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C U L T U R A
El paradigma folclórico-esencialista: una
lectura hegemónica en la investigación de la
música del Caribe colombiano. Caso vallenato
Abel Medina Sierra
En el estudio y la divulgación de la música popular tradicional colombiana se ha arraigado un sesgo folclorizante muy notorio en la indagación y la producción
escrita sobre las músicas nacionales o regionales cuyos
aportes, si bien han sido básicos, han impedido una lectura densa, profunda, exegética y rigurosa que dé cuenta
de nuestros modos de hacer música.
Tal lectura esencialista campea sin recato en uno y
otro investigador o autor (muy comúnmente llamados
“folcloristas” precisamente por este sesgo) como mecanismo para defender, a ultranza, una nacionalidad y
una identidad. El músico e investigador Carlos Miñana
(2000: 37) nos presenta un panorama crítico al respecto:
“Los proyectos folkloristas se ligan desde un comienzo
a proyectos nacionalistas. En el folklore, en ese pasado
idealizado, embalsamado y consagrado por la autoridad
folklórica está la esencia de la identidad nacional. La cultura popular tradicional se “cosifica”, se “objetualiza” en
el museo o en libro. La identidad está en “la” cumbia,
pero no en cualquier cumbia, sino en “esa” cumbia que
cumple con las condiciones y requisitos fijados por los
folkloristas. (37) Como producto de lo anterior desde estos paradigmas se han agenciado “un proceso de uniformización de la cultura popular en todo el país, satanizando su creatividad, y condenando y negando su diversidad
y su dinamismo” (38)
Con especial énfasis, éste paradigma ha sido también
hegemónico en lo que concierne al estudio sobre las mú-
sicas del Caribe colombiano, para muchos, el gran reservorio “folclórico” del país. Lo que expresa Emmanuel
Pichón Mora sobre la música vallenata bien se podría
aplicar al resto de manifestaciones sonoras de esta región: “el paradigma folclórico (…) ha regido la lectura de
la música popular tradicional, particularmente de la música vallenata (…) que, a juicio de muchos investigadores de la cultura, no ofrece respuestas satisfactorias a los
complejos procesos culturales actuales” (2006: 33). Un
paradigma que, según el mismo Pichón Mora, presenta
lecturas nostálgicas, museográficas, rígidos esteticismos,
generacioncentrismos (considerar que la música que hizo
nuestra generación es mucho mejor a la de las nuevas),
considerando las identidades como estáticas y ahistóricas, lo que parece haber sido la escuela de la mayoría de
investigadores efectivos y sedicentes o de quienes se han
dedicado a divulgar artículos y libros sobre esta música
popular. Este mismo paradigma canónico de tradicionalismo folclórico contagia a las instituciones de promoción e investigación (festivales, escuelas, medios y hasta
intelectuales).
La gran mayoría de los investigadores y los denominados “folcloristas” que han dado cuenta de la música
vallenata a través de sus publicaciones, han hecho un
acercamiento vallenato más desde la perspectiva émica
(o de insider, el músico o folclorista que investiga lo que
produce) que ética (outsider, quien investiga desde fuera). Se ha privilegiado poco la música como producto,
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en cambio, se ha hecho énfasis en las líricas (letras), en el
perfil biográfico y la anécdota simplista, sin entrar en la
explicación y la interpretación. Además, ha predominado una perspectiva diacrónica parcial, pues parece que la
música vallenata se hubiese detenido en la época de Luis
Enrique Martínez o Alejo Durán (es muy raro encontrar,
incluso, estudios sobre la obra o el periodo de los Hermanos Zuleta, Jorge Oñate, Diomedes Díaz o El Binomio
de Oro, pese a más de 30 años de trayectoria artística).
