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Transcript
Los nombres de una filosofía:
razón vital o razón histórica
(Ortega a medio siglo de distancia)*
José Lasaga Medina
Ocasión y circunstancia de un aniversario
E
l 18 de octubre de 1955 moría Ortega en Madrid. Es inevitable que la Revista de Occidente dedique a su fundador un recuerdo justo en el número que llega al público en el mes de la efeméride. Se completa así un primer homenaje que desde estas páginas se inició en el número de mayo, dedicado a comentar, al hilo de
la otra gran conmemoración del año cinco, «El Cervantes de Ortega»; y se hace puente con el que llegará con el próximo número de
mayo de 2006
La mecánica del calendario parece imponernos la ocasión para
ocuparnos de Ortega, pero ese automatismo social tendrá dos significados muy distintos según que el autor pertenezca o no a nues-
* El presente artículo se basa en una conferencia impartida en el Curso de Formación del Profesorado del MEC «Vigencia del pensamiento de Ortega» (UIMP,
septiembre 2005).
[5]
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JOSÉ LASAGA MEDINA
tra circunstancia. Pues no nos engañemos. En éste y en cualquier
otro aniversario o conmemoración siempre se trata de nosotros
mismos y no del objeto que lo desencadena. No ignorar esto es la
única manera de ser generosos e inteligentes, en el caso que nos
ocupa, con Ortega y su legado. ¿Está vivo Ortega en nuestra circunstancia de 2005? Habrá respuestas para todos los gustos, pero,
sin duda, unas resultarán más ajustadas a realidad que otras. De lo
que no cabe duda es que el medio siglo es simbólica y materialmente una cantidad redonda de años para detenerse, echar una mirada hacia atrás y sopesar lo que sobre-vive de una filosofía que se
vio a sí misma como rigurosamente circunstancial en la faz de su
tiempo. La tarea se vuelve más urgente si reparamos en que, por
motivos que aquí no podemos esclarecer, ni siquiera mencionar, la
presencia de Ortega en «nuestra» circunstancia, insisto, su mera
presencia, sigue siendo compleja, llena de claroscuros y abierta a
debate. Como ejemplo espumado del día, véase el contraste que
ofrecen los dos artículos que publica «Babelia» (El País, 17-IX2005) comentando la aparición del volumen tercero de la nueva
edición de Obras completas. Que se trata de un gran escritor, ensayista o intelectual apenas lo discute nadie en su sano juicio. Que se
trate de un «verdadero» filósofo, referencia necesaria para seguir
pensando en lengua española..., que sea nuestro clásico en filosofía
es, sin embargo, algo que me consta seguirá debatiéndose en los
próximos meses. Mejor así. Quizá sea el momento de echar cuentas y no pasar de puntillas sobre el significado que para la inteligencia que se expresa en lengua española tiene el legado orteguiano. Quizá haya que revisar el expediente en que se nombra a Ortega «clásico» formal, pero a condición de desconectarlo de nuestra realidad, «clásico prematuro» según la expresión que Rodríguez Huéscar acuñó con precisión irónica
Fue en 1983, con motivo del centenario del nacimiento de Ortega, cuando el mencionado Rodríguez Huéscar se planteó la
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cuestión de la «clasicidad» de su maestro. Muchas de las preguntas y debates que se suscitaron entonces volverán a ser recuperados. Pero creo que las fechas imponen su lógica selecta e implacable. Entonces fue la ocasión para el recuerdo, la evocación de la
vida que había comenzado cien años atrás. Aún vivían las personas que habían conocido a Ortega y con-vivido su vida, si se me
permite la expresión. De ahí que el monográfico que publicó Revista de Occidente (mayo de 1983) dirigido por Soledad Ortega se titulara significativamente Ortega vivo y estuviera dedicado a reunir
recuerdos «antes de que la posibilidad de dejar constancia escrita
de testimonios de primera mano desaparezca definitivamente», como decía la hija del filósofo en el «Propósito» con que introducía
el número.
Paradoja: el comienzo de una vida dispara el recuerdo, la mirada hacia el pasado. Acaso la evocación de su final haya de servir
para calibrar el futuro de Ortega en nuestro propio futuro, por tanto, su proyección, en definitiva y para decirlo con una palabra muy
orteguiana, su vigencia. ¿Está Ortega vigente? ¿Es puro formalismo y oportunismo ocuparse de él, celebrar un congreso internacional consignado a reflexionar sobre su recepción, reuniones académicas, publicaciones, etc.? La respuesta habrá de demorarse a
que haya terminado el curso que ahora comienza y quepa hacer balance. Pero me atreveré a formular una hipótesis.
La celebración del centenario del nacimiento de Ortega en
1983 coincidió con la culminación de la transición política, que los
historiadores suelen identificar con el triunfo electoral del PSOE
en 1982. Esa coincidencia marca el estilo del acontecimiento: evocación del hombre y restitución de su memoria, sobre todo en su
dimensión pública. El Ortega republicano y liberal, celebrado por
la monarquía y el socialismo gobernante. Fue un necesario punto
y aparte en las viejas polémicas sobre el orteguismo católico, los
tópicos y falsedades que convertían al filósofo, a despecho de lo
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que escribió, en un conservador con veleidades cripto-fascistas, o
en el ensayista de estilo que no llegó a filosofar o que, si lo hizo,
fue a remolque de alguna filosofía alemana que había fagocitado.
