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LA FELICIDAD EN AGUSTÍN DE HIPONA***
El fruto que deseo sacar de mis confesiones no es de lo que yo he sido, sino de lo que ahora soy.
Deseo dar a conocer esto no sólo delante de Dios sino ante los hombres, conciudadanos míos, que
caminan conmigo, unos delante y otros detrás, y son compañeros de mi vida; siervos de Dios,
hermanos míos, que Dios quiso que fuesen hijos suyos, señores míos, y a quienes Dios me manda
que sirva si quiero con Él vivir su vida.
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Me daré a conocer a todos mis hermanos, a los que mi Padre me pide que sirva; y diré no quién he
sido, sino quién soy ahora y lo que todavía queda del que fui; pero no quiero juzgarme. Así es como
quiero que me escuchéis.
El Señor es quien me juzga, porque aunque nadie conoce el interior del hombre sino el espíritu del
hombre que está en él, sin embargo, hay algo en el hombre que ni su propio espíritu conoce} sólo el
Señor conoce todas las cosas, porque Él las ha hecho. Incluso ya, aunque en la presencia de Dios
soy nada, tierra y ceniza, sé cosas de Él que no sé de mí; ahora le vemos como en un espejo y en
enigma, no cara a cara, por eso, mientras caminamos hacia Dios, estamos más cerca de nosotros
mismos que de Dios. Sé que Dios no puede ser tentado, en cambio no sé qué tentaciones venceré y
cuáles no, mi confianza debe estar solamente en que Él es fiel, y no permite que seamos tentados
más de lo que pueden nuestras fuerzas, además con la tentación da también la fuerza con que poder
resistirla.
Voy a decir, pues, lo que sé de mí. Y también lo que ignoro. Lo que sé es porque Dios me lo ha
dado a conocer, lo que ignoro lo seguiré ignorando hasta que mi oscuridad y noche se conviertan en
mediodía ante la luz de Dios.
No lo digo dudando, sino con toda seguridad: yo amo al Señor. Hirió mi corazón con su palabra y le
amé. También el cielo y la tierra y todo lo que en ellos hay me dicen que le ame, y continuamente lo
repiten a todos para que nadie pueda excusarse. Sin embargo, Dios se compadece más y es más
misericordioso con unos que con otros, porque quiere, porque, si no, seria como si el cielo y la tierra
cantaran a sordos sus alabanzas a Dios.
¿Qué es lo que amo cuando amo a Dios? No la belleza de un cuerpo ni la hermosura de lo que se
acaba, ni la blancura de la luz, tan agradable a nuestros ojos; no amo al amarle a Él suaves melodías
de distintas canciones ni la fragancia de las flores ni perfumes ni aromas; al amarle a Él no amo
comidas deliciosas y suculentas, ni atractivos cuerpos para ser abrazados. Nada de esto amo cuando
amo a Dios. Y sin embargo, al amarle amo una cierta luz, una cierta voz, una como fragancia, y un
alimento, y algo como un abrazo cuando amo a Dios, luz, voz, fragancia, alimento y abrazo de mi
hombre interior, donde mi alma ve una luz que no se apaga, donde oye melodías infinitas, donde se
expande la fragancia de perfumes que no disipa el viento, donde se gusta un alimento que nunca
sacia, donde el abrazo es tan íntimo que ningún cansancio lo desenlaza. Eso es lo que amo cuando
amo a Dios.
Y eso, ¿quién es? Se lo pregunté a la tierra, y me dijo: «No, no soy yo»; y todas las demás cosas de
la tierra me dijeron lo mismo. Pregunté al mar y a sus abismos y a sus veloces reptiles, y me
dijeron: «No, no somos tu Dios; búscale más arriba». Pregunté a la brisa y al aire que respiramos y
a los moradores del espacio, y el aire me dijo: «Anaxímedes se equivocó: yo no soy tu Dios».
Pregunté en el cielo al sol, a la luna y a las estrellas, y me respondieron: «No, tampoco somos
nosotros el Dios que buscas». Dije entonces a todas estas cosas que están fuera de mí: «Aunque
vosotras no seáis Dios, decidme al menos algo de Él, decidme algo de mi Dios». Y todas dijeron a
grandes voces: «¡Él nos hizo!». (Mi pregunta era el solo mirarlas, y su respuesta, su misma
apariencia.) Entonces me dirigí a mí mismo y me pregunté: « ¿Tú quién eres?, y me respondí: «Un
hombre». Tengo en mí cuerpo y alma; uno fuera, la otra dentro. ¿En cuál de los dos debí buscar a
mi Dios, a quien ya había buscado preguntando a las cosas, desde la tierra hasta el cielo, hasta
donde alcanzó la penetración de mis ojos? Es mejor sin duda la realidad interior, porque a ella como jefe y juez- es a la que comunican sus conocimientos los objetos exteriores, todas las cosas
del cielo y de la tierra cuando dicen: «No somos Dios», «¡Él nos hizo!». El hombre interior es quien
conoce todo esto con la ayuda del hombre exterior. El yo interior conoce estas cosas, yo, el yo del
alma por medio de los sentidos corporales.
