosidad o a los amoríos. Con su mera
existencia y sus actividades crea ron símbolos que las masas admiraban y respetaban.
Maquiavelo y sus discípulos advirtieron que los tiempos habían cambiado y mostraron cuán
ilusorio era el valor de las cosas a las que los viejos señores habían dedicado [52] su tiempo.
Las adhesiones que logró Maquiavelo llegan incluso hasta la teoría de Veblen. El lujo no
está hoy mal visto, por lo menos por parte de los productores de artículos de lujo. Pero ya
no encuentra justificación en sí mismo, sino en las posibilidades que crea para el comercio y
la industria, Los artículos de lujo son adquiridos por las masas por necesidad o se los
considera re cursos de recreo. Nada, ni siquiera el bienestar material que presuntamente ha
reemplazado la salvación del alma como meta suprema del hombre, tiene valor en sí mismo
y por sí mismo; ninguna meta es por si mejor que otra.
591
El pensamiento moderno ha intentado convertir este modo de ver las cosas en una
filosofía, tal como la presenta el pragmatismo.1 Constituye el núcleo de esta filosofía la
opinión de que una idea, un concepto o una teoría no son más que un esquema o un plan
para la acción, y de que por lo tanto la verdad no es sino el éxito de la idea.
En un análisis de Pragmatismo, de William James, John Dewey comenta los
conceptos de verdad y significado. Cita a James y dice: "Las ideas verdaderas nos conducen
en direcciones verbales y conceptuales útiles, así como directamente hacia términos útiles y
razonables. Conducen a la consecuencia, la estabilidad y el trafico fluido." Una idea, explica
Dewey, "es un bosquejo de las cosas existentes y una intención de actuar [53] de tal modo
que queden dispuestas en una forma determinar. De lo cual surge que la idea es verdadera
cuando se honra al bosquejo, cuando las realidades que siguen a los actos se reordenan tal
como fue la intención de la idea".2 Si no existiese el fundador de la escuela, Charles S.
Peirce, quien nos comunicó que aprendió "filosofía estudiando a Kant"3 nos sentiríamos
tentados a negar toda procedencia filosófica a una doctrina que afirma no que nuestras
esperanzas se ven cumplidas y nuestras acciones obtienen éxito porque nuestras ideas son
verdaderas, sino que nuestras ideas son verdaderas porque se cumplen nuestras esperanzas
y nuestras acciones son exitosas. En verdad sería cometer una injusticia con Kant si se lo
quisiera hacer responsable de semejante evolución. Kant hacía depender la intelección
científica de funciones trascendentales y no de funciones empíricas. No liquidó a la verdad
equiparándola a las acciones prácticas de la verificación, ni tampoco enseñando que
significado y efecto son idénticos. En última instancia, intentó establecer la validez absoluta
de determinadas ideas per se, por sí mismas El estrechamiento pragmático del campo de
visión redujo el significado de toda idea a la de un plano o bosquejo. Desde sus comienzos,
el pragmatismo justificó implícitamente la sustitución de la lógica de la verdad por la de la
probabilidad, que desde entonces se ha convertido en la que prevalece. Pues si un concepto
o una idea son significativos sólo en razón de sus consecuencias, todo enunciado expresa
una esperanza con mayor o menor grado de probabilidad. En enunciados relativos al
pasado, los sucesos esperados consisten en el proceso de la confirmación, en el aporte de
pruebas procedentes de testimonios humanos o de documentos. La diferencia entre la
confirmación de un juicio dada, por una parte, [54] por los hechos que predice y, por otra
parte, por los pasos de la investigación que puede requerir, se hunde en el concepto de
El pragmatismo ha sido críticamente examinado por muchas escuelas filosóficas, por ejemplo desde el
punto de vista del '"voluntarismo" de Hugo Münsterherg en su Filosofía de los valores (Philosophie der
Werte, Leipzig 1921);
1
desde el punto de vista de la fenomenología objetiva en el ensayo minucioso de Max Scheler, "Erkenntnis
und Arbeit" en Die Wissensformen und die Gesellschaft, Leipzig 1926 (cf especialmente págs. 259-324);
desde el punto de vista de una filosofía dialéctica por Max Horkheimer, en "Der neueste Angriff auf die
Metaphysik", en Zeitschrift für Sozialforschung,1937, vol. VI, págs. 4-53, y en "Traditionelle und kritische
Theorie", Ibid., págs. 245-294. Las observaciones en el texto solo están destinadas a describir el papel del
pragmatismo en el proceso de subjetivación de la razón.
2
3
Essays in Experimental Logic, Chicago 1916, pags 310 y 317.
Collected Papers of Charles Sanders Peirce, Cambridge. Mass 1934, vol V, pág 274
592
verificación. La dimensión del pasado, absorbida por el futuro, se ve expulsada de la lógica.
"El conocimiento —dice Dewey1— es siempre asunto del uso que se haga de los
acontecimientos naturales que se experimentan; un uso en el cual las cosas dadas se toman
como índices de aquello que se experimentará bajo condiciones distintas".2
Para esta clase de filosofía la predicción es lo esencial no sólo del cálculo sino de
todo pensar. No discrimina suficientemente entre juicios que en efecto expresan un
pronóstico —verbigracia "mañana lloverá"—, y aquellos que sólo pueden verificarse luego
de haber sido formulados, cosa que naturalmente es válida respecto a cualquier juicio. El
significado actual y la verificación futura de una sentencia no son la misma cosa. El juicio
que dice que un hombre está enfermo o que la humanidad se debate en angustias mortales,
no constituye un pronóstico, aun cuando sea verificable en un proceso que sigue a su
formulación. Tal juicio no es pragmático, ni siquiera si es capaz de provocar un
restablecimiento.
El pragmatismo refleja una sociedad que no tiene tiempo de recordar ni de
reflexionar.
The world is weary of the past, Oh,, might it die or rest at last. *
Al igual que la ciencia, la filosofía misma se convierte "no en una visión
contemplativa del existir o un análisis de lo que pasó y está liquidado, sino en una perspec
[55] tiva de posibilidades futuras que tiende al logro de lo mejor y a la prevención de lo
peor".3 La probabilidad o, mejor dicho, la calculabilidad sustituye a la verdad, y el proceso
histórico que dentro de la sociedad tiende a convertir la verdad en una frase huera recoge,
por así decirlo, la bendición del pragmatismo que hace de ella una frase huera dentro de la
filosofía.
Dewey explica qué es según James el sentido de un objeto, o sea, el significado que
debiera contener nuestra representación de una definición. "Para obtener plena claridad en
nuestros pensamientos respecto a un objeto, sólo hemos de ponderar cuáles son los efectos
imaginables de orden práctico que el objeto puede involucrar, cuáles son las percepciones
que hemos de esperar de él y las reacciones que hemos de preparar" o, dicho más
brevemente, como lo expresa Wilhelm Ostwald: "todas las realidades influyen en nuestra
praxis, y en ese influjo consiste para nosotros su significado".
Dewey no entiende cómo alguien puede poner en duda el alcance de esta teoría "o.
. . acusarla de subjetivismo o idealismo... puesto que se presupone la existencia del objeto
con su poder de provocar efectos".4 No obstante, el subjetivismo de esta escuela radica en
"The Need for a Recovery of Philosophy", en CreativeIntelligence Essays in the Pragmatic Attitude, New
York 1947, pág. 47.
2 Yo diría cuando menos bajo condiciones iguales o similares
' Al mundo lo fatiga el pasado / Oh, si muriera o descansase por fin. (N de los T.)
3 Ibid., pág. 53.
4 Ibid., pág. 308 y sigs.
1
593
el papel que atribuye a "nuestras" prácticas, acciones e intereses en su teoría del
conocimiento y no en su suposición de una teoría fenomenalista.1 Si los juicios verdaderos
sobre los objetos y con ello el concepto del objeto mismo consisten únicamente en
"efectos" ejercidos sobre la actuación del sujeto, es difícil comprender qué significado
podría atribuírsele todavía al concepto "objeto". De acuer [56] do con el pragmatismo, la
verdad es deseable no por ella misma, sino en la medida en que funciona mejor, en que nos
conduce a algo ajeno a la verdad o al menos diferente a ella.
Cuando James se quejaba de que los críticos del pragmatismo suponen
"sencillamente que ningún pragmatista es capaz de admitir un interés verdaderamente
teórico",2 tenía sin duda razón respecto de la existencia psicológica de un interés semejante,
pero cuando se sigue su consejo —"de atenerse más al espíritu que a la letra"3— resulta
claro que el pragmatismo, tanto como la tecnocracia, contribuyó sin duda alguna en gran
medida al desprestigio de aquella "contemplación sedentaria"4 en que consistió otrora la
aspiración más alta del hombre. Toda idea acerca de la verdad,, e incluso de la totalidad
dialéctica del pensamiento, podría ser llamada "contemplación sedentaria" en la medida en
que se la procura como fin en sí misma y no como medio para lograr "consecuencia,
estabilidad y tráfico fluido". Tanto el ataque a la contemplación como el elogio del
trabajador manual expresan el triunfo del medio sobre el fin.
Aun mucho después de la época de Platón la noción de las ideas encarnó el
ensimismamiento, la independencia, y en cierto sentido hasta incluso la libertad; avaló una
objetividad no sometida a "nuestros" intereses. La filosofía, al aferrarse a la idea de verdad
objetiva bajo el nombre de absoluto o en alguna otra forma espiritualizada, logró la
relativización de la subjetividad. La filosofía insistía en la diferencia de principio entre el
mundus sensibilis y el mundus intelligibilis, entre la imagen de la realidad tal como la
estructuran los instrumentos de gobierno intelectuales y físicos del hombre, sus intereses y
actos, o una organización técnica cual [57] quiera, y el concepto de un orden o jerarquía, de
estructura estática o dinámica, que hiciera plena justicia a la naturaleza. En el pragmatismo,
por pluralista que pueda aparecer, todo se convierte en mero objeto y por ello en última
instancia en una sola y la misma cosa, en un elemento en la cadena de medios y efectos.
"Examínese cada concepto mediante la pregunta: ¿su verdad significará una modificación
sensible para alguien? y se estará en óptima situación para comprender qué significa ese
concepto, y para discutir su importancia".5 Aun haciendo caso omiso de los problemas que
encierra la expresión "alguien", se sigue de esta regla que es la actitud de hombres lo que
decide acerca del significado de un concepto. El sentido de conceptos tales como Dios,
El positivismo y el pragmatismo identifican la filosofía con el cientificismo. Por tal motivo consideramos
al pragmatismo en el presente contexto como una expresión genuina del movimiento positivista. Ambas
filosofías se diferencian únicamente en que el positivismo de la primera época era representante de un
fenomenalismo, esto es, de un idealismo sensualista.
2 The Meaning of Truth, New York 1910, pdg. 208.
3 Ibid, pdg. 180.
4 James, Some Problems of Philosophy, New York 1924, pag 59
5 Ibid, pdg. 82.
1
594
causa, número, substancia o alma no consiste en otra cosa, según asevera James, que en la
tendencia de la noción dada a inducirnos a actuar o a pensar. Si el mundo llegara a una
etapa en la que no sólo dejase de preocuparse por tales entidades metafísicas, sino también
por los asesinatos que se cometieran tras de fronteras cerradas o simplemente bajo la
protección de la oscuridad, habría de concluir que los conceptos acerca de tales asesinatos
no significan nada, que no representan "ideas definidas" o verdades, puesto que "no
modifican sensiblemente" nada para nadie. ¿Cómo habría de reaccionar alguien
notoriamente contra tales conceptos si diera por establecido que su único significado
consistiría en esa reacción suya?
Lo que el pragmatista tiene por reacción es algo que prácticamente ha sido
transferido del dominio de las ciencias naturales a la filosofía. Empeña su orgullo en
"pensarlo todo tal como se piensa en el laboratorio, vale decir como un problema de
experimentación".1
Peirce, que fue quien acuñó el nombre de la escuela, declara que el procedimiento
del pragmatista "no es otro sino aquel método experimental por el que todas las [58]
ciencias exitosas (entre las que, en su concepto, nadie incluiría la metafísica) alcanzaron los
grados de certidumbre que hoy les son propias en lo particular; no siendo ese método
experimental en sí otra cosa sino una aplicación especial de una regla lógica más antigua:
„por sus frutos los reconoceréis".2
Esta declaración se torna más complicada cuando Peirce afirma que "una
concepción, es decir, el sentido racional de una palabra o de otra expresión reside
exclusivamente en su influjo imaginable sobre la conducta" y que "nada que no pudiese ser
resultado de un experimento puede tener influencia directa alguna sobre el
comportamiento, siempre que puedan determinarse con exactitud todos los fenómenos
experimentales imaginables implicados por la afirmación o la negación de un concepto". El
procedimiento por él recomendado rendirá "una plena definición del concepto y no hay
absolutamente nada más en él".3 Trata de resolver la paradoja contenida en la aseveración
presuntamente cierta de que sólo los resultados posibles de experimentos pueden ejercer
un influjo directo sobre la conducta humana, mediante la sentencia condicional que hace
depender esa opinión, en cada caso particular, de la definición exacta "de todos los
fenómenos experimentales imaginables". Pero puesto que la pregunta ¿en qué pueden
consistir los fenómenos imaginables? debe ser nuevamente respondida por el experimento,
esas terminantes comprobaciones acerca de la metodología parecerían hacernos caer en
serias dificultades lógicas. ¿Cómo es posible subordinar la experimentación al criterio de
"ser imaginable", si todo concepto —vale decir todo lo que pudiese ser imaginable—
depende esencialmente de la experimentación?
1
2
3
Peirce, ibid, pág. 272
Ibid, pág. 317.
Ibid, pág. 273.
595
Mientras que la filosofía, en su etapa objetivista, aspiraba a ser aquella fuerza que
conduciría la conducta humana, incluyendo sus empresas científicas, a la más alta [59]
comprensión de su propio fondo y de su justificación, el pragmatismo trata de retraducir
toda comprensión a mero comportamiento. Empeña su amor propio en no ser en sí mismo
nada más que una actividad práctica que se diferencia de la intelección teórica, la cual,
según las enseñanzas pragmatistas, o es sólo un nombre dado a sucesos físicos o no
significa sencillamente nada. Pero una doctrina que emprende seriamente la tarea de
disolver las categorías espirituales —como ser verdad, sentido o concepciones— en modos
de comportamiento prácticos, no puede esperar que se la conciba a ella misma en el sentido
espiritual de la palabra; sólo puede tratar de funcionar a fuer de mecanismo que pone en
movimiento de terminadas series de sucesos. Según Dewey, cuya filosofía representa la
forma más radical y consecuente del pragmatismo, su propia teoría significa "que el saber
es literalmente algo que hacemos; que el análisis es en última instancia algo físico y activo;
que los significados son, conforme a su calidad lógica, puntos de vista, actitudes y métodos
de comportamiento frente a hechos, y que la experimentación activa es esencial para la
verificación".1 Esto por lo menos es consecuente, pero destituye al pensar filosófico
mientras sigue siendo pensar filosófico. El filósofo pragmatista ideal seria, según lo define
el proverbio latino, aquel que callara.
De acuerdo con la veneración del pragmatista por las ciencias naturales, existe una
sola clase de experiencia que cuenta, vale decir, el experimento. El proceso que tiende a
sustituir los diversos caminos teóricos hacia la verdad objetiva con la poderosa maquinaria
de la investigación organizada, es sancionado por la filosofía o más bien identificado con
ella. Todas las cosas en la naturaleza llegan a identificarse con los fenómenos que
representan cuando se las somete a las prácticas de nuestros laboratorios cuyos problemas
expresan a su vez, no menos que sus aparatos, los problemas e intereses de la [60] sociedad
tal cual es. Esta opinión puede compararse con la de un criminólogo que afirmara que el
conocimiento fidedigno de una persona sólo puede obtenerse mediante los métodos de
investigación modernos y perfectamente probados que se emplean para con un sospechoso
en poder de la policía urbana. Francis Bacon, el gran precursor del experimentalismo,
describió este método con su juvenil franqueza: "Quemadmodum enim ingeniumalicuius
haud bene norís aut probaris, nisi eum irritaveris; ñeque Proteus se in varias rerum fad.es
verteresolitus est, nisi manicis arete comprehensus; similiter etiam Natura arte irritata et
vexata se clarius prodit, quam cum sibi libera permittitur. "2
1
Essays in Experimental Logic, pág 330.
"De augmentis scientiarum". lib. 11, Cap. II, en: The Works of Francis Bacon, Edit, por Basil Montague,
Londres 1827, tomo VIII, pág. 96. [Así como ciertamente no puede conocerse o probarse bien la mentalidad
de nadie sin irritarlo —Proteo siempre adoptaba figuras diferentes sólo cuando era firmemente cogido con
los brazos— también la Naturaleza artificialmente irritada y maltratada se exhibe con mayor claridad que
cuando puede brindarse libremente]
2
596
El "experimentar activo" produce efectivamente res puestas concretas para
preguntas concretas, tal como las plantean los intereses de individuos, grupos o la
comunidad. No siempre el físico se adhiere a esa identificación subjetivista por la cual las
respuestas, condicionadas por la división social del trabajo, se convierten en verdades en sí
mismas, El papel reconocido del físico en la sociedad moderna consiste en tratar todas las
cosas como si fuesen objetos. No le incumbe a él decidir acerca del significado de ese papel
que desempeña. No está obligado a interpretar los llamados conceptos espirituales como
sucesos puramente físicos ni a hipostasiar su propio método como único comportamiento
intelectual lícito. Incluso puede abrigar la esperanza de que sus propios descubrimientos
sean parte de una verdad que no se define en el laboratorio. Por otra parte, puede dudar de
que la experimentación sea la parte esencial de su empeño. Es más bien el profesor de
filosofía —que [61] trata de imitar al físico a fin de encuadrar el dominio de su actividad
dentro de "todas esas ciencias de éxito"—, quien procede con los pensamientos como si
fuesen cosas y elimina toda idea acerca de la verdad, salvo aquella que pueda deducirse de
los métodos que hacen posible en la actualidad el dominio sobre la naturaleza.
El pragmatismo, al intentar la conversión de la física experimental en el prototipo
de toda ciencia y el modelamiento de todas las esferas de la vida espiritual según las técnicas
de laboratorio, forma pareja con el industrialismo moderno, para el que la fábrica es el
prototipo del existir humano, y que modela todos los ámbitos culturales según el ejemplo
de la producción en cadena sobre una cinta sin fin o según una organización oficinesca
racionalizada. Todo pensamiento, para demostrar que se lo piensa con razón, debe tener su
coartada, debe poder garantizar su utilidad respecto de un fin. Aun cuando su uso directo
sea "teórico", es sometido en última instancia a un examen mediante la aplicación práctica
de la teoría en la cual funciona. El pensar debe medirse con algo que no es pensar; por su
efecto sobre la producción o por su influjo sobre el comportamiento social, así como hoy
día el arte se mide, en última instancia y en todos sus detalles, por algo que no es arte, ya se
trate del bordereaux, o de su valor propagandístico. Hay sin embargo, una diferencia
notable entre el comportamiento del científico y el del artista por una parte, y el del filósofo
por otra. Aquéllos todavía rechazan a veces los extraños "frutos" de sus afanes, por los
cuales se los juzga en la sociedad industrial y rompen con el conformismo. El filósofo se ha
dedicado a justificar los criterios fácticos, sosteniéndolos como superiores. Personalmente,
a fuer de reformista social o político, de hombre de buen gusto, puede oponerse a las
consecuencias prácticas de organizaciones científicas, artísticas o religiosas en el mundo tal
cual es; pero su filosofía destruye cualquier otro principio al que podría apelar.
Esto se pone en evidencia n muchas discusiones éti [62] cas o religiosas que
presentan los escritos pragmatistas: se muestran liberales, tolerantes, optimistas y
enteramente incapaces de ocuparse del desastre cultural de nuestros días. Refiriéndose a
una secta de su época que designa como "movimiento destinado a la curación espiritual"
(mind-cure movement), James dice:
"Constituye un resultado evidente de toda nuestra experiencia el que se pueda
manejar el mundo según múltiples sistemas de pensamiento, y así es como diversos
597
hombres lo tratan; y en cada caso brindarán a quien lo maneje un beneficio característico
que mucho le importa, mientras que al mismo tiempo necesariamente se pierden o se
postergan beneficios de otra clase. La ciencia nos da, a todos nosotros, la telegrafía, la luz
eléctrica y los diagnósticos, y hasta cierto punto logra la profilaxis y la curación de
enfermedades. La religión, en su forma de cura espiritual, brinda a algunos de nosotros
serenidad, equilibrio moral y felicidad y logra prevenir, exactamente como la ciencia o aun
mejor, determinadas formas de enfermedad en determinada clase de gente. Por lo visto
ambas, la ciencia y la religión, constituyen para quien sepa servirse prácticamente de ambas,
verdaderas llaves para abrir la cámara de tesoros del mundo. "1
En vista de la idea de que la verdad puede brindar lo contrario de satisfacción y de
que incluso en un momento histórico dado podría resultar intolerable y ser rechazada por
todos, los padres del pragmatismo convirtieron la satisfacción del sujeto en criterio de
verdad. Para semejante doctrina no existe posibilidad alguna de rechazar o aun tan sólo de
criticar cualquier especie de creencia con la cual sus adeptos pudieran regocijarse. El
pragmatismo puede ser utilizado con todo derecho como defensa aun por aquellas sectas
que tratan de emplear tanto la ciencia como la religión, en un sentido más literal que lo que
puede haber imaginado James, [63] en calidad de "verdaderas llaves para abrir la cámara de
tesoros del mundo".
Tanto Peirce como James escribían en una época en que parecían aseguradas la
prosperidad y la armonía entre los diferentes grupos sociales y entre los pueblos y en que
no se esperaban catástrofes mayores. Su filosofía refleja —con sinceridad que casi nos
desarma— el espíritu de la cultura mercantil, de esa actitud precisamente que recomendaba
"ser práctico", respecto a la que la meditación filosófica como tal era considerada la fuerza
adversa. Desde las alturas de los éxitos contemporáneos de la ciencia, podían reírse de
Platón que, luego de la exposición de su teoría de los colores, continúa diciendo: "Empero,
si alguien quisiera probar esto mediante ensayos prácticos, desconocería la diferencia entre
la naturaleza humana y la divina: pues Dios posee el conocimiento y el poder para reunir lo
mucho en lo Uno y volver a disolver lo Uno en lo mucho, y en cambio el hombre es
incapaz de realizar ninguna de estas dos cosas y nunca podrá hacerlo. "2
No puede concebirse una refutación de una predicción más drástica producida por
la historia que esta que sufrió Platón Sin embargo, el triunfo del experimento no es más
que un aspecto del proceso El pragmatismo que adjudica a todos y cada cosa el papel de
instrumento —no en nombre de Dios o de una verdad objetiva, sino en nombre de aquello
que en cada caso se logra así prácticamente— pregunta en tono despectivo qué significan
en realidad expresiones tales como la "verdad misma" o el bien, que Platón y sus seguidores
objetivistas dejaron sin definición. Podría contestarse que tales expresiones conservaron,
por lo menos, la conciencia de distinciones para cuya negación fue lucubrado el
1
The Varieties of Religious Experience, New York 1902, pág. 120.
440
Timaios, 68, Ed Diedenchs, Jena 1925, pág. 90
598
pragmatismo: la distinción entre el pensamiento de laboratorio y el de la filosofía y, por
consiguiente, la distinción entre el destino de la humanidad y su camino actual.
[64] Dewey identifica el cumplimiento de los deseos de los hombres tales como son
con las más altas aspiraciones de la humanidad:
"La confianza en el poder de la inteligencia capaz de representarse un porvenir que
sea la proyección de lo actualmente deseable y de encontrar los medios para su realización,
es nuestra salvación. Y se trata de una confianza que debe ser alimentada y claramente
pronunciada; he ahí sin duda una tarea suficientemente amplia para nuestra filosofía."1
La "proyección de lo actualmente deseable" no es una solución. Dos
interpretaciones del concepto son posibles. En primer lugar puede ser comprendido como
refiriéndose a los deseos de los hombres tales como estos realmente son, condicionados
por el sistema social bajo el cual viven, sistema que admite muy fuertes dudas acerca de si
sus deseos son realmente los de ellos. Si tales deseos se aceptan de un modo no crítico y sin
trasponer su alcance inmediato y subjetivo, las investigaciones de mercado y las encuestas
Gallup serían medios más adecuados que la filosofía para establecer cuáles son. O
bien, en segundo lugar, Dewey está de algún modo de acuerdo en que se acepte una especie
de distinción entre deseo subjetivo y deseabilidad objetiva. Semejante concesión sólo
señalaría el comienzo de un análisis filosófico crítico, siempre que el pragmatismo —al
enfrentarse con esta crisis— no esté dispuesto a capitular y a recaer en la razón objetiva y la
mitología.
La reducción de la razón a mero instrumento perjudica en último caso incluso su
mismo carácter instrumental. El espíritu antifilosófico que no puede ser se parado de la
noción subjetiva de razón y que culminó en Europa con las persecuciones del totalitarismo
a los intelectuales, ya fuesen sus pioneros o no, es sintomático de la degradación de la
razón. Los críticos tradicionalistas, conservadores, de la civilización cometen un [65] error
fundamental al atacar la intelectualización moderna, sin atacar al mismo tiempo también la
estupidización, que es sólo otro aspecto del mismo proceso. El intelecto humano, que tiene
orígenes biológicos y socia les, no es una entidad absoluta, aislad,a e independiente. Sólo
fue declarado como tal a raíz de la división social del trabajo, a fin de justificar esta división
sobre la base de la constitución natural del hombre. Las funciones directivas de la
producción —dar órdenes, planificar, organizar— fueron colocadas como intelecto puro
frente a las funciones manuales de la producción como forma más impura, más baja del
trabajo, un trabajo de esclavos. No es una casualidad que la llamada psicología platónica, en
la que el intelecto se enfrentó por vez primera con otras "capacidades" humanas,
especialmente con la vida instintiva, haya sido concebida según el modelo de la división de
poderes en un Estado rigurosamente jerárquico. Dewey2 tiene plena conciencia de este
1
"The Need for a Recovery of Philosophy", en ibid., pág. 68 y sigs
2
Human Nature or Conduct, New York 1938, pág. 58 y sigs.
599
origen sospechoso de la noción del intelecto puro, pero acepta la consecuencia que le hace
reinterpretar el trabajo intelectual como trabajo práctico, elevando así al trabajo físico y
rehabilitando los instintos. Toda facultad especulativa de la razón lo tiene sin cuidado
cuando disiente con la ciencia establecida. En realidad, la emancipación del intelecto de la
vida instintiva no modificó en absoluto el hecho de que su riqueza y su fuerza sigan
dependiendo de su contenido concreto, y de que se atrofia y se extingue cuando corta sus
relaciones con ese contenido. Un hombre inteligente no es aquel que sólo sabe sacar
conclusiones correctas, sino aquel cuyo espíritu se halla abierto a la percepción de
contenidos objetivos, aquel que es capaz de dejar que actúen sobre él sus estructuras
esenciales y de conferirles un lenguaje humano; esto vale también en cuanto a la naturaleza
del pensar como tal y de su contenido de verdad. La neutralización de la razón, que la priva
de toda relación [66] con los contenidos objetivos y de la fuerza de juzgarlos y la degrada a
una capacidad ejecutiva que se ocupa más del cómo que del qué, va transformándola en
medida siempre creciente en un mero aparato estólido, destinado a registrar hechos. La
razón subjetiva pierde toda espontaneidad, toda productividad, toda fuerza para descubrir
contenidos de una especie nueva y de hacerlos valer: pierde lo que comporta su
subjetividad. Al igual que una hoja de afeitar afilada con demasiada frecuencia, este
"instrumento" se torna demasiado delgado y finalmente hasta se vuelve incapaz de afrontar
con éxito las tareas puramente formalistas a las que se ve reducido. Esto marcha
paralelamente a la tendencia social generalizada hacia la destrucción de las fuerzas
productoras, precisamente en un período de crecimiento enorme de tales fuerzas.
La utopía negativa de Aldous Huxley ilustra este aspecto de la formalización de la
razón, vale decir, su transformación en estupidez. En ella se presentan las técnicas del
"nuevo mundo feliz" y los procesos intelectuales que van unidos a ellas, como
extremadamente refinados. Pero los objetivos a los que sirven —los estúpidos
"cinematógrafos sensoriales", que le permiten a uno "sentir" un abrigo de pieles proyectado
sobre la pantalla; la "hipnopedia" que inculca a niños dormidos las consignas
todopoderosas; los métodos artificiales de reproducción que homogeneizan y clasifican a
los seres humanos aun antes de que nazcan— son reflejo de un proceso que tiene lugar en
el pensar mismo, y conduce a un sistema de prohibición del pensamiento que finalmente ha
de terminar en la estupidez subjetiva cuyo modelo es la imbecilidad objetiva de todo
contenido vital. El pensar en sí tiende a ser reemplazado por ideas estereotipadas. Éstas,
por un lado, son tratadas como instrumentos puramente utilitarios que se toman o se dejan
en su oportunidad y, por otro, se las trata como objetos de devoción fanática.
Huxley ataca una organización universal monopolista, de capitalismo estatal, puesta
bajo la égida de una razón [67] subjetiva en proceso de autodisolución, a la que se concibe
como algo absoluto. Pero al mismo tiempo, esta novela pareciera oponer al ideal de este
sistema que va imbecilizándose, un individualismo metafísico heroico, que condena sin
discriminación el fascismo y la ilustración, el psicoanálisis y los films espectaculares, la
desmitologización y las crudas mitologías, y alaba ante todo al hombre cultivado que
permanece inmaculado al margen de la civilización totalitaria y seguro de sus instintos, o
600
acaso al escéptico. Con ello Huxley se une involuntariamente al conservadorismo cultural
reaccionario que en todas partes —y especialmente en Alemania— vino a allanar el camino
para ese mismo colectivismo monopolista al que critica en nombre del alma, opuesta al
intelecto. Con otras palabras: mientras que el aferrarse ingenuamente a la razón subjetiva ha
producido realmente síntomas1 que no dejan de asemejarse a los que describe Huxley, el
rechazo ingenuo de esa razón en nombre de una noción ilusoria de cultura e individualidad,
históricamente anticuada, conduce al desprecio de las masas, al cinismo, a la confianza en el
poder ciego; y estos factores a su vez sirven a la tendencia repudiada. La filosofía debe hoy
enfrentarse con la pregunta sobre si en ese dilema el pensar puede conservar su autonomía
y preparar así su solución teórica, o si ha de conformarse con desempeñar el papel de una
[68] hueca metodología, de una apologética que se nutre de ilusiones, o el de una receta
garantizada como la que ofrece la novísima mística popular de Huxley, tan adecuada para el
"nuevo mundo feliz" como cualquier ideología lista para el uso.
II
PANACEAS UNIVERSALES ANTAGÓNICAS
Rige actualmente un consenso casi general acerca de que nada ha perdido la
sociedad con el ocaso del pensar filosófico, ya que este ha sido reemplazado por un
instrumento cognoscitivo más poderoso: el pensamiento científico moderno. Se dice a
menudo que todos los problemas que la filosofía ha intentado resolver o carecen de
significado o pueden ser resueltos mediante métodos experimentales modernos. En efecto,
una tendencia dominante en la filosofía moderna hace transferir a la ciencia lo que no pudo
lograr la especulación tradicional. Tal tendencia a hipostasiar la ciencia caracteriza a todas
las escuelas que hoy día se llaman positivistas. Las observaciones que siguen no intentan
una discusión detallada de esta filosofía: su único objetivo es relacionarla con la crisis
cultural actual.
