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Dolores Soler-Espiauba
La Raya
E
l Lusitania Exprés ha ido reduciendo velocidad hasta inmovilizarse como un animal cansado bajo las cubiertas
de la estación Santa Apolonia. Fatigada por la larga
noche de insomnio se pregunta una vez más por qué ha utilizado
este medio de transporte, casi tan caro como el avión que la hubiera llevado en menos de tres horas desde Bruselas. Pero conoce de memoria la respuesta, que radica en la fascinación que
han ejercido en ella desde niña los suntuosos vagones de oscura
madera y letras doradas, en cuyo flanco se leía: Madrid-Lisboa.
Lusitania Exprés. Carruagens. Y detrás de las ventanillas se adivinaban el vagón restaurante de luces tamizadas y las cortinas
del coche cama esperando, con sus embozos abiertos, a una selecta clientela de mujeres elegantes y de hombres como pertenecientes a otra raza. A una raza situada en las antípodas de la
multitud que llenaba el tren en su anual viaje hacia el lejano mar,
en aquella mítica estación de Atocha de los años cincuenta, la
estación de los charnegos y de los maquetos que regresaban en
verano a sus pueblos blancos del Sur, de los miles de inmigrantes que habían acudido a la ciudad en busca de pan y de trabajo.
Carruagens... Aquel tren iba al extranjero, estaba claro. Pero
a un extranjero diferente, que no tenía nada que ver con lo que
empezaba más allá de los Pirineos. En los Pirineos empezaba realmente la diferencia, las lenguas diferentes y los modos de vivir
inexplicables. El desprecio también, y el sentirse discriminado.
Aquellos “Carruagens” de letras doradas, sin embargo, iban a
atravesar los anchos valles del Tajo, las sierras extremeñas y los
encinares de la frontera, para entrar sin traumatismos en un país
muy semejante y muy distinto al mismo tiempo, y para acabar
deteniéndose en la ciudad más bella de Europa, ensimismada al
borde del Atlántico.
En la época de Pedro, a pesar de haber atravesado tantas veces
aquella frontera (“La Raya”, la llamaban los fronterizos) nunca
pudo realizar su sueño de viajar en el Lusitania. Pedro adoraba
conducir y siempre tuvo coches poderosos, italianos o alemanes,
que devoraban los kilómetros entre Lisboa y Madrid, Madrid y
Lisboa. Hoy por fin, a estas alturas de su vida en que los sueños
se le han ido quedando por el camino e intenta simplemente
vivir al día lo que cada día le ofrece, ha decidido realizar el viaje
que soñó de niña. La cabina le parece terriblemente exigua y
menos lujosa de lo que imaginó desde los andenes de antaño.
El vagón restaurant parece peor iluminado y más destartalado
de lo que hubiera creído y el salmón que le han servido en la
cena, totalmente mediocre. Pero ha conseguido ser la mujer elegante, como de otra raza, que atraviesa la península tras las cortinillas del Lusitania.
Un cuarto de hora antes de la salida del tren, en el quiosco
de prensa de la estación, se ha comprado un libro cuyo título ya
la había atraído hace unos meses, cuando la prensa celebró su
publicación: Invierno en Lisboa. Lo había anotado en un rincón
de su agenda, al hojear un periódico en su despacho de Bruselas,
para olvidarlo inmediatamente después. Y ahora, justo unos instantes antes de la salida del Lusitania, aparece mágicamente ante
sus ojos, como posible compañero de una noche de insomnio.
Sin embargo, hacia las tres de la mañana, lo abandona con irritación, creyéndose víctima de una estafa: los protagonistas se
mueven como lentas sombras motivadas por el alcohol y por el
jazz, entre San Sebastián y Madrid. Busca febrilmente a través
de los primeros capítulos algún nombre propio que la conduzca
a la vieja ciudad de sus sueños. Lo deja caer sobre la usada moqueta del piso y se traga el somnífero que le procurará unas
horas de reposo agitado. De sueño sin sueños.
El empleado portugués del coche cama golpea la puerta con
los nudillos y le anuncia cortésmente:
—Hemos llegado a Lisboa, señora. ¿Desea un mozo para llevarle el equipaje?
