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DELTA – Conceptos
Bolivia - la doble crisis de gobernabilidad
(a) La institucionalidad debilitada: falta de representatividad y participación ciudadana
Si algo se hizo evidente en los acontecimientos de los últimos tiempos, fue la debilidad de la
representatividad política y legitimidad estatal, del poder ejecutivo principalmente, y posterior
a ello, su notorio deterioro. La democracia tradicional formal está agobiada con el clientelismo y
el nepotismo. Las nuevas fuerzas, presididas por la sociedad civil y grupos indígenas, perciben
a la democracia, dominada por la oligarquía política del país, como ineficiente, desacreditada y
moralmente cuestionada.
El descrédito de los gobernantes se debe a que los grupos partidistas manejaban el país como
su propia hacienda, buscando satisfacer sus intereses personales y partidarios. En segundo
lugar, las/los ciudadanos experimentan cada día las consecuencias del fomalismo
democrático: el negocio de los partidos en el parlamento, la confusión de leyes opuestas, las
pautas administrativas obsoletas, la minuciosidad documentativa y el formalismo exagerado en
el sistema judicial inquisitivo. La superposición de funciones, la falta de coordinación
interinstitucional, el autoritarismo sutil y el racismo discreto dejan puertas abiertas a la
impunidad discriminatoria y la injerencia de intereses particulares, al clientelismo endémico y la
corrupción flagrante.
La historia de Bolivia muestra que ni el descrédito de la clase gobernante, ni la emergencia
indígena y popular han surgido de la noche a la mañana, sino los acontecimientos se han ido
montando desde mucho tiempo atrás, aunque con un ritmo acelerado a partir de 1996:
aprobación de la Ley INRA en octubre 1996, guerra del agua del 2000, los éxitos de los
movimientos y partidos populares en la campaña electoral del 2001, la guerra del gas, el
cambio forzado del gobierno y la crisis actual.
Ante la reiterada ineficiencia del gobierno, ha emergido una constelación de movimientos
sociales, unos más organizados que otros y sin una dirección única, para protestar contra la
ineficiencia del gobierno y el monopolio de los partidos políticos. En muchos de ellos había sin
duda un importante componente étnico – sobre todo en la población del campo y en los
sectores populares de las ciudades andinas – que en unos grupos pesó más y en otros menos.
Pero éste ni era el único factor ni el definitivo. Las demandas variaban de un sector a otro,
aunque podían coincidir en algunos temas generales como el gas y el ALCA. Muchos sabían
sin duda que contribuían a debilitar al gobierno sin descontar la posible renuncia del presidente.
Pero al mismo tiempo el movimiento social tuvo diversas cabezas e iniciativas, unas articuladas
entre sí, otras más espontáneas. Convergían, sin ser parte de un plan elaborado, con una
estrategia para lograr el derrocamiento del régimen, sin establecer una alternativa. Es el
descontento profundo con el manejo de los gobernantes que se ha manifestado abiertamente
y sigue siendo la fuente del poder de los movimientos sociales.
Desde el cambio del gobierno, como síntoma, la política activa del actual presidente ha sido
recuperar la confianza en la palabra del gobierno y el principio de autoridad bajo una
orientación de consultas y reconstrucción de la institucionalidad. En sus primeros actos, el
nuevo presidente Carlos Mesa Gisbert prometió el referéndum sobre el gas y un proyecto para
modificar las leyes de hidrocarburos y de capitalización, y una Asamblea Constituyente, es
decir un nuevo pacto social. Se definió como un presidente de transición hacia una nueva
democracia que surgiera de la Constitución. Si bien ésta dice ahora que debe continuar en el
cargo hasta el fin del presente período (hasta 2007) ponía a disposición del parlamento el
tiempo razonable para concluir su mandato antes de ese año. Las primeras actividades de
Mesa mostraron este estilo distinto, fresco, esperanzador. Las encuestas realizadas sólo en las
principales ciudades muestran que la mayoría de la población apoya a Mesa.
En estas circunstancias de legitimidad debilitada, la posible estrategia de sobrevivencia del
gobierno parece ser pasar la agenda política al primer plano, con altos niveles de participación
popular. El referéndum sobre el gas y la implementación de la Asamblea Constituyente son
seguramente acciones políticas que mejor pueden mantener vivo el diálogo social y político
que, a apenas iniciado, no deberían acabarse por argumentos procedentes.
