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Transcript
PRÓLOGO
LA CRUZADA Y LA VIDA RELIGIOSA DE LA EDAD MEDIA
Aparece hoy, al fin, esta obra sobre las cruzadas, de Alphandéry, como la de
Los germanos, de Henri Hubert, largo tiempo esperada. Algunos de mis
mejores colaboradores han desaparecido prematuramente, antes de haber
dado la última mano a su trabajo; y los que continuaron, piadosamente, su
tarea se han visto demorados a menudo por la tragedia de la guerra y las
dificultades que ésta trajo como consecuencia.
Paul Alphandéry murió a los cincuenta y siete años, dejando su brusco fin
consternados a sus amigos y a sus discípulos. El hombre era tan querido
como estimado el sabio, y ante su tumba, en la Revue de I'Histoire des
Religions, uno de cuyos directores fue durante mucho tiempo, en la Sociedad
Ernest Renan, que él creó y animó, René Dussaud, Silvain Lévi, Charles Picard
y Alexandre Koyré, su colega en la Escuela de Estudios Superiores,
expresaron el vacío que, con ese doble título, iba a dejar entre ellos.
Habré de recordar aquí que había sido uno de los primeros miembros del
Centro Internacional de Síntesis, y que, para el Vocabulario histórico que en él
se elabora, había aportado y comentado una lista de palabras, hecha por él
con destino a un Diccionario de Historia de las Religiones, cuyo proyecto se
había abandonado. Escuchándole, se experimentaba a la vez placer y
provecho: su prodigiosa memoria y su universal curiosidad le sugerían
ingeniosas observaciones y relaciones inesperadas. Pocos días antes de su
muerte, tan súbita, había participado en la "Semana" del Centro de Síntesis,
cuyo tema era La multitud, e hizo sobre "las multitudes religiosas", sugestivas
reflexiones.
Pero conviene insistir sobre los rasgos de su carácter moral, que imprimen en
su obra de historiador de las religiones un sello original. Alphandéry era
profundamente humano. Podía haber suscrito la frase de Antígona: "Me uno al
amor y no al odio". Esta disposición le hacía ser un psicólogo -psicólogo de los
individuos, psicólogo de las colectividades-. Más que en las doctrinas -salvo
en la medida en que se encuentran, por decirlo así, en muda-, se interesaba
por los sentimientos, que, constituyen la esencia de la vida religiosa: el
profetismo, las herejías, las visiones, los movimientos populares, ejercían en
él una especie de atracción. Como ha dicho bien A. Koyré, "P. Alphandéry se
interesaba sobre todo por los hombres modestos, los simples creyentes, poco
instruidos en las sutilezas del dogma y que viven su fe". "Valdenses, cataros,
modestos sectarios obscuros, hervidero confuso y sincero que prepara y que
prolonga el movimiento franciscano", tal fue con frecuencia el objeto de sus
cursos y de sus artículos. Compréndese, desde luego, que el estudio de las
cruzadas ocupara durante largo tiempo su pensamiento, y durante largo
tiempo constituyera el objeto de su enseñanza, sin que, por prudencia y
modestia -y hay que lamentarlo-, sintiese prisa por publicar su obra capital.
*
Esta obra ofrece un carácter de novedad, y eso que las historias de las
cruzadas abundan.
Recordemos que en 1753 se imprimió una Histoire des Croisades de M. de
Voltaire, que reproducía "con escasa diferencia", según dice una nota del
tomo XVI (ed. de 1820) de las Obras completas, los capítulos LIII-LVIII del
Essai sur les moeurs. Voltaire simplifica singularmente el origen de la
Cruzada: Pedro el Ermitaño, "el picardo, que salió de Amiens para ir en
peregrinación hacia la Arabia, fue causa de que el Occidente se armase
contra el Oriente. Así se encadenan los acontecimientos del universo" (p.
123). Y he aquí el espíritu "volteriano": "Todo puede creerse del arrebato
religioso de los pueblos" (página 141)1.
Indudablemente, la obra de René Grousset, dos siglos más tarde, es
importante -tres gruesos volúmenes- y sólida, pero es, esencialmente, la
historia política de las Cruzadas2. Citemos al propio Grousset: su Introducción
lleva por título La question d'Orient à la veille des Croisades; en el tomo I, ha
"resumido la historia de los treinta primeros años de la epopeya franca, la
conquista y el afianzamiento de la conquista"; en el tomo II, "esboza el cuadro
del medio siglo siguiente, el curioso período durante el cual, según la frase de
Madelin, el 'sultanato franco' comienza a adaptarse al medio" (prefacio del t.
II). Se ha podido decir que esta historia de los Estados francos de Siria, en los
siglos XII y XIII, tiene por objeto principal el primer intento de expansión
colonial de Francia.
El mismo punto de vista "colonial" aparece en la History of the Crusades que
publica, en la Cambridge University Press, Steven Runciman. De ella han
aparecido dos volúmenes, en 1950 y 1952. Para Runciman, la cruzada es un
episodio de las relaciones entre la cristiandad y el Islam en Oriente; indica las
razones económicas que atraen a él a los europeos, y muestra por qué el
"reino latino" no podía durar. Pero no insiste en las causas esenciales de la
Cruzada3.
En la primera página de su manuscrito, Paul Alphandéry caracterizaba así su
estudio de los siglos XI-XIV: "La extraordinaria época en la que las multitudes
de Occidente se encuentran impulsadas por un deseo sin cesar renaciente
hacia la Tierra Santa."
Para ser equitativo, se ha de decir que en las páginas de Voltaire hay una mezcla de
indicaciones justas y de prejuicios.
2
Histoire des Croisades et du royaume franc de Jérusalem, tal es el título exacto.
3
El tercer volumen debe mostrar la influencia de los francos en el arte. Véase CLAUDE
CAHEN, en Revue Historique, t. CCIX, PP. 125-127; cf. Critique, Nos 70, 74. Según
parece, se está elaborando en los Estados Unidos una obra colectiva. Un libro sobre Les
origines et les caractères de la 1re Croisade, por PAUL ROUSSET, Neufchâtel, La
Baconnière, 1945, explica la cruzada - con exclusión de causas políticas, económicas y
sociales- por la mentalidad religiosa, la espiritualidad de la época: esta tesis se discute
y rechaza en los Annales, julio-sept. 1949, p. 350. Alphandéry no es excluisivista, pero,
para él, el punto de vista religioso es lo esencial; y es una contribución a la historia
religiosa que constituye nuestro prólogo.
1
Este manuscrito, destinado a hacer el libro que me había prometido, era un
curso, con el lujo de detalles y de citas que comporta la enseñanza de la
Escuela de Estudios Superiores. Se imponía un trabajo de rectificación y de
actualización. El discípulo preferido, a quien la familia de Paul Alphandéry
confió este cuidado, cumplió su tarea, a través de las crisis que Europa y el
mundo han sufrido, con constancia y piadosa adhesión. Director del Instituto
Francés de Bucarest antes de la guerra, y profesor, después de la guerra, de
la Universidad de Montpellier, ha consagrado al estudio de la cruzada todo el
tiempo libre que le dejaba el desempeño de sus funciones. Digo: "el estudio"
de la cruzada, porque, no contento con preparar para la publicación el texto
de su maestro, quería enriquecerlo, si había lugar, teniendo en cuenta las
más recientes investigaciones. Ahora bien, mientras realizaba tal trabajo, se
formó del fenómeno histórico que es la cruzada, y de la historia en general,
un concepto que no siempre concuerda con el concepto y la actitud histórica
de Alphandéry, por lo cual ha tenido más mérito al respetar de manera
absoluta la interpretación de su maestro.
El resultado de su piadoso trabajo habrá de dar dos volúmenes, el primero
consagrado a las dos primeras cruzadas, corte éste justificado por la duración
del movimiento de las cruzadas y por la diversidad de sus elementos y de sus
aspectos. A. Dupront piensa publicar una continuación, que queda fuera del
marco de La Evolución de la Humanidad, y a veces de las ideas que la
inspiran. Pero esta continuación, esta obra personal, es de gran interés y
mostrará hasta qué punto la Cruzada acabó por apasionar al colaborador fiel
y discreto.
Antes de insistir sobre lo que el presente volumen encierra de importante y
hasta de original, he querido prestar el testimonio que se le debe a aquel
cuya adhesión permite que una obra maestra salga a la luz4.
*
La Cristiandad y el concepto de Cruzada es un título significativo: responde de
una parte a las preocupaciones profundas de Paul Alphandéry, y por otra, en
el programa de La Evolución de la Humanidad, al papel que jugó el
cristianismo en aquellos tiempos de la Edad Media. Se trata de una fase
importante de la historia religiosa.
Esta historia de las Cruzadas es la del sentimiento "más complejo -y el más
raramente analizado- que haya impulsado a multitud humana alguna" (p. 1);
tiene sus raíces en el subconsciente de la masa popular, de la cual brota, en
un momento dado, este ideal de cruzada, "gran sueño humano al que cuatro
siglos se aferrarán desesperadamente" (ibíd.).
Alphandéry comienza por investigar las diversas acciones por las que se
traduce, antes de la cruzada, la sensibilidad religiosa de esas masas "a las
que atormenta la obsesión de la salvación". ¿Cuáles son, pues, las
manifestaciones que, inspiradas por el espíritu cristiano, preparan el gran
Si bien el fondo es de Alphandéry, en cuanto a la forma se advertirá a veces cierta
diferencia. A. Dupront me escribía, un día, en 1947: "Mi estilo ha recabado sus
exigencias."
4
impulso colectivo? Hay, en primer lugar, las peregrinaciones a Tierra Santa:
"La ruta de Jerusalén es un ejercicio de religión", y, del siglo IV al XI, se
comprueba una continuidad de peregrinaciones hacia ese Oriente sagrado
"del que ha partido toda vida religiosa" (pp. 13-15).
Un conjunto de circunstancias, de orden político y de orden espiritual, condujo
a los peregrinos a agruparse y a armarse, para llegar a Jerusalén, en busca de
purificación y redención, sobre todo en los alrededores del año mil, bajo el
temor del fin del mundo: tal será la obsesión "escatológica" (p. 18).
Lentamente, el Santo Sepulcro se convierte en "el centro mismo de la
peregrinación. Es el lugar al que se va a llorar y a rezar" (p. 14). Poco a poco,
esta atracción de los Santos Lugares aumenta, y, por consiguiente, el número
de peregrinos de todas clases.
En 1096 surge la Cruzada, y, como en el caso de las Peregrinaciones, bajo la
influencia de causas diversas que actúan sobre esa sensibilidad profunda y
sobre la imaginación inquieta de las masas. Azotes numerosos la ponen a
prueba, en especial, aquel mal de los ardientes, cuyo carácter espantoso y
terribles estragos muestra Alphandéry (p. 33). El final del siglo XI está
marcado con el "signo de la desgracia", y una especie de "fiebre religiosa", un
"frenesí de renunciación” se apoderan de las masas: "se organiza una
inmensa expiación en común" (p. 35); se fundan "verdaderas colonias de
ermitaños laicos", "momento quizá único en la historia del mundo" (p. 36), en
el que los primeros llamamientos a la Cruzada encontrarán multitudes
totalmente dispuestas para la piadosa aventura.
Alphandéry recoge los mitos, las supersticiones, los ritos, que "se
entremezclan", el "caos de emociones" que se encuentra en el origen de las
primeras partidas rumbo a Oriente, "el enorme bullir de masas" (página 39),
una vez que ha resonado un llamamiento de Urbano II a la conquista de la
Tierra Santa: en el Concilio de Clermont (1095) el papa lanza este
llamamiento que, sobrepasando el ámbito de su auditorio, debía, con
asombrosa rapidez, encontrar un eco en el mundo cristiano.
*
Y he aquí la primera Cruzada. Alphandéry reduce al mínimo su historia
externa, el relato de los hechos; es la historia interna (lo dice en varios
lugares)5, la psicología de esta expedición extraordinaria, lo que le interesa: el
papel de los incitadores, los "signos" que espera -y que hace nacer- el estado
de ánimo de las multitudes. "Numerosos prodigios aparecieron, tanto en los
aires como sobre la tierra": "las cruces en primer lugar: cada cual quería ser
marcado por el cielo", la lluvia de estrellas, "símbolo de la gran partida"; y
continúa la enumeración, que muestra la obsesión colectiva: "Para todos, el
llamamiento, la obra que hay que realizar, la via hierosolimitana, es de origen
divino, profetizada, apocalíptica."6
Más tarde, habrá cruzadas de clases; habrá, separadamente, los "pobres", los
pedites, y los señores, los caballeros; pero ahora, todos marchan mezclados,
5
6
Páginas 58, 134, 136.
Véanse, en cuanto a estos signos, pp. 44, 45, 47, 57, 68.
artesanos, campesinos y barones, y en esta muchedumbre confundida hay
mujeres y niños. La religión tiende a volverse más directa, menos "jerárquica"
(p. 56). Los ermitaños ejercen una influencia especial, sobre todo ese Pedro el
Ermitaño a quien la historia tradicional considera como el inspirador de la
primera cruzada. Predicador, profeta, recorría ciudades y pueblos, rodeado de
tal fama de santidad que "todo lo que decía o hacía parecía como algo
misterioso y divino" (páginas 50-51). Se vive a la sazón entre lo maravilloso,
en el entusiasmo y el temblor; se quiere merecer la indulgencia para los
pecados cometidos, adquirir -recobrando los Santos Lugares- méritos, y
escapar del Anticristo, de quien está próxima la venida.
No es nuestro propósito consignar los episodios de esa marcha en la que los
cruzados se convierten a menudo en saqueadores, en sacrificadores de
judíos7, ni insistir en las dificultades, en los obstáculos -como el duro asedio
de Antioquía- que habrían de encontrar. Si Alphandéry reduce los hechos al
mínimo, sabido es que no consignamos aquí más que la historia religiosa. La
Cruzada, en efecto, va cambiando poco a poco de carácter. "Se humaniza",
pero sobre todo en cuanto a los barones; por muchas pruebas que tenga que
sufrir, y aunque el número de los fugitivos vaya en aumento, la masa popular
se mantiene fiel a "la influencia salvadora" 8. Espera, como en el momento de
la gran partida, las confirmaciones, los alientos. Llegaron oportunamente: son
las visiones y las profecías. Son las apariciones, al sacerdote Esteban, de
Cristo, que explica los sufrimientos por los pecados cometidos y promete la
victoria después de la expiación (p. 72). Es el descubrimiento, en Antioquía,
de la Santa Lanza, gracias a las apariciones sucesivas a un Pobre campesino
provenzal, Pedro Bartolomé, del apóstol Andrés, quien le hace conocer el
lugar donde, en Antioquía, se encuentra el arma "que traspasó el costado del
Señor" (pp. 73-75). Un día, incluso, san Andrés se presenta acompañado de
Cristo; después de los reproches seguidos de exhortaciones, dice: "Sabed
bien que son llegados los días prometidos por el Señor... en los que debe
elevar el gran reino de los cristianos." A partir de entonces, hay enorme júbilo
en el ejército: ayunos y procesiones. Y pronto llega la victoria prometida, la
caída de Antioquía, gracias a "un ejército de socorro enviado por Cristo y
mandado por los santos militares, San Jorge, San Mercurio y San Demetrio"
(pp. 76-77).
Es curioso advertir que las apariciones celestiales a Pedro Bartolomé, a "un
patán de esa calaña", producen "el desarrollo solapado de una incredulidad,
fundada por el interés temporal, y que a veces se basta a sí misma" (pp.
81-82). Un señor normando, en su "racionalismo", declara a Pedro "discípulo
de Simón el Mago" (p. 84). A tal punto que éste se somete voluntariamente a
la prueba del fuego para que brille "su buena fe y la verdad". Para la masa, la
ordalía se considera como probatoria, aunque Pedro sucumbiera poco
después.
7
Sobre estas matanzas, que se repiten con frecuencia, véanse pp. 53-57, 126. El clero
las censura y a veces protege a los judíos.
8
Página 70. "Los pobres son soldados de Dios", p. 92.
Una vez tomada Antioquía, sigue la marcha sobre Jerusalén, y luego el asedio.
La prueba habría de ser larga; las preocupaciones temporales de los jefes y
las ambiciones personales, se opondrán cada vez más a la constancia piadosa
de la plebe creyente, sostenida de vez en cuando por las apariciones de sus
"patrones celestiales".
*
Entonces comienza un nuevo asedio agotador. Pedro el Ermitaño sale de la
obscuridad en que se había confinado, predica sobre el monte de los Olivos, y
declara que Jerusalén debe "pertenecer a los pobres que,... por su existencia
santa, han merecido la promesa del Señor" (p. 88). Mientras tanto, el esfuerzo
de los trabajos militares, "para los cuales no estaban preparados", amenaza
desalentar a los cruzados. "La intervención sobrenatural, se hacía necesaria
una última vez." En efecto, según dice un cronista, un soldado apareció sobre
el monte de los Olivos y con su escudo alentaba a los asaltantes a redoblar en
ardor" (p. 88). Y Jerusalén cayó.
La "intervención" final había sido "necesaria". A propósito de estas visiones,
Alphandéry ha hecho observaciones del más vivo interés sobre el "interior"
del espíritu de cruzada: no se debe, dice, aislar su estudio, como un tema de
mitografía abstracta, de los acontecimientos; todo está regido por éstos, y
éstos, a su vez, por las visiones. Hay una transmisión del acto al símbolo, del
símbolo al acto... De tal manera que después de haber fijado el texto
hagiográfico de los milagros, hay que interpretarlo sin cesar en conexión con
el hecho cotidiano de la Cruzada, "para descubrir el verdadero fenómeno de
elaboración colectiva y continua" (p. 73)9.
Texto capital, y que nos proporciona la ocasión de una observación análoga
relativa a los signos. Para las mentes primitivas o simples, unos fenómenos
imprevistos, excepcionales, revisten fácilmente el carácter de signos. En la
ignorancia en que se encuentran en cuanto a las causas positivas, y sobre
todo si las circunstancias hacen que aquéllos les impresionen, les
conmuevan, imaginan causas de orden sobrenatural, intenciones ocultas,
favorables o amenazadoras. Esos mismos fenómenos, si los ánimos no se
encuentran dispuestos, serán insignificantes, en el sentido propio de este
término10.
*
El período que sigue, entre la toma de Jerusalén y la segunda Cruzada, es
complejo, presenta numerosas alternativas. Al principio, la victoria va
acompañada de matanzas y de saqueos: desencadenamiento de los instintos,
seguido pronto de remordimientos y de penitencias. En tanto que el
establecimiento del reino franco lleva consigo competencias y conflictos, los
pobres, los que partieron los primeros, y que habían perdido por un momento
su puesto de elección, lo recobran: Su oración es, pues, preponderante ante
Dios, por sus méritos de pobreza... Por otra parte, la pobreza debe ser sobre
todo interior, y las voces sobrenaturales repiten a los grandes la necesidad
9
Cf. pp. 95, 96.
Véanse, por ejemplo, pp. 83, 155.
10
de la humildad" (p. 92). En esa masa, "vibrante de supersticiones y de ritos",
tienen tendencia a realizarse formas religiosas nuevas, y parece ser que a los
clérigos les inquieta "ese extraordinario hervidero de ideas religiosas y de
emociones, de sueños y de iluminaciones". Al margen de la jerarquía
eclesiástica, se adopta como intercesores a los ermitaños. "Es el triunfo de los
humildes esta exaltación del ermitaño, nacida de un fondo obscuro de piedad
pagana en cuanto a los sacerdotes de los bosques y de los campos, y de una
piedad cristiana directa en cuanto a los santos pobres", de la que será
heredero el Poverello de Asís. Hay páginas impresionantes que muestran una
reviviscencia de religión popular11.
¿Qué ocurre, mientras tanto, en Europa? Ante las inquietudes de la defensa
militar, ante el llamamiento del Oriente latino -necesidad de hombres,
necesidad de subsidios-, el Occidente se muestra cada vez más indiferente, a
medida que se aleja "el temor milenario" 12. Además existe la influencia, la
denigración, de los cobardes, de los que huyeron de la prueba. Pero el
espíritu de cruzada no ha muerto: va a perder su "heroicidad" y a revestir
nuevos caracteres. Si ya no se trata de liberar la tumba del Señor, se
establece un verdadero culto de las reliquias, que crea un lazo de
espiritualidad con el Oriente; y si ya no hay expediciones de salvación
colectiva, la cruzada tenderá a ser "una peregrinación, que es preciso hacer
en grupos bien armados, porque los caminos no están seguros"; por eso "se
limitará cada vez más a los hombres de guerra y al pequeño número de
hombres de a pie que consienten en llevar con ellos". Entonces debía
ocurrirse la idea de que una participación en la cruzada podía consistir
simplemente en "sacrificios materiales"13.
La característica más destacada de esta era nueva es la preocupación de
organización. Manifiéstase una tendencia a ordenar, a depurar, lo que fue en
los comienzos "tumultuosa aventura".
En Oriente se constituye la milicia del Temple: los Templarios sólo a la larga
llegan a constituir una orden. San Bernardo ha dicho de ellos: "No sé si debo
llamarles monjes o caballeros; quizá haya que darles los dos nombres a la
vez, porque. .. unen a la dulzura del monje el valor del caballero" (p.
1.13-114). Mantenían el ideal de pobreza de los primeros cruzados.
En el Occidente la vida religiosa se transformaba lentamente en el mismo
sentido que el medio social. Indudablemente los ermitaños prosiguen su obra;
pero no son ya unos "perpetuos desarraigados": tienen discípulos, fundan
monasterios, y crean centros estables, sin dejar de mantenerse en contacto
con las masas cuyo fervor continúan fomentando (p. 116).
En una palabra, la vida religiosa tiende a organizarse en grupos. Alphandéry
insiste sobre la relación de estas modalidades nuevas con el movimiento
comunalista contemporáneo14. Expone lo que él llama la "cruzada
monumental"; la obra colectiva, en el siglo XII, es la construcción de las
11
12
13
Páginas 93, 96.
Páginas 103, 104.
Páginas 111-112.
iglesias por grupos que realizan en común ritos penitenciales. "Los penitentes
de la Cruzada monumental muestran un espíritu- de organización colectiva
que no tenían las multitudes alucinadas del siglo XI... En estos comienzos del
siglo XII, las formas monásticas, las formas comunales, la ciudad de Dios, la
ciudad de los hombres, parecen inspiradas por un mismo espíritu
antiindividualista que se realiza con una fuerza desconocida hasta
entonces"15.
"Hubiérase dicho, escribe un cronista, que el mundo, sacudiendo sus viejos
harapos, quería revestir por doquier la blanca túnica de las iglesias"16.
Y sin duda, "es el sentimiento, el impulso místico, el que eleva las flechas de
la catedral"; es una "oración petrificada"; pero asimismo intervienen otros
elementos para explicarlo, como lo ha demostrado también Louis Réau, en el
tomo LX de La Evolución de la Humanidad. "Si las abadías son obra de los
monjes, las catedrales lo son de las comunas. Recursos y brazos son
empleados en elevar la casa de Dios (casa Dei)."
Réau ha fijado bien la relación entre esta "cruzada monumental" y el culto de
las reliquias que ha ido desarrollándose: reliquias reales, insignias, reliquias
indirectas, todo lo que ha podido estar en contacto con el cuerpo de un santo
y que recibe de él alguna eficacia, y también a veces falsas reliquias17.
"Iglesias y capillas son inmensos relicarios"18.
Sobre este "fondo de vida religiosa que tiende a organizarse de acuerdo con
formas estables", actúan causas capaces de producir "una nueva alteración".
No han cesado de aparecer "signos", es decir, calamidades de todo género:
mal de los ardientes, huracanes devastadores, inviernos rigurosos, hambres,
y también prodigios, como la erupción del Vesubio en 1140: Con la sensación
de un "desequilibrio en la Naturaleza", el terror renaciente del fin del mundo,
"los impulsos de no ha mucho recobran su fuerza". "Atmósfera de
inestabilidad, de inquietud y de miseria, que desarraiga a los hombres y los
prepara para las expediciones" (p. 120).
*
En estas condiciones, y sobre todo cuando la situación se agrava en Oriente,
se prepara la segunda Cruzada, pero con una preocupación por la
organización que no existió en la primera. "Ahora están en juego todos los
14
Páginas 117, 118, n. 5; cf. p. 146. Véase el t. LXV, PETIT-DUTAILLIS, Los municipios
franceses desde sus orígenes hasta el siglo XVIII. "En la creación de la comuna se ve la
necesidad de orden, de justicia y de paz. "Institución de paz" o también amistad, era
sinónimo de comuna", Prólogo.
15
Véase p. 119, la reproducción de una nota manuscrita de Alphandéry donde trata de
hallar el origen de esta relación entre la comuna y la sociedad evangélica.
16
H. ENGELMANN, La route des cathédrales, p. 15.
17
"Es desgraciadamente demasiado cierto que los traficantes de reliquias, sobre todo
en la época de las cruzadas, no tuvieron escrúpulos en engañar a nuestros padres." P.
DONCOEUR, Bulletin d'hagiographie, en Etudes (octubre de 1953, p. 107).
18
Véase El arte de la. Edad Media y la civilización francesa, Prólogo, pp. XI- XIII, tomo LX
de esta colección.
principios" (p. 120). El piadoso rey Luis VII se dirige a "la mayor fuerza moral
de la época", San Bernardo, para lanzar un llamamiento que tenga
resonancia. Pero San Bernardo se esquiva, primero, ante el papa: es la Iglesia
la que debe garantizar la absolución final a los que marchan para hacer
penitencia. Un fraile, Raúl, quien, como Pedro el Ermitaño, trata de levantar a
las multitudes por medio de una predicación escatológica, y otros más que
anuncian la venida próxima del Anticristo (p. 123), son desautorizados por
Bernardo y por la Iglesia; a partir de entonces, son "facciosos". El austero
cisterciense no vacila en condenar los procederes del pasado (pp. 124-126);
es preciso marchar todos juntos y bajo el mando de unos jefes elegidos por
ser versados en el arte de la guerra. Disciplina colectiva y ordenación
jerárquica, tal es el espíritu nuevo. Alphandéry hace por destacar los dos
aspectos de la vida religiosa de la época y los conceptos de la cruzada:
cruzada apocalíptica, predicada aún por los ermitaños, y cruzada de salvación
individual para los pecadores penitentes, que quiere promover Bernardo.
Según él, "se trata menos de liberar el Oriente de los paganos que las almas
de los hombres de Occidente de sus pecados". La Cruzada es la purificación
redentora. No tiene, pues, nada de extraño que invite a acudir a ella a "los
mayores criminales" (p. 131).
En la asamblea de Vézelay, en 1146, de donde parte el nuevo llamamiento,
Bernardo se contenta, según parece, con leer la bula del papa 19; pero estaba
a su lado el piadoso rey Luis VII, cuyo apoyo obtuvo. Había de conseguir el del
emperador alemán, Conrado, en el curso de una jira de predicación por los
países del otro lado del Rin: se había dado cuenta de la insuficiencia del
contingente francés y trataba de reforzarlo. En Alemania, su popularidad se
difundió pronto ampliamente: conmueve a las almas "hasta las fibras
profundas". "Los milagros suceden a los milagros, y los favorecidos con ellos
toman la cruz" (p. 132). Bernardo, sin embargo, no partirá; la contemplación
prevalece en él sobre la acción: era la "Jerusalén celestial" la que el monje
quería ganar20.
No obstante las preocupaciones de orden y de disciplina de Bernardo, las
condiciones de la segunda Cruzada eran defectuosas. Por otra parte, es
notable que, dejando aparte los milagros del santo, los "prodigios", los
"signos", hayan sido más raros. La imaginación religiosa era menos viva21.
El fracaso final de la expedición, delante de Damasco, tuvo causas múltiples.
Sin duda, "el ejército cristiano había partido sólidamente encuadrado por sus
En contra de la opinión común: "Pocos lugares hacen sentir coma Vézelay lo que fue
el siglo de las Cruzadas. Sobre esa colina se reunieron cien mil hombres, en 1146 al
llamamiento de san Bernardo", H. ENGELMANN, obra citada, p. 13.
20
El octavo centenario de San Bernardo, en 1953, motivó varias publicaciones, de que
dan cuenta los Etudes en su número de octubre (pp. 121-132): Comisión de Historia de
la orden de Citeaux, Bernardo de Clervaux, París, Alsacia; J. CALMETTE y A. DAVID, Saint
Bernard, París, Fayard; P. DUMONTIER, Bernard et la Bible, París Desclée de Brouwer; A.
M. DIMIER, Saint Bernard, "pêcheur de Dieu", t. I. París, Letouzé et Ané.
21
Véanse pp. 139, 146.
jefes temporales y sus pontífices. Numerosos arzobispos y obispos van a la
cabeza de las tropas" (p. 140). Pero algunos de esos "pontífices" eran
"grandes señores feudales, en modo alguno disminuidos por su clericatura"
(p. 140). De un modo general, los grandes, los jefes, decepcionaron a
Bernardo y al mundo cristiano, "decepción tanto mayor cuanto que la
segunda Cruzada había aspirado a una moralidad más alta". "Vae principibus
nostris, ¡ay de nuestros príncipes!, maldecirá Bernardo el mismo año de su
muerte... Hay una gran amargura en esta postrer acusación del santo, que
revela todas las flaquezas temporales de la segunda Cruzada" 22. En cuanto al
pueblo, había habido en Francia un hermoso movimiento de entusiasmo
cuando el piadoso rey Luis "marchó a Saint-Denis a tomar la oriflama y su
bordón de peregrino"; pero esta multitud, "movida por sus instintos,
paroxismos religiosos o pasiones violentas, era incapaz de someterse mucho
tiempo a la autoridad del jefe legítimo; y todavía era peor lo que ocurría con
"la plebe piadosa alemana, ávida, turbulenta y brutal"23.
En suma, había en aquella expedición una "incoherencia orgánica" (p. 148).
Los buenos y los malos se encontraban mezclados en el torrente tumultuoso.
Por el contrario, naciones y clases sociales, otras veces confundidas, se
distinguían. No obstante, hubo, al partir, una exaltación espiritual que
animaba "el espíritu de cruzada".
*
Como conclusión de este libro, después del fracaso de la segunda Cruzada,
cuando parecía declinar el gran entusiasmo religioso, convenía sondear la
realidad profunda, buscar, si las había, las "fuerzas de continuidad".
Suger, abad de Saint-Denis y ministro de Luis VII, humillado ante el
lamentable regreso de su señor y de los caballeros franceses, quería un
desquite, organizado por los clérigos, y se proponía conducir personalmente
una cruzada contra los musulmanes. La muerte invalidó este sueño de
venganza y de gloria.
Continuaban las peregrinaciones; la Cruzada seguía siendo "abierta, pero
como una obra de penitencia, piadoso egoísmo en busca de la salvación
individual" (p. 152). Mientras tanto crecía el poderío musulmán, y el sultán se
apoderó finalmente de Jerusalén (1187)24. Si los reyes y los nobles no estaban
ya dispuestos a las grandes expediciones, la Iglesia velaba. La defección de
los altos personajes excitó el fervor de los humildes: la palabra del papa llegó
al pueblo fiel, y, por ella, "se mantuvo en él la emoción". "La Cruzada se
convierte en una forma normal de la
19
22
Véanse pp. 134, 141, 142. "Los cronistas no dejan de notar la codicia desvergonzada
de los grandes", p. 142.
23
Página 136; cf. pp. 133, 136, 138.
24
Una obra alemana, de que da cuenta la Historische Zeitschrift (octubre de 1953, p.
417) (JORG KRAMER, Der Sturz des Königreichs Jerusalem), da, en traducción, el texto
del historiador árabe oficial sobre la conquista de Jerusalén por Saladino.
vida espiritual del Occidente cristiano."25 El Oriente ahora se conoce mejor,
abundan las reliquias, las leyendas orientales se difunden; el tesoro mítico se
enriquece con la vida de santos y de santas de Oriente. Hay en esto un
espejismo y una atracción.
Hay que considerar también la parte que tiene en ello una literatura
astrológica que anuncia "el cumplimiento de los tiempos". Y he aquí que
sobreviene la caída de Jerusalén, que repercute profundamente en la
sensibilidad del mundo occidental, en la de la masa especialmente. Ante la
"dimisión espiritual de los grandes" (p. 157), la masa adquiere conciencia,
cada vez más, de esa individualidad que el movimiento comunalista había
contribuido a destacar.
Alphandéry insiste, al terminar, en el acceso de los humildes a una vida
espiritual propia, en ese ideal de pureza moral, de pobreza buscada, de
independencia total, en esa fórmula nueva de la piedad medieval que, en
algunos, podrá llegar a la herejía26.
*
Si la historia "externa", la historia política, de la Cruzada no es lo esencial de
este libro, no podía estar totalmente ausente de él: nosotros la hemos
descuidado por completo; no hemos hecho que aparezcan el papel y las
rivalidades de los jefes, ni indicado el itinerario de las expediciones, las
peripecias de los asedios. Lo que queríamos, recordémoslo, era, con
Alphandéry, ver revivir la vida religiosa de la Edad Media. Por eso hemos
hecho, acá y allá, citas de textos que expresan una fe ingenua o un piadoso
entusiasmo: en el libro tales documentos abundan y constituyen una especie
de antología27.
En la literatura histórica moderna no existe nada comparable a la obra de
Alphandéry, a este estudio de psicología colectiva, de sensibilidad religiosa,
de una época en la que la masa está dispuesta a conmoverse y a imaginar
intervenciones sobrenaturales, en la que la vida real va acompañado sin
cesar de lo maravilloso.
Debemos recordar, para terminar, que el estudio de Alphandéry enlaza con
una serie de volúmenes de La Evolución de la Humanidad,28 en los que hemos
encontrado y caracterizado religiones diversas, pero muy especialmente con
el tomo XII, cuyo Prólogo reviste un carácter general: esencia de la religión,
carácter de lo sagrado, "lugares y objetos, actores y actos", origen de los
mitos y de los ritos, tales son los problemas que en él se tratan 29. Hemos
comprobado que "la religión aparece en la historia respondiendo a una
25
Véanse pp. 154, 158.
Páginas 158-159. Alusión a los begardos, valdenses, cataros.
27
Observemos que, cuando es oportuno, las notas y a veces el texto dan la crítica.
Véanse, por ejemplo, pp. 58 72, 76, 77, 91, 115.
28
Tomos VII (Egipto), VIII (Mesopotamia), XII (Grecia) XVIII (Roma), XXIV (Celtas), XXVII
Germanía), XXVIII (Irán), XXX (China), XLI, XLII, XLIV, XLV (Israel, Jesús, Cristo). Ser.
compl., II (Science et Religion).
29
T. XII; En marge..., I, pp. 157-200.
26
necesidad universal de los seres humanos..." A la filosofía de la religión,
decíamos -fideísta o racionalista-, debe suceder cada vez más una psicología
que, reuniendo los diversos tipos de conciencia, primitivos y civilizados, niños
y adultos, normales y enfermos, "destaca lo que tienen de común y se
esfuerza por llegar así a la capa profunda, subyacente a toda la humanidad,
pasada y presente, de la que han brotado las actitudes originales del espíritu
ante el universo"30. "El hombre siente la urgencia de saber y de obrar. A la
vez que se adquieren y se precisan un saber y un poder limitados
-empíricos-, se forman y se desarrollan un saber y un poder extensos, pero
ilusorios."31
En la "nebulosa primitiva", hay, pues, en el individuo, una necesidad
intelectual ligada a la emotividad. Aquí, como en otro lugar, hemos insistido
sobre lo que la religión tiene en su origen de esencialmente individual: la
socialización es en ella secundaria, en tanto que, por el contrario, ala moral,
nacida de la sociedad, se incorpora inmediatamente a la religión 32. Con el
progreso de la organización social y el desarrollo del individuo, la religión se
institucionaliza y se profundiza a la vez: de ahí la Iglesia, de ahí también la fe,
el misticismo y la santidad 33. Alphandéry ha demostrado el papel de la Iglesia
creciendo a medida que el impulso de la fe se debilitaba. Emplea repetidas
veces el término de subconsciente: es en el subconsciente donde el
psicoanálisis, aplicándose hoy día al fenómeno religioso, busca la explicación
de los mitos y la fuente profunda de la fe34.
HENRI BERR
30
T. XII; En marge..., I, p. 182.
T. XII; En marge..., I. p. 189.
32
T. XII; En marge..., I. p. 194.
33
T. XII; En marge..., I. p. 196.
34
Citemos a C. G. JUNG: Los mitologemas sobre los cuales reposan en último análisis
todas las religiones, son, al menos para nuestra comprensión, la expresión de
acontecimientos internos y de experiencias vividas del alma: hacen posible... el
establecimiento de una relación permanente entre lo consciente y lo inconsciente,
siendo y manteniéndose este último como la matriz primera y siempre activa de las
imágenes originales. Gracias a las fórmulas y a las imágenes incluidas en una religión,
lo inconsciente se encuentra suficientemente expresado en lo consciente, de suerte
que sus emociones y sus impulsos instintivos pueden ser transmitidos y traducidos sin
alteraciones a lo consciente, que de este modo no pierde jamás sus raíces profundas."
La guérison psychologique, traducida y adaptada al francés por el Dr. R. Cahen, 1953,
p. 247. Cf. C. G. JUNG y Ch. KERÉNYI, Introduction à l'essence de la Mythologie, 1953.