El origen de este paradigma folclórico tiene claros
antecedentes en el romanticismo europeo, cuya perspectiva asocia lo popular con lo auténtico, de tal forma
que lo popular no tendría otro estatuto que lo puro o lo
degradado, de lo puro en constante peligro de contaminación, de lo genuino, que sólo puede conservarse protegiéndolo, separándolo, aislándolo. “Réplica mimética a
esa idea de lo popular es la negación ilustrada a ver en lo
popular la más mínima posibilidad de verdadera cultura”
(Barbero: 137)
El background ideológico romántico de este paradigma nos habla en tono nostálgico, a veces apocalíptico,
de identidad, continuidad, creatividad y comunidad. Se
parte de la premisa irrenunciable según la cual tales músicas son estáticas, esenciales, y que sus instrumentos representan la esencia incambiable del alma de una nación
o región; en consecuencia, estas músicas serían también
puras, “de inmaculada concepción” diría el etnomusicólogo español Ramón Pelinski (1997) para quien los
discursos nostálgicos y esencialistas sobre la pureza de
estilos olvidan que, más allá de su arraigo en un determinado contexto cultural y geográfico, las músicas tradicionales poseen una historia constantemente reinterpretada
y adaptada a las exigencias de cada época, exigencias que
están en relación coyuntural con los cambios ideológicos,
demográficos, mediáticos, económicos, etc..
Uno de los supuestos románticos que alimenta el
paradigma esencialista, especialmente en el Caribe colombiano, es el filo-indigenismo. Desde esta mirada sesgada denunciada por Jesús Martín Barbero, se identifica
lo indígena con lo propio y esto, a su vez, con lo primitivo. En este movimiento lo indígena es convertido en
lo irreconciliable con la modernidad, en lo privado de
existencia positiva hoy. “Pensarlo en la dinámica histórica
es pensarlo ya en el mestizaje y la impureza de las relaciones entre etnia y clase, en las relaciones de dominación
y complicidad. Esto le niega una existencia capaz de desarrollo”. (2003: 137-8). Representantes de estas tendencias son Tomás Darío Gutiérrez, quien en su obra Cultura
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vallenata: Origen, teoría y prueba (1992) trata de demostrar
que la música vallenata se origina exclusivamente en los
asentamientos indígenas chimilas, y José Benito Barros
quien sostuvo que la cumbia era un baile ritual indígena
como se atribuye al porro igual sustrato.
Egberto Bermúdez en su ensayo “Detrás de la música: El vallenato y sus tradiciones canónicas escritas y
mediáticas” (2006) se ha pronunciado en contra de este
filo-indigenismo de los “guardianes del canon” al afirmar
que el determinismo biológico permea el discurso sobre
el vallenato: “El canon del vallenato se formuló en términos raciales y con mayor o menor presencia de los determinismos (…) y sus correspondientes estereotipos”,
para luego rematar sosteniendo que el filo-indigenismo
ha sido uno de los aspectos sobresalientes del “regionalismo vallenato” y una constante en la interpretación de
la cultura campesina de la región. (Ibid).
Respecto de este prurito de anclar las expresiones
culturales en el pasado, el prestigioso investigador brasilero Renato Ortiz (1989) sostiene que “de la misma manera que los románticos, los folcloristas vuelven al pasado
y procuran aprenderlo como tradición. El elemento salvaje encierra por tanto, una dimensión de positividad que
permite que las tradiciones populares sean consideradas
como piedras preciosas, cuyo valor escapa a aquéllos que
las poseen. Los anticuarios tenían un afán coleccionador,
los folcloristas, con el apoyo del método científico crean
los museos de las tradiciones populares”.
En el mismo sentido, Miñana precisa: “Una constante entre los folkloristas, a pesar de las diferencias, es su
concepción apocalíptica de la cultura popular frente a
la modernización de la sociedad: se están acabando las
tradiciones bajo la locomotora implacable del progreso;
por eso hay que recogerlas, fotografiarlas, filmarlas y grabarlas. La cultura popular tradicional no es actual, es una
“supervivencia” del pasado, una especie de fósil viviente
que hay que proteger y exhibir en esos “zoológicos culturales” que son los festivales folklóricos, los museos y
los centros de documentación” (2000: 37). Ligada a la
recolección- conservación está la clasificación, la taxonomía como producto final o síntesis, y como esfuerzo por
superar la descripción anecdótica.
