Download Citation style copyright López de Coca Castañer, José Enrique

Document related concepts

Toma de Gibraltar (1309) wikipedia , lookup

Felipe de Évreux wikipedia , lookup

Cruzada contra la Corona de Aragón wikipedia , lookup

Luis IX de Francia wikipedia , lookup

Toma de Lisboa (1147) wikipedia , lookup

Transcript
Citation style
López de Coca Castañer, José Enrique: Rezension über: Joseph F.
O’Callaghan, The Gibraltar Crusade. Castile and the Battle for the
Strait, Philadelphia: University of Pennsylvania Press, 2011, in:
Mélanges de la Casa de Velázquez, 43 (2013), 1, heruntergeladen
über recensio.net
First published: http://mcv.revues.org/5037
copyright
This article may be downloaded and/or used within the private
copying exemption. Any further use without permission of the rights
owner shall be subject to legal licences (§§ 44a-63a UrhG / German
Copyright Act).
Joseph F. O’Callaghan, The Gibraltar Crusade. Castile and the
Battle for the Strait, Philadelphie, University of Pennsylvania
Press, 2011, xv + 376 p.
A juicio del autor, la batalla del Estrecho debe ser contemplada en el
contexto más amplio de la confrontación entre la Cristiandad y el Islam
durante la era de las Cruzadas. A lo largo de los siglos xiii y xiv, el
Papado trazó diversos proyectos para recuperar Tierra Santa. Pero los
reyes de Castilla lograron persuadir a varios pontífices de la amenaza
que suponía la presencia musulmana en la Península Ibérica, quienes
garantizaron privilegios como cruzados a los que participaran en la
lucha.
Alfonso X el Sabio hizo suyo un plan que Fernando III había esbozado
antes de morir. Era preciso tomar Tarifa, Algeciras y Gibraltar para
impedir una nueva invasión africana y aislar a los mudéjares vasallos de
Castilla, sin renunciar a poner un pie en África. El profesor O’Callaghan
trata el tema en los cuatro primeros capítulos del libro, poniendo al día
las opiniones y comentarios vertidos en su biografía de don Alfonso,
publicada en 1993.
Inocencio IV proclama la Cruzada en 1253 y consiente que el rey perciba
las tercias de los arzobispados de Sevilla y Santiago. Alfonso X convierte
el Puerto de Santa María en base de operaciones y punto de partida de
los cruzados que en el otoño de 1260 saquean el puerto de Salé.
Posteriormente, el monarca mantuvo relaciones esporádicas con los
mamelucos. Aparte de los intereses comerciales, es posible que el rey
de Castilla intentara convencerlos para que no entorpeciesen sus planes,
según apunta el autor. Pienso, en cambio, que su interés por Jerusalén
está relacionado con la custodia de los Santos Lugares y la seguridad de
los peregrinos.
A decir verdad, el sueño africano se desvanece con la revuelta de los
mudéjares andaluces y murcianos (1264-1266), instigados por el emir de
Granada. La represión del alzamiento contó con el respaldo papal:
Clemente IV otorgaba nuevas bulas de Cruzada en marzo de 1265.
Muhammad II recurrirá a la ayuda norteafricana: de 1274 a 1284, los
benimerines invaden Andalucía en cuatro ocasiones, devastan el
territorio y se retiran sin haber ganado ningún lugar o fortaleza
importante. Mientras, Alfonso X fracasa en su intento de tomar Algeciras
(1278-1279).
El capítulo v está dedicado al breve reinado de Sancho IV. Este monarca,
apodado el Bravo, afronta con éxito la quinta invasión meriní y conquista
Tarifa en 1292. Cuando los norteafricanos acudan a recuperar la plaza, el
alcaide Alfonso Pérez de Guzmán antepondrá su lealtad al rey al amor
filial en un episodio bien conocido. Al autor le extraña que Mercedes
Gaibrois llame «mártir» a Guzmán el Bueno y no a su hijo. Pero éste no
muere por la fe y la lengua española admite el uso de la palabra «mártir»
sin connotación religiosa.
El tema central del capítulo vi son los asedios de Algeciras y Almería por