Pregunté a la mole del mundo por mi Dios y me respondió: «Yo no soy, pero El me hizo». ¿Es que
esta belleza del mundo no es patente a todos? ¿No habla a todos del mismo modo? Los animales,
pequeños y grandes, la ven; pero no pueden preguntarle nada porque no tienen inteligencia que
juzgue y dirija sus sentidos. Los hombres sí que pueden interrogar a la naturaleza y percibir a través
de las cosas visibles las invisibles de Dios; pero al dar su corazón a las cosas se hacen esclavos de
ellas, y así ya no pueden juzgar; porque las cosas no responden a los que sólo preguntan sino a los
que además de preguntar pueden juzgar; y no es que a unos aparezca de una manera y a otros de
otra, sino que, apareciendo la misma a todos, es muda para unos y habladora para otros, mejor
dicho, habla a todos pero sólo la entienden aquellos que captan su voz exterior -su aspecto-, con la
verdad interior.
La verdad me dice: «Tu Dios no es el cielo ni la tierra ni nada que sea corpóreo».
Por esta razón, el alma es mejor que los cuerpos, porque el alma da vida a la masa de los cuerpos y
por eso viven, cosa que ningún cuerpo puede hacer con otro cuerpo. Y Dios es para el hombre la
vida de su vida.
¿Qué es, pues, lo que amo cuando amo a Dios?
¿Quién es el que está sentado en lo más alto de mi alma? Por las escaleras de mi alma subiré hasta
Él. Dejaré atrás esa fuerza vital por la que estoy unido al cuerpo y estoy vivo, pues en este principio
vital Dios no está; si estuviera, estaría también en el caballo y en el mulo, que no tienen
inteligencia, y, sin embargo, tienen esta misma fuerza vital por la que sus cuerpos viven.
Hay otra fuerza por la que no sólo vivo sino que también siento, tengo sensibilidad en mi carne, y
que el Señor me dio disponiendo que el ojo viera y veo, que oyera, que el oído oyera y no que viera,
y lo mismo para los demás sentidos: que cada uno sienta lo que le es propio, según su sitio y
función. Todas estas cosas, aunque son distintas, las hago gracias a una sola y única alma; pero
debo dejar atrás también esta alma, pues también la tienen el caballo y el mulo, también ellos
sienten por medio del cuerpo.
Subiré, pues, más arriba sin detenerme en este principio vital de mi naturaleza, subiré gradualmente
hacia Aquel que me hizo.
Llego por fin ante los vastos campos y las profundas grutas de la memoria, donde están guardados
tesoros de incontables imágenes de todo tipo de cosas, almacenados allí por los sentidos; allí está
escondido todo lo que pensamos, a veces aumentado, a veces sintetizado, a veces cambiado, allí
están todas las cosas captadas por los sentidos; y todo lo guarda la memoria y allí queda, y no ha
sido absorbido ni sepultado en el olvido.
El poder de la memoria es algo grande, que asusta. Esto es el alma, esto soy yo. ¿Qué soy? ¿Qué
naturaleza soy? Soy vida intensamente variada y multiforme e inmensa. Tanta es la fuerza de la
memoria, tanta es la riqueza de la vida del hombre, aun si es mortal, que uno puede correr por los
campos y antros e incontables cavernas de la memoria, llenas de todo tipo de cosas, imágenes
suyas, de los cuerpos, unas veces con su presencia como en las artes, otras con ideas o nociones
como en las pasiones del alma -que aunque no las esté padeciendo el alma están en la memoria, y
están en el alma porque están en la memoria-, discurrir por todas estas cosas, volar de unas a otras,
ahondar cuanto se pueda y, a pesar de todo, no dar con el fin en ninguna parte.
¿Qué puedo hacer? ¿Pasar adelante y dejar atrás la memoria para llegar a Dios? Ascendiendo por el
alma hacia Dios, que está encima de mí, dejaré atrás también esta facultad que se llama memoria,
deseando alcanzar a Dios como pueda ser alcanzado, y abrazarme a Él por donde pueda ser
abrazado.
