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PARADOJAS DE LA IDENTIDAD
ÁNGELA LÓPEZ JIMÉNEZ
Presidenta del Consejo Económico y Social de Aragón
Profesora titular de Sociología
Universidad de Zaragoza
Seminario de Investigación para la Paz
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Ángela López Jiménez
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LA BÚSQUEDA DE SENTIDO
Vivimos obsesionados por una búsqueda importante, una búsqueda que
nos ha puesto en situación de viaje individual y grupal, hacia el pasado y
hacia el futuro y que nos urge a definirnos con contundencia. Se trata de la
búsqueda de sentido a la vida colectiva y a nuestra posición en la sociedad
que nos envuelve. Es parte fundamental de la cultura de la modernidad y de
la dialéctica del progreso. Es resultado de una particular evolución de la historia de occidente que afecta de muy distintas maneras a los actores sociales,
según se miren los logros o los sacrificios que costaron.
Dos cosas parecen ciertas aquí en occidente. Que la humanidad evoluciona hacia el conocimiento y el control de lo que le sucede. Que es cada vez
mayor el interés por dar sentido a la propia vida. Pero ha habido momentos
históricos de fe inquebrantable en la unilinealidad del progreso que ya no se
repiten. No porque no haya acuerdo sobre los avances sociales alcanzados
sino porque cada vez son más nítidos sus límites, territoriales y culturales;
también sus retrocesos. Paradójicamente, hemos sido educados como hacedores de nuestro destino, pero cada vez somos más conscientes del riesgo que
supone alterar el curso de la vida y de la naturaleza. Hemos hecho una revolución para defender el espíritu democrático, el bienestar social y las libertades de movimiento y opinión pero no hemos sabido extenderlas a toda la
sociedad. Hemos sido capaces de formular los derechos fundamentales del
ser humano sin diferencias de clase, raza, etnia, sexo, edad, religión, cultura
y formas de desarrollo pero es minoría quien los tiene garantizados. Hechos
como la destrucción de vidas, tradiciones, saberes y equilibrios, el sometimiento de sociedades comparativamente menos avanzadas, el expolio de la
naturaleza, el desarraigo de las poblaciones masivamente obligadas a emigrar
a tierras donde el asentamiento, a priori, carece de sentido, la explotación
laboral y la desigualdad social, nos han hecho dudar de los valores universales y de las ideologías emancipadoras en cuyo nombre se perpetraron.
Por todo ello, nos encontramos hoy perplejos ante la bondad de los principios que fundamentaron la modernización e hicieron emerger una cultura
universalizadora y homogenizadora, y la perversidad de algunos de sus efectos. El dilema está en si se pueden impedir éstos efectos para seguir dando
crédito a tales principios o si hay que atenerse a otros distintos.
Veamos en primer lugar las paradojas culturales que producen tal dilema
y, a continuación, las propuestas más activas para resolverlo. Reflexionemos,
finalmente, sobre nuestras posibilidades. Las primeras nos instalan en el
espacio político de las relaciones internacionales. Las segundas nos sitúan en
el ámbito defensor de las señas locales de identidad. Ambas nos conducen a
un debate profundo y a propuestas concretas de arraigo: apoyadas unas en la
ciudadanía, las otras, en el sentido de la vida colectiva y de la inconmensurabilidad de la cultura compartida comunitariamente.
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PARADOJAS CULTURALES DE LA IDENTIDAD OCCIDENTAL
Los tres grandes principios de la cultura occidental que identifican a
occidente con el progreso humano son fruto, como sabemos, de la revolución
política acaecida en la Francia de 1789.
La igualdad ante la ley se traducirá en la igualdad de oportunidades en
el desempeño de los roles sociales. Por tanto, en la posibilidad de ocupar, por
méritos propios, espacios centrales y prestigiosos de la sociedad habitada. La
libertad se traducirá en la emancipación colectiva e individual. Por tanto, en
la posibilidad de adquirir una personalidad autónoma dentro del conjunto de
personas respetuosas de la individualidad. Y la fraternidad se traducirá en
acuerdo de defensa del bien común, por parte de una población vinculada
mediante lazos no ya de sangre sino de ciudadanía.