Los positivistas atribuyen esta crisis a una ―neurastenia‖. Hay muchos intelectuales
faltos de vigor —dicen— que, tras declarar que desconfían del método científico, buscan
refugio en otros métodos cognoscitivos, como la intuición o la revelación. De acuerdo con
los positivistas, lo único que nos hace falta es confianza suficiente en la ciencia. Desde
luego, no desconocen las prácticas destructivas a que la ciencia debe echar mano; pero
afirman que semejante uso es una perversión de la ciencia. ¿Es realmente así? El progreso
Daremos un ejemplo extremo. Huxley inventó la death conditioning, esto quiere decir que los niños son
traídos a presencia de personas agonizantes, se les dan golosinas y se los induce a jugar sus juegos mientras
observan el proceso de la muerte. Así son llevados a asociar con la muerte pensamientos agradables y a
perder el terror ante ella. La entrega de Octubre de 1944 de Parents' Magazine contiene un artículo titulado
"Interview with a Skeleton". Describe cómo niños de cinco años jugaban con un esqueleto "a fin de trabar
conocimiento con el funcionamiento interno del cuerpo humano" "—Los huesos son necesarios para
sostener la piel —dijo Johnny examinando el esqueleto. —Él no sabe que está muerto —dijo Martudi."
1
601
objetivo de la ciencia y su aplicación a la técnica no justifican la creencia corriente de que la
ciencia es destructiva sólo cuando se pervierte, y necesariamente constructiva cuando se la
entiende en forma adecuada.
Es incuestionable que podría darse a la ciencia un mejor uso. Pero no puede darse
por descontado, en absoluto, que el camino para realizar las buenas posibilidades de la
ciencia corresponda en general a su itinerario actual. Los positivistas parecen olvidar que las
ciencias naturales tal como ellos las entienden son, antes que nadar medios de producción
adicionales, un elemento entre muchos otros dentro del proceso social. Resulta por lo tanto
imposible determinar a priori cuál es el papel que le toca desempeñar a la ciencia en el
efectivo progreso o retroceso de la sociedad. Sus efectos son tan positivos o negativos
como la función que adopta dentro de la tendencia general del proceso económico.
Hoy día la ciencia —a diferencia de otras fuerzas y actividades intelectuales, y
debido a su división en dominios específicos, a sus procedimientos, a sus contenidos y a su
organización— sólo puede comprenderse con referencia a la sociedad para la cual
funciona. La filosofía positivista, que ve en la herramienta ―ciencia‖ un defensor
automático del progreso es tan engañosa como otras glorificaciones de la técnica.
La tecnocracia económica lo espera todo de la emancipación de los medios de
producción materiales. Platón quiso convertir en amos a los filósofos; los tecnócratas
quieren hacer de los ingenieros un consejo de vigilancia de la sociedad. El positivismo es
tecnocracia filosófica. Para el positivismo, si se quiere ingresar corno miembro en los
gremios de la sociedad, es condición previa profesar una fe exclusiva en la matemática.
Platón, panegirista de la matemática, concebía a los gobernantes como peritos
administrativos, como ingenieros de lo abstracto. De un modo parecido los positivistas
tienen a los ingenieros por filósofos de lo concreto, puesto que ellos aplican la ciencia de la
cual la filosofía —en la medida en que de algún modo se la tolera— es un mero derivado.
Sin desmedro de todas sus diferencias, tanto Platón como los positivistas sostienen la
opinión de que el camino para salvar a la humanidad consiste en someterla a las reglas y a
los métodos de la razón científica, Los positivistas, empero, adaptan la filosofía a la ciencia,
esto es, a las exigencias de la praxis, en lugar de adaptar la praxis a la filosofía. Para ellos el
pensar, precisamente cuando funciona como ancilla administrationis, se convierte en rector
mundi.
Hace algunos años, la valoración positivista de la actual crisis cultural fue expuesta
en tres artículos que analizan con gran claridad las debatidas cuestiones de que allí se trata. 1
Sidney Hook afirma que la crisis cultural contemporánea surge de una ―pérdida de
confianza en el método científico‖.2 Se lamenta de los numerosos intelectuales que se
1 Sidney Hook, "The New Failure of Nerve"; John Dewey, "Anti-Naturalism in Extremis"; Ernest Nagel,
"Malicious Philosophies of Science", en Partisan Review, enero-febrero, 1943, X, 1, págs. 2-57. Partes de estos
artículos están reproducidos en: Naturalism and the Human Spirit, libro editado por Y H. Krikorian, Columbia,
University Press 1944
2 Ibid., págs. 3-4.
602
afanan por una verdad y un conocimiento que no son idénticos a la ciencia. Dice que ellos
confían en la autoevidencia, la intuición, la percepción esencial por iluminación, la
revelación y ―en otras fuentes de información dudosas, en lugar de dedicarse a una
investigación decente, a experimentar y a sacar sus conclusiones científicamente. Denuncia
a los defensores de todo tipo de metafísica y amonesta a las filosofías protestante y católica
y a su alianza intencional o no intencional con las fuerzas reaccionarias. No obstante
adoptar una actitud crítica frente a la economía liberal, se pronuncia a favor de la ―tradición
del mercado libre en el mundo libre de las ideas‖.3
John Dewey ataca al antinaturalismo que ―impidió a la ciencia completar su curso y
dar cumplimiento a sus posibilidades constructivas‖. Ernest Nagel, al discurrir sobre
―filosofías malignas‖, refuta diversos argumentos específicos alegados por metafísicos, que
le niegan a la lógica de la ciencia natural la condición de base espiritual suficiente para
actitudes morales. Estos tres artículos polémicos, como muchas otras comprobaciones de
sus autores, merecen gran respeto debido a la posición no comprometida que toman frente
a los diversos heraldos de ideologías autoritarias. Nuestras observaciones críticas se refieren
rigurosa y exclusivamente a diferencias teóricas objetivas. Pero antes de analizar la panacea
positivista, examinemos la cura recomendada por sus adversarios.
No hay duda de que el ataque positivista a ciertos calculados y artificiales revivals de
ontologías anticuadas se justifica. Los defensores de estos revivals, por elevada que pueda ser
su formación cultural, traicionan sin embargo los últimos vestigios de la cultura occidental
al hacer de la salvación su negocio filosófico. El fascismo retomó viejos métodos de
dominio que, bajo las condiciones modernas, resultaron ser indeciblemente más brutales
que sus formas originales; tales filósofos reaniman los sistemas de pensamiento autoritarios
que, bajo las condiciones modernas, demuestran ser mucho más ingenuos, mucho más
arbitrarios y falaces que lo que fueron originariamente. Metafísicos bien intencionados, con
sus testimonios semidoctos a favor de lo verdadero, lo bueno y lo bello como valores
eternos de la escolástica, destruyen la última huella de sentido que pudieran tener tales ideas
para pensadores independientes que intentan oponerse a los poderes vigentes. Tales ideas
son recomendadas hoy como si fuesen mercancías, cuando en otro tiempo servían, por
cierto, para combatir los efectos de la cultura comercial.
Se observa actualmente una tendencia general a reanimar teorías pasadas
pertinentes a la razón objetiva, con el fin de dar un fundamento filosófico a la jerarquía —
en proceso de rápida descomposición— de los valores generalmente aceptados. Junto con
curas psíquicas seudorreligiosas o semicientíficas, con el espiritismo, la astrología, variantes
baratas de filosofías pretéritas como el yoga, el budismo o la mística, o adaptaciones
populares de filosofías objetivistas clásicas, se recomiendan ontologías medievales para uso
moderno. Pero la transición de la razón objetiva a la subjetiva no se debió a ninguna
casualidad, y no puede darse marcha atrás arbitrariamente, en un momento dado, en el
proceso de la evolución de ideas. Si la razón subjetiva, bajo la forma de iluminismo, logró
3 "Anti-Naturalism in Extremis" en ibid., pág. 26
603
disolver la base filosófica de artículos de fe que habían sido parte esencial de la cultura
occidental, sólo pudo hacerlo porque esa base había demostrado ser demasiado débil. Su
reanimación resulta por lo tanto enteramente artificial: sirve para rellenar un vacío. Se
ofrecen las filosofías de lo absoluto como magnífico instrumento para salvarnos del caos.
Compartiendo el destino de todas las doctrinas, las buenas y las malas, sometidas a la
prueba de los mecanismos sociales de selección de la actualidad, las filosofías objetivistas
son estandardizadas para fines específicos. Las ideas filosóficas sirven a las necesidades de
grupos religiosos o ilustrados, progresistas o conservadores. Lo absoluto mismo se
convierte en medio, y la razón objetiva en proyecto destinado a fines subjetivos, por más
generales que estos puedan ser.
Los tomistas4 modernos describen en determinadas ocasiones su metafísica como
suplemento saludable y útil para el pragmatismo, y probablemente tienen razón. De hecho
las adaptaciones filosóficas de religiones establecidas cumplen una función que sirve a los
poderes establecidos: transforman los restos supérstites del pensar mitológico en recursos
útiles para la cultura de masas. Cuanto más se esfuerzan tales renacimientos artificiales por
mantener intacta la letra de las doctrinas originales, tanto más deforman el sentido original;
pues la verdad se va formando a lo largo de una evolución de ideas que se modifican y se
rebaten unas a otras. El pensamiento permanece leal a sí mismo en un sentido amplio, al
mostrarse dispuesto a contradecirse, conservando no obstante —en calidad de momentos
de verdad inmanentes— el recuerdo de los procesos a los que debe su existencia. El
conservadorismo de los intentos modernos de reanimación filosófica relacionados con
elementos culturales es un autoengaño. Al igual que la religión moderna, tampoco los
neotomistas pueden dejar de fomentar la pragmatización de la vida y la formalización del
pensar. Contribuyen a la disolución de las profesiones de fe autóctonas y a convertir la fe
en asunto de conveniencia.
La pragmatización de la religión, por más blasfema que pueda aparecer en muchos
aspectos —como el nexo entre religión e higiene—, no es tan sólo el resultado de su
adaptación a las condiciones de la civilización industrial, sino que se halla arraigada en la
íntima esencia de toda clase de teología sistemática. El tema de la explotación de la
naturaleza puede observarse incluso en los primeros capítulos de la Biblia. Todas las
criaturas deben someterse al hombre. Únicamente los métodos y manifestaciones de este
sometimiento han variado. Pero mientras en el tomismo original pudo lograr su objetivo de
adaptar el cristianismo a las formas científicas y políticas contemporáneas, el neotomismo
se encuentra en una situación precaria. Puesto que la explotación de la naturaleza en la
Edad Media dependía de una economía relativamente estática, también la ciencia era
estática y dogmática en aquella época. Su relación con la teología dogmática pudo ser
relativamente armoniosa y era fácil incorporar el aristotelismo al tomismo. Pero semejante
armonía resulta imposible hoy, y el uso que hacen los neotomistas de categorías como
4 Forman parte de esta importante escuela metafísica algunos de los historiadores y escritores más
responsables de nuestra época. Las observaciones críticas que aquí exponemos se refieren exclusivamente a la
tendencia en virtud de la cual el pensar filosófico independiente es desplazado por el dogmatismo.
604
causa, fin, fuerza, alma, entidad, deja de ser crítico, necesariamente. Mientras que para
Santo Tomás esas ideas metafísicas representaban el más alto grado de conocimiento
científico, su función se ha modificado por completo en la cultura moderna.
Los conceptos neotomistas que sus sostenedores afirman extraer de enseñanzas
teológicas no forman ya —desdichadamente para ellos— la columna vertebral del
pensamiento científico. Los neotomistas no logran reunir la teología y la ciencia natural
contemporánea en un solo sistema espiritual jerárquico, tal como lo hacía Santo Tomás
emulando a Aristóteles y a Boecio, puesto que los descubrimientos de la ciencia moderna
contradicen de un modo demasiado evidente al ordo escolástico y a la metafísica aristotélica.
Ningún sistema educacional, ni siquiera el más reaccionario, puede hoy permitirse
considerar la mecánica cuántica y la teoría de la relatividad como asuntos que nada tienen
que ver con los principios cardinales del pensar. A fin de hacer concordar su punto de vista
con la ciencia natural actual, los neotomistas se ven así forzados a inventar toda suerte de
expedientes intelectuales. Su situación forzada recuerda el dilema de aquellos astrónomos
que a comienzos de la época de la astronomía moderna intentaban mantener en pie el
sistema tolomeico suplementándolo mediante complejísimas construcciones auxiliares y
afirmando que éstas salvarían el sistema a pesar de todos los cambios.
En este punto los neotomistas, a diferencia de su maestro, no se toman el trabajo
de deducir realmente el contenido de la física contemporánea de la cosmología de la Biblia.
Las complejidades de la estructura electrónica de la materia, para no hablar siquiera de la
teoría del espacio en explosión, harían, en efecto, muy difícil tal empresa. Si Tomás de
Aquino viviese en la actualidad, probablemente encararía la situación de hecho y, o bien
anatematizaría a la ciencia por razones filosóficas, o bien se volvería hereje; no trataría de
encontrar una síntesis superficial de elementos inconciliables. Pero sus epígonos no se
deciden a adoptar una posición semejante: los últimos dogmáticos se balancean entre la
física celestial y la terrenal, entre la física ontológica y la lógico-empirista. Su método
consiste en admitir in abstracto que también las descripciones no ontológicas pueden tener
cierto grado de verdad o en reconocerle a la ciencia su racionalidad en la medida en que es
matemática o en celebrar concordatos parecidamente dudosos en el terreno filosófico. Con
ese proceder, la filosofía clerical crea la impresión de que la ciencia física moderna se
integra bien en su sistema eterno, cuando ese sistema no es más que una forma anticuada
precisamente de esa teoría a la que pretende integrar. Cierto es que ese sistema se estructura
conforme al mismo ideal de dominio que encontramos en la teoría científica. Tiene por
base el mismo objetivo, el de dominar la realidad, y de ningún modo el de criticarla.
La función social de estos intentos de resucitar el sistema de la filosofía objetivista,
de la religión o superstición, consiste en reconciliar el pensamiento individual con las
formas modernas de manipulación de las masas. En este sentido, los efectos de la
reanimación filosófica del cristianismo no difieren gran cosa de los del revival de la
mitología pagana en Alemania. Los restos de la mitología alemana constituían una fuerza de
resistencia subrepticia contra la civilización burguesa; por debajo de la superficie del dogma
y del orden conscientemente aceptados, seguía alimentándose de antiguos recuerdos
605
paganos bajo forma de creencias populares. Habían inspirado la poesía, la música y la
filosofía alemana. Una vez redescubiertos y manejados como elementos de educación
masiva, se extinguió su antagonismo respecto a las formas dominantes de la realidad y se
convirtieron en herramientas de la política moderna.
Algo análogo sucede con la tradición católica a raíz de la campaña neotomista. Así
como los neopaganos alemanes, los neotomistas modernizan antiguas ideologías e intentan
adaptarlas a objetivos modernos. Al proceder así pactan con el mal existente, cosa que las
iglesias establecidas han hecho siempre. Al mismo tiempo disuelven involuntariamente los
últimos restos de aquel espíritu de fe complaciente que tratan de reanimar. Formalizan sus
propias ideas religiosas a fin de adaptarlas a la realidad. Necesariamente su interés reside
más en acentuar una justificación abstracta de doctrinas religiosas, que en acentuar su
contenido específico. Esto pone claramente en evidencia los riesgos que amenazan a la
religión a raíz de la formalización de la razón. Contrariamente a la labor misionera en su
sentido tradicional, las enseñanzas neotomistas se componen menos de historias y de
dogmas cristianos que de argumentos que exponen por qué la fe religiosa y el modo
religioso de vivir son aconsejables en nuestra situación actual. Semejante procedimiento
pragmático perjudica en realidad los conceptos religiosos que parecería dejar intactos. La
ontología neotomista, predestinada a fundar el orden, permite que se corrompa el núcleo
esencial de las ideas que ella proclama. El fin religioso se pervierte al transformarse en
medio secular. Poco tiene que ver el neotomismo con la fe en la Mater dolorosa por amor a
ella misma, concepto religioso que fue fuente de inspiración de tanta gran poesía y arte en
Europa. Se concentra en la fe puesta en la fe misma en cuanto medio adecuado frente a las
dificultades sociales y psicológicas de la actualidad.
No faltan, por cierto, los esfuerzos exegéticos dedicados, por ejemplo, a la
―sabiduría que es María‖. Pero tales esfuerzos denotan algo artificial. Su forzada ingenuidad
está en contradicción con el proceso general de formalización, que ellos aceptan como un
hecho y que en última instancia se halla arraigado en la filosofía religiosa misma. También
las escrituras del cristianismo medieval, a partir de los tempranos días patrísticos, en
especial las de Tomás de Aquino, denotan una fuerte propensión a formalizar los
elementos fundamentales de la fe cristiana. Es posible observar esa tendencia incluso en un
ejemplo tan elevado como la identificación de Cristo con el logos en el comienzo del
cuarto Evangelio. Las vivencias genuinas de los cristianos primitivos se subordinaron en el
transcurso de la historia de la Iglesia a objetivos racionales. La obra de Tomás de Aquino
marca una fase decisiva en esta evolución. La filosofía aristotélica, con el empirismo que le
es inherente, se había hecho más adecuada a la época que la especulación platónica.
Desde los más tempranos comienzos de la historia eclesiástica la racionalización de
la fe no fue en modo alguno asunto extraño a la Iglesia o condenado al infierno de la
herejía, sino que inició en vasta medida su curso dentro de ella. Santo Tomás ayudó a la
Iglesia Católica a acoger en su seno al nuevo movimiento científico, reinterpretando los
contenidos de la religión cristiana mediante los métodos liberales de la analogía, la
inducción, el análisis conceptual, la deducción a partir de axiomas presuntamente evidentes
606
y mediante el uso de las categorías aristotélicas que en su época guardaban todavía
correspondencia con el estado alcanzado por la ciencia empírica. Su gigantesco aparato
conceptual, su cimentación filosófica del cristianismo confirieron a la religión la apariencia
de una autonomía que la independizó por mucho tiempo del progreso intelectual de la
sociedad laica y que era, sin embargo, compatible con ese problema. Hizo de la doctrina
católica un instrumento sumamente valioso para los príncipes y la clase burguesa. Santo
Tomás tuvo realmente éxito. Durante los siglos que siguieron, la sociedad se mostró
dispuesta a confiar al clero la administración de ese instrumento altamente perfeccionado.
No obstante, la escolástica medieval, pese a la preparación ideológica que dio a la
religión, no transformó a ésta en una mera ideología. A pesar de que, según Tomás de
Aquino, los objetos de fe religiosa, como la Trinidad, no pueden ser al mismo tiempo
objetos de la ciencia, su obra —que, junto a Aristóteles, tomó partido en contra del
platonismo— se opuso a los esfuerzos por presentar a los dos dominios como enteramente
heterogéneos. Las verdades de la razón eran para él tan concretas como cualquier verdad
científica. La confianza por nada perturbada en el realismo del aparato escolástico racional
se vio conmovida por la Ilustración. A partir de entonces, el tomismo es una teología con
mala conciencia, cosa que surge claramente de los subterfugios de sus versiones filosóficas
modernas. Sus representantes se ven hoy en la necesidad de apreciar cautelosamente qué
cantidad de afirmaciones científicas poco demostrables estarán aún los hombres dispuestos
a aceptar. Parecen tener conciencia de que los métodos deductivos, importantes todavía en
la ortodoxia aristotélica, deben ser dejados exclusivamente en manos de la investigación
laica, a fin de mantener a la teología apartada de exámenes incómodos. En la medida en
que se mantenga al tomismo artificialmente a salvo de entrar en conflicto e incluso en
relación de efecto recíproco con la ciencia moderna, tanto los intelectuales como los
incultos podrán aceptar la religión tal como la recomienda el tomismo.
Cuanto más se retire el neotomismo hacia el dominio de conceptos espirituales,
tanto más se convertirá en siervo de fines profanos. En el ámbito de la política podrá servir
para la sanción de toda clase de empresas, y en la vida cotidiana se hará de él un
medicamento listo para el uso. Hook y sus amigos tienen razón al afirmar del tomismo que,
en vista de los ambiguos fundamentos teóricos de sus dogmas, es tan sólo cuestión del
momento y de situación geográfica el que se lo utilice para justificar prácticas políticas
democráticas o autoritarias.
Al igual que cualquier otra filosofía dogmática, el neotornismo trata de que en un
punto determinado cese el pensar, a fin de crear una esfera particular para un ser supremo
o un valor supremo, ya sea este político o religioso. Cuanto más dudosos se tornan tales
absoluta —y en la edad de la razón formalizada se han vuelto realmente dudosos—, tanto
más inconmoviblemente los defienden sus partidarios, y tanto menos escrupulosos se
hacen estos últimos en cuanto a fomentar sus cultos con otros medios que los puramente
espirituales: en caso necesario echan mano tanto de la espada como de la pluma. Puesto
que las cosas absolutas, tomadas en sí mismas, no actúan de un modo persuasivo, se hace
necesario defenderlas por medio de una especie de teoría adecuada al momento. Los afanes
607
de semejante defensa se reflejan en un deseo casi compulsivo de excluir todo rasgo
ambiguo, todo elemento de mal, de un concepto de tal modo glorificado; un deseo difícil
de reconciliar, en el tomismo, con la visión profética negativa referente a los condenados a
sufrir torturas, ―ut de his electi gaudeant, cum in his Dei iustitiam contemplantur, et dum se evasisse eas
cognoscunt‖.5 Hoy pervive la propensión a establecer un principio absoluto como poder real
o un poder real como principio absoluto; parecería que el valor supremo sólo puede ser
considerado como verdaderamente absoluto si es, al mismo tiempo, el poder supremo.
Esta identidad de bondad, perfección, poder y realidad es inherente a la filosofía
tradicional europea. Por haber sido siempre ésta una filosofía de grupos que detentaban el
poder o aspiraban a él, se expresa con claridad en el aristotelismo y forma la columna
vertebral del tomismo sin desmedro de su doctrina verdaderamente profunda, que enseña
que el ser de lo absoluto sólo puede ser llamado ser per analogiam. Mientras que, de acuerdo
con el Evangelio, Dios padeció y murió, según la filosofía de Santo Tomás6 no es
susceptible de padecimiento o de mutación. Mediante esta doctrina intentó la filosofía
católica oficial escapar a la contradicción entre Dios como verdad suprema y como
realidad. Concibió una realidad que no contuviera ningún elemento negativo y que no
estuviese sometida a ninguna mutación. De este modo la Iglesia estaba en condiciones de
mantener la idea de un derecho natural eterno, fundado en la estructura básica de su ser,
idea fundamental para la cultura occidental. Empero, la renuncia a inscribir un elemento
negativo en lo absoluto y el dualismo que de ello surge —por una parte Dios y por la otra
un mundo pecador— involucraba un voluntario sacrificio del intelecto. La Iglesia impidió
así la decadencia de la religión y su sustitución por una divinización panteísta del proceso
histórico. Eludió los peligros de la mística alemana e italiana, tal como la introducían
Meister Eckhart, Nicolás De Cusa y Giordano Bruno, quienes procuraban superar el
dualismo por medio de un pensar libre de ataduras.
El reconocimiento por parte de tal mística del elemento terrenal en Dios resultó un
estímulo para la ciencia natural —cuyo objeto de estudio pareció reivindicado e incluso
santificado mediante esa aceptación en el ámbito de lo absoluto—, pero fue perjudicial para
lo religioso y para el equilibrio espiritual. La mística comenzó por hacer a Dios tan
dependiente del hombre como dependía el hombre de Dios, y concluyó, lógicamente, con
la noticia acerca de la muerte de Dios. El tomismo, en cambio, sometió la inteligencia a una
severa disciplina. Frente a conceptos aislados y por lo tanto contradictorios —Dios y
mundo—, unidos mecánicamente mediante un sistema estático y en última instancia
irracional, el tomismo suspendió el pensar. La idea misma de Dios llegaba a ser algo que se
contradecía: una entidad que debía ser absoluta y sin embargo carecía de la capacidad de
modificarse.
5 Summa theologica, tomo 36, Suplemento 87-99, Heidelberg, Graz, Viena, Colonia 1961. ―… a fin de que los
elegidos se regocijen frente a ellos, al contemplar en ellos la justicia de Dios y al reconocer que ellos han
escapado a semejante destino." (Pág. 341 y sigs.)
6 Summet contra gentiles, I, 16.
608
Los adversarios del neotornismo argumentan con razón que tarde o temprano el
dogmatismo produce la detención del pensar. Pero ¿acaso la doctrina neopositivista no es
tan dogmática como la glorificación de cualquier entidad absoluta? Los neopositivistas
quieren inducirnos a adoptar una ―filosofía de la vida científica o experimental en la que
todos los valores sean examinados de acuerdo con sus causas y efectos‖. 7 Responsabilizan
de la crisis espiritual contemporánea a la ―limitación de la autoridad de la ciencia y la
introducción de otros métodos que los de la experimentación controlada para el
descubrimiento de la esencia y del valor de las cosas‖.8 Al leer a Hook, uno nunca se
imaginaría que enemigos de la humanidad como Hitler puedan tener efectivamente gran
confianza en métodos científicos, o que el Ministerio de Propaganda alemán se haya
servido de un modo consecuente de la experimentación controlada, examinando todos los
valores ―en cuanto a sus causas y efectos‖. Al igual que toda fe establecida, también la
ciencia puede ser utilizada al servicio de las fuerzas sociales más diabólicas y el cientificisrno
no es menos estrecho que la religión militante. Cuando establece que todo intento de
limitar la autoridad de la ciencia es notoriamente maligno, Nagel no revela otra cosa que la
intolerancia de su doctrina.
La ciencia pisa terreno dudoso cuando trata de reivindicar un poder de censura
cuyo ejercicio por otras instituciones denunció en tiempos de su pasado revolucionario. La
preocupación por el hecho de que la autoridad científica pudiera verse minada se ha
apoderado de los sabios precisamente en una época en que la ciencia es reconocida en
general e incluso tiende a ser represiva. Los positivistas quisieran desacreditar toda clase de
pensamiento que no dé plena satisfacción al postulado de la ciencia organizada. Transfieren
el principio de afiliación obligatoria al mundo de las ideas. La tendencia monopolista
generalizada va tan lejos que llega a eliminar el concepto teórico de la verdad. Esta
tendencia y el concepto de un ―mercado libre en el mundo de las ideas‖, tal como lo
recomienda Hook, no son tan antagónicos como él piensa. Ambos reflejan una actitud
comercial ante cosas espirituales, una prevención en favor del éxito.
Lejos de excluir la rivalidad, la cultura industrialista busca siempre por la
investigación sobre la base de concursos de competencia. Al mismo tiempo, esta
investigación es vigilada y se la induce a marchar de acuerdo con modelos establecidos.
Vemos aquí cómo trabajan en común el contralor autoritario y el que maneja los concursos
de competencia. Tal cooperación es a menudo útil en relación con un objetivo limitado —
verbigracia, cuando se trata de la producción del mejor alimento para lactantes, de
explosivos de alta potencia, o de métodos de propaganda—, pero difícilmente podrá
afirmarse que contribuye al progreso de un pensar verdadero. En la ciencia moderna no
existe ninguna distinción neta entre liberalismo y autoritarismo. De hecho el liberalismo y
el autoritarismo tienden a influirse recíprocamente y de tal modo colaboran para transferir
a las instituciones de un mundo irracional un contralor cada vez más severo.
7 Hook, ibid., pág. 10.
8 Nagel, "Malicious Philosophies of Science", ibid., pág. 41.
609
Pese a su protesta contra la objeción de que es dogmático, el absolutismo científico,
tanto como el ―oscurantismo‖ al que ataca, se ve forzado a recaer en principios evidentes
por sí mismos. Con la única diferencia de que el neotomismo es consciente de tales
premisas, mientras que el positivismo muestra una total ingenuidad respecto a ellas. No se
trata tanto de que una teoría necesariamente ha de basarse sobre principios autoevidentes
—uno de los problemas más difíciles de la lógica— sino del hecho de que el
neopositivismo se dedica a practicar precisamente aquello que ataca en sus adversarios.
Mientras lleva adelante ese ataque, necesita justificar sus propios principios superiores,
entre los cuales el más importante es el de la identidad entre verdad y ciencia. Tiene que
aclarar por qué reconoce determinados procedimientos como científicos. He ahí el punto
de la disputa filosófica de cuya decisión depende el hecho de si ―la confianza en el método
científico‖, o sea la solución de Hook para la amenazante situación del presente, debe
considerarse como una fe ciega o como un principio racional.
Los tres artículos mencionados no entran a discutir ese problema. Pero hay ahí
algunos indicios respecto a cómo lo resolverían los positivistas. Hook señala una diferencia
entre enunciados científicos y no científicos. Acerca de la validez de estos últimos —dice— se juzga mediante sentimientos personales, mientras que aquellos que proceden de
criterios científicos ―se establecen mediante verificación pública accesible a todos los que se
someten a su disciplina‖.9 La expresión ―disciplina‖ designa reglas codificadas en los
manuales más avanzados y aplicadas con éxito por los científicos en los laboratorios. Sin
duda, tales procedimientos son típicos como representantes de ideas contemporáneas
acerca de la objetividad científica. Pero los positivistas parecen confundir tales
procedimientos con la verdad misma. La ciencia debería esperar del pensar filosófico, tal
como lo exponen ya sea los filósofos, ya los científicos, que rinda cuentas acerca de la
naturaleza de la verdad, en lugar de simplemente cantar loas a la metodología científica
como definición suprema de la verdad. El positivismo elude las consecuencias afirmando
que la filosofía no es otra cosa sino la clasificación y formalización de los métodos
científicos. Los postulados de la crítica semántica, como ser el postulado de la unión o el
principio de la reducción de enunciados complejos a sentencias elementales, son
presentados como tales formalizaciones. Al negar una filosofía autónoma y una noción
filosófica de la verdad, el positivismo abandona la ciencia a merced de las contingencias de
la evolución histórica. Puesto que la ciencia constituye un elemento del proceso social, su
institución como arbiter veritatis sometería a la verdad misma a pautas sociales cambiantes.
La sociedad se vería privada de todo recurso intelectual para la resistencia contra una
esclavitud que siempre ha sido denunciada por la crítica social.
Cierto es que incluso en Alemania el concepto de matemática o física nórdica o
insensateces similares desempeñó un papel más importante en la propaganda política que
en las universidades; pero ello se debió más a la gravitación de la ciencia misma y a las
necesidades del armamentismo alemán que a una actitud de la filosofía positivista, la cual, al
9 Hook, ibid., pág. 6.
610
fin y al cabo, no hace más que reflejar el carácter de la ciencia en una etapa histórica dada.
Si la ciencia organizada se hubiese vendido enteramente a las necesidades ―nórdicas‖,
elaborando consecuentemente una metodología conforme a ellas, el positivismo hubiera
tenido finalmente que aceptarla, al igual que en otras partes ha aceptado los modelos de la
sociología empírica preformados por necesidades administrativas y prevenciones
convencionales. Al prestarse a hacer de la ciencia una teoría de la filosofía, el positivismo
niega el espíritu de la ciencia misma.
Hook afirma que su filosofía ―no excluye por razones apriorísticas la existencia de
entidades y fuerzas sobrenaturales‖.10 Si tomamos en serio esta concesión, podremos
esperar que bajo determinadas condiciones se produzca la resurrección precisamente de
aquellas entidades o más bien espíritus en cuya conjuración consiste la esencia del pensar
científico en su totalidad. El positivismo aprobaría entonces semejante recaída en la
mitología.