Fernando IV de Castilla y Jaime II de Aragón, respectivamente. Las
páginas que O’Callaghan dedica a la Cruzada de 1309 proceden de un
artículo publicado en el número 19 de la revista Medievalismo. Llama la
atención el malestar que provocó en Castilla la cesión a Jaime II de la
sexta parte del territorio por conquistar. La crónica real lo refleja al
señalar que los moros no objetaban que Fernando IV pusiera sitio a las
ciudades que eran suyas por derecho, pero consideraban deshonroso el
ataque del aragonés a Almería. Este es el sentido de lo que el autor
considera «a curious remark».
Alfonso Pérez de Guzmán murió tras la toma de Gibraltar (el 12
de septiembre de 1309). Según O’Callaghan, el día 19, cerca de
Estepona, combatiendo con Utman, caudillo de la milicia africana a
sueldo de Granada, que había derrotado a un destacamento aragonés en
Marchena (Almería) el 17 de septiembre. Esto es imposible debido a la
distancia que separa ambos lugares. También yerra al afirmar —
siguiendo a Jerónimo de Zurita— que Almería se levantaba sobre las
ruinas de la antigua Urci.
En los capítulos vii-ix se analizan las Cruzadas emprendidas en el reinado
de Alfonso XI. El infante don Pedro, regente, y su tío Juan, consiguieron
que Juan XXII autorizara en febrero de 1317 la predicación de la Cruzada
en Castilla. Pero la derrota y muerte de ambos en la batalla de la Vega (el
23 de junio de 1319) tuvo efectos traumáticos. Según la Gran Crónica de
Alfonso XI, don Pedro se había comprometido a no firmar la paz sin
permiso del Papa. Como había tregua con Granada, antes de romperla
quiso devolver el tributo cobrado a Ismaʿil I. Pero el emir se negó a
recibirlo, apelando al juicio de Dios. Una explicación ex post facto que
O’Callaghan acepta sin reservas.
Alfonso XI alcanza su mayoría de edad en 1325. Juan XXII le garantiza
una bula de Cruzada y el derecho a disponer de tercias y décimas
durante cuatro años. En 1330 conquista Teba y consigue que
Muhammad IV se declare vasallo suyo. Los meriníes, que llevaban veinte
años sin intervenir en la Península, responden a una llamada de socorro
granadina recuperando Gibraltar en 1333. El tratado de Fez (el 26 de
febrero de 1334) es la calma que precede a la tormenta.
El 7 de marzo de 1340 Benedicto XII proclama la Cruzada en Castilla,
León, Navarra, Aragón y Mallorca, garantizando tercias y décimas por
tres años. El sultán Abu l-Hasan ʿAli cruza el Estrecho en el mes de
agosto para tomar Tarifa. Pero su ejército es aniquilado a orillas del río
Salado en octubre de 1340. La retirada benimerín facilita la toma de
Algeciras en marzo de 1344 tras un largo asedio. Alfonso XI firma con
Granada una tregua por 10 años, que incluye la restauración del vasallaje
y el pago de un tributo similar al acordado en 1331. Pero el monarca
castellano rompe el tratado al poner cerco a Gibraltar, ante cuyos muros
perece (el 26 de marzo de 1350) víctima de la epidemia.
La implicación genovesa en el bloqueo del Estrecho (1340-1344) fue
importante. Las galeras portuguesas partícipes en el mismo estaban a las
órdenes de Emmanuel Pessagno y de su hijo Carlo. En junio de 1340,
Alfonso XI consigue, gracias al papa Benedicto XII, que el dogo Simon
Boccanegra le ayude con quince galeras mandadas por su hermano
Egidio. Tras la retirada de la flotilla portuguesa durante el asedio de
Algeciras, Egidio Boccanegra se queda al mando de una flota castellano-
genovesa de 50 galeras y 40 naves. Habría que explicar, no obstante, por
qué los castellanos desconfiaban tanto de sus socios ligures.
El autor destaca la venida de cruzados del norte de Europa en tiempo de
Alfonso XI. Incluye a los Pastoureaux, que cruzan los Pirineos en 1320 y
son expulsados por Jaime II. Pero los participantes en esta «Cruzada
popular» vienen a enmendar el desastre de la Vega y no en busca del