La querida lengua olvidada ha surgido dolorosamente de
algún mecanismo secreto de su cerebro, como un reflejo incontrolado.
—No, gracias, no es necesario. Y la lengua portuguesa, musical
y misteriosa, se abre camino de nuevo a través de sus cuerdas
vocales, como si el tiempo nunca hubiera pasado.
Y baja del tren pensando que, desde aquel día de junio,
quince años atrás, no había vuelto a poner los pies en Santa Apolonia.
Quince años, Dios.
Y le sorprende encontrarla casi vacía. Se alejan los últimos
viajeros hacia la salida, precedidos por los carritos de los portadores. Una joven pareja se besa glotonamente en medio del
andén y una madre le abrocha el anorak a su hijo, antes de cogerlo de la mano y dirigirse con él hacia las mamparas del fondo.
Los muros han debido ser pintados hace poco tiempo y lucen
un bello color terracota Los bancos se alinean, dócilmente adosados a las paredes. Gabriela se dirige al más cercano y, dejando
la maleta y el bolsón de viaje, se sienta y entorna los ojos.
Han anunciado la llegada del convoy para las once de la mañana,
pero son las diez y ya no cabe un alfiler en los andenes. Han ido
llegando por grupos, individualmente, por familias enteras, con
su clavel rojo en el ojal, o asomándoles por el escote, con una
sonrisa nueva y una nueva manera de mirar. Han descendido de
pequeños trenes de cercanías en Cais de Sodré, han viajado en
increíbles tranvías de colores, los inimitables tranvías de Lisboa,
desde todos los barrios de la ciudad y hasta muchos se han desplazado desde el rojo Alentejo, que siempre alentó el cambio,
desde la conservadora Oporto o desde las miserables aldeas minifundistas de Tras Os Montes, al otro lado del Duero...
El tren internacional se hace esperar. Alguien dice: Lo han
detenido en España, no los dejan pasar... Porcos fascistas os espanhois... Da Espanha, nem bom vento, nem bom casamento.
Gabriela sonríe para sus adentros y piensa: Siempre los españoles ¿Tenemos la culpa los españoles de seguir siendo “fascistas”?
Más tarde sabría por los periódicos que la estación de Salamanca
estaba llena de estudiantes que se arriesgaban a saludar a la revolución portuguesa con entusiasmo y con el puño en alto, y que
muchos estudiantes gallegos, llegados el día anterior, se hallaban
allí mezclados con la multitud. Otros, los listillos que siempre lo
saben todo, anuncian que el convoy se iba parando en todas las
estaciones, desde que pasó la frontera, para recibir el homenaje
de cada municipio. No importa, es domingo y el sol se ha instalado solidariamente por encima de las cubiertas de cristales de
la estación. Llega una ligera brisa del cercano Tajo y la fiesta continúa, se intercambian comentarios, se ofrecen cigarrillos, se regalan sonrisas.
—Yo lo vi en un mitin en París, estaban allí todos los portugueses de la emigración y del exilio... Nos hartamos de aplaudir...
—Y yo fui alumno suyo en la Universidad de Vincennes. Era
la época en que se tuteaba a los profesores y en que todo era posible.
—Yo sólo lo conozco por fotografías, por los periódicos, pero
siempre me cayó bien.
A la derecha de Gabriela y Pedro, un grupo de muchachos
con aspecto de estudiantes. Han venido en coche desde París,
han atravesado toda Francia y toda España sin detenerse, sin
dormir. Llevan cuatro años sin poder regresar a Portugal. Uno
de ellos es de Luanda y sabe que nunca volverá a su tierra, pero
grita y canta y parece feliz.
Son las once y media y sigue llegando gente. La temperatura
sube y hay peligrosos movimientos de la multitud hacia las vías,
cada vez que alguien anuncia:
—¡Ya viene! ¡Ya viene!
Y después, un murmullo de decepción. Era una falsa alarma.
Los raíles se alejan, negros e infinitos, hacia la lejana España, la
mal amada, la de los malos vientos. Gabriela se apoya en el costado de Pedro, que le pasa un brazo por los hombros:
—¿Estás cansada?
—Sí, pero no importa... Nunca había vivido una alegría y una
camaradería semejantes. Es como si todos nos conociéramos,
como si fuéramos amigos. Ni en la universidad había conocido
esto.