Dewey indica otro camino para diferenciar la ciencia que debe aceptarse de la que
debe condenarse: ―el naturalista (el término ‗naturalismo‘ se utiliza a fin de distinguir entre
las diversas escuelas positivistas y los defensores del supranaturalismo) es el que
necesariamente siente respeto ante las conclusiones de la ciencia natural‖. 11 Los positivistas
modernos parecen inclinarse a aceptar las ciencias naturales, ante todo la física, como
modelo de métodos de pensamiento correcto. Tal vez Dewey revele el motivo principal de
esta predilección irracional, cuando escribe: ―los métodos modernos de observación
experimental condujeron a una profunda modificación de los temas de la astronomía, la
física, química y biología‖, y ―la mutación que tuvo lugar en ellos ha ejercido el más hondo
influjo sobre las relaciones humanas‖.12 Cierto es que la ciencia, como otros] mil factores,
desempeñó un papel en la determinación de modificaciones históricas buenas o malas; pero
ello no demuestra que la ciencia sea la única fuerza capaz de salvar a la humanidad. Si
Dewey quiere dar a entender que los cambios científicos originan por lo común cambios
dirigidos hacia un mejor orden social, interpreta erróneamente el efecto recíproco de las
fuerzas económicas, técnicas, políticas e ideológicas. Las fábricas de muerte de Europa
arrojan una luz tan significativa sobre la relación entre la ciencia y el progreso técnico,
como la producción de medias con el aire como materia prima.
Los positivistas reducen la ciencia a los procedimientos aplicados en la física y sus
derivaciones; niegan el nombre de ciencia a todos los esfuerzos teóricos que no concuerdan
con aquello que ellos extraen de la física como métodos legítimos. Debe observarse a este
respecto que la división de toda verdad humana en ciencias naturales y ciencias del espíritu
es en sí misma un producto social hipostasiado por la organización de las universidades, y
últimamente también por algunas escuelas filosóficas, sobre todo las de Rickert y Max
Weber. El así llamado mundo práctico no ofrece lugar para la verdad, y por lo tanto la
1 Ibid., pág. 7.
1 Dewey, ibid., pág. 26
2 Ibid.
611
divide a fin de igualarla a su propia imagen: las ciencias naturales se ven provistas de la así
llamada objetividad, pero desprovistas de contenido humano; las ciencias del espíritu
conservan el contenido humano, pero tan sólo como ideología y a costa de la verdad.
El dogmatismo de los positivistas se hace patente cuando examinamos la
legitimación máxima de su principio, aun cuando ellos pudieran considerar semejante
intento como enteramente desprovisto de todo sentido. Los positivistas alegan que los
tomistas y todos los demás filósofos no positivistas aplican medios irracionales,
especialmente intuiciones, que no pueden ser controlados mediante experimentos; y por
otra parte afirman que sus propias intelecciones son científicas y que su conocimiento de la
ciencia se basa en la observación; vale decir que afirman tratar a la ciencia del mismo modo
en que la ciencia trata sus objetos, mediante la observación experimentalmente verificable.
Pero la pregunta decisiva es esta: ¿cómo es posible determinar correctamente qué puede ser
denominado ciencia y verdad, cuando esta determinación presupone los métodos con los
cuales se obtiene la verdad científica? El mismo círculo vicioso está implícito en cualquier
justificación del método científico por medio de la observación de la ciencia: ¿de qué modo
justificar el propio principio de la observación? Cuando se requiere una justificación,
cuando alguien pregunta por qué la observación sirve de garantía apropiada para la verdad,
los positivistas vuelven a apelar, sencillamente, a la observación. Pero no hacen otra cosa
que cerrar los ojos. En vez de interrumpir el funcionamiento maquinal de la investigación,
los mecanismos del hallazgo de los hechos, de la verificación, de la clasificación, etcétera, y
de pretender alcanzar su significado y su relación con la verdad, los positivistas repiten que
la ciencia transcurre mediante la observación, y describen circunstanciadamente cómo ésta
funciona. Dirán, naturalmente, que no es su tarea justificar o de mostrar el principio de la
verificación: ellos tan sólo quieren expresarse de un modo científico racional. Con otras
palabras: al negarse a verificar su propio principio —según el cual ningún enunciado que
no se verifique tiene sentido—, se hacen culpables de la petitio prinpicii: presuponen lo que
debe demostrarse.
Sin duda alguna el sofisma lógico en el que se fundamenta la posición positivista
sólo revela su veneración por la ciencia institucionalizada. Sin embargo, ese sofisma no
debe pasarse por alto, puesto que los positivistas se jactan siempre de la pulcritud y
limpieza lógica de sus enunciados. El callejón sin salida al que conduce la máxima
justificación del principio positivista de la verificación empírica constituye un argumento en
contra de los positivistas tan sólo porque ellos sostienen que todos los otros principios
filosóficos son dogmáticos e irracionales. Mientras que otros dogmáticos tratan por lo
menos de justificar sus principios sobre la base de lo que llaman revelación, intuición o
evidencia elemental, los positivistas intentan eludir el sofisma empleando tales métodos
ingenuamente y denunciando a quienes los utilizan conscientemente.
Ciertos metodólogos de la ciencia natural afirman que los axiomas fundamentales
de la ciencia pueden ser arbitrarios y que debieran serlo. Ello, empero, no tiene validez
cuando se trata del significado de la ciencia y la verdad, mediante las cuales debiera
justificarse esa afirmación. Ni aun los positivistas pueden dar por sobreentendido aquello
612
que quieren demostrar, a no ser que pongan fin a toda discusión declarando que quienes no
entienden esto no gozan de la bendición de la gracia, cosa que en su lengua podría
expresarse así: las ideas que no se adecuan a la lógica simbólica no tienen sentido. Si la
ciencia ha de ser la autoridad que se levanta contra el oscurantismo —y al exigir esto los
positivistas continúan la gran tradición del Humanismo y de la Ilustración— los filósofos
han de establecer un criterio para la verdadera naturaleza de la ciencia. La filosofía debe
formular el concepto de ciencia de un modo tal que exprese las resistencias contra la
amenaza de recaída en la mitología y la locura y no estimule eventualmente a ésta,
formalizando a la ciencia y coordinándola con las exigencias de la praxis existente. Para ser
autoridad absoluta, la ciencia ha de justificarse en cuanto principio espiritual; no puede ser
deducida meramente de procedimientos empíricos y absolutizada luego como verdad,
sobre la base de criterios dogmáticos derivados del éxito científico.
Al llegar a determinada etapa, la ciencia es capaz de trascender notablemente el
método experimental. Sería cuestionable entonces —puesto que su significado es
rigurosamente empírico— el valor de todos esos volúmenes sutiles del positivismo
moderno que se ocupan de la estructura lógica de la ciencia. Los positivistas confían en los
éxitos de la ciencia como justificación de sus propios métodos. Nada les importa
fundamentar su propio reconocimiento de métodos científicos, de la experimentación, por
ejemplo, con la intuición o con algún otro principio que pudiera volverse contra la ciencia,
tal como ésta es aplicada con éxito y aceptada socialmente. No es posible apelar en este
caso al aparato lógico en sí, que algunos positivistas señalan como principio diferente del
empirismo; pues los principios lógicos fundamentales no son considerados de ningún
modo como evidentes en sí mismos. Tienen —como comprueba Dewey coincidiendo con
Pierce— el significado de ―condiciones que en el transcurso de una investigación constante
han demostrado involucrar su propia realización exitosa‖.13 Tales principios ―se deducen
del examen de métodos empleados con anterioridad‖.14 No puede entenderse cómo la
filosofía llega a justificar el pensamiento de que tales principios ―respecto de una
investigación posterior, existen operacionalmente a priori‖15 o en qué medida pueden
utilizarse datos derivados de observaciones para luchar contra ilusiones que pretenden ser
verdad. En el positivismo la lógica, por más formalista que pueda ser su formulación, es
deducida de procedimientos empíricos, y las escuelas que se denominan empiriocriticismo
o empirismo lógico resultan ser puras variantes del viejo empirismo sensualista. Lo que
coincidentemente han señalado respecto al empirismo pensadores como Platón y Leibniz,
de Maistre, Emerson y Lenin, cuyas opiniones son tan opuestas, vale también en cuanto a
sus adeptos modernos.
El empirismo destituye aquellos principios según los cuales podrían ser justificadas
tal vez la propia ciencia y el empirismo. La observación en sí no es un principio, sino un
3 Logic, pág. 11.
4 Ibid., pág. 13.
5 Ibid., pág. 14
613
modelo de comportamiento, un modus procedendi que puede conducir en cualquier momento
a su propia abolición. Si en algún momento la ciencia cambiara sus métodos y si entonces
la observación, tal como hoy se practica, ya no se practicara, sería necesario modificar el
principio ―filosófico‖ de la observación, reexaminando en forma correspondiente la
filosofía, o bien se mantendría en pie ese principio como dogma irracional. Esta debilidad
del positivismo queda encubierta por la suposición implícita de los positivistas de que los
procedimientos empíricos generales empleados por la ciencia corresponden por naturaleza
a la razón y la verdad. Esta fe optimista es plenamente legítima en el caso de todo científico
que se ocupe de la investigación no filosófica de hechos, pero a un filósofo se le aparece
como el autoengaño de un absolutismo ingenuo. En cierto sentido, aun el dogmatismo
irracional de la Iglesia es más racional que este racionalismo tan ferviente y celoso que con
los disparos de su propia racionalidad sobrepasa el blanco fijado. Un gremio oficial de
científicos es, conforme a la teoría positivista, más independiente de la razón que el colegio
de cardenales, puesto que este último por lo menos debe referirse a los Evangelios.
Por un lado, los positivistas dicen que la ciencia debe hablar por sí misma y, por el
otro, que la ciencia es una mera herramienta, y las herramientas, por impresionantes que
puedan ser sus realizaciones, son mudas. Les plazca o no a los positivistas, la filosofía que
ellos enseñan se compone de ideas y es más que una herramienta. De acuerdo con su
filosofía, las palabras, en lugar de tener un sentido, sólo tienen una función. La paradoja
según la cual el sentido de su filosofía es la falta de sentido, podría de hecho servir como
excelente punto de partida para el pensar dialéctico. Pero precisamente en este punto es
donde su filosofía concluye. Dewey parece sentir esta debilidad cuando comprueba:
―Mientras los naturalistas no apliquen sus principios y métodos a la formulación de temas
tales como espíritu, conciencia, mismidad, etc., estarán en seria desventaja.‖16 La promesa
de que un día el positivismo solucionará los problemas esenciales que hasta el momento no
ha podido resolver debido a un exceso de tareas, es una promesa vacua. No es por azar
que, tras algunas francas declaraciones de Carnap y de otros que habían tomado el rumbo
de un grueso materialismo, el positivismo denote cierta resistencia a comprometerse en
asuntos tan espinosos. El neopositivismo, de acuerdo con toda su estructura metodológica
y teórica, excluye la posibilidad de que se haga justicia a problemas insinuados con ―temas
tales como espíritu, conciencia, mismidad, etc.‖. Los positivistas no tienen ningún derecho
a mirar con condescendencia al intuicionismo. Estas dos escuelas antagónicas padecen de la
misma incapacidad: en un punto determinado ambas frenan el pensamiento crítico
mediante afirmaciones autoritarias que se refieren ya a la suprema inteligencia, ya a la
ciencia como su sustituto.
Tanto el positivismo como el neotomismo constituyen verdades limitadas que
ignoran la contradicción inherente a sus principios. En consecuencia, ambos intentan
arrogarse un papel despótico en el dominio del pensamiento. Los positivistas desatienden el
hecho de que su carencia es fundamental y atribuyen su ineficiencia ante la crisis espiritual
6 "Antj-Naturalism in Extremis", en: ibid., pág. 28.
614
contemporánea a ciertas pequeñas negligencias, por ejemplo, a la circunstancia de no haber
logrado ofrecer una teoría aceptable de los valores. Hook insiste en la ―competencia de la
investigación científica para la valoración‖ de las exigencias de intereses creados en la vida
social, de los privilegios injustos, de todo aquello que se presenta como ―clase nacional o
verdad racial‖.17 Quiere que los valores sean examinados. Del mismo modo Nagel declara
que ―todos los elementos del análisis científico —la observación, la reconstrucción en la
fantasía, la elaboración dialéctica de hipótesis y la verificación experimental— tienen que
ser aplicados‖.18 Es probable que piense en la investigación de ―causas y efectos‖ de los
valores a la que remite Hook, y opine que deberíamos saber exactamente por qué queremos
algo y qué sucede si lo perseguimos; que los ideales y las profesiones de fe deberían ser
cuidadosamente examinados para comprobar qué sucedería si se los convirtiera en praxis.
Tal es lo que llegó a ser la función de la ciencia respecto a los valores, según los definió
Max Weber, un archipositivista. Sin embargo, Weber distinguió nítidamente entre
conocimiento científico y valores, y no creía que la ciencia experimental pudiera superar
por sí misma los antagonismos sociales y políticos. Pero forma sin duda parte de las ideas
del positivismo reducir aquello que se le sustrae como ―valor‖, a hechos, y presentar lo
espiritual como algo cosificado, como una especie de mercancía especial o como bienes
culturales. El pensamiento filosófico independiente, siendo crítico y negativo, debería
elevarse por encima del concepto de los valores y de la idea de la vigencia absoluta de los
hechos.
Sólo superficialmente escapan los positivistas a la ―neurastenia‖. Practican un
confiado optimismo. Lo que Dewey llama inteligencia organizada, es para ellos la única
instancia capaz de resolver el problema de la estabilidad social o de la revolución. Sin
embargo, este optimismo oculta en realidad un derrotismo político mayor que el pesimismo
de Weber, quien apenas creía que los intereses de las clases sociales pudieran reconciliarse
gracias a la ciencia.
La ciencia moderna, tal como la entienden los positivistas, se refiere esencialmente a
enunciados respecto a hechos y presupone, por lo tanto, la cosificación de la vida en
general y de la percepción en especial. Esa ciencia ve al mundo como un mundo de hechos
y de cosas y descuida la necesidad de ligar la transformación del mundo en hechos y en
cosas con el proceso social. Precisamente el concepto del ―hecho‖ es un producto: un
producto de la alienación social; con este concepto el objeto abstracto del trueque es
concebido como modelo para todos los objetos de la experiencia en la categoría dada. La
tarea de la reflexión crítica no es tan sólo comprender los diversos hechos en su evolución
histórica —y aun esto implica notablemente más que lo que jamás hubiera soñado la
escolástica positivista—, sino también captar el concepto del hecho mismo, en su
evolución y con ello en su relatividad. Los así llamados hechos obtenidos mediante
métodos cuantitativos, que los positivistas suelen considerar como los únicos hechos
científicos, son a menudo fenómenos de superficie que más contribuyen a oscurecer que a
7 Ibid., pág. 5.
8 Ibid., pág. 57.
615
develar la realidad de fondo. Un concepto no puede ser aceptado como medida de la
verdad si el ideal de la verdad al que sirve presupone en sí mismo procesos sociales que el
pensar no puede convalidar como instancias últimas. La escisión mecánica entre génesis y
cosa es uno de los puntos débiles del pensar dogmático, y subsanar esta deficiencia es una
de las tareas más importantes de una filosofía que no confunde una forma coagulada de la
realidad con una ley de la verdad.
Debido a la identificación de conocimiento y ciencia, el positivismo limita a la
inteligencia a funciones necesarias para la organización de un material ya conformado por
los moldes de esa cultura comercial que requeriría la crítica de la inteligencia. Semejante
limitación convierte a la inteligencia en sierva del aparato de producción y seguramente no
en su amo, cosa que complacería mucho a Hook y a sus amigos positivistas. Ni el
contenido, los métodos y las categorías de la ciencia son una instancia superior a los
conflictos sociales, ni se ven estos conflictos conformados de tal modo que los hombres, a
fin de liquidarlos, aprobarían una experimentación ilimitada respecto a valores
fundamentales. Tan sólo bajo condiciones armoniosas ideales podrían provocarse mediante
la autoridad de la ciencia cambios históricos progresistas. Es probable que los positivistas
tengan plena conciencia de este hecho, pero no toman en cuenta su consecuencia: que la
ciencia cumple una función relativa fijada por la teoría filosófica. Los positivistas son, en su
actitud, exageradamente idealistas en cuanto a la praxis social, tanto como son
exageradamente realistas en su desprecio de la teoría. Si la teoría se reduce a un mero
instrumento, todos los medios teóricos destinados a trascender la realidad se convierten en
un despropósito metafísico. Por la misma deformación, la realidad así glorificada se
concibe como libre de todo carácter objetivo que, merced a su lógica interna, pudiera
conducir hacia una realidad mejor.
Mientras la sociedad sea lo que es, parecería más útil y más sincero encarar de frente
al antagonismo entre teoría y praxis, que ocultarlo mediante el concepto le una inteligencia
activa, organizada. Semejante hipóstasis idealista e irracional se encuentra más cerca del
espíritu universal hegeliano de lo que puedan pensar sus astutos críticos, cuya propia
ciencia absoluta está de tal modo aderezada que adopta el aspecto de la verdad, mientras
que, de hecho, la ciencia es sólo un elemento de la verdad. En la filosofía positivista, la
ciencia hasta tiene más rasgos de espíritu santo que el espíritu universal que, en el sentido
de la tradición de la mística alemana, involucra expresamente todos los elementos negativos
de la historia. No se percibe con claridad si el concepto de inteligencia de Hook implica el
pronóstico definido según el cual la armonía social es resultante de la experimentación;
pero es seguro que la confianza en las investigaciones científicas en cuanto atañe a los así
llamados valores, depende de una teoría intelectualista sobre la evolución social.
Los positivistas, epígonos de la Ilustración del siglo xviii, demuestran ser, en su
filosofía moral, discípulos de Sócrates, quien enseñó que el saber engendra necesariamente
virtud y que la ignorancia implica maldad. Sócrates trató de emancipar a la virtud de la
religión. Más tarde abogó por esta teoría el monje inglés Pelagio, el cual dudaba que la
gracia fuese condición de la perfección moral, y afirmaba que las bases de ésta eran la
616
doctrina y la ley. Es probable que los positivistas no admitieran para sí este augusto árbol
genealógico. En el plano prefilosófico, se manifestarían seguramente de acuerdo con la
experiencia general según la cual la gente bien informada comete con frecuencia errores.
Pero si es así, ¿por qué esperar la salvación espiritual de la filosofía sencillamente de una
información más sólida? Tal esperanza tiene sentido únicamente si los positivistas se
atienen a la homologación socrática de saber y virtud o a un principio racionalista similar.
La controversia actual entre los profetas de la observación y los de la autoevidencia es una
forma más débil del pleito de hace mil quinientos años acerca de la gratia inspirationis. Los
pelagianos modernos se enfrentan con el neotomismo así como su prototipo se enfrentaba
con San Agustín.
No es de ningún modo la cuestionabilidad de la antropología naturalista la que hace
que el positivismo sea una filosofía deficiente; es antes bien la falta de reflexión propia, su
incapacidad para comprender sus propias implicaciones filosóficas tanto en la ética como
en la epistemología. Es esto precisamente lo que convierte su tesis en otra panacea más,
valerosamente defendida pero inútil, debido a su carácter abstracto y a su primitivismo. El
neopositivismo insiste con rigor en la recíproca unión, sin solución de continuidad, de
sentencias; en la absoluta subordinación de todo elemento del pensar a las reglas abstractas
de la teoría científica. Pero los cimientos de su propia filosofía están colocados de una
manera altamente incoherente. Al mirar con desprecio a la mayor parte de los sistemas
filosóficos del pasado, parecería pensar que las largas secuencias de pensamientos
empíricamente no verificables contenidas en estos sistemas son más inciertas, más
supersticiosas, más absurdas, en fin, más ―metafísicas‖ que sus propias suposiciones
relativamente aisladas, que simplemente se dan por probadas y se convierten en base de su
relación espiritual con el mundo. La predilección por palabras y frases no complicadas, que
puedan articularse de buenas a primeras, es una de las tendencias antiintelectuales,
antihumanistas, que se evidencian en general tanto en la evolución del lenguaje moderno
como en la vida cultural. Es un síntoma precisamente de esa neurastenia contra la cual
pretende luchar el positivismo.
La afirmación de que el principio positivista tiene más afinidad con las ideas
humanistas de libertad y justicia que otras filosofías, es un error casi tan grave como la
presunción similar de los tomistas. Muchos representantes del positivismo moderno
trabajan en favor de la realización de tales ideas. Pero precisamente su amor a la libertad
parecería fortificar su hostilidad contra su vehículo, el pensar teórico. Identifican
cientificismo con intereses de la humanidad. No obstante, la apariencia e incluso la tesis de
una doctrina rara vez dan indicios claros acerca del papel que cumple en la sociedad. El
código legislativo de Dracón, de aire de severidad sanguinaria, constituyó una gran fuerza
civilizadora. A la inversa, la doctrina de Cristo —en negación de su propio contenido y de
su significación— se vio ligada, desde los Cruzados hasta la colonización moderna, a una
sangrienta inescrupulosidad. Los positivistas serían en efecto mejores filósofos si cobraran
conciencia de la contradicción que existe entre todo pensamiento filosófico y la realidad
social y pusiesen así de manifiesto las consecuencias antimorales de su propio principio tal
617
como hacían los más consecuentes de entre los partidarios de la Ilustración —verbigracia,
Mandeville y Nietzsche—, que no se aferraban a una compatibilidad fácil de su filosofía
con las ideologías oficiales, ya fuesen éstas progresivas o reaccionarias. Por cierto, la
negación de tal armonía era el núcleo central de la obra de tales pensadores.
La culpa de muchos especialistas no reside tanto en su carencia de interés político,
cuanto en su tendencia a sacrificar las contradicciones y complejidades del pensar a las
exigencias del así llamado buen sentido común. La mentalidad de los pueblos, domesticada
con refinada astucia, conserva la hostilidad del cavernícola frente al extraño. Esto se
expresa no sólo en el odio contra los que tienen un diferente color de piel o llevan otro tipo
de vestimenta, sino también en el odio contra un pensamiento extraño e inusual, más aun,
incluso contra el pensar mismo que, en procura de la verdad, tiende a ir más allá de los
límites fijados por los requerimientos de un orden social dado. El pensar es hoy
rápidamente conminado a justificarse más en relación con su utilidad para un grupo
establecido, que en su relación con la verdad. Aun cuando la subversión contra la miseria y
la privación pueda descubrirse como elemento implícito en todo pensar consecuente, su
capacidad para la reforma no constituye un criterio para la verdad.
El mérito del positivismo consiste en haber llevado la lucha de la Ilustración contra
las mitologías al terreno sagrado de la lógica tradicional. Sin embargo, puede culparse a los
positivistas tanto como a los mitólogos modernos de servir a un fin, en lugar de
abandonarlo en aras de la verdad. Los idealistas glorificaron la cultura comercial
atribuyéndole un significado más elevado. Los positivistas la glorifican adoptando el
principio de esta cultura como pauta de verdad, de una manera bastante similar a aquella en
que proceden el arte de masas y la literatura de masas actuales para glorificar la vida tal cual
es: no mediante la idealización o interpretación orgullosa, sino mediante el hecho de
repetirla, sencillamente, sobre la tela, el escenario, el film. El neotomismo es ajeno a la
democracia, no porque —según argumentarían los positivistas— sus ideas y valores no
respondan a la realidad contemporánea. No reside tampoco ello en el hecho de que el
neotomismo vaya postergando la aplicación de ―métodos‖ que serían los únicos indicados
―para lograr la comprensión de la condiciones sociales y la consiguiente facultad de
dirigirlas‖;19 el catolicismo tiene fama de utilizar tales métodos. El tomismo falla porque es
una semiverdad. En vez de desarrollar sus enseñanzas sin preocuparse por su utilidad, sus
expertos propagandistas las adaptaron siempre a las exigencias cambiantes de las fuerzas
sociales predominantes, y en los últimos años también a los fines del autoritarismo
moderno, contra el cual es necesario que el porvenir se asegure todavía, a pesar de su actual
derrota. El fracaso del tomismo se advierte en su apresurada adaptación a fines
pragmáticos, más que en su falta de practicabilidad. Cuando una doctrina llega a hipostasiar
un principio aislado que excluye la negación, se hace propensa de antemano,
paradójicamente, al conformismo.
9 Ibid., pág 27.
618
Como todas las ideas y todos los sistemas que, al ofrecer nítidas definiciones de la
verdad y de los principios conductores, tienden a dominar durante un tiempo la escena
cultural, tanto el neotomismo como el neopositivismo achacan todos los males a aquellas
enseñanzas que son contrarias a las suyas. Las acusaciones varían según las formas políticas
dominantes. En el siglo xix, cuando naturalistas como Ernst Haeckel acusaban a la filosofía
cristiana de debilitar la moral nacional con su veneno supranaturalista, los filósofos
cristianos arrojaron el mismo reproche, de rebote, contra el naturalismo. Hoy en día las
escuelas enemistadas de estas tierras se acusan mutuamente de socavar el espíritu
democrático. Intentan abonar sus argumentos ocasionales con dudosas excursiones al reino
de la historia. Resulta, desde luego, difícil ser imparcial frente al tomismo, que rara vez ha
perdido la ocasión de ponerse del lado de la opresión —siempre que la opresión estuviese
dispuesta a acoger en su seno a la Iglesia— y que sin embargo pretende ser pionero de la
libertad.
La alusión de Dewey a la posición reaccionaria de la religión frente al darwinismo,
no refleja enteramente la situación real. El concepto de evolución que se expresa en tales
teorías biológicas requiere una vasta elaboración, y no pasará mucho tiempo sin que los
positivistas se unan a los tomistas en su crítica. A menudo, en la historia de la cultura
occidental, la Iglesia católica y sus grandes maestros ayudaron a la ciencia a emanciparse de
la superstición y el charlatanismo. Dewey parecería opinar que son especialmente hombres
de fe religiosa quienes se opusieron al espíritu científico. He ahí un problema complejo,
pero ya que Dewey cita en este contexto al ―historiador de las ideas‖, 2 éste debería
recordarle que el ascenso de la ciencia europea es, al fin y al cabo, inimaginable sin la
Iglesia. Los Padres de la Iglesia libraron una lucha encarnizada contra toda suerte de
―neurastenias‖, incluyendo la astrología, el ocultismo y el espiritismo, frente a los cuales
algunos filósofos positivistas de nuestra época mostraron ser menos inmunes que
Tertuliano, Hipólito o San Agustín.
La relación entre la Iglesia católica y la ciencia cambia según las alianzas de la Iglesia
con fuerzas progresistas o reaccionarias. Mientras que la Inquisición española ayudó a una
corte corrompida a sofocar todas las reformas económicas y sociales sensatas,
determinados Papas cultivaron relaciones con el movimiento humanista en el mundo
entero. A los enemigos de Galileo les resultó difícil socavar su amistad con Urbano VIII, y
su éxito final se debe mucho más a las incursiones de Galileo en el dominio de la teología y
de la teoría del conocimiento que a sus opiniones científicas. Vincent de Beauvais, el más
grande de los enciclopedistas medievales, habla de la tierra como de un punto en el
universo. El propio Urbano parece haber considerado la teoría de Copérnico como una
hipótesis provechosa. Lo que la Iglesia temía no era la ciencia natural en sí; estaba en
perfectas condiciones de mantener a raya a la ciencia. En el proceso de Galileo le surgieron
dudas acerca de las pruebas aportadas por Copérnico y Galileo; pudo así pretender por lo
menos que su proceso se basaba en una defensa de la racionalidad contra conclusiones
10 Ibid., pág. 31.
619
precipitadas. Sin duda, la intriga desempeñó un papel importante en la condena de Galileo.
Pero un abogado del diablo bien podría decir que la vacilación de algunos cardenales en
cuanto a aceptar la teoría de Galileo se debía a la sospecha de que fuera seudocientífica,
como la astrología o la actual teoría racial. Más que por cualquier clase de empirismo o de
escepticismo, los pensadores católicos tomaron partido en favor de una teoría del hombre y
de la naturaleza, tal como se halla contenida en el antiguo y el nuevo Testamento. Esta
doctrina, que ofrecía cierta protección contra la superstición bajo disfraces científicos o de
otra índole, podría haber preservado a la Iglesia de consentir las manifestaciones del
populacho sanguinario que insistía en haber sido testigo de brujerías. No tenía por qué
someterse a la mayoría corno los demagogos que afirman que el ―pueblo tiene siempre
razón‖ y que a menudo echan mano de este principio para minar las instituciones
democráticas. Sin embargo, su participación en las hogueras de brujas sólo prueba la
presencia de sangre en su escudo, no su oposición a la ciencia. Al fin y al cabo, si William
James y F. C. S. Schiller tenían derecho a equivocarse respecto a los espíritus, la Iglesia
puede equivocarse respecto a las brujas. Lo que en cambio revelan las hogueras es una
duda implícita en su propia fe. Los torturadores eclesiásticos daban a menudo señales de
mala conciencia; así, por ejemplo, mediante su mísero pretexto de que no se derrama
sangre cuando se quema a un ser humano atado a la hoguera.
La mayor deficiencia del tomismo no es propia de su versión moderna. Puede
hacerse remontar hasta Tomás de Aquino e incluso hasta Aristóteles. Esta deficiencia
consiste en equiparar la verdad y la bondad con la realidad. Tanto los positivistas como los
tomistas parecen pensar que la adaptación del hombre a lo que ellos llaman realidad lo
sacaría del actual callejón sin salida. Un análisis crítico de semejante conformismo traería
probablemente a la luz un fundamento que es común a ambas tendencias del pensamiento:
las dos aceptan como modelo de comportamiento un orden en el cual el fracaso o el éxito
—en la vida temporal o en la venidera— desempeñan un papel esencial. Bien puede decirse
que este dudoso principio, de adaptar la humanidad a algo que la teoría reconoce como
realidad, es causa fundamental de la decadencia espiritual contemporánea. En nuestro
tiempo, el vehemente deseo de que los hombres se adapten a algo que tiene el poder de ser,
ya se le llame un hecho o un ens rationale, ha conducido a un estado de racionalidad
irracional. En esta era de la razón formalizada las doctrinas se suceden tan rápidamente una
a otra, que cada una de ellas sólo es considerada como otra ideología más y sin embargo
cada una se ve convertida en causa ocasional de opresión y perjuicio.
El humanismo soñó alguna vez con reunir a la humanidad mediante una
comprensión mancomunada de su destino. Creía que podría poner en marcha una sociedad
buena mediante la crítica teórica de su praxis presente y que luego ésta derivaría en una
actividad política correcta. Esto parece haber sido una ilusión. Hoy las palabras deben ser
propuestas para la acción. Los hombres creen que los requerimientos de lo existente
deberían verse fortalecidos por la filosofía en cuanto servidora de lo existente. Esta es una
ilusión tan grande como la anterior, y el positivismo y el neotomismo se la reparten. La voz
de mando positivista que pide atenerse a hechos y al sentido común en vez de perseguir
620
ideas utópicas, no difiere mucho de la exhortación a obedecer a la realidad, tal como la
interpretan las instituciones religiosas que, al fin y al cabo, también son hechos. Cada uno
de estos bandos expresa sin duda una verdad, con la deformación de pretender que sea
exclusivamente válida. El positivismo va tan lejos en la crítica del dogmatismo que declara
nulo al principio de la verdad en cuyo nombre únicamente tiene sentido la crítica. El
neotomismo se atiene tan estrictamente a este principio, que la verdad se convierte
fácticamente en su contrario. Ambas escuelas son de especie heterónoma. Una tiende a
reemplazar a la razón autónoma mediante el automatismo de una metodología
ultramoderna y la otra mediante la autoridad de un dogma.
621
Max Horkheimer (1895–1973): Filósofo alemán, de familia judía de clase alta; estudió en
Munich, Friburgo y Frankfurt, y fue discípulo del neokantiano Hans Cornelius, quien le influyó
profundamente; en sus teorías hay también influencias de Kant, Schopenhauer, Dilthey, Nietzsche
y Freud, por quienes se interesó antes de hacerlo por Hegel y Marx. Fue director del Instituto para
la Investigación Social, que durante unos años fue centro de la filosofía social en Alemania, y uno
de los iniciadores de la escuela de Frankfurt. Con Hitler al poder, abandona Alemania y marcha a
EE.UU. donde refunda el Instituto para la Investigación Social en el exilio; colaboran con él, entre
otros, Herbert Marcuse y Th. W. Adorno. Los ensayos que publica en la primera mitad de los años
treinta, para la Revista de investigación social del Instituto, constituyen el núcleo de lo que se
llamará ―teoría crítica‖, que, junto con la Dialéctica de la Ilustración (escrita en colaboración con Th.