honor, la gloria y las indulgencias. Aquí es donde encaja el escocés
Sir James Douglas, que murió en la campaña de Teba. Pese a que se trata
de un caso bien estudiado, O’Callaghan ignora la crítica a la que han sido
sometidas las fuentes, da por válidas leyendas posteriores y extrae datos
triviales de una página web.
Dos crónicas italianas mencionan la presencia de cruzados
ultramontanos en la Cruzada del Salado. También hay que considerar
como tales a Gastón de Bearn, conde de Foix, y a Felipe de Evreux, rey
de Navarra, que estuvieron en el asedio de Algeciras. Pero los auténticos
cruzados del norte de Europa serían los «condes»de Derby y Salisbury.
También, el caballero del cuento de Geoffrey Chaucer.
La Gran Crónica y el Poema de Alfonso XI reproducen una carta del
Soldan de Babilonia pidiendo a los benimerines que conquistasen
España. Joseph O’Callaghan demuestra que se trata de un texto
propagandístico cristiano, si bien considera razonable que el mameluco
animara a sus correligionarios magrebíes a acometer dicha empresa.
Pero ʿUmari, autor egipcio contemporáneo, señala que gracias a Abu lHasan ʿAli se mantiene «lo que queda de al Andalus». No se trataba de
conquistar sino, más bien, de defender lo que seguía en pie.
El capítulo x aborda la historia interna de la Cruzada del Estrecho: la
naturaleza de la guerra, la organización de los ejércitos, las operaciones
militares y su coste. Según don Juan Manuel, se combatía a los
musulmanes para recuperar los territorios otrora perdidos. Pero la
batalla del Estrecho también tuvo una inequívoca dimensión religiosa:
todos los monarcas implicados en el conflicto obtuvieron bulas papales,
a excepción de Sancho IV. Alguno llegó incluso a tomar la cruz, o hizo
voto de Cruzada, si es correcta la interpretación que O’Callaghan hace
de dos fuentes árabes.
El autor describe la composición del ejército castellano, subrayando la
creciente importancia de las milicias concejiles y la desconfianza de la
nobleza hacia el peonaje que prefiere el botín al honor. El análisis de los
asedios de ciudades es extenso. También explica cómo cristianos y
musulmanes aprendieron los unos de los otros en las escaramuzas y
recoge el testimonio de don Juan Manuel sobre la superioridad de los
moros en este tipo de lances. Pero no presta tanta atención a la guerra
en el mar.
Aparte de la ayuda eclesiástica, para financiar las Cruzadas del Estrecho
se recurrió a impuestos extraordinarios: moneda, servicio y, con
Alfonso XI, la alcabala o impuesto sobre las transacciones comerciales.
Aunque las cuentas reales se han perdido casi en su totalidad,
O’Callaghan opina que los monarcas castellanos tomaban dinero
prestado regularmente para financiar la guerra. Pero exagera la
importancia de las parias granadinas como fuente extraordinaria de
ingresos. En este sentido, echo en falta una lectura atenta del artículo de
Hilda Grassoti.
En el último capítulo, «Las repercusiones: el Estrecho hasta 1492», el
autor se pregunta por qué los reyes de Castilla aspiraron a dominar el
estrecho de Gibraltar; cuáles fueron sus logros y sus fracasos; y qué
quedó por hacer en el siglo y medio transcurrido entre la muerte de
Alfonso XI y la caída de Granada. No contesta a la primera cuestión pues
ya lo ha hecho a lo largo del libro. Responde a la segunda con un repaso,
reinado por reinado. La respuesta a la tercera cuestión es previsible:
acabar la Salus Spaniae.
El capítulo se cierra con el epígrafe intitulado «Un pie en Marruecos», a
mi juicio innecesario. El autor resume en apenas dos páginas la historia
de los presidios españoles desde 1497 a la actualidad. Abundan los
errores geográficos e históricos: Melilla está en frente de Almería, no de
Málaga; Orán fue conquistada en 1509, no en 1507; Tetuán no fue plaza
de soberanía, etc.