Porque también los animales y las aves tienen memoria, pues si no fuera así no sabrían volver a sus
madrigueras y a sus nidos, ni harían otras muchas cosas como están acostumbrados, pues si no fuera
por la memoria no podrían tener costumbres.
Dejo atrás la memoria para llegar a Aquel que me separó de los cuadrúpedos y me hizo más sabio
que las aves del cielo. Sí, dejo atrás la memoria para encontrar a Dios, ¿pero dónde le encontraré?
Si le encuentro fuera de la memoria, es que me he olvidado, y si no me acuerdo de Dios, ¿cómo le
voy a poder encontrar?
Aquella mujer que perdió la dracma, la buscó con el candil y la encontró; si no la hubiera
recordado, no la habría encontrado, porque si no se acordaba de ella, ¿cómo podría saber, al
encontrarla, que era la misma?
¿Qué ocurre cuando es la memoria la que pierde algo, como sucede cuando olvidamos alguna cosa
y nos esforzamos por recordarla? ¿Dónde la buscamos si no es en la memoria? y si por casualidad
nos ofrecen una cosa en vez de otra, la rechazamos hasta que se presenta lo que buscamos; y,
cuando nos la presentan, decimos: « ¡Esto es! », cosa que no diríamos si no la reconociéramos, y no
la reconoceríamos si no la recordásemos. Pero puesto que la reconocemos, eso quiere decir que no
ha desaparecido del todo, y la parte que se retenía buscaba la otra parte olvidada. Debe de ser como
si la memoria se sintiera manca y no se supiera manejar con todas las cosas que antes solía, y así,
como cojeando, truncada en lo que era su habitual costumbre, pidiera que se le devolviese lo que le
faltaba. Algo así como cuando vemos o pensamos en un hombre que conocimos pero del que hemos
olvidado su nombre; nos ponemos a buscar ese nombre -para no llamarle con cualquier otro que se
nos ocurra-, porque no tenemos costumbre de pensarle con él, y los vamos rechazando todos hasta
que se presenta el nombre, el suyo, que, porque es el habitual y conocido, nos permite descansar
plenamente.
Pero este nombre cómo me viene a la memoria sino de la memoria misma. Si alguien nos lo dice, lo
reconocemos; no es que lo aceptemos como nuevo sino que, al recordarlo, comprobamos que
realmente es como se nos ha dicho, ya que, si ese nombre se hubiese borrado plenamente del alma,
ni aun si nos lo dijeran lo recordaríamos.
No se puede, pues, decir que nos olvidamos totalmente, puesto que nos acordamos al menos de
habernos olvidado, y no podríamos de ningún modo buscar lo perdido si lo hubiésemos olvidado
completamente.
¿De qué modo, pues, puedo buscar al Señor? Cuando busco a Dios busco la felicidad. Debo
buscarle para que mi alma viva, porque si mi cuerpo vive de mi alma, mi alma vive de Dios. ¿De
qué modo puedo buscar la felicidad? No la poseeré hasta que pueda decir: «Basta, aquí está». ¿De
qué modo la busco? ¿Como si la volviese a recordar después de haberla olvidado, pero a sabiendas
de que la tenía olvidada? ¿O quizá como el que desea saber algo que ignora por no haberlo sabido
nunca o por haberlo olvidado hasta el punto de olvidarse de que se ha olvidado?
¿La felicidad no es lo que todos desean, sin que haya nadie que no la desee? ¿Dónde
conocieron la felicidad para quererla así? ¿Dónde la vieron para desearla? Poseemos su imagen,
eso es cierto, pero no sé cómo.
Es distinto el modo de ser feliz del que posee realmente la felicidad del que es feliz
esperándola. Sin duda que los que esperan la poseen, pero de un modo inferior al de aquellos que
son felices por poseer la felicidad misma; aunque es evidente que los que esperan son más felices
que aquellos que ni siquiera lo esperan, tener la esperanza de la felicidad es ya un modo de ser feliz.
Pero incluso éstos, los que no esperan, si de algún modo no tuvieran ya algo de felicidad no podrían
desear ser felices, y es segurísimo que lo desean.