W. Adorno) y las aportaciones psicoanalíticas de H. Marcuse, representan la doctrina fundamental
de la escuela de Frankfurt.
Horkheimer, Max. Teoría tradicional y teoría crítica. Paidós, Barcelona, 1987. Apéndice
1937, Págs., 79- 87
APÉNDICE (1937)1
En mi ensayo he dado cuenta de la diferencia entre dos modos de conocimiento:
uno fue fundado en el Discours de la méthode, 2el otro en la crítica marxiana3 de la economía
política. La teoría en su sentido tradicional, fundada por Descartes, y tal como alienta por
todas partes en el funcionamiento de las ciencias especializadas, organiza la experiencia en
función de interrogantes que surgen con4 la reproducción de la vida dentro del marco de la
sociedad actual. Los sistemas de las distintas disciplinas contienen los conocimientos de un
modo que los hace aprovechables en las circunstancias dadas en tantas ocasiones como sea
posible. La teoría considera externos a ella misma el origen social de los problemas, las
situaciones reales en las que se necesita la ciencia o los fines para los que ésta se aplica. La
teoría crítica de la sociedad, en cambio, tiene por objeto a los hombres en tanto que
productores de todas sus formas históricas de vida. Las condiciones de la realidad de las
que parte la ciencia no aparecen a la teoría crítica como datos que simplemente hubiera que
constatar y calcular de antemano según las leyes de la probabilidad. Lo que está dado en
cada caso no depende únicamente de la naturaleza, sino también del poder que tenga el
Este apéndice fue publicado en la Zeitschrift für Sozialforscbung, VI, cuaderno 3, junto con una contribución de Herbert
Marcuse que llevaba por título «Philosophie und Kritische Theorie». El ensayo de Marcuse fue reeditado posteriormente
en Kultur und Gesellschaft, I, Francfort del Meno, 1965, págs. 102 y sigs. (trad. cast.: «Filosofía y teoría crítica», en Cultura y
sociedad, Buenos Aires, Sur, 1978) (N. del ed. alemán
1
2 «Discours de la méthode» / 1937: «Discours de la méthode, el aniversario de cuya publicación conmemoramos este
año».
3 «Crítica marxiana» / 1937: «crítica».
4 «Con» / 1937: «en relación con».
622
hombre sobre ella. Los objetos y el tipo de percepción, el planteamiento de los problemas y
el sentido de respuestas ponen de manifiesto la actividad humana y el grado de su poder.
En lo tocante a la relación que mantiene con la producción humana el material de
hechos aparentemente últimos a que se debe atener el investigador, la teoría crítica de la
sociedad coincide con el idealismo alemán. Desde Kant, esta filosofía ha hecho valer este
momento dinámico contra el culto a los hechos y contra el conformismo social vinculado a
éste. «Tal como [...] sucede en la matemática», dice Fichte,1 «así sucede también en toda la
cosmovisión; la única diferencia es que en la construcción del mundo no se es consciente
del propio construir, pues éste es necesario y no sucede con libertad.» Este pensamiento
fue generalmente compartido en el idealismo alemán. Pero para el idealismo la actividad
que se manifiesta en el material dado era una actividad espiritual, pertenecía a la conciencia
supra empírica en sí, al Yo absoluto, al espíritu, y la superación del lado ciego de esa actividad, de su lado inconsciente e irracional, correspondía en principio al interior de la persona,
a la disposición moral. Por el contrario, para la concepción materialista esa actividad
fundamental es el trabajo social, cuya forma, la división de clases, imprime su sello en todos
los modos humanos de reacción, incluida la teoría. El afianzamiento racional de los
procesos en los que se constituyen el conocimiento y su objeto, su sometimiento al control
de la conciencia, no discurre, pues, en una esfera puramente espiritual, sino que coincide en
la realidad, con la lucha por establecer determinadas formas de vida. Mientras que el
surgimiento de teorías en sentido tradicional constituye una profesión delimitada en la
sociedad dada frente a otras actividades, teóricas o de otro tipo, y no necesita saber nada de
las tendencias y objetivos históricos con los que tal negocio está entrelazado, la teoría
crítica persigue de forma plenamente consciente, en la formación de sus categorías y en
todas las fases de su desarrollo, el interés en la i organización racional de la actividad
humana, interés cuya acta" ración y legitimación también le compete a ella. Pues a la teoría
crítica no sólo le interesan los fines tal como están trazados por las formas de vida
existentes, sino que le interesan los hombres con todas, sus posibilidades.
De este modo, la teoría crítica preserva el legado no ya del idealismo alemán, sino
de la filosofía en general. No es una hipótesis de investigación que demuestre su utilidad en
la industria dominante, sino un momento indispensable del esfuerzo histórico por construir
un mundo que satisfaga las necesidades y corresponda a las fuerzas de los hombres. En
toda interacción entre la teoría crítica y las ciencias especializadas, de cuyo progreso ha de
recibir orientación permanente y sobre las cuales ejerce desde hace décadas2 una influencia
liberadora y estimulante, la teoría crítica no apunta en modo alguno simplemente a la
ampliación del saber en cuanto tal, sino a emancipar a los hombres de las relaciones (Verhältnisse) que los esclavizan. En este aspecto corresponde la teoría crítica a la filosofía
griega, no tanto en el período helenístico de resignación cuanto en su florecimiento con
Platón y Aristóteles. Mientras que los estoicos y los epicúreos, después del fracaso de los
proyectos políticos de aquellos dos filósofos, se retiraron a la enseñanza de prácticas
individualistas, la nueva filosofía dialéctica ha retenido el conocimiento de que el libre
1 Johann Gottlieb Fichte, «Logik und Metaphysik», en: Nachgelassene Schriften, tomo II, Berlin, 1937, päg. 47.
2 «Desde hace décadas» / 1937: «desde hace setenta años».
623
desarrollo de los individuos depende de la constitución racional de la sociedad. Explorando
los fundamentos de la situación actual, se convirtió en crítica de la economía.
Pero la crítica no es idéntica a su objeto. A partir de la filosofía no ha cristalizado
algo así como una doctrina económica. Las curvas de la economía matemática de nuestros
días son tan incapaces de mantener la relación con lo esencial como la filosofía académica
positivista o existencialista. Los conceptos de aquella disciplina han perdido la relación con
las condiciones fundamentales de nuestra época. Si bien la investigación rigurosa ha exigido
desde siempre el aislamiento de estructuras, hoy el hilo conductor de la investigación ya no
es, como en la obra de Adam Smith, un interés histórico consciente, capaz de impulsar la
investigación; ha desaparecido la pertenencia de los análisis modernos a alguna totalidad de
conocimiento que tenga como objetivo la historia real. Se deja a otros, o a alguna época
futura, o al azar, la tarea de establecer la relación con la realidad o con cualesquiera fines.
Mientras haya demanda y reconocimiento social para ellas, las ciencias no se inquietan por
esas cuestiones, o las dejan al cuidado de otras disciplinas, por ejemplo la sociología o la
filosofía académica, las cuales, por su parte, hacen lo mismo que las ciencias. De este modo
las fuerzas decisivas de la sociedad, el poder de turno, ven confirmados tácitamente su
sentido y su valor por las propias ciencias, erigidas en jueces, al tiempo que se declara la
impotencia del conocimiento.
"En cambio, a diferencia del funcionamiento de las ciencias especializadas, la teoría
crítica de la sociedad ha seguido siendo filosófica incluso como crítica de la economía. Su
contenido constituye la inversión en su contrario de los conceptos que dominan la economía: la inversión del intercambio justo en la profundización de la injusticia social, de la
economía libre en la dominación del monopolio, del trabajo productivo en la consolidación
de relaciones que entorpecen la producción, de la conservación de la vida de la sociedad en
el hundimiento de los pueblos en la miseria. Se trata aquí no tanto de lo que permanece
igual, cuanto del movimiento histórico de la época que debe concluir. El Capital no es
menos exacto en sus análisis que la economía que critica, pero el motivo que lo impulsa
hasta en los más sutiles cálculos de procesos aislados, que se repiten periódicamente, sigue
siendo el conocimiento del curso histórico de la totalidad. Lo que marca la diferencia con
las consideraciones puramente científicas es la atención a las tendencias de la sociedad en
su totalidad, decisiva incluso en las más abstractas consideraciones lógicas y económicas, y
no un objeto filosófico especial.
El carácter filosófico de la teoría crítica no se contrapone únicamente a la
economía, sino también al economismo en la praxis. La lucha contra las ilusiones
armonizantes del liberalismo, el descubrimiento de las contradicciones que habitan en su
seno y del carácter abstracto de su concepto de libertad, se toman al pie de la letra en los
más diversos lugares del mundo y se retuercen hasta convertirlos en frases reaccionarias.
Que la economía debería servir a los hombres, en lugar de dominarlos, lo llevan en los
labios precisamente quienes desde siempre han querido entender por economía
simplemente a sus propios clientes. Se glorifica la totalidad y la comunidad allí donde ni
siquiera se pueden pensar estos conceptos sin oponerlos al individuo de forma excluyente,
es decir, donde no es posible pensarlos simplemente en su sentido propio; se identifican
con el orden podrido que se defiende. En el concepto de «egoísmo sagrado» y del interés
624
vital de la quimérica «comunidad popular»1 se confunde el interés de los hombres reales por
un desarrollo sin obstáculos y una existencia feliz, con el hambre de poder de los grupos
dominantes. El materialismo vulgar de la- mala praxis que el materialismo dialéctico critica
se ha convertido en la verdadera religión de nuestra época, bajo una capa de vacías frases
idealistas cuya transparencia constituye su mayor atractivo para sus partidarios más leales.2
Cuando el pensamiento especializado, con diligente conformismo, rechaza toda vinculación
interna con los llamados juicios de valor y lleva a cabo con irreprochable limpieza la
separación entre el conocimiento y la toma de posición práctica, el nihilismo de quienes
detentan el poder en la realidad adquiere con esa falta de ilusión una sinceridad brutal. Para
este nihilismo, los juicios de valor están bien para la poesía nacional o para pronunciarlos
ante los tribunales del pueblo, pero no, en todo caso, ante la instancia del pensamiento. Por
el contrario, la teoría crítica, cuyo objetivo es la felicidad de todos los hombres, no se
aviene bien con la perpetuación de la miseria, a diferencia de los servidores científicos de
los Estados autoritarios. La intuición de la razón por sí misma, que para la filosofía antigua
constituía el nivel más alto de la felicidad, se ha convertido, en el pensamiento moderno, en
el concepto materialista de la sociedad libre que se determina a sí misma; el resto de
idealismo que aún queda en este concepto consiste en que las posibilidades del hombre son
otras que ser absorbido por lo existente, otras que la acumulación de poder y beneficio.
Como algunos momentos particulares de la teoría crítica aparecen, con un sentido
deformado, en la teoría y la praxis contrarias, la confusión se ha extendido incluso entre sus
defensores desde la derrota de todos los esfuerzos progresistas en los países altamente
desarrollados de Europa. La superación (Aufhebung) de las condiciones sociales que
frenan hoy el progreso es realmente el próximo objetivo histórico. Pero la superación es un
concepto dialéctico. La expropiación de la propiedad individual y su conversión en
propiedad del Estado, la expansión de la industria e incluso la satisfacción mayoritaria de
las masas son elementos sobre cuyo significado histórico sólo puede decidir la naturaleza
histórica de la totalidad a la que pertenecen. Por muy importantes que puedan ser frente a
una situación envejecida, tales elementos pueden ser involucrados en un movimiento
regresivo. El viejo mundo se hunde bajo el peso de un principio de organización
económica desfasado. La decadencia cultural está en relación con esto. La economía es la
primera causa de la miseria, y la crítica teórica y práctica se debe dirigir en primer término
contra ella. Pero sería un pensamiento mecánico, no dialéctico, el que juzgase también las
formas de la sociedad futura únicamente según su economía. "Esa transformación histórica
no deja intacta la relación de las esferas culturales, y si en la situación actual de la sociedad
la economía domina a los hombres y es, por tanto, la palanca con la que se puede
revolucionar dicha situación, en el futuro los hombres deberán determinar por sí mismos
1 «"Egoísmo sagrado"... "comunidad popular"» / 1937: «egoísmo sagrado... comunidad popular».
2 La forma y el contenido de la fe no son indiferentes entre sí. Lo que se cree revierte sobre el acto
de tener por verdadero. Los contenidos de la ideología del pueblo, que van en contra de la posición del
espíritu en el mundo industrial, no ingresan en la conciencia del mismo modo en que lo hace una
verdad. Incluso los más fervorosos alimentan esta ideología sólo en el pensamiento superficial, y todos
saben, en realidad, de qué se trata. Cuando los oyentes comprenden que el orador no cree lo que está
diciendo, el poder de éste se fortalece. Disfrutan en su maldad. Pero, por supuesto, cuando las
circunstancias empeoran mucho, esta comunidad no resiste.
625
todas sus relaciones, encarando la necesidad de la naturaleza. Los datos económicos
aislados no constituirán, pues, la norma con la que se habrá de medir la comunidad de esos
hombres. Y lo mismo se puede decir para el período de transición, en el que la política
cobra una nueva autonomía en su relación con la economía. Sólo al final se resuelven los
problemas políticos en cuestiones de administración de las cosas. Antes de ese momento,
todo puede dar un giro en cualquier momento, e incluso el carácter de la transición
permanece indeterminado.
El economicismo al que se ve reducida la teoría crítica en muchos lugares en los
que se la invoca no consiste en tomar lo económico como un factor demasiado importante,
sino en tomarlo en un sentido demasiado estrecho. La intención originaria de la teoría
crítica, la de apuntar a la totalidad, queda eclipsada por la invocación de fenómenos
acotados. Para la teoría crítica, la economía actual está esencialmente determinada por la
circunstancia de que los productos que los hombres producen más allá de sus propias
necesidades no pasan inmediatamente a manos de la sociedad, sino que se apropian e
intercambian por dinero de tal forma que se favorece el beneficio privado. Con la
superación de esta situación se alude a un principio superior de organización económica, y
en modo alguno a una utopía filosófica. El viejo principio empuja a la humanidad a la
catástrofe. Pero el concepto de socialización que caracteriza la transformación no contiene
sólo elementos pertenecientes a la economía o a la jurisprudencia. Si la producción
industrial se somete al control de un Estado, es éste un hecho histórico cuyo significado
sólo se puede analizar en el sentido de la teoría crítica. La cuestión de si se trata de una
verdadera socialización, es decir, de hasta qué punto se desarrolla un principio superior, no
depende tan sólo de la transformación de ciertas relaciones de propiedad o del incremento
de la productividad mediante nuevas formas de cooperación social, sino también, y no en
menor medida, de la esencia y el desarrollo de la sociedad en la que sucede todo esto. Todo
depende de cómo estén exactamente constituidas las nuevas relaciones de producción.
Aunque al principio subsistan todavía los «privilegios naturales» condicionados por el
talento y la capacidad de rendimiento individuales, en todo caso no podrán ser
reemplazados por nuevos privilegios sociales. En esta situación provisional no podrá
quedar fijada la desigualdad, sino que, antes bien, se deberá suprimir cada vez en mayor
medida. El problema de qué y cómo se produce, de si existen grupos relativamente estables
con intereses especiales, de si las diferencias sociales se mantienen o incluso se hacen más
profundas, además de la relación activa del individuo con el gobierno, la relación de todos
los actos administrativos decisivos que afecten a los individuos con el saber y la voluntad
de éstos, la dependencia de todas las situaciones que los hombres pueden dominar de un
verdadero acuerdo entre ellos, en una palabra, el grado de desarrollo de los momentos
esenciales de una democracia y una asociación verdaderas pertenece también al contenido
del concepto de socialización. Ninguna de estas determinaciones se puede disociar de lo
económico, y la crítica del economicismo no consiste en el rechazo del análisis económico,
sino en conducirlo a su plenitud en la dirección históricamente indicada. La teoría dialéctica
no ejerce su crítica partiendo de la mera idea. Ya en su forma idealista abandonó la
representación de algo bueno en sí que simplemente se contrapone a la realidad. No juzga
según lo que está por encima del tiempo, sino según aquello cuyo tiempo ha llegado (was an
626
der Zeit ist). Al proceder a la nacionalización parcial de la propiedad, los Estados totalitarios
invocan también la comunidad y las prácticas colectivas. La falsedad es en ellos evidente.
Pero también allí donde esta invocación se hace con sinceridad, la teoría crítica tiene la
función dialéctica de medir cada etapa histórica no sólo a la luz de datos y conceptos
particulares y aislados, sino a la luz de su contenido originario y total, cuidando de que
dicho contenido siga alentando en ella. La filosofía correcta no consiste hoy en retirarse de
los análisis económicos y sociales concretos hacia categorías vacías y carentes de relaciones,
sino, por el contrario, en evitar que los conceptos económicos se evaporen en ese trabajo
de detalle, vacío y carente de relaciones, que por todas partes se emplea para ocultar la
realidad. La teoría crítica nunca ha sido absorbida por la ciencia económica. La
dependencia de la política respecto de la economía era su objeto, no su programa.
Entre quienes hoy invocan la teoría crítica, algunos la rebajan con plena conciencia
a la mera racionalización de sus empresas; otros se mantienen en conceptos hueros, qué se
han vuelto extraños ya incluso en su formulación, y forman con ellos una ideología niveladora que todo el mundo entiende porque en ella no hay nada que pensar. Pero el
pensamiento dialéctico constituye desde su origen el más avanzado estado del
conocimiento, y sólo de él puede venir en último término la decisión. Sus representantes
siempre estuvieron relativamente aislados en las épocas reaccionarias, y también esto lo
tienen en común con la filosofía. Mientras el pensamiento no haya triunfado
definitivamente, no se podrá nunca sentir cobijado a la sombra de algún poder. El
pensamiento necesita independencia. Pero aunque sus conceptos, que proceden de los
movimientos sociales, suenen hoy vanos porque apenas hay nadie que siga los pasos del
pensamiento, a excepción de sus perseguidores, sin embargo la verdad acabará
mostrándose. Pues realmente está inscrito en cada hombre el objetivo de una sociedad
racional, un objetivo que, por supuesto, sólo en la fantasía parece hoy superado.
No es ésta una afirmación pacificadora. La realización de las posibilidades depende
de las luchas históricas. La verdad sobre el futuro no es una constatación de lo dado que
tenga simplemente un índice particular. La propia voluntad desempeña aquí una función:
no se permite darse por satisfecha, si el pronóstico ha de ser verdadero. E incluso tras la
construcción de la nueva sociedad, la felicidad de sus miembros no ofrecerá equivalente
alguno de las penurias de quienes perecen en la sociedad de nuestros días. La teoría no
procura la salvación a sus exponentes. Indisociablemente unida a un determinado impulso
y a una determinada voluntad, no predica un estado psíquico, como la Stoa o el
cristianismo. Los mártires de la libertad no han buscado la tranquilidad de su alma. Su
filosofía fue la política. Aunque su alma permaneciese tranquila a la vista del horror, su
objetivo no era lograr esa tranquilidad. Tampoco su miedo podría hablar en su contra. El
aparato del poder no se ha vuelto en verdad más tosco desde la condena y retractación de
Galileo. Si en el siglo xix quedó rezagado respecto a otras maquinarias, en las últimas
décadas ha superado con creces su atraso. También aquí el final de la época se muestra
como el retorno al comienzo en un nivel superior. Si la personalidad, según Goethe,
equivale a la felicidad, otro poeta ha añadido que también la posesión de la personalidad
está socialmente determinada y se puede echar a perder en cualquier momento. Pirandello,
627
proclive al fascismo,1 conoció su tiempo mejor de lo que él mismo sospechaba. Bajo el
dominio totalitario del mal, sólo por casualidad pueden los hombres conservar no ya su
vida, sino incluso su yo, y las retractaciones significan hoy menos aún que en el
Renacimiento. Por eso la filosofía que cree encontrar descanso en sí misma, en una verdad
cualquiera, no tiene nada que ver con la teoría crítica.
1 «Pirandello, proclive al fascismo» / 1937: «el fascista Pirandello».
628
Tzvetan Todorov. (Sofía, 1939) Crítico francés de origen búlgaro. Cursó estudios
en la Universidad de Sofía, y en 1963 se trasladó a París, donde sostuvo una tesis de
doctorado sobre Las amistades peligrosas de Choderlos de Laclos (publicada con el título
Literatura y significación, 1967) bajo la dirección de Roland Barthes. Es autor, entre otros
ensayos, de Introducción a la literatura fantástica (1970), Poética de la prosa (1971), Teorías del
símbolo (1977), Los géneros del discurso (1978) y Mijaíl Bajtin y el principio dialógico (1981). Desde
1982 se ha consagrado al estudio de fenómenos históricos y de aspectos de la filosofía
moral: La conquista de América (1982), Nosotros y los otros (1989), Las moralejas de la historia
(1991). Posteriormente publicó La vida en común (1996), El hombre desplazado (1997) y El
jardín imperfecto (1999).
Todorov, Tzvetan. La conquista de América: el problema del otro. Siglo XXI, Madrid,
1998. Capítulo I ―Descubrir‖ y Epílogo
Epilogo
LA PROFECÍA DE LAS CASAS
Al final de su vida, Las Casas escribe en su testamento: ―E creo que por estas impías y
celerosas e ignominiosas obras tan injusta, tiránica y barbáricamente hechos en ellas y contra ellas.
Dios ha de derramar sobre España su furor e ira, porque toda ella ha comunicado y participado
poco que mucho en las sangrientas riquezas robadas y tan usurpadas y mal habidas, y con tantos
estragos e acabamientos de aquellas gentes‖.
Estas palabras, a medias entre la profecía y la maldición, establecen la responsabilidad
colectiva de los españoles, y no sólo de los conquistadores; para los tiempos futuros, no sólo para el
presente. Y anuncian que el crimen será castigado, que el pecado será expiado.
Estamos en buena situación hoy en día para juzgar si la visión de Las Casas fue acertada o
no. Se puede introducir una ligera corrección a la extensión de su profecía, y sustituir "España" por
"Europa occidental": incluso si España tiene el papel principal en el movimiento de colonización y
destrucción de los afros, no está sola: portugueses, franceses, ingleses, holandeses, la siguen muy de
cerca, Y serán alcanzados más tarde por los belgas, italianos y alemanes. Y si bien los españoles
hacen más que otras naciones europeas en materia de destrucción, no es porque éstas no hayan
tratado de igualarlos o de superarlos. Leamos pues "Dios ha de derramar sobre Europa su furor e
ira", si eso puede hacernos sentir más directamente involucrados.
¿Se cumplió la profecía? Cada cual contestará esta pregunta según su juicio. En lo que a mí
concierne, consciente de la parte de arbitrariedad que hay en toda apreciación del presente, cuando
la memoria colectiva todavía no ha hecho su selección, y consciente también de la elección
ideológica que eso implica, prefiero asumir abiertamente mi visión de las cosas sin disfrazar la
descripción de las cosas mismas Al hacer esto escojo en el presente los elementos que me parecen
más característicos, que por consiguiente contienen en germen el futuro —o deberían contenerlo.
Como debe ser, estas observaciones serán totalmente elípticas.
Claro que numerosos acontecimientos de la historia reciente parecen dar razón a Las Casas.
La esclavitud fue abolida hace unos cien años, y el colonialismo a la antigua (a la española) hace
629
unos veinte. Se han ejercido, y siguen ejerciéndose, numerosas venganzas contra ciudadanos de las
antiguas potencias coloniales, cuyo único crimen personal es a menudo su pertenencia a la nación
en cuestión; los ingleses, los norteamericanos, los franceses son considerados colectivamente
responsables por sus antiguos colonizados. No sé si haya que ver en eso el efecto del furor y la ira
de Dios, pero pienso que dos reacciones se imponen a aquel que ha tomado conocimiento de la
historia ejemplar de la conquista de América: primero, que actos como ésos nunca lograrán
equilibrar la balanza de los crímenes perpetrados por los europeos (y que en ese sentido son
excusables); luego, que esos actos sólo llegan a reproducir lo más condenable de lo que hicieron los
europeos, y nada es mas triste que ver repetirse la historia —justamente cuando sé trata de la
historia de una destrucción. El que Europa fuera colonizada a su vez por los pueblos de África,
Asia o América Latina (ya sé que estamos lejos de eso) quizás fuera una "hermosa revancha", pero
no podría constituir mi ideal.
Una mujer maya murió devorada por los perros. Su historia, reducida a unas cuantas líneas,
concentra una de las versiones extremas de la relación con el otro. Ya su marido, de quien es el
"Otro interior", no le deja ninguna posibilidad de afirmarse en cuanto sujeto libre: el marido, que
teme morir en la guerra, quiere conjurar el peligro privando a la mujer de su voluntad: la guerra no
será sólo una historia de hombres: aun muerto él, su mujer debe seguir perteneciéndole. Cuando
llega el conquistador español, esa mujer ya no es más que el lugar donde se enfrentan los deseos y
las voluntades de dos hombres. Matar a los hombres, violar a las mujeres: éstas son al mismo
tiempo pruebas de que un hombre detenta el poder, y sus recompensas. La mujer elige obedecer a
su marido y a las reglas de su propia sociedad; pone todo lo que le queda de voluntad personal en
inhibir la violencia de la que ha sido objeto. Pero, justamente, la exterioridad cultural determina el
desenlace de este pequeño drama: no es violada, como hubiera podido serio una española en tiempos de guerra, sino que la echan a los perros, porque es al mismo tiempo india y mujer que niega su
consentimiento, famas ha sido más trágico el destino del otro.
Escribo este libro para tratar de lograr que no se olvide este relato, ni mil otros semejantes.
Creo en la necesidad de "buscar la verdad" y en la obligación de hacerla conocer; se que la función
de información existe, y que el efecto de la información puede ser poderoso. Lo que deseo no es
que las mujeres mayas hagan devorar por los perros a los europeos con que se encuentran
(suposición absurda, naturalmente), sino que se recuerde qué es lo que podría producirse si no se
logra descubrir al otro.
Porque el otro está por descubrir. El asunto es digno de asombro, pues el hombre nunca
está solo, y no sería lo que es sin su dimensión social. Y sin embargo así es: para el niño que acaba
de nacer, su mundo es el mundo, y el crecimiento es un aprendizaje de la exterioridad y de la
socialidad; se podría decir un poco a la ligera que la vida humana está encerrada entre esos dos
extremos, aquel en que el yo invade al mundo, y aquel en que el mundo acaba por absorber al yo,
en forma de cadáver o de cenizas. Y como el descubrimiento del otro tiene vanos grados, desde el
otro corno objeto, confundido con el mundo que lo rodea, hasta el otro como sujeto, igual al yo,
pero diferente de el con un infinito número de matices intermedios, bien podemos pasarnos la vida
sin terminar nunca el descubrimiento pleno del otro (suponiendo que se pueda dar). Cada uno de
nosotros debe volverlo a iniciar a su vez, las experiencias anteriores no nos dispensan de ello, pero
pueden enseñarnos cuáles son los efectos del desconocimiento.
Sin embargo, aun si el descubrimiento del otro debe ser asumido por cada individuo, y
vuelve a empezar eternamente, también tiene una historia, formas social y culturalmente
630
determinadas. La historia de la conquista de América me hace creer que se produjo (o más bien se
reveló) un gran cambio en los albores del siglo XV: digamos cutre Colón y Cortés; se puede observar
una diferencia semejante (claro que no en los detalles) entre Moctezuma y Cortés; opera entonces
canto en el tiempo como en el espacio, y si me he detenido más en el contraste espacial que en el
contraste temporal, es porque este último se confunde en infinitas; transiciones, mientras que aquél,
con la ayuda de los océanos, tiene toda la nitidez que se pudiera desear. Desde aquella época, y
durante casi trescientos cincuenta años, Europa occidental se ha esforzado por asimilar al otro, por
hacer desaparecer su alteridad exterior, y en gran medida lo ha logrado. Su modo de vida y sus
valores se han extendido al mundo entero; como quería Colón, los colonizados adoptaron nuestras
costumbres y se vistieron.
Este éxito extraordinario se debe, entre otros, a un rasgo específico de la civilización
occidental, que durante mucho tiempo se había tomado como un rasgo humano general, lo cual
hacía que su florecimiento entre los occidentales se volviera entonces la prueba de su superioridad
natural; es, paradójicamente, la capacidad de los europeos para entender a los otros. Cortés tíos da
un buen ejemplo de ello, y estaba consciente de que el arte de la adaptación y de la improvisación
regía su conducta. Podríamos decir esquemáticamente que ésta se organiza en dos etapas. La
primera es la del interés por el otro, incluso al precio de cierta empatía, o identificación provisional.
Cortes se mete en su piel, pero en forma metafórica y ya no literal: la diferencia es considerable. Se
asegura así de la comprensión de la lengua del conocimiento de la política (de ahí su interés por las
disensiones internas de los aztecas), y hasta domina la emisión de los mensajes en un código
apropiado: vemos cómo se hace pasar por Quetzalcóatl, que ha regresado a la tierra. Pero, al hacer
esto, nunca abandona su sentimiento de superioridad; hasta ocurre lo contrario, su capacidad de
comprender al otro la confirma. Viene entonces la segunda etapa, durante la cual no se conforma
con reafirmar su propia identidad (que nunca ha dejado verdaderamente), sino que procede a
asimilar a los nidios a su propio mundo. Recordamos -que los frailes franciscanos adoptan en la
misma forma las costumbres de los indios (ropa, comida) para convertirlos mejor a la religión
cristiana. Los europeos dan prueba de notables cualidades de flexibilidad e improvisación que les
permiten imponer mejor en todas partes su propio modo de vida. Claro que esta capacidad de
adaptación y de absorción al mismo tiempo no es en modo alguno un valor universal, y trae
consigo su otra cara, que se aprecia mucho menos. El igualitarismo, una de cuyas versiones es
característica de la religión cristiana (occidental) y también de la ideología de los estados capitalistas
modernos, sirve igualmente a la expansión colonial; esta es otra lección, un poco sorprendente, de
nuestra historia ejemplar.
Al mismo tiempo que obliteraba la extrañeza del otro exterior, la civilización occidental
encontraba que tenía otro interior. Desde la época clásica hasta el final del romanticismo (es decir
hasta nuestros días), los escritores y los moralistas no han dejado de descubrir que la persona no es
una, o incluso que no es nada, que yo es otro, o una simple cámara de ecos. Ya no creemos en los
hombres-bestias del bosque, pero hemos descubierto a la bestia en el hombre, ―ese misterioso
elemento del alma que no parece reconocer ninguna jurisdicción humana pero que a pesar de la
inocencia del individuo al que habita, sueña sueños horribles y murmura los pensamientos mas
prohibidos‖.
Es que esta vez ese período de la historia está llegando a su fin. Los representantes de la
civilización occidental ya no creen tan ingenuamente en su superioridad, y por aquí el movimiento
de asimilación se está quedando sin aliento, aun si los países, nuevos o antiguos, del Tercer Mundo
631
todavía quieren vivir como los europeos. Por lo menos en el plano ideológico, tratamos de
combinar lo que nos parece mejor en los dos términos de la alternativa; queremos igualdad sin que
implique necesariamente identidad, pero también diferencia, sin que ésta degenere en
superioridad/inferioridad: esperamos cosechar las ganancias del modelo igualitarista y del modelo
jerárquico; aspiramos a volver a encontrar el sentido de lo social sin perder la cualidad de lo
individual. El socialista ruso Alesander Herzcn escribe, a mediados del siglo XIX: "Comprender
toda la amplitud, la realidad y la sacralidad de los derechos de la persona sin destruir a la sociedad,
sin fraccionarla en átomos: ése es el objetivo social más difícil." Hoy en día seguimos diciéndonos
lo mismo.