Los lugares comunes que en los años cuarenta puso en circulación
el pensamiento nacional-católico sobre la obra de Ortega fueron
repetidos –si se quiere con el signo cambiado– por el progresismo
de los setenta, que comenzó a dar signos de fatiga a finales de los
ochenta. Todo eso, a mi juicio, termina en los noventa acaso por
la confluencia de dos circunstancias, una interna, relacionada con
el hecho de que el trabajo hecho durante la conmemoración comienza a dar sus frutos y, sobre todo, una externa: el cambio de
clima filosófico en Occidente, relacionado con el desprestigio de
las dos grandes escolásticas que habían dominado el mundo académico occidental: las filosofías analíticas y las marxianas. La
vuelta de las corrientes filosóficas en las que se había formado Ortega a primer plano contribuyó a hacer que el mundo universitario español, carente de inspiración propia, fuera más poroso a la
filosofía orteguiana. Fue, en principio, un «cambio de marcha» en
la filosofía española (para decirlo con la expresión de Ferrater)
cuyos efectos se empezaron a ver inequívocamente a comienzos
de este siglo.
La pregunta por la vigencia del legado orteguiano presenta dos
dimensiones. Una indiscutible, la que alude al proceso de modernización que vive España a lo largo del siglo XX, orientado en parte por las metáforas y el relato del propio Ortega: Europa como horizonte, el liberalismo como «verdad de destino», templado por políticas de inspiración de lo que llamamos hoy «socialdemócrata»,
pluralismo político, descentralización y estructura regional del Estado, creación de minorías profesionales y culturales que den altura a la vida colectiva española, etc.
La parte de ese legado que, a mi juicio, corresponde discutir
ahora, en el instante que nos depara el medio siglo transcurrido
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desde su muerte, es la de su filosofía, el alcance y relevancia para
nosotros mismos y nuestro mundo de un pensar que se concibió
pegado a su propia circunstancia histórica. ¿Qué nos susurran o
gritan las palabras de Meditaciones del Quijote, El tema de nuestro tiempo, ¿Qué es filosofía?, los ocho volúmenes del Espectador, Apuntes sobre
el pensamiento, La idea de principio en Leibniz o Una meditación sobre Europa, en fin esos volúmenes de Obras completas que ahora se reeditan en una edición que aspira a ser definitiva, digna de un clásico
del pensamiento?
De lo que se trata, para decirlo con el hermoso nombre que dio
Eugenio Trías a una conferencia dada en la Fundación Ortega y
publicada posteriormente en estas mismas páginas (Revista de Occidente, mayo 2001), de lo que se trata, dice, es de pensar en compañía
de Ortega y Gasset. Porque, añade, y así comienza a responder a la
cuestión que creo hemos de plantearnos en 2005, «es, entre los clásicos en lengua española, el que más nos atañe y compromete». Y
expone a continuación lo que constituye el principio inspirador
que me parece el adecuado para presidir las futuras meditaciones
en torno al evento del cincuentenario: «Se trata de pensar con ellos
[nuestros clásicos]... pensar desde la amistad... Tal es la grandeza
hermenéutica que puede llevarse a cabo en relación al legado dejado como verdadera prenda de amor. Tal es la tarea recreadora que el
intérprete (amistoso) puede llevar a cabo con el ausente. Podemos,
de este modo, comunicarnos con figuras clásicas de otras generaciones (un término este muy ligado a la filosofía de Ortega y a su
gran sensibilidad respecto a los fenómenos históricos, o a la razón
histórica)».
Comencemos, pues, la tarea y preguntemos cuál es el nombre
que conviene más a la filosofía de Ortega: ¿razón vital o razón histórica?
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Una pregunta y dos «navegaciones»
El debate sobre si la filosofía de Ortega es tal, esto es, «sistemática» en algún sentido relevante, más allá de su formato y apariencia ensayísticos, se podría enfocar partiendo de algunas consideraciones. Primera: que no hay materialmente una obra que contenga lo que de alguna forma indiscutible podríamos llamar el «sistema» de Ortega; segunda: que el significado de lo sistemático en
filosofía no es unívoco, sobre todo después de la crisis de la razón
moderna acontecida en el siglo XX; tercera: que puede haber una
sistematicidad en el preguntar que, acaso, no se construya como
«sistema» en el responder.
Creo que no es forzar las cosas ordenar la filosofía de Ortega en
su práctica totalidad tomando como «referencia sistemática» la
pregunta por el filosofar mismo. Como luego veremos, la pregunta
está implícita en la primera parte, «Lector...», de Meditaciones del
Quijote, subyace al problema central que se discute en El tema de
nuestro tiempo y se formula conscientemente en el título del curso de
1929 ¿Qué es filosofía? Todavía se prolonga la reflexión sobre la condición de la filosofía en escritos posteriores a los cursos de los años
treinta, como La idea de principio en Leibniz u Origen y epílogo de la filosofía, sobre los que nada podremos decir aquí.