Pero, ¿cuáles son los riesgos de un sesgo investigativo y un ejercicio de escritura desde tal paradigma? La
pluralidad de los asuntos tratados que influye en la profundidad, el autodidactismo, la falta de estatuto científico, el escaso rigor, el vacío metodológico son flaquezas
atribuibles al folclor como disciplina. Pero lo más preocupante es su incapacidad para dar cuenta de los procesos
en lugar de los productos, y explicar e interpretar las
relaciones contextuales de la música o de la expresión
folclórica que sea. “Al folclorista le interesa más perseguir
una melodía olvidada, pieza faltante de su colección, que
entender las prácticas musicales en sus transformaciones
y en sus contextos socio-culturales, prefiere acumular y
catalogar cuidadosamente la información, a arriesgar una
interpretación” (Miñana: 37).
Es que el mismo término “folclor” es confuso. Como
folclor no solo se ha entendido una disciplina, sino que
también la misma denominación se preserva para lo que
sería el objeto de estudio de la misma y esto genera imprecisión e indefinición. Folclor se denomina a las tradiciones populares como también al área científica lo que
para Renato Ortiz genera sospechas sobre su falta de metodología: “se puede indagar si detrás de esta equivalencia
semántica no se encuentra la dificultad de una ciencia en
distinguirse de su objeto pero es también de ella que los
folcloristas sacan la ilusión de poder hacer ciencia simplemente recolectando material sin ninguna metodología
pre-establecida. No habiendo diferencia entre ciencia y
objeto no se justifica necesariamente una distinción entre
teoría y análisis empírico” (Ibid).
Precisamente lo que más se ha cuestionado sobre el
folclor (o folclorología) en los círculos académicos es una
explicitación de la metodología de recolección de datos.
Se ha acuñado que el material debe ser recogido de “la
boca del pueblo (se cita el caso de los hermanos Grimm
tomado como punto de partida para cualquier tipo de
investigación). La exigencia de establecer una metodología de trabajo es forzosa para el estatuto científico de
esta disciplina, de manera que permita afrontar la visión
negativista de los estudios folclóricos que vienen de las
diversas Ciencias Sociales, “que tienden a ver los estudios del folclor como folclóricos. Dicho de otra forma, la
sospecha reside en la incapacidad del folclor en hacerse
reconocer como ciencia” (Ibid). Ante tales imprecisiones
surgen posturas despectivas como las siguientes: “Esto
significa que el folclorista está con los oídos atentos, para
recolectar las preciosidades del saber popular. En este
sentido la accidentalidad de la recolección de datos no es
una contingencia sino una necesidad interna de la propia
disciplina” (Ibid)
Sobre el particular, Ortiz también nos remite al sociólogo francés Pierre Bourdieu, quien establece un degradante parangón entre el folclor y la fotografía en cuanto
son, a su juicio, un arte menor, que florece a la sombra de
las ciencias legítimas como la sociología, la antropología y
la historia. Según esta analogía: el folclorista actúa como
un viajero que por estar distante de una realidad que se
descubre delante de sus ojos, puede captarla a través de
la cámara que registra y describe los fragmentos de las
tradiciones populares. Es por esto por lo que la colección
de datos puede prescindir de una metodología elaborada,
toda vez que la veracidad del arte que profesa está contenida en el ojo que observa y anota los movimientos de
la cultura popular. “Como la fotografía, el folclor vive la
contradicción entre retratar la realidad o transformarse
en un arte legítimo”. El viajero folclorista actúa de la
misma manera; él admite la discontinuidad de la realidad
social, que los hechos folclóricos son autónomos e independientes, no poseen ninguna función, y pueden ser
retratados en su totalidad y en su aislamiento. Cuando se
observan los temas tratados por los folcloristas, se puede
entender cómo la materia folclórica está compuesta por
una pluralidad de hechos que, difícilmente se relacionan
entre sí. Nuestros folcloristas son expertos en recolectar datos, anécdotas, fechas, pero incapaces de insertarlo
dentro de un contexto conceptual o un referente teórico
o metodológico.