Vivir la diferencia en la igualdad: se dice más fácilmente de lo que se hace. Sin embargo,
varios personajes de mi historia ejemplar se acercan a esa meta, de diferentes maneras. En el plano
axiológico. Las Casas logra, en la vejez, amar y estimar a los indios no en función de su propio ideal,
sino del de ellos: es un amor no unificador, podríamos decir que "neutro", para emplear el término
de Blanchot v de Barthes. En el plano de la acción, de la asimilación del otro o de la identificación
con él. Cabeza de Vaca también alcanza un punto neutro, no porque fuera indiferente a las dos
culturas, sino porque las había vivido ambas desde el interior; de repente, a su alrededor ya no había
más que "ellos"; sin volverse indio. Cabeza de Vaca ya no era totalmente español. Su experiencia
simboliza y anuncia la del exiliado moderno, el cual personifica a su vez una tendencia propia de
nuestra sociedad: ese ser que ha perdido su patria sin adquirir otra, que vive en la doble
exterioridad. El exiliado es el que mejor encarna hoy en día, desviándolo de su sentido original, el
ideal de Hugo de San Víctor, que éste formulaba de la manera siguiente en el siglo XII: "El hombre
que encuentra que su patria es dulce no es más que un tierno principiante: aquel para quien cada
suelo es como el suyo propio ya es fuerte, pero sólo es perfecto aquel para quien el mundo entero
es como un país extranjero'' (yo que soy un búlgaro que tuve en Francia, tomo esta cita de Edouard
Saïd, palestino que vive en los Estados Unidos, el cual a su vez la había encontrado en Erich
Auerbach, alemán exiliado en Turquía).
Por último, en el plano del conocimiento, un Duran y un Sahagún anuncian, sin realizarlo
plenamente, el diálogo de culturas que caracteriza a nuestro tiempo, y que encarna a nuestros ojos la
etnología, a la vez hija del colonialismo y prueba de su agonía: un diálogo en que nadie tiene la
última palabra, en que ninguna de las voces reduce a la otra al estado de simple objeto, y en que uno
saca ventajas de su exterioridad respecto al otro; Duran y Sahagún, símbolos ambiguos, por ser
espíritus medievales; quizás esa misma exterioridad respecto a la cultura ele su tiempo sea la
responsable de su modernidad. A través de estos diferentes ejemplos se afirma una misma propiedad: una nueva exotopía (para hablar como Bajtsn), una afirmación de la exterioridad del otro
que corre parejas con su reconocimiento en tanto sujeto. Quizás haya en eso no sólo una nueva
manera de vivir la alteridad, sino también un rasgo característico de nuestro tiempo, como lo eran el
individualismo o el autotelismo para la época cuyo fin empezamos a vislumbrar. Así pensaría un
optimista corno Levinas: "Nuestra época no se define por el triunfo de la técnica por la técnica,
como no se define por el arte por el arte, como no se define por el nihilismo. Es acción para un
mundo que Viene, superación de su época —superación de sí que requiere la epifanía del Otro."
¿Ilustra este libro esa nueva actitud trente al otro, por medio de mi relación con los autores
y los personajes del siglo XVI: Sólo puedo dar testimonio de mis intenciones, no del electo que
producen. He querido evitar dos extremos. El primero es la tentación de hacer oír la voz de esos
personajes tal como es en sí; de tratar de desaparecer yo para servir mejor al otro. El segundo es
632
someter a los otros a uno mismo, convertirlos en marionetas cuyos hilos están enteramente bajo
nuestro control. No busqué entre los dos un terreno de compromiso, sino la vía del diálogo.
Interpelo esos textos, los traspongo, los interpreto, pero también los dejo hablar (de ahí la cantidad
de citas), y defenderse. Esos personajes, de Colón a Sahagún, no hablaban mi lenguaje, pero dejar al
otro intacto no es hacerlo vivir, como tampoco lo es el obliterar enteramente su voz. Cercanos y
lejanos al mismo tiempo he querido verlos como uno de los interlocutores de nuestro diálogo.
Pero nuestra época también se define por una experiencia en cierta forma caricaturesca de
esos mismos rasgos; sin duda es inevitable. Esta experiencia a menudo oculta el rasgo nuevo por su
abundancia, y a veces hasta lo antecede, pues la parodia vive muy bien sin su modelo. El amor
"neutro", la justicia "distributiva" de Las Casas son parodiados, vaciados de sentido, en un
relativismo generalizado, donde todo vale lo mismo, con tal de elegir el punto ele vista apropiado; el
perspectivismo lleva a la indiferencia y a la renuncia a todo valor. El descubrimiento por parte del
"yo" de los "ellos" que lo habitan va acompañado por la afirmación mucho más aterradora de la
desaparición del "yo" en el "nosotros", característica de los regímenes totalitarios. El exilio es
fecundo si uno pertenece a dos culturas a la vez, sin identificarse con ninguna; pero si la sociedad
entera está hecha de exiliados, el diálogo de las culturas cesa; se ve sustituido por el eclecticismo y el
comparatismo, por la capacidad de gustar un poco de todo, de simpatizar blandamente con todas
las opciones sin adoptar manca ninguna. La heterología, que hace oír la diferencia de las voces, es
necesaria; la polilogía es desabrida. La posición del etnólogo, por último, es fecunda; lo es mucho
menos la del turista al que la curiosidad de conocer las costumbres extranjeras lleva hasta la isla de
Bali o los suburbios de Babia, pero que encierra la experiencia de lo heterogéneo dentro del espacio
de sus vacaciones pagadas. Cierto que, a diferencia del etnólogo, paga sus vacaciones con su propio
dinero.
La historia ejemplar de la conquista de América nos enseña que la civilización occidental ha
vencido, entre otras cosas, gracias a su superioridad en la comunicación humana, pero también que
esa superioridad se ha afirmado a expensas de la comunicación con el mundo. Habiendo salido del
período colonial, sentimos contusamente la necesidad de revalorar esta comunicación con el
mundo; pero aquí también parece que la parodia antecede a la versión en seno. Los hippies
norteamericanos de los años sesenta, al negarse a adoptar el ideal de su país que bombardeaba a
Vietnam, trataron ele volver a encontrar la vida del buen salvaje. Algo así como los indios de las
descripciones de Sepúlveda, querían prescindir del dinero, olvidar los libros y la escritura, mostrar
su indiferencia por el vestido, y renunciar al uso de las máquinas, para hacerlo todo ellos solos. Pero
esas comunidades estaban evidentemente destinadas al fracaso, puesto que plantaban esos rasgos
primitivos sobre una mentalidad individualista perfectamente moderna. El "Club Méditerranée",
por su parte, le permite a uno vivir esta zambullida en el mundo primitivo (ausencia de dinero, de
libros y a veces de ropa) sin poner en duda la continuidad de su vida de "civilizado''; el éxito
comercial de esta idea es bien conocido. Los retornos a las religiones antiguas y nuevas son incontables; dan prueba de la fuerza que tiene esa tendencia, pero creo yo que no pueden encarnarla: el
regreso al pasado es imposible. Sabemos que ya no queremos la moral (la amoral) del "todo vale",
pues ya hemos experimentado sus consecuencias; pero hay que encontrar nuevas interdicciones, o
una nueva motivación para las antiguas, a fin de poder percibir su sentido. La capacidad de
improvisación y de identificación instantánea busca equilibrarse con una valoración del ritual y de la
identidad, pero podemos dudar de que el regreso al terruño sea suficiente.
633
Al relatar y analizar la historia de la conquista de América, me he visto llevado a dos
conclusiones aparentemente contradictorias Para hablar de las tomas y de las especies de
comunicación, me coloque primero en una perspectiva tipológica: los indios favorecen el
intercambio con el mundo, los europeos, el intercambio con los seres humanos: ninguno de los dos
es intrínsecamente superior al otro, y siempre necesitamos los dos a la vez: si ganamos en mi plano
perdernos necesariamente en el otro. Pero al mismo tiempo, fui llevado a comprobar una evolución
en la "tecnología" del simbolismo; para simplificar, esta evolución se puede reducir a la aparición de
la escritura. Ahora bien, la presencia de la escritura favorece la improvisación a expensas del ritual,
como también ocurre con la concepción lineal del tiempo o, de otra manera, con la percepción del
otro. ¿Habrá también una evolución entre la comunicación con el mundo y la comunicación entre
los hombres? En términos más generales, es que hay evolución, ¿no vuelve a encontrar el concepto
de barbarie un sentido no relativo?
Para mi la solución de esta aporía no consiste en abandonar una de las dos afirmaciones,
sino más bien en reconocer, para cada evento múltiples determinaciones, que condenan al fracaso
toda tentativa de sistematizar la historia. Esto es lo que explica que el progreso tecnológico, cosa
que sabemos demasiado bien hoy en día no implique superioridad en el plano de los valores
morales y sociales (ni tampoco una inferioridad). Las sociedades con escritura son más avanzadas
que las sociedades sin escritura; pero se puede dudar si hay que escoger entre sociedades con
sacrificio y sociedades con matanza.
En otro plano, la experiencia reciente es desalentadora: el deseo de superar el
individualismo de la sociedad igualitaria y de llegar a la sociedad propia de las sociedades jerárquicas
se encuentra, entre otros, en los estados totalitarios. Estos se parecen al niño monstruoso al que
temía Bernard Shaw, presentido, según parece, por Isadoro Duncan: tan feo como aquel y tan tonto
como ésta. Esos estados ciertamente modernos en tanto que no se les puede asimilar ni a las
sociedades con sacrificio ni a las sociedades con matanza, reúnen sin embargo ciertos rasgos de las
dos y merecerían la creación de una "palabra-valija": son sociedades con sacrifitanza. Como en las
primeras, se profesa una religión de estado: como en las segundas, el comportamiento está bandado
en el principio karamazoviano del todo vale; Como en el sacrificio, se mata primero en casa: como
en el caso de las matanzas, se disimula y se niega la existencia de esas muertes. Como en aquél se
elige individualmente a las víctimas- como en estas, se las extermina sin ninguna idea de ritual. El
tercer término existe, pero es peor que los dos anteriores ¿qué hacer?
La forma de discurso que se impuso a mí para este libro la historia ejemplar, resulta
también del deseo de trascender los límites de la escritura sistemática sin "regresar" por ello al mito
puro. Al comparar a Colón con Cortés, a Cortés con Moctezuma, tomo conciencia de que las
normas de la comunicación, tanto producción como interpretación, aun si son universales y eternas,
no se ofrecen a la libre elección del escritor, sino que están correlacionadas con las ideologías en
vigor, y por eso mismo pueden volverse su signo. Pero ¿cual es el discurso apropiado para la
mentalidad heterológica? En la civilización europea, el logos ha vencido al mythos; o más bien en
lugar del discurso polimorfo, se impusieron dos géneros homogéneos: la ciencia y todo lo que está
emparentado con ella está en relación con el discurso sistemático; la literatura y sus avatares
practican el discurso narrativo. Pero este último campo se ve estrechando día con día; hasta los
mitos se reducen a cuadros con entrada doble, la misión misma es sustituida por el análisis
sistemático, y las novelas luchan a brazo partido contra el desarrollo temporal, en pro de la forma
espacial, y tienden a la matriz inmóvil. Yo no podía separarme de la visión de los "vencedores" sin
634
renunciar al mismo tiempo a la forma discursiva de la que éstos se habían apropiado. Siento la
necesidad (y no veo en ello nada de individual, por eso lo escribo) de quedarme con el relato que
mas bien propone que impone; de volver a encontrar en el interior de un solo texto, la
complementariedad del discurso narrativo y del discurso sistemático; de tal manera que mi
―historia‖ quizás se parezca más, en cuanto al género, y haciendo abstracción de toda consideración
de valor, a la de Herodoto que al ideal de muhos hisotriadores contemporáneos. Algunos de los
hechos que relato llevan a afirmaciones generales; otros (u otros aspectos de los mismos hechos)
no. Al lado de los relatos que someto a análisis quedan otros insumisos. Y si, en este mismo
momento, ―saco la moraleja‖ de mi historia, de ninguna manera es porque piense revelar y fijar su
sentido; un relato no es reductible a una máxima pero es porque me parece más franco formular
algunas de las impresiones que deja en mí, puesto que yo también soy uno de sus lectores.
La historia ejemplar ha existido en el pasado, pero el término ya no tiene el mismo sentido
ahora que entonces. Desde Cicerón se repite el dicho que reza Historia magistra vitae, su sentido es
que el destino del hombre no se puede cambiar, y que uno puede modelar su conducta presente
siguiendo a los héroes del pasado. Esta concepción de la historia y del destino pereció con la
aparición de la ideología individualista moderna, puesto que con ella se prefiere creer que la vida de
un hombre le pertenece, y que no tiene nada que ver con la de otro. No pienso que el relato de la
conquista de América sea ejemplar en el sentido de que podría representar una imagen fiel de
nuestra relación con el otro; no sólo Cortés no es igual a Colón, sino que nosotros ya no somos
iguales a Cortés. Dice el dicho que si se ignora la historia se corre el riesgo de repetirla; pero no por
conocerla se sabe qué es lo que se debe hacer. Nos parecemos a los conquistadores y somos
diferentes de ellos: su ejemplo es instructivo, pero nunca estaremos seguros de que, al no
comportarnos como ellos, no estamos precisamente imitándolos, puesto que nos adaptamos a las
nuevas circunstancias. Pero su historia puede ser ejemplar para nosotros porque nos permite
reflexionar sobre nosotros mismos, descubrir tanto las semejanzas como las diferencias: una vez
más, el conocimiento de uno mismo pasa por el conocimiento del otro.
Para Cortés, la conquista del saber lleva a la del poder. Conservo de él la conquista del
saber, aun si es para resistir al poder. Hay cierta ligereza en conformarse con condenar a los
conquistadores malos y añorar a los indios buenos, como si bastara con identificar al mal para
combatirlo. Reconocer la superioridad de los conquistadores en tal o cual punto no significa que se
les elogie; es necesario analizar las armas de la conquista si queremos poder detenerla algún día.
Porque las conquistas no pertenecen sólo al pasado.
No creo que la historia obedezca a un sistema, ni que sus supuestas "leyes" permitan
deducir las formas sociales futuras, o siquiera presentes. Creo más bien que el hacerse consciente de
la relatividad, y por lo tanto de lo arbitrario, de un rasgo de nuestra cultura ya es desplazarlo un
poco, y que la historia (no la ciencia, sino su objeto) no es más que una serie de esos
desplazamientos imperceptibles.
635
En América Latina
Eduardo Galeano. Nació el 3 de septiembre de 1940 en Montevideo. Se inició en el periodismo publicando
dibujos y caricaturas políticas con el seudónimo de Gius en el semanario El Sol. Trabajó como mensajero,
peón, cobrador, taquígrafo y cajero de banco. Fué redactor jefe (1960-1964) del semanario "Marcha y director
del diario Época. En el año 1973 cuando el presidente Bordaberry cedió parte del poder político a las Fuerzas
Armadas, se exilió en la Argentina, donde dirigió la revista Crisis. En 1976 se traslada a España y regresa a su
país en 1985, cuando Julio María Sanguinetti asume la presidencia. Entre sus libros se destacan: Los días
siguientes (1963), Las venas abiertas de América Latina (1971), Días y noches de amor y de guerra (1978), Las
caras y las máscaras (1984) y Memorias del fuego (1986). Ha recibido el premio "Casa de las Américas" en
1975 y 1978, y el premio "Aloa" de los editores daneses en 1993. La trilogía "Memoria del fuego" recibió el
American Book Award (Washington University, USA) en 1998. En 1999, fue el primer escritor galardonado
por la Fundación Lannan (Santa Fe, USA) con el premio a la libertad cultural.
Galeano, Eduardo. ―La Diosa tecnología no habla español‖ en Las venas abiertas de América
Latina. Siglo XXI, Buenos Aires, (1971) 2010. Págs. 315-319.
LA DIOSA TECNOLOGÍA NO HABLA ESPAÑOL
Wright Patman, el conocido parlamentario norteamericano, considera que el cinco por
ciento de las acciones de una gran corporación puede resultar suficiente, en muchos casos, para su
control liso y llano por parte de un individuo, una familia o un grupo económico (93 nacla
Newsletter, abril-mayo de 1969). Si un cinco por ciento basta para la hegemonía en el seno de las
empresas todopoderosas de los Estados Unidos, ¿qué porcentaje de acciones se requiere para
dominar una empresa latinoamericana? En realidad, alcanza incluso con menos: las sociedades
mixtas, que constituyen uno de los pocos orgullos todavía accesibles a la burguesía latinoamericana,
simplemente decoran el poder extranjero con la participación nacional de capitales que pueden ser
mayoritarios, pero nunca decisivos frente a la fortaleza de los cónyuges de fuera. A menudo, es el
Estado mismo quien se asocia a la empresa imperialista, que de este modo obtiene, ya convertida en
empresa nacional, todas las garantías deseables y un clima general de cooperación y hasta de cariño.
La participación «minoritaria» de los capitales extranjeros se justifica, por lo general, en nombre de
las necesarias transferencias de técnicas y patentes. La burguesía latinoamericana, burguesía de
mercaderes sin sentido creador, atada por el cordón umbilical al poder de la tierra, se hinca ante los
altares de la diosa Tecnología. Si se tomaran en cuenta, como una prueba de desnacionalización, las
acciones en poder extranjero, aunque sean pocas, y la dependencia tecnológica, que muy rara vez es poca,
¿cuántas fábricas podrían ser consideradas realmente nacionales en América Latina? En México, por
ejemplo, es frecuente que los propietarios extranjeros de la tecnología exijan una parte del paquete accionario
de las empresas, además de decisivos controles técnicos y administrativos y de la obligación de vender la
producción a determinados intermediarios también extranjeros, y de importar la maquinaria y otros bienes
desde sus casas matrices, a cambio de los contratos de trasmisión de patentes o know-how (94 Miguel
S. Wionczek, La trasmisión de la tecnologia a los países en desarrollo: proyecto de un estudio sobre
México, en Comercio exterior, México, mayo de 1968.). No sólo en México. Resulta ilustrativo que los países del
llamado Grupo Andino (Bolivia, Colombia, Chile, Ecuador y Perú) hayan elaborado un proyecto
para un régimen común de tratamiento de los capitales extranjeros en el área, que hace hincapié en
636
el rechazo de los contratos de transferencia de tecnología que contengan condiciones como éstas.
El proyecto propone a los países que se nieguen a aceptar, además, que las empresas extranjeras
dueñas de las patentes fijen los precios de los productos con ellas elaborados o que prohíban su
exportación a determinados países.
El primer sistema de patentes para proteger la propiedad de las invenciones
fue creado, hace casi cuatro siglos, por sir Francis Bacon. A Bacon le gustaba
decir: «El conocimiento es poder», y desde entonces se supo que no le faltaba razón. La
ciencia universal poco tiene de universal; está objetivamente confinada tras los límites de las
naciones avanzadas. América Latina no aplica en su propio beneficio los resultados de la
investigación científica, por la sencilla razón de que no tiene ninguna, y en consecuencia se
condena a padecer la tecnología de los poderosos, que castiga y desplaza a las materias
primas naturales. América Latina ha sido hasta ahora incapaz de crear una tecnología
propia para sustentar y defender su propio desarrollo. El mero trasplante de la tecnología
de los países adelantados no sólo implica la subordinación cultural y, en definitiva, también
la subordinación económica, sino que, además, después de cuatro siglos y medio de
experiencia en la multiplicación de los oasis de modernismo importado en medio de los
desiertos del atraso y de la ignorancia, bien puede afirmarse que tampoco resuelve ninguno
de los problemas del subdesarrollo (95 Víctor L. Urquidi en Obstacles lo Change in Latín
America, de Claudio Véliz y otros, Londres, 1967.). Esta vasta región de analfabetos
invierte en investigaciones tecnológicas una suma doscientas veces menor que la que los
Estados Unidos destinan a esos fines. Hay menos de mil computadoras en América
Latina y cincuenta mil en Estados Unidos, en 1970. Es en el norte, por supuesto,
donde se diseñan los modelos electrónicos y se crean los lenguajes de
programación que América Latina importa. El subdesarrollo latinoamericano no es
un tramo en el camino del desarrollo, aunque se «modernicen» sus deformidades; la
región progresa sin liberarse de la estructura de su atraso y de nada vale, señala
Manuel Sadosky, la ventaja de no participar en el progreso con programas y
objetivos propios (96 Manuel Sadosky, América Latina y la computación, en Gaceta de la
Universidad, Montevideo, mayo de 1970. Sadosky cita para ilustrar la ilusión desarrollista el
testimonio de un especialista de la OEA: «Los países subdesarrollados -sostiene George
Landau- tienen algunas ventajas en relación con los países desarrollados, porque cuando
incorporan algún nuevo dispositivo o proceso tecnológico eligen, generalmente, el más
avanzado dentro de su tipo y así recogen el beneficio de años de investigación y el fruto de
inversiones considerables que debieron hacer los países más industrializados para alcanzar
esos resultados»). Los símbolos de la prosperidad son los símbolos de la dependencia. Se
recibe la tecnología moderna como en el siglo pasado se recibieron los ferrocarriles, al
servicio de los intereses extranjeros que modelan y remodelan el estatuto colonial de estos
países. «Nos ocurre lo que a un reloj que se atrasa y no es arreglado -dice Sadosky-. Aunque sus
manecillas sigan andando hacia adelante, la diferencia entre la hora que marque y la hora verdadera será
creciente».
Las universidades latinoamericanas forman, en pequeña escala, matemáticos, ingenieros y
programadores que de todos modos no encuentran trabajo sino en el exilio: nos damos el lujo de
637
proporcionar a los Estados Unidos nuestros mejores técnicos y los científicos más capaces, que
emigran tentados por los altos sueldos y las grandes posibilidades abiertas, en el norte, a la
investigación. Por otra parte, cada vez que una universidad o un centro de cultura superior intenta,
en América Latina, impulsar las ciencias básicas para echar las bases de una tecnología no copiada
de los moldes y los intereses extranjeros, un oportuno golpe de Estado destruye la experiencia bajo
el pretexto de que así se incuba la subversión (97 Oscar J. Maggiolo en el volumen colectivo
Hacia una política cultural autónoma para América Latina, Montevideo, 1969.). Este fue el
caso, por ejemplo, de la Universidad de Brasilia, abatida en 1964, y la verdad es que no se equivocan
los arcángeles blindados que custodian el orden establecido: la política cultural autónoma requiere y
promueve, cuando es auténtica, profundos cambios en todas las estructuras vigentes.
La alternativa consiste en descansar en las fuentes ajenas: la copia simiesca de los adelantos
que difunden las grandes corporaciones, en cuyas manos está monopolizada la tecnología más
moderna, para crear nuevos productos y para mejorar la calidad o reducir el costo de los productos
existentes. El cerebro electrónico aplica infalibles métodos de cálculo para estimar costos y
beneficios, y así, América Latina importa técnicas de producción diseñadas para economizar mano
de obra, aunque le sobra la fuerza de trabajo y los desocupados van en camino de constituir una
aplastante mayoría en varios países; así, también, la propia impotencia determina que la región
dependa, para su progreso, de la voluntad de los inversionistas extranjeros. Al controlar las palancas
de la tecnología, las grandes corporaciones multinacionales manejan también, por obvias razones,
otros resortes claves de la economía latinoamericana. Por supuesto, las casas matrices nunca
proporcionan a sus filiales las innovaciones más recientes, ni impulsan, tampoco, una
independencia que no les convendría. Una encuesta de Business International, realizada por
encargo del BID, llegó a la conclusión de que «<es evidente que las subsidiarias de las corporaciones
internacionales que operan en la región no realizan esfuerzos significativos en materia de investigación y
desarrollo^. En efecto, la mayoría de ellas carece de un departamento con esa finalidad y en casos muy
contados llevan a cabo labores de adaptación de tecnología, en tanto que otra minoría de empresas --situadas
casi invariablemente en Argentina, Brasil y México- realiza modestas actividades de investigación» '
(98 Gustavo Lagos y otros, Las inversiones multinacionales en el desarrollo y la integración de
América Latina, Bogotá, 1968). Raúl Prebisch advierte que «las empresas norteamericanas en
Europa instalan laboratorios y realizan investigaciones que contribuyen a fortalecer la capacidad
científica y técnica de esos países, lo que no ha sucedido en América Latina», y denuncia un hecho
muy grave: «La inversión nacional -dice-, por su falta de conocimiento especializado [know-houw],
realiza la mayor parte de su transferencia de tecnología recibiendo técnicas que son del dominio
público y que se importan como licencias de conocimiento especializado.. .» (99 Raúl
Prebisch, La cooperación internacional en el desarrollo latinoamericano, en Desarrollo, Bogotá,
enero de 1970.)
Es altísimo, en varios sentidos, el costo de la dependencia tecnológica: también lo es en
dólares contantes y sonantes, aunque las estimaciones no resultan nada fáciles por los múltiples
escamoteos que las empresas practican en sus declaraciones de remesas al exterior. Las cifras
oficiales indican, no obstante, que el drenaje de dólares por asistencia técnica se multiplicó por
quince, en México, entre 1950 y 1964, y en el mismo período las nuevas inversiones no llegaron
siquiera a duplicarse. Las tres cuartas partes del capital extranjero en México aparecen, hoy,
destinadas a la industria manufacturera; en 1950, la proporción era de la cuarta parte. Esta
concentración de recursos en la industria sólo implica una modernización refleja, con tecnología de
638
segunda mano, que el país paga como si fuera de primerísima. La industria automotriz ha drenado
de México mil millones de dólares, de una u otra manera, pero un funcionario del sindicato de los
automóviles en Estados Unidos recorrió la nueva planta de la General Motors en Toluca, y escribió
después: «Fue peor que arcaico. Peor, porque fue deliberadamente arcaico, con lo obsoleto
cuidadosamente planeado... Las plantas mexicanas son equipadas deliberadamente con maquinaria
de baja productividad» (100 Leo Fenster, en julio de 1969. Citado por André Gunder Frank,
Lumpenburguesía: lumpendesarrollo, Montevideo, 1970.
Las filiales extranjeras resultan de todos modos infinitamente más modernas que las
empresas nacionales. En la industria textil, por ejemplo, uno de los últimos reductos del
capital nacional, es bajísimo el grado de automatización. Según la CEPAL., en 1962 y 1963
cuatro países de Europa invirtieron en nuevos equipos para su industria textil una suma seis
veces mayor que la que invirtió con el mismo fin en 1964, toda América Latina. ). ¿Qué decir
de la gratitud que América Latina debe a la Coca Cola, la Pepsi o la Crush, que cobran carísimas
licencias industriales a sus concesionarios para proporcionarles una pasta que se disuelve en
agua y se mezcla con azúcar y gas?
639
Marcelo Lobosco: Es Profesor y Licenciado en Filosofía por la Universidad de Buenos Aires,
Master en Filosofía, Universidad de Paris 8, Consultor de Unesco y Organización de Estados
Iberoamericanos, Director ejecutivo de la Olimpíada Argentina de Filosofía, Profesor adjunto
UBA, Profesor Asociado UNMDP. Es autor de Subjetividad y constitución del otro en la obra de Jean-Paul
Sartre; y coautor de Tópicos de la razón práctica, La resignificación de la ética , la ciudadanía y los derechos
humanos en el siglo XXI, Phrónesis, Filosofía, Educación y Sociedad Global; en Lo otro, (compilado por Alya
Saada y Silvana Rabinovich).
Lobosco, Marcelo, Perplejidades de un sentidor, (en Edición)
La tradición y el tiempo propio en las perplejidades de un sentidor:
Gregorio Weinberg
Resumen:
En el presente trabajo explicitaremos algunos de los conceptos reguladores de relevancia
educativo-filosófica en la obra del Filósofo e Historiador de las ideas Gregorio Weinberg.
En el mismo presentaremos los mismos vinculados a una de las obsesiones del
mencionado autor: la vertebracion de nuestra tradición cultural Latinoamericana, para dar cuenta
de nuestro aporte y valor agregado filosófico-educativo y cultural, en la globalización actual.
Palabras claves: tiempo propio, pensar desde América Latina, masa crítica, estilo de
desarrollo.
Abstract:
At this work we will try to explain some concepts abaut the regulative topics of
philosophy-educational, at the workof the ideas of Gregorio Weinberg., philosopher and historian.
We will present the obsession of this author: the vertebral tradition of latin
american.culture so as to give an add value philosophie educational an cultural at the pr3esent
globalization.
Key words:
Town time –think fron latin america- critisisim mass-develop style
Agradecemos a la profesora Alicia Segal por el procesamiento y corrección de estilo.
-Digame una cosa Maestro, - le dice un joven estudiante de Filosofía a su profesor de
Historia del Pensamiento Argentino y Latinoamericano - ¿por qué lo reconocen filósofos de
diferentes tendencias como los analíticos, los hegelianos, los fenomenólogos, los hermenéuticos, y
sobre todo los latinoamericanos?
640
- ¿Sabe por qué? - le responde el célebre filósofo e historiador de las ideas - me reconocen
porque estoy retirado.
Sirvan estas expresiones iniciales para poner en evidencia, la inmensa humildad y sabiduría
de un hombre, que habiendo sido Coordinador por América Latina para la Unesco de París de la
serie la Historia de la Humanidad, gozaba de un reconocimiento unánime de las diferentes fracciones
en las cuales está constituida la comunidad filosófica en Argentina, que de por sí, es fragmentaria.
Es por eso que este trabajo sobre algunas ideas reguladoras de la perspectiva de Gregorio
Weinberg, o las perplejidades de un sentidor, como él gustaba que lo llamasen, se inscribe en una
personalidad que había escrito, junto a otros célebres para la Unesco la monumental obra sobre la
Historia de la Humanidad.
Que había colaborado con la Cepal, con la Unesco, que había sido un pujante Editor de
pensadores argentinos, que había recibido de la Fundación Konex el Konex de brillante, de la
Asociación de Profesores de filosofía (Sapfi) - entonces presidida por el que suscribe estas líneas el premio al Profesor de Filosofía del año 1998.
Que había sido Profesor Titular de Historia del Pensamiento argentino y latinoamericano,
teniendo como adjunto al Dr. Enrique Hernández cuando volvió la democracia. Fue entonces que
junto a Federico Schuster, Jorge Lullo y Miguel Santagada, aprendimos la relevancia del tiempo propio
como idea reguladora teórica y de la praxis.
Solía decir el Maestro Weinberg, haciendo propias las palabras del pensador argentino:
―De allende los mares recibimos la indumentaria y la
Filosofia confeccionada. Sin embargo al artículo importado le
imprimimos nuestro sello‖1.
Es decir, Weinberg cultiva la Historia de las Ideas como rama del saber que tiene que ver
con la inserción de nuestras ideas en las prácticas sociales, políticas, económicas y educativas.
Piensa que nos hemos independizado de las armas de España, como afirmaba el joven
Alberdi, reconocido el primer filósofo latinoamericano por diferentes corrientes latinoamericanas.
Según Weinberg se puede periodizar el proceso cultural y educativo de América Latina, en
tres momentos o ciclos históricos:
Un primer momento que el filósofo e historiador de las ideas denomina cultura impuesta, que
se corresponde históricamente con el período colonial.
Cuando las pautas y los valores culturales, económicos y sociales, se hacen prevalecer desde
afuera y específicamente en el plano cultural y educativo eran funcionales a la metrópolis española.
Un segundo momento que según Weinberg se puede denominar cultura admitida y aceptada,
que coincidía con los comienzos de la emancipación.
1
KORN, Alejandro, Influencias filosóficas en la evolución nacional, Buenos Aires, Ediciones del Solar, 1983, pág. 8.