Ahora bien, con la puesta en práctica de estos principios, se incurre en
lo que se pretendía evitar. En nombre de la libertad se produce mucha represión y férreo control. Un ejemplo económico lo aclara: la libertad de mercado ha conducido a los monopolios. A su vez, la igualdad se ha pervertido con
el favoritismo y la fraternidad con la competitividad. Es más, todas estas perversiones son consecuencia de guiar las relaciones intra e internacionales por
ideales que se suponían universalizadores, a fin de asegurar el liderazgo cultural de los países tecnológicamente más avanzados de occidente en el proceso civilizatorio de todos. Los países que iniciaron antes y con mayor éxito
la modernización, Inglaterra y Francia sobre todo, tuvieron sus revoluciones
industrial y política y sobre ellas asentaron su liderazgo. Los Estados Unidos
de América lideraron la revolución tecnológica y con ella mantienen su hegemonía actual.
Más paradojas se producen en este contexto y bajo el peso de los nuevos
liderazgos hegemónicos. Los análisis de Marramao (1994) esclarecen bien lo
que sucede. En primer lugar, si la identidad políticamente correcta es la occidental, se reduce toda posible complejidad social a una cláusula monocultural: los valores universales emancipatorios que rigen a occidente son los únicos que aseguran el progreso. En consecuencia, el proyecto de emancipación
individual y colectiva que se construye sobre tales cimientos fortalece los
vínculos sociales de carácter secundario y desprecia e ignora los vínculos
comunitarios de carácter primario.
En segundo lugar, la ambición prometeica de progreso ilimitado frena
todo desarrollo cultural no enfocado al desarrollo técnico. En consecuencia,
se destierra del proceso socializador el cultivo de los valores no potenciadores de la innovación y la excelencia: tiene más mérito ser competitivo que ser
solidario. La dialéctica entre distintas experiencias históricas derivadas de la
aplicación de tales principios produce tensión entre el pluralismo y los particularismos, entre el universalismo y el relativismo cultural. Porque la globalización que anunció Marx en el Manifiesto Comunista ha engendrado la
sociedad red actual y porque ésta se basa, como apunta Giddens (1995), en
una disyuntiva sistémica entre lo local y lo global.
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En tercer lugar, la lógica moderna de ejercicio del poder basada en la
elección democrática de los líderes nacionales e internacionales excluye de las
decisiones políticas a quienes viven en sociedades o comunidades carentes de
conocimientos, estructuras, aparatos burocráticos y mecanismos de acceso al
reparto nacional e internacional de los puestos de representación. Estas sociedades o comunidades, en consecuencia, operan con lógicas de poder inspiradas en principios derivados de sus propias culturas. Investidos de la autoridad
que éstas les reconocen, combaten los liderazgos nacionales e internacionales
que les excluyen. Quienes no acceden a los derechos de la ciudadanía por
competición en el mercado de las oportunidades perdidas o nunca vistas, se
ligan mediante alianzas entre redes de solidaridad comunitarias.
SENTIDO E IDENTIDAD. VÍNCULOS Y LIGÁMENES
DE LA SOCIEDAD RED
Las primeras que vamos a considerar son las vinculaciones generadas
por la cultura política y laboral de la modernidad. Desde la cultura política,
se crean los vínculos de i) la nación moderna, construida sobre los cimientos
de la institución de la ciudadanía y de la diferenciación social, ii) del feminismo, fundado en la defensa de la igualdad entre los sexos. Desde la cultura del trabajo se crea la solidaridad obrera fundada en la defensa de los intereses de clase.
Quienes no tienen arte ni parte en estas construcciones se aferran a las
afiliaciones primarias de la comunidad de pertenencia1. De sus diferentes (y
a veces coadyuvantes) definiciones surgen la tribalidad urbana, las identidades étnico-territoriales, los nacionalismos, los fundamentalismos.
Podemos preguntarnos, ¿hay algún sustrato común a todas estas vinculaciones? Una respuesta sencilla diría que sí. Consideremos con Max Weber
(1969) que los humanos son actores sociales siempre en proceso de edificar
y de transformar el mundo. Admitamos con George Mead (1972) que el sujeto crea y configura su personalidad en interacción simbólica y reflexiva con
el otro. Y entendamos con Talcott Parsons (1970) que los individuos y las
organizaciones construyen modelos de comportamiento, roles sociales, cuya
normativa deja claras las funciones que requiere la institución social. A su
vez, el ejercicio de la función genera o destruye lealtades y reafirma o problematiza las pertenencias. De ahí que las atribuciones del rol influyan tanto
en las conductas, en las negociaciones y acuerdos entre los individuos organizados, y en las identificaciones adquiridas bajo su influjo. De ahí que hallemos identidades complementarias e incluso contradictorias. Y puesto que las
identidades se construyen mediante procesos de socialización e individuación
1. Hablo de la sociogénesis de la acción colectiva desde las afiliacioes primarias en el artículo que se cita en la biliografía: “La movilización social. Procesos de individuación y agrupación de voluntades para la acción colectiva” (1998).