En torno a este texto y a su coetáneo La rebelión de las masas, leído como diagnóstico de la crisis europea sobrevenida con el «fin de
siglo» –identificada desde Nietzsche como insurgencia del nihilismo– Ortega iniciaría una «segunda navegación», metáfora que
acuña en el prólogo balance que escribe en 1932 con ocasión de
una edición de sus Obras que reunía todo lo publicado hasta la fecha. Más que secuenciar la filosofía en «etapas» o fases conceptualmente separadas como hacen algunos autores (Ferrater Mora,
Morón Arroyo, Cerezo et alia), prefiero establecer dos épocas no
unidas dialécticamente, al verlas separadas por una cesura o dife-
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rencia de nivel. Una «primera navegación» en la que Ortega ensaya una filosofía centrada en la diferencia vida/cultura, pensada desde la categoría central del sujeto, pensado a la manera kantiana, y
orientado hacia una antropología filosófica capaz de ampliar el sujeto idealista de la razón pura. Dicho sujeto sería el hombre como
una totalidad no escindida en cuerpo y espíritu o sensibilidad y razón. La «segunda navegación» se iniciaría cuando Ortega cae en la
cuenta de que dicha búsqueda no escapa al error idealista al buscar fundamentar sobre una realidad cósica o substancial. A mi juicio, la verdadera superación del idealismo que Ortega se da como
programa ya en la «primera navegación» no se inicia eficazmente
hasta las lecciones finales de ¿Qué es filosofía? Dicha superación está vinculada al abandono del programa «antropológico» de los años
veinte, abandono que supondría: disolución de la entidad «hombre» en la «realidad radical» vida humana de cada cual; y la redefinición del modelo de la «razón vital» en términos de «razón histórica» o, si se prefiere, «razón viviente histórica». En lo que sigue, argumentaré insuficientemente este planteamiento.
Hacia el nuevo territorio de la vida humana
como realidad radical
La pregunta que guió la investigación orteguiana fue, como hemos dicho, la pregunta por el significado de la filosofía. La respuesta que dio en su primera obra, Meditaciones del Quijote, ve la filosofía como interpretación y creación de objetos culturales desde
el problema de las relaciones vida/cultura. La filosofía debe aportar a la cultura su centro de gravedad en forma de teoría del conocimiento y la norma de acción para la vida en forma de filosofía
práctica: filosofar es «salvar la circunstancia» puesto que la vida se
presenta como una realidad insuficiente que precisa de la cultura.
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Ésta es concebida como la tarea de interpretación de la vida y al
hombre como un ser que tiene una «misión de claridad sobre la tierra»: «Esta misión no le ha sido revelada por un Dios ni le es impuesta desde fuera por nadie ni por nada. La lleva dentro de sí, es
la raíz misma de su constitución» (I, 357. Remitimos todas las citas
de Ortega a Obras completas, Madrid, Revista de Occidente en
Alianza, 1983. El número romano indica el volumen y el árabe la
página). Ortega rechaza de su inmediato pasado filosófico su fe en
que los principios de la cultura nacen de la razón misma, sin que
tengan que someterse a la jurisdicción de la vida, entendida ésta
como el poder creador, espontáneo del hombre. Se trataba de que
lo generado y fijado en formas socioculturales estables no ahogue
la res naturans de lo humano.
Y es a esta tensión entre la «cultura emergente» y la «cultura establecida» a donde traslada Ortega sus análisis en los años veinte.
En El tema de nuestro tiempo, se replantea la oposición vida / cultura,
buscando una síntesis que supere las limitaciones que cada parte
inducía en la otra. Así, ante el problema del conocimiento, se trata
de absorber la oposición entre racionalismo y relativismo en una
especie de perspectivismo «realista»; y en el de la acción moral, de
superar la norma estereotipada y abstracta, sea desde una ética del
deber puro que ignora los sentimientos, sea desde un utilitarismo
calculador que no deja lugar al esfuerzo creador. Frente a ambas
posturas, Ortega afirma un nuevo imperativo, el de «lealtad consigo mismo» (cf. «El doble imperativo», III, 169).