Los que los oyen hablar en español los miran con curiosidad,
es bueno que hayan venido extranjeros a este acto, que sepan en
otros países lo que está pasando aquí, lo que somos capaces de
hacer los portugueses sin derramar una gota de sangre. Y los andenes se van poblando de claveles rojos y hay grupos que cantan
Grándola Vila Morena y la Internacional. Algunos tienen los ojos
llenos de lágrimas mientras cantan.
—¿No te has traído la máquina de fotos?
—No estaría bien, sería como profanar algo muy íntimo y muy
hermoso. Ya es mucho que podamos vivirlo así, en directo, con
ellos.
Gabriela divisa entre la muchedumbre al panadero que les
lleva el pan a casa todos los días. Al principio, le costó comprender que aquel hombre, con su humilde motocarro, fuera distribuyendo “carcaças” aún calientes de casa en casa, de piso en
piso. Eran cosas que ya no se hacían en ninguna ciudad de Europa, pero acabó admitiendo de buen grado aquel servicio, que
le permitió hacerse amiga del panadero, que hasta resultó ser
gallego.
—Bom dia, senhor padeiro.
—Bom dia, minha senhora. E tao bom poder estar aquí hoje,
Nao é?
Pues sí que es bueno, senhor padeiro, y mañana, cuando me
traiga mis carcassas, morenitas y calientes, habrá nacido algo
como una complicidad entre nosotros. A pesar de todo lo que
nos separa, habremos vivido juntos el regreso de Mario Soares
a Lisboa.
—Até amanhá, senhor padeiro.
—Até amanhá, minha senhora.
Pero el tren no acaba de llegar. Algunos claveles se han mustiado sobre los escotes sudorosos y otros han sido pisoteados
sobre el cemento del andén. Huele a sudor y algunas botellas de
vino circulan de mano en mano. Las voces que entonaban la Internacional se han vuelto más roncas. No solamente la estación
desborda de gente, sino también el amplio vestíbulo y la gran
plaza que está delante.
—Estoy preocupada por los niños. Le dice Gabriela a Pedro.
Le dijimos a Margarida que iríamos a recogerlos temprano.
—Estaremos allí antes de las cuatro, ya verás.
Un violento empujón de la multitud los catapulta en volandas
hacia las vías. Gabriela grita, Pedro la retiene con toda su fuerza.
El tren de la libertad, decorado con decenas de banderas, entra
en vías con majestuosa lentitud. Los vítores parecen proceder
de una única garganta, de una sola voz. Hay padres que alzan a
sus niños por encima de sus cabezas, jóvenes muchachas encaramadas sobre los hombros de sus compañeros y mujeres que
se abrazan llorando. Un bosque de brazos alzados y una inmensa
pancarta aún chorreante de pintura roja, que dice “Unidad”,
ocultan el frente de la locomotora. Tras los cristales se adivinan
rostros macilentos y exaltados: Ramos da Costa, Tito de Morais,
Mario Soares, Alvaro Cunhal, Palma Inácio... pero el servicio de
seguridad los canaliza en volandas hacia una sala contigua.
Gabriela se abraza aún más estrechamente a Pedro:
—Vámonos ya, estoy preocupada por los niños. Ya hemos
visto lo esencial. Al fin y al cabo, no es nuestra revolución...
—Es nuestra revolución, Gabriela, tú lo sabes. La de todos los
que piensan como nosotros, la de nuestro país, que aún está
entre rejas... ¿Cómo es posible que digas...?
—Perdóname, no sé qué me pasa. Tengo miedo por Amanda
y Rafael. Es una estupidez, pero tengo miedo.
—¿Y los discursos?
—Los leeremos mañana en los periódicos. Vámonos.
Atraviesan el gentío a contracorriente, abriéndose paso a
fuerza de codos y de hombros y llegan empapados y exhaustos a
la salida, donde la luminosidad blanca de la ribera del Tajo los
deslumbra, haciéndolos parpadear. Algunas figuras carismáticas
aparecen en el balcón que domina la fachada de la estación y la
multitud las vitorea, enloquecida.
Pedro se quita el mustio clavel del ojal de la camisa y se lo
prende en el pelo a Gabriela:
—Para mi Pasionaria.