En el tema de la Asamblea Constituyente, la pregunta clave está con la desmonopolización
de los partidos políticos y la apertura hacia la participación de la sociedad civil en la
definición del nuevo pacto social. La pregunta fundamental de la recuperación de la legitimidad
es si en la población el entusiasmo por participar se mantendrá aunque los estómagos sigan
vacíos por no poder resolver las necesidades económicas inmediatas. Además, en la población
hay una ilusión casi mágica en que la Asamblea Constituyente lo va a cambiar todo. Esta
expectativa se vuelve bastante peligrosa, porque es imposible que la Asamblea – más allá de
un nuevo contrato social - resuelve la situación de exclusión y pobreza a corto plazo.
Cualquier gobierno tiene además un margen estrecho de maniobra por la fuerte dependencia
ante las exigencias del gobierno de los EE.UU. en su afán por el ALCA y la obsesión por la
erradicación de la hoja coca sin contemplar su costo social ni otras posibles alternativas, pero
también en todo lo que sean intereses económicos de las empresas multinacionales vinculadas
al país, incluidas las petroleras.
La debilidad de las estructuras institucionales en Bolivia está íntimamente vinculada a las
dificultades para superar la pobreza, para promover una economía más dinámica y una
sociedad más equitativa. En la última década, y en particular debido a la crisis financiera
sufrida en los últimos años, Bolivia ha vivido un drástico empobrecimiento de las capas baja de
la sociedad, lo que ha provocado una situación precaria y conflictiva. En esta situación de
estancamiento económico, no existía una respuesta coherente por parte de los partidos
políticos y del gobierno, a no ser acciones de corte oportunista o populista con alianzas
efímeras y posiciones cambiantes. Sobre la base del trabajo previo del Diálogo Nacional,
Bolivia formuló, como uno de los primeros países y en activa colaboración con las agencias de
cooperación, una Estrategia Boliviana de Reducción de la Pobreza (EBRP). Si bien ésta fue
inicialmente muy aplaudida, surgió, sin embargo, a lo largo de los años, un aire de desilusión:
el verdadero crecimiento económico, de lejos no alcanzará para reducir la pobreza con
medidas específicas; faltan las disposiciones para el incremento de la productividad en el área
rural y carece el compromiso consistente del gobierno y del parlamento para la implementación
de la EBRP. También esta experiencia ha minado la confianza en las instituciones públicas, al
generar frustración, desinterés y distanciamiento frente al Estado.
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Salvo de la crisis institucional de la democracia, el problema estructural más complicado sigue
siendo probablemente el económico. En lo inmediato hay un déficit fiscal del 9%, un
desempleo abierto del 11,5% (sin contar el camuflado en trabajos informales precarios) y falta
de liquidez del tesoro nacional, que ni siquiera tiene fondos para pagar los sueldos. Mientras el
gobierno está pasando por una crisis de legitimidad, seguirá la necesidad de mostrar con
hechos que se van resolviendo problemas inmediatos de la población más pobre tanto en el
ámbito rural como en las ciudades. La necesidad es mucho mayor que los recursos. El
estómago no admite largas treguas y este punto puede convertirse en el primero que desate de
nuevo las marchas, huelgas y bloqueos.
Sin embargo, la profundidad de la crisis actual no solamente tiene que ver con las dificultades
económicas, la agravación de la pobreza o la inestabilidad política. En el fondo, lo que se está
perdiendo es la confianza en las instituciones: en el Estado, en la credibilidad de la palabra
de los gobernantes, en la seguridad de un cumplimiento estricto de las normas y leyes y el
respeto en las reglas básicas que organizan la convivencia entre gobernantes y gobernados,
entre regiones y entre los propios ciudadanos.
En síntesis, podríamos afirmar que la construcción institucional de una democracia de la
ciudadanía, consistente con las diversas realidades culturales y sociales que caracterizan al
país, representa el desafío central. En la práctica, este desafío implica construir instituciones
legislativas y judiciales que protejan los derechos humanos y generen un espacio para un
debate político vigoroso pero pacífico; una fuerza policial que garantice calles y fronteras
seguras; un poder descentralizado para que la gente en cada localidad pueda movilizarse para
asegurar escuelas con maestros bien capacitados y servicios de salud con equipo y
medicamentos apropiados; una floreciente sociedad civil y una prensa libre que participen
plenamente en la profundización de la democracia y estén en la vanguardia de la lucha contra
la pobreza, la corrupción y la mala administración de los gobiernos y empresas por igual.