31
ADVERTENCIA
Este libro se ha compuesto de acuerdo con los cursos profesados por Paul
Alphandéry en ,la Escuela de Estudios Superiores. De entre sus antiguos
discípulos, el menos completo técnicamente, pero quizá, en los últimos años
de su vida, uno de los más allegados del sabio y del hombre -que en él eran
uno solo-, ha tomado sobre sí la responsabilidad, grave, de dar la forma de un
libro al inmenso material que Paul Alphandéry había preparado, y ya en parte
compuesto, de una historia y de una vida de la cruzada en la Edad Media
cristiana.
Este libro no es la obra que Paul Alphandéry hubiese escrito. Tampoco la que
llevaba dentro de sí, y de la cual es posible encontrar, con emoción, las
intuiciones y los tanteos en toda una serie de notas y de planes, brotes o
etapas de una toma de conciencia en la que maduraba la obra principal.
Pertenece, sin embargo, por completo, tanto en su seguridad de investigación
corno en su método -más bien una actitud que un método, es decir, lo
viviente de un método- al esfuerzo creador de Paul Alphandéry. Del principio
al fin, la disciplina expresa del adaptador ha sido seguir lo más cerca posible
los textos ya elaborados y no intervenir más que para "hacer" un libro, con la
mayor sobriedad incluso de los gestos del estilo.
El plan del libro refleja, respecto al material dejado por Paul Alphandéry, esta
regla de reverencia y de reconocimiento. Toda una serie de cursos ha
permitido presentar la continuidad de luna historia religiosa de la cruzada,
hasta el final del siglo XIII. Las notas, germen del libro, compuestas y ligadas,
expresan lo que fue, en la vida de Paul Alphandéry, la conciencia de la
cruzada. Genética y síntesis de la cruzada, permiten, parece, comprender la
extraña y compleja realidad en que se realizó la gesta de la más grande
epopeya religiosa del Occidente.
Dos puntos podían ser motivo de discusión en cuanto al valor y a la utilidad
de la adaptación. El primero concierne a su fidelidad. Nuestra disciplina ha
sido buscarla tan completa como era posible en lo escrito y en el recuerdo de
los cursos oídos o de las conversaciones que fueron para nosotros las de un
maestro, en tanta mayor medida cuanto que Paul Alphandéry no se
preocupaba de serlo. Pero la fidelidad exige más todavía: superar la obra
escrita en su espíritu y situarla. La cruzada vive mucho más de lo que se
explica, en la obra que se va a leer, a la vez por la fuerza épica de las masas
populares y por la vida pánica de una escatología. Fuerzas maestras ambas
de una conciencia de la cruzada en el pensamiento de Paul Alphandéry, pero
quizá una más que la otra. Acentuar el genio popular de la cruzada, más de lo
que lo hemos señalado para no convertir con la insistencia en tesis lo que
debía quedarse en tendencia; atenuar la preocupación escatológica más de lo
que lo hemos hecho por la intención de acusar estados psíquicos de
participación colectiva, he aquí lo que, por matices, situaría, en nuestra
opinión, con la mayor seguridad de haber sido exactos, el descubrimiento de
Paul Alphandéry en el plano de las profundidades de la cruzada.
La otra cuestión concernía a la fecha del manuscrito. La elaboración del
material es ya antigua. ¿Se trataba de ponerla al día en relación con los
últimos resultados de la historiografía? La cuestión ni siquiera se hubiera
planteado en presencia de una obra simplemente erudita. Pero la
investigación de Paul Alphandéry tiene otro valor. Su voluntad de descubrir,
dentro de los límites de lo cognoscible en historia, la vida religiosa de la
cruzada, hace que Paul Alphandéry fuese, en la intención, de hecho, más bien
que un precursor, un compañero muy próximo a nuestra investigación de hoy
día.
Tal estudio no podría fecharse. Por eso hemos elegido, para la presentación
de esta obra, la vida que hay en ella. Una "modernización" hubiese podido ser
imperfecta. Tan sólo algunas notas, y la bibliografía concebida como
instrumento de trabajo y de análisis de la materia, fijan el tiempo transcurrido
desde su elaboración. Lo esencial, en lo que nuestra tarea ha sido de
"formación", se mantiene en la visión de masa y de profundidad de Paul
Alphandéry, en la conciencia de un "mundo" en el que las fuerzas colectivas
se hacen creadoras de religiones, de mitos, de epopeyas.
La obra se detiene, aproximadamente, con los cursos, al final de las cruzadas
clásicas, en ese final del siglo XIII en el que comienza el "mundo moderno". La
meditación de su búsqueda en la conciencia del hombre y de lo colectivo,
creadores de sus religiones o de sus mitos, nos ha conducido personalmente
a llegar hasta el fin de una continuidad de la cruzada. El fin, es decir, nuestra
época, coronamiento o final de los siglos llamados "modernos". Esta será una
obra, otra, para publicar.
ALPHONSE DUPRONT
INTRODUCCIÓN
Foulques de Neuilly, curioso tipo de ermitaño en el siglo, parece haber
predicado -según el Chronicon Leodiense y con serias probabilidades de
exactitud- una cruzada estrictamente reservada a los pobres. Simple hecho
éste cuya importancia puede ser extremada para encontrar en torno del
concepto de cruzada la vida interna de nuestra Edad Media, su exaltación de
la pobreza evangélica y su escatología. Piénsese bien, en efecto: la obligación
de ser pobre para llevar a cabo una obra santa entre todas, una obra que,
como afirman los papas, asegura el paraíso a quien la realiza, es la
constitución de un privilegio de los pobres. De la justicia celeste a la justicia
terrena no hay más que un paso, que se franquea rápidamente en esa Edad
Media apasionadamente simbolista.
Comparemos, por otra parte, este testimonio con los hechos conocidos de la
historia de las cruzadas: Foulques de Neuilly no aparece ya como figura
aislada. A los primeros llamamientos de Roma, y sin una acción pontifical
sensible, la Cruzada popular se había puesto en marcha, la Cruzada de Pedro
el Ermitaño, para designarla con el nombre de aquel que puso en movimiento
las más numerosas columnas indisciplinadas. En torno de Gauthier sin
Hacienda, de Guillermo el Chambelán y de Gotteschalk, hacia el Oriente, del
conde Emicho y del sacerdote Volkmar, en Occidente, son verdaderas
partidas populares las que se organizan como en torno de Pedro, en Francia,
un poco por doquier, y en el oeste de Alemania: marchan, matando a los
judíos, asolando, saqueando, hacia esa Jerusalén a la que no llegarán.
Indecibles hordas impulsadas por el sentimiento más complejo -y el más
raramente analizado- que haya movido a multitud humana alguna: esperanza
misteriosa en un mejoramiento de vida, fe en unas reliquias, escatología
popular, supervivencias paganas, necesidad casi física de expansión, sed de
pillaje, deseo de lo desconocido, tendencia a una fe nueva con la que la
multitud de los fieles, multitud que no era en aquella época. ni ecclesia
docens ni ecclesia discens, quería hacer su vida eclesiástica propia, tener su
parte de vida religiosa. Todo esto amalgamado, muy mal discernido aún en
sus elementos, gran sueño humano al que cuatro siglos habrán de aferrarse
desesperadamente.
La II Cruzada, a fines de diciembre de 1145, no es más que una empresa real,
quizá el resultado de .una especie de voto expiatorio de Luis VII. En la
asamblea de Vézelay es únicamente aristocrática; son caballeros los que
toman la cruz, y san Bernardo concibe casi solo el plan de una Cruzada
universal. Pero cuando marcha a predicarla en Alemania (donde, por otra
parte, sus primeras peticiones a Conrado III fueron acogidas muy fríamente),
la Cruzada universal estaba predicada ya por un fraile profeta, Raúl, escapado
de Citeaux, que fanatizaba a las multitudes de los países renanos, anunciaba
el reino de los últimos tiempos reservado a los cruzados, y aconsejaba o al
menos toleraba la matanza de los judíos como en tiempos de Pedro el
Ermitaño. San Bernardo no llega más que como segunda figura, después de la
predicación y casi la partida de la Cruzada popular.
La propia III Cruzada tuvo su preludio. Esto parece paradójico, ya que la III
Cruzada es esencialmente, para la historia, la Cruzada de los reyes: el
emperador Federico Barbarroja, el rey Felipe II y el rey Ricardo Corazón de
León ocupan toda la escena convencional en los acontecimientos que se
desarrollan en Tierra Santa de 1187 a 1198. Sin embargo, fijándose con más
atención, la vida de la, Cruzada popular no se interrumpe en modo alguno, ya
que si hay solución de continuidad entre las Cruzadas de nobles, las Cruzadas
plebeyas no la admiten en el negotium crucis. En 1188, cuando Felipe
Augusto y Ricardo Corazón de León hacían reír al gran burlón Beltrán de Born
por sus largas vacilaciones (no llegan a Tierra Santa hasta mediados de
1191), se predicaba una Cruzada popular en Inglaterra, en el País de Gales,
por el arzobispo Balduino de Cantorbery. Balduino y los eclesiásticos que le
acompañaban recorrían los campos para llamar a labriegos y pastores a la
Cruzada, y, como una consagración que parece necesaria para el buen éxito
de la predicación de toda Cruzada popular, hay en Inglaterra, por la misma
época, matanzas de judíos. Existe, pues, una obscura y profunda tradición
que une con sus fuertes lazos a unas Cruzadas con otras, o más bien que no
admite las divisiones abstractas entre las Cruzadas oficiales, tradición que es
simplemente el espíritu de Cruzada, siempre vivo en el corazón del pueblo
cristiano.
Igualmente, no sólo el texto tan curioso del Chronicon Leodiense, sino todos
los textos que hablan de los comienzos de la IV Cruzada, presentan a
Foulques de Neuilly mendigando subsidios para la Cruzada y lanzando a
continuación una expedición tumultuosa que fue a aniquilarse en las costas
de España, en tanto que la Cruzada de los barones, la Cruzada oficial, trataba
con los venecianos, efectuaba la famosa diversión sobre Zara, y terminaba
con el saqueo de Constantinopla y el reparto de un fabuloso botín de feudos
orientales la Cruzada emprendida para liberar la tumba del Salvador. Raúl
Rosières, en uno de los pintorescos esbozos que tanto le gustaban a este
original historiador-publicista, define así la IV Cruzada: "Los barones de la
Champaña parten para Oriente, pero se detienen en Constantinopla."35 Quizá
la única verdadera cruzada religiosa es la Cruzada de Foulques de Neuilly. Así,
a medida que se hace mayor la distancia entre la Cruzada aristocrática y ese
substratum de la Cruzada que es el elemento popular, entre el plan de la
Cruzada aristocrática y el plan de la Cruzada popular, el ideal de la Cruzada
parece más vacilante y su éxito más problemático.
No le fue dado a Inocencio III, que muere en 1216, ver la V Cruzada; al menos
la preparó, y ninguna preparación tuvo un carácter tan popular. Según dice
Albéric des Trois Fontaines, Roberto de Courson, legado de la Santa Sede, y
otros varios que estaban con él y bajo él, predicaban públicamente la Cruzada
en toda Francia en el año 1215, dando indistintamente la cruz a los niños, a
35
Recherches critiques sur l'histoire religieuse de la France [Investigaciones críticas sobre la historia religiosa de Francia], París, 1879, p. 232.
los ancianos, a las mujeres, a los cojos, a los ciegos, a los sordos y a los
leprosos. Y Albéric añade: "Lo cual impidió que la tomaran varios hombres
ricos y poderosos, porque se pensaba que una confusión semejante sería más
perjudicial que útil al buen éxito de la empresa." Dos años después de esta
predicación comenzaba la Cruzada de Juan de Brienne; en 1219, después de
la toma de Damieta, llegaban con Roberto de Courson y el legado Pelagio
refuerzos disciplinados y que no tenían ya el ímpetu de las Cruzadas
populares. La Cruzada meditada, preparada, se convierte en la Cruzada
diferida y definitivamente aplazada para más tarde o para nunca.
Así, la Cruzada popular precede a la Cruzada oficial, mientras la Cruzada
parece deber triunfar o tener por objeto Jerusalén. Pero la Cruzada popular se
separa de la Cruzada oficial, hace Cruzada aparte cuando el objeto primitivo
se olvida demasiado manifiestamente, como después de la Cruzada de
Constantinopla, o cuando la impotencia de las Cruzadas leales o señoriales
queda claramente demostrada por fracasos sucesivos. De ahí nacen las
Cruzadas populares independientes o las Cruzadas de sectas que se
escalonan durante los siglos XIII, XIV y XV. La fe popular guarda, exalta,
proclama su ideal de Cruzada.
Ante todo, esa serie de movimientos extrañísimos, casi mórbidos en la
apariencia, que son las Cruzadas de niños. Dos de estos grandes movimientos
son famosos entre todos: en el mes de junio de 1213, un joven pastor de
Vendôme, llamado Esteban, se cree designado por Dios para conducir a los
cristianos a Palestina; júntanse primero un millar de niños, y a continuación se
unen a ellos los aventureros, los mercaderes y los sacerdotes. En Marsella, se
apiñan en galeras, dos de las cuales naufragan; las otras van a proveer de
esclavos Alejandría y la costa africana.
Por entonces, un niño alemán, llamado Nicolás, anuncia que va a fundar el
reino de la paz en Palestina. Veinte mil niños se reúnen bajo sus órdenes, van
a Brindisi y algunos a Roma; gran número de ellos muere de hambre y de
fatiga, y son muy pocos los que regresan a su país. No son éstas las únicas
Cruzadas en las que la idea de infancia, de pureza, haya sido el elemento del
ideal de Cruzada. Al menos, los movimientos de niños son numerosos y están
estrechamente relacionados con las Cruzadas populares, como contrapartida
del envilecimiento de la Cruzada oficial. Cruzadas populares y también
Cruzadas de niños, son en dos ocasiones por lo menos (en 1257 y 1320) las
Cruzadas de Pastorcillos. Hombres, mujeres, niños, y sobre todo pastorcillos
como Esteban de Vendôme, se levantan por primera vez durante la cautividad
de San Luis: quieren libertar al rey y conquistar Jerusalén. Acuden de
Brabante, de Hainaut, de Flandes, de Picardía. Se decía que iban conducidos
por un jefe, "el Amo de Hungría". Quienquiera que fuese este personaje
misterioso, quizá un aventurero que utilizara más que suscitara este
movimiento, los Pastorcillos comenzaron por representar una emanación de la
conciencia popular indignada al ver a la Iglesia oficial abandonar a los
cruzados en su derrota. Pero los excesos de los Pastorcillos, sus saqueos,
provocan una de esas reacciones populares de la Edad Media, tan bruscas
como el entusiasmo que las ha precedido. La caza de los Pastorcillos se hace
con ardor en Francia entera. Se les acosa, se les ahorca, y durante algún
tiempo desaparecen.
Desaparecen, pero el espíritu pastorcillo pervive. Debió de tener múltiples
manifestaciones; una entre otras se ha hecho célebre. Sin que hubiese casi en
la situación del Oriente latino motivo para una nueva emoción de Occidente,
aparecen en 1320 nuevas columnas de Pastorcillos, éstos casi niños. "Dejan
sus campos y sus rebaños sin despedirse, ni de su padre ni de su madre." Los
de más edad apenas tienen veinte años, y recomienzan la misma y siempre
nueva aventura de esas locas expediciones. Pronto se ven escoltados o
precedidos por una multitud de aventureros y de bandidos; pasan sobre las
ciudades "como un torbellino", matan judíos, saquean París y las comarcas de
Berry, Saintonge, Aquitania y el Languedoc. El populacho los festeja; el papa
los excomulga, y terminan en una feroz represión real, perseguidos como
fieras. Una vez más se desvanece el movimiento "como el humo".
¿Desaparece? No, con mucha verosimilitud. Ese sueño de unos niños pobres,
de unos pastorcillos que liberan la herencia de los pobres de Tierra Santa a
donde los llama el niño Jesús, ese sueño que volvemos a encontrar bajo la
aparente jacquerie de los Pastorcillos en 1257 y en 1320, lo persigue
indefectiblemente la Edad Media popular. ¿Y no es una pastorcilla, una niña
pobre esa Juana de Arco que quiere hacer coronar en Reims al rey de Francia,
al rey elegido, rey de los últimos tiempos, y después combatir y vencer al
Turco, el enemigo apocalíptico que detenta la Jerusalén terrena? Aunque no
hubiera otro hecho en qué fundarla, la misión universal que proclama Juana
de Arco mostraría la fuerza de la tradición popular de la Cruzada. Tradición
que se manifiesta a cada momento de la vida de la Edad Media, sensibilidad
casi morbosa que al primer llamamiento de un predicador popular, de un
Venturino de Bérgamo por ejemplo, en el siglo XIV, lanza a los caminos
multitudes de peregrinos armados, o que, al primer anuncio de un desastre
en Oriente, hace repercutir la noticia hasta en el fondo del alma oscura de las
poblaciones de la Ultima Thule. Sensibilidad en cierto modo suspicaz que no
entra en los cálculos y las dilaciones de los grandes, que toma en serio las
predicaciones de la Cruzada36 y las recuerda a los reyes y a los nobles
demasiado inclinados a no ver en ellas otra cosa que un anhelo platónico del
papado. Después de la toma de Esmirna, cuando Clemente VI acepta que
Humberto II, delfín del Vianesado, se ponga a la cabeza de una Cruzada, el
bajo pueblo italiano, descontento al ver que el delfín aplaza sin cesar su
marcha, se forma en tropas compactas que comienzan sin esperar a más a
embarcarse para el Oriente. Esto ocurre en 1345, en pleno período de vida
democrática en las comunas italianas, en esa Italia donde estalla pronto el
"tumulto de los Ciompi".
36
El conde Riant ha mostrado esta fascinación de la Cruzada para los países escandinavos, estas especies de migraciones normandas, de expediciones de vikingos bajo el signo de la cruz. P. RIANT, [76] bis.
Guiberto de Nogent, en un pasaje citado con frecuencia, dice cómo los niños
de las cruzadas pobres, con ocasión de la primera Cruzada, tendían las manos
hacia todos los castillos y hacia todas las ciudades que distinguían en el
camino, y preguntaban si "aquello era Jerusalén" 37. Semejantes a estos niños,
los hombres de la Edad Media han tendido constantemente las manos hacia la
Tierra prometida, creyendo reconocerla a cada recodo de su triste camino. A
toda nueva forma de la vieja esperanza, han repetido esta pregunta tenaz:
"¿No es ésa Jerusalén?" Han hecho de Jerusalén su esperanza apasionada, sin
cesar renaciente y cada vez más hermosa, y han marchado infatigablemente
hacia ella.
37
Videres mirum quiddam... et ipsos infantulos, dum obviam habent quaelibet castella
vel urbes, si haec esset Jerusalem, ad quam tenderent rogitare. MIGNE, P. L., t. CLVI,
col. 704, y [109], 142.
PARTE PRIMERA
DESPERTAR DE LA CRUZADA
CAPITULO PRIMERO
PEREGRINACIONES Y CRUZADAS
La Cruzada, en su contextura religiosa y su potencia de vida colectiva, existe
desde el momento en que la Cruzada comienza. Lo extraordinario de esta
historia extraordinaria reside precisamente en eso: la Cruzada se alista
inmediatamente, realidad viva, orgánica, con su tema religioso constituido
desde fines del siglo XI, y su teología también: No es el término de una
evolución, sino el brote, casi espontáneo, de un prodigioso poder de
animación colectiva, y, como la figura de la diosa, armada de todas las armas
desde su comienzo.
Esto basta para expresar la admirable singularidad de la Cruzada y lo que se
busca en ella de creación o de experiencia de mito. Si no hay Cruzada antes
de los acontecimientos de 1095, existe, sin embargo, toda una elaboración de
los elementos, que, en ese final del siglo XI, manifestarán el espíritu de
Cruzada. Una historia de la Cruzada, en sus realidades de significación y de
espiritualidad colectivas, debe partir de un inventario de las experiencias, de
las imágenes, de las tradiciones inscritas en el inconsciente colectivo del
Occidente cristiano, después de un milenio aproximadamente de relaciones
físicas y espirituales con la tierra de Oriente de donde vino la "buena nueva".
I. LA PEREGRINACIÓN A JERUSALÉN: CAMINOS Y PENITENCIAS.
Con Constantino desaparece el nombre de la colonia pagana de Aelia
Capitolina. Jerusalén, que no es ya la ciudad de los judíos, ha vuelto a ser o se
ha hecho la ciudad santa del cristianismo. Descubrimiento de la gruta del
Santo Sepulcro, de la colina del Calvario38, invención de la Santa Cruz
atribuida a la madre de Constantino39; a partir del siglo IV se organiza el culto
a los lugares mismos de la manifestación redentora. Se elevan basílicas sobre
los lugares santos recientemente descubiertos, sobre el monte de los Olivos,
en Belén, en la cima de la colina de Sión. El 14 de septiembre, en la fiesta de
la exaltación de la cruz, se muestra la Cruz a los fieles. Estos comienzan a
afluir. Se acondicionan hospederías para recibirlos; algunos, y en número
siempre creciente, llegan del extremo del mundo cristiano40. El Oriente se
convierte para los occidentales en la tierra sagrada de la historia, pasada y
presente, de su religión. Así se organizan las peregrinaciones que, durante
unos siete siglos, sin discontinuidad alguna, van a constituir uno de los lazos
vivos, el más completo al parecer, entre el Oriente y el Occidente. Una
38
39
40
EUSEBIO, Vida de Constantino, III, 25-27.
SAN JERÓNIMO P. L., XXVII, c. 671.
L. BRÉHIER, [36]. Citamos por la 6ª edición, París, 1928, pp. 5-7.
extraordinaria elaboración también, en la que se puede, en el curso de los
siglos que preceden a la Cruzada, ver acusarse algunos valores esenciales.
En el plano de la experiencia individual ante todo, fácilmente discernible en la
multiplicidad de los textos. La peregrinación a Jerusalén se caracteriza muy
pronto como un rito de penitencia. Por otra parte, desde fines del siglo VII, se
cuenta entre las penitencias canónicas 41. Y ayunos siglos más tarde, se verá a
ciertos personajes muy mezclados en la vida pública de su tiempo, como
Foulque Nerra y Roberto el Diablo, buscar en ella una purificación casi
automática42. Los casos hagiográficos en los que un personaje descubre en la
realización de la peregrinación una ocasión única de enmendarse para
siempre son frecuentes. La peregrinación crea una vida nueva: marca la crisis
decisiva, que es como la muda de la piel vieja. Lo prueban las tomas de
hábitos monásticos en los Santos Lugares, sobre todo los votos pronunciados,
ya en las reglas monásticas, ya fuera de ellas, inmediatamente después de
los regresos, que se multiplican en el transcurso de los siglos X y XI. La idea
de purificación se liga estrechamente a la de peregrinación. Así lo expresa el
biógrafo de San Aderaldo a propósito de las peregrinaciones de su héroe,
"deseoso de progresar de bien a mejor y de ir de virtud en virtud"43. Así lo
manifiesta la importancia del rito bautismal, que se hace cada vez más el acto
capital de la peregrinación, rito de purificación por la inmersión en el agua y
también rito de paso por la travesía del Jordán. Las palabras que emplea el
autor de la vida de San Silvino en el siglo VIII parecen más llenas de sentido
todavía en el siglo XI: el peregrino se encuentra "como nacido de nuevo y
rehecho totalmente... todos sus deseos colmados de esta vida terrena"44.
Recreación individual únicamente, parece no haber más en la intención y
realización de la peregrinación. Y, sin embargo, a medida que se multiplican
las peregrinaciones, que se amplían sobre todo en cuanto a su masa humana,
otros fines, todavía individuales, pero cada vez más colectivos, aparecen.
Esos peregrinos cuyas multitudes aumentan en el siglo XI, van al Santo
Sepulcro o a Tierra Santa, para encontrarse allí en la época del Anticristo. Y
no es para combatirle, ya que están sin armas, sino para sufrir a causa de él,
y participar de este modo en la gloria de los elegidos el día del Juicio. La
peregrinación participa de la expedición de oblación colectiva, o incluso del
sacrificio. Esta ofrenda del sacrificio en las expediciones armadas que
preceden a la Cruzada, se la siente poco a poco hacerse consciente. Los
41
Recueil général des Formules usitées dans l'empire des Francs du Ve au Xe siècle [Colección general de las fórmulas usadas en el Imperio de los francos del siglo V al X], por
E. DE ROZIÈRE, París, 1859, Fórmula n° 667, t. II, p. 939. La peregrinación de penitencia
a Tierra Santa parece, a diferencia de las demás peregrinaciones, haber sido ordenada
por Roma, y había que pasar por Roma antes de emprenderla. Nos inclinaríamos a ver
en ella la pena infligida por el papa para los casos reservados. Pero, que sepamos, ningún conjunto de textos lo establece con seguridad. Únicamente Frotmundus Rothonensis monachus, AASS. 24 oct., X, 847, posterior a 855.
42
R. GLABER, [71] 1. II, c. IV, p. 32.
43
AASS, 20 oct., VIII, 992.
44
AASS, 17 febr., V, p. 30.
religiosos que combaten contra los sarracenos a las órdenes de los príncipes
navarros lo hacen, si hemos de creer a Raúl Glaber, "por el amor de la caridad
hacia sus hermanos"45. Es ya el holocausto, más claramente ofrecido aún por
Gregorio VII, cuando se declara dispuesto a ponerse a la cabeza de los fieles
para volar en socorro del Imperio bizantino, porque aquéllos deben ofrecer
sus almas por sus hermanos, como un buen pastor se lo debe a su rebaño 46.
Bajo esta forma elemental, la marcha, armada o no, adquiere un valor de
sacrificio colectivo. Y si en la peregrinación, confiesan ciertos santos buscar
una muerte gloriosa, oblación ciertamente aunque todavía individual, bajo la
influencia del "impulso hacia la Tierra Santa", o por la repetición densa de
esas ambiciones gloriosas, se establece lentamente la conciencia de una
marcha para el cumplimiento del sacrificio común, ofrenda propiciatoria y
redentora.
Se ve también que la partida para los Santos Lugares no se lleva a cabo sin
un despojo previo. Preparación del sacrificio o comienzo de éste, la exigencia
de pobreza se manifiesta en la más característica de las leyendas de pobreza,
la leyenda de San Alexis, el hombre de Dios 47. Toda una serie de textos, entre
ellos el admirable poema de los comienzos de nuestra lengua literaria, la
hacen resurgir a partir del siglo XI, y en este momento, sobre todo, participa
de sus lejanos orígenes siriacos. Momento de florecimiento de la leyenda, que
es el momento de su necesidad. Y esta leyenda celebra al hijo del patricio
romano que, la noche misma de sus bodas, abandona esposa y padres, y
marcha a vivir de limosnas a Oriente, pasando los días y las noches en
oración, en Edesa según la leyenda siriaca, en Jerusalén, dirá curiosamente
una vida del siglo XIV, que fija la orientación de la significación misma de la
leyenda. La estancia en Oriente es, en la evolución latina de la leyenda,
temporal, y tras unos años de ausencia, Alexis regresa a Roma huyendo de la
fama que había provocado en Edesa su piedad excepcional; vuelve a casa de
su padre, pero sin darse a conocer, y, pidiéndole únicamente que le dé por
caridad un camastro, se acomoda bajo la escalera, sufriendo los malos tratos
de los criados, como último de los últimos en aquella casa que es la suya: es
el pobre bajo la escalera tal como nos lo ha presentado en la actualidad Henri
Ghéon. Este pobre es un peregrino. Cuando vuelve a Roma, llega como
peregrino, según el testimonio seguramente ampliado de la Leyenda Aurea:
"Servidor de Dios, soy un peregrino; haz que me admitan en tu casa, y
déjame alimentarme de las migas de tu mesa, a fin de que el Señor se digne
R. GLABER, [71], lib. II, cap. IX, p. 44.
P. L., CXLVIII, c. 329. El holocausto de las almas por los hermanos se funda en el
ejemplo del Señor.
47
Sobre la leyenda siriaca, A. AMIAUD, La légende syriaque de Saint Alexis, l'homme de
Dieu [La leyenda siriaca de San Alexis, el hombre de Dios], París, 1889, fasc. 79, Bibl.
École Hautes Études. Las vidas latinas están en AASS. 17 jul., IV, pp. 238 y sigs. La vida
de San Alexis se ha publicado en edición crítica por G. Paris, en 1872, Bibl. École Hautes
Études, Ciencias filológicas e históricas, fasc. 7, en 8°, XII-416 p. Sobre la leyenda, informe de G. Paris en Romania, XVIII, pp. 299 y sigs.
45
46
tener compasión, a su vez, de ti, que también eres un peregrino." En la
mayoría de los textos, es el saludo de Alexis: Pauper sum et peregrinus. Al
salir de Roma, ha abandonado todos sus bienes. El peregrino debe romper
todos los lazos: su elección es la de la pobreza. Tal vez exista en la fijación de
la leyenda de pobreza un recuerdo de aquellos viajes piadosos a los Santos
Lugares, que iban normalmente acompañados de una estancia ascética en los
monasterios de Tierra Santa y junto a los solitarios de Egipto. El abandono
previo de los bienes es la preparación al encuentro ascético y a la purificación
en el cumplimiento de la peregrinación 48. Condición, por lo demás, con
frecuencia ausente. Las peregrinaciones de importancia, como la de Ricardo
de Saint-Vanne y la de Gunther de Bamberg, exigen gastos y llevan consigo
en el segundo caso un despliegue de lujo que notan los contemporáneos.
Gran número de peregrinos pobres, por otra parte, aparecen en las textos,
son pobres por naturaleza, en modo alguno voluntarios. Con todo, la
peregrinación, por su fecundidad misma; parece exigir una purificación inicial,
que es la del despojo de los bienes. Es como si el peregrino, al partir hacia un
extraordinario encuentro, quisiera aliviarse del peso de la tentación de
recobrar un día sus riquezas, o bien obligarse a no volver.
En el siglo XI, en efecto, se manifiesta una tendencia a considerar la
peregrinación a Jerusalén como un postrer viaje, la realización del supremo
destino religioso a que puede tender un fiel. El monje Glaber, al notar la
extraordinaria concurrencia de peregrinos de todas las clases sociales que
fueron a Jerusalén en los comienzos del siglo XI, precisa la intención de un
gran número: morir allá mejor que regresar junto a sus bienes 49. El texto no se
encuentra aislado. En el mismo Glaber se encuentra la historia de Letbaldo de
Autun, el cual, al llegar a Tierra Santa en buen estado de salud, le pide al
Señor morir en el lugar mismo en que murió el Salvador, a fin de que, así
como le ha seguido corporalmente hasta allí, su alma entre al punto en el
cielo, "intacta y radiante de felicidad bienaventurada". La petición fue
escuchada: Letbaldo moría aquella misma noche en su posada, en la paz y la
alegría, ejemplo raro, como subraya el cronista, de una piedad que había
solicitado del Padre la muerte en nombre de Jesucristo y la había aceptado
gozosamente. Fue en el monasterio de Bèze, cerca de Dijon, donde los
peregrinos, sus compañeros, refirieron a su regreso a Glaber el notable
hecho. La leyenda cunde evidentemente, pero, hasta en el comentario de
Glaber, se busca una conciencia de autenticidad religiosa, reveladora en la
realización de la peregrinación de un ideal de fe muy elevado. Los lugares en
que se muere piadosa y saludablemente son aquellos en los que el Dios-Hijo
entró intacto en su gloria. Este poder de participación religiosa está
indiscutiblemente vivo en lo inconsciente colectivo del siglo XI. Las grandes
peregrinaciones, cuidadosamente preparadas, dan fe dé semejante
esperanza. La partida de un Ricardo de Saint-Vanne, o de un Roberto el
48
Otro texto característico es la Vita S. Heimeradi presbyterii, AASS., 28 jun., V, 388.
R. GLABER, [71], p. 106, lib. IV; cap. VI: Pluribus enim erat mentis desiderium mori
priusquam ad propria reverterentur.
49
Diablo, por la emoción que provocaron, en particular la primera, entre la
gente de las comarcas de que partieron los peregrinos, muestran muy bien
que no se esperaba un regreso. Las fundaciones de monasterios de hombres
y mujeres en Jerusalén, especialmente en el siglo XI, por el rey San Esteban
de Hungría, atestiguan la misma esperanza de quedarse y de morir en
Jerusalén. Lo cual sitúa, en el plano de la experiencia individual, el biógrafo de
Ricardo de Saint-Vanne, que escribe cerca de un siglo después de la
peregrinación de su biografiado de 1025, pero seguramente de acuerdo con
los términos de una tradición más antigua. El piadoso abad marcha a
Jerusalén porque está cansado del mundo y de sus agitaciones, y quiere vivir
y morir en la contemplación: ha oído decir que algunos de los que iban a
Jerusalén dormíanse allí en Cristo, en toda beatitud. Sus votos no fueron
escuchados, y regresa con un inmenso pesar por no haber muerto en los
lugares mismos en que murió Cristo, por no haber podido "sufrir por Cristo,
permanecer en él y ser sepultado en él, para que Cristo le concediera
resucitar en su gloria a la vez que él"50. La participación se hace total,
certidumbre luminosa de salvación, en la tierra en la que se desarrolló el
misterios la pasión redentora del Dios-Hombre.
Podía ser, en el plano de la experiencia individual, la realización, postrera por
la peregrinación. ¿Qué más que la muerte con la promesa de la gloria en los
lugares del misterio divino? De hecho, otro valor, de finalidad individual, y que
puede lentamente substituir esta plenitud, comienza a definirse. En el
pontificado de Juan VIII, que no fue más, que una lucha incesante contra los
sarracenos, amos ya del Mediterráneo, aparece la promesa, revestida de la
autoridad pontifical, de que los guerreros muertos combatiendo contra los
paganos y los infieles tienen garantizada su salvación 51. La sangre vertida en
la guerra santa lleva consigo la remisión de los pecados. Es ya -la palabra
aparece a la vez- la milagrosa indulgencia. León IV, al llamar treinta años
antes, en 848, a los francos en socorro de Roma amenazada por los
sarracenos, había prometido también el proemium coeleste a los que
muriesen por la "verdad de la fe, la salvación de la patria y la defensa de los
cristianos". Y los guerreros francos muertos por Roma son venerados allí
como mártires. La guerra santa y la oblación en ella señalara la certeza de la
salvación. ¿Dónde hubiese podido ser más completa la correspondencia entre
la obra santa y la suprema recompensa? Sin duda, la Iglesia de Oriente
rechaza hacia la misma época el privilegio del martirio a las víctimas de la
guerra santa. La Iglesia de Occidente, por su parte, sólo avanzará lentamente
en la elaboración doctrinal. Pero los acontecimientos, la multiplicidad de
peligros, y su frecuencia, ejercen una coacción sobre el ardor religioso. En las
grandes expediciones de España, si bien no hay trazas de indulgencia, existe
al menos la certeza de la gloria prometida a los que han caído "por la
salvaguarda de la patria y la defensa del pueblo católico"; se sabe que
alcanzan la suerte de los bienaventurados52. Y cuando estas expediciones
adquieren un carácter más frecuente, y por las exigencias del reclutamiento,
más universalista, Alejandro II no vacilará en proponer el privilegio sagrado de
los que marchan en favor de España contra los sarracenos: tienen derecho a
la remisión de sus pecados53. Derecho o remuneratio, es decir, justa
recompensa, Gregorio VII no lo duda ya, cuando promete a Guillermo de
Borgoña, para animarle a ir a Oriente -probablemente con cierto número de
otros fieles, para combatir a los sarracenos que amenazan tan gravemente el
Imperio bizantino- una verdadera indulgencia, en nombre de San Pedro y de
San Pablo, duplex, imo multiplex remuneratio, y no ya solamente para los
muertos, sino para los que serán fatigati en esta expedición54. Se define
seguramente una teología de la acción armada: a mediados del siglo XI,
encuentra la corriente de las peregrinaciones, y pronto se convertirá en el
instrumento de la Cruzada, junto con otro enriquecimiento que aparece con
ocasión de las luchas de España, en una carta de Urbano II, de 1089, en la
que el pontífice anima a los que tenían la intención de ir en peregrinación a
Jerusalén, a que reemplacen los gastos y las fatigas del viaje por una
cooperación eficaz en la restauración de las fortalezas y de la catedral de
Tarragona. El papa quiere, en efecto, convertir la ciudad en un baluarte
contra los infieles, y promete a los que participen en esta obra con una
contribución en dinero o de otro modo, "la indulgencia que hubiesen merecido
de haber arrostrado las dificultades de todo género de su peregrinación" 55.
Texto auténtico, parece, y en el que la acción del papado, al servicio de una
cristiandad amenazada por todas partes y por el mismo enemigo, liga la obra
santa, cualquiera que sea la forma en que se realice, al cumplimiento de la
salvación, y prepara, según las urgencias de su política salvadora, las
substituciones necesarias. Así, en el corazón de la Edad Media occidental,
viven la historia y el beneficio de la indulgencia, uno de los más auténticos
medios de dominio de la teocracia medieval, uno de los secretos también de
un orden de la unidad, en la cual siempre debe existir la posibilidad de una
relación entre el logro de la salvación individual y el servicio de la religión.