La música vallenata, aunque parezca poco creíble, es
la música más documentada del país. Alrededor de esta
expresión se han producido más de un centenar de libros,
artículos, monografías de grado, revistas y un sinnúmero
de portales y blogs. Una valoración apenas dérmica de
esta producción escrita nos revela, de entrada, el predominio del paradigma folclórico-esencialista con pocas
y contadas excepciones. Desde los primeros registros
etnográficos del vallenato se asomaba una intención de
descripción folclórica entendible por el estadio de ruralidad, oralidad primaria y perfomance cara a cara de esta
música. Los primeros textos descriptivos de Antonio
Brugés Carmona (artículos de prensa publicados entre
1940 y 1950) y Gneco Rangel Pava (1948) ya vislumbraban una lectura folclorizante entendible para la época. El
mismo paradigma impera en la obra de Consuelo Araújo Noguera (1973), fundadora de la “vallenatología”, en
la que la autora reconoce que parte apenas de nociones
para iniciar un corpus sistemático que dé cuenta de esta
música.
Muy pocas obras publicadas posteriormente, parten
de campos disciplinares y referentes concretos: lecturas
venidas desde el estructuralismo lingüístico (Memoria cultural en el vallenato, 1985 de Rito Llerena), mezcla de histo-
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ria y folclorología (Cultura Vallenata: Origen, teoría y prueba,
1992 de Tomás Darío Gutiérrez), la semiolinguística (La
canción vallenata como acto discursivo, 2005 de Julio Escamilla,
Efraín Morales y Granfield Henry), la literatura y la narratología (El vallenato en su tinta, 2003 de Ismael Medina
Lima), (La trasgresión del silencio: aproximaciones a la poética
musical de Hernando Marín, 2004 y Narratología del vallenato,
2009 de Óscar Ariza Daza) y varios ensayos de Ariel
Castillo Mier; la oralitura y literatura (Canción vallenata y
tradición oral, 1996 de Consuelo Posada). Artículos y ensayos de Roger Bermúdez, María Eugenia Londoño y Egberto Bermúdez son las únicas lecturas desde la academia
musicológica siendo Vallenato, tradición y comercio (2007) de
Héctor González el único libro desde la musicología con
referentes también de los estudios culturales. Emmanuel
Pichón Mora, Jorge Nieves Oviedo, Marina Quintero y
yo mismo, lo hemos intentado, desde los estudios culturales. Se conocen ensayos de investigadores foráneos
desde los estudios culturales (Peter Wade, Jacques Gilard)
y del colombo- español Jesús Martín Barbero. Aún no
se conoce ninguna lectura de la música vallenata desde la
etnomusicología, solo un artículo mío en el que sugiero
esta disciplina y sus posibles aplicaciones en el campo
de esta música (“La etnomusicología: Posibilidades científicas para la investigación del vallenato”. En: Revista del
Festival de la Leyenda Vallenata. Valledupar, 2006) y prácticamente ninguna desde la antropología.
Muchas de las producciones escritas tienen como
tema la vida y obra de los músicos. Algunas obras se
apropian de metodologías de la historia de vida como
sendas publicaciones del valduparense Jaime Maestre
Aponte sobre la vida de Colacho Mendoza y Leandro
Díaz (El consagrado, 2010 y El cardenal guajiro, 2011). El
filósofo Numas Armando Gil también nos ha presentado
obras con esta intención: Adolfo Pacheco y su compadre Ramón: Mochuelos cantores de los montes de María la Alta, 2002 y
Mochuelos de los Montes de María La Alta: Andrés Landeros, el
clarín de la montaña, 2008.
A través de géneros periodísticos como el reportaje,
la crónica y el perfil también se ha mostrado la vida de estos músicos con obras de autores como Alberto Salcedo
Ramos y Jaime García Usta (Diez juglares en su patio, 1994),
Fausto Pérez Villareal (Alfredo Gutiérrez: La leyenda viva,
2001), Juan Gossaín, Gabriel García Márquez, Daniel
Samper Pizano, Jaime De La Hoz Simancas, Ernesto Mc
Causland, Heriberto Fiorillo (Emiliano Zuleta: La mejor
vida que tuve, 2000 y Leandro: Cantar mi pena, 2000),Consuelo Araújo Noguera (Escalona: El hombre y el mito, 1988),
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Luis Mendoza Sierra (Un muchacho llamado Diomedes, 1997
y La gota fría, 1999), Julio Oñate Martínez y yo (Seis cantores vallenatos y una identidad, 2004).