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(Elias 1994), es en la experiencia y en la acción individual y colectiva donde
se encuentra el sentido (el significado) común.
Manuel Castells (1998: 29) reconoce que entre los actores sociales, bien
sean actores colectivos o individuos determinados, puede haber pluralidad de
identidades, y que éstas les causan tensión y contradicción, tanto en la representación de sí mismos como en su actividad social. Las instituciones dominantes originan identidades en torno a sus objetivos y funciones, si los actores sociales las interiorizan como fuente de sentido. En ese caso pueden
coincidir el rol y la identidad y no se genera conflicto. Da como ejemplo el
rol personal de padre de familia. Pongamos nosotros otro ejemplo en el ámbito de la identidad nacional. Asistiríamos a una coincidencia de rol y sentido
en el caso de muchos estadounidenses identificados con el papel político norteamericano de mantenedores del orden mundial. Las declaraciones de guerra y los embargos económicos de otros países, la financiación de actividades
militares y subversivas para desestabilizar y hacer caer gobiernos democráticos como el de Guatemala y el de Chile, serían aquí tareas-funciones organizadas, significadas y legitimadas por el rol. Pero también es posible que función y sentido entren en fricción y en contradicción.
La teoría de la acción social en la que se inscriben los análisis de Anthony Giddens que cita Castells, dejan ver que si los roles organizan las funciones, las identidades organizan el sentido. Y, éste, atañe al ámbito de la
identificación de un actor social con los objetivos de su acción, en el proceso de construirse a sí mismo mientras interactúa, simbólicamente, con el otro
(Mead 1972). Hablamos ya de una interacción compleja, puesto que vivimos
conectados en relaciones reflexivas2, de liderazgos y subordinaciones múltiples, internacionalizadas y enredadas por los estados-nación, por naciones sin
estado, por nacionalidades que rompen las costuras administrativas de los
estados o que se multiplican al interior de los mismos, por entes políticos y
económicos supranacionales, por redes transversales y locales en permanente negociación de sus nudos y dominios. Y, la complejidad abre campos
inmensos de oportunidades pero también produce desorientación y pérdida
de raíces.
Castells sostiene una tesis importante. La génesis de la identidad en la
sociedad red es distinta de la génesis moderna de la identidad3, a consecuencia de las profundas transformaciones producidas en la vida social por la disyuntiva sistémica entre lo global y lo local. Si, en efecto, la globalización
económica produce fragmentación y atomización social, se entiende que, en
defensa contra la pérdida de raíces, de tradiciones, de saberes ancestrales, la
mayoría de los actores sociales de la sociedad red organicen el sentido en tor-
2. LAMO DE ESPINOSA (1996), Sociedad reflexiva. Madrid: CIS.
3. Recordemos con GIDDENS (1995) que la identidad originada en la modernidad tardía es
el propio yo entendido reflexivamente. La construcción de la individualidad es fundamental
para la aparición de la institución de la ciudadanía.
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no a una identidad primaria, como apunta este autor, y que esta identidad sea
cimiento de todas las que se le superponen. La identidad primaria mantiene
el sentido a través del tiempo y el espacio, porque se eleva sobre materiales
de la historia, la geografía, la biología, las instituciones productivas y reproductivas, la memoria colectiva, las fantasías personales, los aparatos de
poder, las revoluciones religiosas y políticas. Los individuos procesan estos
materiales, los reordenan e interpretan a su medida y elaboran su propio texto. Siempre bajo la influencia de los determinantes sociales y culturales de su
contexto. Y como las identidades colectivas se construyen dentro de sistemas
de relaciones de poder, quien lo tiene, marca para los demás los contenidos
simbólicos y su significado. La identidad resultante será tanto más fuerte
cuanto más sentido tenga para quienes lo comparten. Y, en caso de conflicto
entre esta identidad organizadora del sentido y el rol organizador de la función, el poder de la identidad será, probablemente, mayor.
Castells, que ha leído exhaustivamente a los analistas de los nacionalismos y las identidades politicas, y ha observado de cerca espacios sociales
generadores de identidades colectivas, resume en tres las formas históricas de
la identidad moderna.
Una es la identidad legitimadora, que introducen las instituciones dominantes de la sociedad para extender y racionalizar su dominación. Otra es la
identidad de resistencia, creada por aquéllos actores que no aceptan la lógica
de la dominación, generalmente porque los coloca en posición subordinada,
devaluada y estigmatizada. La tercera es la identidad proyecto. Se colma de
identificaciones escogidas por los actores sociales que operan en sus contextos y con sus recursos culturales. Estos actores, al tiempo que redefinen su
posición en la sociedad, pretenden transformar la estructura social que los
margina.