II. EL OCCIDENTE
COLECTIVAS
Y
JERUSALÉN:
IMÁGENES
Y
REPRESENTACIONES
Las formas históricas de este servicio de religión están indiscutiblemente
preparadas por las experiencias y los descubrimientos colectivos adquiridos
en los siglos que preceden la explosión de la Cruzada. De estas experiencias,
la más notablemente continua es la de las peregrinaciones a Tierra Santa. La
50
Vita S. Ricardi, en AASS., 14 jun., II, 471. La Vita a cooevo, publicada por Pertz, XI,
280-290, no dice nada del deseo de Ricardo de morir en Jerusalén.
51
Carta fechada aproximadamente en 876-882 por RIANT, [9] pp. 22 y sigs.; texto en
MIGNE, P. L., CXXVI, c. 816. Fragm. epist. Leonis IV ad Francorum exercitum (Gratiani
Decret., XXIII, q. 8, c. 9 en MANSI, Concilia, XIV, 888).
52
53
54
55
GLABER, [71], lib. II, cap. IX, p. 45.
JAFFÉ-LÖWENFELD, nº 4530 (en la fecha de 1063).
P. L., t. CXLVIII, col. 325-326.
MIGNE, CLI, c. 302-303. Sobre la autenticidad, conde Riant, [9], páginas 68 y sigs.
historia en muy grandes rasgos del movimiento de peregrinación manifiesta,
más que la fuerza de un hábito, extraordinario, el encaminamiento natural y
perseverante de los fieles de Occidente, peregrinos del Oriente sagrado. Esta
historia comienza en el corazón del siglo IV, con la invención de la Santa Cruz.
Nada interrumpirá ya, del siglo IV al XI, su desarrollo de una continuidad
milagrosa. Ni las controversias dogmáticas que agitan a las Iglesias de
Oriente, ni las luchas que los papas tuvieron que sostener a veces contra los
patriarcas de Constantinopla para hacer triunfar su primacía influyeron sobre
las peregrinaciones, ni modificaron los sentimientos ni los itinerarios de los
peregrinos. A pesar de los desastres y los azotes que siguen a las invasiones,
en los siglos V y VI, el Oriente se mantiene esencial en las preocupaciones de
los occidentales; la ruta de Jerusalén es un ejercicio de religión. También una
consagración, ya que los cronistas comienzan a notar los viajes realizados por
los obispos a Tierra Santa como el acontecimiento importante de su vida.
Contra la fuerza de esta certidumbre creciente, impregnación de fe de todo
un mundo, no podrán nada los acontecimientos. Las peregrinaciones no se
suspenderán por la invasión persa del siglo VII, ni por la invasión musulmana
poco después, ni por la ruina o existencia precaria de las cristiandades
orientales. La diplomacia de Carlomagno, ya que no tal vez la concesión,
prestigiosa, del protectorado de los Santos Lugares a Carlomagno por el califa
de Bagdad, Harún-al-Raschid, asegurará por dos siglos un régimen de
coexistencia honesta entre musulmanes y cristianos, y la práctica fácil de las
peregrinaciones56. Estas parecen convertirse en hábito corriente: las
descripciones de la Tierra Santa, así como los relatos de viajes, habituales en
los primeros siglos, desaparecen; al menos no conocemos ninguno, después
del de Bernardo el Monje, de 870. A fines del siglo X, al protectorado bizantino
reemplaza el de Carlomagno57. La tutela cristiana continúa. Hasta los
acontecimientos de 1009, en que Jerusalén es saqueada por los musulmanes
y el Santo Sepulcro destruido con furor por las autoridades islámicas de Siria.
Una voluntad fanática de aniquilamiento se ensaña en los lugares que desde
hacía siete siglos habían recobrado un extraordinario poder de devoción58. La
devastación es total, y los cristianos son perseguidos encarnizadamente en
todos los territorios sometidos al califa fatimita. Algunos peregrinos
terminarán en mártires59. No por ello cesarán las peregrinaciones. Por el
contrario, se organizan. Los peregrinos que por fortuna logran llegar a Tierra
Santa, se obstinan en permanecer allí. Nuevas fundaciones de monasterios y
de hospederías se establecen sobre las ruinas, apenas atenuada la
persecución. Es en particular la obra de Esteban, rey de Hungría, convertido
al cristianismo con todo su pueblo, quien, además de sus beneficios a los
56
L. BRÉHIER, [81].
Sobre los acontecimientos del siglo X en Jerusalén, RIANT, en Mém. Acad. Inscript. et
Belles-Lettres, t. XXXI, pp. 164-166.
58
Sobre el encarnizamiento en destruirlo todo, el testimonio del médico árabe Yahía de
Antioquía, analizado por G. SCHLUMBERGER, [53], París, 1890, t. II, pp. 442-444.
59
Caso de San Colman, AASS., 13 oct., VI, 357-362.
57
Santos Lugares, se dispone, para los tiempos venideros a abrir una vía nueva
al iter sacrum, la ruta terrestre, jalonada ya de hospederías apenas
inaugurada60. Sobre todo, las peregrinaciones se transforman en verdaderas
expediciones, con una organización jerárquica, un jefe de poder, a lo que
parece, discrecional, una vida casi ritual y una conciencia de moral específica
que prueba que aquellas columnas no eran el simple efecto del azar, o una
aglomeración por el sólo temor a un peligro común. Algo va a nacer,
provocado por esa fuerza magnífica que constituye la voluntad de la
peregrinación, vencidas todas las dificultades, en vista de la realización de
una salvación indispensable. La vida religiosa del Occidente ha encontrado en
los Santos Lugares su centro, y en el acto de la peregrinación la obra suprema
de religión, individual y cada vez más colectiva. Si a veces, en lo más fuerte
de las invasiones persa y musulmana, disminuyen las peregrinaciones, jamás
se interrumpen, y después de 1009, se reanudan con mayor intensidad que
antes, con el valor de un llamamiento imperioso para un número de hombres
cada vez más amplio.
¿Qué surge lentamente de las profundidades de este llamamiento? Es cierto
que la intensidad de la religión de la peregrinación debe buscarse ante todo
en el objeto más inmediato y más explícito de ésta. La peregrinación se hace
a los Santos Lugares. ¿Cuál es la realidad buscada, esperada, de esos Santos
Lugares? En los primeros siglos, es clara la tendencia a querer encontrar de
preferencia los recuerdos del Antiguo Testamento: hay, en los siglos IV, V y VI,
una tradición hebraica en la peregrinación. Esta es durante mucho tiempo la
realización de ten doble viaje: Jerusalén y la vía de los Profetas. Es la realidad
viva de los Santos Lugares. Pero, muy poco a poco, el Santo Sepulcro se
convierte en el centro mismo de la peregrinación. Es el lugar al que se va a
llorar y a rezar; tal ese santo de quien su hagiógrafo dice que regaba todos
los días con la lluvia de sus lágrimas el sepulcro de Jesús Nazareno
crucificado61. Jerusalén, los lugares de la Pasión concentran poco a poco toda
la virtud de la peregrinación. Y no es, ciertamente, que deje de haber aún,
acá y allá, piadosos peregrinos -las vidas de los santos nos lo enseñan- que no
van más que hasta el Sinaí o que buscan la tierra donde fue bendito Abraham
y de la que, de su linaje, partieron las generaciones. Un sentimiento cada vez
más definido de ese Oriente del que ha partido toda la vida religiosa guía a
los más esclarecidos de los peregrinos. Y en la conciencia de su gesto, se
esboza un doble movimiento en cuanto a la realidad de esa Jerusalén a la cuál
marchan desde tan lejos. En la exigencia misma de la peregrinación buscan
esa ciudad centro del mundo, en su realidad física y en toda su impregnación
de la sublime historia. Como ese S. Willibald del siglo VIII, cuyos méritos de
peregrino ha contado la religiosa de Heidenheim en un latín bárbaro: en
primer lugar, el de haber visto "con sus ojos", así como "corporalmente"
tocado "con la planta de sus pies" "los lugares mismos de las tierras" en que
60
Para la obra de San Esteban en los Santos Lugares, MGSS., XI, 227. y 235; L. BRÉHIER, [36], p. 44
61
Sanctus Magdaluaeus, obispo de Verdun, AASS., 4 de octubre, II, página 519 A.
el Señor nació, sufrió y resucitó62. El encuentro físico con los lugares en que se
realizó el misterio de la Redención es seguramente el objeto más antiguo, así
como el más constante, de la peregrinación. Pero a medida que las
peregrinaciones se multiplican y se hacen conscientes de su extraordinaria
realidad, las imágenes épicas de la tradición de las Escrituras vienen a
explicar la aventura. El peregrino que marcha a Jerusalén es figura de
Abraham saliendo de la tierra de Caldea. Las pruebas de Job se comparan a
las de un peregrino zarandeado por las tempestades y detenido por mil
dificultades y mil peligros. Cuanto más realidad colectiva se va volviendo la
peregrinación, más parecen imponerse las semejanzas del Antiguo
Testamento: esas tropas que van a Jerusalén repiten, sin duda ninguna ya, la
vieja marcha de los hebreos penetrando en Tierra Santa. De la peregrinación
individual se pierde el rastro: ya es, cada vez más, la imagen de un nuevo
Éxodo. La tradición bíblica garantiza la realidad del encuentro físico. La
imagen es otra certidumbre. Pero al mismo tiempo, introduce, en la idea de
Jerusalén, una posibilidad de alegoría que buscó la tradición
exegético-alegorista; muy viva en el biblicismo de los siglos IX, X y XI. Para
ésta, en efecto, Jerusalén y los Santos Lugares están definidamente
"deslocalizados, inmaterializados", y ella es la que suministrará ese sentido
nuevo atribuido a Jerusalén a la polémica contra los judíos, considerados
como demasiado materialistas en cuanto a su conciencia de los Santos
Lugares y de la Ciudad Santa. Así lo enseña Pascasio Radbert: "Esta Jerusalén
terrena de que hablas, la ha elegido Dios por un tiempo, pero es con el fin de
que sea la figura, de esa Jerusalén celeste, hasta que venga de la simiente de
David el Rey que reinará sobre ella por toda la eternidad." 63 Subyacente a la
Jerusalén reconocida, está la otra, la verdadera, de la que ésta no es más que
la imperfecta imagen. Naturalmente, la distinción abre la posibilidad de la
revelación profética que anuncia la destrucción de la Jerusalén terrestre para
que se establezca, la otra Jerusalén64. Tal es, en la sucesión de las imágenes,
la fuerza de las oposiciones. O bien -convirtiéndose en habitual el
desdoblamiento- es una jerarquía de las imágenes la que se impone. Los
hagiógrafos, incluso cuando refieren las peregrinaciones más materiales,
tienden a notar que sus protagonistas no han querido sino ver "bajo el
aspecto de la carne" esta Jerusalén que conocían ya "por los ojos de la fe"
gracias a las figuras de los patriarcas y a los oráculos de los profetas65. La
Jerusalén mística es ya más enteramente conocida que la Jerusalén vivida, en
esa tierra en la que la Vida de San Bononio ha marcado, con singular
agudeza, la extraordinaria realidad en la conciencia de esos hombres,
diciéndola absens et praesens66. San Conrado aspira a Jerusalén, "aunque
62
A. MOLINIER, [68], II, nº 2089. T. TOBLER y A. MOLINIER, [65], I, páginas 244-245.
63
Expos. in Matthaeum, lib. I, c. I. P. L., CXX, c. 68.
64
Cf. P. Damien en P. L., CXLV, c. 60.
65
Vie de Saint Conrad évêque de Constance [Vida de San Conrado, obispo de Constanza], M. G. IV, 433.
66
AASS., 30 ag., VI.
terrena"; en el impulso magnífico de participación en los lugares en que vive
el recuerdo de la Pasión de Cristo, se manifiesta ya como una sospecha de
inferioridad o de debilidad humana. Es la otra Jerusalén la que se va
convirtiendo en certidumbre, en necesidad, frente a la Jerusalén de la historia.
La creación escritural cubre la realidad demasiado pobre. Y cuanto San
Colman parte en 1012 para Tierra Santa, conoce ya la transfiguración
necesaria, puesto que marcha a "ver la Jerusalén terrena, pero con un amor
completamente celestial". La sublimación se encuentra inscrita ya en la
conciencia de los peregrinos, y con ella la oposición posible entre las dos
Jerusalén. ¿Hasta dónde prevalecerá una sobre otra, actitud más natural aún
de la debilidad o de la cobardía humana?
De hecho, la disociación no se hará, al menos, hasta que surja la Cruzada. Y
las razones que ligan a una Jerusalén con otra en una unidad más compleja, y
también más singular, parecen estar suministradas por las tradiciones
escatológicas tan vivas en el siglo XI, en vísperas de la Cruzada. Todo un
conjunto de estas tradiciones, donde se encuentran la tradición
romano-bizantina con la tradición judeo-sibilina sobre el rey de los últimos
días, se expresa, a fines del siglo X, en el Libellus de Antichristo de Adson67.
Antes de la discessio magna, la que anuncia la II Epístola a los Tesalonicenses
(II, 3) , el último rey de los francos, después de haber reunido en sus manos
toda la hegemonía imperial romana, irá a Jerusalén, al monte de los Olivos, y
allí depositará el cetro y la corona. Luego vendrán los tiempos del Anticristo.
Certidumbre profética del cumplimiento de los tiempos, producida por los
resurgimientos de un mesianismo carolingio, tan particularmente intensos en
el siglo X. Es, en efecto, la época en que se forma la leyenda de la
peregrinación de Carlomagno a Jerusalén68. La elección de Carlomagno se
representa en ella de manera manifiesta, entre rasgos cómicos del folklore
adventicio, sobre todo en la escena en la que, sentado con sus pares en el
coro de la iglesia de Saint-Patenôtre, recibe especialmente el saludo del
patriarca de Jerusalén, a él, "Carlomagno sobre todos los reyes coronado".
Leyenda que lleva, por otra parte, la esperanza de la resurrección del
Emperador para el momento en que sea útil, con objeto de ponerse a la
cabeza de las tropas cristianas de la expedición última a Tierra Santa. El rey
de los últimos días, en que se convierte el emperador de Occidente, debe
conducir sus pueblos, para el cumplimiento de los tiempos, hacia la Jerusalén
única, donde la visión mística y la realidad física se unen indisolublemente en
la certidumbre de la manifestación salvadora.
ADSON, [392].
Sobre la cuestión, G. RAUSCHEN, Die Legende Karls des Grossen, Leipzig, 1890; G.
PARIS, Histoire poétique de Charlemagne [Historia poética de Carlomagno], París, 1865
8°; J COULET, Études sur l'ancien poème françáis du voyage de Charlemagne en Orient
[Estudios sobre el antiguo poema francés del viaje de Carlomagno a Oriente], Montpellier, 1907; J BÉDIER, Les légendes épiques, [Las leyendas épicas], t. IV, pp. 122 y sigs.,
y L. BRÉHIER, [81].
67
68
Otros signos, por lo demás, muestran que los tiempos están cercanos, y en
ese complejo escatológico que constituye la necesidad del iter
hyerosolimitanum, hay que atribuir parte importante a las agitaciones
misteriosas del año mil. No era ciertamente la primera vez que una amenaza
procedente del Islam determinaba unos temores que adoptaban la forma de
una creencia en la inminencia del fin del mundo. Las correspondencias eran
inmediatas en aquel mundo medieval, a la vez tan inestable y tan ligado. Pero
en torno de la tercera década que sigue al milenio, es decir, en torno del
verdadero plazo del milenio redentor, en el desarrollo considerable de las
peregrinaciones colectivas a Jerusalén, se establece la certidumbre de la
proximidad de acontecimientos prodigiosos. Glaber es quien, en el año 1028,
refiere con más coherencia la interpretación reflexiva de esos signos
extraordinarios: "Algunas personas de autoridad y peso, consultadas con
respecto de la prodigiosa concurrencia de gente a Jerusalén, entusiasmo
hasta la fecha inaudito, contestaban con buen juicio que era el signo
anunciador del infame Anticristo, que los hombres esperan hacia el final de
este siglo, sobre la fe de las divinas Escrituras: por eso, todas las naciones se
abrían un paso hacia el Oriente que debía ser su patria, para marchar pronto
a su encuentro"69. Vía viviente de un prodigioso encuentro, la del
cumplimiento de los tiempos, tal era en esta certidumbre escatológica la ruta
de Jerusalén. Lo cual confirma, con un testimonio -elaborado- la vida de San
Altmann, obispo de Passau, que formó parte de la gran peregrinación de San
Liatbert: muchos nobles se dirigían a Jerusalén, engañados por la creencia del
vulgo de que el fin del mundo se acercaba (a causa de la fecha de la Pascua
aquel año)70. Como si impulsada por el fervor de las multitudes, la vorágine de
la gran espera hubiese arrastrado a esos poderosos de la Tierra, que van a
acudir solícitos y numerosos a las grandes marchas al Oriente de la primera
mitad del siglo XI. Ellos también, en una conciencia total del camino que hay
que recorrer y de la realización profética, descubridores y peregrinos de las
dos Jerusalén en una, ya que la que van a alcanzar al término de su
prodigiosa aventura se convierte en la manifestación -en un equilibrio
perfecto de la figura y de la vida- de aquella que debe ser el lugar de su
recompensa y que llevan dentro de sí desde los primeros pasos de su
ferviente partida.
Así, la peregrinación, rito de purificación individual que podía llegar a ser
participación viviente en el misterio redentor, se ensancha, en una línea
natural de desarrollo y a través de las dificultades que parecen deber vedarla,
hasta convertirse en obra colectiva de común salvación, en la certeza de la
espera escatológica del cumplimiento de los tiempos. Hasta el momento, por
otra parte, en que, a causa de los acontecimientos del siglo XI, esta
peregrinación que es realidad religiosa esencial, puede ser incluso la única
realidad de la religión, parece la más amenazada hasta en su perseverancia.
Entonces es cuando los peregrinos se agrupan; entonces también cuando las
peregrinaciones comienzan, eventualmente, a armarse. La vida de religión
exige poder ser realizada: la salvación puede lograrse a costa de la lucha. Y
esto, cuando se hace manifiesta sobre todo una evolución respecto a la
legitimidad del derecho de matar. Glaber, cronista de las hazañas de España,
refiere que en las expediciones de Sancho de Navarra los frailes, a causa del
pequeño número de las tropas, se vieron obligados a combatir y tomaron las
armas, mucho más "por amor y caridad fraternal" que por una gloria
ostentadora71. Medio siglo después, Alejandro II especifica cuidadosamente, a
propósito de las partidas de soldados cristianos para España, "que la efusión
de sangre está vedada por el Señor, salvo en el caso en que se haya de
castigar a los criminales", o también cuando, "como ocurre con los
sarracenos, amenace un ataque enemigo" 72.La legítima defensa justifica la
acción armada. Esto es lo que se afirma también en los caminos de la Tierra
Santa. Cuando la imponente tropa de la peregrinación de Gunther de
Bamberg llega cerca a Ramleh, se ve súbitamente atacada y envuelta por
asaltantes beduinos. Los nuestros (es decir, los peregrinos) comenzaron al
principio a resistir, dicen brevemente los Annales Altahenses majores73, pero
Lamberto de Hersfeld -prueba de lo insólito del hecho- justifica o explica: los
nuestros, "juzgando acto de religión defenderse de sus brazos y asegurar su
salvación, que habían ofrecido a Dios al partir como lo habían hecho por
caminos del extranjero, por las armas corporales". La resistencia durará
varios días, hasta el momento en que uno de los sacerdotes, acometido de
remordimientos, denuncia el pecado de haber puesto mayor confianza en sus
propias armas que en Dios, y aconseja que se remitan a la decisión divina.
Inmediatamente abandonadas las armas y puestos todos en oración, se
decide pactar con los jefes árabes un armisticio74. La terminación de la
aventura no fue inmediata, pero en el encadenamiento de los
acontecimientos materiales, existe aquí una novedad singular. ¿Debe ser
llevado hasta el martirio el acto de fe de la peregrinación? ¿O la
peregrinación, cueste lo que cueste, debe ser llevada a cabo, aun con las
manos ensangrentadas? Este combate de 1065 es el primero de una serie
que abarcará todas las Cruzadas. Una especie de necesidad pesa en adelante
sobre la realización salvadora de la peregrinación. La crónica de Bernold, en
el año 1065, y refiriéndose también a la peregrinación de Gunther de
Bamberg75, enuncia lacónicamente las molestias nuevas: "...En su
peregrinación tuvieron mucho que sufrir de parte de los paganos. Se vieron
obligados en efecto, a luchar contra ellos." Gregorio VII, consciente de la
evolución de los tiempos, no piensa en otra cosa, para la liberación de los
cristianos de Oriente, que en una expedición armada de la cual sería el jefe y
71
72
73
69
70
R. GLABER, [71],.lib. IV, c. 6, p. 109.
Vita Altmanni, episc. Pataviensis, AASS., 8 ag., II, 367 y sigs.
74
75
R. GLABER, [71], lib. II, c. IX, p. 44.
JAFFÉ-LÖWEMFELD, n° 4532-n° 4533 (y MIGNE,, P. L., 146, p, 1387).
PERTZ, XX, 816.
PERTZ, SS., V, 168-169.
PERTZ, SS., V, 428.
el pontífice. El pensamiento religioso de Occidente integra el derecho de
matar como una de las libertades de su salvación.
Intensidad de vida religiosa colectiva, que organiza su voluntad de vivir: al
término de cada evolución parece vislumbrarse la Cruzada. Pero esta
extraordinaria elaboración del siglo XI no es en modo alguno la Cruzada
todavía. La hace sentir más como una creación de los hábitos, de las
necesidades y de los valores, de los que un día surgirá la Cruzada. Sin
establecer causalidades artificiales o explicaciones, todas justificables
ciertamente, pero manifiestamente insuficientes cada vez que se compara la
prodigiosa singularidad lujuriante de la Cruzada a tal o cual serie de
acontecimientos de las que pretendiéramos hacerla nacer. Lo más no nace de
lo menos, y si hay una realidad esencial de la Cruzada, es precisamente la de
que por su riqueza misma, nos veda toda explicación lineal, toda causalidad
de rama única. Así sucede respecto a las expediciones españolas, a propósito
de las cuales, rectificador de estimaciones anteriores, Boissonnade ha
hablado de una pre-cruzada universalista76. En la forma ciertamente, las
expediciones españolas han sido obra de cooperación internacional; pero,
¿dónde están en ellas los "Santos Lugares", y dónde el papel principal del
papado? Este no parece haberse interesado mucho, con posterioridad a
Alejandro II e incluso en el momento de la gran expedición de 1086-1087, por
el aspecto religioso de la reconquista. Sin duda, se había minimizado
demasiado esta reconquista, reduciéndola a las dimensiones de un asunto
local. La participación de fuerzas religiosas, con el papel preponderante de
Cluny, en gran parte no españolas, no ofrece duda. Pero si se ve, en la
historia de estas expediciones, esbozarse una teoría de la indulgencia, no
tiene relación con el hecho mismo de la expedición. En el origen de ésta no
hay ninguna acción claramente afirmada. Alejandro II, cuyo papel en favor de
la gran expedición franco-española de 1063-64 amplifica Boissonnade, parece
haber facilitado y vigilado la partida de los caballeros franceses o. italianos e
impedido sus excesos contra los judíos, pero muy poco más77: nada, por
ejemplo, que sancione sus conquistas. En cuanto a Gregorio VII, como Riant lo
ha demostrado formalmente78, cuando en su correspondencia trata de los
asuntos de España, es sobre todo para afirmar y reclamar en ella, de ser
preciso, los derechos seculares de San Pedro sobre las tierras rescatadas a los
musulmanes. Urbano II, cuándo Alfonso VI, rey de Castilla y de León, entra
vencedor en Toledo, en 1085, le felicita, invoca sobre él la bendición del cielo,
pero no hay nada en sus fórmulas que aparezca como una investidura
sagrada conferida a un defensor de la fe: el papa mismo no deja de recordar
al rey la obediencia que debe manifestar con respecto al primado de
España79. Tan sólo una solicitud más claramente acusada: en ningún
P. BOISSONNADE, [100].
JAFFÉ-LÖWENFELD, [16], I, nº 4528 (1063) y P. L., CXLVI, p. 1386; JAFFÉ, ibid., 4530
(1063), 4532, 4533.
78
[9], pp. 61-62.
79
JAFFÉ, [16], I, 5367.
momento, la idea de una expedición sagrada en la que el papa habría de
jugar un papel esencial. Los contemporáneos, por otra parte, no se
equivocaron. La expedición, a cuyo frente se pone Hugo I, duque de Borgoña,
en 1078 (no obstante la reputación piadosa del jefe, que acabará sus días
bajo el hábito de fraile cluniacense) no la presenta un cronista
contemporáneo como una guerra santa, sino, por el contrario, como una
aventura de la cual vuelven los barones "cargados con abundante botín", y
tras de haber devastado el país80. Incluso la importante expedición
franco-española destinada a detener los progresos de los almoravides en
1087, después del desastre de Zalaca, y que reunía varios millares de
franceses, y los primeros caballeros de Francia -casi toda la nobleza de
Francia, dice la Crónica de Tournus81 -encierra elementos confusos; y varios
cronistas presentan la expedición como una especie de vasta razia en
territorio sarraceno, sin consecuencia alguna, ya que los caballeros franceses
regresan pronto a su país, en su mayor parte "desalentados o demasiado
cargados de botín", dice el propio Boissonnade. Lucha armada contra el infiel,
afición a la aventura lejana, codicias feudales, todo se mezcla confusamente:
no hay nada todavía que se adecue al plan de una experiencia religiosa,
colectiva, total.
Con Gregorio VII, toda una política religiosa prepara la realidad de la Cruzada,
expedición sagrada conducida por el pontífice. Ya en 1073-1074, Gregorio VII,
bajo la sensación de la amenaza seleúcida contra el Oriente cristiano, madura
el pensamiento de una ayuda cristiana que iría a defender el Imperio
bizantino y preparar así, obtenida la victoria, la unión de las Iglesias. Visión
ésta de una amplia originalidad que liga la realidad de la defensa común con
la vuelta a la unidad. Pero se trata de Bizancio, no de los Santos Lugares. El
estudio de las cartas de Gregorio VII relativas a su "política oriental" 82 muestra
la claridad de las intenciones del pontífice: por una parte, provocar y
mantener adhesiones; por otra, aumentar el poder espiritual de la cátedra de
San Pedro. Así como lo escribe a Guillermo de Poitiers, es el servitium Sancti
Petri. En modo alguno la Cruzada, sino, concebida con la amplitud del genio
de Hildebrando, la utilización de los peligros en favor de una afirmación viva
de la cristiandad naciente, el papel soberano del papa, defensor de hecho y
pontífice de la unidad cristiana; hasta alcanzar, en la carta del 7 de diciembre
de 107483, la audacia de una inversión de los atributos en el ejercicio del
poder cristiano. El papa, al ponerse a la cabeza de una expedición contra los
paganos, pide muy explícitamente al Emperador que defienda en su lugar y
puesto, durante su ausencia, los intereses de la Iglesia. El vicario temporal
queda encargado de la guarda de lo espiritual establecido, en tanto que el
audaz pontífice marcha a realizar la tarea más alta, en la que los dos poderes
le pertenecen en el servicio de la unidad por Roma. Lo mismo en la carta en
76
77
80
81
82
83
Fragm. incert, auct., en DUCHESNE, Scriptores, IV, 88.
[21], XII, 402 n.
P. L., CXLVIII, 300, 325, 329, 360-361.
P. L., CXLVIII, 386.
que señala el fin último de la expedición: "Llegar hasta la tumba del Señor,
bajo su dirección y mando." El sepulcro del Señor aparece como el término o
como la recompensa. Pero es una promesa que brota: en modo alguno una
finalidad consciente. La carta encíclica ad universos fideles84, donde, con una
fuerza lírica, Gregorio VII trata de conmover a todo el Occidente, sublima toda
espera inmediata. En el llamamiento a la lucha, hay el partido del combate,
ex parte beati Petri; hay el sentido del combate, en socorro de la Christiana
fides, que puede ser la realidad de Bizancio; hay la recompensa prometida,
como la más sorprendente de las paradojas, una recompensa eterna por un
trabajo de un momento. La expedición tiene toda su organicidad y su fuerza;
toda ella el una obra pontifical. Ejemplo premonitor soñado por un muy
grande pontífice del deber presente del Occidente al servicio de, Roma, define
unos hábitos y un orden que volverán a tener las Cruzadas: preparación
ciertamente, en modo alguno realización de la Cruzada85.
III. EL LLAMAMIENTO DE CLERMONT
No hay, para captar mejor la preparación de la Cruzada en estas experiencias
magníficas que la preceden, como colocarse en el momento en que resuena
precisamente el llamamiento de la Cruzada, y probar a descubrirlo que hay en
él de término de un proceso, de tanteos o de esperanzas. Dicho de otro modo,
el inventario, en cuanto a su contenido, de definiciones conscientes y de
fuerzas inconscientes, de los sermones de Urbano II, el heraldo, consagrado
por la historia y la leyenda, de la nova religio de la Cruzada. Las
circunstancias son conocidas: Urbano II ha recibido repetidas peticiones de
socorro de parte del emperador de Oriente: por otra parte, abrumado por los
desórdenes y las violencias que atormentan a la cristiandad, por las guerras
incesantes que, según Foucher de Chartres, "dividían a los príncipes de la
Tierra"86, una diversión en Oriente debió de parecerle purificación oportuna
del Occidente. El 18 de noviembre de 1095 abre el Concilio de Clermont.
Ocupan toda la duración de este concilio las cuestiones relativas a la
observancia de la tregua de Dios, problemas de disciplina eclesiástica y de
reforma del clero, la simonía y algunos asuntos de orden judicial, el principal
de los cuales es la excomunión de Felipe I de Francia, por su unión adúltera
con Bertrade de Montfort. El último día, el 27 de noviembre, el papa, desde lo
alto de una cátedra, predica la Cruzada87. Un llamamiento que es posible
hallar en los diferentes cronistas, diferentes hasta el punto que se admitió, un
P. L., CXLVIII, 390.
B. LEIB, [129], insiste sobre el carácter de alta política religiosa de los esfuerzos de
Gregorio VII para defender Bizancio. La prueba es que en cuanto surgen importantes dificultades, parece desinteresarse de ello. Al menos, los documentos callan (LEIB, pp.
15-16).
86
[104], 321.
87
BRÉHIER, [36], p. 60; F. CHALANDON, [127], pp. 32 y sigs.
84
tiempo88, que poseíamos varios discursos de Urbano II sobre la Cruzada.
Como lo ha observado justamente Chalandon89, toda búsqueda de la obra
original es vana. Tanto mejor. De no ser así, sólo tendríamos el llamamiento
del papa; en los testimonios sucesivos, se manifiesta toda la conciencia
colectiva de la Cruzada, junto -lo cual es importante para nosotros- con sus
datos primitivos y 'sus ampliaciones. Todo el brotar de la Cruzada se
encuentra justamente entre esos estados sucesivos del discurso de Clermont,
testimonios los más cercanos posibles, por una parte; por otra, las
elaboraciones que forman, en torno del llamamiento primero, la conciencia
vivida de la realización de la Cruzada. Elaboraciones próximas no obstante, y
no como Caffaro de Caschifellone (escribe hacia mediados del siglo XII),
Alberto de Aix (de quien tenemos un manuscrito de 1158), y con mayor razón
Guillermo de Tiro, que dan una forma ya evolucionada de la idea de la
Cruzada, una forma que ha sufrido la influencia de los hechos de la segunda
Cruzada, y que no puede ser considerada con validez como contemporánea
de Clermont y de las primeras salidas de los cruzados.
Dos fuentes pueden fijar para nosotros el dato primitivo del llamamiento de
Clermont. Esencialmente, Foucher de Chartres, cuyas Gesta Francorum
Jerusalem expugnantium están escritas a partir de 1105 y que fue en parte
testigo ocular de los hechos90; con menor título, ya que ni asistió al concilio ni
da del discurso del papa más que un resumen muy breve, el autor de las
Gesta anónimas91. Ambos definen, en lo que nos es posible alcanzarlo, la
conciencia original de la cruzada en la tradición inmediata del sermón de
Urbano II. Y es ante todo que el llamamiento de Clermont no habla, en ningún
momento de Jerusalén ni de los Santos Lugares. Penetrado de la exigencia de
reforma que ha constituido lo esencial de los trabajos del concilio, el papa
anuncia a cuantos le escuchan y que se sienten ahora seguros emendatione
Dominica, que va a llamarles para otro negotium Dei et vestrum: la
expedición en socorro de los cristianos de Oriente. Cuadro de los peligros
sufridos, evocación de las amenazas posibles, vuelta sobre la vergüenza
eventual si el infiel triunfara del pueblo de Dios omnipotente, el papa, en
nombre del Señor, suscita "los heraldos de Cristo" para que vayan por
doquier, provocando el alistamiento sagrado92. Tal es la realidad,
aprehensible, del llamamiento: hay que poner en pie al Occidente para la
liberación del Oriente cristiano. Es la iniciativa propia de Urbano II. La
"Cruzada" en su amplitud de fenómeno religioso no está todavía entera: es el
alma religiosa del Occidente del siglo XI la que la crea, mucho más que una
decisión pontifical. Pero en el movimiento que la suscita hay ya relaciones
expresivas de una religión de Cruzada. Una de ella es la aceptación necesaria
del sacrificio. El autor de las Gesta, que no es teólogo, repite con una
85
88
89
90
91
92
MICHAUD, [31] bis, I, 78.
CHALANDON, ibid., pp. 37-38.
A. MOLINIER, [23], n° 2123.
[102], ter.
Buena traducción en B. LEIB., [129], pp. 184-185.
simplicidad seguramente directa las palabras del "Señor Apostólico":
"Hermanos, tenéis que sufrir mucho en nombre de Cristo: miseria, pobreza,
desnudez, persecución, privación, enfermedades, hambre, sed y otros males
de este género, como el Señor dijo a sus discípulos: Tenéis que sufrir mucho
en mi nombre" (Hechos, IX, 16)93. Es, con la certeza de la palabra escritural, la
promesa del sacrificio, aceptado y recibido en nombre de Cristo. Los
miembros de la expedición se asimilan naturalmente a los discípulos de Jesús;
su función es sacrificio y es también predicación. A la designación de
"heraldos de Cristo" que Foucher pone en labios del papa dirigiéndose a los
cruzados, hace eco esta otra impregnación escritural, en el testimonio del
Anónimo: "No os avergoncéis de hablar a la faz de los hombres; yo os daré la
voz y la elocuencia" (II Timot., I, 8, y Lucas, XXI, 15) . El papa considera a los
cruzados como predicadores de la Cruzada. Y Clermont, en el espíritu directo
de estos primeros testimonios, es el lugar de "la elección" para cuantos están
allí, a fin de que vayan, en nombre de la misión impuesta, a suscitar todo el
Occidente en la prodigiosa novedad de la expedición liberadora al otro
extremo de la Tierra. Esfuerzo grandioso y que no podía ser vano. En el texto
de Foucher, la palabra del papa parece hacerse más solemne: "Lo digo a los
presentes; lo hago decir a los ausentes: Cristo manda. A cuantos marchen
allá, ya sea en el camino o en el mar, o luchando contra los paganos, si llegan
a perder la vida, se les concederá una remisión inmediata de sus pecados: se
la otorgo a los que van a partir, investido por Dios de tan gran don..." No hay
nada de muy nuevo en todo esto, desde Juan VIII y aun antes de él, pero hay
ya la certidumbre de la indulgencia. Y como lo capta el testimonio más rudo
del Anónimo en una postrer expresión escritural: "Recibiréis amplia
retribución" (Mateo, XV, 12, y Colos., III, 24). Sacrificio, elección, indulgencia,
es ya, en el tema inmediato de los comienzos, toda una realidad de Cruzada
que se busca a sí misma, y seguramente las líneas de fuerza de la prodigiosa
aventura que va a nacer y a realizarse.
Los textos menos directamente primitivos que Foucher y las Gesta, por lo que
añaden a esta conciencia de los comienzos, nos permiten distinguir por qué
aportaciones tradicionales o qué elementos diversos, la tradición de las
peregrinaciones, la escatología latente o declarada, las formas místicas o
ascéticas del pensamiento religioso o docto de fines del siglo XI colaboraron a
la fijación de este concepto de Cruzada, que excede en mucho el hecho y las
ideas de Clermont. La clasificación es bastante difícil para los demás
discursos de Clermont, incluso los de la tríada que se puede considerar como
"relativamente primitiva": Baudri, Roberto el Monje y Guiberto de Nogent94. La
Historia Hierosolymitana de Baudry de Bourgueil, arzobispo de Dol, parece
preferible a la Hierosolymitana expedido de Roberto, respecto a la cual se ha
93
[102], ter., pp. 4-5.
94
El único texto que puede considerarse, al igual de Foucher de Chartres, como testimonio directo de la primera Cruzada es Raimundo de Aguilers; pero no consigna nada
del discurso de Clermont; su autor no asistía al concilio.
demostrado justamente que era un arreglo de las Gesta95, no obstante su
gran difusión en la Edad Media96. Sin duda, explota las Gesta anónimas que el
autor designa como un libellus rusticanus, pero se enriquece, como ha notado
Molinier97, con "detalles imaginarios y desarrollos oratorios", preciosos para
un estudio de la elaboración casi contemporánea del gran acto de Clermont.