En el conjunto de la producción escrita sobre la música vallenata se aprecia un claro protagonismo de investigadores que son sujetos partícipes de la actividad musical: Tomás Darío Gutiérrez es compositor; Ciro Quiroz,
acordeonero y Julio Oñate Martínez acordeonero y compositor, Adolfo Pacheco cantante y compositor, Félix
Carrillo Hinojosa, es compositor. Por su parte, Consuelo
Araújo Noguera fue gestora y promotora del Festival de
la Leyenda Vallenata y por su grado de participación en
la música comparte con los anteriores una visión émica (desde dentro) de la música que estudia. Esto puede
ser una ventaja en cuanto implica que conoce de cerca la
música y sus protagonistas. Pero también puede tener el
riesgo de la falta de una perspectiva más global, panorámica y objetiva de su objeto de estudio y esto influye en
sus categorías de apreciación.
Muy a pesar de haber aportado elementos para describir las distintas músicas del Caribe colombiano, muchas obras que fungen como “investigaciones” incurren
en reduccionismos y esencialismos. Para el caso del vallenato este paradigma ha sido una regla disciplinar con
pocas excepciones y con pronunciadas evidencias de la
debilidad metodológica ya analizada en los estudios de tal
catadura. Los textos más consultados y difundidos como
referentes sobre la música vallenata han sido desarrollados desde una perspectiva folclorizante. Lo cierto es que
estas obras fundaron un canon de verdades naturalizadas
como absolutas, que se han propagado sin criticidad y
que han adquirido visos de institucionalidad.
Estas flaquezas que genera el folclorismo con que
se estudia la música regional despiertan críticas, incluso
despectivas, como las que usa Egberto Bermúdez (Op.
cit) para quien los que se han dedicado a escribir sobre
el vallenato son “científicos sociales aficionados” quienes han hecho que la teoría para justificar el canon se
sostenga sobre “argumentos (…) que se han mantenido
en el terreno de la pseudo- historia y de la ciencia social
“amateur”. Para Bermúdez como para Jacques Gilard,
esta corriente folclorizante es la responsable de ciertas
“tradiciones inventadas” que se han convertido en verdades irrefutables sin el debido peso argumental: el origen
indígena del vallenato (negando la presencia negra), su
carácter narrativo, su esencia de música folclórica, el estatus de unas formas como auténticas (merengue, puya,
son y paseo) y otras como espurias, entre otros mitos.
A los investigadores de este paradigma, el enfoque
“folclorizante” no les permite tomar distancia del objeto
de investigación y terminan haciendo de su oficio una
acérrima defensa de lo que ellos consideran “auténtico”.
Son posturas románticas que tratan por todos los medios
de “conservar y defender el folclor” y no ven otra estrategia que rechazar acríticamente todo lo nuevo o distinto. Si una de las características del folclor es su condición
de anónimo, colectivo y tradicional, aceptar un nuevo
ritmo cuyo creador tenga nombre propio es “traicionar”
la autenticidad del género, así que muchos investigadores
invisibilizan los géneros emergentes, los cambios organológicos, la adopción de canciones y arreglos extra-genéricos con un recurrente “eso no es vallenato”, “la cumbia
de verdad no se toca así”. Muchos investigadores no han
percibido el surgimiento de nuevas estéticas y defienden
una condición presuntamente “pura” de la música que
descalifica todo híbrido o fusión sin entender que, como
bien lo asevera Ramón Pelinski: “estudiar la música hoy,
es ocuparse de las mezclas›” (Ibid).
Cualquier influencia externa se considera una amenaza, partiendo quizá de la consideración utópica de la
existencia de alguna cultura completamente aislada y pura
en el mundo. “Toda música, de una manera u otra es producto de la aculturación” expresó certeramente Robert
Kauffman (Cfr. Martí I Pérez, 2004). Por su parte, Margaret Kartomi plantea que “hay una fuerte posibilidad
que todas las músicas sea síntesis de más de una influencia cultural[…] si esto es así, será inútil y hasta carente de
sentido hablar de música aculturada- como resultado de
contacto- por un lado, y de no aculturada, por el otro.