En definitiva, Ortega busca dar voz a una nueva sensibilidad en
la que los valores de la vida emergente afirmen su derecho tanto
como los de la cultura. Pero dicho giro hacia la vida, lejos de ser
solución, encierra un conjunto de espinosos problemas. Por seguir
sólo uno de los hilos, el de la oposición entre racionalismo y relativismo, nos encontramos con que el primero encorseta la vida, condenando como «irracionales» –tanto como decir que los declara
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«apátridas»– a un buen número de fenómenos vitales. El amor y el
mundo de los sentimientos, las preferencias estéticas, el conocimiento del otro, no tienen cabida en la rígida compartimentación
del hombre propuesta por un racionalismo que niega todo derecho
de razón a la subjetividad individual. Pero el relativismo, esto es, la
disolución de la verdad en un marasmo de puntos de vista significa renunciar a aquello que constituye el nervio de la ciencia occidental desde Grecia: la captación de lo real como dotado de universalidad y sometido a régimen de necesidad. Lo que Ortega denomina «problema de nuestro tiempo» es «la escisión ejecutada en
nuestra persona. De un lado queda todo lo que vital y concretamente somos, nuestra realidad palpitante e histórica. De otro, ese
núcleo racional que nos capacita para alcanzar la verdad, pero que,
en cambio, no vive, espectro irreal que se desliza inmutable a través del tiempo ajeno a las vicisitudes que son síntoma de la vitalidad» (III, 158). La citada escisión entre razón y sentimiento, espíritu y espontaneidad, en suma, vida y cultura, viene de lejos. En su
lucha contra el kantismo, Ortega se fija el programa de revocar el
edicto según el cual la ciencia de la naturaleza es el único modelo
de teoría posible. Se discute que la razón haya trazado, de una vez
por todas, los límites objetivos del conocimiento, que la línea de demarcación sea la establecida por Kant y sus seguidores; pero no
que la razón intente establecer límites, pues esa tarea –propia de
una filosofía que se asume crítica– es irrenunciable y, naturalmente, Ortega retiene esta conquista del pasado filosófico. No es el concepto sino el sentido lo propio de una filosofía que aspira a no dejar
fuera nada de lo específicamente humano, fundado en la libertad:
la subjetividad y la historia. En la lección I de ¿Qué es filosofía? [QF]
declara que es necesario ir más allá de la definición que identifica
lo humano con lo racional. «Por eso preferimos decir [...] que hombre es todo ser viviente que piensa con sentido y que por ello podemos nosotros entenderlo» (VII, 285).
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Pero a este nivel filosófico sólo llegará Ortega después de haber
buscado y descartado, en consonancia con el problema de la escisión entre el sujeto viviente y el sujeto de cultura, una ciencia sistemática del hombre formada por:
– una psicología analítica, de método fenomenológico como ya
se ha dicho, encargada de describir la conciencia en su integridad sin
despreciar ni privilegiar ninguna de las manifestaciones que en ella
se dan, describiéndolas fielmente, sin partir de ningún modelo a priori que prejuzgue su estructura o funcionamiento. Se trata de investigar al hombre como un todo en el que convergen sus capacidades
mentales: pensamiento, deseo, sentimiento y estimación, insertas en
un cuerpo con el que aquellas tienen intercambios que también es
necesario estudiar. Vitalidad, alma, espíritu es el primer ensayo de esta psicología analítica, al que siguen trabajos sobre el amor (Psicología del hombre interesante, Amor en Stendhal), la manifestación de la subjetividad en el cuerpo (Sobre la expresión, fenómeno cósmico), la atención
y la relación entre el pensamiento y la estimación (Corazón y cabeza),
etc. Todos estos trabajos obedecen a un único propósito que él mismo ha formulado programáticamente en Ni vitalismo ni racionalismo:
ampliar el concepto de razón para establecer su consistencia en relación con la vida humana;
– una ciencia histórica, entendida como «hermenéutica o interpretación de las vidas ajenas» (III, 291) y de las formas culturales
que en el tiempo y el espacio ha ido decantando el hombre. Esta
ciencia histórica es más amplia que la historia convencional, pues
no deja fuera ningún ámbito cultural. Así, Ortega defiende unas
«ciencias históricas» en las que la etnología y lo que luego se llamará «antropología sociocultural» son parte integrante decisiva,
hasta el punto de que no se le escapa a Ortega que «el progreso de
la etnología ha ocasionado [...] una transformación radical en nuestra idea de la cultura [...] El singular de la cultura se ha pluraliza-
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do, y al pluralizarse ha perdido su empaque normativo y trascendente...» (III, 296).
Tenemos que, puesto entre paréntesis el carácter absoluto de
nuestra propia cultura, ésta pierde su capacidad para descalificar a
las culturas «otras» como «bárbaras» o «salvajes». Observación
que conduce a la misma cuestión que le salió al paso cuando intentó flexibilizar el racionalismo, ahora bajo la forma -de plena actualidad- de «relativismo cultural». En el mismo artículo al que pertenecen las citas anteriores –Las Atlántidas– se confronta con dos de
los máximos valedores del relativismo cultural, Spengler y Frobenius, polémica de plena actualidad en estos tiempos de de-construcción y multiculturalismo. El error que cometen estos autores
radica en creer que el descubrimiento de la pluralidad de ámbitos
culturales invalida la pretensión de universalidad de la historia. Toda interpretación histórica es subjetivamente universal. En el interior de su propio horizonte toda cultura es un universo. El problema surge en la cultura europea que cree tener razones objetivas para ser ella la historia universal. En la segunda mitad del XIX «la historia cayó en manos de los progresistas liberales, de los darwinistas y de los marxistas. Ahora bien, estas tres castas de pensadores
coinciden en creer que la estructura esencial de la vida humana ha
sido siempre idéntica» (III, 308).Una concepción determinista y
progresista de la historia era incompatible con el hecho de la pluralidad de formas culturales que la etnología mostraba como algo
incuestionable. Quedaba fuera de duda que la cultura europea no
tenía títulos para considerarse «la Cultura» con mayúsculas, pero
permanecía intacta la cuestión de la pretensión de universalidad
–la idea de universalidad como horizonte– que es la forma específica en que el europeo vive su propia cultura.