Esta vez aparece Jerusalén, sin que todavía se encuentre en el centro del
llamamiento. Es la intervención en Oriente, para la liberación de los
hermanos, nostri membra Christi, lo que constituye la obra cristiana por
excelencia98. Pero en la visión de Jerusalén, con la descripción de las
profanaciones que la mancillan, toda una experiencia secular de la
peregrinación expresa la conciencia colectiva de una realidad viva: recuerdos
de la Pasión y de la historia apostólica, apelación a imágenes principales
como la de los hebreos atravesando el mar Rojo, reminiscencias escriturales y
escatológicas, el Venerunt gentes in haereditatem tuam, del salmo LXXVIII, lo
que el Occidente aprendió y vivió en el curso de las peregrinaciones a Tierra
Santa viene a animar a la vez con reconocimiento y certidumbre la fuerza del
llamamiento.
En
la
trama
de
éste,
quizás
antitéticamente,
complementariamente de seguro, existe la necesidad de purgación y la
realidad del sacrificio. Purgación: el papa dirige violenta requisitoria contra los
crímenes de los que se hacen culpables los cristianos entre ellos. Deben,
pues, cesar de luchar entre sí, o combatir "para defender la Iglesia oriental".
Dilema ahora, causalidad quizás natural más tarde. En la sublimación del
sacrificio afluye otra vez la experiencia adquirida en los caminos de la
peregrinación de Oriente: idea de muerte en Jerusalén con identificación con
Cristo; plenitud del sacrificio que es caridad, y charitas est pro fratribus
animas ponere; remisión total en la mano de Dios para que se provea a todas
sus necesidades y que no se dejen retener por las illecebrosa blandimenta de
las mujeres. En la expresión bastante retórica del arzobispo de Dol se
traslucen, sin embargo, con fuerza los planes de la necesidad de la Cruzada, e
incluso un comienzo de organización bajo una forma curiosamente verbal y
en la que las palabras, en su oposición, adquieren valor de orden: a los que
han de partir, el papa les dice en efecto que tendrán a los obispos, a los
sacerdotes por oratores; y los sacerdotes los tendrán por pugnatores.
Mientras ellos hieran con el acero a los amalecitas, los sacerdotes con Moisés
elevarán infatigablemente al cielo sus manos suplicantes. Oración y
combates: en la necesidad de la Cruzada, el Occidente hace tanteos de
división del trabajo en la obra santa de donde nacerá la conciencia de un
orden nuevo. En los primeros años del siglo XII -si es cierto que la Historia
Hierosolymitana sea muy poco posterior a 1107-, en el esfuerzo prodigioso
95
96
97
98
A. MOLINIER, [23], 2118.
[107] y P. L., CLV, 669-758.
A. MOLINIER, [23], 2120.
P. L., t. CLXVI, col. 1066-1069.
para asimilar la tentación ejercida por el Oriente, una sociedad se busca a sí
misma. Y la Cruzada es la prueba misma de su realidad.
En cuanto a Roberto el Monje, está todo lleno de la elección de los francos99.
Certidumbre natural en un papa que habla en el país de los francos y fondo
de un inconsciente colectivo del que participa el monje de Saint-Rémy de
Reims, y luego de Marmoutiers. Pero "la invención" del monje Roberto se
encuentra sobre todo en la extraordinaria conciencia de Jerusalén que brota,
con él, por primera vez, en las palabras del papa. Toda la primera parte del
discurso no hace mención alguna de ella, pero pronto, con el segundo
llamamiento, se encuentra entera: "Tomad ese camino del Santo Sepulcro,
arrebatad esa tierra a la mala raza y sometedla a vuestra autoridad. Porque
es la tierra dada en herencia a Israel, aquella por la que la Escritura dice que
corren arroyos de leche y de miel" (Números, XIII, 28) . Y después del
recuerdo, en el que se mezclan todas las concupiscencias, esta armonía de un
orden: Jerusalén es el ombligo de la Tierra. Motivos y atractivo se
entremezclan en torno de esa Jerusalén, cuya realidad espiritual ha sido, por
otra parte, altamente captada por el monje escritor. Esa ciudad real, en
efecto, situada en el centro del mundo, es la que el Redentor del género
humano ilustró con su venida, con su presencia, la que consagró con su
pasión, rescató por su muerte, e hizo insigne por su sepultura. La exaltación
de Jerusalén culmina en esta historicidad del misterio redentor. Todo el
descubrimiento laborioso de las peregrinaciones se impone ahora en este
sentimiento capital de un centro en medio de la Tierra: ese ombligo es
también el lugar en que se realizó el más alto, el más total misterio que
concierne al universo cristiano y a su salvación. Geográficamente,
místicamente, un mundo, más que una sociedad, está descubriendo su propio
orden, a la vez que trata de purificarse para corresponder a dicho orden.
Urbano II escucha, en el análisis de Roberto, las vacilaciones, las negativas o
las ligaduras de aquellos a quienes exhorta a la más insigne aventura.
Escuchemos nosotros las agitaciones de esas conciencias rudas, los asombros
o las preguntas que circulan. Si temen abandonar a sus hijos y a sus esposas,
refuta el papa, que piensen en las palabras del Señor en Mateo, X, 37 y XIX,
29: "Quien ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí.
-Aquel que abandone su casa, a su padre, a su madre, a su esposa, a sus hijos
y sus campos, por mí, recibirá el céntuplo y poseerá la vida eterna." Al
llamamiento del amo sin debilidad, sucede esa conciencia aguda del
Occidente psíquicamente complementaria del llamamiento, el temor al
espacio demasiado exiguo. ¿Cómo pueden, en efecto, sentirse retenidos por
el pesar de dejar sus, bienes, por la preocupación de su patrimonio? ¿No
habitan una tierra oprimida por el mar y las montañas, demasiado estrecha
para los que en ella viven, y que apenas da para comer a quien la cultiva? He
aquí la vía de sublimación, la salvación entera del Occidente: es a causa de
ese espacio demasiado pequeño y de esa tierra demasiado pobre por lo que
se destrozan unos a otros, por lo que están en guerra perpetua. "Que cesen
esas guerras, que todas las disputas se terminen. Marchad por la vía del
Santo Sepulcro."
El remedio de purificación no se da sin una ordenación previa. Después de la
aceptación que brota en el grito de "Dios lo quiere", proferido por los
cruzados, el papa continúa y organiza a su gente. Sólo deben partir aquellos
que puedan llevar armas, y quedarse los ancianos, los que carecen de fuerza
y son poco aptos para el uso de las armas, las mujeres sin sus maridos, sus
hermanos o "legítimos testimonios". Se trata de distinguir la ayuda del peso,
la utilidad de la carga vana. Los ricos deberán armar a su costa a hombres de
guerra. En cuanto a los sacerdotes y clérigos de toda orden no podrán partir
sin la licencia de su obispo, sin lo cual la expedición les sería inutilis.
Igualmente los laicos no habrán de partir sin la bendición de sus sacerdotes.
Así, en la reconstitución del monje Roberto, se da, desde el primer
llamamiento, por indispensable todo género de precauciones. No es el poder
misterioso ni soberano de las palabras del Señor en Lucas, XIV, 27: "Quien n
no toma su cruz sobre los hombros para seguirme, no es digno de mí". Sobre
esta elección generosamente anunciada a todos, el Occidente sabe que la
Cruzada, surgida en su autenticidad sin disciplina, exige condiciones previas,
so pena de inutilidad. Primera fase de la conciencia y como reflexión, en la
que se acusan a la vez la exaltación mística de Jerusalén y la dignidad previa
del Occidente, para alcanzarla.
Es también el momento -última versión del discurso de Clermont- en el que,
con Guiberto de Nogent, se hace una teología de la Cruzada 100. Aquí ya no hay
vacilación alguna: ante todo, la Cruzada es expeditio Hierosolymitana. El
discurso del papa comienza por un largo paralelo entre Constantinopla y
Jerusalén. Constantinopla goza de la gloria terrena, pero ha sido de Jerusalén
de donde vino la "gracia de la Redención", fue en Jerusalén, donde el Señor se
encarnó, se alimentó, creció y murió. Por lo tanto, ella es la ciudad santa, en
la que se manifiesta "la gloria del Sepulcro", ella tan sólo la que los cristianos
deben librar de la mancilla de los paganos. Si no hubiera más motivos,
bastaría para que los cruzados fuesen llamados a su aventura liberadora, que
recordasen, con Isaías, II, 3, que "de Sión salió la ley y la palabra del Señor,
de Jerusalén". Toda fe viene de esa tierra, como los arroyos de la predicación
cristiana, y "al lugar del que salieron, vuelven los ríos, para correr de nuevo"
(Ecles., I, 7) . Extraordinaria conciencia de la vuelta a las fuentes que puede
corresponder al cumplimiento de los tiempos. La liberación de Jerusalén se
hace imperiosa por la escatología, ahora manifiesta, cuando es el monje
Guiberto el que hace hablar al papa. Escuchemos la certeza de los tiempos
que se acercan, cuando la palabra del pontífice se funda en el misterio de las
esperas: "Necesitáis, además, reflexionar maduramente en ello: si la Iglesia,
madre de las demás Iglesias, recobra, gracias a Dilos y a vosotros, los
hermosos días de su culto católico, no debe renacer en Oriente esta fe
cristiana tan sólo en la época misma del Anticristo. Porque es seguro que el
Anticristo no hará la guerra ni a los judíos ni a los gentiles, sino, según la
99
100
[107], 727-730.
[109], 137. Se puede consultar útilmente B. MONOD, [118].
etimología de su nombre, a los cristianos. Y si no encuentra un número mayor
de cristianos del que hoy existe, no hallará nadie que le oponga resistencia ni
a quien atacar."101 La venida del Anticristo exige como otra, y previa,
cristianización de la Tierra. Conocedor a fondo de las tradiciones sobre el rey
de los días postreros y las enseñanzas trasmitidas por el Apocalipsis de
Daniel, el, papa amplía repentinamente el sentido prodigioso del encuentro.
¿Por qué Dios, cuyo poder sobrepasa todas las esperanzas de los hombres, no
abrasaría "con vuestra chispa" los "inmensos desiertos de cañas del
paganismo"? Entonces, el homo peccator, el hijo de perdición encontraría por
doquier en torno suyo rebeldes. Lógica de la escatología, que sabe que nada
será manifestado ni esperado en vano. Los cruzados no tienen misión más
elevada que la de hacer que se cumpla el orden de los tiempos. Esto puede
ser la reconquista cristiana del Oriente. Esto puede ser la otra promesa del
Evangelio, en Lucas, XXI, 24, de que "Jerusalén será pisoteda por los gentiles
hasta que se cumpla el tiempo de las naciones". Y Guiberto, atento al misterio
del anuncio, supone en ese signo del cumplimiento de los tiempos, o bien que
los gentiles se han entregado libremente, en sus naciones, a sus pasiones, o
bien, mejor, que el cumplimiento de los tiempos es la plenitud de los pueblos
que deben sucederse antes de la salvación de Israel. La plenitudo gentium
aparece aquí en una correspondencia esencial con la plenitudo temporum, y
no deja de tener interés recordar que, con ocasión de las grandes partidas de
peregrinos para Palestina, en 1065, los Annales Altahenses majores notaban,
con la plenitudo gentium dispuesta a entrar en Tierra Santa, que las profecías
estaban cumplidas102. Espacio e historia se confunden en esta extraordinaria
espera, de la que, por otra parte, la palabra plenitudo es la realización misma;
tras de lo cual no hay más que la certidumbre parúsica. Urbano II, con la
inspiración de Guiberto, no manifiesta ésta, pero la visión se eleva a una
amplitud magnífica cuando el papa repite las palabras del Señor a su Iglesia,
con Isaías, XLIII, 5: "Yo traeré tu descendencia del Oriente, y los reuniré del
Occidente." Es toda la conciencia de una historia de los tiempos en un
inmenso movimiento pendular en el que se realiza la unidad de los pueblos
cristianos. Nuestra descendencia, en efecto, enseña el papa, ha sido traída de
Oriente y la reunión debe efectuarse ahora, para reparar los desastres de
Jerusalén, por, el ministerio de los que fueron los últimos en recibir los
beneficios de la fe, es decir, los occidentales.
Aquí culmina la elevación. No podría decirse más, cuando la historia y el
mundo se encuentran así explicados en la verdad escatológica. Aparte de la
manifestación de Cristo, portaestandarte y precursor, que marcha a la cabeza
de aquellos a quines suscita para su guerra.
En esta fase de la elaboración, no hay, seguramente, casi nada ya de las
palabras de Urbano II en Clermont. El espíritu de Cruzada ha adquirido
conciencia de la Cruzada. Por una parte, con las fuentes inmediatas, el
llamamiento en ayuda del Oriente, de toda la cristianidad oriental sin
101
102
[109], 138.
PERTZ, XX, 815.
distinción de doctrina, la conminación del papa a los cristianos de Occidente
para que suspendan sus guerras, sus odios, para que se unan para ir a
combatir a los paganos y liberar a la cristianidad oriental, con la promesa
formal de la remisión de los pecados para cuantos tomen las armas y
marchen a Oriente: un peligro apremiante, una vergüenza de sí mismos, un
llamamiento y la recompensa de la Tierra por el cielo. Por otra parte, la visión
grandiosa del cumplimiento de los tiempos, en Jerusalén, dentro del mundo.
Allí se ha realizado el misterio de la unidad por la redención; la humanidad,
tanto del Oriente como del Occidente, debe reunirse para la exaltación
suprema de su salvación. Entre lo elemental de la reacción al peligro y el ordo
novus, como una religión nueva de voluntad divina, instituida por las
Cruzadas, va a manifestarse, en una complejidad que ninguna de esas
estilizaciones contemporáneas o posteriores podría expresar plenamente,
toda la realidad de la Cruzada viva, vivida.
CAPÍTULO II
EMOCIONES Y MOVIMIENTOS PRECURSORES DE LA CRUZADA
Ninguno de los cronistas que refieren los acontecimientos de Tierra Santa, la
demolición del Santo Sepulcro ordenada en 1009 por el califa Hakem o la
autorización dada por su hijo para reedificarlo, hace alusión a ningún gran
movimiento de peregrinación que de aquellos pudiera haber resultado. ¿Sería
más válida la gran explicación que se da de las salidas en masa de fines del
siglo XI: los azotes?... Sin duda Ekkehard refiere que durante los años que
precedieron inmediatamente la Cruzada, una gran miseria reinaba por
doquier, principalmente en las Galias. Y Röhricht, en su Geschichte des Ersten
Kreuzzuges106, cuenta cuarenta y ocho años de hambre o de epidemias. No
parece, sin embargo, leyendo a los cronistas, que el siglo XI se haya sentido
abrumado de azotes incesantes, casi espantado de temor: ninguno consigna
más que prodigios o azotes aislados, sin un pensamiento de un castigo de
conjunto. Por otra parte, las grandes epidemias del mal de los ardientes son
del siglo X; y en ninguna parte los testimonios relativos al hambre de 1033, ni
en Glaber107, ni en los Milagros de San Benito108 relacionan con el azote el
movimiento de devoción hacia Tierra Santa. El propio Glaber, entre el capítulo
del hambre y aquel en que cuenta la salida, nota una vuelta de la abundancia,
un despejamiento del cielo y el final de las lluvias torrenciales. Así, pues, con
esa movilidad que parece haber salvado a los hombres de la Edad Media de la
desesperación, la gran salida que agita a todas las clases de la sociedad
comienza cuando el valor y la paz parecen haber vuelto.
¿Es mucho más válida la razón escatológica que da el monje? No lo parece.
En primer lugar, no la da más que como una justificación presentada por
"algunas personas de las mejor informadas". Es, pues, un comentario y no un
móvil. Y su elección del año 1033 parece impuesta por la leyenda milenarista.
Glaber -la única fuente de Sackur, que repetiría de buena gana la leyenda del
año 1000 de la Pasión, cuando la leyenda del año 1000 de la Encarnación ha
desaparecido casi de la historia crítica- no puede inspirar confianza. A su
nombre va unida una verdadera superstición. Es el más pintoresco de los
cronistas del siglo XI. Ha tenido algunos hallazgos de palabras que hicieron
fortuna literaria: con Guiberto de Nogent, Salimbeno, y otros dos o tres, se ha
situado en la literatura. A decir verdad, no compromete todo su tiempo, este
fraile inquieto, pueril, complicado, pedante y supersticioso en extremo. El
examen mismo de sus textos sobre el año 1033 muestra que los terrores se
reducen al hambre y a un eclipse. No se podría encontrar en ellos el móvil de
la gran expedición, que todas esas causas juntas podían provocar: azotes y
prodigios, terrores escatológicos, efecto de la repercusión en Occidente de la
destrucción y de la reconstrucción del Santo Sepulcro, influencia de las
peregrinaciones cada vez más numerosas a medida que el siglo avanza. Nada
autoriza, sin embargo, a hablar, antes de 1096, de un movimiento de cruzada.
¿Qué pensar, por el contrario, de los azotes, de los prodigios de todo género,
de todo lo imprevisto y aterrador en la vida moral del pueblo del siglo XI, que
se escalonan del año 1000 al 1096, para explicar la Cruzada? En las
enumeraciones del propio Röhricht109, hay que señalar primero, entre el
hambre de 1044 y el año de sequía de 1083, cuatro décadas casi soportables.
Los años de escasez, como 1077, van seguidos de años de extraordinaria
abundancia, como 1078, y esta abundancia tranquiliza a los cronistas que no
buscan en este juego natural un efecto de "la venganza divina".
Aún hay las grandes mortandades de 1042 y de 1076. Las origina el mal de
los ardientes, inflamación de la piel, bastante mal explicada hasta hoy, tal vez
relacionada con la gangrena, y cuyo horror se repite sin cesar en las crónicas,
103
107
En el plano de la conciencia popular, donde vive la emoción que brotará en
cruzada, ¿qué signos precursores, a través o más allá del lento perfilarse de
las peregrinaciones, se manifiestan en las fuentes cercanas como otras tantas
determinaciones o anuncios?
En el laño 1033, el monje Glaber nota la afluencia, de todo el universo, hacia
el Santo Sepulcro de Jerusalén, de una multitud tan innumerable que nadie
hubiese podido hasta entonces imaginarla103. Primero la clase popular más
baja, a continuación las gentes de mediana condición (los mediocres), luego
los grandes, reyes, condes, marqueses, obispos, y finalmente, cosa que jamás
había ocurrido, las mujeres nobles así como las pobres se agolpan en esa
multitud, en la cual muchos parten con la esperanza de morir allá.
A partir de esta época, las peregrinaciones importantes no son ya raras,
ciertamente. En 1026, Ricardo, abad de Saint-Vanne, había partido con
setecientos peregrinos, y Guillermo, conde de Angulema, con una gran tropa
de nobles. En 1035 (sigue siendo Glaber el que habla), Roberto el Magnífico,
duque de Normandía, emprende la ruta de Oriente "con una enorme masa de
gentes"104. Pero nuestro monje errante y probablemente bien informado,
parece haber querido fijar para 1033 el recuerdo de un gran movimiento
cristiano, de una empresa religiosa, que fue la primera de las grandes salidas
hacia Oriente. Para él, como es sabido, la explicación es completamente
escatológica, y el movimiento condicionado por el anuncio del cumplimiento
de los tiempos. ¿Pero no pueden otras contingencias históricas dar un sentido
más pleno a ese gran movimiento religioso quizá auténtico, que sobrepasa la
justificación confiada de nuestro fraile, "supersticioso hasta para su tiempo",
como lo nota Molinier?105
I. AZOTES Y PRODIGIOS EN EL SURGIR DE LA CRUZADA
104
105
106
[71], lib. IV, cap. VI.
Ibíd., IV, VI.
A. MOLINIER, [68] t. II, p. 3.
REINHOLD RÖHRICHT, [126].
Lib. IV, c. IV.
Miracula Sancti Benedicti, edic. E. de Certain, París, 1858 (Soc. Histoire de France, t.
XXXII).
109
[35], II, 15-17.
108
como aterrorizaba a las poblaciones pobres de los siglos X y XI, que le
llamaban "fuego de san Antonio, o fuego sagrado". "Muchos se pudrían a
pedazos, como quemados por un fuego sagrado, que les devoraba las
entrañas, quedando sus miembros roídos poco a poco y ennegrecidos como
carbones; morían rápidamente y entre atroces dolores; o bien continuaban sin
pies ni manos una existencia más miserable aún; muchos otros se retorcían
en contorsiones nerviosas."110 Sigiberto de Gembloux nos ha dado así la
impresión misteriosa que producía la epidemia, que se reproducía sin razón
aparente y devastaba pueblos y monasterios. Cronistas posteriores no
pudieron explicarla como un castigo sino a los que no querían aceptar la
tregua de Dios.
Es cierto, por otra parte, aun leyendo superficialmente las crónicas, que de
1085 a 1095 cambian bastante las circunstancias. Una serie ininterrumpida
de calamidades se abate sobre el Occidente: inundaciones, lluvias, sequías
que destruyen las cosechas o las impiden nacer, escasez, mortandad, un
recrudecimiento espantoso del mal de los ardientes, y a fines de este período,
una de las más brutales invasiones de la peste que haya conocido la Edad
Media.
Basándose en estas indicaciones, la escuela más crítica en la historia de las
Cruzadas, los Hagenmeyer y los Röhricht, han adoptado la hipótesis de una
influencia decisiva de esos azotes sobre el éxodo en masa de las poblaciones,
sobre todo de las poblaciones pobres hacia Jerusalén en 1095-1096. Wolff, el
mejor historiador de este período de los azotes111, ha fijado claramente que
los países más asolados son precisamente aquellos de los que partirá la
Cruzada popular. Alemania, Países Renanos, Francia del Este entre otros. Pero
los textos que ha reunido son casi tan indiferentes en su moderación seca
como los cronistas de la época 1033-1085. ¿Quiere decir esto que tales azotes
no han causado en los cronistas ninguna impresión apreciable (lo cual no
indicaría, por otra parte, en modo alguno que no la produjesen sobre la
multitud miserable que no tiene, con frecuencia, en la Edad Media ningún
intérprete de sus miserias)? Nada de eso. No encontramos en este período la
unánime impasibilidad del período precedente, y además es preciso distinguir
entre nuestros testimonios los que proceden de los cronistas que no son
especialmente historiadores de la cruzada, y los otros naturalmente
interesados en explicar la gran emoción religiosa.
Los primeros permiten sospechar la enorme miseria moral causada por el mal
de los ardientes, repetido en 1089 para no desaparecer hasta después de la
segunda y terrible epidemia de 1094 112. Cosmas muestra, en el año 1094, las
partes Teuthonicae asoladas por el azote, hasta el punto de que unos obispos
MIGNE, P. L., t. CLX, col. 224.
Die Bauernkreuzzüge des Jahres 1096, Tubinga, 1891, pp. 108-119.
112
1ª, 1089: Annales Parchenses, PERTZ, XVI, 604; Chron. S Andreae, ibíd., VII, 542 ;
Sig. de Gembloux, ibíd., VI, 366. 2ª, 1094: Bernoldi Chron., PERTZ, IV, 460-461; Ekkeh.
PERTZ, VI, 207; Sig. Gembl., ibíd., 366; Ann. Leodens., PERTZ, IV, 29: Mortalitas hominum maxima; Annales S. Petri Erphesfurdenses, PERTZ, XVI, 16.
que regresan de Maguncia atraviesan un pueblo cuya iglesia, aunque
bastante grande, está por completo sembrada de cadáveres, y no pueden
entrar en ella para oír misa113. El mismo espanto simple se encuentra en
Bernoldo114: en doce semanas, más de ocho mil personas mueren en
Ratisbona y en toda Baviera. Hay que abrir las fosas fuera de los cementerios
para arrojar en ellas los cadáveres. La desolación social impresiona a los
contemporáneos, como el hambre, los robos y los incendios a que da origen;
Orderic Vital, que escribe a bastante distancia de los hechos, un poco como
filósofo de la historia, no ve en ese año de 1094 más que sediciones y
guerras115. Esta unanimidad en el testimonio y en la tradición es significativa:
descubre el signo de desgracia que marca este final del siglo XI.
Pero, ¿cuál es su verdadera repercusión religiosa? En cuanto a esto, nuestros
cronistas permanecen mudos, salvo ese inteligente Bernoldo de Saint Blaise,
historiador ya avisado y crítico, que fija en una gradación muy curiosa los
movimientos religiosos, esencialmente colectivos, que aparecen con los
azotes. Hay en primer lugar, en 1083, un gran movimiento de renunciación
monástica, que llena de una multitud de nobles y de hombres sensato,
prudentes viri, los conventos de Alemania, con una especie de frenesí en la
renunciación que hace pensar en los primeros tiempos franciscanos. Luego
encontramos, en el año 1091, la fiebre de vida común que forma con las hijas
de los campesinos legiones de religiosas, convirtiendo pueblos enteros.
Bernoldo no duda en ver en ello una voluntad providencial que consuela en
esta época de desdicha. Justificaría incluso las calamidades, citando la opinión
de los hombres sensatos, conscientes del servicio de los azotes, ya que una
gran multitud de personas muere en la penitencia, otras se preparan a bien
morir, y hay conversiones profundas. Es un gran movimiento de piedad
popular tan colectivo como es posible, que se agolpa en torno de los
sacerdotes, los cuales mueren a menudo contaminados por sus fieles, y se
organiza una inmensa expiación en común.
Y esto en el momento mismo en que en Francia y en Flandes la predicación
de los ermitaños agita las masas populares. Es un singular olvido, en el
estudio de los orígenes religiosos de la Cruzada, este desconocimiento de los
movimientos como el que congrega innumerables discípulos en torno de un
Roberto de Arbrissel: la comparación confirma a Bernoldo. En el bosque de
Craon, junto al ermitaño que vive de yerbas y de raíces silvestres y que va
vestido de una túnica de cerdas, pululan los oyentes y pronto los imitadores,
transformados, purificados en su vida moral, tanto los que luego regresan a
sus casas como aquellos, más numerosos, que fundan verdaderas colonias de
ermitaños laicos y que al poco tiempo viven como regulares en los bosques
cercanos a Craon, more primitivae ecclesiae, como lo nota Baudri de Dol116.
110
111
113
114
115
116
Cosmae Chron. Boemorum, lib. III, PERTZ, IX, 103.
Bernoldi Chronicon, a. 1094, PERTZ, V, 459.
Orderici Vitalis... Historiae Ecclesiasticae libri XIII (edic. Le Prévost), t. III, p. 461.
P. L., t. CLXII col. 1050.
Por otra parte, este eremitismo de conversión se preocupa mucho de la
regeneración de las prostitutas, ya sea para llevarlas a la vida religiosa, o
para casarlas. Roberto de Arbrissel abre de par en par las huertas de
Fontevrault a las mujeres arrepentidas, y su discípulo Vital de Mortain se
especializa, por decirlo así, en la conversión de las pecadoras. Hay otro
ermitaño del que Guiberto de Nogent nos dice que iba "casando no sin trabajo
las mujeres prostitutas"117: es Pedro el Ermitaño.
Parece, pues, que a través de las desgracias, rodea una atmósfera moral y
religiosa de preocupaciones comunes el Occidente cristiano, en los
alrededores de ese año 1095, momento singularmente original, libre,
animado con la fuerza de la fe medieval, quizás "un momento único en la
historia del mundo"118, todo él dominado por esa maravillosa fuerza de
atracción religiosa que es la pobreza. El alma popular lleva en sí, por otra
parte, apenas expresada pero ya viva, la emoción que pronto la levantará,
cuando resuenen los primeros llamamientos a la cruzada.
II. LOS "MOVIMIENTOS"
ESCATOLOGÍA.
DE
MASAS:
EREMITISMO
REFORMADOR
Y
La multitud sospecha, en efecto, lo que los clérigos conocen: los desastres
cristianos en Oriente. Se entera de ellos por los relatos de los peregrinos, a los
que se remitirá algo más tarde Urbano II. "Escuchad a los peregrinos de Tierra
Santa y dejaos conmover por el espectáculo de sus desgracias." 119 La palabra
del papa sabe llegar a la sensibilidad de las masas, mostrando las torturas
que sufren los pobres, a los cuales tratan de arrancar los bárbaros el dinero
que no tienen. Y los desterrados de Jerusalén y de Tierra Santa, vagabundos
por doquier en Europa, confirman las lamentaciones de los peregrinos y el
cuadro de los sufrimientos. Refieren vanamente, con tanta mayor fuerza a
causa de esto sobre la imaginación de las multitudes cristianas, la conquista
de Jerusalén por los seleúcidas, y los triunfos de los turcos que se suceden
con rapidez espantosa: Antioquía, Esmirna, Clazomenes, Quío, Lesbos, Samos,
Rodas, una a una, todas las metrópolis asiáticas ilustradas por los recuerdos
de la época apostólica o de los grandes doctores de la Iglesia 120. Impresiones
que se amplían en el medio de pobreza en el que circulan y del que proceden,
pues los peregrinos, los desterrados, son testigos de la miseria de Tierra
Santa, por donde vagan y mendigan multitud de pobres.
Todo un folklore de leyenda las confirma. Y en primer lugar, la leyenda del rey
de los últimos días, fundada en la promesa de Pablo a los tesalonicenses:
"Antes... ha de manifestarse el hombre de la iniquidad, el hijo de la perdición"
(II Tesal., II, 3-4). Enraizada en la escatología judeo-griega y en el culto
[109],142.
PRÉVOST-PARADOL, Essai sur I'histoire universelle [Ensayo sobre la historia universal] 2ª edición, Hachette, 1845, p. 111.
119
[109], 139.
120
L. BRÉHIER, [36], p. 51.
imperial romano, toma su forma más precisa en el Libellus de Antichristo de
Adson. La revolución que precederá la venida del Anticristo, es la decadencia
de todos los imperios que surgirán del Imperio romano, el último Imperio
universal. Está ya destruido, sin duda, en su mayor parte; pero "mientras
subsistan los reyes de los francos, que deben poseer el imperium Romanum,
la dignidad del Imperio romano no perecerá por completo y se mantendrá en
ellos". El último y el más grande de ellos, como igualmente de todos los
reyes, lo poseerá entero, "tal como lo dicen nuestros doctores"; después de
haber administrado fielmente el Imperio, irá a Jerusalén, y allí, sobre el monte
de los Olivos, depondrá la corona y el cetro: tal será el final del Imperio de los
Romanos y de los Cristianos. A continuación aparecerá el Anticristo121.
Bajo la influencia del recuerdo de Carlomagno, esta leyenda se transforma
para mostrar al Emperador precursor de la Cruzada. A partir de 1096, es ya
popular la idea del viejo soberano que va a Oriente a combatir a los
musulmanes. Urbano II, según la referencia de Roberto el Monje, lo daba
como ejemplo en Clermont a los señores vacilantes, y en la ruta de
Constantinopla, muchos cruzados pensaban encontrar las etapas de la
Cruzada imperial. Se le imagina también como peregrino pacífico, próximo
pariente del rey de los últimos días, yendo a Jerusalén para deponer la corona
y el cetro sobre el monte de los Olivos. En la Peregrinación de Carlomagno a
Jerusalén, anterior, como lo ha demostrado G. Paris 122, a la primera Cruzada,
se mesianiza incluso al Emperador, sentado con sus pares en el lugar del
Maestro, en la Iglesia en la que Cristo celebrara su última cena. Pronto
esperará, como más tarde Barbarroja, a reaparecer: paralelamente al Nero
redivivus del Apocalipsis, la leyenda crea un Carolus redivivus, el Emperador
que volverá a la cabeza de la raza elegida para la Cruzada, esos francos que
los discursos de Clermont muestran predestinados y que Corbaran, emir de
Mosul, sitiando Antioquía, renunciará a combatir. Porque, le dice su madre,
"desde hace más de cien años, está escrito en nuestros libros y en los de los
gentiles que la gente cristiana nos atacará y nos vencerá en todas partes, que
reinará sobre los paganos y que nuestra raza le estará sometida"123.
También en el discurso de Clermont 124 se entrevé esta opinión que parece
haber rebasado el medio de los teólogos. Existe una elección del Oriente para
una escatología de renacimiento. En efecto, enseña el papa: "Es cierto que el
Anticristo no debe hacer la guerra a los judíos ni, a los gentiles, sino, como su
nombre lo indica, a los cristianos. ¿Y cómo podría ocurrir esto, si no se
encontrara allí, donde ahora reina el paganismo, una cristiandad
establecida?" En particular, esos tres reyes cristianos de Egipto, de África y de
Etiopía, a los que, según el profeta Daniel, debe matar. Y Urbano II, con un
hermoso ímpetu, anima a la multitud cristiana a esta prodigiosa aventura, si
la voluntad de Dios es la de incorporar a la comunión cristiana Egipto, África y
117
118
121
122
123
124
[312].
G. PARIS, [78].
[102] ter, p. 123.
[109], pp. 137-140.
Etiopía. Es la preparación del cumplimiento de los tiempos, "esos tiempos que
se aproximan si, por vosotros, hermanos amadísimos, con la cooperación de
Dios, se abate el poder de los paganos, y si, según el anuncio de los profetas,
antes de la venida del Anticristo, se restablece en Jerusalén el cristianismo,
por vosotros o por aquellos que Dios designe, con el fin de que el jefe de
todos los males, que allí debe tener su trono, encuentre el poder carnal de la
fe contra el cual ha de chocar" 125. Compárese esto con el texto de Glaber
citado más arriba. Ni el uno ni el otro hablan del Anticristo como venido ya: va
a venir; los cristianos deben apresurarse a conquistar la Tierra Santa, para en
ella ser tentados, vencidos y, finalmente, triunfantes en Cristo. Los que allí
estén, serán elegidos. No hay que perder de vista ese carácter de elección de
la Cruzada, ni tampoco, por otra parte, esa idea de permanencia definitiva en
la Tierra Santa, fundamento de una. tradición escatológica que reemplaza
poco a poco la escatología johánica.
Otra tradición, más popular aún, se encuentra con ella a veces, y es la que
procede de los evangelios apócrifos. Estos, lo mismo que para descifrar las
imágenes de piedra de las catedrales, tienen su lugar en la historia de las
Cruzadas. Los cristianos que Raimundo de Aguilers encuentra en las
montañas del Líbano le declaran que el Evangelio de Pedro que elles poseen,
ha predicho toda la Cruzada y el itinerario de los cruzados126; y el buen ladrón
del Evangelio de Nicodemo, con el signo de la, cruz marcado sobre sus
hombros, merece, en la Canción de Antioquía, enterarse de boca del Señor:
que de ultramar vendrá un nuevo pueblo
para vengar la muerte de su padre. . .
Los francos liberarán toda esta tierra.127
Hay otras tantas leyendas, así como mitos, difícilmente captables hoy en
todos los textos, mal situados cronológicamente, y que permiten sospechar
los movimientos confusos de las masas. Otros rasgos precisan también esta
fiebre de la gran expedición, como lo es esa necesidad de buscar precursores
que aparece en Ekkehard y que hace de Constantino el primer cruzado128. El
papado, por su parte, agita la opinión por sus llamamientos dirigidos a la
cristiandad, con anterioridad al Concilio de Clermont, epistolae excitatoriae,
difundidos a propósito para provocar a los fieles a la lucha contra los
mahometanos. Después del llamamiento de Constantino Coprónimo a
Carlomagno, que se lee en el Liber de sanctitate Beati Karoli, compuesto en
1165129, encontramos, en 1011, la carta de Sergio IV a todos los príncipes
espirituales y temporales para anunciar la expedición que organizan las
ciudades marítimas de Italia y que él llevará a la liberación de los Santos
Lugares130. Muchas son falsas, como la última y más célebre: la carta de
Alexis Comneno a Roberto el Frisón, fechada en 1093131, en la que el
emperador llama a los caballeros flamencos a la defensa de Constantinopla,
prometiéndoles el reino de los cielos, y hablándoles de las reliquias insignes
de su capital, de sus tesoros, y hasta de la belleza de las mujeres griegas. De
todas las hipótesis imaginadas para explicar este fraude lleno de astucia, ¿por
qué no admitir simplemente que Roberto falsificó totalmente esta carta , para
reclutar caballeros con el cebo de las maravillas enumeradas en el texto? Esto
recuerda los relatos maravillosos difundidos por los reclutadores de la
Compañía de las Indias, en el siglo XVIII, para reunir soldados. Pero en este
caso, se trataría de una especie de empresa local. La carta no se universalizó,
en efecto, hasta más tarde, ya que al principio no interesaba más que a un
pequeño número de personas, los caballeros flamencos, sin llegar a las masas
populares, que comenzaron a ponerse en marchó en 1096.
Estas masas se dejaban conmover con más seguridad por otro genero de
epistolae excitatoriae, las misivas celestes. Las cartas caídas del cielo
siempre han tenido considerable aceptación entre el pueblo, como que son
formas visibles de la continuidad de la revelación. En el curso de la
evangelización de la Germania, San Bonifacio se encuentra con dos
sacerdotes, uno francés y otro escocés, Aldeberto y Clemente, de los cuales el
más famoso, Aldeberto, quizás coroepíscopo, ha instituido un culto extraño en
el que se mezclan supervivencias paganas, una veneración de su propia
persona casi divinizada y una angelología bárbara. Una carta le sirve para
sostener este culto132. Compréndese, pues, la desconfianza de la Iglesia con
respecto a estas improvisaciones. Pero el fondo popular prevalece, y Pedro el
Ermitaño será pronto representado como encargado de un mensaje caído del
cielo.