(b)
Capacidad precaria para la resolución de conflictos: Líneas de conflictos
superpuestas
Ahora más que nunca se habla de las diferentes Bolivias, una frase oída desde antes pero que
ha ido tomando nuevas resonancias. En realidad hay varias versiones entrecruzadas de la
Bolivia polarizada: blanca/mestiza vs indígena/originaria; urbana vs rural; rica vs pobre; e
incluso “colla” o andina vs “camba” u oriental. En este escenario conflictivo, lo más novedoso
de los últimos años, dentro de la emergencia popular, ha sido cómo, a partir de las
organizaciones rurales, el movimiento social se ha expandido también a otros sectores
populares. Se expandió ante todo del altiplano, que enfatiza más su identidad étnica en un
contexto de extrema pobreza, hasta a aquellos sectores de la ciudad – mayormente de El Alto
– en que hay mayor concentración de inmigrantes que viven también en condiciones de
pobreza.
El componente étnico juega un papel en todos conflictos aunque no explícitamente. El gobierno
y la sociedad empiezan a reconocer en forma abierta la correlación evidente entre etnicidad,
pobreza y exclusión. Pero tal dimensión no se puede aislar de las otras, que enfatizan más el
desarrollo socioeconómico y regional desequilibrado. En cambio, el movimiento campesino
indígena, en medio de sus altibajos, fue subiendo y al mismo tiempo retomando conciencia de
sus raíces indígenas, reconstruyendo la identidad étnica. Por otra parte, el conflicto de la hoja
de coca, amplificado artificialmente por la presión norteamericana, ha fortalecido más bien a las
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organizaciones de aquella región dándoles de paso una percepción del papel que juega la
dependencia internacional de su problemática.
Amplios grupos de la población, entre ellos en su mayoría población indígena, pero también
sindicatos, estudiantes y parte del empresariado, ven con escepticismo los esfuerzos de
integración económica a través del ALCA (Asociación de Libre Comercio de las Américas).
Se requerirá mucha habilidad de negociación y mucho diálogo por parte del gobierno y de los
actores económicos, para evitar un conflicto interno y, juntamente con los países vecinos,
poder negociar condiciones viables en esta zona de libre comercio. Un tema importante
constituye la inserción de cláusulas de protección para la agricultura debido a criterios
relacionados a la seguridad alimentaria y la ecología.
El clima actual sigue cracterizado por una tensión social acumulada, paros, bloqueos
anunciados y en proceso de una espiral que puede ser peligrosa. Los sectores en conflicto se
observan a distancia. Recuperar la credibilidad institucional y abrir espacios para el diálogo
político necesitará señales claros hacia reformas fundamentales del sistema democrático.
Barreras y bloqueos de la participación y del diálogo que no se resuelven los problemas, dan
paso a una situación de desintegración social o guerra civil.
El potencial de conflictos se ha incrementado en el último tiempo y comprende temas
fundamentales como la necesidad de una nueva Constitución, con la finalidad de equilibrar los
intereses regionales del país y de garantizar a la población pobre, constituida principalmente de
población indígena, mayores derechos y opciones de desarrollo dentro de un Estado
pluricultural. Pero en primer lugar, la nueva Constitución y las reformas emprendidas del
gobierno deben definir los espacios y las reglas para tratar los conflictos sociales. El concepto
de gobernabilidad democrática asume, el conflicto entre actores con intereses opuestos como
una dimensión fundamental e inherente sin la que no sería posible vivir el proceso democrático.
La cuestión es cómo los conflictos se resuelven y si los actores logran acuerdos viables sin
ejercer violencia, en un diálogo que radica en el supuesto mínimo del respeto mutuo. De esta
manera, los conflictos pueden resolverse y se vuelven en nuevas reglas de juego que
incentiven la cultura del diálogo democrático mediante los cambios institucionales que los
mismos actores han alcanzado.
Todos los sectores sociales de un país tan fragmentado étnica y territorialmente y tan desigual
necesitan, en primer lugar, sentirse debidamente representados y escuchados. Segundo,
necesitan con la misma urgencia garantías institucionales de espacios de diálogo y
participación que demuestran resultados concretos. En tales espacios sociales institucionales
las/los ciudadanos pueden reconstruir la confianza institucional y los conflictos inevitables
llevan a aprendizajes positivos para todas las partes.
04.2006 / odcp consult GmbH
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