El error de Spengler reside en no darse cuenta de que «mostrar
la relatividad de las culturas» es faena de pretensiones universales.
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Lejos de ser la etnología la palabra que funda el relativismo cultural es la que inicia el camino hacia una auténtica razón universal en
tanto que no deja ya fuera ninguno de los ámbitos culturales que la
vida humana ha producido en el espacio y en el tiempo. Pero este
modelo de razón no puede ser el de la razón físico-matemática, sino el de la razón histórica: «La historia, al reconocer la relatividad
de las formas humanas, inicia una forma exenta de relatividad. Que
esta forma aparezca dentro de una cultura determinada y sea una
manera de ver el mundo surgida en el hombre occidental no impide su carácter absoluto. El descubrimiento de una verdad, es siempre un suceso con fecha y localidad precisas. Pero la verdad descubierta es ubicua y ucrónica. La historia es razón histórica, por tanto, un esfuerzo y un instrumento para superar la variabilidad de la
materia histórica...» (III, 313). Lo que quedaba por aclarar era precisamente qué tipo de razón tendría que ser esa razón histórica. No
sirve la razón naturalista, la razón pura. Se trata de ampliar la determinación del concepto por la comprensión del sentido.
Pero el programa centrado en «la ciencia del conocimiento del
hombre» se revela incapaz de resolver dificultades como las siguientes:
a) La etnología y el sentido histórico plantean a la psicología
descriptiva la siguiente dificultad: desde las categorías de ésta, que
estudian al hombre como una estructura abstracta, no hay salida a
la vida colectiva, a la dimensión social de la vida humana, indispensable para entender la cultura de un pueblo como totalidad de
sentido. Dicho de otro modo, las dos disciplinas –la psicológica y
la etno-histórica– carecen de un eje de articulación o sistematización. Mientras que la primera describe estructuras psíquicas genéricas que tienen la pretensión de valer para cualquier hombre, la
segunda se dedica a exponer formas culturales dispares, cambiantes e inconmensurables.
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b) Mientras que piense en que hay que dar con una ciencia
para resolver el problema del sentido de la vida humana, no podrá
escapar Ortega a la aporía que subyace a toda ciencia del hombre:
que lo verdaderamente universal del ser humano es que es un único, una intimidad irrepetible, impredecible en cuanto objeto, por
ser su condición la libertad. Combinar el respeto a ese carácter de
absoluta singularidad con un tratamiento metódico que permita
hablar en términos universales es lo que Ortega logró con su salto
desde el programa «científico» de los años veinte al programa «metafísico» de los años treinta. Pero téngase en cuenta que con este
cambio radical de perspectiva desaparece el hombre como objeto
de investigación. Hemos pasado de considerar el problema que es el
hombre a ocuparnos del problema que tiene el hombre: su vida.
En QF la respuesta a la pregunta por el ser de la filosofía alcanza un nivel de radicalidad que es el que autoriza a hablar de una
«segunda navegación» que se despliega en los cursos universitarios
de los años treinta Unas lecciones de metafísica o En torno a Galileo y en
escritos como Historia como sistema o Ideas y creencias, etc.
En efecto, aprendemos ahí que lejos del positivismo imperante
en el pensamiento del siglo XIX, la filosofía es una actividad que
consiste en ocuparse teoréticamente con los «datos radicales del
universo», esto es, indubitables, evidentes, sin supuestos. La tarea
es constatar la insuficiencia de las respuestas anteriores, especialmente de la última, la que dio el idealismo, identificando como dato radical el ego cogito cartesiano. Descartes interpreta que el pensamiento descubierto como condición del ser de las cosas del mundo
es una realidad substante, siendo así que, si se hubiera mantenido
atento a lo que el cogito evidencia, habría tenido que concluir que el
pensamiento tiene, de suyo, una consistencia relacional: es un serpara y no un ser-en-sí. Esta reflexión le conduce finalmente a descubrir que el dato radical que se manifiesta es el de la coexistencia del
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sujeto de conocimiento con las cosas, siendo esa coexistencia no
mera unión de dos entes preexistentes, sino un tipo de realidad sui
generis, metafísicamente anterior e independiente de sus dos componentes: sujeto o yo / mundo o circunstancia, los cuales son ingredientes de esa primera realidad: mi vida o la vida de cada cual.
