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Estrellas de una noche de verano
Los niños por fin han caído dormidos. Él me sonríe con su paciencia inmensurable, cierra el
libro que ni siquiera había acabado de leerles, y me promete con su mirada que en la noche ya
no se oirán más que los gritos lastimeros de las cigarras confundidas con el viento. Se acerca,
y fundo ese beso en la mejilla que me dedica con la tranquilidad de tenerlos ahí, después de
tanto vivido. Entonces siento que la felicidad tiene forma de casita perdida a las orillas del mar.
Así de simple.
Agosto nos ha pillado en el sitio de siempre. Oigo el lejano rumor de las olas y salgo de la
casa atraída por esa dulce música que nos acompaña cada sueño de verano. Cierro la puerta
con cuidado detrás de mí, saboreo el salado olor de la noche estrellada. Y entonces, con la
lejana sensación que otorga ese sentimiento sin nombre ni escala, sonrío ante la visión de mi
propia vida grabada para siempre en el firmamento que me aguarda silencioso.
Dicen que las estrellas no son más que el significado que queremos que tengan. Que éste se
modifica conforme nuestras propias perspectivas cambian, con el fluir de los años y de los
pensamientos, con la realidad variable a la que continuamente estamos sometidos. Y hoy, esta
noche, bajo la mirada atenta de cada puntito de luz que recuerda una parte olvidada de mí
misma, me doy cuenta de lo mucho que he vivido tras su estela.
Recuerdo que de pequeña el cielo me infundía un respeto increíble, un temor que a veces me
obligaba a encerrarme en el interior de una casa. Fascinada por aquel entonces por todo lo
relativo a la Antigüedad, tenía bien aprendido a estremecerme ante la posibilidad de que las
estrellas dejaran de tener aquel aparente sitio fijo y se decidieran a caer sobre nuestras
cabezas. Temerosa, como muchas generaciones atrás, de que el Sol se decidiera a no salir
una mañana más, que un monstruo se lo comiera, que alguien lo robara. Y en ese entonces,
los ojos que reflejaban aquellos puntitos no representaban más que fidelidad y lealtad ante todo
aquello que se establecía como único sobre mí.
Y aquella mirada de niña dio un giro completo cuando la niña se volvió estudiante. Cuando
aprendió en la escuela lo que significaba ‘estrella’, cuando se sorprendió ante la simple idea de
que la luz de algunas de ellas había sido emitida millones de años atrás. Cuando se maravilló
por la infinidad que el Universo finito expresaba, la diversidad de presión, de temperatura y
concepción de espacio y de tiempo. Fue decisivo el momento en el que la estudiante se dio
cuenta de que nuestra figura como terrestres no supone más que un batir de alas de mariposa
para la naturaleza, un abrir y cerrar de ojos. El Universo era para ella tan vasto que el mirar el
cielo sobrecogía su corazón.
Pero por aquel entonces, alguien robó ese corazón de la eterna estudiante. Y, con el
relámpago que supone el variar de estudiante a enamorada, la joven sintió que ya las estrellas
brillaban por la única razón de alumbrarlos a ambos. Presenciaron su primer beso una noche
de primavera, su primer desamor una tarde de invierno profunda. Estaban presentes cuando lo
ofreció todo a alguien, y también lloraron con la primera lágrima salida de sus ojos. Esas veces,
ella miraba al cielo estrellado, y la luna y las estrellas eran una razón de compartirlo todo. En la
distancia, sus ojos se reflejaban en la luz plateada y evocaban el reflejo compartido con
alguien; en la cercanía, no eran más que una excusa de permanecer en silencio al lado de
quien más te importara. Para la joven enamorada, las estrellas eran fracciones de su corazón
en constante duda y aprendizaje.
Doy tres pasos acompañados del inconfundible sonido de las piedras bajo mis pies y tomo
asiento en una de las sillas exteriores. Suspiro sin apenas emitir sonido, mis ojos brillan ante el
espectáculo nocturno que una casita perdida ofrece a los ojos. Las ramas de los árboles
suenan lejanas, en la noche todo se estabiliza. La luz de la mesilla de noche de nuestra
habitación se apaga. Ya estoy completamente sola en el espectáculo.