Yo no sé cómo hemos conocido la felicidad y, por tanto, ignoro bajo qué concepto la conocemos;
por eso deseo vivamente saber si reside en la memoria este conocimiento, porque si es en la
memoria, quiere eso decir que ya antes fuimos felices: no me importa si eso es así en todos
individualmente o en el primer hombre, que pecó, y en el que todos morimos, y del que todos
hemos nacido con pecado; eso por el momento no me preocupa, sino que lo que me interesa saber
es si la felicidad está en la memoria, porque con toda seguridad no la desearíamos si no la
conociéramos.
Al oír esta palabra todos reconocemos en ella lo que deseamos, no es el sonido de la palabra lo que
nos deleita, ya que si oye en latín esta palabra un griego, no le produce ningún placer por- que
desconoce su significado. En cambio, nos produce placer a nosotros los que hablamos en latín como se lo produciría a él si se lo dijesen en griego- porque lo que se significa no es ni griego ni
latino, es lo que desean poseer griegos y latinos, y todos los hombres de todas las lenguas.
Por tanto, todos conocen la felicidad; y si se preguntase a todos si desean ser felices, todos
responderían sin vacilar que sí. Y esto no podría ser si la felicidad no estuviera ya en la memoria
de todos.
¿Es que la felicidad está en la memoria de un modo semejante a como, por ejemplo, Cartago está en
el recuerdo de quien la ha visto? No, porque la felicidad no se ve con los ojos, porque no es algo
corpóreo. ¿Entonces, está del modo como recordamos los números? No, porque el que los recuerda
no desea ya más, en cambio la felicidad, aunque la reconozcamos y por eso la deseemos, sin
embargo, necesitamos poseerla para ser felices.
¿Entonces será quizá del modo como recordamos la elocuencia? Tampoco, porque aun cuando al
oír este nombre se acuerdan de su realidad los que aún no son elocuentes -y son muchos los que
desean serlo, por lo que se ve que saben qué es-, sin embargo, este conocimiento les ha venido por
los sentidos del cuerpo, al oír a otros que son elocuentes, y deleitándose al oírles, y deseando ser
como ellos, aunque no les agradaría oírles si no fuera por el conocimiento interior y previo que
tienen de la elocuencia, ni la desearían si no hubieran experimentado anteriormente este agrado. Y
la felicidad no la hemos experimentado anteriormente ni en otros ni a través de ningún sentido
nuestro.
¿Será entonces semejante a como recordamos la alegría? Quizá sea así. Porque así como
cuando estoy triste recuerdo mi alegría pasada, también cuando sufro y me siento desgraciado
recuerdo la felicidad. Por otra parte, no he visto por ningún sentido del cuerpo ni oído ni olfateado
ni gustado ni tocado nunca la alegría, sino que la he experimentado en mi propia alma al estar
alegre, y su huella se quedó grabada en mi memoria para que pudiera recordarla, unas veces para
despreciarla, otras para desearla, según fuera el objeto con que me procuré alegría. En otro tiempo
me rodeé de la alegría que dan las cosas bajas, y al recordarlo ahora lo desprecio y lo rechazo; otras
veces con cosas buenas y honestas, y al recordarlo ahora lo deseo; aunque quizá es porque ya no
existe por lo que recuerdo ahora con tristeza mi pasada alegría.
¿Dónde, cuándo he sido yo feliz para que pueda recordar y amar y desear esa felicidad?
Porque no soy sólo yo, o yo y unos pocos, sino que es absolutamente todo el mundo quien desea ser
feliz, cosa que no querríamos con tanta determinación si no estuviéramos seguros de que la
felicidad existe.
Si, por ejemplo, se pregunta a dos individuos si quieren ser militares, quizá uno de ellos responda
que sí, y el otro que no, o que ninguno de los dos quiere ser militar. En cambio, si se les pregunta si
quieren ser felices, los dos, sin vacilación alguna, responden que sí. y si uno desea ser militar y el
otro no, o si ninguno de los dos quiere serlo, no es más que para conseguir la felicidad, porque unos
encuentran la alegría de una manera y otros de otra, todos coinciden en querer esa alegría a la que
llaman felicidad. Aunque unos la consigan de una manera y otros de otra, uno es, sin embargo, el
fin al que todos desean llegar: la alegría.
Nadie puede decir que no haya experimentado la felicidad, por eso, al oír decir esa palabra, se
acuerda de ella, y la reconoce.
Lejos de mí considerarme feliz por el mero hecho de disfrutar de una alegría cualquiera. Hay una
alegría que no se concede a los malvados, sólo a los que generosamente sirven a Dios, su alegría.