A partir de los resultados obtenidos en QF, el problema de las
relaciones entre razón y vida pasa a plantearse en el nivel teorético específico de una filosofía primera, más radical en su punto de
vista sobre lo real y en su método que el de las ciencias. A través
de la disección del error idealista –la entificación de la subjetividad,
convertida así en un sujeto activo de representaciones, aislado del
mundo– ha llegado Ortega a un nuevo nivel de realidad, el ya descrito como vida humana individual. Retengamos de él un rasgo decisivo para no malentender su significado: «vida humana como
realidad radical» no significa que tenga algún privilegio ontológico
capaz de fundamentar las demás realidades, como, por ejemplo, el
Dios del tomismo o el sujeto kantiano, sino que es ámbito de manifestación y surgimiento de todo fenómeno. Todo dato aparece y
se manifiesta en y para una vida humana. Esto y no otra cosa es lo
que podemos controlar si somos respetuosos con la exigencia fenomenológica de no dar por verdadero sino aquello de lo que tenemos evidencia.
De lo dicho se infiere que la ciencia del hombre que buscara
Ortega en los años veinte se ha transformado en una metafísica de
la vida humana. Éste es el salto a mi juicio que autoriza a hablar
con toda propiedad de una segunda navegación. Creo que Ortega
cometió una especie de error estratégico al no asumir críticamente
el paso de una filosofía más ingenuamente vitalista a otra mejor armada conceptualmente, en donde el concepto de vida humana termina de adquirir todas las garantías de ser un concepto de genuina filosofía primera y no un término naturalista ascendido impropiamente de categoría.
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En resumen, no tiene ya sentido buscar ciencias fundamentadoras, análisis que a través de remisiones desde las estructuras corporales o sentientes y de «remisiones de remisiones» busquen el dato primigenio que dé fundamento y legitimidad al conocimiento del
mundo. Ahora se trata de describir esa nueva realidad, la vida.
Nueva porque la contemplamos no como fenómeno o hecho biológico, psíquico o espiritual, sino como realidad absoluta acerca de la
que no prejuzgamos qué es, sino que nos contentamos con describirla dejando en suspenso su carácter ejecutivo.
La consistencia histórica de la vida humana
La primera descripción de esa nueva realidad metafísica la lleva a cabo Ortega en las dos lecciones finales de QF. En la décima
leemos: «Vivir es lo que hacemos y nos pasa –desde pensar o soñar
o conmovernos hasta jugar a la bolsa o ganar batallas. Pero, bien
entendido, nada de lo que hacemos sería nuestra vida si no nos diéramos cuenta de ello. Este es el primer atributo decisivo con que
topamos: vivir es esa extraña realidad, única, que tiene el privilegio de existir para sí misma. Todo vivir es vivirse, sentirse vivir, saberse existiendo –donde saber no implica conocimiento intelectual
ni sabiduría especial ninguna, sino que es esa sorprendente presencia que su vida tiene para cada cual [...] Vivir es por lo pronto
una revelación, un no contentarse con ser, sino comprender o ver
que se es, un enterarse...» (VII, 414-415).
De este modo Ortega replantea el problema de las relaciones
entre vida y filosofía. De ser enemigas, pasan a estar en íntima relación, en cierto modo a ser parte de una misma realidad y a necesitarse, aunque sigan conservando su carácter de realidades opuestas, según su modo de ser: la vida, ingenua y creyente; la filosofía,
dubitativa y crítica. De ahí que oponga implícitamente el lugar co-
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mún «primero es vivir y luego filosofar» al aserto fichteano asumido aún en la lección IV, «filosofar es no vivir». De hecho, primero
es la vida en cuanto que es la realidad radical que contiene todas
las demás realidades radicadas. Pero Ortega desea dejar claro que
la filosofía como tal no está en lucha con la vida, no es su enemiga.
Sólo la filosofía idealista, que intenta suplantar a la vida y reformarla de acuerdo con sus dictámenes, está enfrentada a la vida. De
ahí la verdad histórica de la posición de Fichte y el acierto de Unamuno, en quien está pensando Ortega cuando identifica que la filosofía moderna toda es antivital. En esto le da la razón al rector de
Salamanca. Pero en cambio intenta polemizar en algo esencial: es
posible una razón moderna no idealista.
En la lección X de QF se cumple la promesa, adelantada en la
lección IV, cuando se planteó el problema de las relaciones entre
vida y filosofía. Allí apuntó que más tarde nos enseñaría «en qué
sentido esencial y nuevo la filosofía, al menos mi filosofía, incluye
también la vida». Y, en efecto, después de postular que la vida humana constituye una estructura de realidad en donde interactúan
un yo y el mundo, añade: «el vivir en su raíz y entraña mismas consiste en un saberse y comprenderse, en un advertirse y advertir lo
que nos rodea, en un ser transparente a sí mismo» (VII, 415).
Ese comprender-se equivale al hueco por donde se desliza en la
vida humana la exigencia del sentido, posibilitado a su vez por el
hecho de ser el humano el animal que habla. Ortega ha dejado desde el principio del curso arrumbado el lugar común de la interpretación escolástica del hombre como animal rationale. Pero le basta
con demostrar que la vida humana está sometida a la exigencia de
que el yo necesita pensar para vivir, donde «pensar» sólo significa
caer en la cuenta de que las cosas que me encuentro y las acciones
que acometo reclaman un sentido.