Se puede incluso encontrar en ese enorme bullir de masas, en ese caos de
emociones del origen de las primeras salidas para la Cruzada, supervivencias
de antiguas religiones locales, una vuelta de los viejos ritos paganos que han
venido a mezclarse confusamente con los mitos de renovación del mundo, la
escatología popular cristiana, la teología rudimentariamente aprendida y las
ideas morales del mundo oriental, para formar la "religión de la Cruzada". La
superstición que parece haber sido más difundida es la de la mujer de la oca,
la cual siguiendo al animal, iba hacia Tierra Santa. Se la encuentra en el
Grenzenland, en Lorena y en los países renanos, sin que haya que ver en ella
la vuelta "a los animales sagrados de la mitología germánica"133. La oca, en
otro tiempo animal sagrado, era en la Edad Media la compañera de las brujas
130
125
126
127
128
129
Ibíd., 138-139.
[103], p. 288 (indicación análoga, p. 281). Cf. RÖHRICHT, [126], 180 y siguientes.
[114], I, 12.
EKKEHARD, [110], c. VI, p. XVI.
Lib. II, c. IV.
Ed. por J. Lair. Bibl. Ec. Chartes. IV serie, t. III (XVIII), 1856-1857, pp. 249-253 y P. L.,
t. CXXXIX, col., 1498-1502. Todas estas cartas han sido detenidamente estudiadas por
Riant, [9], pp. 1-91.
131
Sobre el estudio crítico de esta carta, RIANT, op. cit., pp. 71-89; F. CHALANDON, [90].
132
P. L., t. LXXXIX, col. 751-753, y sobre todo Romana Synodus, 833-834.
133
Como lo propone L. Bréhier, [36], p. 68.
en el aquelarre. Parece poco probable, no obstante Alberto de Aix 134, que las
masas dominadas por un frenesí totémico se pusieran en movimiento en pos
del animal henchido del espíritu divino. No se puede explicar la Cruzada por
hábitos de brujería. La explican, por el contrario, la multiplicidad de los
signos, su brote lujuriante. Ningún grupo tomado aisladamente podría
encerrar en un determinismo totalmente artificial el brote prodigioso. Pero
todos juntos atestiguan, por numerosos o contradictorios que sean, la
realidad de ese "hecho extraordinario" en el que va a vivirse, en su
desmesura y su pujanza tan perseverantemente renaciente, el gesto mismo
de la Cruzada.
134
Lib. I, c. XXXI.
CAPITULO III
LA CRUZADA POPULAR: PEDRO "EL ERMITAÑO"
I. URBANO II Y LA "SOCIEDAD" DE LA CRUZADA
Después de un largo estudio de la cuestión, concluye Hagenmeyer que fue
Urbano II y no Pedro, el primero que predicó la Cruzada en Francia.
Ateniéndose a las fuentes primeras135, es cierto que fue Urbano II el que dio el
impulso inicial. El 27 de noviembre de 1095, una vez terminado el Concilio de
Clermont, el papa se dirigió en persona a la multitud de los clérigos y de los
caballeros y los exhortó a tomar las armas para liberar el Santo Sepulcro y a
los cristianos de Oriente. En medio del entusiasmo general, se fijan (no existía
ningún precedente) las condiciones en que debía realizarse la guerra santa. A
los que tomaban la cruz, perdonaba la Iglesia las penitencias que debían sufrir
por la remisión de sus pecados136. Se habían tomado precauciones contra un
entusiasmo irreflexivo; los frailes no debían hacer votos sin el consentimiento
del obispo o del abad. El reglamento de Pavía del 19 de septiembre de 1096 137
decide que los simples fieles debían tomar consejo de los clérigos, y se hacían
reservas en cuanto a los jóvenes casados, en el caso en que sus mujeres no
estuviesen de acuerdo. El voto, una vez pronunciado, era irremisible; su
violación llevaba consigo la excomunión138. Durante su ausencia, los bienes de
los cruzados debían quedar bajo la protección de la Iglesia; en cada diócesis,
el obispo tomaba su tutela y estaba obligado a cuidar de que a su vuelta. los
cruzados se reintegrasen en su plena posesión139. Así se establecía la
legislación de la Cruzada, según la palabra de Urbano II, el predicador de
Clermont.
Desde luego, bajo el impulso del pontífice, se predica por doquier el "viaje de
penitencia", la expedición para la remisión de los pecados, como la define
Bernoldo140. El propio papa, a través de Francia, se hace el apóstol de la
Cruzada, en Limoges, en Poitiers, en Angers, en Le Mans, en Saintes, en
Burdeos, en Tolosa, en Nimes; toda una campaña de concilios, de
exhortaciones, con el singular prestigio de este sucesor de Pedro. Envía a los
flamencos una bula para notificarles la marcha, y a Génova, a petición de los
burgueses, a dos representantes, los obispos Hugo de Grenoble y Guillermo
de Orange. Desde Pavía, dirige a los clérigos y al pueblo de Bolonia que le han
permanecido fieles un breve concediendo la remisión de sus pecados a
cuantos tomen parte en la Cruzada; en enero de 1097, en fin, celebra concilio
en Roma, como coronamiento de su acción. A toda la cristiandad ha llegado la
palabra ardiente del pontífice.
135
136
137
138
139
140
Las Gesta, Roberto, Foucher de Chartres, Baudri, Guiberto de Nogent.
RIANT, [9], p. 115; P. L., CLXII, 717.
HAGENMEYER, [124] 72; P. L., CLI, 483.
Orderic Vital, X, 2.
MANSI, [18], XX, 902; Baronius, ad ann. 1095, edición Mansi, XVIII, 31.
Bernoldi Chronicon, PERTZ, SS., V, 464.
¿Qué oyentes acudían a recibir la palabra del papa? El propio Urbano II,
¿quería hacer acepción de personas, y dirigirse a una clase de la sociedad
mejor que a otra? Problema singularmente difícil de resolver, ya que los
mismos historiadores son clérigos que desprecian las multitudes. Por otra
parte, en Clermont, no predica el papa la Cruzada por primera vez en el
concilio, es decir, a pesar de una gran asistencia de fieles, sobre todo a
clérigos y quizás a nobles. El pensamiento de los historiadores es muy claro:
Urbano II se dirige a los caballeros, o al menos únicamente a aquellos que
pueden, por sus recursos y su destreza en las armas, prestar un servicio real
a la Cruzada. El discurso que atribuye Roberto el Monje a Urbano se dirige
sobre todo a los caballeros de Francia. Son ellos los que, "más que todas las
demás naciones, han recibido de Dios el honor insigne de llevar las armas".
Les recuerda el ejemplo de Carlomagno, y exhorta a los valerosos soldados a
mostrarse dignos de las virtudes de sus abuelos. Que piensen incluso en sus
crueles guerras feudales: es a causa de que la tierra que habitan es
demasiado estrecha, demasiado pobre, y apenas si da de comer a quien la
cultiva, por lo que se muerden y se devoran los unos a los otros. Que la
tregua haga cesar esas guerras entre ellos, y se unan para marchar contra los
paganos. El papa hace relucir, por otra parte, a sus ojos una idea de conquista
bastante material: "Someted esa tierra... Jerusalén es el ombligo del mundo,
la tierra fecunda entre todas, como un nuevo paraíso..., es la ciudad real en el
centro de la Tierra."
Y cuando a este último llamamiento contesta el grito de "Dios lo quiere", el
papa se apresura a poner moderación a este entusiasmo no razonado:
"Ciertamente, no queremos alentar a los ancianos o a los débiles, a los que no
tienen el hábito de las armas, ni queremos que emprendan ese camino. Que
las mujeres no marchen sin sus esposos o sus hermanos o sin legítimos
testimonios. De lo contrario, serían, todos, más molestos que útiles, más
carga que provecho." Que los ricos subvengan a la guerra santa con sus
recursos y lleven consigo a las gentes "libres de sus bienes"141.
La misma intención aristocrática encontramos en Baudri de Dol. Después de
una larga descripción de Tierra Santa, de sus recuerdos y de sus milagros
permanentes, Urbano II se dirige a los que llevan las armas, y les reprocha su
orgullo y sus crímenes. Destrozan a sus hermanos, oprimen a los huérfanos,
despojan a las viudas, son homicidas, sacrílegos. La Iglesia contaba con ellos
para la defensa de las buenas costumbres, y han empleado sus fuerzas en
hacer que triunfe el mal. Que vuelvan contra los sarracenos sus almas
fratricidas. Entonces, "bajo el mando de Jesucristo, ejército cristiano, se
convertirán en ejército invencible"142. Por otra parte, ¿no dispondrán como
recursos de los mismos recursos de sus enemigos? En nuestros dos
historiadores se evidencia el pensamiento del hombre de guerra: Guiberto de
Nogent lo repite y Foucher de Chartres precisa incluso por alusiones directas
a los oficios de los mercenarios. Nada puede asombrar, por otra parte, que el
141
142
[107], 728-729.
Historia Hierosolym., P. L., t. CLXVI, col. 1068.
auditorio de Urbano II se compusiera sobre todo de caballeros y de guerreros;
el Concilio de Clermont debía ocuparse mucho de la Tregua de Dios.
Sólo Foucher de Chartres da al pensamiento de Urbano II un valor general:
"Os exhorto, ¿qué digo?, Dios por mi boca os exhorta apremiante, a vosotros,
los heraldos de Cristo, a suscitar, por incesantes llamadas, a todos los
hombres, sea cualquiera la clase a que pertenezcan, caballeros y villanos,
ricos y pobres, para que lleven sin tardanza socorros a los cristícolas, para
exterminar lejos de las tierras de los nuestros a esa raza funesta.143"
Por otra parte, aun en el caso de que el discurso de Clermont se dirigiera al
conjunto de los cristianos, ¿cómo se difundió tan rápida y profundamente?
Es cosa clara que la difusión de la noticia del llamamiento de Clermont
sorprendiese por su rapidez y su efecto inmenso a todos los contemporáneos.
Los cronistas más o menos próximos al acontecimiento hacen de Urbano el
único predicador de la Cruzada. O bien ven en ello el efecto de la inspiración
divina que se extiende por el mundo entero: la fama praeconans dispersa la
noticia de que se ha decidido, establecido, en el concilio, una "marcha sobre
Jerusalén", y esta noticia conmueve el mundo hasta las islas del mar: los
infieles mismos se enteran de ella. Esto es prueba de que "ese itinerario ha
sido establecido por Dios y no por el hombre". El espíritu de Dios llena la
Tierra. Baudri de Dol dibuja justamente un cuadro muy animado de esta
predicación familiar y entusiasta, laica. "Acaba de terminar el concilio, y nos
hemos apresurado a regresar a nuestras casas. Los obispos predicaban por
doquier y mucho más sencillamente, por doquier también los laicos clamaban
la buena nueva; se sembraba a manos llenas la palabra de Dios y cada día
aumentaba el número de los hierosolimitanos; los que se quedaban sentíanse
avergonzados, y los que se disponían a partir glorificábanse ya de ello
públicamente: todos se exhortaban los unos a los otros; en las esquinas, en
las encrucijadas, todos hablaban animadamente."144 Ahí está sin duda la
verdad: en esos coloquios, en esas predicaciones de uno a otro, en ese
contagio de entusiasmo que levanta ejércitos, los lanza a los caminos,
animados los unos a los otros. Los que han asistido al concilio cuentan el
admirable movimiento en el que, a la palabra del papa, cada cual ha tomado
la cruz. "Un gran rumor se extiende por toda Francia... para seguir la vía de
Dios."
II. LOS "SIGNOS" DE CRUZADA
Pero la palabra del hombre no hubiese bastado, de no haber habido el signo
de Dios. "Numerosos prodigios aparecieron tanto en los aires como sobre la
tierra, los cuales sacudían la modorra de muchos que aun estaban dormidos."
Dos historiadores de la Cruzada, Guiberto de Nogent y Ekkehard, llegan
incluso hasta dedicar a estos signos milagrosos capítulos especiales en sus
historias145. Y no es que consignen las vocaciones individuales: los
historiadores contemporáneos de la primera Cruzada no han sufrido aún la
influencia de las leyendas épicas; no creen que la inspiración divina sea la
que impulse al individuo a tomar la cruz. Pero, ¡qué facilidad para consignar
todos los demás presagios! Son éstos los cometas, los eclipses favorecidos
por un retoñar clandestino de la astrología y por los recuerdos del Apocalipsis
que pueblan la imaginación de estos hombres del siglo. Es el cortejo trivial de
toda efervescencia popular. Dos órdenes de fenómenos, sin embargo, se
imponen con más originalidad, como prodigios particulares de la Cruzada. En
primer lugar, las cruces. Todos querían ser marcados por el cielo. Guiberto de
Nogent nos lo refiere con una ingenuidad bajo la que se trasluce la crítica146.
La tradición popular no quería concebir al cruzado sin, el signo de redención
marcado en su carne. En Brindisi, naufraga una barca, y se descubre entre los
hombros de los ahogados la cruz, signo de la servidumbre de Dios. En los
comienzos de 1099, los sarracenos matan a los compañeros de Raimundo de
Tolosa: "Todos los muertos llevaban la cruz sobre el hombro derecho".
Fenómeno que tal vez sea de mediocre interés en sí mismo, pero que muestra
el contagio popular de la idea de Cruzada difundiéndose libremente,
garantizada tan sólo por su signo. Esta idea se extiende al margen de toda
jerarquía, sin dirección ni regla: la cruz confiere a los laicos un privilegio; la
autoridad eclesiástica que en otras épocas se hubiese mostrado muy inquieta,
parece tolerar la práctica y permite que se rodee de un prestigio bastante
considerable. De la marca de la Cruzada a la estigmatización no hay más que
un paso. En el corazón de las multitudes inquietas de los siglos XII y XIII vivirá
el recuerdo de estos milagros del siglo anterior: el franciscanismo resucitará
el espíritu de la Cruzada.
La cruz, por otra parte, marca de predestinación, puede ser también el
símbolo de la victoria. Bastan para atestiguarlo esas apariciones de ejércitos
celestes o esos encuentros de caballeros en los que el vencedor lleva la cruz
como estandarte. La leyenda de la victoria constantiniana revive fácilmente
en esas imaginaciones en busca de mitos.
Más compleja, religiosa a la vez y casi antropológica, se afirma la segunda
serie de prodigios, los signos de migraciones. No son ya el símbolo individual,
sino el presagio de una inmensa acción común, la causa sobrenatural de un
movimiento colectivo. "El año 1095, en el mes de abril, en la noche del
viernes, se vio de pronto caer del cielo pequeños fuegos como estrellas sobre
toda la Apulia, que cubrieron toda la superficie de la Tierra; entonces los
pueblos de la Galia, y pronto de toda Italia, comenzaron a marchar hacia la
tumba del Señor, cargados de armas y llevando sobre su hombro derecho el
vexillum crucis"147. Es la predicción del Apocalipsis: las estrellas caen sobre la
Tierra, lo mismo que una higuera agitada por el viento arroja acá y allá sus
145
[109], 149. Azotes y prodigios en [110], c. VIII y IX, pp. 17-18.
Lib. VII, c. XXXII, [109], 251.
147
Lupus Protosp., Chron., Pertz, SS., V, 51 y Orderic Vital, Hist. eccles., edic. Le Prévost,
III, 462.
146
143
144
FOUCHER DE CHARTRES, [104], 324. Cf. B. Leib, [129], pp. 184-185.
P. L., t. CLXVI, col. 1069.
higos verdes. Guiberto de Nogent y Baudri de Dol, ingenioso en pruebas, así
como Orderic Vital, muy enterado de las predicaciones de Ghislebert, obispo
de Lisieux, astrólogo en sus ratos de ocio, lo atestiguan unánimemente .con
plena seguridad. La lluvia de estrellas es el signo de la marcha para la gran
expedición, la revelación a las multitudes de la Intención divina.
He aquí el rasgo nuevo: la lluvia de estrellas anuncia la partida de las
multitudes; el signo celeste provoca la migración. Otros prodigios se muestran
todavía en el cielo, prefigurando todos una partida del ejército de Dios, una
commotio (palabra asombrosa por su aspecto moderno): cometas con
espadas de fuego, columnas en llamas que suben en el Occidente. Todos
parecen obedecer a un tropismo misterioso, el que ha descrito claramente
Ekkehard: "Unas nubes color de sangre surgían tanto en Occidente como en
Oriente y parecían precipitarse las unas contra las otras hacia el centro del
cielo."148 Como la Jerusalén terrena es el centro del mundo, los prodigios se
dirigen hacia la Jerusalén celeste. Es la persistencia de la identificación de las
dos Jerusalén, la supervivencia inconsciente en el pueblo de las promesas
montanistas, del viejo espejismo apocalíptico. ¿No había anunciado Montano
la próxima aparición sobre la tierra de "Jerusalén descendida del cielo"? La
promesa encuentra ahora un comienzo de ejecución. Testigos oculares, y
paganos, han afirmado que durante cuarenta días y a cada crepúsculo se vio
descender del cielo una ciudad y permanecer suspendida en los aires sobre la
Judea. Recinto y murallas desaparecían a medida que el día avanzaba. Allí
vivirán los Santos durante el período milenario149.
Después del cielo, la Tierra: también los animales se ven arrastrados en la
migración hierosolimitana. Algunas crónicas hablan, en efecto, de marchas de
peces, de ranas, de mariposas, de pájaros. Así como San Francisco invitará
más tarde a los pájaros a alabar al Señor, el espíritu de la Cruzada imagina
ingenuamente que también se llama a los animales al rescate de la tumba del
Señor. ¿O bien se trata simplemente de una imagen? Baudri de Dol ve partir
cómo una nube de langostas aquellas enormes, columnas de cruzados 150; Ana
Comneno, que no les escatima su desprecio, los muestra precedidos por
saltamontes anunciadores, su signo y su imagen. "La venida de tantos
pueblos -escribe- fue precedida de saltamontes, que respetaban las cosechas,
pero que asolaban las viñas devorándolas." Y un poco después, repite, en el
sentido de la mecanización de la imagen: "Cada uno de sus ejércitos iba
precedido de una nube de saltamontes...151" Por lo demás, la imagen es
apocalíptica. En el capítulo IX del libro inspirado, los saltamontes se cuentan
148
[110], cap. X, p. 18.
San Francisco tuvo un día una visión en la que se le aparecieron hombres de todas
las razas, afluyendo de cerca y de lejos a la pequeña iglesia de la Porciúncula. Celano,
Vita prima, I, cap. XI, 27 y Tres Socii, 56. Considérese también el hecho de que la indulgencia de la Porciúncula es la primera indulgencia desde la de la Cruzada (la cual era la
primera desde el origen del cristianismo).
150
Historia Hierosolym., P. L., t. CLXVI, col. 1071.
151
ANA COMNENO, [106], t. II, p. 208.
149
también entre los "azotes de Dios" surgidos del abismo para hacer daño a los
hombres que no llevaran el sello de Dios sobre sus frentes, tal como la marca
que se imprime con un hierro al rojo el sacerdote simulador de que habla
Guiberto de Nogent.
III. BANDAS Y JEFES: PEDRO "EL ERMITAÑO".
¿Cuáles son las razas que participan en las marchas de 1096? Las
enumeraciones de pueblos son poco frecuentes entre los cronistas e
historiadores: Sigiberto de Gembloux, en el año 1096, que no dice nada de la
predicación de Clermont, representa como espontáneas las partidas de
"pueblos de Occidente... innumerables y movidos por una común aspiración",
"que de todas partes acuden, de España, de Provenza, de Aquitania, de
Bretaña, de Escocia, de Inglaterra, de Normandía, de Francia, de Lotaringia,
de Borgoña, de Germania, de Lombardía, de Apulia y de otros reinos
cristianos"152, "cuyos nombres no recuerdo ahora", dirá Ekkehard al final de
una enumeración semejante153. Después de la enumeración de dos jefes
franceses y germanos, Baudri de Dol cita los países extremos, Inglaterra, las
islas, incluso las más lejanas, los bretones, los gascones, Galicia, Venecia, los
písanos, los genoveses y todos cuantos habitan las riberas del océano o del
Mediterráneo. A menudo, estas indicaciones se precisan para una partida
determinada. Así, son los francos de Occidente, Italia o Alemania.
Pero el sentimiento es visiblemente unánime. Para todos, la llamada, la obra
que hay que realizar, la via Hierosolymitana es de origen divino, profetizada,
apocalíptica, y todo cristiano debe ponerse en marcha, sin distinción de
condición, edad ni sexo.
Esta obligación universal se encuentra fuertemente subrayada en los Annales
Augustani154. Muchos parten, se lee en ellos, "impulsados por una incoercible
fuerza espiritual". Este sentimiento de fatalismo casi apocalíptico, difundido
en todos los cronistas, no admite en la obligación de liberación una distinción
de clase; todos parten: artesanos, campesinos y barones. La idea de cruzada
de clase será el resultado de una lenta evolución en los hechos y en los
sentimientos; para 1096, constituye un flagrante anacronismo. Aunque el
pensamiento de Urbano II hubiese sido el de una expedición bien armada y
abundantemente provista155, de hecho los primeros que estuvieron
preparados partieron: los nobles se tomaron el tiempo necesario para realizar
sus bienes, y la primera tropa, una horda innumerable, se componía, de
campesinos y de nobles poco acaudalados. Pero otra diferencia; mucho más
real, diferencia en el espíritu, debía pronto separar los pobres.. de los señores.
Estos partían para aprovechar contra el infiel los ocios que les procuraba la
PERTZ, VI, 367.
110 c. VI, p. 16.
154
inevitabili quodam motu mentis compuncti... (PERTZ, III, 134).
155
Omnes... armis et equis omnibusque necessariis abundanter instructi. (Gesta Adhemari, [3], Hist. Occ.; V, 354).
152
153
Tregua de Dios: se trataba de una expedición limitada, de una especie de
tempus militiae. Por el contrario, entre el pueblo hay una idea de
permanencia en la Tierra Santa. Las tropas de campesinos, de mujeres y de
niños han tomado sus precauciones: Guiberto de Nogent, en un pasaje
célebre, nos los muestra haciendo herrar sus bueyes y unciéndolos a los
carros que llevan a sus familias y sus bienes156.
Desde estos carros, los niños, impacientes y fatigados, no bien distinguen un
castillo o una ciudad, no cesan de preguntar si se trata de esa Jerusalén hacia
la cual los conducen. Y los que ven pasar esos extraños cortejos imaginan un
éxodo para la conquista de una tierra prometida y de una estancia
afortunada. En Alemania, donde la Cruzada no se ha predicado aún a causa
del conflicto entre el papa y el Emperador, las poblaciones se asombran de
aquella locura de abandono de unos bienes ciertos por una Jerusalén
incierta157.
Se explican desde entonces las diferencias entre los ejércitos de los grandes
jefes de la Cruzada, y las compañías y las tropas de esas partidas en masa.
Baudri de Dol y Guiberto de Nogent, mucho más observadores, más
penetrantes que los otros historiadores de la Cruzada, han visto bien, el uno
-Baudri- la emoción popular, el contagio de la cruz, el contagio del milagro
que se propaga, no sólo a los que no podrían partir si no se les procurasen
socorros materiales, sino a todos los populares, incluso las mulierculae, que
mostraban cruces misteriosas sobre su carne, todo ese numerus innumerus al
que los rumores de milagros, de prodigios, mucho más que la fama de la
predicación de Clermont había hecho levantarse y tomar la ruta de
Jerusalén158; el otro -Guiberto-, la partida pintoresca, "que casi hace reír" pero
que es emocionante en extremo, de esas pobres gentes que han cargado
sobre sus carros su pobre fortuna y su familia para su viaje hacia la Terra
repromissionis.
Hay una categoría de individuos de la sociedad religiosa a la que es
particularmente interesante ver mezclarse en este movimiento: los clérigos
en ruptura de votos. Algunos habían obtenido de sus abades el permiso de
partir, pero la mayoría, como lo nota Baudri de Dol 159, había huido de sus
monasterios. Entre esa multitud en marcha, se deslizan también, al menos
según la afirmación de escritores posteriores, ladrones y bandoleros: Guiberto
de Nogent celebra la gran tranquilidad que se extiende sobre Francia. La
purificación de la Cruzada se realiza. Cesan incendios y saqueos: los ladrones
se han puesto en marcha para la Cruzada. Con ellos, según ciertas crónicas,
caminan mujeres vestidas de hombres; pero estos disfraces impúdicos son
probablemente la excepción.
Los contemporáneos no han ocultado las causas materiales de este éxodo.
Ekkehard, sobre todo, habla de todos los azotes que abruman a los pueblos, y
156
157
158
159
Lib. II, c. VI. [3], Hist. Occ., IV; 142.
EKKEHARD, [110]; c. IX, 17-18.
P. L., t. CLXVI, col. 1070.
Ibíd., col. 1070.
en particular los "francos del Occidente". Abandonaron con tanta mayor
facilidad sus campos, dice160, cuanto que durante algunos años, unas veces
las guerras civiles, otras una mortandad extremada y finalmente el mal de los
ardientes, los habían aterrorizado y diezmado. El período de desastre
económico que precedió a las marchas de 1096 no ha escapado a ninguno de
los contemporáneos; los más comprensivos de ellos lo notan vigorosamente:
Sigiberto de Gembloux muestra el hambre creciente, y Guiberto de Nogent
pone de relieve el contraste entre el hambre que precedió y la abundancia
que siguió a la predicación de la Cruzada. Antes, el trigo era poco abundante
a consecuencia de las malas cosechas, y, a consecuencia de las especulaciones de los acaparadores, muy caro. Los pobres llegaban a alimentarse de
raíces tiernas. Cuando resonó el grito de la Cruzada, cuando ricos y pobres,
acaparadores y miserables, hubieron resuelto partir, todos se desembarazaron de sus bienes a muy bajo precio, como si tuviesen que pagar
rescate para salir de la más dura de las prisiones. De la noche a la mañana,
artículos innumerables y a vil precio llenaron el mercado, hasta el punto de
que, por ejemplo, se encontraban ovejas por cinco
dineros. Se vendía, no para enriquecerse, sino al precio que ofrecía el
comprador, a fin de poder partir lo más pronto posible, para "no ser el último
en la vía de Dios". Y se compraba muy caro lo que podía servir para el
camino, vendiéndose muy barato lo que no tenía ninguna utilidad161. Era, dice
Guiberto, una especie de milagro. Milagro económico para su espíritu positivo
-"todos compraban caro y vendían a bajo precio"-, en tanto que Foucher de
Chartres ve en ello una marca de la Providencia divina.
Pero lo esencial para esas multitudes cristianas sigue siendo la llamada
soberana de la Jerusalén misteriosa, "tierra de promisión", como la designan
los cronistas, aun los menos líricos, los menos escritores. En el tiempo en que
Enrique IV era emperador de los romanos y Alexis príncipe de Constantinopla,
como escribe Ekkehard, en el momento en que los hombres se matan unos a
otros, los signos proféticos se multiplican. Son ellos los que nota la
observación popular. Entonces, al lado de la predicación regular de Urbano II,
limitada tal vez a la clase militar, por trasmisión mutua, por imitación, por
contagio, de una manera completamente libre y espontánea, irradia la
predicación de las masas. Siguiendo la voluntad del cielo, se organizan
verdaderas migraciones.
¡Qué sorpresa, por otra parte, para la Edad Media, este ejército sin general;
extremadamente apegada a la jerarquía y al hombre, persuadida de que toda
doctrina debe tener un autor responsable y toda expedición un jefe! Los
cronistas han puesto, por su propia autoridad, esta commotio bajo el mando
de uno de los que se distinguieron después en la Cruzada, un nombre en
torno del cual cristaliza la leyenda: Godofredo de Bouillón, Bohemundo, o
Pedro el Ermitaño.
160
161
C. VIII, [110], p. 17.
GUIBERTO, [109], 141, lib. II, c. VI.
Pero primitivamente aparece como acéfala. Las primeras partidas debieron de
realizarse bajo jefes casuales, sin esperar la señal, que, por la autoridad del
papa, debía dar el obispo de Puy, Adhemar. Godofredo de Viterbo, que escribe
mucho tiempo después de los hechos y un tanto como filósofo de la Historia,
refiere que después de los esfuerzos de Urbano II surgían profetas por todas
partes, diciendo que ellos eran los apóstoles y los predicadores de Cristo, a la
vez que los soldados contra los enemigos de la cruz de Cristo162. Predicadores
del llamamiento y soldados podían, pues, confundirse, en la conciencia
surgida de las profundidades de su elección total. Estos profetas, no llamaron
a todos los fieles en el mismo momento; todas esas multitudes no partieron a
la misma hora: los mismos elementos populares que es difícil evaluar se
mezclan en las columnas populares y en las columnas de barones.
Lo que constituye el gran interés de la persona de Pedro el Ermitaño es que
se trata del más famoso -el único conocido más bien- de esos prophetae,
predicadores y jefes. Jefe lo fue muy poco a la cabeza de sus bandas
indisciplinadas, pero sí predicador o sobre todo profeta. Guiberto de Nogent
que lo conoció y juzgó bien, lo define admirablemente en un retrato magistral:
"En tanto que los príncipes, a costa de grandes gastos, rodeados de una nube
de servidores, hacían minuciosamente y con calma sus preparativos de
marcha, el pueblo bajo, desprovisto de recursos aunque muy considerable en
cuanto al número, siguió a cierto ermitaño, llamado Pedro, y, mientras
estuvieron entre nosotros, le obedecieron como a un amo. Este hombre,
nacido en la ciudad de Amiens, si no me equivoco, había llevado, dicen, en el
norte de Francia, en hábito de monje, una vida solitaria. Marchó de allí, ignoro
con qué intención, y le vimos recorrer ciudades y pueblos, predicando en
ellos, rodeado de tan grandes multitudes, colmado de tan grandes presentes,
circundado de tal fama de santidad, como jamás se ha honrado a hombre
alguno, en lo que yo recuerdo." Se mostraba muy generoso con los pobres,
gracias a las limosnas que recibía. Volvía a la honradez, por medio del
matrimonio, a las prostitutas, dándoles él mismo una dote; y allí donde surgía
una discordia, restablecía con asombrosa autoridad la paz y el acuerdo.
Porque todo lo que decía o hacía, parecía como algo misterioso y divino. Y
esto hasta el punto de que la gente arrancaba pelos a su mula para hacer
reliquias163. Llevaba a raíz de la carne una túnica de lana, debajo de una
cogulla, una y otra hasta los pies, y encima de ambas un manto; no llevaba
pantalones e iba descalzo, y se alimentaba de vino y de pescado, sin nada de
pan o muy poco164.
No parece dudoso que predicase un nuevo evangelio, la Cruzada, y una moral
de pureza que contribuyó en mucho a su popularidad entre las multitudes. Es
curioso comprobar, en efecto, que el Autissiodorensis Chronicon de Roberto
cuenta a Pedro el Ermitaño en el número de los fundadores de órdenes, entre
162
Pantheon, PERTZ, XXII, 249.
Práctica que se encuentra a menudo con la mula de los peregrinos, o bien con el
asno de San Norberto y de los primeros premonstratenses.
164
GUIBERTO, [109] 142.
163
San Bruno, Esteban de Grammont, Roberto de Arbrissel y sus compañeros165.
El autor adivina entre ellos un parentesco profundo, una ascesis de pobreza,
de predicación, así como su común preocupación de levantar a la mujer
pecadora, a esas mulierculae que siguen a la tropa de Pedro y que tuvieron la
audacia de mostrar las cruces milagrosas que llevaban sobre su cuerpo.
La incertidumbre de los textos, sus contradicciones y su elaboración posterior
al momento en que la leyenda se fija, permiten presentar a Pedro como un
ermitaño entre los demás, que se puso a predicar la Cruzada después del
llamamiento del papa y cuya palabra, en unas regiones de Francia mal
determinadas, pero trabajadas por el eremitismo, arrastró a las multitudes.
Contra Hagenmeyer y Röhricht, que parecen aceptar muy fácilmente el hecho
de que Urbano II hubiese encargado a Roberto de Arbrissel de predicar la
cruzada -cuando Baudri de Dol, el biógrafo del santo ermitaño no dice una
palabra- y la idea de que Pedro tuvo lugartenientes para encuadrar sus
masas, hay que admitir una partida más anárquica de esta Cruzada popular,
que llega a Colonia el sábado santo 12 de abril de 1096, con Gauthier de
Poissy, los sobrinos de este último, entre ellos Gauthier Sin Hacienda, y
algunos otros franceses notables.
A partir de este momento, a medida que los instintos guerreros y
depredadores de su banda se liberan en la travesía de Europa, se siente
disminuir la autoridad de Pedro. En Alberto de Aix, después de haberse visto
obligado a la lucha contra los húngaros .y los búlgaros, cuando esperaba de
ellos la paz por ser cristianos, se le ve atacar, huir, reprimir, equivocarse, sin
llevar ya el sello de la obra inspirada. En Andrinópolis, Pedro encuentra unos
enviados del Emperador, encargados de expresarle en nombre de este último
el deseo que tiene de verle. Pedro, no bien llega a Constantinopla, es
conducido (acompañado de Foucher de Chartres) ante el Emperador. Entra en
el palacio sin sentirse intimidado, saluda al Emperador en nombre de
Jesucristo, le cuenta detalladamente las pruebas sufridas en el camino de
Constantinopla, le dice que va a ser seguido de cerca por príncipes, condes,
nobles y poderosos, decididos a marchar sobre Jerusalén. El Emperador, al
enterarse de sus designios, le preguntó qué quiere. Pedro le pide que procure
a él y a sus compañeros víveres, "diciéndole todo lo que ha perdido por la
imprudencia de sus tropas y su falta de sumisión". Alexis, después de haber
escuchado esta confesión penitente de Pedro, hizo que le dieran por caridad
200 besantes de oro y que distribuyeran entre sus compañeros un celemín de
monedas, dice Tartaron. Es evidentemente un relato de forma un tanto
evangélica: Pedro se presenta casi como peregrino pacífico, no hablando de
los cruzados sino como de unos peregrinos que van a arrodillarse sobre la
tumba del Señor, pidiendo humildemente los medios de subsistir para él y los
suyos y recibiendo los donativos del Emperador como si los suyos no
estuviesen saqueando a poca distancia de allí.. ¿No es una figura legendaria
de Pedro el Ermitaño, y no una figura exacta, histórica, la que se nos da aquí,
165
PERTZ, XXVI, 228.
y el ermitaño ha continuado realmente su sueño piadoso sin ser ya el jefe de
banda que nos muestra Alberto de Aix?166
Comoquiera que fuese, cinco días después de su llegada, los compañeros de
Pedro, por orden del Emperador, pasaban el Bósforo y marchaban lentamente
hacia Nicomedia; en Civitot, los alcanzan los enviados del Emperador,
aconsejándoles que no sigan más hacia Nicea y que esperen refuerzos.
Detenidos allí dos meses, se desencadenan las codicias: Pedro carece ya de
autoridad para impedir el bandidaje, las querellas intestinas y las
expediciones de bandas que devastan la región, una de las cuales habría de
ser cruelmente castigada por los turcos en Jerigordon. La noticia de este
desastre provocó la partida hacia Nicea; el Ermitaño salió para Constantinopla
a pedir víveres menos caros. No vio, pues, la matanza, del campo de Civitot,
que asolaron los turcos, hostigados por las partidas de cruzados. Si hemos de
creer a Ana Comneno, cuando Pedro fue recibido de nuevo por Alexis después
de la derrota, se expresó muy severamente respecto de sus compañeros167.
Toda esta defensa de Pedro el Ermitaño parece llena de tristeza, de una
tristeza, de un desastre moral que le perseguirá, en todo el curso de la
Cruzada, haciendo de él un gran decepcionado, cuya duda es visible a
continuación en cada uno de sus actos.
IV. EXPEDICIONES GERMÁNICAS Y MATANZAS DE JUDÍOS
Las vicisitudes de las otras bandas son análogas: Gauthier de Poissy y su
sobrino Sin Hacienda, que se separaron de Pedro en Colonia, estuvieron a
punto de ser muertos por los búlgaros, por haberse apoderado de unos
rebaños, y el sacerdote Gottschalk, con su tropa renana que se entrega a
todo género de violencias, rusticano more, dice el cronista, es exterminado
por los húngaros. Otras bandas, y el hecho es de otra importancia, religiosa
esta vez, no ya simplemente humana, parecen encarnizarse contra los judíos:
Foucher de Orléans mata a los judíos de Praga, y toda la primavera de 1096
está marcada por persecuciones contra los judíos, en Metz, en las ciudades
renanas, en Suabia, en Babiera y en Bohemia, por donde pasan las bandas de
cruzados. Estas matanzas parecen ligadas a un esfuerzo de conversión en
masa, en la que los pequeños feudales, liberados de sus ocupaciones por la
Tregua de Dios, colaboran con los cruzados para vencer las resistencias de los
judíos. En Ratisbona, los bautizan en masa en el río, o bien el obispo de
Treves, en cuyo palacio se han refugiado, les explica el Credo y los convierte,
para sustraerlos a los perseguidores que les esperan. El movimiento es
popular y laico, pues la gente de Iglesia, así como los cronistas en general,
censuran esas crueldades gratuitas y esos bautismos no consentidos Las
bandas de cruzados quieren destruir en su camino a todos los enemigos de la
Iglesia; los judíos lo habían presentido, ya que en los primeros días de
diciembre de 1095, los de Francia avisaban a sus correligionarios de orillas
166
167
P. L., t. CLXVI, col. 399-400.
[106], 11, p. 212.
del Rin, les enteraban de los preparativos de la cruzada y les aconsejaban
ayunos y oraciones para apartar los males que les amenazaban168.