La felicidad misma no es otra cosa que gozar de Dios, para Dios, y por Dios, eso es la felicidad
y no otra cosa. Los que piensan que la felicidad es otra cosa, persiguen otras alegrías que no son
las verdaderas. Sin embargo, aun así, su voluntad no se aparta de una cierta imagen de lo que es la
verdadera alegría.
Por tanto, no es propiamente exacto que todos quieran ser felices, porque los que no quieren
gozar de Dios, que es la única felicidad, no quieren propiamente ser felices.
O es quizá que todos quieren ser felices, pero, como la carne desea cosas contrarias al espíritu, y el
espíritu cosas contrarias a la carne no hacen lo que quieren. Algunos consiguen lo que pueden, y
con eso se contentan; y aquello que dicen que no pueden conseguir es porque no lo quieren todo lo
intensamente que es necesario quererlo para poder conseguirlo.
Si yo preguntara a todo el mundo si prefieren la verdad o la mentira, nadie dudaría en decir que
prefiere la verdad; del mismo modo, nadie duda en decir que quiere ser feliz. La felicidad es alegría
en la verdad, en Dios, que es la verdad. Nuestra luz, nuestra salvación, Dios nuestro. Todos desean
esta felicidad, todos quieren esta vida, todos quieren la alegría de la verdad. .
He conocido a muchos a quienes les gusta engañar a los demás; pero a nadie que quiera ser
engañado. ¿Dónde conocieron esta felicidad sino donde conocieron la verdad? Aman la verdad al
no querer ser engañados, y cuando desean la felicidad no desean otra cosa que la alegría de la
verdad, aman la verdad; y no la amarían si no existiera en ellos cierta idea de la verdad.
¿Por qué entonces no se alegran con la verdad? ¿Por qué no son felices? Porque se ocupan más de
otras cosas, de cosas que les hacen más desgraciados que felices, porque se acuerdan poco de la
verdad. Queda ya poca luz, ¡caminad, hombres, corred!, antes de que os coja la noche y os
envuelvan las tinieblas.
Pero, ¿por qué «la verdad pare el odio» *(Terencio, “Andría”, V.68), y el nombre de Dios, que dice
la verdad a los hombres, se les hace enemigo? ¿Cómo es eso, amando como aman los hombres la
felicidad, que no es sino alegría en la verdad? Esto es porque aman la verdad de un modo tal que,
al amar otras cosas que no es verdad, quieren que eso que aman sea la verdad; y del mismo modo
que no quieren ser engañados, tampoco quieren que se les diga que están equivocados; y así,
odian la verdad por causa de eso que aman en vez de la verdad.
Aman la verdad cuando les ayuda a triunfar, la odian cuando por causa de ella tienen que
sufrir. No quieren ser engañados, pero les gusta engañar; por eso aman la verdad cuando les es
útil, y la odian cuando les es costosa. Pero la verdad les dará su merecido, les descubrirá aunque no
quieran, y quedarán descubiertos, pero ella no se descubrirá ante ellos, para ellos permanecerá
encubierta.
Así, así es el alma humana, así; y aun siendo así, ciega y enferma, indigna y sucia, quiere
permanecer oculta y no quiere que se le oculte nada; pero lo que sucederá es que quedará
descubierta ante la verdad, y la verdad no se le descubrirá a ella.
Pero aun así, miserable como es, prefiere la alegría de las cosas verdaderas a la de las falsas.
Feliz sería si, olvidando las molestias que supone, se alegrase solamente en la Verdad, en la
que todas las cosas son verdaderas.
***
Me he extendido demasiado en esta explicación de mi búsqueda de Dios por la memoria,
aunque la verdad es que no le encontré sino en ella. Desde que le conozco no sé nada de Él que
no sea recordado. Allí donde encontré la verdad, allí encontré a Dios, la misma verdad, que no
he olvidado desde que la descubrí. Desde que conocí a Dios permanece en mi memoria, y en
ella le encuentro cuando me acuerdo de Él, y me alegro con Él. Éstos son ahora mis placeres,
que Dios me dio por su misericordia, al poner sus ojos en mi pobreza.
Pero ¿en qué lugar de mi memoria permanece el Señor? ¿Qué habitación, qué templo se ha
construido en ella? Ha concedido a mi memoria el honor de permanecer en ella; pero en qué parte
permanece. Eso es de lo que voy a tratar ahora.
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*** Paginas 251-265 del libro LAS CONFESIONES de S. Agustín de Hipona.
Editorial Palabra, Colección Cuadernos Palabra, 19ª edición, Septiembre 2007
Con aprobación de la editorial