641
Un tercer momento, finalmente, de cultura criticada o discutida, donde se rechazan las pautas
y valores exógenos, es decir formulados desde afuera pero sin alcanzar a proponer modelos
alternativos.
Como afirma E. Hernández, así como los comerciantes importan los productos como las
telas, los intelectuales importamos los paradigmas. Todo lo exógeno tiene más prestigio que lo
propio.
Sin embargo, según un pensador de otras tierras - me refiero al filósofo Paul Ricouer - , es
importante recuperar dialécticamente los núcleos ético-míticos propios, creadores de cultura.
Es decir que Weinberg no aboga por un pensar en Argentina, ni en latinoamérica, sino
desde América Latina y Argentina.
Un pensamiento que a lo que viene de afuera, le imprimimos nuestro propio sello.
Muchas veces se piensa que no hay pensamiento propio en nuestros lugares del sur, porque
hay intereses históricos que buscan privilegiar los intereses exógenos.
Es notable que un filósofo de la normalidad filosófica académica actual, ya indique en una
obra no muy difundida del mismo, que hay intereses de la razón no siempre tematizados. 1
Es importante que siguiendo al joven Alberdi, Weinberg afirma que debemos reconocer,
cómo se recubrieron los productos externos de nuestro sello nacional..
O sea, en términos de Alberdi, tener una Filosofía es tener una nacionalidad. Pues una
nación no es tal por la conciencia profunda y reflexiva de los elementos que la constituyen; un
pueblo es civilizado cuando aplica la razón a sus problemas, no a los problemas de los demás. 2
Por lo tanto, así como decía Alberdi, debemos tener nuestros héroes del pensamiento,
nuestros San Martín, nuestros Belgrano, como los hemos tenido de las armas. Asimismo , tenemos
que reconocer nuestro propio sello, nuestra propia huella, en el pensamiento propio, en nuestra
cultura, en nuestras prácticas sociales.
A pesar de vivir en una era de la globalización como lo afirman los ingleses, económica y
comunicacional-tecnológica.
O como afirman los franceses, la mundialización de patrones de cultura universal, no
teniendo en cuenta las diferencias histórico –sociales de cada región, país o lugar.
En estos momentos históricos es importante, sin embargo, recuperar las ideas de Gregorio
Weinberg, y poder dialectizar nuestra cultura, nuestra industria, nuestro comercio, con nuestro
propio sello, con las tendencias universalizantes globalizadoras o mundializadoras.
Pues como afirma el filósofo E. Hernández, discípulo de Fernand Braudel y de Gregorio
Weinberg:
1
HABERMAS, Jürgen, Conocimiento e interés, Madrid, Taurus, 1989.
2
ALBERDI, Juan Baustista, Fragmento preliminar al estudio del Derecho, Buenos Aires, Biblos, 1983.
642
―La piedra que desecharon los constructores se vuelve piedra angular: maravilla para el
profeta, inquietud para el filósofo, escándalo para el doctor en universalidades: éste es el
movimiento que está en la base de nuestro pensar indoamericano, la irrupción de lo negado por la
racionalidad ajena‖ 1.
Es decir, lo negado se vuelve contra una racionalidad estrecha, que intenta no recuperar lo
propio, lo negado desde un academicismo acotado.
Otro de los conceptos relevantes, simplificando, en la obra del pensador objeto de
reflexión de estas páginas, es el concepto de masa crítica.
Weinberg pensaba, postulaba la divulgación de la cultura propia sin su vulgarización, a los
efectos de vertebrar una tradición que había sufrido rupturas en el pasado por los ataques a la
democracia y que es importante transferir a los jóvenes de las futuras generaciones, a los efectos
de impulsar generaciones que se hagan cargo de lo propio, desde una cultura crítica.
Crítica de los valores, pautas y sellos particulares de nuestra cultura latinoamericana, en la
dialéctica universal y particular de la globalización o mundialización actual.
Otro concepto relevante en la obra de Weinberg es el de estilo de desarrollo, propicio para los
países emergentes de América Latina, para favorecer su emancipación cultural, económica y social.
Según Weinberg un estilo de desarrollo, es un proceso dialéctico entre relaciones de poder,
que hace emerger los conflictos entre los grupos, las clases sociales diferentes y que está causado
por las formas dominantes de acumulación de capital y de las tendencias de distribución del ingreso.
Los modelos de desarrollo cumplen una función social y son deudores de una temporalidad
propia, frente a modelos propicios de una temporalidad universalizante o, como diríamos hoy,
globalizantes. Recuperar dialécticamente el tiempo propio, facilita el desarrollo de las condiciones
sociales de producción cultural, educativa y del complejo científico-tecnológico.
Teniendo en cuenta algunos de los conceptos tomados por el querido y valorado filósofo
argentino, su legado nos marca las huellas para la recuperación de lo propio en la dialéctica de lo
universal y particular, en los que algunos llaman modernidad –posmoderna, donde hay una
multiplicidad de datos que nos generan la ficción de estar en la sociedad de la información, pero
sabemos desde Kant que una cantidad inconmensurable de datos no es igual a información, porque
información es síntesis,
Así, a comienzos del 2007 estamos todos, como Guillermo de Baskerville, el monje filósofo
de la genial novela de Umberto Eco El nombre de la rosa, buscando la causa no causada que había
generado el maleficium, es decir la necesidad de tener como idea reguladora de nuestra praxis la
integración cultural para el desarrollo de un pensamiento propio latinoamericano. Donde el otro o
lo otro nos interpele internamente y surja la necesidad de un nosotros no excluyente. Porque la
irrupción de lo negado por la racionalidad externa, irrumpe en la recuperación de lo propio.
HERNÁNDEZ, Enrique, ―La piedra que desecharon los constructores‖, [en] Revista de Filosofía
Latinoamericana, Buenos Aires, Nro. XIII, 1988.
1
643
Weinberg, Gregorio, Modelos educativos en la historia de América Latina, Buenos Aires. AZ.
1995.
1. La educación prehispánica
La llegada de los europeos al Nuevo Mundo significó, más que una interrupción,
una fractura en los procesos de desarrollo que tenían lugar en América. La imposición de
sus propios modelos por parte de los conquistadores se realizó violentando los estilos de
vida de los aborígenes, quienes, de todos modos, continuaron siendo partícipes de la
historia (su peso puede reputarse decisivo, por ejemplo, en la producción de bienes y
servicios, sea como encomendados, mitayos, yanaconas, peones, etc.), y por siglos
constituyeron la abrumadora mayoría de la población. Dicho sea esto sin olvidar tampoco
el exterminio al que fueron sometidos por diversos factores; de todas maneras quedaron
marginados como protagonistas, desbaratadas sus instituciones, desarticuladas sus formas
de organización, perseguidas sus creencias como idolatrías abominables, subvertidos sus
valores. Esta ruptura catastrófica inaugura nuevas perspectivas, cierto es, y de ellas se
adueñará la nueva sociedad, clausurando simultáneamente las pretéritas alternativas. Y
además, la historia, como siempre ocurre, la hicieron y la escribieron los vencedores.
Augusto Salazar Bondy ha señalado sagazmente, aunque con relación a un
problema más restringido, el de las concepciones filosóficas, el 'impacto' de esta ruptura. Si
retomamos algunas de sus ideas y las proyectamos al ámbito más amplio del quehacer
cultural y educativo, podríamos observar la existencia, o mejor dicho, la coexistencia de
manifestaciones cultas (de ardua elaboración racional) y otras tradicionales (de franca
filiación mítica) en la antigüedad clásica o el medioevo europeo, y donde las disparidades de
nivel no excluían una "conexión histórica interior y una constante incorporación de
motivos e impulsos". Pero en cambio, la crisis a la que estamos aludiendo revela que los
nuevos elementos son "contrarios a la tradición de la cultura anterior y a las formas
subsistentes de ella que nutren a las grandes masas indígenas".1
Este planteamiento abre por lo menos dos alternativas: limitar el análisis sólo a los
modelos que impondrán primero el conquistador y luego el colonizador, procedimiento
éste el más frecuente cuando se lo considera un simple trasplante; o esforzarse por
identificar los caracteres específicos de los modelos de las diversas sociedades
prehispánicas, no para idealizarlas, por cierto, sino más bien para descifrar sus mecanismos
esenciales y estudiar después su comportamiento. En este segundo caso las dificultades se
ven acrecentadas por la diversidad de estadios de desarrollo existentes al arribo de los
europeos, y por la no siempre bien conocida complejidad de los procesos, migraciones y
contactos entre los distintos pueblos diseminados de uno a otro extremo de América.
Tampoco el intenso mestizaje racial posterior modificó la situación señalada, pues el
proceso se dio dentro de las pautas impuestas por las potencias imperiales.
1
Augusto Salazar Bondy, Lo filosofía en el Perú, 2-. ed. castellana, revisada y ampliada, Ed. Universo, Lima, págs. 11-12.
644
Los perfiles de esta nueva realidad no se pueden escamotear escudándose en
actitudes paternalistas ni en el fetichismo verbal; lo recuerda un historiador
contemporáneo: "en 1556 disposiciones reales prohíben el empleo de las palabras
conquista y conquistadores, que deben reemplazarse por descubrimiento y colonos...".1
Ahora bien, si los aborígenes, a partir de la ocupación de sus tierras y del
apoderamiento de sus riquezas por parte de los europeos, pierden toda posibilidad de
desarrollar sus propios modelos, no por ello dejan de constituirse simultáneamente en un
desafío para el invasor que debe incorporarlos a los suyos; se convierten, de este modo, en
la piedra de toque de una flagrante contradicción-, por una parte se les niega autonomía y
por la otra tampoco son eficaz y totalmente asimilados. Salvo pequeñas minorías de grupos
jerárquicos de las altas culturas, el resto de los indígenas enfrenta el dilema del exterminio o
la marginalidad. Y no es ésta por cierto una nota singular del proceso colonizador
hispanoamericano, sino exigencia de todos los modelos impuestos por grupos o pueblos
conquistadores. Comienza pues desde sus inicios a plantearse el problema, hoy varias veces
centenario, de la condición del indio y sus diferentes respuestas (los varios cuando no encontrados indigenismos, entre otras), punto al que más adelante haremos referencia.
De todos modos, la única forma de entender adecuadamente estos procesos
requiere insertarlos en la corriente de la historia, tratando de percibir su ritmo, su tempo; de
otra manera los 'modelos' que pretendamos esbozar con elementos tomados de dichas
sociedades, no serían sino construcciones teóricas a posteriori, carentes de dinamismo y
exentas de contradicciones.
Sin extremar los análisis conceptuales, cabe añadir algunas notas generales a las ya
expuestas, así que, tanto los pueblos colonizados (en particular los de las llamadas altas
culturas) como los colonizadores estaban, en la segunda mitad del siglo XV, en franco
proceso de consolidación apuntando hacia formas superiores de organización política.
Piénsese, por un lado, en los mexicas o en los incas, imperios integrados por una compleja
combinación de naciones sojuzgadas o aliadas, a veces verdaderas confederaciones; y por el
otro, en la formación del Estado español que se había soldado con Fernando de Aragón e
Isabel de Castilla. Si se observa separadamente este momento particular advertiremos que
en ambos casos ofrecía sus ventajas y sus desventajas; brindaba posibilidades de absorción
de innovaciones e iniciativas y ensanchamiento de los horizontes políticos y mentales, pero
al mismo tiempo evidenciaba su vulnerabilidad potencial. Los años demostrarían la
endeblez de algunas naciones y de qué manera las consecuencias de inéditas formas de
enriquecimiento pudieron apartar de la modernidad a potencias cuyo desenvolvimiento
previo hacía presumir apuntaba hacia ese objetivo. Convengamos, además, que el
estrepitoso enfrentamiento de ambos mundos desfavoreció, por supuesto, a los pobladores
autóctonos de América, lo que parece obvio dados, entre otros factores, los desniveles de
recursos tecnológicos; pero que no lo será tanto si añadimos que también a la larga
empeoró las condiciones de vida de la mayoría del pueblo hispano que permaneció en la
península. Pero a su vez todo esto creó las condiciones para una nueva sociedad criolla en
Indias, la gestación de cuyos modelos alternativos insumió centurias.
Como de España y de su empresa hablaremos al comienzo del próximo capítulo,
detengámonos por ahora en recordar la extraordinaria diversidad de los pueblos
1 Ruggiero Romano, L os c on q ui st a d or e s , trad. de Liliana Ponce, Ed. Huemul, Buenos Aires, 1978, pág.
81. Su título original es mucho más sugeridor: L es m éca ni sm es de l a c on q ue t e c ol on ia l e: L e s
C on q ui s ta dor es.
645
aborígenes, que iba desde los nómadas, recolectores y cazadores, hasta las grandes culturas
de compleja organización y notable nivel cultural. Vale decir que esta misma
heterogeneidad imposibilita de antemano todo intento de generalización; por consiguiente,
consideraremos sólo algunos pocos ejemplos. Para ilustrar en cierto modo las formas
primarias, en su etapa tribal, trataremos un pueblo muy extendido, el de los tupíguaraní y,
dentro del mismo, a los tupinambá. En el otro extremo veremos a los mexicas y a los incas,
naciones que, como es sabido, poseían un alto grado de desarrollo, actividades
diversificadas y complejidad de sus funciones.1
La educación entre los tupí
En Notas sobre a Educacao na Sociedade Tupinambá , ejemplar estudio de
Florestan Fernandes, tenemos una aguda y prolija caracterización de las formas que
adquiere un proceso educativo que responde al modelo de una sociedad tradicionalista,
sagrada y cerrada, en un determinado estadio de desarrollo, para asegurar "la continuidad
de la herencia social a través de la estabilización del esquema de equilibrio dinámico del
sistema societario".2 Sin demorarnos en la copiosa bibliografía sobre el tema,3 y al solo
efecto de determinar su nivel cultural, recordamos con Darcy Ribeiro que cuando llegaron
los europeos a las playas brasileñas "los pueblos tupí daban los primeros pasos de la
revolución agrícola, superando así la condición de tribus cazadoras y recolectoras. Lo
hicieron siguiendo su propio camino, lo mismo que otros muchos pueblos de la selva
tropical que ya habían logrado transformar muchas especies silvestres en plantas de cultivo.
Además de la mandioca, cultivaban maíz, poroto, maní, tabaco, boniato, ñame, zapallo,
calabaza, caña para flechas, pimienta, bija, algodón, carauá, cajú, papaya, yerba mate y
guaraná, entre muchos otros vegetales, en grandes plantíos que les aseguraban abundancia
de alimentos durante todo el año y una gran variedad de materiales para la fabricación de
artefactos, condimentos, venenos, pigmentos y estimulantes. De esta manera superaban la
penuria alimenticia a que estaban sujetos los pueblos preagrícolas, a merced siempre de la
naturaleza tropical, que si bien los provee abundantemente de frutos, cocos y tubérculos
durante una época del año, los condena en la otra a la privación. Permanecían, sin embargo,
1 Entre las obras introductorias más recientes y útiles véase Laurette Séjourné, Am ér i ca L a ti na . I An tig ua s
cul t ur a s pr ec ol o mb i na s , vol. 21 de la "Historia Universal Siglo XXI", trad. de Josefina Oliva de Coll, Ed. Siglo
XXI, Madrid, 1971.
Escasos son, en cambio, los trabajos panorámicos referidos al tema educativo; en este campo recordemos uno de Enrique
Oltra, Poideia precolombina. (Ideales pedagógicos de aztecas, mayas e incas), Ed. Castañeda, Buenos Aires, 1977, aunque poco
satisfactoria y con serias limitaciones metodológicas y bibliográficas. Por otro lado, de arquitectura muy desigual, dedica
un centenar de páginas a los aztecas y a los mayas e incas apenas una treintena a cada uno.
2 Citamos, según la versión castellana, incompleta, del mencionado trabajo: "La educación en una sociedad tribual",
incluido en Luiz Pereira y Marialice M. Foracchi, Educación y sociedad. Ensayos sobre sociología de la educación. Trad. de
Encarnación Sobrino y prólogo de Aldo E. Solari, Ed. El Ateneo, Buenos Aires, 1970, pág. 134. Aunque nos ha resultado
imposible consultar en Buenos Aires Notas sobre a Educando na Sociedade Tupinambá, de todas maneras pudimos cotejar el
citado texto español con su versión portuguesa original tal como aparece en Beiträge zur Völkerkunde Südamerikas,
Völkerkundliche Abhandiugen, 1.1, Kommissionsverlag. Münstermann-Druck, Hannover, 1964, págs. 79-96, bajo el
título, ligeramente modificado, de "Aspectos da Educagäo na Sociedade Tupinambá".
3 Mencionemos sólo algunas obras clásicas e indispensables: Arthur Ramos, Introdugäo a Antropología Brasileira, vol. I, As
culturas nöo-europeias, Colegáo Estudios Brasileiros, Río de Janeiro, 1943, quien dedica varios capítulos a los tupíguaraní, así
el Ií a su distribución lingüística; el III a su cultura material y el IV a su cultura no material (págs. 67-137).
Alfred Métraux, "The Tupinamba" en J. H. Steward (ed.), Handbook of South American /nc/ians, vol. III, The Tropical
Forest Tribes, Smithsonian Institution, Bureau of American Ethnology, U.S. Government Printing Office, Washington,
1948, págs. 95-133.
Florestan Fernandes, A Organizagao Social dos Tupinambos, Inst. Progresso Editorial, San Pablo, 1949; y "A Fungäo Social
da Guerra na Sociedade Tupinambá", en Revista do Museu Paulista, nueva serie, vol. VI, San Pablo, 1952, págs. 7-423.
646
dependientes de la naturaleza para la obtención de productos de caza y pesca, también
sujetos a una estacionalidad marcada por épocas de abundancia y de privación". 1 Y para
precisar su área de dispersión digamos "que durante el siglo XVI y comienzos del XVII
ocupaban casi toda la extensión de la costa oriental del continente americano, desde la
desembocadura del Amazonas hasta el Río de la Plata".2
Y aunque divididos en numerosas naciones, en guerra poco menos que permanente
entre ellas, "su lengua y civilización material presentaba una profunda unidad". Estamos
aquí, pues, frente a una sociedad homogénea, es decir, escasamente segmentada y poco
articulada, a diferencia de las complejas que abordaremos más adelante.
Además, una serie de fuentes, realmente valiosas y en ediciones en cierto modo
accesibles, nos ofrecen no sólo los datos requeridos para el entendimiento del papel
desempeñado por la educación dentro de aquella sociedad, sino para tener una vivencia de
su funcionamiento efectivo.3
La educación entre los tupinambá, tal como lo expone Florestan Fernandes, estaba
vertebrada sobre tres puntos capitales. El primero, el ualor de la tradición , que con sus
contenidos sociales y religiosos contribuía a posibilitar "el conocido mecanismo de
resguardar una conducta adecuada y de proteger un comportamiento de eficacia
comprobada; pero tampoco se debe olvidar que, en sus interpretaciones, ellas imputaban
las innovaciones culturales a héroes civilizadores sagrados en sí mismos".4 En segundo
lugar, eí valor de la acción , es decir "aprender haciendo", de este modo el adiestramiento
de niños y adolescentes quedaba indisolublemente ligado a los deberes y obligaciones del
Darcy Ribeiro, L a s A m é r i c a s y l a civilización, vol. II, Los pueblos nuevos, trad. de Ren- zo Pí Hugarte, Centro Editor de
América Latina, Buenos Aires, 1969, págs. 31-32.
2A. Métraux, La religion des t u pi na mb o e t se s r a p por ts a ve c c el l e d es a u tr e s tr i bu s t u pi g ua r a n i. Bibliothèque de l'Ecole des Hautes Etudes, L¡b. E. Leroux, Paris, 1928. Si bien en esta obra no se abordan los
aspectos específicamente educativos y culturales, es del mayor interés puesto que estudia en detalle sus creencias y mitos.
Quizá sea más importante por cierto, por lo menos a los efectos que aquí importan, del mismo A. Métraux, L a
ci vil i sa ti o n m a t ér i e lle des tribus tupi-guarani, Lib. Orientaliste, Paul Geuthner, París, 1928.
3 Juan Staden, Ver a H is t or ia y de scr ip ci ó n d e u n pa í s d e l a s s a l v a j e s d es n ud a s f e r oc es g e n te s
de vo r a dor a s d e h om br es sit ua d o e n el N ue vo M u nd o A mér ica , traducción y comentarios de
Edmundo Wernicke, Museo Etnográfico, Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, 1944. Edición
ilustrada con la reproducción de los numerosos grabados de la original: Marburgo, 1557.
Jean de Léry, H i s to ir e d' u n voy a g e e n l a t er r e du B r és il , a u tr e m en t di te A mér iq u e. C on 1
te na n t l a n a v ig a ti on et c ho se s r e ma r q ua bl e s v u es sur mer pa r l ' a u t eu r . . . L es moe ur s e t
f a ço n s d e v ivr e é tr a ng es de s Sa u va g e s A m ér i ca i n es, a ve c u n C ol l o q ue d e l eur l a ng a g e.
En se m bl e l a de scr i pt io n de pl us ie ur s a n i ma ux , a r br e s e t a u tr e s ch os es si n g ul iè r e s e t du
to u t in co n nu e s pa r d eçà . . . pa r .... La Rochelle, 1578, que utilizamos según una edición moderna: L e vo ya g e
a u B r és il de Jean de Léry ( 1 5 5 6 - 1 5 58) , introducción de Charly Clerc, Payot, Paris, 1927, en especial tercera y cuarta
partes; los pasajes que aquí nos interesan fueron cotejados con la versión portuguesa: Vi a g e m à te r r a d o B r a sil ,
trad. de Sergio Millet, Lib. Martins Editora, San Pablo, 1951 (vol. VII de la "Biblioteca Histórica Brasileira"). Si notable
por sus descripciones lo es mucho más aún por el carácter apologético del 'buen salvaje' que Léry señala sin que dejara él
de advertir lo que llama su ateísmo, antropofagia, poligamia, etc. De este modo, "la requisitoria contra la barbarie" se
transforma a poco en una "requisitoria contra la civilización‖.
Histoire d'André Theuet angoumoisin, cosmographe du Roy, de deux voyages par lui faits aux Indes Australes, et
Occidentales. Contenant la façon de vivre des peuples Barbares, et observation des principaux points que doivent tenir en
leur route les Pilotes, et mariniers, pour eviter le naufrage, et autres dangers de ce grand Océan... (¿1585?), que, junto con
La cosmographie universelle d'André Thevet cosmographe du Roy. Ilustrée de diverses figures des choses plus
remarquables veuës par l'Auteur, et incongneues de noz Anciens et Modernes (Paris, 1575), y otros trabajos del mismo
autor se reproducen en Les Françaises en Amérique pendant la deuxième moitié du XVI e siècle, textos escogidos y notas
de Suzanne Lussagnet e introducción de Ch-André Julien, Presses Universitaires de France, Paris, 1953. Hay una
antología reciente de A. Thevet, Les singularités de la France antarctique. Le Brésil des cannibales au XVIe siècle,
selección de textos, introducción y notas de Frank Lestringant, Maspero, Paris, 1983.
4
F. Fernandes, "La educación en una sociedad tribual", o b . ci t. , pág. 143.
647
adulto, o dicho con palabras del mismo autor, "ninguno se eximía de la exigencia de
convertir la propia acción en modelo para ser imitado". Y por último, el ejemplo, esto es, el
"sentido del legado de los antepasados y el contenido práctico de las tradiciones".
El estudio de Florestan Fernandes adquiere notable riqueza cuando expone las
variaciones del proceso educativo en función del sexo y de las edades, sus denominaciones,
contenidos y modalidades de adiestramiento a través de las distintas fases. Queda así
demostrada la eficacia de la educación por imitación -que otros autores llaman
indebidamente 'natural - para reproducir las actividades y preferencias paternas o maternas,1
según el caso, desde el nacimiento hasta culminar con la madurez como jefes, es decir,
Thuvuae, algunos de los cuales podían convertirse en pajés (jefes, líderes), y a la vez entre
éstos podían surgir shamanes (hechiceros). "En esta serie de transiciones importa destacar
cómo se realizaba el adiestramiento de los inmaduros y cómo se extendía, progresivamente,
la participación de la cultura" (F. Fernandes, ob. Cit pág. 147). El 'modelo', de todos
modos, se fortalecía, puesto que la falta de especialización (consecuencia de su escasa
tecnología) favorecía la graduación de la trasmisión de experiencias según los principios de
sexo y edad. En suma, los tupinambá "necesitaban hacer su aprendizaje lentamente,
participando en forma repetida de las situaciones que incluían cooperación y solidaridad, de
la familia pequeña a la grande y a las familias interdependientes del grupo local o de la tribu,
para entender así la 'dimensión humana' de la técnica, un conocimiento que no se objetivaba ni se concretaba, pero que era esencial" (ibidem, pág. 149). De esta manera las
condiciones o modalidades del adiestramiento facilitaban tanto la trasmisión de las pautas
de comportamiento como la formación del carácter.
El nivel de organización de dicha sociedad no supone, evidentemente, la existencia
de una educación institucionalizada, es decir que los conocimientos se trasmitían de manera
informal o asistemàtica, pero de todos modos satisfacían tres funciones básicas. Una, de
ajuste entre las generaciones,2 verdadero mecanismo de control y de dominación que
"permitía a las generaciones maduras y dominantes graduar y dirigir la trasmisión de la
herencia social, les ofrecía un mecanismo elemental y universal de dominación gePrecisamente, y con referencia a su espíritu belicoso e indómito, sabemos que "muestran a sus hijos varones, de tres o
cuatro años, una suerte de arcos y flechas, y los alientan durante la guerra, recordándoles siempre la venganza de sus
enemigos, exhortándolos a no perdonar jamás a nadie, y preferir más bien la muerte antes que humillarse. De esta suerte,
cuando caen prisioneros, jamás se Ies escuchará pedir perdón, o humillarse ante el enemigo que los retiene... pues para
ellos sería locura, puesto que sólo aguardan la muerte, anticipo de grandes honores y glorias, (puesto que la muerte
recibidal durante esta querella será valientemente vengada". (A. Thevet, L a co sm og r a p hi e un iv er s el l e , ed. cit.,
págs. 207-208.) Y en otro texto del mismo autor leemos: "Ejercitan a sus hijos para que sepan eludir con destreza y
escapar a las flechas, primeramente con pequeños dados embotados, y luego, para mejor adiestrarlos, les disparan flechas
más peligrosas, con las cuales a veces hieren a algunos, [y entonces les dicen:] 'prefiero que mueras por mi mano antes
que por la de mis enemigos'." ( L es d e ux vo ya g e s , ed. cit., págs. 293-295). Amplían y complementan las señaladas,
algunas observaciones de Gabriel Soares de Sousa, quien advierte que los tupinambá no castigan a sus hijos sino que los
adoctrinan, tampoco los reprenden por cosa alguna que hagan; y añade, lo que ya sabemos a través de diversas fuentes,
que a los varones les enseñan a tirar, con arcos y flechas, al blanco, y luego a los pájaros. Noticia do B r a s il [1587),
comentarios y notas de Varnhagen, Pirajá da Silva y Edelweiss (edición patrocinada por el Departamento de Asuntos
Culturales del Ministerio de Educación y Cultura del Brasil), San Pablo, 1974, cap. CLIV de la segunda parte.
1
Como epígrafe del ya citado trabajo de F. Fernandes, A f u ng á o s oci a l da g uer r a . . . , leemos este texto de suyo
elocuente: "Como os tupinambás sao muito belicosos, todos os seus fundamentos sao como faráo guerra aos seus
contrarios (Gabriel Soares de Sousa, T r a ta do D e scr i - ti uo d o B r a s il e m 1 5 87, pág. 389)".
En realidad, observa J. Staden, no he notado un derecho especial entre ellos fuera de que los más jóvenes son
obedientes a los mayores en hacer lo |que] traen sus usanzas" [Vera historia, ed. cit., pág. 121).
2
648
rontocrática, de fundamento tradicionalista y carismàtico (específicamente, xamanístico)".
La segunda función básica perceptible en ese proceso "es la preservación y valorización del
saber tradicionalista y mágico-religioso, en cuanto a sus formas y a su contenido". La
tercera función estaba determinada, por la "adecuación de los dinamismos de la vida
psíquica al ritmo de la vida social".
En síntesis, a pesar de su carácter asistemàtico, la educación entre los tupinambá
lograba a su manera lo que se propone cualquier sistema educativo: trasmisión de
conocimientos, formación de la personalidad, ajuste a la comunidad, selección y promoción
de dirigentes (que en este modelo, como queda dicho, eran de índole gerontocrática y
shamánica); indudablemente, los medios empleados eran funcionales a su objetivo, puesto
que aseguraban su supervivencia y su cohesión interna.
La educación entre los aztecas
Al llegar los conquistadores europeos al valle mexicano encontraron un Estado
todavía no suficientemente amalgamado, aunque en enérgico proceso de consolidación;
tratábase de un pueblo nuevo que había logrado imponer su hegemonía, pero cuya historia,
siquiera somera, estaría fuera de lugar abordar aquí.1 Los mexicas (es decir, los aztecas de
lengua náhuatl, pueblo originario del norte, que se instaló primero en Tenochtitlan y que al
cabo de poco tiempo se adueñó del valle y aun lo trascendió), alcanzaron un alto grado de
desarrollo, pues tuvieron conocimientos avanzados en diversas materias, así de cultivos,
escritura y calendario, rudimentos de metalurgia al servicio de objetos suntuarios de valor
artístico, aunque desconocieron la rueda y el aprovechamiento de la fuerza animal para el
transporte de carga.2 Este pueblo impuso un 'modelo' de dominación cuyos rasgos
esenciales pueden inferirse hoy con relativa seguridad de los numerosos testimonios disponibles, tanto indígenas como europeos. No trataron de aplicar su poder directamente sobre
los grupos sometidos a su autoridad sino que los fueron convirtiendo en tributarios, es
decir que los vencidos obligadamente aportaban sus contribuciones bajo la forma de
alimentos y también de hombres para los sacrificios rituales, aunque conservando casi
siempre sus propias autoridades. Pueblo predominantemente guerrero -que en una etapa
anterior había desarrollado un notable sistema productivo, así el método de las chinampas,
considerado uno de los más rendidores en la agricultura de pequeños espacios-, su vida
desde el punto de vista económico fue en cierto modo parasitaria', pues dependían de los
aportes de los sometidos, del comercio y también, por supuesto, de las exacciones y botines
que arrancaban durante sus campañas de carácter expansivo, belicoso y punitivo. Esta
particularidad requirió, como es obvio, una singular forma de organización, con fuerte
imperio de grupos militares, sacerdotales y una nada escasa burocracia administrativa; dicha
Sigue siendo útil la obra ya clásica de Walter Krickeberg, Las antiguas culturas mex i ca n a s, trad. de Sita
Garst y Jasmin Reuter, F.C.E., México, 1961, con varias reimpresiones posteriores. Este autor utiliza el método
de 'cronología inversa', es decir, partiendo de los aztecas, retrocede en el tiempo hasta las culturas arcaicas.
Más reciente y actualizada, la obra de J. L. Lorenzo y otros, D el no ma d is mo a l os c en tr os
cer em on ia l e s , en "México: panorama histórico y cultural", vol.VI, publicación del Departamento de
Investigaciones Históricas del Instituto de Antropología e Historia, México, 1975.
La Historia general de México, El Colegio de México, 1976, t. I, constituye una excelente introducción para
conocer "Los orígenes mexicanos" (J. L. Lorenzo); "La formación y desarrollo de Mesoamérica" (I. Bernal); y
"La sociedad mexicana antes de la conquista" (P. Carrasco).
2 Copiosísima es la bibliografía sobre los aztecas; recordemos, por tanto, sólo una obra entre las más difundidas en
nuestro idioma: George C. Vaillant, La civilización azteca, trad. de Samuel Vasconcelos, F.C.E., México, 1944, con varias
reimpresiones posteriores y una 2a ed. corregida y aumentada en 1973.