Las que se inscriben en el primer modelo, dirá citando a Gramsci, generan sociedad civil, como conjunto de organizaciones e instituciones, de actores sociales estructurados y organizados dentro del estado y en relación dinámica con él. Las iglesias, los partidos, las asociaciones cívicas, los sindicatos,
las cooperativas, prolongan la acción del estado arraigados entre la gente
movilizada.
Las que responden al segundo modelo, sigue aquí a Etzioni, conducen a
la formación de comunas o comunidades que se resisten colectivamente a la
opresión y a la exclusión política, económica y social. Da como ejemplos el
fundamentalismo religioso, las comunidades territoriales, la autoafirmación
nacionalista, y la comunidad homosexual.
La identidad proyecto produce sujetos en el sentido toureniano de actores colectivos que dan sentido a su historia para transformarla. Aquí sitúa el
autor a las feministas cuando desafían activamente el patriarcado.
Lo interesante de esta propuesta interpretativa de Castells es que da claves metodológicas para entender los tránsitos e interacciones entre las tres
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formas identitarias. El atisbo de las transformaciones de unas en otras, por
ejemplo, de las identidades de resistencia en identidades proyecto y, eventualmente, en identidades legitimadoras nos conduce al socioanálisis: al estudio del cambio social, del que somos parte, mientras se produce. Puede activar también la construcción de identidades organizadoras del sentido de la
ciudadanía.
Me adentro en estos territorios analíticos con una sola intención. La de
ver qué es lo que se puede rescatar de aquéllos principios que impulsaron la
defensa de los derechos universales. Porque sólo en nombre de estos derechos se deslegitiman las políticas que niegan los beneficios del progreso a
gran parte de la población mundial. Entendiendo que, la exclusión viene de
lejos y ha supuesto el entierro de legados históricos y culturales a cuyo desentierro y restauración acuden, o son convocados, quienes más perdieron con su
desaparición..
El presupuesto que subyace, a la contestación de la identidad legitimadora de la sociedad civil, al desprecio de la democracia en la que reposa su
civilidad4 y al rechazo de la igualdad de derechos, de deberes y de oportunidades de todos los humanos es el de la esencialidad de las culturas.
Este presupuesto alienta en la tesis defensora de gran parte de las identidades de resistencia. Afrontemos la disyuntiva entre el universalismo cultural que daba en exclusiva a la cultura moderna el rol de procurar el progreso
humano, y la naturalización de las culturas que supone respetar todos sus
principios aún cuando atenten a la integridad de las personas, menosprecien
la vida humana y estigmaticen a una parte de la sociedad: lo que les sucede a
las mujeres afganas bajo el peso de la política mortífera talibana nos alerta de
la perversidad de tales esencialismos.
Vayamos al lugar de las tensiones por ver como desactivarlas.
En primer lugar, admitamos que el universalismo del que nos hemos
enorgullecido en occidente es una herencia viciada, puesto que el particularismo de nuestra visión ha hecho opresiva nuestra cultura para quien tuvo que
calzársela arrojando a la basura la propia. En segundo lugar, desvelemos el
etnocentrismo subliminal que ha guiado las búsquedas de pautas universales,
hasta llegar a la propuesta de uniformidad. Como reacción a estos dislates, el
postmodernismo ha defendido la inconmensurabilidad de las culturas. Por
revancha hacia el logocentrismo occidental se excluye de tal inconmensurabilidad a la cultura universalizante.
Conviene preguntarse, aunque sólo sea para tomar conciencia del largo
camino que nos queda por recorrer ¿qué tiene hoy mayor potencialidad de
desarrollo humano, la defensa de la inconmesurabilidad de las culturas, inclu-
4. Concepto magníficamente desarrollado por TOCQUEVILLE en su obra clásica de la Democracia en América
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yendo la nuestra o la praxis interactiva entre contextos culturales distintos?.
La apertura al diálogo, sin duda, abrirá la caja de pandora para sacar a la luz
los componentes más activos de cada una, prevé Marramao (1994 ). Tal vez
ello suponga confrontación entre culturas, pero abrirá vías a nuevos mestizajes y síntesis. Más preguntas se nos plantean ¿puede la ética universalista respetar el derecho a la diferencia? ¿puede ser defendida la democracia frente a
la autocracia? O por el contrario, ¿debemos sacrificar la forma democrática
si hay que elegir entre la misma y la reafirmación de los valores intocables
de las cultura sacralizadas?.