La síntesis es la no es la excepción, sino la regla. Conflicto
y cambio hacen parte de la naturaleza de la realidad, incluso en sociedades atemporales y estáticas” (En: Cruces:
2001: 361). Esto deja sin piso los argumentos que parten
de las premisas según las cuales existen dos categorías
de música, una de línea tradicional, “pura” o “incontaminada”, por un lado, y una “aculturada” y “adulterada”,
por el otro; lo que a su vez, implica que la primera es más
valiosa que la segunda
Pero es necesario considerar, que la concepción de
tales músicas como folclóricas es la razón principal por la
que el paradigma folclorizante sea asumido como el más
pertinente para dar cuenta de las mismas. En el imaginario colectivo de quienes participan de la producción y
disfrute de músicas como la vallenata, la cumbia, el porro, el fandango, está arraigada como verdad inapelable
y absoluta la certeza de que son expresiones meramente
folclóricas. Tras esa naturalización se enarbolan banderas
y se construyen escudos de salvaguarda de la “autenticidad” y la “tradición” pues ese carácter vernacular la hace
representativa y “típica” de una comunidad y toda alteración de sus componentes degrada el ideal de la cultura de
la que es referente. “Hay que defender el folclor”, “el folclor se está acabando” son expresiones recurrentes que
se escuchan a los investigadores, melómanos y muchos
músicos de corte tradicionalista.
Aquí se hace necesario apelar a referentes conceptuales que ayuden a moderar el paradigma canónico,
folclorista y esencialista, que poco tolera el hibridismo
y solo considera auténtico y revelador de identidad la
música de generaciones anteriores. Para ello es preciso,
inicialmente, enfatizar un aserto que comienza a cobrar
importancia, pero que no es aceptado por muchos estudiosos: estas expresiones en su actual momento no son
músicas folclóricas, sino músicas populares. A pesar que
a veces presenta rasgos de un inicio de inspiración o raíz
folclórica, desde el mismo momento en que los empresarios del sonido, las radiodifusoras de la Costa Caribe, de
Medellín y Bogotá encontraron en esta música del Caribe colombiano un vitalismo que sirvió para tropicalizar
el gusto musical nacional (hasta entonces andino), estas
manifestaciones tomaron el tinte como música popular.
Hoy tenemos que reconocer que estas músicas del
Caribe colombiano son menos orales, transnacionales y
no localizadas, cuyas creaciones no son anónimas, que
dejaron de ser no institucionalizadas desde que la industria cultural, los medios, los festivales, las escuelas de
formación deciden y participan en su producción, divulgación y consumo. Son músicas que actualmente se
muestran más urbanas, masivas, ligeras, comercializables
e híbridas, aunque siga ligadas, unas más que otras, a la
tradición. Por esta razón, el debate sobre la necesidad de
“defender el folclor” debe ser superado, porque expresiones como la música vallenata son de tipo popular tradicional y como tal están sujetas a circunstancias ajenas al
territorio en el que nacieron y se inscriben en un universo
pragmático amplio que las resemantizan.
Atrincherarse, a ultranza, para una deleznable defensa, rescate y conservación de supuestas manifestaciones
musicales inalteradas y puras, símbolos inequívocos de
nuestras identidades nacionales, le ha impedido a muchos
investigadores de la música tradicional costeña entender
la pluralidad y la heterogeneidad de las producciones
culturales, así como la diversidad de formas en que la
población participa y resignifica la misma pluralidad de
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las expresiones culturales. Esto impone, entonces, la necesidad abandonar los esquematismos dicotómicos para
entender la diversidad y la multiculturalidad.
Pero si buscamos intersticios para superar la dicotomía entre las posturas folcloristas y disciplinas de mayor
rigor como la etnomusicología, la misma musicología o
los estudios culturales es necesario entender que no todo
lo que implica el estudio del folclor se debe degradar.
