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CRIMINALIZANDO LA DISCREPANCIA
Como asociaciones de Jueces y Fiscales comprometidas con la defensa del
Estado Constitucional entendemos que nos corresponde compartir con la Sociedad
los análisis que realizamos sobre la situación de los valores constitucionales,
participando públicamente en los debates sobre la conformación de los espacios de
libertad de la ciudadanía y los peligros que les acechan.
La situación de crisis económica y el desmantelamiento del Estado Social son
vistas con preocupación por amplios sectores de la población. Las propias fuerzas
impulsoras de las medidas de ajuste y recorte en los ámbitos social y económico
reconocen la profundidad de las mismas y el cambio de modelo que suponen. En una
sociedad democrática ello debe suponer la asunción de que modificaciones de tal
calado deben ser sometidos a profundos debates públicos, en los que es de vital
importancia, para poder seguir reconociéndonos como tal sociedad democrática, la
participación ciudadana.
Los partidos políticos y las instituciones representativas son instrumentos
fundamentales de participación política. No ostentan, sin embargo, el monopolio de
esa participación. Los derechos de manifestación, reunión, huelga, expresión,
información y, en general, de participación en los asuntos públicos, son instrumentos
para transmitir ideas y propuestas en el debate colectivo, para intentar convencer a
la ciudadanía de las mismas y para mostrar a quien decide el apoyo social con el que
cuenta cada propuesta. Son, por ello, formas básicas de control social del poder
político.
Los durísimos recortes sociales y la reforma laboral que, con el pretexto de la
crisis, auguran la inminente firma del acta de defunción del Estado de bienestar, tras
una prolongada pero sostenida agonía, han sembrado el desconcierto y el descontento
de la ciudadanía, cristalizando en el surgimiento de movimientos sociales que han
protagonizado numerosos actos de protesta en las calles. La proliferación de estas
manifestaciones, que pretenden la conservación de instituciones y ordenamientos que
estiman en peligro, y se oponen al cambio de modelo, debería constituir hondo motivo
de preocupación para quienes lo abanderan y, por extensión, para toda la clase
política. Pero, en modo alguno, puede ser vista como síntoma de anormalidad
democrática sino, precisamente, lo contrario, pues no hay nada más democrático que
el ejercicio de derechos fundamentales, como el de reunión y manifestación que, por
constituir instrumentos de difusión colectiva de ideas y opiniones, son condiciones
centrales de la legitimidad política democrática.
El orden público democrático no está constituido por el silencio ni por la
observancia apática de la vida colectiva. Los actos políticos colectivos constituyen
parte de ese orden. La democracia representativa no puede anular la manifestación
directa de la población. Hay que valorar qué supone mayor sacrificio para una
sociedad, si padecer las consecuencias secundarias de algunos actos colectivos que
dificultan puntualmente la circulación por vías públicas, o, por el contrario, el silencio
de la población entregando la totalidad del espacio público a unas pocas personas
criminalizando las manifestaciones de disidencia.
La organización del espacio público exige respetar el ejercicio de esos
derechos de participación y los derechos de toda la ciudadanía. Requiere, sin duda,
actuar cuando personas ajenas a las protestas recurren a medios violentos o abusan de
los derechos ajenos. Los límites ni son claros ni son fáciles de determinar a priori. Es
competencia de los responsables políticos el ponderar con prudencia las medidas
policiales de orden público a adoptar en cada caso. Para ello, debe dotarse a la policía
de los medios que permitan actuar eficazmente, pero también con el menor daño
posible, sin poner en peligro bienes fundamentales. Pero los responsables políticos
tienen también una función que no pueden delegar en las fuerzas policiales, a las que
en demasiadas ocasiones colocan en situaciones que no pueden razonablemente
solventar por errores de diseño, ausencia de medios materiales y personales y de los
protocolos de actuación apropiados.
Llama la atención que, después de haber fracasado los responsables políticos
en el diseño de la actuación, o haber impartido órdenes e instrucciones contrarias a
una ponderación apropiada de los intereses en juego, se pretenda, primero, descargar
la responsabilidad en los agentes policiales, y, por otro, resolver el problema
acudiendo a un incremento de la respuesta penal. Incremento que estimamos
injustificado, innecesario y carente de matices en cuanto a las situaciones
contempladas.