Aún recordaba aquellos años de duda constante. La joven ya tenía aires de haber dejado
atrás la adolescencia, de creerse en la cúspide de la Creación y tener el mundo bajo sus pies.
Quiso ser cantante, y todas las estrellas se volvieron notas al azar para ella. Quiso ser
escritora, y cada uno de esos luceros se convirtió en palabras para que la inspiración no le
abandonara una noche de otoño. Quiso ser astronauta, y la luna fue su meta. Quiso ser
investigadora de todo, y los sistemas ajenos al solar tuvieron un nuevo sabor. Quiso ser mil
cosas, y en cada una de ellas, el Universo se encargaba de no dejarle en ningún momento
sola. Y hoy suspiro por ello.
Y por último, llegó el hombre que por fin le robó el aliento. Y con él, los miles de deseos que
compartían bajo aquella carrera de estrellas fugaces cada agosto, promesas que jamás se
perderán. Y cuando nació su primer hijo, las estrellas suponían millones de historias que
mostrar al que se había denominado como su pequeño universo. Éstas reían cuando la risa se
escapaba de sus tres dientes al azar, y le arropaban si éste sucumbía ante los sollozos. Ante la
llegada de la menor, el firmamento pasó a ser una historia compartida por dos soles que ahora
alumbraban su vida.
Echo la cabeza hacia atrás y pierdo la mirada en la luna. Me gustaría recordar lo mucho que
ésta significó para una niña que aún deseaba ver cruzar un hombre-lobo por el bosque cercano
a esta casita. Me gustaría contar las razones que tuvo la estudiante para amar, una por
estrella. Y me gustaría perderme entre las historias que brotaban de mis labios con el único fin
de perderse entre la mente de mi universo a domicilio.
Las estrellas, éstas adoptan el significado más oportuno para cada momento, o eso es lo que
dicen. Para unos son las guías más fieles que se pueden obtener en la naturaleza, para otros
corresponden a imágenes que jamás sabré apreciar. Otros hablan de historias perdidas entre
ellas, y, para los más expertos, la satisfacción de haberlas abarcado en su totalidad queda
todavía muy lejos a la realidad.
Pero para mí, en pleno agosto y con una noche maravillosa, el concepto de ‘estrella’ no es
otro más que el que representa a sí misma. Las estrellas son estrellas, y punto. No hay nada
más mágico y dulce como eso. El universo se describe con una gran incógnita que tiene como
respuesta el deseo de siempre de la humanidad de poder alcanzarlo. La luna, no es más que
una cara burlona que se nos muestra siempre por la cara más preciosa. Los planetas no son
más que dependientes de luz en la oscuridad de la infinidad finita, los cometas son curiosos
que vagan de aquí para allá. Pero las estrellas, son estrellas; motas de luz robadas al último
fragmento de magia que presenció el mundo, o fuego ardiendo a millones de kilómetros luz,
según se prefiera. Y en cuanto a nosotros, en particular y general, tenemos en común ese brillo
que se instaura en nuestros ojos al mirar al cielo, la boca bien abierta para una exclamación
que no siempre tomará lugar. Porque somos seres con la fragilidad de una noche estrellada.
Sonrío al ver pasar a la lejanía una estrella fugaz, cierro los ojos y pido un deseo. Me
sorprendo a mí misma repitiendo lo de siempre. Abro los ojos y tomo la taza de café entre los
dedos. Me levanto de mi sitio y abro la puerta de la casa. Al cerrarla, el recuerdo de siempre
toma su lugar.
Hay palabras que describen el Universo, significados que se le otorgan dependiendo de
infinitos factores. El mío en particular tiene como escenario una perfecta noche de estrellas
fugaces con el rumor salado de las olas bañando el canto de las cigarras.