Establezcamos algunas cautelas. Tan peligroso es creer que hay una sola
unidad de medida del comportamiento racional como admitir la inconmensurabilidad ( basada en la esencialidad) de las culturas. Para poner un ejemplo
más cercano, tan erróneo es despreciar a priori la cultura gitana como proponer que se incorpore al contrato civil de matrimonio de los gitanos españoles
una cláusula especial, que agrega el rol de la adjuntadora al del juez que casa
a la pareja. La legalización propuesta recientemente en Aragón de uno de los
ritos gitanos, el que exige la prueba de virginidad de la mujer como parte del
ritual secular del matrimonio civil, consagra la desigualdad entre mujeres y
hombres gitanos ante la ley, y respalda el patriarcado desafíado por el sujeto
histórico del feminismo.
Hay que reconocer la fragilidad de la ética impecable, las debilidades de
la ética de la responsabilidad que nos ensucia las manos con el mal menor.
Pero hacer de las culturas entidades inamovibles es asignar la dimensión simbólica al momento exclusivo de la diferenciación. El análisis de Marramao es
certero: se ha pasado de entender la identidad como diferencia a aceptar la
diferencia como identidad irreductible.
Se impone el diálogo intercultural en ámbitos cada vez más cercanos. De
hecho, la introspección en la propia cultura muestra que está atravesada de
componentes activos de muchas otras. Porque las democracias occidentales
heredan y amalgaman en su seno elementos materiales e inmateriales de otros
varios contextos culturales. Además, estamos atravesando un umbral crítico
que subvierte la idea misma de naturaleza como lugar sagrado y estado de
permanencia de las cosas, para introducirnos una nueva dimensión: la naturaleza como códice. En la genética se inscriben herencias culturales amalgamadas en tiempos inmensos. Ya no podemos pensar sólo en los órdenes políticos sin esclarecer el orden de los signos codificado en los genes. Sobre este
fondo dialéctico de sentidos y destinos, el rol de la democracia impulsora del
progreso humano está por descubrir.
La democracia se enfrenta a retos ya conocidos pero, para asumirlos,
tendrá que hacerse cargo de la transformación radical de algunos de los problemas clave con los que se ha medido hasta ahora.
Uno de ellos tiene que ver con los efectos en cadena de la marginación
histórica que ha causado desarraigos profundos, incluso de la vida propia y
ajena.
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Otro más, común a los fundamentalismos modernos es la afirmación de
los deseos de poder en los sectores medios. Su poder de construir identidades
de resistencia es enorme. Los procesos sociales generados por la defensa del
nosotros frente a los otros, son tan dinámicos como imprevisibles. Ya estamos viviendo las consecuencias de la polarización social producida por la
tensión entre liderazgos e identidades centrales y locales. En España hay un
caso dramático: el país vasco español, que no deja lugar a posturas intermedias, entre las polarizadas por discursos jaleadores de la escisión social.
Como estímulo para su hacer, la democracia es el único lugar de sentido
común para quienes no tienen lugar. Es la plaza a la que llegan los exiliados
de otros universos culturales cerrados. Es el único espacio público del que
nadie puede ser excluído y donde, bajo la mirada vigilante de los demás,
todos están a salvo. Es la comunidad que da cabida a todas las paradojas, que
acoge en su seno huéspedes previstos e inesperados. La comunidad democrática, se nutre de la pasión del progreso y, dirá Marramao, del desencanto,
de la marginación segregada por todas las culturas. La democracia es la
comunidad de hablantes, hablando se entiende la gente, es el lugar de la permeabilidad social. Se carga, continuamente de razones para acordar cuál es
en cada momento, el bien común. Con todos sus defectos, es el mejor antídoto que tenemos contra el aislamiento y la enajenación.
Recordemos con John Done5 “que ningún hombre es una isla completa
en sí. Cada hombre es una parte del continente y si ese continente pierde sólo
un trozo de tierra, el continente entero es el que lo pierde.
Por ello
No busques saber por quien doblan las campanas. Doblan por ti”.
BIBLIOGRAFIA
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Editorial.
ELÍAS, Norbert (1994), Teoría del símbolo. Un ensayo de antropología
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LÓPEZ JIMÉNEZ, Angela (1998), La movilización social. Procesos de
individuación y de agrupación de voluntades para la acción colectiva. Letras
de Deusto, Vol. 28, n.º 78, Enero-Marzo 1998, pgs. 199-213.
5. Poeta inglés que vive de 1573 a 1631.
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