1
649
característica, lo veremos enseguida, imprimió un sesgo particular a la educación.1 Los
ocupantes, usufructuarios de las grandes culturas precedentes (imperios toltecas,
chichimecas y tepanecas), intentaron en su beneficio una síntesis de todos los aportes,
declarándose continuadores de sus formas de organización ("conservan el calpulli, resto de
una sociedad tribal") y tradiciones.2 De esta manera "Tenochtitlan continúa el mundo
ceremonioso y aristocrático uniendo la teocracia al militarismo por necesidades
económicas, situación que parece remontarse hasta los lejanos días del pueblo olmeca".3
Las nuevas formas de dominio -dioses asimilados, diferentes valores y nuevos objetivosexigieron una profunda reelaboración de todos los supuestos ideológicos y, por lo tanto,
que se siguiese una política cultural bien determinada: "Empezaron destruyendo los códices
de historia que hasta entonces guardaban los tepanecas, tachándolos de mentirosos -es la
famosa quema de los códices de historia ordenada por Itzcóatl [a la que alude Sahagún]-,
luego elaboraron nuevas versiones de la historia del pueblo mexica en las que se exaltaban
la figura del dios Huitzilopochtli y la preeminencia del pueblo mexica como elegido por
aquél, así como su misión de conquista para servirle".4 El siguiente texto ilustra el evidente
carácter político que adquiere la enseñanza de la historia como recurso para imponer una
cierta concepción en detrimento de la admitida y arraigada entre los vencidos:
"Se guardaba su historia pero, entonces fue quemada: cuando reinó Itzcóatl, en
México. Se tomó una resolución, los señores mexicas, dijeron: no conviene que toda la
gente conozca las pinturas.
Los que están sujetos (el pueblo),
se echarán a perder
y andará torcida la tierra,
porque allí se guarda mucha mentira,
y muchos en ellas han sido tenidos por dioses."5
Como se conservaba una historia tradicional insatisfactoria para los nuevos amos,
se la quiso suprimir, pues a los sometidos les traía reminiscencias de tiempos pretéritos, que
los infortunios con seguridad habrán idealizado. De este modo se desgarraba una de las
En este punto seguimos, salvo indicación en contrario, el excelente estudio de José María Kobayashi, L a
ed uc a c ió n co mo c on q ui s t a ( em pr e sa f r a nc is ca na e n M éx i co) , Centro de Estudios Históricos, El
1
Colegio de México, México, 1974, en especial págs. 1-114.
2 Ignacio Bernal, "Formación y desarrollo de Mesoamérica", en Historia general de Mé- .xico, ob. cit., t. I, págs. 125 y
siguientes
3I bí de m, pág. 150.
4 J. M. Kobayashi, ob. c i t. , pág. 29.
Sin apartarnos demasiado del tema, antes bien con el solo propósito de señalar su llamativa universalidad y
actualidad, creemos pertinente recordar el relato de Jorge Luis Borges ''La muralla y los libros", donde
atribuye al supuesto emperador chino Shih Huang Ti un propósito idéntico: "la rigurosa abolición de la
historia, es decir del pasado", para de ese modo lograr que "la más tradicional de las razas renuncie a la
memoria de su pasado, mítico o verdadero" (Obrci^ co mpl e ta s , Ed. Emecé, Buenos Aires, 1974, págs. 633635).
5 Miguel León-Portilla, L a f i l o s o f í a n á h u a t l e n s u s fu e n t e s , prólogo de Ángel María Garibay K., Instituto de
Historia: Seminario de Cultura Náhuatl, UNAM, México, 2- ed., 1959, pág. 245. El autor sigue en este pasaje la edición
facsimilar de los valiosos T e x t o s n a h u a s c í e lo s I n fo r m a n t e s de S ah a g ú n , publicados por Francisco Paso y
Troncoso. Repárese, en el fragmento transcrito, el carácter minoritario que se atribuye al conocimiento de la historia y al
alcance de su mensaje.
650
fuentes de identidad de los pueblos sojuzgados y al servicio de esta trasmutación del
mensaje se orientará en gran parte la educación de la nueva clase dirigente.
Pues bien, en aquella sociedad "el hombre nacía para la guerra y la mujer para el
hogar", diferenciación que se iba ahondando desde el comienzo, pues al venir al mundo, la
partera "consagraba al niño a su misión bélica, y [ponía] en sus manos una rodela, un arco y
cuatro saetas, todo en miniatura",1 en cambio a la mujer se le daba "un huso y una
lanzadera o también una escoba, mostrando de esta manera lo que había de ser su faena en
la vida".2 Vale decir que desde su más tierna infancia comenzaba el proceso que distinguía
las actividades y funciones de ambos sexos. Los varones, desde muy niños, ayudaban en sus
tareas a los padres (cultivo de la tierra, caza, pesca, etc.) y las mujeres a las madres (hilado,
tejido y otras labores domésticas). La educación hogareña era severa -aun en los sectores
altos de la sociedad sometían a sus vástagos a los quehaceres más humildes como técnica
de formación del carácter- y los castigos, duros (se les azotaba "con ortigas, punzándoles
con espinas de maguey hasta sangrar, pellizcándoles hasta dejarles llenos de cardenales,
golpeándoles con un palo, dejándoles sobre el suelo mojado o húmedo atados de pies y
manos, colgándoles atados de pies o haciéndoles respirar el humo de chile quemado").3
Más aún, llegado el caso, los progenitores podían vender a sus hijos desobedientes e
incorregibles, lo que refleja la severidad de la educación doméstica -que si bien reviste
ciertas particularidades se asemeja, por lo menos en este sentido, a las de casi todas las
sociedades de igual carácter-; este rigor en el trato no excluía por cierto manifestaciones de
ternura como las que recoge un texto de deslumbrante belleza literaria: Consejos de un
padre náhuatl a su hija , cuya versión castellana se reproduce íntegramente en el Apéndice
1 de este trabajo.
Pero más que la educación doméstica, predominante en la gran masa de la
población que dependía del núcleo familístico-comunitario, debe interesarnos aquí la
escolar, pues ella refleja adecuadamente tanto la estratificación de aquella sociedad, como
su 'modelo' y sus valores.4 De la información disponible puede inferirse, en líneas generales,
que existían dos tipos de establecimientos: el calmécac y el telpochcalli, gobernados ambos
por el Estado, como consta en múltiples y coincidentes referencias. En una arenga dirigida
a un nuevo tlatoani se expresa: "... Encomiándote las escuelas y colegios y las casas de
recogimiento que hay en la ciudad de donde salen instruidos los mozos para guerras y culto
divino; cuida de que siempre vayan en aumento y no en disminución." 5 La intervención del
Estado es manifiesta y efectiva.
Si bien no puede determinarse con precisión a qué edad ingresaban los niños o
adolescentes mexicas a esos colegios ya que las fuentes son harto contradictorias, cabe
destacar "que en el calmécac ingresaban los hijos de los principales, mientras que en el
telpochcalli estaban los del macehual- íín", dicho sea esto sin desconocer que hubo
J. M. Kobayashi, o h . c i t . , pág. 62 Notable semejanza tiene esta ceremonia mexica con la señalada por Jean de Léry,
quien recuerda que al nacer un varón entre los tupí, el padre le obsequiaba "una espada (sic) de madera, y un pequeño
arco y pequeñas flechas empenachadas con plumas de papagayo" ( L e v o - y a g e au B r é s i l. . . , o b . y e d . c i t . , pág. 242).
2 I b í d e m , pág. 63.
3 I b í d e m , pá g . 6 5.
1
Por otra parte las valiosas ilustraciones del llamado Códice Mendoza enriquecen la comprensión de muchos elementos y
factores vinculados al proceso educativo. Este precioso documento nos permite seguir paso a paso las características que
adquirían tanto la enseñanza doméstica como la escolar, según la edad de los educandos, desde la imposición del nombre
hasta su conversión en soldados, sacerdotes o artesanos.
5 J. M. Kobayashi o b . c i t . , pág. 68.
4
651
excepciones. Los primeros, "señores por linaje" como observa Zorita, constituían el grupo
social más encumbrado y los otros estaban integrados por campesinos, artesanos y comerciantes, etc.1 Miguel León-Portilla señala que abundantes textos indican expresamente
la condición social de las personas, diferenciando entre los pipi/fin o nobles y los
macehualtin o gente de pueblo. "Cuando se trata de miembros del estrato superior se
indica que eran pípiltin. Si, en cambio, los aludidos eran gente de pueblo, no deja de
advertirse que eran macehualti".
Algunos autores, siguiendo en esto a Sahagún, llegan a expresar su admiración por
el hecho de que "un pueblo indígena de América haya practicado la educación obligatoria
para todos y que ningún niño mexicano del siglo XVI, cualquiera fuese su origen social,
careciese de escuela".2 Dicha situación les permite comparar favorablemente, por lo menos
en este sentido, la civilización azteca con las culturas clásicas y sobre todo con la Edad
Media europea. De todos modos queda abierta otra interrogante: la situación educativa de
los pueblos sojuzgados por los aztecas, tema al que no se le ha prestado la atención debida.
Sea como fuere -y a nuestro juicio parece un tanto excesivo atribuir a aquella civilización
haber logrado alfabetizar a toda su población, por lo menos en el sentido en que hoy se
entiende- se transparenta un esfuerzo intencional por formar, por un lado, una élite
dirigente en el calmécac, y por otro, en el telpochcalli, atender a un amplio estrato social
cuyo destino quedaba confinado a niveles subalternos de la milicia, la administración y el
comercio. En el sistema educativo azteca, nos dice José Luis Martínez, "existían dos tipos
principales de escuelas: el telpochcalli, para la mayoría del pueblo, en el que se enseñaban
elementos de religión y moral, pero sobre todo se adiestraba a los alumnos en las artes de la
guerra, pues dichos centros estaban dedicados a Texcatlipoca; y el calmécac [bajo la
advocación de Quetzalcóatl] escuela de educación superior, para los hijos de los nobles y
los sacerdotes, en el que se transmitían las doctrinas y conocimientos más elevados, los
cantos e himnos rituales, la interpretación de los 'libros pintados' y nociones históricas
tradicionales y calendáricas".3 De lo expuesto conjeturamos que este sobresaliente
desarrollo cultural corresponde sólo a los mexicas, y que no podría afirmarse otro tanto de
los restantes pueblos sometidos de la meseta, y esto no sólo por su menor desarrollo relativo sino por tratarse de pueblos hegemónicos (por un lado) y sojuzgados (por el otro).
Mas todas estas salvedades no obstan para admitir la veracidad del juicio del P. José de
Acosta: "Ninguna cosa más me ha admirado ni parecido más digna de alabanza y memoria
que el cuidado y orden que en criar sus hijos tenían los mexicanos. Porque entendiendo
bien que en la crianza e institución de la niñez y juventud consiste toda la buena esperanza
de una república... dieron en apartar sus hijos de regalo y libertad, que son las pestes de
aquella edad, y en ocuparlos en ejercicios provechosos y honestos...".4
Unas interesantes consideraciones etimológicas del citado J. M. Kobayashi permiten precisar las diferencias de fondo.
P i l l i (singular de p i p i l t i n ) "significaba una cosa que se deriva de otra. Su concepción es, por lo tanto, muy semejante a
la del término español 'hidalgo', hijo de algo. Se suele traducir por noble". M a c e h u a ll i (singular de macehua/íin)
originalmente
significa, según López Austin, simplemente 'hombre', pero con una carga religiosa peculiar de los nahuas, porque quiere
decir 'el merecido por la penitencia de los dioses'. En la época histórica, su degradación semántica es evidente frente al
pilli". (Nota 63 de pág. 33).
2 Jacques Soustelle, L a vi da co t id ia na de lo s a z te ca s , trad. de Carlos Villegas, F.C.E., México, 1956, pág. 176.
3 José Luis Martínez, N e z a h u a l c ó y o t l . V i d a y o br a , "Biblioteca Americana" del F.C.E., México, 1972, pág. 44
1
4Citado
por J. M. Kobayashi, ob . cit, pág. 57.
652
No corresponde considerar aquí las formas de funcionamiento y organización de
las escuelas a las que concurrían los varones, como así tampoco las singularidades de las
femeninas. En Sahagún aparecen los muy sugestivos y reveladores textos de los votos de
ofrecimiento de los niños, por parte de los padres, a dichos establecimientos, como así la
respuesta de acogimiento a cargo de los maestros. Y con respecto a los contenidos de la enseñanza insistamos sólo sobre las reveladoras diferencias perceptibles entre 1 & impartida
en el calmécac y el telpochcalli, ya que en la primera se hacía hincapié en la sabiduría y en
la otra, en cambio, se insistía más sobre los aspectos prácticos y físicos.1 Del calmécac
salían los 'intelectuales' (conocedores de la historia, del movimiento de los astros, y, como
ya hemos observado, de la escritura y del calendario); en suma, los depositarios de la tradición. Y allí los maestros eran los "comentaristas de los códices", como se desprende de este
elocuente fragmento poético:
"Yo canto las pinturas del libro,
lo voy desplegando,
soy cual florido papagayo,
hago hablar los códices
en el interior de las casas de las pinturas."2
De los muchos aspectos que restaría abordar, dentro de aquel complejo sistema
educativo, detengámonos un instante para recordar a los tlamatini- me ("sabios o
philosophos" los llamó Sahagún), a quienes estaba encomendada la educación superior:
"El sabio: una luz, una tea, una gruesa tea que no ahuma.
Un espejo horadado, un espejo agujereado por ambos lados.
Suya es la tinta negra y roja, de él son los códices, de él son los códices.
El mismo es escritura y sabiduría. Es camino, guía veraz para otros.
Conduce a las personas y a las cosas, es guía de los negocios humanos. El sabio
verdadero es cuidadoso (como un médico) y guarda la tradición. Suya es la sabiduría
trasmitida, él es quien la enseña, sigue la verdad. Maestro de la verdad, no deja de
amonestar.
Hace sabios los rostros ajenos; hace a los otros tomar una cara (una personalidad)
[los hace desarrollar.
Les abre los oídos, los ilumina. Es maestro de guías, les da su camino, de él uno
depende.
Pone un espejo delante de los otros, los hace cuerdos, cuidadosos; hace que en
[ellos aparezca una cara (una personalidad). Se fija en las cosas, regula su camino,
dispone y ordena. Aplica su luz sobre el mundo.
Para el tel poc h ca l l i véase Fray Bernardino de Sahagún, cap. IV del Apéndice al libro tercero (t. 1, págs.
288-291), y para el ca l méca c el cap. VII (págs. 294-296).
2 J. M. Kobayashi, ob. ci t. , pág. 86.
1
653
Conoce lo (que está) sobre nosotros (y), la región de los muertos. (Es hombre
serio.)
Cualquiera es confortado por él, es corregido, es enseñado.
Gracias a él la gente humaniza su querer y recibe una estricta enseñanza.
Conforta el corazón, conforta a la gente, ayuda, remedia, a todos cura."1
Pero más que educadores estrictos fueron pensadores cabales, capaces de elaborar
una sabiduría cuyos rasgos, por momentos conmovedora y bella siempre, ha merecido ser
considerada como un verdadero cuerpo de doctrina; una filosofía, tal como la conceptúa
Miguel León-Portilla al abordar las ideas cosmológicas, metafísicas y teológicas de estos
hacedores de una cosmovisión, hecha de "flor y canto", y a través de la cual se advierte una
suerte de escepticismo, producto a su vez de penetrantes reflexiones sobre el tiempo y el
destino humano:
"Aunque sea jade se quiebra,
aunque sea oro se rompe,
aunque sea plumaje de quetzal se desgarra."
De todos modos este 'modelo' educativo -vigente durante toda la vida y no limitado
sólo a la permanencia en las escuelas- que concentraba los conocimientos en grupos
minoritarios, por momentos de carácter iniciático, implicaba serios riesgos. Que estos
peligros no eran teóricos quedó demostrado cuando el pueblo mexica sufrió la decapitación
de casi toda su clase dirigente, que en su gran mayoría murió durante la guerra, como
secuela de los enfrentamientos iniciales de la conquista, y habida cuenta además que entre
los sobrevivientes estaban los renegados que "se pasaron al bando enemigo". Al cabo de
poco más de medio siglo casi no quedaban hombres que supiesen dar razones de sus
antigüedades y tradiciones, y en la práctica habían desaparecido los iniciados en la lectura
de sus códices.
La educación entre los incas
En el capítulo XIX del libro IV de sus admirables Comentarios Reales de los i
Incas, el Inca Garcilaso de la Vega memora al P. Blas Valera, quien, con relación al rey
Inca Roca, escribe:
"...Estableció muchas leyes, entre las cuales dize por más principales las que siguen.
Que convenía que los hijos de la gente común no aprendiessen las sciencias, I las cuales
pertenescían solamente a los nobles, por que no se ensoberveciessen y I atnenguassen la
república. Que les enseñassen los oficios de sus padres, que les bastítavan. Que al ladrón y
al homicida, al adúltero y al incendiario, ahorcassen sin remissión alguna. Que los hijos
sirviessen a sus padres hasta los veinticinco años, y de allí k' adelante se ocupassen en el
servicio de la república. Dize que fué el primero que puso escuelas en la real ciudad del
Cozco, para que los amautas enseñassen las sciencías que alcangavan a los príncipes Incas y
1
654
a los de su sangre real y a los nobles de su Imperio, no por enseñanza de letras, que no la
tuvieron, sino por práctica y por uso cotidiano y por experiencia, para que supiessen los
ritos, preceptos y 'ceremonias de su falsa religión y para que entendiessén la razón y
fundamento de sus leyes y fueros y el número dellos y su verdadera interpretación; para que
alcangassen el don de saber governar y se hiziessen más urbanos y fuessen de mayor
industria para el arte militar; para conocer los tiempos y los años y saber por los ñudos las
historias y dar cuenta dellas; para que supiessen hablar con ornamento y elegancia y
supiessen criar sus hijos, governar sus casas. Enseñávanles poesía, música, filosofía y
astrología; esso poco que de cada sciencia alcanzaron. A los maestros llamavan amautas,
que es tanto como filósofos y sabios, los cuales eran tenidos en suma veneración..."1
Y en el capítulo XXXV del libro VI, aunque ahora con relación a Pachacútec, "que
es reformador del mundo", leemos:
"Este Inca, ante todas cosas, ennobleció y amplió con grandes honras y favores las
escuelas que el rey Inca Roca fundó en el Cozco; aumentó el número de los preceptores y
maestros; mandó que todos los señores de vassallos, los capitanes y sus hijos, y
universalmente todos los indios, de cualquier oficio que fuessen, los soldados y los
inferiores a ellos, usassen la lengua del Cozco, y que no diesse govierno, dignidad ni señorío
sino al que la supiesse muy bien. Y por que ley tan provechosa no se huviesse hecho de
balde, señaló maestros muy sabios de las cosas de los indios, para que los hijos de los
príncipes y de la gente noble, no solamente para los del Cozco, mas también para todas las
provincias de su reino, en las cuales puso maestros que a todos los hombres de provecho
para la república enseñassen aquel lenguaje del Cozco, de lo cual sucedió que todo el reino
del Perú hablava una lengua... Todos los indios que, obedesciendo esta ley, retienen hasta
ahora la lengua del Cozco, son más urbanos y de ingenios más capaces; los demás no lo son
tanto." 2
Los dos pasajes transcritos -y muchos otros podrían allegarse no sólo del mismo
Inca Garcilaso sino también de Blas Valera, Martín de Murúa, Felipe Guarnan Poma de
Ayala, Pedro Cieza de León, Pedro Sarmiento de Gamboa y Antonio Vásquez de Espinosa,
para citar sólo figuras mayores de la historiografía americana-3 parecen constituir un buen
punto de partida pa- . ra conocer, siquiera en sus line&mientos esenciales, el papel de la
educación entre los incas. Desde luego que para su más adecuado entendimiento, esta
educación previamente debe ser. referida al modelo de aquella sociedad, algunos de cuyos
rasgos en cierto modo permiten inferir los mencionados fragmentos: el carácter
francamente minoritario y selectivo de la enseñanza institucionalizada, cuyos propósitos
exceden los de la socialización para apuntalar objetivos políticos explícitos; y por el otro, el
empleo de su lengua (runa-sími, es decir lengua de hombre, y que los conquistadores
llamaron quechua) como instrumento imperial de penetración y consolidación de sus
instituciones. Pero además es preciso determinar el valor y las limitaciones de los
testimonios utilizados. Comencemos por este segundo aspecto.
Casi todos los historiadores contemporáneos están contestes en admitir la
sobresaliente importancia de la información proporcionada por el Inca Garcilaso, sin
desconocer su idealización de aquella cultura, las omisiones o quizá desconocimiento de
1Citamos según la ejemplar edición al cuidado de Ángel Rosenblat, y que con prólogo de 1 Ricardo Rojas
publicó Emecé Editores, Buenos Aires, 2-. ed. argentina, 1945, t. I, pág. 214.
2 I bí de m , t. II, pág. 81.
3 Para un juicio crítico de toda la copiosa bibliografía sobre el tema, véase Raúl Porras Barrenechea, Fue n te s
hi s tór i ca s per ua na s , Ed. J. Mejía Bacca y P. L. Villanueva, Lima, 1954.
655
ciertos aspectos de las civilizaciones preincaicas al par que sobrestimación de la materna.
De todos modos, "estos arreglos y modificaciones del Inca Garcilaso, y aun sus errores y
supresiones innegables en algunas partes de su historia, son perfectamente explicables por
lo demás y no menoscaban ni falsean su veracidad fundamental. De una parte es la
propensión natural en Garcilaso a la idealización y el arquetipo y al embellecimiento de sus
recuerdos infantiles... [los Comentarios] se hallan impregnados por una honda nostalgia,
doblemente avivada por la distancia en el tiempo y el espacio".1
Los orígenes de los incas son legendarios;2 pues ellos, en algunos casos, pretendían
descender de Huiracocha (divinidad civilizadora tiahuanaquense), y en otros de Manco
Cápac y de su esposa Mama Ocllo. De todas maneras su foco de irradiación inicial puede
localizarse en el Cuzco, mediado el siglo XIII según la mayoría de los especialistas.
Sucesivas conquistas efectuadas a expensas de otros pueblos portadores de elevadas
manifestaciones culturales3, les permitieron constituir un verdadero imperio, el
Tahuantisuyo (" que quiere dezir las cuatro partes del mundo..."; Comentarios Reales,
libro II, cap. XI) que se extendió, en el momento de su máximo esplendor (siglo XV),
desde el sur de la actual Colombia hasta el norte de Argentina y Chile, desde las orillas del
mar hasta los bordes de la selva amazónica, abarcando la meseta boliviana.
El modelo de la sociedad incaica se asentaba sobre una economía agrícola de
carácter intensivo, admirablemente organizada en torno a una unidad religiosa y productiva
llamada ayllu ("división en todos los pueblos, grandes o chicos... por barrios o por
linajes..."; ibidem, libro I, cap. XVI). Cultivaban colectivamente el suelo, que aprovechaban
al máximo gracias a sus ciclópeas obras de ingeniería: andenes, acueductos, canales de
regadío; que les permitían sembrar papa, maíz, quinua, tomate y otros vegetales, hasta en
las escarpadas laderas de las montañas; las cosechas se distribuían entre el Sol, el Inca y los
campesinos. De esta manera los excedentes, que llegaron a ser muy Significativos por el
desarrollo tecnológico y la selección de las especies cultivadas, posibilitaron una intensa
diferenciación social, el mantenimiento de ejércitos de magnitud hasta entonces
desconocida y con los cuales a su vez conquistaron dilatados territorios, y también
acumularon reservas alimenticias para hacer frente a eventuales catástrofes.
Aurelio Miró Quesada, prólogo a su edición de los Comentarios R e a le s de lo s I n c as , .Biblioteca Ayacucho, Caracas,
1976, t. I, pág. XXVI.
La bibliografía sobre el autor es abrumadora. En la obra arriba citada podrán encontrarse algunas orientaciones básicas
para profundizar el tema.
1
Infortunadamente parte nada desdeñable de la abundante bibliografía existente es anticuada, idealizadora o
simplificadora, más o menos arbitraria o tendenciosa; así, para sólo citar un ejemplo, los difundidos libros de Louis
Baudin.
2
Para una breve y sustanciosa introducción al tema, véase: Alfred Métraux, L o s i n c as , trad. de Hortensia Lemos, Centro
Editor de América Latina, Buenos Aires, 1975, cuya edición francesaa original es de 1961.
Si bien un tanto anticuado en ciertos respectos sigue siendo valioso el estudio de John H. Rowe," "Inca Culture" en el
vol. II del H a n d b o o k o f S o u t h A m e r i c a n I n di a n s , Smithsonian Insifution, Bureau of American Ethnology, United
States Printing Office, Washington, 1946.
De diversas civilizaciones anteriores { c h a v í n , m o c h i c a , c h i m ú , n a z c a , e t c .) heredaron, eri distintas épocas y en
diferentes regiones, tradiciones culturales y conquistas técnicas, que supieron asimilar y enriquecer.
3
656
Fue un imperio fuertemente centralizado, de carácter colectivista es cierto, pero
contrariamente a lo que suele creerse con ligereza, nada socialista en el sentido moderno del
vocablo; capaz, como se ha dicho, de satisfacer las necesidades de toda la población, pero
que al mismo tiempo "imponía el culto solar, la lengua quechua, la edad del casamiento,
disponía el vestido y prohibía los viajes y los cambios de residencia".
Organización vertical y firmemente jerarquizada, la parte superior de la estructura
social estaba constituida por el clan incaico -familia endogàmica semejante en muchos
sentidos a la de los faraones egipcios- y en torno al cual se iban estructurando, en círculos
concéntricos, diversos grupos según su relación de parentesco, de todos modos una
aristocracia de sangre; luego los curacas ("...a los señores de vasallos, como duques,
condes, marqueses, llamaron curacas, los cuales como verdaderos y naturales señores presidían en paz y en guerra a los suyos...1', cita de Blas Valera en ibidem, libro V, cap. XIII); y
para terminar, las grandes mayorías integradas por campesinos, artesanos, esclavos. El
pueblo, esto es los grupos no privilegiados, debía prestar obligatoriamente servicios al
Estado, sea en el cultivo de la tierra como hemos visto, en las minas, en el ejército o las
obras públicas.
Esta formidable centralización imponía su autoridad hasta en los rincones más
apartados del territorio; disponía para ello de una eficiente y compleja administración,
además de comunicaciones seguras (sus calzadas y puentes han sido muchas veces
comparados con los de los romanos) que a los chasquis ("...llamavan [así] a los correos que
havían puestos por los caminos para llevar con brevedad los mandatos del rey y traer las
nuevas y avisos que... huviesse de importancia"; ibídem, libro VI, cap. VII), permitían
trasmitir con sorprendente velocidad las órdenes.1
Los abundantes testimonios indígenas y españoles disponibles, debidamente
elaborados por estudiosos modernos, permiten establecer la existencia de un sistema de
enseñanza rígidamente organizado y estratificado, que respondía de este modo, y muy
satisfactoriamente, al modelo, requerimientos y valores de la sociedad incaica.2 Por un lado
el yachayhuasi ("casa de enseñanza"; ibídem, lib. VII, cap. X), era un establecimiento para la
formación de la nobleza masculina, cuyos objetivos coinciden con los señalados por el Inca
Garcilaso. Así pues se convertían en los depositarios de todo el saber superior (teórico y
práctico, ya que no sólo estudiaban su religión, lengua e historia, sino que también se
interiorizaban convenientemente de las : técnicas indispensables para la administración,
artes bélicas, hidráulica, agrimensura, estadística, etc.), lo que les permitía, llegado el
momento, ejercer el gobierno con autoridad y también dirigir las grandes obras públicas o
las guerras de conquista que invariablemente los llevaban a consolidar y ampliar el imperio.
Y allí los jóvenes, cuyo destino era constituirse en clase dirigente, aprendían por tanto a
mandar. Los medios de los cuales se valían eran el conocimiento sutil y refinado del idioma,
de los quipus ("...a estos hilos añudados llamavan quipus.. ibídem, libro VI, cap. VII), del
calendario, etc. Los trasmisores de esos conocimientos eran los amautas ("...sabios, filósofos y doctores en toda cosa de su gentilidad..."; ibídem, libro VII, cap. - XXIX), quienes
Una fuente insustituible y admirablemente ilustrada: Felipe Guarnan Poma de Ayala, Nueva coránica y buen
gobierno (Codex péruvien ilustré), Travaux et Mémoires de Flnstitut d'Ethnologie, XXIII, Instituí d'Ethnologie,
1
París, 1936. (Utilizamos su reedición facsimilar de 1968)
2 Recordemos, entre otros: Luis E. Válcarcel, Historia de la cultura antigua del Perú , t. I vol. I, Imprenta del
Museo Nacional, Lima, 1943; y t. I, vol. II, Imprenta del Ministerio de Educación Pública, Lima, 1949. Y del mismo
autor: Etnohistoria del Perú antiguo. Historia del Perú (Incas), Universidad Nacional Mayor de San Marcos,
Lima, 1959. Daniel Válcarcel, Historia de la educación incaica , Lima, 1961. José Antonio del Busto Duthurburu,
Perú antiguo Lib. Studium, Lima, 1970.
657
gozaban del mayor respeto y veneración por parte de la sociedad.1 Su enseñanza era, por
supuesto, oral y memorista, y para facilitar el aprendizaje se recurría a versificaciones de
carácter mnemotécnico que escribían los haravicus ("...que son poetas..."; ibídem, libro II,
cap. XXVII). Imperaba, y tampoco podía ser de otra manera dado el "estilo" impuesto, una
rígida disciplina reforzada por severos castigos corporales. El yachay-huasi, establecido en
un lugar privilegiado del barrio de las escuelas, era, como lo definió Vázquez de Espinosa
con acierto sumo, "la universidad, donde vivían los sabios amautas, y los haravicus, que
eran los poetas que enseñaban las ciencias...".2
En cierto sentido semejante al yachayhuasi de los varones, tenían los incas
establecimientos para la educación femenina llamados acllahuasi ("...quiere dezir casa de
escogidas..."; ibídem, libro IV, cap. 1), donde se formaban las mujeres que luego serían las
sacerdotisas o vírgenes del sol. Resultado de una severa y reiterada selección, pocas de ellas
alcanzaban el carácter religioso, al cual de todas maneras llegaban sin abdicar de su voluntad, pues, en última instancia, debían dar su consentimiento. La mayoría prefería quedar a
disposición del Inca, quien las asignaba en matrimonio a miembros de la nobleza de la
corte o a curacas; esto último era por lo visto una forma sutil de influir sobre las
poblaciones conquistadas a través de los gobernantes locales o de los delegados del poder
central. La semejanza de las sacerdotisas con las monjas católicas, las ceremonias de
ordenación, el voto de virginidad, etc., llamaron la atención de los españoles desde hora
temprana; esto explica que la abundancia de los testimonios sea tan numerosa que nos
dispensa abundar al respecto.3 Pero lo que sí importa destacar es que eran escogidas entre
la nobleza por su hermosura y dotes de inteligencia, no sólo en las grandes ciudades sino
también en los poblados dispersos por su vasta geografía. Para concluir con este punto
Este punto parece requerir una aclaración. Ha perdurado una idealizada imagen del wnauta, aunque algunos
estudiosos ya señalaron este carácter tiempo ha. Por ejemplo J. Eugenio Garro, quien sin dejar de reconocer que
"amauta quiere decir sabio, prudente; y según gunos, filósofo", prefiere subrayar que constituía una verdadera casta que
cayó en el refina miento, la sensualidad, la molicie y contribuyó con su enseñanza al sometimiento del pueblo. Y siempre
según el mismo autor, los amautas favorecieron y estimularon el orgullo de los príncipes, ponderando sus glorias y sus
hazañas, inculcando en el resto de la población formas de obediencia que contrariaban las posibilidades del desarrollo
individual. ("Los amautas en la historia peruana. Capítulo para una interpretación filológica de la cultura inkaika", en
Amauta, NQ 3, Lima, noviembre de 1926, págs. 38-39. Citamos según su reimpresión facsimilar.)