Su gran adversario debía ser ese personaje a quien hizo legendario el horror
que les inspiraba, el conde Emicho de Leiningen. Escuchemos a Salomón ben
Simeón, el narrador de las matanzas: "El día de la nueva luna de Siwan, llegó
el conde Emicho, enemigo de todos los judíos, con su gran ejército, y acampó
con los cruzados y el pueblo (de los peregrinos) fuera de la ciudad (se trata
Maguncia), bajo unas tiendas; porque a su llegada habían cerrado las puertas
de la ciudad... Fue el más terrible de todos nuestros opresores; no perdonaba
ni a ancianos ni a muchachas y no tenía compasión ni por el sufrimiento, ni
por el dolor, ni por la debilidad, ni por la enfermedad…"169
Habiendo entrado en la ciudad, Emicho invadió el palacio del arzobispo en
donde se habían refugiado algunos judíos, mató a todos los que no se habían
suicidado y quemó el barrio, pues muy pocos aceptaron el bautismo, o
prefirieron matarse después de haberlo recibido.
Durante los meses de mayo y de junio, las bandas de Emicho se entregaron a
matanzas expiatorias; la región renana estuvo bañada en sangre hasta la
vuelta de Italia de Enrique IV, quien devolvió a los judíos la seguridad y el
libre ejercicio de su culto. Entretanto, el conde, que, según pretende Salomón,
se creía designado para llegar a ser jefe de la Cruzada, y que fue
indiscutiblemente, un buen jefe militar, se puso en marcha hacia Jerusalén a
la cabeza de un ejército teutónico: debía, después de un verdadero asedio de
Wieselburgo en Hungría y una derrota casi completa de sus tropas, volverse
por donde había venido, para contarse, después en el número de aquellos
hombres armados que salían de una montaña cerca de Worms y volvían a
entrar en ella a la hora de nona. Eran, dice la leyenda, las almas de los
soldados que en vida habían cometido crímenes. Por lo demás, en el
momento de la muerte de Emicho, ocurrida hacia 1117, numerosas estrellas
cayeron del cielo como gotas de sangre.
¿Simple episodio de la Cruzada en manos de un jefe guerrero y de fabulación
legendaria? Quizás no. En el siglo XII, las profecías seudo-sibilinas están muy
difundidas entre la población cristiana, entre otras la reedición por el
ermitaño Albuino del tratado del Anticristo de Adson, abad de Montier-en-Der,
a la reina Gerberga:170 en el tratado -de la primera mitad del siglo X-, que se
apropia con toda naturalidad, Albuino ha interpolado un pasaje en el que se
dice que el
rey de los últimos días, ex Sibyllinis versibus, reinará 112 años, durante los
cuales vencerá los 22 reinos de Gog y de Magog, y que bajo su reinado los
judíos mismos serán convertidos al Señor...171 Si se compara este pasaje con
el texto de Adson, anunciando que el último de los príncipes del Imperio
168
HAGENMEYER, [124], nº 12; RIANT, [9], p. 111; M. MANNHEIMER, Die
Judenverfolgungen in Speier, Worms und Mainz, Darmstadt, 1877, p. 11.
169
[124], nº 35.
170
Sobre el ermitaño Albuino, véase WATTENBACH, Deutschlands Geschitsquellen, 6ª
edición, I, p. 363, II, p. 512 y MIGNE, P. L., CXXXVIII páginas 185-186.
germánico irá a Jerusalén a deponer su corona y su cetro sobre el monte de
los Olivos, la identidad es clara: el rey de los romanos, el descendiente de
Carlomagno será el rey de los últimos días. Ahora bien, Emicho tiene
revelaciones; se le promete el trono "en el sur de Italia". ¿No se ha
presentado como una especie de rey de los últimos días, de personaje
apocalíptico, y no es entonces la conversión forzada de los judíos el primer
acto de ese reinado según las profecías? Porque esta conversión de los judíos
se anuncia en la Edad Media como debiendo formar parte del drama
apocalíptico172.
En la leyenda Alemana, en fin, Carlomagno saldrá de la montaña, y en el
Kyffhäuser es donde Federico Barbarroja espera el día en que recobrará el
Imperio sacro. La montaña es el refugio de los reyes de los últimos días para
esperar la hora del despertar profetizado: también Emicho expía en su
montaña, pero una montaña infernal que está junto a aquella en la que
duermen los verdaderos emperadores.
Fenómenos análogos se producen en los países renanos, en los comienzos de
la segunda Cruzada. El monje Raúl viene a comentar las profecías sibilinas en
favor del rey de Francia y a predicar a las multitudes fanatizadas la matanza
de los judíos; fue precisa la intervención del obispo de Maguncia y la venida
de San Bernardo para reconquistar las multitudes, arrastradas en esa
limitación popular de la Cruzada que parece ser esa matanza de judíos. ¿No
era posible, en Occidente, sin moverse del lugar y sin sufrir las fatigas del
camino, merecer así la tierra de promisión?
Solución perezosa, que alcanza, ya él verdadero espíritu de Cruzada, a la vez
que esas matanzas, violentas incluso para la sensibilidad de la época,
inquietan a los clérigos y se difunden ciertas críticas contra las bandas
populares. En su Crónica, escrita hacia 1125, Ekkehard refiere un rasgo de
Pedro que no citaba en su Hierosolymita, redactado entre 1112 y 1117: se le
trata de hipócrita, parece ser173. Si es prematuro, como quiere Hagenmeyer,
hablar de un movimiento de oposición contra los cruzados en Occidente en
1097, se puede notar desde el comienzo del siglo XII algunos juicios severos,
y el asombro de algunos frailes ante aquellas bandas heteróclitas de
saqueadores. No habían vencido; por otra parte; la mano de Dios no estaba
con ellos, y Baudri de Dol, meditando sobre el doble, desastre de Jerigordon y
de Civitot, saca una doble lección: la humana y prudente de no proceder a la
ligera y tener buenos jefes, y la simple de que antes de atacar al infiel,
conviene aplacar al Señor con una confesión general174.
171
El pasaje está tomado del texto sibilino del Seudo-Beda. El texto es de fines del siglo
X o de comienzos del XI, P. L., t. CI, col. 1296.
172
Cf. San Gregorio en las Moralia in Hiob, lib. XXXV, c. XIV, sobre los parientes de Job
que acuden a comer y a regocijarse con él de su vuelta a la fortuna P. L., t. LXXVI, col.
763-764.
173
Ekkehardi Chronicon Universale, PERTZ, SS., VI, 208.
174
P. L., t. CLXVI, col. 1073.
¿Habrá que encontrar en este último precepto la indicación de un rito qué se
hace habitual de la Cruzada? No tenemos más que este único texto y muy
dudoso. Es cierto, no obstante, que va a organizarse una liturgia detrás de
este hecho nuevo, sin precedente hasta ahora en las luchas contra los
infieles, sajones o sarracenos de España: pero lo conocemos demasiado mal,
en su alcance y en sus circunstancias, para saber qué rito era. En cuanto a la
indulgencia, concedida por el Concilio de Clermont y los concilios de 1096, la
primera gran indulgencia antes de la de la Porciúncula, tiene ya toda su
reglamentación gracias a los cuidados de la autoridad eclesiástica. Pero es
muy poco. Desde el comienzo, la revelación individual prevalece sobre toda
disciplina, sobre toda jerarquía, desde las predicaciones en las calles, en las
encrucijadas, entre laicos, que tanto impresionaron el ánimo de los
contemporáneos, hasta la estigmatización de la cruz, forma de elección
particular aparte de todo magisterio regular. Se apoya sobre los ermitaños, al
margen de la Iglesia y muy cercanos a ella, especie de santos vivientes y
extrajerárquicos, y vive de los pobres. Tanto, que la religión tenderá a
hacerse más directa, más francamente colectiva, menos jerárquica,
fundándose sobre una nueva "tabla de valores" cristiana, la antigua, con toda
la tradición escatológica primitiva. ¿No la encontramos en todas partes,
cuando se ponen en movimiento las masas populares? Glaber nos la ha
mostrado en 1033 en camino hacia el Oriente para esperar allí al Anticristo,
luchar contra él y morir en Tierra Santa. El restablecimiento de la Iglesia
cristiana en Jerusalén debe coincidir con el fin de los tiempos, en el reino
glorioso del Rey de los Últimos Días, idea heleno-cristiana que repite la
tradición libre de la IIª a los Tesalonicenses. Ya no se hablará después del
Anticristo; pero ahora es él quien obsesiona el espíritu de estos pobres que se
preparan para una marcha definitiva, siguiendo el signo divino marcado en el
cielo. Todo el mundo franco-germánico se encuentra agitado por este
inmenso movimiento de migración escatológica, inspirado quizás por la
necesidad de una renovatio milenaria, la misma que recoge Cristo al
comienzo de la Canción de Antioquía, cuando anuncia que al cabo de 1000
años vendrá un pueblo que vengará a los crucificados. Se busca, para la
marcha gloriosa., un jefe predestinado, Carlomagno redivivus primero, y
ahora ese extraño Emicho de Leiningen que se considera como elegido por
revelación y que conducirá el ejército cristiano después de la conversión de
los judíos, otra intención escatológica que degenera después en matanza.
Soberanos que descenderán de sus montañas para realizar la obra
apocalíptica de regeneración, garantizarán al pueblo, por su elección
misteriosa, ese triunfo que anuncia ya los presagios traspuestos del libro
inspirado: migraciones de saltamontes, caídas de estrellas, oscurecimiento
del cielo o aparición de nubes ensangrentadas. El simbolismo de los números,
de las fechas, está por doquier en la interpretación de los fenómenos
naturales; alimenta el ardor popular que se siente totalmente conducido por
la voluntad providencial para unos fines que no pueden ser más que gloriosos
y redentores. Los pobres que tienen todo que ganar en la aventura son los
verdaderos espiritualistas de la Cruzada, para el cumplimiento de las
profecías.
PARTE SEGUNDA
LA PRIMERA CRUZADA
CAPITULO PRIMERO
LA PRIMERA CRUZADA. LA CRUZADA DE LOS BARONES.
I. DE LAS TIERRAS DEL OCCIDENTE AL SITIO DE ANTIOQUÍA: LOS CAMINOS;
LAS PRIMERAS PRUEBAS.
No se va a hacer aquí la historia de la Cruzada propiamente dicha, regular,
oficial, puesta en marcha, al menos en apariencia, a la hora y en el orden
fijados por el papa en Clermont. Bastará con situar los hechos para estudiar
con más espacio las preocupaciones de las masas, las manifestaciones de la
fe colectiva, todo lo que la multitud añade a la fe oficial, todo lo que lleva en
sí en cuanto a tradiciones oscuras, en cuanto a subconsciente, en cuanto a
herencias que se revelan al choque de los acontecimientos, y dibujar así una
historia interna, moral y religiosa de lo anónimo en la Cruzada. Tarea, por otra
parte, bastante difícil, ya que es casi imposible conocer los sentimientos y
hasta la composición de las masas populares: la historia en la Edad Media se
ocupa poco de lo colectivo, sobre todo cuando éste es pueblo. Además, los
historiadores de la Cruzada son muy rara vez independientes. Los que
siguieron la Cruzada han elegido un héroe: el autor de las Gesta se separa en
Antioquía de los ítalo-normandos de Bohemundo, y se va con Raimundo de
Saint-Gilles; en cuanto a Foucher de Chartres se dice capellán de Balduino,
hermano de Godofredo. Los demás, como Pedro Tudebode, Roberto el Monje,
Baudri de Bourgueil o Guiberto de Nogent copian más o menos las Gesta;
Alberto de Aix, que escribe hacia 1150, eleva un monumento a la gloria de
Godofredo de Bouillon y de los cruzados loreneses. El más útil sigue siendo
Ekkehard de Aura, que escribe hacia 1117 el Hierosolymita, después de haber
hecho en 1101 el viaje a Tierra Santa: su libro está lleno de informaciones
personales; ha consultado a los testigos oculares. Lo cual da gran valor a su
relato de los primeros tiempos del reino cristiano de Jerusalén y a sus
indicaciones sobre los movimientos populares.
Urbano II, en su carta a los príncipes de Flandes 175, había fijado para la partida
oficial una fecha, la de la Asunción de 1096, en que la Cruzada debía ponerse
en camino a las órdenes de Adhemar, obispo del Puy. Pero Adhemar, a quien
se adelantan los jefes de banda, no sale probablemente hasta octubre, al
mismo tiempo que Raimundo de Tolosa.
Antes que ellos, en agosto de 1096, Godofredo de Bouillon, duque de Baja
Lorena, y su hermano Balduino, a la cabeza de loreneses, franceses del Norte
y alemanes, habían partido para el valle del Danubio, con 10 000 jinetes y 70
000 infantes, si hemos de creer a Ana Comneno 176. Llegados .a Alemania, en
el momento en que, contrariamente a lo que dice la leyenda, habían
175
176
Conde RIANT, [9], 220.
[106], t. II, p. 220.
terminado las persecuciones contra los judíos, las tropas de Godofredo
pudieron ya comprobar en Hungría la mala reputación de la Cruzada:
Coloman, instruido por las bandas de Pedro el Ermitaño y de Gottschalk, que
habían saqueado y asesinado, pidió rehenes.
Por su parte, los franceses del mediodía se reunían en torno de Raimundo de
Saint-Gilles, conde de Tolosa. Adhemar de Monteil, legado del papa,
acompañaba al ejército con gran número de clérigos. El jefe, antes de partir,
había ido a venerar las reliquias de San Roberto en el monasterio de la
Chaise-Dieu y había hecho el voto de no regresar jamás a sus Estados. Su
capellán, Raimundo de Aguilers, en un relato curioso, vivo, muy ingenuo, muy
religioso, de un hombre que ha convivido con los peregrinos y conocido sus
emociones, nos cuenta las peripecias de esta Cruzada meridional. Salida de
Provenza en octubre de 1096, atraviesa la Italia septentrional y ataca, en un
invierno riguroso, la Esclavonia y la Dalmacia. "país desierto, sin caminos,
montañoso". La gente del país hostigaba a los que huían y los mataba "como
a animales", y luego se escondían en sus montañas abruptas 177. Sobre aquella
masa fatigada y acosada velaba sin cesar el conde, el cual, según su cronista,
siempre se acostaba el último. Prueba querida por Dios, prosigue Raimundo
de Aguilers, a fin de que los salvajes habitantes de la Esclavonia, testigos de
las virtudes y de la paciencia de los cruzados, perdiesen algún día su
ferocidad o llegasen a ser imperdonables ante el juicio divino. Por otra parte,
gracias a Dios, al conde y al obispo, nadie murió de hambre no obstante los
rigores de la expedición. El obispo es, en efecto, el otro personaje de leyenda.
Denodado en la batalla (delante de Ochrida fue herido por los petchenegas),
predica el amor a los pobres y aconseja a los ricos que ayuden a sus
hermanos miserables, cuya oración será para ellos todopoderosa ante Dios. Y
cuando muere delante de Antioquía, el dolor es inmenso, según los términos
mismos del autor de las Gesta, "en toda la milicia de Cristo"178.
A fines de abril de 1097, estos franceses del mediodía llegaban delante de
Constantinopla, donde Raimundo les había precedido en algunos días. Hasta
mayo no llegará a su vez el ejército de los señores de lengua de oil, con Hugo
de Vermandois, el hermano del rey Felipe I, príncipe enredador y vanidoso,
Roberto Courte-Heuse, duque de Normandía, que acaba de empeñar en 6 666
libras de plata su ducado a su hermano Guillermo el Rojo, y Esteban, conde
de Blois y de Chartres. Bendecidos en Luca por Urbano II, llegaron agotados a
Apulia en noviembre de 1096, y, careciendo de barcos, Roberto de Normandía
y Esteban tuvieron que pasar el invierno en Calabria. Las defecciones, ya
numerosas, aumentaron en el momento de la salida para el Epiro por el
naufragio de un barco, cargado con cuatrocientos cruzados, cerca de Brindisi.
Varios de los que se encontraban en la orilla, aterrorizados por la catástrofe,
renunciaron a cumplir su voto, no obstante el signo que se encontró sobre el
cuerpo de algunas de las víctimas, la cruz de la redención.. En Bulgaria
muchos otros se ahogaron en la travesía de un río.
177
178
[103], 235 y sigs.
Cf. [102] ter, pp. 166-167.
El cuarto ejército estaba formado por los normandos de la Italia meridional
que iban mandados por Bohemundo y Tancredo, el uno hijo mayor y el otro
sobrino de Roberto Guiscard. Ambos habían tomado parte en las expediciones
normandas contra el Imperio bizantino, y eran los únicos de todos los
cruzados que tenían la práctica de la diplomacia oriental. En septiembre de
1096, los normandos, al terminar su conquista de Italia meridional, sitiaron
Amalfi al mando de Roger, conde de Sicilia. Las primeras bandas de cruzados
atravesaban la Apulia. Bohemundo, al enterarse de la aproximación de
aquella tropa innumerable según el relato elocuente e ingenuo de las Gesta,
hizo preguntar qué armas usaban y qué signos de Cristo llevaban sobre sus
personas para la marcha y el combate. Le fue respondido que llevaban armas
para la lucha, la cruz de Cristo sobre el hombro derecho o entre los dos
hombros, y el Deus le volt, Deus le volt, como grito de combate179. No hizo
falta más para convertir a los normandos180. Bohemundo y Tancredo toman la
cruz y su ejemplo arrastra a. muchos compañeros. Pronto estuvieron a la
cabeza de un ejército de 10 000 jinetes y de 20 000 infantes que
desembarcaron en noviembre de 1096 en el Epiro.
Hacia el 6 de noviembre, Bohemundo acampaba con su ejército en Dropli; se
le reunieron después de algunos días de espera todas las tropas normandas,
en aquella comarca que conocía bien por haber combatido en ella, en 1083,
contra Alexis. "Debemos ser mejores y más humildes que hasta ahora lo
hemos sido -recuerda a sus tropas, según el autor de las Gesta-; cuidad de no
saquear esta tierra, que pertenece a cristianos, y que nadie reciba más de lo
que le es necesario para comer."181 Consejos indispensables, ya que los
habitantes negaban el mercado libre a aquellos guerreros en quienes
sospechaban intenciones poco pacíficas. Con motivo, por lo demás, ya que las
Gesta añaden ingenuamente para disipar esos temores mal fundados: "Nos
apoderábamos de los bueyes, de los caballos, de los asnos y de todo lo que
nos encontrábamos."182 En último extremo, si había en el camino una colonia
hereje, paulicianos o bogomilas sin duda, muy numerosos en la comarca, se
incendiaban sus casas.
La permanencia en Constantinopla no dejó de suscitar grandes dificultades
entre el Emperador y los cruzados. En cuanto un ejército de cruzados
franqueaba las fronteras del Imperio, el Emperador le enviaba a sus oficiales
encargados de recibir a los que llegaban y prometerles víveres durante la
travesía de las tierras del Imperio, pero al mismo tiempo las tropas en marcha
debían ir seguidas a distancia por soldados encargados de volverlas al camino
derecho cuando se salieran de él para saquear algún pueblo. Tal fue el oficio
de los petchenegas, de los que se quejan a cada instante los historiadores de
la primera Cruzada, pero que mantuvieron el orden. Por otra parte y a pesar
179
de los esfuerzos de Chalandon, hay que admitir que Alexis hizo cuanto pudo
para engañar a los jefes de los ejércitos cruzados. Para evitar el saqueo del
Imperio, al lado de la vigilancia de los petchenegas, tenía los mercados,
monopolios del Estado
a toda amenaza de saqueo, se cerraban los almacenes reales, pero después
del juramento de fidelidad, se colmaba al ejército y a los jefes de los dones
más fastuosos. ¿No era una ocasión magnífica para utilizar a los cruzados en
la restauración de su poder en Asia Menor y en Siria? ¿Por qué no hacer dé la
Cruzada oficial la respuesta de Urbano II a la embajada suplicante que el
basileus había dirigido a Plasencia?183
Sistema de amenazas y de presentes que redujo, tras de un invierno entero y
una derrota, a Godofredo, el primero que llegó. Bohemundo, Roberto
Courte-Heuse, Esteban de Blois y los otros jefes se dejaron ganar, algunos
como Esteban más por ingenuo deslumbramiento ante los presentes del
basileus que por necesidad de alimentar a sus tropas. Tan sólo Raimundo de
Saint-Gilles, cuyo ejército había sido particularmente hostigado por los
petchenegas (quizá porque había en él elementos menos disciplinados, más
pobres que los demás) guardó rencor al Emperador y se negó siempre a
prestarle juramento. Por esto, como añade Raimundo de Aguilers, Alexis le dio
pocas cosas184.
Dueño de sus mercenarios, el Emperador procura utilizarlos. Reconozcámoslo:
la verdadera Cruzada no comienza hasta Dorilea (1 de julio de 1097); ante
Nicea los cruzados van a combatir por el Emperador de Bizancio. Sus jefes no
lo habían comprendido al principio. A lo largo del camino, hasta Nicea,
Godofredo y Tancredo habían hecho colocar "cruces de hierro y de madera,
sobre estacas..."185 Estaban en la ruta de Jerusalén, como escribía Esteban de
Blois a su mujer. Y he aquí la detención forzada ante la primera ciudad
sarracena. El celo fue muy grande al principio y los trabajos de asedio
conducidos con un orden absolutamente militar. Pero el sitio se fue alargando,
hasta las primeras amenazas de hambre. Había bastado, sin embargo, para
que el Emperador obtuviese, por negociaciones secretas con los habitantes, la
rendición de la ciudad, en la cual los cruzados no entraron, por otra parte.
Para calmar a los descontentos, distribuyó el botín ganado a los turcos,
ordenó considerables limosnas a los pobres, y, satisfecho en cuanto a sus
designios inmediatos, dejó .a la tropa de los cruzados marchar hacia
Jerusalén.
Primer percance que debía sobre todo iluminar a los príncipes en cuanto a las
intenciones del basileus y recordarles su juramento de fidelidad, que
renovaron, por otra parte, antes de salir hacia el Sur, a través de la Anatolia.
Pero el conflicto de las reglas feudales y de las ambiciones políticas de un
Bohemundo no es más que el aspecto externo de la Cruzada. De hecho, en la
180
183
Según [102] ter, pp. 18-19.
Con, evidentemente, antiguos hábitos, el llamamiento tradicional del Oriente, como
lo nota R. GROUSSET, [39], I, p. 20.
181
[102] ter, pp. 21-23.
182
Id., ibíd., pp. 22-23.
Alexis ha encontrado un historiador comprensivo y que busca las vías de la justicia
en B. LEIB, [129].
184
[103], 238.
185
[102] ter, c. 7, pp. 34-35.
penosa travesía de la Frigia, después de la sorpresa y la victoria de Dorilea, se
afirma una atmósfera nueva en la que, estando más.. cerca ya Jerusalén, se
pueden sentir las primicias de un espíritu de Cruzada con sus reglas
colectivas. En Dorilea, después de las palabras de Bohemundo alentando a los
caballeros y dando instrucciones a los infantes, con el fin de que eleven con
prudencia y rapidez las tiendas, el cronista de las Gesta Francorum, de la
observancia normanda y siciliana, nos muestra el esfuerzo unánime del
ejército para resistir al Turco. "Hasta nuestras mujeres -consigna-, que aquel
día pos ayudaron considerablemente llevando agua para que bebieran
nuestros combatientes y quizás también al no cesar de alentarles al combate
y a la defensa."186 Unión moral en el santo combate, a la vez que reflejo de
defensa. Por lo demás, lo sobrenatural está muy próximo: el ejército de Dios
lucha con los cruzados; toda victoria es querida por Dios o ganada por sus
mensajeros, dos guerreros de armas deslumbradoras y de una gran belleza
que han conducido al ejército al triunfo187. La exaltación va creciendo así,
manifestando un espíritu especial de la cruzada, en el que desempeñan muy
gran papel las pruebas soportadas en común, pesando principalmente sobre
la clase noble. Se había hecho botín en Nicea y también en Dorilea; pero
cuando se adentraron más en las tierras hacia el Sur, los aprovisionamientos
no bastaron ya y las ocasiones de saqueo se hicieron cada vez más raras. El
hambre y la sed postraban a los cruzados: hombres y animales morían, según
el relato asombrosamente circunstanciado de Alberto de Aix, debilitados por
un sudor continuo; al sucumbir bajo el calor, los hombres respiraban, con la
boca abierta, el poco aire que quedaba. Las aves cautivas, delicias de los
grandes y de los nobles, morían de sed en el puño de sus amos, y los perros
adiestrados para la caza expiraban en la mano de sus conductores 188.
También los caballos caían en gran número, y muchos caballeros tenían que ir
a pie. Vendían a quienes los querían escudos y cotas de malla para
confundirse pronto con los infantes. Así, la primera prueba del desierto tendía
a acercar las condiciones, en tanto que los "grandes jefes", por el contrario,
se apartaban de la disciplina, divididos por sus ambiciones: Tancredo y
Balduino combatían uno contra otro ante los muros de Tarso, y pronto
Balduino, llamado por los armenios, se instalaba en Edesa, fundando el primer
principado latino de Oriente y ahora perdido para la Cruzada. Pero el grueso
del ejército, tras de haber franqueado el Taurus, llegaba al fin el 21 de
octubre ante Antioquía, "ciudad real, capital de toda la Siria, que el Señor
Jesucristo había confiado al bienaventurado Pedro, príncipe de los apóstoles,
para que la llevara a la fe santa". El júbilo estalla en el autor de las Gesta, tan
poco expansivo de ordinario, para dar gracias al Señor por este primer triunfo
de, la Cruzada189.
Sin embargo, al acercarse a Antioquía, muchos jefes no querían comenzar el
sitio; la -proximidad del invierno, la dispersión del ejército y su penuria de
armas les inquietaban, así como la dificultad de la empresa, pues la ciudad
con sus cuatrocientas torres era casi tan fuerte como Constantinopla. A lo
cual Raimundo de Saint-Gilles y algunos otros respondían que habían ido
llevados por la inspiración de Dios, que por su misericordia se había tomado
Nicea y vencido ya a los turcos; que no había, pues, que temer "ni el lugar ni
el momento", y que había que comenzar el sitio. Prevaleció esta opinión de
optimismo religioso, y bajo los muros de Antioquía se instaló una multitud
heteróclita. No había en ella nada de un ejército feudal: abundaban los
pobres; tanto entre las tropas de Pedro el Ermitaño como en el ejército de
Raimundo de Saint-Gilles, o caballeros obligados en la travesía de Asia Menor
a vender sus armas, sus caballos y a cargar sobre cabras sus bagajes. Masa
sin historia evidentemente, pero cuya realidad se transparenta
constantemente en los cronistas al servicio dé las políticas. Limosnas,
distribuciones a los pobres, exhortaciones del obispo del Puy, "socorros de los
pobres", a cada instante se entrevé la solicitud interesada, a veces religiosa,
de los grandes por aquella horda a la que han ido a fundirse probablemente
muchos de los primeros contingentes anárquicos, que llegaron a fuerza de
rapiñas hasta el Asia Menor. En medio de ellos ahora, los cristianos armenios
y sirios que el emir Siyan expulsara de Antioquía, al acercarse los cruzados,
aportan su exaltación oriental, sus, creencias, sus leyendas y sus hábitos de
tráfico. Atmósfera singularmente propicia a la efervescencia religiosa, cuando
la desmoralización y el hambre vienen a añadirse. Estas eran fatales, hasta
tal punto carecía de espíritu estratégico el ejército cruzado: con excepción de
Raimundo de Saint-Gilles, siempre enardecido, los jefes no sabían ni atacar ni
cercar190. Tampoco eran capaces de obrar de común acuerdo y de practicar
una política de las subsistencias para prolongar la asombrosa abundancia en
la que viviera el ejército durante las primeras semanas del sitio. La crisis
moral se Afirma con aquellas tropas que combaten a su capricho, con las
salidas casi continuas de los turcos y los primeros efectos del frío. Los propios
jefes pierden espíritu militar: uno deja el campo para ir a saquear, otro por
cansancio. Raimundo de Saint-Gilles y Godofredo de Bouillon caen enfermos.
Cercana la Navidad de 1097, comienzan a escasear los aprovisionamientos.
Para procurarse víveres, habrá que ir a buscarlos a distancias de cuarenta y
cincuenta millas y mantener constantes escaramuzas contra los turcos.
Pronto, los asaltantes tendrían que contentarse con troncos de legumbres
secas, con cardos que no se podían cocer por falta de leña. Se habían comido
todos los animales. Y por si era poco, la lluvia pudría las tiendas. No había
alimento, ni había abrigo.
186
[102] ter, c. 9, p. 47.
[103], 240: "...sed nos non vidimus", subraya Raimundo de Aguilers..
188
ALBERTO DE Aix, Historia Hierosolymitanae expeditionis, lib. III, c. II. Y. L., t. CLXVI,
col. 437-438.
189
[102] ter, c. 11, p. 65.
187
190
Característico e impresionante, el texto de Alberto de Aix, III, 17, consignando el silencio de la ciudad durante más de quince días. Nada se movía en la ciudad cerrada; los
cruzados tampoco.
II. EL EJÉRCITO CRUZADO EN EL SITIO DE ANTIOQUÍA: LOS POBRES, LOS
TAFURES Y LA "CRISIS" ESCATOLÓGICA.
Era inevitable que lo sobrenatural, la idea del prodigio latente se difundiera
entre aquella multitud, tan pronto sobreexcitada por las privaciones, siempre
desconfiada (como lo prueba su odio contra el enviado del Emperador), tan
pronto abatida, desmoralizada. El 30 de diciembre de 1097, se ve una fuerte
aurora boreal en Antioquía y en Edesa. Al mismo tiempo, se experimentan
violentos temblores de tierra. Una cruz de marfil se dibuja en el cielo, marca
de una atención divina, mucha más clara que el signo de dirección que habían
advertido, al decir de Foucher de Chartres191, los cruzados delante de
Heraclea, una espada deslumbradora apuntando hacia el Oriente. Quizás es
desde este momento desde el que hay que datar el comienzo del movimiento
místico que se manifestó entre los cruzados provenzales y cuya peripecia
esencial será más tarde la invención de la Santa Lanza. Raimundo de Aguilers
sitúa en la misma noche que la aurora boreal y el temblor de tierra, la
aparición del apóstol San Andrés a Pedro Bartolomé. En todo caso, los
fenómenos del 30 de diciembre provocaron en el clero y probablemente en la
multitud un movimiento de emoción lo bastante intenso para que Adhemar
del Puy prescribiese inmediatamente un ayuno de tres días a los cruzados
acampados delante de Antioquía, oraciones y limosnas. Es el anuncio de una
santificación general por la cual se veda todo comercio y todo tráfico de
dinero, así como las obras de la carne, hasta el punto de que se alejó a las
mujeres del campo192.
Pero Dios no se aplaca. El hambre sigue reinando, y a lo que parece, llega a
su paroxismo hacia mediados de enero. Los pobres, acosados entre los turcos
y un mar para ellos inhospitalario, se sienten acometidos de pánico; muchos
huyen; incluso, entre ellos, un día, Pedro el Ermitaño, con Guillermo el
Carpintero, vizconde de Melun, profesional de la huida. De esta defección,
que podría significar la quiebra del antiguo ideal, nos es difícil averiguar las
causas: la mayoría de los cronistas la ignoran; sólo la menciona el autor de las
Gesta, y la recoge la tradición de inspiración normanda, como, por ejemplo,
Guiberto de Nogent, el único que se indigna de tal cobardía. De hecho, Pedro
ha perdido su puesto de primer plano; vive, como lo ha notado Paulino
Paris193, con "los truhanes, los bribones", con esa gente baja cuyos
movimientos nos escapan ante la inercia impotente de los jefes. Sin embargo,
se les entrevé a veces en la Canción de Antioquía, como en la asombrosa
escena en la que el trovador Ricardo nos muestra a Pedro el Ermitaño
191
[104], 337.
RÖHRICHT, [126] p. 117; Raimundo DE AGUILERS, [103], 245. Análisis del "decretum
populi Dei" en Alberto DE AIX, lib. III, c. 57 P. L., t. CLXVI, col. 471-472 y FOUCHER DE
CHARTRES, I, c. 15, [104], 339-341.
193
[114], t I, p. 14.
192
aconsejando a los tafures que han acudido en tropel ante su tienda que
devoren a los turcos cuyos cadáveres están allí194.
¿Qué son exactamente estos tafures, que van descalzos y se alimentan a
menudo de hierbas y de raíces? Una tropa de ataque, siempre en vanguardia,
especializada como lo estarán un poco más tarde los ribaldos de Felipe
Augusto, hombres que llevan una existencia muy ruda, que asustan a los
turcos por su mismo salvajismo, y entre los cuales parece no haber sido raros
los casos de canibalismo. Si no se puede hacer, con Pigeonneau 195, de su jefe,
el rey Tafur, una personificación de los villanos, de los campesinos y de los
siervos, como Godofredo o Roldán representan la caballería, hay que
reconocer que la leyenda acumula en torno de él los rasgos de pobreza. Las
Gesta nos lo presentan como un caballero sin señorío, convertido en peón,
que obliga a su tropa de vagabundos y de errantes a la más estricta pobreza:
del mismo modo que no pueden llevar armas, los tafures no deben guardar la
menor moneda. Todos aquellos en los que al Rey le parece encontrar afición a
tal vida de privación y de lucha pueden ingresar en la tropa: el Rey los recibe
con gusto. Así, la regla primera para. entrar en ese cuerpo de elección -la
Canción de Antioquía, favorable evidentemente a los príncipes atestigua su
valor- parecía ser la de una absoluta pobreza. Y no deja de tener importancia
comprobar el lugar que ocupan esos descamisados sin armas en la leyenda:
se les ve aparecer por primera vez bajo los muros de Nicea, y allí cargan
después de los caballeros y en pos del obispo del Puy. En el sitio de Antioquía
su fama aumenta; los príncipes tienen que proclamar a veces su admiración
y, cuando los tafures, por consejo de Pedro han devorado muchos turcos,
todos los jefes vienen al encuentro de su Rey, manifestándole todo género de
consideraciones, y Bohemundo tiene que confesar al emir de Antioquía, que
deja transparentar la emoción religiosa que domina a los turcos: "El rey Tafur
no puede ser domeñado por todos nosotros juntos." Utilizados para las
misiones particularmente inhumanas y probablemente también para
desmoralizar a los sitiados con el espectáculo de sus excesos, los príncipes
tienen que contar con ellos, y cuando Bohemundo se hace introducir por un
renegado armenio en Antioquía, en la noche del 2 al 3 de junio, nadie puede
impedirles que se arrojen sobre los paganos y sobre las bellas sarracenas.
"Esto desagradó a Jesús, el Rey del Paraíso", nota al paso con un pensamiento
indulgente el autor de la canción196.
No todos los soldados de baja extracción que hay en el ejército son
ciertamente tafures. Pero es lo cierto, por otra parte, que el cronista
provenzal Raimundo de Aguilers, que sigue siendo nuestra fuente más útil
para conocer la vida de los pobres en la Cruzada y para penetrar, por encima
de las querellas de los jefes, en la psicología del ejército, refiere con muchos
detalles y a veces con complacencia las escenas de crueldad, los episodios de
cabezas cortadas. A veces incluso saca de ello una lección, como cuando,
194
195
196
Canto V, estrofas 1 y 2.
H. PIGEONNEAU, [155], p. 77.
[114], canto VI, estrofa 35, II, 128.
después de la victoria del lago de Antioquía, cien o doscientas cabezas de
turcos son llevadas ante la tienda de los enviados del califa de Egipto: era un
testimonio de la fuerza de Dios, y de cómo puede con sus pobres castigar a
los más poderosos tiranos197. En esta sensibilidad colectiva exacerbada por
las privaciones y la lucha, lo horrible se convierte en extraordinario y en la
prueba de una atención divina, a la vez que la masa sin historia encuentra su
primera gloria en ese Oriente legendario combatiendo por su Dios.
Naturalmente, los instintos se desencadenan y como los humildes creen hacer
obra pía exterminando al infiel, saquean con frenesí para restablecer los
derechos del Señor, con la imaginación trastornada por aquel
amontonamiento de riquezas: "Era realmente muy curioso -cuenta Raimundo
de Aguilers- el ver a algunos pobres de vuelta del combate; unos recorrían las
tiendas a caballo para mostrar sus riquezas a sus compañeros de pobreza;
otros, habiéndose revestido con dos o tres trajes de seda, glorificaban a Dios,
dispensador de la victoria y del botín; otros, en fin, con tres o cuatro
broqueles, exhibían gozosamente los trofeos de la victoria.198"
Nada es sagrado para ellos, ni siquiera las tumbas, que abren a porfía, ya que
el infiel está fuera de las leyes de la Naturaleza. Terrible espíritu de guerra
santa, informado por esa armonía entre los instintos salvajes y la llamada de
defensa religiosa, es la primera manifestación, lógicamente humana, de la
Cruzada colectiva, enfrentada ahora con el Turco. Es entre los pobres donde
lo encontramos más claramente marcado, porque el cronista, muy ocupado
por las rivalidades políticas de los grandes, no se preocupa en absoluto de
exagerar todavía su historia. Además la guerra era su oficio, y en ella siguen
las reglas como hombres de poca fe, en tanto que los pobres no disponen
más que del exceso, del desencadenamiento de sus violencias para
manifestar al Señor su total servidumbre. La Cruzada verdaderamente vivida
debía ser de exterminio. En tanto que hecho de vida religiosa colectiva,
hubiese podido detenerse ahí si el adversario hubiese sido más fácil.