El Derecho Penal no es la respuesta a los problemas sociales. No existe en
España ningún problema de impunidad respecto de los actos violentos. Afirmar lo
contrario no obedece al desconocimiento de la realidad sino al intento de ocultar las
propias incapacidades. El Ministerio de Interior debería centrar sus esfuerzos en la
organización razonable de los servicios policiales desde el respeto máximo y
escrupuloso de los derechos fundamentales. Que se debute en el Ministerio con
propuestas de agravamiento penológico confunde el problema y deja entrever una
concepción preconstitucional de los derechos de la ciudadanía.
No cuestionamos la potestad del Ejecutivo para definir la política criminal y la
libertad de configuración del legislador penal para determinar las conductas que
deben incluirse en el Código Penal y sus sanciones. Pero ese mismo compromiso con el
Estado Constitucional, con sus principios y valores, con los derechos fundamentales y
las libertades públicas, nos obliga a recordar que sólo desde el máximo respeto a la
Constitución y al contenido esencial de los derechos fundamentales en ella
reconocidos, pueden diseñarse la política criminal y desenvolverse la política
legislativa penal.
No ponemos en duda, en cualquier caso, la misma legitimidad del Estado para
ejercer control sobre las acciones de sus miembros, ya que, en ocasiones,
aprovechando el contexto de ejercicio del derecho, puede abandonarse su marco para
realizar conductas que lesionan a otras personas, bienes y agentes de la autoridad.
Pero, nuevamente, ha de recordarse que la legitimidad del control descansa en el
respeto al contenido esencial del derecho. Ha de partirse de la normalidad de las
expresiones colectivas, del ejercicio del derecho de manifestación, incluso cuando
afecta a normas de organización viaria o de otro tipo que no pueden ponerse al mismo
nivel de importancia que el ejercicio de dicho derecho. Esto también implica que el
control no pueda emplearse de modo que produzca un efecto disuasorio o de
desaliento del ejercicio del derecho.
Nos preocupa que la salida del Estado social venga acompañada de una
política criminal y penal que tengan como principal meta provocar la disuasión de la
protesta legítima. A mediados del mes de marzo, el Ministro del Interior, en una
comparecencia en el Senado, anunció una primera reforma del Código Penal, tras las
movilizaciones en la ciudad de Valencia en protesta por los recortes educativos, para
elevar las penas del delito de desobediencia. Tras la huelga general del 29M, el
Ministro de Justicia anunció otra reforma para equiparar la resistencia pasiva al delito
de atentado, criminalizar la convocatoria de manifestaciones en las redes sociales, y,
en general, para dar un tratamiento análogo al del terrorismo a la mal llamada
“violencia callejera”. Recientemente, el Ministro de Interior ha anunciado otra nueva
reforma para hacer penalmente responsables a las asociaciones, partidos políticos y
sindicatos en aquéllos casos en que algunos de sus afiliados, partícipes en las
manifestaciones convocadas, cometan hechos delictivos. Igualmente, para hacer
civilmente responsables a los padres y tutores de los daños causados por los menores
de edad bajo su custodia en el marco de manifestaciones.
Ignoramos si estas propuestas de lo que parece ser el nuevo Ministerio de
Interior y Justicia acabarán convirtiéndose en la vigésimo octava reforma del Código
Penal en menos de 17 años. La legislación vigente ya contempla numerosas figuras
delictivas, sancionadas con penas graves, que permiten abordar individualizadamente
las responsabilidades en que pudieran haber incurrido quienes, saliéndose del ámbito
de ejercicio del derecho, causen daños a personas o bienes. Las reformas son, por ello,
desde una perspectiva estrictamente legal, innecesarias. Ahora bien, si lo que se
pretende es desfigurar el concepto de orden público, cuyo núcleo duro en las
sociedades democráticas lo constituye el respeto a los derechos fundamentales y la
salvaguarda de su ejercicio, para convertirlo en silencio de la ciudadanía, la reforma no
sólo sería constitucionalmente insostenible, sino políticamente inadmisible, pues
prefiguraría un nuevo orden social integrado por ciudadanos carentes, no ya de
derechos sociales, sino también de derechos políticos.
Vivimos tiempos difíciles. Tiempos de desigualdad y de precariedad. Como ya
tuvimos ocasión de afirmar, incumbe a los responsables políticos hallar soluciones no
meramente represivas a esta situación. Reclamamos su compromiso en este sentido y
seguimos mostrando nuestra confianza en que tal será una de sus prioridades.
Entretanto, seguimos exigiendo, al menos, el más fuerte compromiso con los
derechos fundamentales instrumentales para explicitar el desacuerdo político.
Barcelona, a 27 de abril de 2012