Las notas principales de la vida humana, expuestas en QF y en
los cursos que le siguieron, serían las siguientes:
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– En primer lugar, la vida humana se manifiesta como quehacer y acontecer, realidad que no acepta ser aprehendida bajo la categoría de substancia: la vida humana no es una cosa, sino algo que
ocurre en el tiempo y en el espacio, y no tiene más entidad que ese
su ir sucediendo-se. En segundo, la peculiaridad de este acontecer
es el de ser transparente para sí mismo: quehacer que se da cuenta
de sí. La vida es simultáneamente espectadora y espectáculo. En el
yo reside la mirada del espectador, pero no hay que perder de vista que ese mismo yo está inmerso en el mundo. A él le ocurren las
cosas, de ahí que sea también actor del drama de su vida. Ésta es
la razón de que haya pensamiento, de que el hombre, entre otros
quehaceres a los que se entrega en su vida, lleve a cabo ese que denominamos pensar y que no debe confundirse con el específico conocer. El primero es un universal «humano», el segundo una forma
cultural. Hay culturas sin ciencia, pero no las hay sin un sistema de
interpretaciones –mítica, religiosa, etc.– sobre el mundo.
– En segundo, la vida humana se revela como una estructura
de correlación del yo con las cosas. El yo está junto a, actúa, padece las cosas; y éstas, a su vez, en pie de igualdad, responden, resisten, soportan al yo. El término que Ortega propone para fijar
el modo de coexistencia entre cosas y yo es el de ejecutividad: la ejecutividad es propiedad constitutiva de la vida, no sólo del yo o del
hombre. Las cosas son tan ejecutivas como el yo, hasta el punto
de que en realidad y primariamente no son entes sino instancias o
prágmatas. Es muy importante advertir que la realidad constitutiva (o subsistente) es la vida humana en cuanto presencia de ella
a sí misma, siendo el yo y las cosas realidades de segundo grado,
ingredientes de aquella: «si para entender esa presencia queremos
usar instrumentalmente, metafóricamente la idea de sujeto –de alguien ante quien se presenta lo presente– diríamos que ese sujeto es no yo ni lo otro o mundo, sino la vida misma, mi vida» (¿Qué
es conocimiento? p. 58. No incluido en OC).
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– En tercer lugar, y después de insistir en la superioridad ontológica del todo sobre sus ingredientes, conviene reparar en el
sentido que da Ortega al calificativo «radical» de la fórmula canónica: no que es un fundamento sino que la vida de cada cual es necesariamente ámbito de aparición o manifestación de cualquier
otro dato o realidad, que lo serán radicados. Y lo que comparece es
una realidad dinámica, en proceso, un quehacer y un encontrarse.
En efecto, la vida, aunque sea «mía», ya está en marcha cuando,
por decirlo así, yo me incorporo a ella. Ella desborda siempre mis
planes, reflexiones, reconstrucciones y certezas. Es literalmente
«ilimitada». Ahora bien, eso significa que el modo de ser de la vida
humana no es el de autosuficiencia sino el de privación. De ahí toda
una serie de caracterizaciones de la vida como drama, naufragio e
indigencia. Si se le dan a estas notas el sentido metafísico que tienen –que la vida es un acontecer imprevisible, que la teoría no puede anclar en ninguna forma de existencia segura–, no se verá en
ellas esa atmósfera pesimista y como existencialista que tanto irritaba a Ortega. La interpretación de la vida humana como realidad
radical encaja a la perfección con la ética del esfuerzo deportivo,
anterior a su formulación. Es el carácter indigente, libre y aventurado de una vida que se descubre ejecutándose in medias res, en mitad de un drama que ya ha comenzado, que sospechamos que continuará cuando ya no estemos, y en el que esperamos –seguramente esperamos y tememos a la vez– tener que asumir algún papel, el
que da paso a una ética del esfuerzo –va de suyo desde el momento en que la vida es quehacer– «deportivo» porque no podemos
contentarnos con la moral de la utilidad: es la insuficiencia de la vida la que demanda el regalo de nuestro quehacer libre, no pautado
por la necesidad.
La vida es forzosidad en el quehacer. La libertad se revela como fechada y destinada. Siempre hay en ella algo de elección for-
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zada por las circunstancias –que no se eligen. Finalmente se añade
una nota que aclara y en cierto modo complica el carácter de
«transparencia» de la vida como «darse cuenta»: la vida está siempre instalada sobre un sistema de convicciones. Este término alude
al concepto de creencia como opuesto al de idea, pues ese «darse
cuenta» es un «contar con» y no todavía un «reparar en» noético,
que es lo propio de la actividad teorética.
La vida humana es la de cada quien y ese «quien» es un yo, no
el compuesto «hombre». Hombre es ahora la cosa viviente a quien
le acontece tener como modo de existencia «su vida». El científico
natural o social se pregunta: ¿qué es el hombre?; el filósofo, ¿qué
es ser hombre? En clave de razón vital, habría que preguntarse qué
quiere decir «yo soy un hombre», pregunta que equivaldría a qué
quiere decir que mi forma de existencia es «humana». Pues, como
señala Ortega: «ser hombre significa, precisamente, estar siempre
a punto de no serlo, ser viviente problema, absoluta y azarosa
aventura o, como yo suelo decir, ser, por esencia, drama» (VII, 89).