Pero la conquista de Antioquía, el 3 de junio de 1098, está lejos de mejorar la
situación de los cruzados. Esteban de Blois se había marchado hacia
Alejandreta para dejar realizar a Bohemundo sus planes ambiciosos, y éste
solo ya, herido, no puede conquistar la ciudadela en la que los turcos siguen
resistiendo, cuando el ejército de Kerbogath, emir de Mosul, llega el 7 de junio
a cercar la ciudad. Cogido entre los infieles, sin aprovisionamiento posible por
el lado del mar, el ejército de los cruzados, en esta segunda parte de sitio, se
encuentra dominado por una especie de locura obsesiva. A partir de los
primeros combates, hay deserciones dramáticas por entre las rocas hacia el
mar, rumores sobre la huída de los jefes, movimientos populares hacia el
puerto, hambre, y la materia humana se agita, atormentada por el terror.
Aquí termina, puede decirse, en esta prueba extrema, la primera fase de la
Cruzada: un pensamiento de conjunto, religioso sin duda, pero realizado por
197
[102] ter, 86-87, mencionan solamente el hecho. El comentario en Raimundo DE
AGUILERS, [103], 247.
198
[103], 249.
hombres con su arte o su fuerza propia, va a desaparecer para dejar lugar a la
acción sobrenatural, gobernando a las masas a su antojo por la visión y la
revelación.
Desde el comienzo de la Cruzada, en efecto, si bien los signos son muy
difundidos, colectivos, no hay revelaciones individuales o son muy raras y
probablemente no tuvieron influencia sobre la leyenda de los personajes,
como la vocación de Pedro el Ermitaño, o las revelaciones de Emicho, que se
creía, según Ekkehard, un nuevo Saúl. Tampoco se habla en los historiadores
primitivos de la Cruzada de visiones individuales ni para Godofredo, ni para
Bohemundo, ni aun para Raimundo de Saint-Gilles, al menos al comienzo de
la campaña. Por otra parte, era un momento poco favorable para las cosas
individuales el del arranque de este amplio movimiento en el que todos y
cada uno son inspirados y se predican mutuamente la guerra santa. Las
cruces aparecen en los cielos, visibles a todos, y sobre la carne de cada uno.
Guiberto de Nogent nos habla de un sacerdote que tuvo una revelación divina
y que lleva una cruz en la frente, caso que debía ser cotidiano. Durante toda
la parte de la campaña anterior a la llegada a Asia Menor, no hay por decirlo
así nada en cuanto a revelaciones. Nada en la travesía de los países
danubianos, nada en Constantinopla; el ejército es temporal, y su marcha
está desprovista de todo elemento sobrenatural, especialmente de lo
sobrenatural que implique una idea de revelación general. Raimundo de
Saint-Gilles cae enfermo en el momento en que se aproximan a Antioquía, y
tiene una visión (indirecta ya que es un tercero quien se la refiere): según
dice Raimundo de Aguilers, unos santos acuden a combatir a la vanguardia de
los cruzados199. Pero aparte de que los historiadores no se muestran unánimes
en referir estos hechos, que emanan sobre todo de un grupo distinto en el
ejército (el contingente provenzal), no se pueden considerar las apariciones
de santos guerreros como revelaciones. Durante toda la duración del sitio de
Antioquía (al cual fueron conducidos divina inspiratione, según dice Raimundo
de Aguilers200, aunque esta opinión parece personal de Raimundo de
Saint-Gilles, y a causa de una revelación caracterizada, visible, ya que los
otros jefes vacilan), apenas si hay otra cosa que los fenómenos
meteorológicos naturales, que se consideran como revelación, indicación de
una voluntad divina, sobre todo la aurora boreal y el temblor de tierra del 30
de diciembre. Como es sabido, la emoción fue muy considerable. Pero
después, ni los trabajos del asedio, ni los diversos combates, ni la muy
prosaica toma de Antioquía van precedidos de revelaciones. Las leyendas que
rodean la toma de Antioquía están evidentemente injertadas sobre el fondo
histórico y no tienen lugar alguno en la trama extremadamente simple de las
Gesta, en las que no se encuentra, por otra parte, entre la salida de los
cruzados y la aparición de Cristo y de la Virgen al sacerdote Esteban, es decir,
de agosto de 1096 a junio de 1098 (-probablemente 4 de junio-), rastro
alguno de sobrenatural. La exaltación religiosa no produjo, pues, un efecto
199
200
[103]; 241 y 240 (cap. IV: es el capítulo de lo sobrenatural).
Per Dei inspirationem, dice el propio conde, [103], 241.
exterior, no se concretó, no dio su impulso principal hasta el momento trágico
en que los cristianos se encontraron presos entre el ejército de Kerbogath y la
guarnición de la ciudadela, cogidos entre la matanza por los turcos y la
muerte por el hambre, cuando el ejército de los cruzados se vio
desembarazado de los elementos desmoralizadores por la huida de muchos
"hombres de poca fe". En este momento comienzan las revelaciones de
carácter colectivo por su objeto e individual por su origen: las profecías.
Es una transformación profunda la que se anuncia en el espíritu mismo de la
Cruzada. En todo el Occidente la Cruzada partió arrastrada por móviles
escatológicos: la idea de la próxima venida del Anticristo, la conquista de los
últimos días, la creencia de la permanencia de los santos en Jerusalén. Mucho
más que un acto de la ambición humana, que una necesidad de conquista
-que no se logra explicar obstinándose en interpretar la historia con las reglas
de la filosofía individual-, es un hecho social, es decir, la realización colectiva
de una doctrina teológica. Evidentemente, no todos participan en ella en el
mismo grado, ni hay unanimidad: los grandes se encuentran solicitados a la
vez por la necesidad religiosa del conjunto, la idea de la peregrinación
armada y sus hábitos de conquista personales; otros, como Emicho, viven de
la realización apocalíptica; en cuanto al pueblo, plenamente, marcha hacia
Jerusalén para realizar su salvación, impulsado por una fuerza tanto más
poderosa cuanto más misteriosa es. Hecho religioso de redención, llevado a
cabo por una migración colectiva, así podía ser definida la Cruzada, en la
psicosis de las expediciones. Así seguirá siendo, sobre poco más o menos,
hasta los días decisivos del sitio de Antioquía en los alrededores de junio de
1098. Todo se realizará en la obsesión de ese extraordinario divino, con crisis,
y ya sin la hermosa seguridad de los comienzos en las victorias predichas de
toda la eternidad sobre el plano del mundo. Al mismo tiempo, el objetivo de la
Cruzada se precisa, se humaniza, delimitación clara de un. fin absolutamente
terreno sin la fuerza de una redención religiosa: va a tratarse de liberar la
tumba de Cristo y de hacer una peregrinación armada a las reliquias de la
Pasión. El determinismo escatológico, inmensa fuerza que conduce a la
colectividad cristiana a su salvación, ha dejado ya de jugar: el cruzado ha
vuelto a ser hombre, consciente de sus intenciones y de sus medios, pero es,
cuando surge la dificultad, para abandonarse a la manifestación contingente y
siempre propicia a la voluntad de Dios.
No hay en esto nada de asombroso: la esperanza salvadora vivida por esas
multitudes atormentadas, fuera de todos los marcos eclesiásticos, debía
perder intensidad a medida que se aproximaba el objeto, sobre todo bajo la
prueba de los sufrimientos de la interminable marcha. Y no obstante, la
esperanza, la atracción de Jerusalén vive en esas masas populares. Hasta el
sitio de Antioquía, la Cruzada de los barones, la que ha constituido hasta
ahora la Cruzada de la historia, ha sido una expedición militar, de intenciones
religiosas lejanas, pero de objetivos políticos precisos. Esa masa efervescente
y dolorosa, de la cual se va a servir ahora, en contacto con la cual va a vivir, a
la cual se acerca cada día más por aquellos que van perdiendo su caballería,
les recordará constantemente su vocación inicial y el gran impulso de las
partidas. El procedimiento cambiará pero la necesidad sigue siendo religiosa.
Necesitaban mucho los grandes la prueba de Antioquía para que la Cruzada
recóbrase su verdadero sentido: la realización del discurso de Urbano II y la
desaparición de la gran inquietud que desde hacia cerca de medio siglo,
pesaba sobre el Occidente.
CAPITULO II
VISIONES Y PROFECÍAS
I LA SANTA LANZA Y LA VICTORIA DE ANTIOQUÍA
En la mañana del 11 de junio de 1098, el sacerdote Esteban acude a informar
a los príncipes cruzados de que, la noche anterior, se le ha aparecido
Jesucristo, ordenándole que les diga que tengan confianza en su Señor. A
esto, los príncipes declaran que morirán en Antioquía antes que huir201. La
víspera, en efecto, los turcos habían librado a los cruzados un terrible
combate cerca de la ciudadela de Antioquía, y aquella misma noche,
consecuencia moral inmediata, el número de los que habían huido
desesperando de todo, había adquirido proporciones considerables: se
acusaba a los príncipes de traición; todos los rumores atenaceaban aquella
multitud aterrorizada: reunidos en una iglesia, sacerdotes y legos, dice el
cronista, lloraban esperando la irrupción inminente de los turcos. ¿No era
necesaria la revelación de Cristo, manifestando la protección divina? Algunas
apariciones del Señor habían permitido, si hemos de creer a Foucher de
Chartres202, retener a unos cruzados que se marchaban, pero ante las
proporciones del desastre, se hacía necesaria una visión más resonante,
precisamente la de Esteban, que había de reducir las huidas y tranquilizar a
los vacilantes. Léanse los cronistas en efecto: el acto es solemne y
compromete al ejército entero. "Los príncipes juraron no dejar Antioquía, ni
salir de ella como no fuera por el común consentimiento de todos."203
Si se releen, por otra parte, los dos relatos que, con diferencias de detalle,
dan Raimundo de Aguilers y las Gesta, impresionan algunos elementos
comunes, que caracterizan aquella visión esencial. El Señor emplea en ambos
textos el mismo signo de reconocimiento. Cuando el visionario se asombra
ante aquella aparición de una belleza, deslumbradora, comienza poco a poco
a brillar una cruz sobre ella, marcando el Cristo redentor. Y en todas partes
manifiesta el Señor su cólera. En las Gesta, Cristo, tras de haber mostrado al
sacerdote los signos de su Providencia en socorro de los cruzados hasta
delante de Antioquía, reprocha con violencia a sus tropas sus pecados, sobre
todo los de la carne, cuyo intenso hedor sube hasta el cielo 204. Menos colérico,
pero también severo, el Cristo de Raimundo de Aguilers, tras de haber
preguntado a Esteban quién era el jefe del ejército y haberse enterado de que
no lo había, y sí únicamente una autoridad moral, la del obispo, prosigue:
"Dirás esto al obispo: Ese pueblo al obrar mal me ha alejado de él. Es preciso
que le repitas esta palabra del Señor: Volved a mí y yo volveré á vosotros." La
Virgen intercesora, acompañada de San Pedro en las Gesta, implora el perdón
201
202
203
204
[124], 279; RÖHRICHT, [126], 143-144.
[104], 346.
R. DE AGUILERS, [103], 156.
[102]ter, pp. 129-131.
de los cruzados, pero Cristo sigue mudo 205. Sin embargo, en los dos relatos
anuncia, para de allí a cinco días, un socorro sobrenatural, cuando la
santificación, objeto incesante de los esfuerzos de Adhemar de Monteil, haya
purificado el ejército culpable206.
Así, la visión de Esteban es una explicación del sufrimiento por el pecado, una
exhortación a la penitencia, con ritos que precisan las Gesta, la obligación de
cantar cada día el responso Congregati sunt, y la promesa condicional de la
victoria. Eco indiscutible del pensamiento reformador del obispo del Puy,
designado expresamente en Raimundo como el jefe moral del ejército, parece
no haber tenido como consecuencia práctica más que el juramento de los
jefes, a vida o muerte, de no huir. Limitada al consejo de los príncipes y al
mundo de los caballeros, no podía ser más que el preludio de esa
manifestación divina de la que el ejército entero tenía necesidad, próxima, de
recuerdo durable y lo más posiblemente materializado, sin repetición de las
prescripciones religiosas tradicionales, ya que lo propio del milagro es lo
extraordinario.
Tal debía ser el descubrimiento de la Santa Lanza, complejo de
acontecimientos milagrosos que marca la segunda parte del sitio de Antioquía
y la evolución interior del espíritu de Cruzada. Estudio que sería peligroso
aislar, como un tema de mitografía abstracta, de los acontecimientos: todo
depende aquí de ellos y ellos a su vez de las visiones. Hay una transmisión del
acto al símbolo y del símbolo al acto. Cierto es, por otra parte, que todo se
crea, se utiliza, se modifica en esta materia por y para los partidos, que,
desde este momento se disputan la supremacía del ejército de los cruzados,
en el que, según la frase del sacerdote Esteban en el texto de Raimundo,
"jamás hubo amo"207, fuera del legado del papa, cuyo ascendiente fue real.
Hasta el punto de que después de haber establecido el texto hagiográfico de
los milagros, hay que interpretarlo sin cesar en conexión con el hecho
cotidiano de la Cruzada, para descubrir el verdadero fenómeno de elaboración
colectiva y continua.
La principal fuente sigue siendo, por otra parte, ese Raimundo de Aguilers,
capellán del conde de Tolosa, al que Paulino Paris ha declarado peligroso, y
Klein, un simple embustero208, o bien -tal es el pensamiento de Sybel y de
Molinier- autor de un libro escrito tan sólo para justificar el descubrimiento de
la Santa Lanza. Juicios demasiado severos que no quieren fijarse en dos
detalles precisos sobre la marcha del ejército y los diferentes combates,
R. DE AGUILERS, [103], 256.
Adviértase que existe una tercera forma de la leyenda, la de Alberto de Aix, quien refiere el relato delante de Antioquía, por un fraile lombardo, de una revelación de Ambrosio obispo de Milán a un sacerdote italiano sobre el sentido de la Cruzada y la certeza
de tomar Jerusalén (Historia Hierosolymitanae expeditionis IV, 38 P. L., t. CLXVI, col.
501). La segunda forma es la de las visiones diseminadas, según el relato de Foucher
de Chartres.
207
R. DE AGUILERS, [103] 256.
208
KLEIN, Raimund von Aguilers, Berlín, 1892.
205
206
librados sin preocupación exclusiva de la Santa Lanza: en toda la primera
parte, no se hace alusión a ella. Y por lo demás, esos milagros, esos prodigios
están de acuerdo con la índole del libro, que es realmente un relato de las
Gesta dei per Francos, sobre todo si esos francos son provenzales. El libro de
Raimundo contiene, en efecto, una historia sobrenatural de la Cruzada, pero
no una historia de la Cruzada orientada hacia la Santa Lanza. No es hasta la
noche de la gran batalla del 10 de junio, en que el pánico y la desesperación
acometen a los cristianos, cuando un pobre campesino provenzal, Pedro
Bartolomé, va a ver a Raimundo de Saint-Gilles y al obispo del Puy para
confiarles una visión ya antigua que él, en su humildad, no se había atrevido
a confiar a los grandes209. Se le había aparecido San Andrés y le había
revelado el lugar en que se encontraba en Antioquía la Lanza que traspasara
el costado del Señor; no podría ir a recogerla para llevársela al conde, como
talismán de victoria, hasta que no fuera tomada la ciudad. Apremiado por
manifestaciones sucesivas del santo, había hecho al fin violencia a su
pobreza, contándoselo todo a los jefes. Primero, la primera visión, cuando
tembló la. tierra, el 30 de diciembre: dos hombres vestidos de blanco
deslumbrador se le aparecieron, uno de los cuales era joven, alto, más
hermoso que los hijos de los hombres; éste permaneció mudo. Fue su
compañero quien habló, de más edad, estatura mediana, cabellos rojizos y
blancos, de ojos negros y barba blanca: era el apóstol Andrés y lee aquí lo que
dijo al campesino prosternado: "Reúne al obispo del Puy, al conde de
Saint-Gilles y a Pedro Raimundo de Hautpoul (uno de los íntimos del conde) y
diles: ¿Por qué ha dejado el obispo de predicar y de signar al pueblo con la
cruz que lleva delante de él?" Hecha esta advertencia, condujo a Pedro a la
iglesia de San Pedro, para mostrarle la lanza que debería entregar al conde,
pero sólo cuando éste hubiese tomado la ciudad. ¿Cómo un pobre hombre, al
volver en sí, podía acercarse a la grandeza del conde para hacerle conocer la
voluntad del apóstol? Así, pues, calló, pero el santo velaba. Nueva aparición el
10 de febrero. Pedro alega su pobreza. ¡Cómo!, responde el apóstol, ¿no
sabes, entonces, que Dios ha escogido a los pobres designándolos como sus
santos para cumplir su voluntad? "Vosotros aventajáis, en efecto, en méritos
y en gracia, a todos los que os preceden y a los que vendrán después de
vosotros, lo mismo que el oro vale más que la plata."210 Esta vez, Pedro,
aunque herido en la vista por no haber seguido los mandatos del apóstol,
vuelve a pecar por respeto humano: teme ir al encuentro del obispo y del
conde, pues se le acusará de haber inventado la visión para conseguir dinero
y alimento. Guarda, pues, su secreto, pero el apóstol le hostiga con
apariciones sucesivas, hasta esta última a la que ya no puede resistirse.
Apenas ha acabado de hablar, justifica sus vacilaciones: el obispo no da
importancia afina a su relato; tan sólo el conde le ha escuchado con profunda
atención y se le confía a su capellán Raimundo para que vele por él. Helo
convertido ya en el hombre del partido provenzal, lo cual se merece, al
parecer, si seguimos el relato del cronista tolosano, mucho más
circunstanciado que las Gesta, muy breves sobre estas apariciones y que
ignoran tanto el origen provenzal de Pedro como el lugar del conde de Tolosa
en la visión. Manifiestamente la gesta normanda no quiere retener más que
un relato esquemático, sin descripción complacida de las apariciones; suprime
también a los jefes, ya que el peregrino Pedro, después de haberse enterado
del lugar en que está escondida la lanza, va a contar su visión a sus
compañeros, hominibus nostris, dice la crónica. Todos se burlan de su
ingenuidad y se mantienen incrédulos. Es entonces cuando, a guisa de
prueba, cuenta Pedro una visión anterior y que se parece en todos sus puntos
a la del sacerdote Esteban, anunciando como ella, para dentro de cinco días,
el talismán de la victoria. Relación que da todo su significado histórico y
religioso al relato de Raimundo de Aguilers: en él, por el contrario, las visiones
de Pedro forman un todo, independientemente de las apariciones en las que
el Señor hablaba de su misericordia próxima, con su lógica interna, su
progreso psicológico, y sobre todo su preocupación de atribuir al conde de
Tolosa la mejor parte. A él pertenecerá la Lanza cuando haya conquistado la
ciudad; él será quien debe, cuando haya llegado al río Jordán, según lo
prescribe San Andrés en una de las últimas apariciones 211, vestirse una
camisa y unas bragas de lino y asperjarse con el agua del río, purificarse en
cierto modo en un bautismo místico. Es un personaje elegido, casi mesiánico.
La visión de Pedro, de elementos maravillosos un tanto toscos, esencialmente
laica, debe precisar esa vocación sobrenatural, en tanto que la visión del
sacerdote Esteban, la que ha provocado el juramento colectivo, en la cual no
se ha tratado de la Lanza, y cuya forma es más equilibrada, casi litúrgica y
terminando en una penitencia, podría muy bien ser la del partido del obispo.
En la visión de la Santa Lanza, no tienen parte alguna la liturgia, el culto ni la
disciplina. El partido raimundiano ha encontrado al fin su designación
providencial, ya que el conde de Tolosa es el príncipe más limosnero del
ejército.
No podía tardar en prevalecer, y la noche del 14 de junio, después de un
golpe de audacia de Bohemundo, el cual, para restablecer su autoridad, había
hecho prender fuego, el 12 de junio, a una parte entera de la ciudad, se
descubre la Santa Lanza en la iglesia de San Pedro de Antioquía. Habían ido al
templo guiados por Pedro Bartolomé; no había más que doce personas, cifras
de elección que consigna cuidadosamente Raimundo de Aguilers212, entre las
cuales se contaban el obispo de Orange, Raimundo de Aguilers y el propio
Raimundo de Saint-Gilles. Habían estado cavando hasta la noche, y ya
comenzaban a desesperar. Raimundo de Saint-Gilles, que había tenido que
salir fuera para la vigilancia de las murallas, acababa de retirarse, y nuevos
obreros habían reemplazado a los del turno anterior. Pedro Bartolomé,
descalzo y en camisa, recomienda que recen y baja a la fosa; entonces
aparece la Lanza.
209
211
210
R. DE AGUILERS, [103], 253-254.
R. DE AGUILERS, [103], 254.
212
R. DE AGUILERS, [103], 255.
Trece, dicen las Gesta ([102]ter, 146-147): es el grupo de doce, más el visionario.
Al día siguiente, para obtener la lección de la gracia, San Andrés se aparece
de nuevo a Pedro, mostrándole la misericordia singular del Señor para el
conde, a quien ha constituido en su portaestandarte, "si es que persevera en
el amor de su Dios". El santo aparece, como en las visiones anteriores, con un
compañero misterioso; Pedro se envalentona hasta el punto de preguntarle su
nombre, y el apóstol contesta: "Acércate y bésale el pie.213" Ha reconocido a
Cristo, ante quien San Andrés fija muy exactamente la liturgia de la invención
de la Santa Lanza. ¿Cómo dudar de la autenticidad de la visión, después de
que Raimundo y el obispo de Orange interrogan al palurdo, que ni siquiera
sabía las letras? Añadamos, con el cronista, los consejos morales dados por el
santo y la explicación de la derrota. Indudablemente, los cruzados han
ofendido en gran manera al Señor, pero éste ha escuchado su llamamiento de
angustia. Que cada cual, para apresurar su misericordia, se ponga en sus
manos y haga cinco limosnas, el número de las llagas del Señor. Los que no
puedan, -pensamiento del pobre-, rezarán cinco padrenuestros. Después, que
todos se remitan a la decisión de los príncipes; la mano divina milita con ellos.
Y esta exhortación que se dirige a los guerreros que flaquean: "Si alguien
puede dudar de la victoria, que le abran las puertas y se vaya con los turcos;
verá cómo el dios de ellos le salva. Si otro se niega a combatir es digno del
traidor judas, que abandonó a los apóstoles y vendió a su maestro a los
judíos."214 Los muertos luchan, por otra parte, con los vivos en una admirable
comunión de Cruzada; los vivos no tendrán que matar más que la décima
parte de los enemigos: el resto será obra de los muertos. Y el santo, para que
no falte ningún llamamiento ni a la cobardía ni al valor, termina con esta
amenaza y esta promesa: "No tardéis más en hacer la guerra. Si no el Señor
enviará al otro lado tantos enemigos como los que ahora os hacen frente; y
quedaréis sitiados y hambrientos hasta el punto de que os devoraréis los unos
a los otros. Sabed bien, sin embargo, que han venido los días prometidos por
el Señor a la Bienaventurada Virgen María y a sus apóstoles, en los que debe
elevar el gran reino de los cristianos... No os detengáis, pues, en las tiendas
de los paganos para buscar en ellas el oro y la plata."215
Extraordinaria alegría reina desde entonces en el ejército de los cruzados: la
victoria parecía inminente, y, una vez llevados a cabo el ayuno y las
procesiones, se decide una gestión que contrasta por su idealismo con los
hábitos de los jefes. Pedro, todavía el Ermitaño, va como embajador del
ejército a proponer a Kerbogath que abandone el campo, que salga de
Antioquía, que era "la herencia del bienaventurado Pedro y de los cristianos".
La acogida de Kerbogath fue amenazadora y desdeñosa. No obstante, la
audacia de la gestión de Pedro prueba que había vuelto la esperanza al
ejército cruzado, y cuando, el 28 de junio de 1098, los francos cruzan el
Orontes para librar batalla al ejército del emir, el cronista Raimundo de
Aguilers lleva al lado del obispo Adhemar, en la tropa provenzal, el paladión
de la Cruzada, la Santa Lanza216. Kerbogath sufre una gran derrota, se saquea
su campo y la ciudadela de Antioquía es entregada a Bohemundo por el jefe
que la manda. Es la victoria prometida. "Se vio descender de las montañas
-dice el autor de las Gesta- tropas innumerables de guerreros montados en
caballos blancos y precedidos de blancos estandartes. Los nuestros no
podían. comprender lo que significaba, aquello, ni quiénes eran tales
guerreros; pero al fin reconocieron que se trataba de un ejército de socorro
enviado por Cristo y mandado por San Jorge, San Mercurio y San Demetrio.
Este testimonio debe ser creído: varios de los nuestros vieron estas cosas."217
Los santos militares no dejaron de unir su fuerza en apoyo de la promesa
divina.
Pero la ayuda sobrenatural abandona al hombre inmediatamente después de
la victoria. Lo prueba la prolongada espera del ejército victorioso en
Antioquía. Esto obedece a que Bohemundo, el astuto normando que ha ido
con el propósito de conseguir un reino sirio, y el conde de Tolosa, cuya
ambición temporal brota inmediatamente después del triunfo, se disputan
Antioquía: Bohemundo, que tiene a su favor la promesa de la mayoría de los
jefes cruzados, hábilmente extorsionado en un momento crítico del sitio,
queda al fin victorioso sin mucho trabajo. El cronista provenzal denuncia la
codicia de los jefes que no saben aprovechar la derrota de los turcos para
correr de un tirón a Jerusalén218. Cierto es que los sufrimientos y los trabajos
del asedio merecían algún reposo, y que en pleno verano sirio no se puede
razonablemente ponerse en camino hacia el sur, cruzando la meseta de
Judea. El pensamiento demasiado humano del consejo de los barones
prevaleció evidentemente.
213
216
214
215
R. DE AGUILERS, [103], 257.
R. DE AGUILERS, [103], 258.
Ibíd.. 259.
II LA MARCHA HACIA JERUSALÉN. PODER DE LOS POBRES.
A partir de entonces comienza en la historia interna de la Cruzada una
rivalidad sorda entre los cuidados temporales de los jefes, ya sean ambiciones
personales, ya sea prudencia estratégica, y la voluntad sobrenatural, revelada
por la visión. El movimiento del ejército, de Antioquía a Jerusalén, va ritmado
por la aparición, expresión de la voluntad popular; ésta no entiende las
razones de los grandes, se mantiene fiel a la vocación inicial, la de liberar
Jerusalén y realizar la penitencia redentora, a la vez que siente, en un
paroxismo como fue el del sitio, disminuir peligrosamente sus fuerzas. Y esto
tanto más cuanto que, el hombre que representaba para la Cruzada la
autoridad espiritual va a desaparecer: el 1 de agosto de 1098, el obispo del
Puy, Adhemar, muere de la peste: otra amenaza que sentía con intensidad la
soldadesca, que vivía entre los cadáveres. Legado del papa y obispo,
Adhemar personificaba toda la disciplina y la tradición católicas: él era quien
recomendaba la oración, la penitencia dé los pecados, predicaba y ordenaba
217
218
Ibíd., 260.
[102] ter, p. 155.
Ibíd., y R. DE AGUILERS, [103], 262.
a los clérigos. "Consejero de los ricos y sostén de los pobres", como dice el
autor de las Gesta, él era la Iglesia con el poder de absolver y los ritos que
purifican. Ausenté él, su espíritu vivirá allí donde encuentre aún una
intensidad religiosa, entre los pequeños que pasan a ser, en su masa,
depositarios del pensamiento moralizador, así como rezan con su ritual
rutinario. Por eso, al anuncio de la muerte del obispo, una profunda emoción
abruma a las masas populares, y algunos días después, en la noche del 3 al 4
de agosto, Pedro Bartolomé ve de nuevo a San Andrés, junto a Cristo, esta
vez con el obispo del Puy. Admirable continuidad de la fabulación provenzal:
el obispo se aparece con una parte del cabello quemada, pues vuelve del
infierno, a donde ha ido a expiar su incredulidad por haber dudado un
momento de la palabra del pobre campesino; que anunciaba la invención
próxima de la Santa Lanza219. Siempre fiel a sus amistades, declara a Pedro su
voluntad de quedar enterrado en Antioquía: era chasquear a Bohemundo, que
quería transportar su cuerpo a Jerusalén. San Andrés, que habla después del
obispo, aparte de sus habituales reproches, no hace sino remachar, al afirmar
que el socorro de Dios sigue favoreciendo al conde, el cual debe agrupar en
torno suyo a todos los buenos. Pero que elija un obispo para suceder a
Adhemar y que se sacrifique a la necesidad de la unión entre Bohemundo y
él: Raimundo comienza a no estar ya al abrigo de todas las críticas. He aquí
en fin la promesa y la amenaza, ahora tradicionales: "Jerusalén está a diez
jornadas de vosotros, pero si no seguís estas exhortaciones, ni en diez años
habréis llegado a Jerusalén."220 Es evidente que esta primera visión, así como
las otras que van a marcar la ruta, es un signo de la impaciencia popular: va
cargada incluso de amonestaciones, recordando repetidamente a Raimundo y
a Bohemundo la regla de la concordia y del amor; también es previsora, ya
que prescribe la ayuda a los pobres y el reparto de las riquezas. No hay que
exasperar a la miseria, pues puede estallar.
Después de haber malgastado el verano en expediciones parciales a los
alrededores, los príncipes discuten todavía en noviembre en la iglesia de San
Pedro de Antioquía para decidir a quién tocará la ciudad y para disponer la
marcha. Todo un partido, dentro del consejo de los jefes, parece dispuesto a
aceptar la dominación un tanto cínica, de Bohemundo; solo, o casi solo,
Raimundo está de parte del emperador y las conversaciones corren el peligro
de terminar por las armas. Entonces el pueblo se irrita y habla abiertamente
de proclamar un jefe, retirándole su confianza al conde Raimundo. "¿No les ha
bastado a nuestros príncipes con retenernos aquí durante un año entero y ver
morir doscientos mil hombres? Que se quede quien quiera con el dinero del
emperador o las rentas de Antioquía. Nosotros continuaremos nuestro camino
bajo la guía de Cristo, por quien hemos venido... Por otra parte, si la disputa
en torno a esta simple ciudad va a continuar más tiempo, la demoleremos" 221.
Ante la decisión popular, los jefes tienen que ceder, y el 23 de noviembre el
219
220
221
[103], 262.
R. DE AGUILERS, [103], 264.
R. DE AGUILERS, [103], p. 268.
conde Raimundo y Roberto de Flandes salen de Antioquía para ir a sitiar
Marra. Nueva etapa y nuevos fracasos: la visión reaparece, signo de la
necesidad popular y medio para la plebe de mantenerse fiel a su gran
esperanza. Es Guillermo, obispo de Orange, por un momento sucesor moral
de Adhémar de Monteil, quien reúne a los cruzados para contarles la nueva
aparición de los apóstoles Pedro y Andrés a Pedro Bartolomé. Los apóstoles,
cuando todo el mundo comenzaba a desesperar, se han presentado bajo las
apariencias miserables de los pobres que fueron cuando se presentaron a
Jesús. En el transcurso de la aparición se transforman, por lo demás, en
personajes celestiales, de una belleza deslumbradora, "con el fin de que
Pedro pueda conocer las transformaciones que están prometidas a quienes
sirven a Dios devotamente". San Pedro, como en otro tiempo Andrés, fustiga
la ingratitud de los cruzados, les reprocha sus faltas y su indiferencia en
cuanto a la "prenda de victoria" que les ha sido divinamente dada. Tampoco
pagan los diezmos y hacen violencia a los pobres. Pero los pobres tienen sus
patrones celestiales, pobres como ellos, que velan por la Cruzada, su prenda
de victoria, la Santa Lanza, invención de los pobres y la voz sobrenatural para
reclamar esa justicia distributiva que debía ser la regla de la comunidad de
Cruzada.
Su audacia crece, por otra parte, de día en día. Después de la toma de Marra,
el 12 de diciembre, hay en ellos una agitación, ante la cual parece inquietarse
Raimundo de Aguilers222. Los jefes siguen discutiendo: Raimundo, en el fondo,
ha tomado Marra para burlar a Bohemundo, y éste pretende impedirle que
entregue la ciudad al obispo de Albara, criatura de los provenzales, a menos
que el conde abandone sus pretensiones sobre Antioquía. Raimundo sigue
negándose a tratar en cuanto a su parte de Antioquía; Bohemundo amenaza
con abandonar la Cruzada, y en el ejército corre el rumor de que el conde de
Tolosa quiere poner guarnición en Marra. Hasta con esta amenaza dé nuevas
dilaciones, para que la emoción llegue a su colmo entre la plebe, que
comienza a demoler las murallas de la ciudad. Acto inaudito, "acción directa",
que refiere únicamente Raimundo de Aguilers223, y cuya importancia es
considerable para la filosofía de la Cruzada: el conde, repetían, era traidor a la
designación divina, él a quien el Señor había confiado su Lanza. Hasta los
enfermos, según cuenta el cronista, se levantaban de sus camas para
arrancar las piedras; en vano trataban de intervenir los familiares de
Raimundo: toda vigilancia era inútil. El conde, después de un violento acceso
de cólera, tuvo que reconocer la mano de Dios en los actos del pueblo
insurreccionado y prescribió que se continuara la demolición. Era hacer
profesión del verdadero espíritu de Cruzada: el 13 de enero, Raimundo
abandonaba la ciudad, descalzo, en oración con los clérigos y el obispo de
Albara, después de haber hecho que la prendieran fuego.
La purificación del pecado temporal parecía realizada. Ya no quedaba ningún
obstáculo, ninguna otra tentación en la ruta de Jerusalén: el conde de Tolosa
222
223
Ibíd., 270-272.
Ibíd., 271-272.
prevalecía. En medio de sus pordioseros, era el jefe único de la Cruzada, para
la entera realización de la esperanza y con el secreto pensamiento de
procurarse él también, hacia el Sur, un reino, y hasta quizá ser rey de
Jerusalén. Bohemundo, al parecer, no era a su lado más que un político de
menor cuantía.
Pero el demonio de la concupiscencia atenacea a los famélicos cruzados. Los
enviados francos, muy bien recibidos por el emir de Trípoli, conciben el simple
proyecto de tomarle una de sus fortalezas, con el fin de imponerle un tributo
más elevado, y Raimundo, cansado de su penitencia, se deja tentar de nuevo
por aquella región tripolitana en la que no caería mal un reino provenzal. La
plebe piadosa vuelve a ser burlada en su santo entusiasmo. El sitio, según
dicen los jefes, es difícil, y Godofredo, que está ocupado en procurarse en
torno de Jabala un principado lorenés, no se apresura a acudir en ayuda de
Tolosa, cuyas ambiciones sospecha. Cuando llega, sólo se preocupa de pedir
la salida de la Cruzada hacia Jerusalén. Y ahora es Raimundo el que se
obstina, acometido de súbita fidelidad con respecto al basileus, cuyos
enviados prometen, mostrando la felonía de Bohemundo; próximos socorros
en hombres y en dinero. El elegido de las visiones era, pues, muy poco digno
de esta vocación sobrenatural, y va a verse entonces erigirse contra él un
rival de elección, precisamente su igual en ambición temporal: aquel
Godofredo cuyos intereses exigen el levantamiento del asedio y la
continuación de la marcha hacia Jerusalén. Grave peligro, sin duda, para la
coherencia visionaria. Si bien el pueblo continúa, en la lógica de su necesidad
de conquista redentora, viendo en la aparición sobrenatural la confirmación
de su marcha obstinada, vacilará en cuanto a la elección de los instrumentos
de la voluntad divina. De ahí las incertidumbres, las discusiones de origen
político, que dan lugar al desarrollo solapado de una incredulidad fundada en
el interés temporal y bastándose a veces a sí misma. El impulso religioso de
la Cruzada sufre grave menoscabo delante de Arqa, ya que allí se puede
examinar por ambición laica el valor de las manifestaciones divinas.
El episodio merece que nos detengamos, siguiendo el relato completo de
Raimundo de Aguilers. En la noche del 5 de abril de 1099, Pedro Bartolomé, el
inventor de la Santa Lanza, tiene una nueva visión de la que ha podido incluso
-lo cual explica el relato circunstanciado del cronista. provenzal- dar una
relación escrita. Cristo, acompañado del apóstol Pedro, de San Andrés y de un
tercer personaje, se le aparece por la noche en la capilla del conde de
Saint-Gilles. Después de unas pocas palabras, el Señor se manifiesta pronto
sobre la cruz, como en el momento de su pasión; San Pedro sostiene el
madero por la derecha, San Andrés por la izquierda, el tercero por detrás,
sobre sus manos; y el Señor ordena a Pedro que cuente a sus hermanos que
le ha visto crucificado de aquel modo. Le indica después los cinco órdenes de
hombres que toman parte en la Cruzada según las cinco llagas de su cuerpo:
los que van en primera fila, sin temor alguno; los que les ayudan yendo detrás
y protegiéndolos; los que les aportan armas y municiones; los que al oír el
ruido del combate se vuelven a sus ocupaciones; los que, finalmente,
disuaden a los demás de combatir o de ayudar a los combatientes. A estas
cinco categorías se les darán, de acuerdo con sus méritos, recompensas o
castigos. Luego desaparece la cruz. Pedro vacilaba, comprendiendo que no le
creerían. Entonces, el Señor repite sus frases de aliento: es preciso intentar
un nuevo asalto, no dar cuartel al enemigo, que está constituido por aquellos
mismos que traicionaron a Cristo, los hermanos de Judas Iscariote, y dar todos
sus bienes a los que marchan en primera fila. La exhortación termina con un
largo discurso sobre la incredulidad: se adivina que por doquier las
tribulaciones, el agotamiento físico, la derrota, y la fatiga producida por las
rivalidades políticas han alejado la confianza en una providencia inmediata224.