A ellos debemos mucho como fuentes de información,
muchos académicos se nutren de ellos para sostener con
datos, evidencias y testimonios sus asertos. De ellos también se debería aprender su pasión por la descripción
detallada de fenómenos musicales locales, la apropiación
que hacen de la cultura musical de una comunidad, por la
práctica y la experiencia directa y su disposición a prestar
servicio a la comunidad, su producción textual y su intervención como ejecutantes en la práctica de la tradición
musical o como animadores de la misma. Ellos conocen
la música de primera mano, tienen categorías de apreciación más afinadas, están involucrados en la música, son
capaces de reconstruir su historia y de desempolvar sus
minucias y esto es una ventaja frente a los investigadores
cuyas lecturas son externas (outsiders).
Corresponde, por su parte, a los folcloristas alcanzar
la dimensión de otras disciplinas y apropiarse de herramientas conceptuales, metodológicas y epistemológicas
de disciplinas como la etnomusicología, los estudios culturales para así interpretar las relaciones entre estructura
musical y cultura, “situar la música como cultura y la cultura como música en la vida cotidiana de la gente, e interpretar su significación tanto en el seno de la comunidad
étnica, como en su circulación transétnica y transnacional” (Peliski: 1997), revelar los procesos y contextos del
comportamiento musical, considerar la música contemporánea como objeto de estudio, mirar la música en sus
instancias de relocalización.
Conciliar los, aparentemente irreductibles, ámbitos
de los estudios folcloristas y los académicos sí es posible
si atendemos a las propuestas de Ramón Pelinski (1997)
quien sugiere que los folcloristas deben avanzar en el camino de acreciento hacia la sistematicidad cumpliendo
con los siguientes requerimientos: “Si concebimos el folclor como una disciplina crítica, que desclasifica, como
innecesarias y simplistas, las oposiciones entre “popular”
y “culto”, oral y escrito; que estudia los cambios que la
modernidad ha provocado en las tradiciones rurales; que
acepta la “simultaneidad de todo con todo” como una
posible disolución de los estilos aparentemente unitarios
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de las comunidades rurales en un proceso de “hibridación generalizada”.
También apela a García Canclini (1992) para sugerir
que los folcloristas admitan una nueva perspectiva en el
análisis de músicas étnicas, masivas e híbridas en las “seis
refutaciones” siguientes, esto es:
1. El desarrollo moderno no suprime las culturas populares, sino que más bien las fomenta, sea integrando elementos modernos en las músicas tradicionales, sea adaptándolas al mundo contemporáneo.
2. Las culturas campesinas y tradicionales ya no representan la parte mayoritaria de la cultura popular:
la creciente urbanización ha transferido a la ciudad
tradiciones rurales, cuya conservación está fomentada por las redes familiares que los campesinos
migrantes mantienen con su pueblo natal. No hay
migraciones sin redes familiares transterritoriales o
transcomarcales.
3. Lo popular no se concentra en los objetos: esto es,
que las canciones y piezas musicales, tan codiciadas
por los folcloristas para confeccionar cancioneros,
no son más que simple sustento sonoro de experiencias, procesos o interacciones culturales que les
dan sentido.
4. Lo popular no es monopolio de los sectores populares: puesto que hoy las músicas y danzas tradicionales se mantienen gracias a una red compleja y
heterogénea de agentes sociales, que provienen de
la política, de la industria, de los medios de comunicación masiva, de las asociaciones festivas
5. “lo popular no es vivido por los sujetos populares
como complacencia melancólica con las tradiciones. Por el contrario, muchas veces los campesinos
“aguantan la tradición”
6. La preservación pura de las tradiciones musicales
no es siempre el mejor recurso popular para reproducirse y reelaborar su sustitución. Lo que hoy
“funciona” en el plano político, social y cultural,
son las tradiciones versátilmente modernizadas o
reinventadas que son capaces de atraer al público.
Terminamos concluyendo con la tesis de Pelinski según la cual: “si estas “refutaciones” fueran aceptadas por
los estudiosos del folclor musical, y si, en fin, los folcloristas consideraran el pasado musical como algo “ligado a
la modernidad, al mestizaje y a la complejidad del mundo
urbano” (Martín-Barbero 1987), entonces, la convergencia entre folcloristas y etnomusicólogos podría resultar
en una “unión feliz...”
Referencias
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