Aparentemente esta apreciación acerca del carácter aristocrático de la enseñanza impartida por los amautas estaría en
contradicción con el espíritu de la revista del mismo nombre donde se publicó el artículo señalado. Pero esto se explica si
leemos con cierto cuidado la "Presentación" del número inicial de Amauta firmada por su propio director e inspirador,
José Carlos Mariátegui: "... No se mire en este caso a la acepción estricta de la palabra. El título no traduce sino nuestra
adhesión a la Raza, no refleja sino nuestro homenaje al Incaísmo. Pero específicamente la palabra Amauta adquiere con
esta revista una nueva acepción. La vamos a crear otra vez."
1
Antonio Vázquez de Espinosa, Compendio y descripción de las Indias Occidentales, transcrita del
manuscrito original por Charles Upson Clark, Smithsonian Institution, Washington, 1948, libro IV, cap. 77, pág. 518.
(Como lo destaca su autorizado editor, del texto se desprende que la peregrinación americana de Vázquez de Espinosa se
desarrolla entre 1612 y 1621, fechas límite expresamente citadas.)
Recuerda este autor cómo los incas imponían su lengua 'general' a todas las naciones en detrimento de la natural o
materna, de manera que la primera se "hablaba en todo el reino del Perú, la cual corre en todas aquellas naciones que
conquistaron por espacio de 1500 leguas; háblase desde Popayán hasta Chile y Tucumán, con lo cual las entendían y
gobernaban, y eran amados y obedecidos por sus vasallos, aunque en tierras y regiones tan distantes". (Hemos modernizado la grafía y modificado la puntuación del texto citado.)
3 Citamos una sola fuente, y la empleamos tanto por la extensión del texto como por los ricos pormenores que ofrece:
Rel a ci ón { a n ón im a } d e l a s c os t um br es a n tig ua s de l o s n a tur a le s d e l Pir ú, en C r ó n ica s
per ua na s d e in t er é s i n dí g ena , ed. y estudio preliminar de Francisco Esteve Barba, Biblioteca de Autores
Españoles..., vol. CCIX, Ed. Atlas, Madrid, 1968, en especial págs. 169-174. La discusión acerca de la autoría de este texto
del llamado "jesuita anónimo", que para algunos estudiosos sería el P. Blas Valera, la analiza F. Esteve Barba en págs.
XLIII-LI.
2
658
digamos que si en el Cuzco estaba el acllahuasi principal, se tienen noticias de una veintena
de otros en provincias.1
El resto de la población, es decir la gran mayoría, recibía una enseñanza
predominantemente práctica, sobre todo a través de sus padres, con quienes los hijos
varones vivían hasta los veinticinco años. Como no participaban de un sistema educativo
formal, su socialización se realizaba a través de, su vida comunitaria y, sobre todo, de las
relaciones con el mundo del trabajo que desempeñaban en el campo, en los talleres
artesanales, cuando no en Ja milicia o en otras tareas que requerían aprendizaje y disciplina.
Pero es indudable también, y así lo recuerda Luis E. Válcarcel, que ciertas actividades
demandaban adiestramiento y calificaciones especiales: "Los orífices y orfebres, los
tejedores de tapices y ropa fina, los ceramistas que fabricaban vasos no utilitarios, los que
lapidaban piedras finas, los que componían mosaicos de plumas de delicados colores, los
arquitectos de templos y palacios eran preparados por 'maestros'; algunos probablemente
recibían la enseñanza tradicional dentro de su grupo dedicado de generación en generación
a algunas de tales artes".2
Además de los deberes religiosos, las costumbres, los hábitos y requerimientos de la
convivencia, configuraban una suerte de moral que implicaba un sentido de responsabilidad
colectiva y un reconocimiento de los valores impuestos por la existencia diaria, donde el
trabajo, insistimos, ocupaba un valor central, pues en la práctica todos trabajaban y
siempre: niños, mujeres, ciegos y tullidos, cada uno de acuerdo con su edad y condiciones,
en las labores más disímiles. Esta actitud constituía un elemento clave del modelo. Por eso,
más que reprobar el ocio, éste era severamente castigado. Al respecto recuerda Ángel
Rosenblat en un finísimo ensayo: "Se cuenta que los indios del Cuzco se saludaban
antiguamente con una fórmula que era un código de moral práctica: amallulla amaquella, 'no seas
mentiroso ni ocioso'. Existía también una variante: amallulla amasúa, 'no seas mentiroso ni ladrón'. Era la manera de encomendarlo a uno a Dios. Cuando el régimen se derrumbó, y a
las castas de origen divino se superpuso el conquistador, el trabajo perdió su sentido
religioso".3
A lo largo de este estudio trataremos de ir señalando, como una variable
significativa del estilo de las distintas sociedades, el valor que en cada momento se atribuye
al trabajo, factor por lo demás harto desatendido en las historias de la educación a pesar de
su interés no sólo histórico sino también contemporáneo.
Llegados a este punto parece de interés acotar que, de un tiempo a esta parte, ha
comenzado un proceso de revalorización de la uísión de los vencidos a través de la
búsqueda del reverso de la conquista (Miguel León-Portilla), lo que hoy nos permite
entender mejor la 'desestructuración demográfica, económica, social y política del universo
indígena, y por ende el "traumatismo de la conquista". Numerosos testimonios, algunos de
J.A. del Busto Duthurburu, Perú antiguo, ob. cit., pág. 280.
Luis E. Válcarcel, Historia de la cultura antigua del Perú, ob. cit., t. II, pág. 24.
3 Ángel Rosenblat, "El hispanoamericano y el trabajo", en L a pr im e r a vi si ón d e A mér i ca y o tr os e st u di os,
1
2
Ed. del Ministerio de Educación de Venezuela, Caracas, 1965, pág. 77.
Aunque algo anticuada la obra de L. Capitán y H. Lorin, El tr a b a j o e n A mé r ic a a n te s y d es p ué s de C ol ó n,
trad. de Augusto R. Cortazar, Ed. Argos, Bs. As., 1948, trae interesantes referencias no sólo sobre aspectos sociales del
trabajo y sus diversos significados (tanto en la etapa tribal como en las posteriores a la colonización), sino también sobre
el desarrollo de diferentes técnicas y actividades. La edición francesa original, L e tr a v a il e n A mér iq ue. . . , Lib. A.
Colín, París, 1914, trae grabados e ilustraciones en color omitidos en la versión española.
659
ellos de estremecedora belleza, lo confirman. Entre los mayas, donde el tiempo "representaba el orden y la medida, una vez destruido, el presente sólo puede ser 'tiempo loco' ".1
El tema vuelve a reaparecer en una elegía quechua (Apu Inca Atahualpaman), donde se
intuye el 'nacimiento del caos': "¿Qué arco iris es este negro arco iris / que se alza? / Para el
enemigo del Cuzco horrible flecha / que amanece. / Por doquier granizada siniestra /
golpea..."2
"El traumatismo de la conquista se define por una especie de 'desposesión', un
hundimiento del universo tradicional", escribe N. Wachtel, quien poco más adelante
subraya que "la derrota posee un alcance religioso y cósmico para los vencidos; significa
que los dioses antiguos perdieron su potencia sobrenatural."3
Y para cerrar este capítulo observemos que, a nuestro juicio, sería del mayor interés
comparar los sistemas educativos de aztecas e incas, por ejemplo, con los de la antigüedad
clásica, por lo menos tal como éstos aparecen expuestos en un libro tan riguroso como el
de Henri-Irenée Marrou, Historio de la educación en la antigüedad,4 es decir, dejando
de lado las idealizaciones que enturbian obras tan reputadas como Paideia. Los ideales de
la cultura griega.5
Nathan Wachtel, L o s ve nc i do s. L o s in d io s del Per ú f r en t e a l a co nq u is ta e sp a ñol a . ( 1 53 0 1 57 0) , trad. de Antonio Escohotado, Alianza Editorial, Madrid, 1976, pág. 59. La expresión 'tiempo loco1 está tomada
de esa hermosa cosmogonía que es el C h il a m B a ia m.
2 Miguel León-Portilla, El r e ve r so de l a c on q ui s ta . R el a ci on es a z te ca s, ma ya s e in ca s. Ed.
Joaquín Mortiz, México, 2 - . ed., 1970. Esta obra reproduce, entre págs. 179-184, el texto completo de la elegía en la
1
versión castellana de José María Arguedas.
3 N. Wachtel, ob. ex t. , págs. 54-55.
4 Citamos según la traducción española de José R. Mayo, Ed. Eudeba, Buenos Aires, 1965. Su primera edición original, en
francés, es de 1948.
5 Citamos según la versión española de Joaquín Xirau, Fondo de Cultura Económica, México, 1946, 3 vols.; hay varias
reediciones posteriores. Su primera edición original, en alemán, s de 1933.
660
Artículos
Lobosco, Marcelo. Patologías de la Filosofía y Filosofía de las Patologías. VI Jornadas
Foucault. UNMP. 2008.
VI Jornadas Foucault-Universidad Nacional de Mar del Plata
Patologías de la Filosofía
Y Filosofía de las Patologías.
& por Marcelo Lobosco
"En la Historia , la Memoria y el Olvido, en la Memoria y el
Olvido, la vida, Pero escribir la vida es otra Historia"
Inclusión.
Paul Ricoeur, Memoria , Historia y olvido
I. Introducción
Sirvan estas expresiones del filosofo francés Paul Ricoeur, para reflexionar sobre
inscribir la historia de un vinculo filosófico-educativo,- cultural, entre dos grandes
filosofas vinculados con la relación al concepto, lo normal y lo patológico.
Me refiero a uno de los maestros de Michel Foucault, es decir al filósofo y medico
Georges Canguilhem. Así se refería Foucault, al mencionado filosofo:
Este hombre de vida austera, muy circunscripta, y destinada por voluntad propia todo
cuidado a un campo particular, dentro de una Historia de las ciencias, que de todas
maneras, no tiene reputación de ser una disciplina de grandes espectáculos, en cierto modo
se encontró presente en los debates donde mismo no habría querido figurar. Pero quitemos
a Canguiihem, y no entenderemos gran cosa, de toda una serie de discusiones.
(...) Mas aun en todo el debate de ideas anterior o posterior (al mayo francés) es fácil
reencontrar, el lugar de aquellos que en mayor o menor medida habrían sido formados por
Canguilhem."1
1
Foucault, Michel, Dits, et Ecrits, Paris, Gallimard, 1994
661
Es decir que el filosofo y medico G. Canguilhem, es reconocido por una generación de
intelectuales, como un maestro, que los hizo pensar y repensar, dejando huellas, muchas
veces inadvertidas , sobre todo en América latina y en Argentina.
II. La categoría de sujeto.
El mismo Alain Badiou, uno de los referentes de la filosofía mundial o cosmopolita
actual, afirma, con relación a las dos tendencias, visibles en la filosofia francesa desde
1940 hasta el presente:
"Por un lado (se puede encontrar) una Filosofia de la vida, por el otro,
una Filosofía del concepto, y este problema vida y concepto va a ser
central de la Filosofía francesa de la segunda mitad de siglo XX. "1
Es decir que la Filosofía francesa desde la segunda mitad del siglo XX, hasta nuestros
días, se puede encontrar una filosofía de la existencia desde Sartre, Merleau Ponty,
Jeanson, Simone de Beauvoir, cuyo antecedente se puede remontar a Bergson y una
Filosofia del concepto desde Cavailles, el filosofo de la ciencia, Bachelard, Foucault,
Althusser, Canguilhem, Koyre, Lévi-Strauss, Lacan y Deleuze.
Ambas tendencias se encuentran integradas según Badiou por el concepto de sujeto.
Porque en el sujeto encontramos, cuerpo viviente y al creador de conceptos.
Canguilhem, objeto de reflexión de estas paginas se encuentra del lado del concepto,
buscando reflexionar sobre lo normal y lo patologico de la vida, organica.
El trabajo filosofico, a nivel académico, el de trasmisión o enseñanza de la filosofía
presenta, según nuestro juicio, algunos limites, que nos proponemos pensar, para
profundizar esta intervención.
La enseñanza de la filosofia, tiene según nuestro juicio dos limites. Por un lado el
limite de la confundir enseñar a Filosofar, con enseñar Historia de la Filosofia. Es decir
muchas veces se confunde enseñar a Filosofar, con enseñar Historia de la Filosofía. Es
un trabajo de Historiador, no de Filósofo.
Así, afirma el filósofo fenomenólogo - hermenéutico, Paul Ricoeur, en una
interpretación Filosofica sobre Freud:
"La lectura de Freud, es un trabajo de historiador, de la Filosofía,
no coloca problemas diferentes, a aquellos que se encuentra en la
lectura de Platon, Descartes, Kant." 2
Badiou, A. Voces de la Filosofia Francesa Contemporanea, Coligue, Buenos Aires, 2005
III Limites de la Filosofia.
2 Ricoeur, Paul, Una Interpretación de Filosofica de Freud., en Hermenéutica y psicoanálisis, La aurora, Buenos Aires,
1984, pag. 73
1
662
Es decir, una Historia de la Filosofía, supone una reconstrucción racional de las
categorías del autor estudiado. Una interpretación filosofica, afirmamos con
Ricoeur, es otra cosa. Es un trabajo de Filósofo.
Supone una Hermenéutica, supone una crítica, supone ser fiel e infiel a la tradición, al
decir de Derrida. Es decir supone a partir de una tradición y metodología filosófica,
encontrar su propio camino.
El otro extremo, en la enseñanza de la Filosofía, es el trabajo doxografico, es decir
tener opiniones sin fundamento, sin argumentos, sin critica de las propias creencias.
La enseñanza de la Filosofía, entonces se encuentra entre estas dos tensiones, la
tendencia Historiográfica es decir, como afirmábamos anteriormente, la reconstrucción
racional de las categorías y obra de un autor sea Platón, Kant, Freud, Canguilhem.
Y en el otro extremo, encontramos, el trabajo doxografico, que supone tesis sin
argumentación, opinión sin fundamento, sin llegar a tener un verbo que explicitar.
Según nuestro punto de vista la filosofía, es un pensar el presente, como afirma el
filosofo Patrice Vermeren, argumentando sólidamente, contra toda sumisión y
autoridad. La filosofía, agregamos según nuestra perspectiva, es un pensar reflexivo
y crítico sobre las prácticas sociales, que emiten sentido.
III. Lo Normal y lo patologico.
Nuestro trabajo partirá sobre lo normal y lo patologico. Conocemos la definición de
Canguilhem:
Los fenómenos patológicos, son idénticos, a los fenómenos normales
respectivos, salvo por determinadas variaciones cuantitativas1
Como lo afirma la Psicoanalista Roudinesco una posición semejante Sostenía Lacan, en
su tesis sobre la psicosis paranoica, pues se trataba en ambos casos de incluir, en una
misma esencia las afecciones normales y las patológicas, delimitando sus discordancia.
Según Canguilhem, en el caso de la enfermedad vital y de la enfermedad psíquica, no
son asimilables a configuraciones fijas.
Partiendo de esta tesis, el estado de salud del enfermo no es un retorno al antes de la
enfermedad, sino que curarse es darse nuevas normas de vida, muchas veces, superiores
a as anteriores.
También es relevante con relación a la conceptualización que hace Canguilhem, sobre
los normal y lo patológico, el concepto de anomalía.
1
Canguilhem, G. Le normal et le pathologuique, Paris, Puf, 1966, pag. 15
663
Anomalía, según el mencionado autor, designa un hecho biológico insólito, sin relación
a una anormalidad o enfermedad.
Patologia, supone la existencia de un pathos, es decir de un sentimiento concreto de
sufrimiento.
Las estadísticas no son un criterio de certeza, pues la frecuencia de la normalidad, es
relativa, según el mencionado autor.
Lo normal, tiene que ver con las normas que se da un organismo, y que dependen según
nuestra interpretación de Canguilhem, de la organización bio y psicologica de de un
sujeto que siempre se dan en un medio socia, en una situación, familiar, educativa,
politica, etc.
Es decir que Canguilhem desplaza el criterio de salud de la anatomía y fisiologia a la
clínica, como fuente de validez.
La fisiologia es condición necesaria , pero no suficiente, para dar un criterio
epistemologico de salud.
Es la clinica y no los laboratorios, lo que nos va a dar las normas que se da ese
organismo que siempre se encuentra en situación.
Solo una observación clinica con rigor epistemologico, acompañada por una escucha
mediada por la teoría, nos va a poder hacer escuchar del organismo, los hechos
patológicos significativos, que pasan inadvertidos, para una mirada solo fisiologica, sin
acompañamiento clinico.
Lo propio de la enfermedad según Canuilhem es estallar, en una ordenación
cronologica. Toda enfermedad deja una huella con relación a uno mismo. No se esta
enfermo con relación a otros solamente, sino con relación a uno mismo.
Es por eso, la norma lejos de ser exterior al viviente, es interior al organismo que
es según nuestro punto de vista bio-psico-social.
Por lo tanto no hay ciencia de lo normal, sino hay ciencia de situaciones de normalidad,
afirma Canguilhem.
La fisiología entonces es la ciencia de los ritmos estabilizados de la vida, según el
mencionado filósofo de la salud, es la fundadora de la logica medica. Pero solo la clinica,
es la que da la validez, como afirmábamos siguiendo a Canguilhem anteriormente.
Canguilhem fue, el director de Tesis de Foucault. Y cuando este inicio el camino de la
critica a los Psiquiatras, en la obra Historia de la locura en la época Clásica, comprendió
que Foucault, a partir de la lectura, entre otras de la obra de Freud, había tomado el
concepto de norma, como normatividad social e histórica, para convertirse en una
664
policía de los locos, tomando un modelo de razón que separe y que no incluya. Un
modelo de razón excluyente.
Configurando así un modelo de razón que se había desarrollado según sus estudios
Históricos como una razón policial, que excluye a todo lo que no esta de acuerdo con
ella.
Foucault había tomado la noción de norma de Canguilhem, pero en lugar de asociarla a
normas que se un organismo, había transferido la noción de norma a una construcción
histórica y social, portadora de una razón como normalización social. Todo lo que esta
fuera de esta normalización social debe ser excluido. Todo lo que esta fuera de esta
normalización debe ser puesto fuera del sistema educativo, productivo, porque la razón
realiza una normalización social.
Es decir la producción foucaultiana tiene uno de sus orígenes en la reflexión de
Canguilhem, y en la originalidad del tratamiento de lo normal y lo patológico realizado
por este. Esto nos llevara a reflexionar sobre estas categorías.
IV.Patologias de la Filosofìa
Concluimos nuestro trabajo sobre las influencias de Canguilhem sobre Foucault,
señalando algunas Patologías de la Filosofía, que a nuestro juicio, se inician con un
malestar de la Filosofía , marcado por Badiou 1, es decir una desubicación de la
Filosofía, para incorporarse en la realidad histórico-social y se incorpora según el
mencionado autor en la ontologia de lo multiple, a través de la ciencia, el arte
posherdeliano, la politica posmarxista, en el psicoanálisis, es decir en procedimientos
genéricos.
Cuales son la patologías de la Filosofía, en relación a las normas auto-poieticas de la
actividad filosofica.
La primer patologia, según nuestra lectura, es transformarla en la Historia de la
Filosofía, no procediendo de acuerdo el dictum Kantiano enseñar Filosofía, supone
enseñar a filosofar, no Historizándola.
Pero filosofar, es pensar el presente, reapropiarse desde el presente de su Historia, de lo
que lo subyace en las tesis de los filósofos, como afirma el filosofo francés Patrice
Vermeren. Es un ir contra la doxa. Como afirma el mencionado filosofo:
"En Filosofía, como ustedes saben, no se defiende pura y simplemente una
determinado punto de vista. Se dice en que condiciones puedo yo iniciar tal o
cual tesis, o bien en que condiciones puedo enunciar tal o cual tesis contraria.
1
Badiou, A . , La (re)visión de la Filosofía en sí misma, en Condiciones, Siglo XXI, Buenos Aires, Argentina
665
Una interrogación filosofica, es una interrogación, que desplaza la opinion, la
opinion nunca es una pregunta, siempre es una respuesta‖1.
La segunda Patologia, esta vinculada a confundirla con la doxografia, con la opinion, sin
fundamento, sin argumentos. Esta patologia acaece cuando no se da una
fundamentación filosofica a una tesis que se quiere exponer.
La tercer Patologia es trabajar la Filosofía como una actividad monologica, monadica,
sin dejarse interpelar por los discursos de otras disciplinas.
En nuestro caso el discurso filosófico es interpelado por el Psicoanálisis, el Derecho
interpretado como practica social de carácter discursiva, que expresa las contradicciones
culturales y de clase en la lógica jurídica, por la Historia cultural, que trabaja en la
historia de las representaciones y las apropiaciones culturales de una formación
Histórico-social
Y en este contexto las actitudes son relevantes, pues portan valores, hacen referencia a
las representaciones cognitivas y estas son reproducidas simbolicamente por las
practicas de enseñanza o modelos investigación filosóficos trasmitidos.
Y esta razón como normalización filosófica, que encubre, según nuestro perspectiva,
una cuarta Patología de la Filosofía, en nuestro tiempo, esta vinculada a un concepto de
un modelo de racionalidad reducido, de una lógica identitaria al decir de Castoriadis,
que excluye2 las diferencias culturales, étnicas, de estilos de vida.
Que subsume en un solo modelo de racionalidad juridico-politico democrático , que se
expresa en una democracia excluyente, que no reconoce las diferencias educativas,
étnicas, políticas, económicas, de genero, y un modelo de racionalidad económica que
se manifiesta en el capitalismo financiero y que propone que las economías emergentes
no produzcan bienes y se conviertan solamente en productoras de servicios.
Ya lo había advertido el filósofo Jacques Poulain3, ha afirmado que la experimentación
liberal ha hecho pensar al hombre como enemigo de si mismo, generando un mundo de
percepciones comunes.
Pues como decíamos en ese trabajo mencionado anteriormente, se trata de humanizar
las practicas sociales, educativas, jurídicas, económicas, con un modelo de racionalidad
incluyente ,que reconozca y recupere al otro, de lo contrario aumentara o seguirá la
violencia, aumentaran las penas jurídicas, pero no se va a recuperar el tejido social.
Vermeren,
Patrice, Ciudadanía, Nación y Mundialización, en Bernarles Alvarado y Lobosco, Marcelo, Filosofia,
Educción y sociedad Global, Ediciones del Signo, Unesco, 205, pag 148.
2 Lobosco, Marcelo Logica identitaria y reconocimiento de alteridades, en Rabinovich, Silvana y Saada Alya, Lo Otro,
Unesco-Mexico, Mexico, 2006
3 Pouiain, Jacques, La condition démocratique, L Harmattan, París, 1998
1
666
El vinculo con el otro, requiere ser tratando, como a si mismo, tal el titulo del celebre
libro de Paul Ricoeur: buscando una Filosofía del Reconocimiento, que busca un
encuentro con el otro, no una hegemonía económica, política o cultural, sino
reconociendo la opacidad del otro, en una búsqueda de una dialéctica del si-mismo y el
Otro, en el camino de reconocimiento de un nosotros vincular e Histórico-social, no
excluyente.
667
Bianchini, Eduardo. El lugar de la filosofía en la actualidad. 4ta Muestra Nacional de
Filosofía, Olimpíada Argentina de Filosofía, UBA - SEUBE. Octubre 2008.
El lugar de la filosofía en la actualidad1
Por Eduardo Luis Bianchini
El lugar de la filosofía, del pensamiento como tal, es de por sí un lugar polémico,
agónico. Como lo señala Deleuze el filósofo se presenta en Platón como el amigo de los
conceptos o Ideas. Pero no bien hace esta declaración le salen al encuentro rivales, los
más tenaces de los cuales son, sin duda los Sofistas, que dicen que los verdaderos amigos
del concepto son ellos.
Hoy en día esta rivalidad, lejos de haberse apaciguado, se ha intensificado hasta un
punto inimaginable para Platón. Los pretendientes a ser los amigos del concepto, los
verdaderos filósofos, han proliferado de un modo increíble: primero fueron las ciencias
del hombre, en particular la sociología, pero también el psicoanálisis y la lingüística, luego
la epistemología, hasta llegar al colmo de la vergüenza cuando la mercadotecnia, el diseño
y la publicidad llegaron a pretenderse los legítimos amigos del concepto, transformado
ahora éste en una mercancía al servicio del cliente.
En su libro ¿Qué es la filosofía? Deleuze intenta zanjar esta cuestión distinguiendo los
conceptos de la filosofía de las funciones de la ciencia y los preceptos del arte. Aquí
tomaremos otro camino. Más bien que intentar esclarecer el producto de la actividad
filosófica - es decir ¿Qué es filosofía?-, vamos a interrogarnos por esta práctica misma.
Nos preguntamos cuál es la práctica por la que se reconoce al filósofo en la actualidad. El
planteo de esta pregunta nos conduce a un Georges Canguilhem sorprendido ante la
lectura del diario "Le Monde" donde primero halla a un señor que se anuncia como
"escritor-filósofo" y luego, para su completa indignación, a otro que se anuncia como
"filósofo-director general de una sociedad de consultores para empresas".
Frente a esto se pregunta Canguilhem: ¿Qué es ser un filósofo en Francia hoy?
Pero su pregunta puede reformularse en el sentido en que. la planteábamos antes, lo que
pregunta es cuál es la tarea, el oficio o la práctica por la cual se distingue a un filósofo hoy
día (en Francia). Su respuesta es por cierto controvertida: la práctica, oficio o tarea que
distingue al filósofo en la actualidad es la de profesor. Canguilhem intenta defender esta
práctica de la filosofía frente al asalto de esos otros rivales actuales que la disputan.
El primero que le sale al encuentro es el escritor en particular en la figura algo
devaluada del periodista. El escritor se arroga a sí mismo la creatividad frente al "olor
insípido y enmohecido del profesorado", como afirmaba Emile Zola. El periodista, si
bien menos creativo que el escritor, puede al menos reivindicar lo ameno y entretenido de
su prosa, que discurre acerca de diversas cuestiones de interés para el público, frente al
rigor de los conceptos y los argumentos filosóficos.
Trabajo presentado en el Foro sobre "Enseñanza de la filosofía y la diferencia", en la 4 a Muestra Nacional de Filosofía
organizada por la Olimpíada Argentina de Filosofía, dentro del marco de la Expo Extensión UBA. en e¡ Centro Cultural
Rojas.
1
668
Pero Canguilhem se rehúsa a aceptar que la práctica de la filosofía consista en
entretener y agradar al público, más bien que en plantear problemas y proporcionar
argumentos. Y a diferencia a la creatividad propia del escritor que ¡o convierte en
"maestro de su mundo" según la expresión de Julien Green, la práctica de filósofo lejos de
convertirlo en dueño o maestro de su mundo, lo obliga ante cualquier resultado, a saber
esperar pacientemente el siguiente problema para volver otra vez a renovar sus esfuerzos.
Como sostiene Guillaume le Blanc "la filosofía no crea la norma de la verdad, por
el contrario la necesidad de esa norma engendra la necesidad de la filosofía"1Respecto del
filósofo-consultor de empresas que se ha difundido ampliamente en los países
anglosajones, casi complementaria de la del diseñador y del publicista al que se refería
Deleuze, la diferencia radica en la independencia de la tarea del filósofo respecto de toda
búsqueda de beneficio. Esta búsqueda es directamente contraria al carácter incondicional
de la interrogación y de la crítica filosófica, que se extiende incluso respecto a la propia
definición acerca de qué es filosofía. De esta tarea deriva la dignidad que le otorga
legitimidad a la tarea del filósofo-profesor. Pero esta figura del filósofo-profesor requiere
aún sortear algunos cuestionamientos para poder sostenerse.
Estos cuestionamientos se volvieron especialmente mordaces a partir de los años
60, en que la figura del filósofo-profesor comenzó a ser cada vez mas despreciada,
especialmente por los estudiantes del 68. El filósofo-profesor tiende a convertirse
fácilmente en un funcionario del Estado que sostiene una doctrina al servicio de la
política del mismo. También puede convertirse en un mero fabricante o usuario de
manuales, que no presentan sino una colección de doctrinas, sin plantear de manera
apropiadora problema alguno.
Esto nos lleva a considerar la cuestión del lugar en el cual puede ejercerse la tarea
del filósofo en la actualidad. Pero antes de afrontar este problema vamos más de cerca en
qué consiste la tarea o la práctica del filósofo-profesor La tarea del filósofo- profesor
consiste, para Canguilhem, en mantener abierta una relación con la filosofía de los
filósofos que lo precedieron, en el intento de recuperar y descifrar el sentido de los
problemas que éstos dejaron planteados. A través del filósofo profesor la filosofía efectúa
una continua recuperación crítica de su propio pesado y de las cuestiones que éste deja
ha dejado abiertas. Esto es muy distinto a hacer una mera historia de la filosofía.
Tampoco implica una práctica conservadora, ni alejada del presente.
Los problemas filosóficos suscitan cada vez respuestas que fijan las normas y los
valores, para juzgar qué es lo verdadero. Tales normas o valores se hallan siempre en
contradicción con otras que manifiestamente rechazan y contienen sesgos que mantienen
ocultos o velados otros aspectos del problema al cual responden. No podemos entender,
por ejemplo, que es un sujeto si no comprendemos que se trata de una respuesta al
problema del fundamento, que presupone un valor - la autonomía-, que establece una
norma o criterio para juzgar qué es lo verdadero y que se opone a otra norma y otros
valores desde los cuales determinar el fundamento. Es decir la norma que lo fija dentro
de un orden jerárquico natural (heterónomo) del cual el hombre participa como racional
o al cual debe someterse como criatura y que constituye por sí mismo un Bien.
Finalmente tampoco podemos corresponder a la problematicidad que se subyace en la
1
Guillaume Le Blanc, Canguilhem y las normas, pág. 23.
669
noción de sujeto-fundamento si no advertimos lo que oculta, es decir la multiplicidad, la
particularidad y la conflictividad como característica distintiva de los sujetos humanos.
Pero esta práctica no puede ejercerse en el vacío, requiere de un lugar físico y
simbólico en la sociedad. Este lugar lo constituyen modernamente las instituciones
educativas- la escuela, los institutos y las universidades- ¿Pero son estas instituciones
lugares adecuados para la problematización y la crítica filosófica? Acá nos encontramos
con la crítica más dura a la figura y la práctica del filósofo profesor. Podemos enunciarla
con las siguientes palabras de Sartre: "En Francia los filósofos han sido siempre
profesores. Pero mientras que antes se planteaban problemas delante de los alumnos, hoy
se los tranquiliza. El técnico sabe y dice lo que él sabe. La verdad es inmediata y se
duerme en el presente"1.
La práctica filosófica como la filosofía misma no puede existir, como dijimos al
principio de este trabajo, sino en un espacio agónico, de rivalidad con otras prácticas.
Pero ello implica también la lucha por constituir su propio espacio, el lugar propio para su
práctica. Y acá nos permitimos corregir la opinión del maestro Canguilhem: no es la
escuela tampoco un lugar ya asignado y asegurado en la Ciudad moderna para la práctica
de la filosofía, sino un lugar que debe ser permanente disputado a las prácticas que
aseguran la producción de unos sujetos sujetados a normas y valores alienados y
alienantes que los oprimen, un lugar que debe ser deconstruido y reconstruido, a fin de
que sea un espacio para la crítica y la interrogación, en tanto valores propios de la
filosofía.
Buenos Aires, octubre 2008.
1
J. P Sastre, revista "L' Are", reportaje realizado por Bernard Píngaud.