Se advierte entonces que lo esencial es «yo» y lo adjetivo «hombre»: ser hombre es una cosa que me pasa a mí y que significa tener que resolver mi vida con «cosas» que llamamos cuerpo, alma,
espíritu, tiempo, espacio, deseo, sentimiento, amor, imaginación,
raciocinio, libertad, otros hombres y mujeres, la sociedad, útiles,
técnicas, etc. En definitiva, el hombre es un único –para decirlo
con el título del famoso libro de Stirner–: tal hombre: su intimidad,
su yo en soledad, la única realidad que está fuera del mundo. De
ese yo no hay descripción genérica, sólo biografía. Pero, ¿cuál es
su consistencia? Sumariamente expuesta, el yo no es ni el cuerpo
ni el alma o aparato psíquico de que todo hombre está provisto, sino «el punto de identidad o mismidad latente bajo la diversidad e
inconexión aparente de los hechos que urden mi vida» (V, 413).
Precisemos que esta mismidad no es cobrada por el yo como idea
o representación de sí mismo. No lo puede ser porque es una mis-
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midad «haciéndose» –no hecha– en el trato con los otros y las cosas. Hay primero un yo heredado y social que oculta y no deja prevalecer, de entrada, al yo auténtico. Éste está llegando a ser a través de sus actos de vida. Pero nunca termina de ser sino cuando la
vida ya no tiene remedio. De ahí que el rasgo más determinante de
ese yo sea su carácter de proyecto y vocación. Siendo la vida faena
que se hace hacia adelante, el yo es lo que prefiere y discrimina,
siempre en el ámbito limitado y forzado que denominamos «circunstancia». El pasado es el momento de identidad del yo y también de donde obtiene sus poderes. Pero en su constitución es más
determinante el futuro, llegando Ortega a describir formalmente al
yo como futurición. En efecto, el yo se va revelando en su diaria
confrontación con el mundo, urgido por lo que «quiere ser» o, mejor, «tiene que ser». La vocación es un envío, una imposición de cuyo origen no cabe hablar porque salta desde el horizonte de lo evidenciable desde ese «trasmundo» que rodea el ámbito de aparición
o manifestación de la vida humana; la vocación es una pretensión
o aspiración a que la vida adquiera un determinado perfil. Y con
mi vida, su inseparable circunstancia, es decir, el mundo real histórico en que vivo. De modo que la vocación me consigna a actuar
en el mundo y a transformarlo en el sentido de esa vocación mía
que exige ser ejecutada. La vocación implica un ethos en el sentido
de exigencia moral.
Esta visión del yo como proyecto y vocación, no como mero
sujeto de conocimiento y acción, termina por disolver la «naturaleza humana» de la filosofía tradicional en la vida humana como
estructura de acontecimiento. Éste es el sentido que hay que dar
a la provocadora tesis formulada en Historia como sistema «el hombre no tiene naturaleza... es falso hablar de la naturaleza humana
[...] Lo único que el hombre tiene de ser, de “naturaleza”, es lo
que ha sido. El pasado es el momento de identidad del hombre...»
(VI, 24 y 39). Es decir, que el hombre como especie no tiene sino
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la identidad que le confiere la historia y como individuo la de su
biografía. Algunos comentaristas han embotado el filo de la afirmación recurriendo al matiz siguiente: Ortega quiere decir que el
hombre no es naturaleza, pero que la tiene, lo que reforzaría la segunda interpretación. Aunque es difícil negar que el ser humano
tenga una estructura física y biológica que le condiciona, en efecto, ésta nunca le determina. En este sentido, parece inevitable
abandonar la expresión «naturaleza humana» y quedarse con la
de «condición humana», frecuente en los textos orteguianos, para señalar la condición de tener un cuerpo que es necesario mantener limpio, caliente, alimentado, etc. A la hora de reflexionar
sobre la vida humana parece insalvable aceptar que ésta se ha
constituido históricamente a través de las producciones humanas
teóricas y prácticas a cuyo conjunto solemos llamar historia y que
el hombre fue creando para responder a sus condiciones de existencia. Ningún asunto humano puede escapar a sus determinaciones históricas. Comprender la vida es contar la historia de las
formas en que la humanidad ha ido resolviendo el problema que
le ha planteado el vivir. La historia es el sistema de las representaciones –en el sentido teatral de la palabra– dramáticas acontecidas.
Entonces, ¿cuál es el nombre que hace justicia a la filosofía de
Ortega?
El despliegue de la segunda navegación, a partir de QF, se produce desde una razón vital anclada aún en un naturalismo idealizante, hacia una razón que no deja de ser vital o viviente pero que
se caracteriza unívocamente como histórica, genealógica, temporal, hermenéutica, etimológica o, en fin, narrativa.
J. L. M.