La prueba está en la manera en que se acoge el relato de Pedro. Jamás,
declaraban algunos, podrían creer que Dios le ha hablado a un patán como
aquél, cuando ni siquiera habla a los obispos o a los príncipes. Se decide
entonces una investigación, y se interroga al jefe de los incrédulos, Arnulfo,
capellán del conde de Normandía, hombre de letras y de gran prestigio. Se le
preguntan las razones que tiene para dudar, y contesta con el ejemplo del
obispo del Puy, que había dudado acerca de la autenticidad de la Santa
Lanza. Entonces, el sacerdote Desiderio, que había tenido la visión del obispo
después de su muerte, atestigua la pesadumbre y el arrepentimiento del
prelado. Por haber dudado un momento, el obispo había sido arrojado al
infierno; parte de su barba y de sus cabellos se habían quemado y no podría
ver a Dios hasta que el pelo hubiera vuelto a nacer. Otro sacerdote acude
para decir que en Trípoli, un cristiano de Siria, al contarle una visión que
había tenido, agregó: "En el Evangelio de San Pedro que poseemos, está
escrito que la raza de los cristianos que tomará Jerusalén quedará primero
encerrada en Antioquía, de donde no podrá salir hasta que no descubra la
lanza del Señor."225 El sacerdote Esteban, que tuvo la visión delante de
Antioquía, después del 10 de junio, acude a confirmarla, ofreciendo
someterse a la prueba de una ordalía para que se desvanezca, toda sospecha;
y el obispo de Agde226 dice haber visto, durante el sueño o en estado de
vigilia, no lo sabe con exactitud, un hombre vestido de blanco que llevaba una
lanza en la mano, y que, por tres veces, le preguntó si creía que era aquella la
lanza sagrada. Por tres veces, el obispo, que había tenido algunas dudas,
contestó: Credo, y el hombre blanco le dejó marchar. El propio cronista
interviene en el debate, recordando las circunstancias de la invención de la
Santa Lanza. Todavía declararon otros, hasta el punto de que Arnulfo queda
convencido y pide que se le conceda hacer pública retractación de su
incredulidad227.
224
R. DE AGUILERS, [103], 279-280.
R. DE AGUILERS, [103], 281.
226
Hay un problema de identificación en cuanto a ese "episcopus Attensis", del que habla R. de Aguilers en varios lugares. Si es de la Narbonense, como pretende una tradición, se impone Agde. Cf. A C. KREY, The First Crusade, Princeton, 1921, p. 20. ¿O es,
como opina Hagenmeyer, el obispo de Atta?
227
R. DE AGUILERS, [103], 282.
225
Al día siguiente, sin embargo, se desdice: antes de confesarse, declara que
quiere hablar con su señor. Irritado por estas dilaciones y vacilaciones, Pedro
Bartolomé, como hombre simple y que está seguro de su verdad, pide que
enciendan una gran hoguera, que él atravesará, con la, lanza. "Si es
verdaderamente la lanza del Señor, pasaré sano y salvo; si no, arderé, pues
estoy viendo que no se cree ni en los milagros ni en los testigos." Estas
palabras nos parecieron razonables, prosigue Raimundo; se prescribió un gran
ayuno a Pedro, y se eligió para la prueba el Viernes Santo, ya que estaba
próximo. El día fijado, se preparó la hoguera después del medio día; los
príncipes y el pueblo se reunieron en número de cuarenta mil. Los sacerdotes
acudieron descalzos y revestidos con sus hábitos sacerdotales. Se hizo con
ramas secas de olivo una pira que tenía catorce pies de larga; había dos
montones de madera, entre los cuales se había dejado un espacio como de un
pie de ancho, y cada uno de los dos montones de madera tenía
aproximadamente cuatro pies de altura. Cuando la madera comenzó a arder,
Raimundo, nuestro cronista, definió ante el pueblo reunido el sentido de la
ordalía: "Si Dios omnipotente ha hablado a este hombre cara a cara, y si San
Andrés le ha mostrado la lanza del Señor estando despierto, que atraviese
este fuego, sin recibir daño alguno. Si, por el contrario, ha mentido, que arda
junto con la lanza que llevará en la mano." Y todos, doblando la rodilla,
respondieron: "Amén." Entonces, Pedro Bartolomé, vestido únicamente de
una. túnica, dobló la rodilla ante el obispo de Albara, y tomó a Dios por testigo
de que había visto a Jesucristo sobre la cruz cara a cara, y que había oído de
boca del Salvador y de la de los apóstoles Pedro y Andrés las palabras
referidas a los príncipes; añadió que nada de lo que había dicho en nombre de
esos santos y en nombre del Señor había sido imaginado por él, declarando
que si había algún embuste en su relato, consentía en no cruzar las llamas
sano y salvo. En cuanto a los otros pecados que había cometido contra Dios y
contra el prójimo, rogaba que Dios se los perdonase y que el obispo, todos los
demás sacerdotes y el pueblo implorasen para él la misericordia de Dios.
Después de este discurso, el obispo puso la lanza en sus manos; Bartolomé
dobló la rodilla, y haciendo la señal de la cruz, se acercó a la hoguera con la
lanza, y penetró en ella sin parecer intimidado. Permaneció un momento en
medio de las llamas, y salió de ellas por la gracia de Dios228.
Pero no se había contado con la multitud. Esta, una vez que Pedro hubo hecho
sobre ella la señal de la cruz, le derribó en el suelo, pisoteándole porque
todos, según prosigue Raimundo, querían tocarle, arrancar algo de su vestido,
para asegurarse de que era en efecto él. Con esto, le hicieron varias heridas,
le quebraron la espina dorsal, le rompieron las costillas, y hubiese expirado de
seguro, si un caballero no le hubiese salvado con peligro de su vida y
transportado a la tienda del conde Raimundo. Una vez allí, le interrogaron sus
salvadores, Raimundo entre ellos: "¿Por qué permaneciste tanto tiempo entre
las llamas?" Y el paciente contestó que el Señor se le había aparecido,
diciéndole: "Por haber dudado de la Santa Lanza después de que el
228
R. DE AGUILERS, [103], 283.
bienaventurado Andrés, te lo reveló, no saldrás de aquí sano y salvo, pero en
cambio no pasarás por el infierno." Así se explicaban los rastros del fuego
sobre el cuerpo de Pedro, poco numerosos, pero grandes. Por otra parte, sus
heridas eran mortales; sintió que se acercaba su fin y llamó al conde y sus
compañeros para afirmar por última vez la veracidad de sus palabras y dar al
conde otras instrucciones proféticas. Que a su llegada a Jerusalén, pidiera a
Dios el ejército la prolongación de la vida del conde: su petición sería
escuchada y Raimundo viviría aún otro tanto de lo que había vivido. Que a su
regreso, depositara la lanza del Señor a unas cinco leguas de la iglesia de San
Trófimo (de Arles) e hiciera construir para ella una nueva casa de Dios. El
lugar se convertiría en un Montjoie. Todo esto porque el apóstol Pedro le
había prometido a Trófimo, su discípulo, que le enviaría la lanza del Señor229.
Después de estas palabras, Pedro murió y se le enterró en él mismo lugar en
que había atravesado el fuego230.
El relato de Raimundo de Aguilers no carece, como se ve, de esfuerzos bien
intencionados para garantizar el origen divino de la Santa Lanza, ni tampoco
de vacilaciones y casi contradicciones. Raimundo refiere en alguna parte que
Pedro le hizo reproches bastante amargos al capellán del conde, acusándole
de haber provocado la prueba. ¿Qué quedaría entonces de la espontaneidad
de su gesto? Víctima propiciatoria ofrecida a la necesidad popular de una
manifestación divina, preciso fue, por lo demás, que sus heridas se debiesen
al fuego o al delirio jubiloso de la multitud. La gran mayoría de los cronistas
ignora la ordalía o hace reservas en cuanto a su sentido. Foucher de Chartres,
muy crédulo por lo general, no duda en hablar de un juicio de Dios
desfavorable a Pedro. En cuanto a Raúl de Caen, el panegirista de los
príncipes normandos, de Tancredo y de Bohemundo, educado por Arnulfo,
capellán del duque de Normandía y cabeza del partido de la incredulidad, su
crítica se desencadena contra el embustero de "la gente raimundina",
sostenido en su superchería por el astuto conde de Provenza, obligado a
encontrar medios para aumentar sus recursos. El espíritu de partido le da
incluso un vigor crítico prematuro: ¿cómo la lanza podría estar en Antioquía, si
había pertenecido a los soldados de Pilatos? Esto querría decir que Pilatos
había ido a Antioquía. Y Raúl concluye en nombre del racionalismo normando,
otra manera de afirmar los derechos soberanos de Bohemundo sobre
Antioquía, declarando a Pedro discípulo de Simón el Mago. Es, por otra parte,
un hecho que Raimundo de Aguilers aporta él mismo las pruebas del
descrédito de la Santa Lanza y de su inventor. Después de su muerte, éste
queda al punto olvidado, y el ejército, al llegar delante de Jerusalén, descuida
el cumplimiento de su prescripción de detenerse para no franquear sino
descalzos las dos leguas que les separan de la ciudad santa231. Pero hay más:
al día siguiente de la prueba y antes de que muriese Pedro, la eficacia triunfal
229
R. DE AGUILERS, [103] , 264.
Gesta Tancredi, [3], Hist. Occ., III, 678 (discurso de Bohemundo) y 682 (comentario
de Raúl).
231
R. DE AGUILERS, [103], 288.
230
de la Santa Lanza queda derrotada. Se prescriben un ayuno y limosnas para
preguntar cuál sea la voluntad del Señor, como si ya no hubiera sido
manifestada; y el obispo del Puy se aparece al sacerdote Esteban, negando su
castigo en el infierno por su incredulidad en cuanto al origen divino de la
lanza, y recomendándole la cruz como talismán de victoria. Añade el obispo
que la voluntad de la Virgen es la de que la lanza sea mostrada únicamente
por un sacerdote revestido de los ornamentos sagrados; en cuanto a la cruz,
se la debe llevar delante; es el obispo el que muestra la cruz fijada en un
asta, mientras un sacerdote tiene detrás de él la lanza232.
He aquí los dos partidos religiosos en presencia: la cruz y los obispos de una
parte; de otra, las gentes de Provenza y de la Santa Lanza. El cronista, de
completa buena fe; se encuentra solicitado por estas dos corrientes de lo
sobrenatural: la preeminencia moral y religiosa del obispo, jefe de la Cruzada,
y la misión mesiánica de Raimundo de Saint-Gilles. Raimundo encarga, por
otra parte, al hermano de Adhemar de Monteil que vaya a recoger en
Laodicea la cruz del obispo que había sido enviada allí. El partido episcopal
prevalecía a la vez que Godofredo de Bouillon arrastraba hacia el Sur la
Cruzada.
Pero eran querellas de los de arriba. La multitud, aguijoneada por la ordalía,
apremia a los jefes, y Raimundo, contra su deseo, vencido por Godofredo,
tiene que abandonar, "desesperado y lloroso", el sitio de Arka. El 13 de mayo,
salía el ejército para Trípoli donde Raimundo hubiese querido emprender otro
asedio. Pero ni presentes ni promesas pudieron convencer a los nobles. El
conde va perdiendo poco a poco la confianza del ejército y hasta la de su
indulgente cronista; también lo sobrenatural está contra él, ya que San
Andrés anuncia al sacerdote Desiderio que el conde no tendría ningún triunfo
hasta Jerusalén; pero que si distribuía entre los suyos todo lo que habría de
recibir de allí a entonces, el Señor le daría Jerusalén, Alejandría y Babilonia 233.
Intención de conquista soberana que ya no se disimula; ni aun en las visiones,
pero difícilmente realizable, ya que el conde no escucha, continúa el cronista,
el aviso celestial: no distribuye nada entre los suyos de cuanto ha recibido del
rey de Trípoli, y lejos de esto los abruma a vejaciones. Habiendo disminuido
considerablemente sus ingresos, por el descrédito en que ha caído la Santa
Lanza, ha reducido mucho sus limosnas. Por eso la plebe se vuelve hacia otro
bienhechor... Singular torpeza política: casi al término de la Cruzada, cuando
va a ser posible recoger el fruto de tantos esfuerzos, el conde de Tolosa, por
obstinación y falta de inteligencia, se deja menoscabar en el ánimo popular
por el jefe lorenés llegado a última hora. La suerte de su corona está ya
echada. Sin embargo, el pueblo sigue su empuje hacia el Sur, evitando las
ciudades, peligrosas ocasiones de discordias, partiendo a veces de noche sin
que lo sepan los príncipes, para obligarles a continuar; pero la ambición de
conquista se va empequeñeciendo hasta prender en los más insignificantes
caballeros. Avanzan a porfía para ver quién llega antes y puede clavar un
estandarte sobre un castillo o sobre una granja de importancia; algunos salían
de noche para adelantarse a los otros e instalarse como amos allí donde
pudieran. El cronista Raimundo, desolado por esta falta de fe, por esta
inobservancia de las recomendaciones de Pedro Bartolomé, se olvida de
celebrar la llegada a Jerusalén. El 7 de junio, laetantes et exsultantes, el
ejército de la primera Cruzada llegaba al término de su aventura, delante de
Jerusalén que pronto había de cercar.
232
234
233
R. DE AGUILERS, [103], 287.
Ibíd., 289.
III. LA TOMA DE JERUSALÉN Y EL TRIUNFO DE LA POBREZA
La voluntad del Señor era realmente misteriosa. Cuando llegaban al término,
se encontraban con todos los trabajos agotadores de un asedio. Los fatimitas
de Egipto, aliados de la Cruzada ante Antioquía, habían decidido aprovechar
la decadencia selyúcida y recobrar Palestina. Ahora eran dueños de Jerusalén,
que habían fortificado apresuradamente, encerrando dentro una guarnición
numerosa y bien equipada. Un primer asalto infructuoso dado el 13 de junio
destruyó el espejismo, tanto más cuanto que los egipcios habían hecho el
vacío ante los cristianos, cegando pozos y fuentes. La falta de víveres y de
agua se hizo sentir cruelmente al punto: en torno de la fuente de Siloé, se
aglomeraban hasta asfixiarse; los más favorecidos y los más fuertes se
arrojaban sobre el agua, por encima de los cadáveres de animales que
apestaban los alrededores234. Todas las brutalidades del sufrimiento físico, así
como su explotación, ya que había cruzados que vendían el agua a precios
exorbitantes, y no se oía oración alguna en que se pidiese a Dios misericordia.
Raimundo comprueba amargamente aquel desencadenamiento de los
instintos y aquel alejamiento de la misión espiritual. El conde, su señor, está
mal servido por sus caballeros, que muestran exigencias materiales cada vez
mayores. El aprovisionamiento por una flota genovesa, con sus carpinteros
que se emplean en servir las máquinas del asedio, levantó poco los ánimos.
Castigo de Dios, repite el cronista provenzal, ya que no se han seguido sus
oráculos: su gran silencio de ahora es prueba evidente de su cólera. Y cólera
justa, por lo demás, ya que los príncipes, preocupados por la audacia de
Tancredo, que ha ido a fijar su estandarte sobre la iglesia de Belén, continúan
disputando sobre la suerte de la conquista. ¿Qué harán con Jerusalén, una vez
tomada? ¿Elegirán un rey para qué la guarde y defienda? Si nadie la protege,
será demolida, razonan los jefes que siguen dominados por la impresión de la
destrucción de Marra.
Pero los obispos y el clero protestan contra este pensamiento temporal: no se
puede admitir un rey allí donde Dios sufrió y fue coronado. El texto profético
no lo ha previsto: Cum venerit Sanctus sanctorum, cessabit unctio 235. Bastará
con un guardián, jefe de guerra y administrador, con un procurador, que no
habrá que designar sino un poco más tarde, una vez tomada la ciudad. La
Iglesia defiende ahora el fin espiritual de la Cruzada: los poderes de la Tierra
235
R. DE AGUILERS, [103], 296.
R. DE AGUILERS, 293-295.
deben humillarse en Jerusalén236. Se la siente recobrar toda su autoridad, al
término de la prueba, cuando la fuerza del ejército ha triunfado casi. Como
reacciona contra el espíritu de conquista, la Iglesia organiza por el rito el
triunfo final. El 8 de julio hay en torno de Jerusalén una procesión solemne. Ya
fuese el resultado de un consejo, como pretende Tudebode237, o, según la
tradición provenzal, otra revelación del obispo Adhemar a Pedro Desiderio en
una intención de purificación y de reafirmación religiosa, el caso es que
fueron los clérigos los que dirigieron el cortejo, llevando la cruz y las reliquias
de los santos. Ellos fueron los que, sobre el monte de los Olivos, predicaron al
pueblo y a los caballeros armados y descalzos el perdón mutuo, con el fin de
ganarse la misericordia. de Dios. Habló Arnulfo, Raimundo de Aguilers, los
capellanes y quizá, según el testimonio de Alberto de Aix238, Pero el Ermitaño,
salido de nuevo de la obscuridad, en una apoteosis sobre aquel punto de la.
montaña de donde Cristo subió al cielo, para apaciguar la discordia entre los
príncipes.
¿Se trata de una vuelta del ascendiente del eremitismo? Tal vez, si se añade a
la reaparición de Pedro el lugar que conceden los cronistas al ermitaño del
monte de los Olivos, consejero del asedio, a quien los príncipes fueron a
solicitar, según Raimundo, en los comienzos de dicho asedio indicaciones
estratégicas y que designó a Tancredo, el cual fue, también por su parte; al
monte Sión a contemplar los Santos Lugares y los puntos más famosos de la
ciudad. La Conquista de Jerusalén nos muestra a los barones no logrando
encontrar al Ermitaño sino a "ley de peregrinos", es decir, una vez cumplidos
los ritos, subiendo en camisa y descalzos. El Ermitaño les indicó entonces
dónde se encontraba la madera con la que harían los arietes y las máquinas
de asalto y por dónde atacarían la ciudad. Y termina con una conclusión
enigmática en apariencia: "Y la tomarán de la manera más pobre," porque "el
Señor Dios no cuida de orgullo ni de felonía"239.Lección del solitario, guardado
por la pobreza y la ascesis a su vida cristiana ante aquellos jefes codiciosos.
Jerusalén debe pertenecer a los pobres, quienes, por la palabra y por su
existencia santa, han merecido la promesa del Señor.
Rito y predicaciones levantaron la moral del ejército. Por más que de lo alto
de las murallas, los sarracenos multipliquen los sarcasmos durante la
procesión, los cruzados se sienten aun más fortificados. Se trabaja sin
desmayo, después de que unos sirios indicaron dónde se podía encontrar una
madera para la construcción de las máquinas de guerra; todos con el mismo
ánimo y la misma generosidad. Los obreros ya no piden salario; sólo el conde
Raimundo, el amigo de los pobres, sigue pagando a los suyos. Oraciones,
vigilias y limosnas se multiplican a medida que se acerca el momento del
postrer esfuerzo; y más aún: a manera de penitencia, los caballeros participan
236
237
238
239
Según Daniel, IX, 24-27.
Historia de Hierosolymitano itinere, [3], Hist. Occ., III, 105.
Historia Hierosolym., lib. VI, c. VIII, P. L., t. CLXVI, col. 542.
Conquista de Jerusalén, c. V, lib. 2.
también en los trabajos del sitio. Todas las clases sociales se encuentran
confundidas: es la obra unánime de la Cruzada. Necesidad espiritual y
necesidad también de guerra bien llevada, ya que Modo lo más quedaban, en
aquella masa que se extendía ante Jerusalén, doce mil hombres utilizables. Y
el asedio era muy duro: los sarracenos luchaban con encarnizamiento; flechas
y piedras llovían sin cesar sobre los asaltantes, y el fuego griego quemaba las
máquinas no bien se acercaban a la muralla. El asalto duraba desde el 13 de
julio; en la mañana del 15, la fatiga y el desaliento amenazaban apoderarse
de los cruzados, que siempre se fatigaban pronto con los trabajos militares,
para los cuales no estaban preparados. La intervención sobrenatural se hacía
necesaria una última vez. En efecto, si hemos de creer al cronista, provenzal,
un soldado apareció sobre el monte de los Olivos y con su escudo alentaba a
los asaltantes a redoblar en ardor. A las nueve, un tal Leuthold puso el pie
sobre lo alto de la muralla y saltó dentro de la ciudad, seguido de numerosos
cruzados, entre los cuales, y de los primeros, iban Tancredo y Godofredo. La
carnicería fue tal que el autor de las Gesta se remite a Dios para saber
cuántos paganos murieron. Raimundo, mostrando el "justo juicio de Dios"
describe minuciosamente los horrores hasta el rasgo célebre: "En el Templo y
en el Pórtico de Salomón los caballos marchaban con la sangre hasta las
rodillas y hasta las bridas."240 Jerusalén estaba tomada.
Se comprende que en los primeros días del triunfo se desencadenen los
instintos. En primer lugar los del pillaje. Las Gesta nos muestran a los
cruzados recorriendo la ciudad en busca del oro, de la plata, de los caballos,
de las mulas, y de las casas bien provistas241. No eran siquiera indiferentes a
los cadáveres, desvalijados a porfía. Pronto se estableció una regla práctica
del pillaje: todo aquel que entraba en una casa pasaba a ser propietario de lo
que en ella había. "Así, muchos pobres se volvieron ricos." Se trata de un
último progreso hacia la confusión de las clases: la unidad interior de la
Cruzada se perfecciona en torno del botín. Escándalos de, exterminio de la
verdadera Cruzada, no obstante las reservas de los jefes más políticos, sobre
los cuales Raimundo de Aguilers calla escrupulosamente, relatando el
entusiasmos otra liberación popular: "Día nuevo, de júbilo y de exultación...
confirmación de toda la cristiandad y exterminio del paganismo, día de
renovación para nuestra fe."242
Un sentimiento religioso se impone de nuevo en el ejército, necesidad de
acción de gracias, de penitencia también porque los pecados son grandes y
porque la misericordia divina viene a manifestarse otorgando la victoria.
Hasta los mismos muertos, como en varias ocasiones se había predicho en el
transcurso de la campaña, vienen a compartir la alegría de los vivos: muchos
vieron en la ciudad al obispo Adhemar, refiere Raimundo de Aguilers; algunos
le vieron incluso ser el primero en subir a la muralla e invitar a sus
compañeros a entrar en Jerusalén..
240
241
242
R. DE AGUILERS, [103], 300.
[102] ter, pp. 204-205.
R. DE AGUILERS, [103], 300.
Sólo al cabo de ocho días se pensó en elegir solemnemente -tal es el término
del cronista provenzal-, un rey. Los eclesiásticos no querían una elección laica
sin que se hubiese elegido previamente un vicarius spiritualis, representante
del papa; y de la teocracia triunfante, como hubiera podido serió el obispo del
Puy, y del cual él jefe temporal habría sido simple lugarteniente. Complot de
los clérigos urdido, probablemente con fines interesados, por Arnulfo
Malecorne, el incrédulo capellán del duque de Normandía, y su instrumento
ciego, Arnulfo, obispo de Martorano, en Calabria. Los barones pronto volvieron
a aquellos clérigos presumidos al sentimiento de su modestia teológica y de
su indignidad. Raimundo, siempre fiel al conde de Saint-Gilles, exalta a
Adhemar, "nuevo Moisés", y a Guillermo obispo de Orange, muertos ambos,
para rebajar al obispo de Martorano y a Arnulfo, intrigantes sin moralidad. Los
príncipes -sigue hablando Raimundo- apremian al jefe provenzal para que
acepte la corona. Este se esquivaba, declarando su aversión "a ese nombre
real... en tal ciudad", pero dispuesto, en último término, a someterse a la
elección, si le designaban. Fue Godofredo de Bouillon el elegido y proclamado
rey en el sepulcro del Señor: su debilidad de carácter, esperanza de todos los
partidarios, le valió la corona; el conde había sido abandonado por sus
familiares, que no querían morir en Tierra Santa y deseaban regresar a sus
casas. En torno de la elección de Godofredo, y como contrapartida a lo que
Pedro Bartolomé había dicho de Raimundo, pululan las leyendas de
entusiasmo, recogidas con solicitud por Alberto de Aix, el panegirista del
duque de Lorena. Godofredo, según él, fue el hombre providencial de la
Cruzada: en cuanto él aparece, los desastres se truecan en éxitos. Por lo
demás, su triunfo y su coronación estaban decididos por Dios desde toda la
eternidad, como las visiones lo habían anunciado.
Diez años antes dé la partida del duque para la Cruzada, un caballero que
estaba cazando con él en el bosque se quedó dormido, rendido de cansancio:
al punto se vio transportado en espíritu sobre el monte Sinaí, donde dos
personajes vestidos de blanco y en hábitos sacerdotales se adelantaban hacia
el duque para saludarle en nombre del Señor dux et praeceptor populi
Christiani. Ocurrió otra visión, en el séptimo mes que siguió a la partida de
Godofredo para la Cruzada, siendo favorecido por ella un canónigo de Santa
María de Aix-la-Chapelle. Este tuvo en su sueño la revelación del duque
sentado en el Sol, entiéndase Jerusalén, rodeado de todos los pájaros que
viven bajo el cielo. Parte de ellos se alejó poco a poco revoloteando, pero el
mayor número permaneció junto al duque. Así; pues, los peregrinos habrían
de serle fieles, y el obscurecimiento del Sol producido por el batir de alas de
los pájaros que levantaron el vuelo, es el anuncio profético de la ruina de
Jerusalén después de la muerte de Godofredo243.
Terminada la Cruzada, un rey cristiano, guardián del sepulcro, y que no es el
conde de Tolosa: he aquí el final; y el final en el fracaso de la epopeya
provenzal en la. que lo sobrenatural impulsaba constantemente al ejército
hacia Jerusalén. Y para que no hubiera contrariedad que no experimentara
243
ALBERTO DE AIX, Historia Hierosolym., t. CLXVI, col. 554-555.
Raimundo, con sus visionarios, fue en el jefe de los incrédulos en el asunto de
la Santa Lanza en quien recayó la elección de patriarca dé Jerusalén. Arnulfo,
el capellán, poco edificante por lo demás, del duque de Normandía, no
obstante la indignación de todos los espíritus sensatos, boni, subraya
Raimundo de Aguilers244. Frente al bonachón Godofredo, la camarilla, de los
clérigos se atribuye un último triunfo, pero son gentes ya demasiado taradas
para que su éxito tenga un valor espiritual. ¿Hay que concluir de esto la
derrota final de los pobres a la vez que la del partido provenzal? Sin duda, ya
no se distingue en él primer término de la escena más que a los barones y a
los clérigos, pero los pobres tienen su desquite literario, sintomático por otra
parte. La Conquista de Jerusalén, poema que no alcanzó el éxito renovado de
la Canción de Antioquía, y que, en su conjunto, tiene menos aliento, menos
frecuentes bellezas, imagina el triunfo de la Cruzada de la pobreza 245.
Impregnada con abundancia de sensaciones reales, como las torturas de la
sed y los sufrimientos de la marcha, por el desierto, así como las alegrías de
los pobres cuando se proveen bien de botín, afirma constantemente la
preocupación colectiva, haciéndole a Raimundo de Saint-Gilles la justicia de
haber prometido, en el consejo de los príncipes celebrado delante de
Jerusalén, repartir equitativamente sus conquistas entre el pobre y el rico y no
quedarse más que con lo que le correspondía. Preocupación de la obra
común, contra las ambiciones personales de los príncipes, e igualdad tanto en
el provecho como en la vocación religiosa: he aquí la moral de los pequeños,
que vuelven a aparecer aquí bajo las especies de los tafures, cada vez más
cuerpo franco de choque, bastante lejos de los verdaderos pobres de la
Cruzada246, a la vez que se vuelve a hablar de la Santa Lanza en manos del
obispo de Martorano, personaje de reputación dudosa y que podría ser el
Turpín de los tafures. El día en que se convoca a los cristianos para elegirse
un rey, éste lleva en la mano el viejo talismán de Antioquia, la Santa Lanza,
como si aún tuviese que asegurar el establecimiento del reino. Ignorantes o
despreciadores de la decisiones de los grandes, los pobres no quieren admitir
la designación de Godofredo sin manifestación divina. El obispo, sigue
diciendo la Conquista, reúne, después de un ayuno solemne, a los barones en
la iglesia del Santo Sepulcro; cada uno lleva un cirio en la mano, y aquel sobre
quien descienda el fuego será el rey.
El juicio divino designa a Godofredo, quien rechaza la corona de oro y de plata
allí donde Jesús la tuvo de espinas, y recibe de manos del rey de los tafures
244
R. DE AGUILERS, [103], 302.
Véase PARIS, Hist. Litt., XXII, 370 y sigs.; 507 y sigs.; H. PIGEONNEAU, pp. 54-57 y la
edición poco crítica de CH. HIPPEAU, [115]. Las mismas cuestiones parecen plantearse
en cuanto a la Canción de Antioquía y en cuanto a la Canción de Jerusalén. Quizá son
del mismo autor, Ricardo el Peregrino. ¿Son las fuentes de Alberto de Aix, o bien Alberto
de Aix es la fuente de ellas? Pigeonneau se inclina a la segunda hipótesis. Es evidente
que las relaciones son visibles, en, particular en el orden de los hechos.
246
Está permitido suponer que los destructores de Marra, los primeros impacientes en
Antioquía y en otros lugares, eran sobre todo los tafures.
245
un tallo de espino cogido en "el huerto de San Abraham". Dios y los ribaldos
han hecho rey al duque de Lorena para la guarda del Santo Sepulcro de
Cristo. ¿Habrá que imaginar una apoteosis de la pobreza dando, por
delegación de Cristo, la corona al rey de Jerusalén? La seducción sería
literaria. Sólo la historia puede encontrar en el esfuerzo tardío del poema de
la Conquista algunas supervivencias de la religión popular de la Cruzada, de
sus necesidades, de sus interpretaciones, apoyada sobre la mítica provenzal,
de la cual marca el eco postrero.
IV. LA ELECCIÓN DE POBREZA, CUMPLIMIENTO ESCATOLÓGICO.
¿Es puro azar, o el lugar normal del pobre en el orden cristiano del mundo en
el que figura a Cristo militante y doliente? Mucho más sin duda. Entre los
historiadores del comienzo de la Cruzada, se advierte una sensación clara de
una designación particular de los pobres: Guiberto de Nogent, no obstante su
ironía latente, reconoce que fueron los primeros en partir, con entusiasmo,
mucho antes que los señores. Raúl Glaber hace la misma observación, en
cuanto a las expediciones de 1033. Si perdieron por un momento, en los
progresos de la Cruzada hasta el sitio de Antioquía su lugar de elección, ya lo
han recobrado. Para el cronista provenzal, pauperes es sinónimo de cruzados
o de soldados de Dios, y el obispo Adhemar, según el autor de las Gesta no
dejaba de decirles a los grandes: "Nadie de vosotros puede salvarse si no
honra y no sostiene a los pobres... son ellos los que cada día deben implorar
al Señor por vuestros pecados.247" Su oración es, pues, preponderante ante
Dios por sus méritos de pobreza: los grandes de la Tierra deben protegerlos
como sus intercesores. También deben imitarlos. En la continuación de la
Conquista de Jerusalén, cuando el poeta insiste en la defección de todos los
grandes, que abandonan Jerusalén y a Godofredo amenazados, sólo los
pobres, es decir, los tafures y Pedro el Ermitaño, permanecen. Fidelidad y
valor humano cuya verdadera fuerza es la pobreza. Constantemente se repite
esta necesidad de emancipación de la riqueza y de la propiedad, en la
Conquista de Jerusalén, donde los barones muestran una especie de piadosa
emulación en querer repartir equitativamente su botín. El conde Raimundo
pierde su cetro de Tierra Santa, por haber suspendido sus limosnas y faltado
a su promesa de reparto equitativo. Por otra parte, la pobreza debe ser sobre
todo interior, y las voces sobrenaturales repiten a los grandes la necesidad de
la humildad, si quieren obtener la misericordia del Señor. Que la manifiesten
también en su aspecto externo, ya que el cuerpo, en aquel tiempo de armonía
total, era el espejo del alma. Por eso Pedro Bartolomé prescribió no acercarse
a Jerusalén sino descalzos y que los príncipes no podrían encontrar al
ermitaño del monte de los Olivos hasta después de haber vestido la ropa
miserable del penitente.
En esta masa, en que los pobres dominan, poco o mucho persuadida de su
elección, sin disciplina y vibrante de supersticiones y de ritos, el complejo
247
[102] ter, pp. 166-167.
social de la Cruzada: va a crear formas religiosas nuevas. Habrá una práctica
ante todo, después de las bendiciones de la partida y los ritos confusos de los
votos de Cruzada: la del asalto sagrado. ¿No es la preparación religiosa del
último ataque a Jerusalén el resultado de esa necesidad de conjura
sobrenatural que se afirma tan claramente en Antioquía, bajo la doble forma
de la purificación por el ayuno y la limosna y de la realización de un rito
colectivo de rogativa? La octava de la. invención de la Santa Lanza, las
ceremonias con que por un momento se rodea la santa reliquia, pueden
también no ser otra cosa que la garantía litúrgica, de una colaboración de lo
sobrenatural con el ejército cruzado, participación determinada, regulada
ahora por la ceremonia. Todo esto, por otra parte, impuesto poco a poco por
la experiencia, por el desarrollo interior de una vocación que se agota, por
una necesidad de reintroducir el culto allí donde no hubo al comienzo más
que un anárquico tropismo religioso. En la época de las revelaciones ante
Antioquía el pueblo es dueño de su práctica, ya que dispone de la voz de Dios:
las visiones prescinden de toda fiscalización eclesiástica y hasta parece que
haya habido un esfuerzo de los clérigos del ejército, y esto lo probarían la
historia de Adhemar y las resistencias de Arnulfo, para oponerse a la
divulgación de estas visiones, al menos de las del laico Pedro Bartolomé. Poco
a poco cederá el partido eclesiástico, pero se le siente desbordado por ese
extraordinario hervidero de ideas religiosas y de emociones, de sueños y de
iluminaciones. En esta gesta piadosa de la Cruzada, todas las esperanzas de
la religión popular, auxiliadora, indulgente, ávida de intermediarios,
contribuyen a hacer vivir el dogma: rastros del ignis purgatorius agustianiano,
el mismo que quemó una parte del cabello y de la barba de Adhemar del Puy
porque no había creído en la Santa Lanza; culto de los santos, cuya palabra es
esencial en todas las visiones; culto ya más extendido de la Virgen, propicia a
los francos y sobre todo a sus francos de Provenza. Se anima una teología de
las intercesiones para acercar a la humanidad doliente a su destino glorioso.
Los pobres, a pesar de los clérigos, atraen hacia ellos a su Dios; por lo demás,
disponen de intermediarios vivos en aquellos ermitaños, encontrados con
frecuencia en la historia religiosa de la Cruzada, entre todos Pedro, cuyo
prestigio se afirma de nuevo ante Antioquía, incluso después de su huida. El
es quien va como embajador del ejército ante Kerboga; él es el elegido como
tesorero de los pobres; él es en fin quien en Jerusalén conquistada organizará
el servicio religioso y las ceremonias de acciones de gracias, al lado de su
colega en eremitismo y en santidad, el ermitaño del monte de los Olivos, que
aparece en la Conquista de Jerusalén como una especie de personaje sagrado
cuyas opiniones se escucharon con la más profunda humildad y ante el cual
se inclina hasta el alto clero. Triunfo de los pequeños es esta exaltación del
ermitaño, brotada de un fondo oscuro de compasión pagana para los
sacerdotes de los bosques y de los campos y de una piedad cristiana directa
para los santos pobres. Su folklore comienza apenas transportado por la
Cruzada, vivirá en las canciones de gesta y en las novelas de aventuras, hasta
llegar a convertirse en una regla de vida, en una experiencia total de santidad
en el Poverello de Asís.
Así, en la Cruzada de pobreza, todos los valores cristianos se humillan y se
vivifican. La fe, el dogma, la liturgia, toda la religión en una palabra se hace
más directa, más francamente colectiva, menos jerárquica; la separación
entre el clero y los fieles, entre la ecclesia docens y la ecclesia discens se
atenúa; el impulso colectivo, la necesidad del grupo se afirma, en el mito, en
el rito, a cada hora de la Cruzada después de las pruebas de Antioquía. Fe
material sin duda, con frecuencia mórbida, fe de iglesia naciente o de iglesia
perseguida, con las pululaciones amenazadoras del cisma, como en el
momento de la invención de la Santa Lanza, cuando se presiente una lucha
de herejía entre los adhemaristas, mantenedores de la Cruz, los fieles de la
Santa Lanza o raimundistas, y los del Cristo de oro, el símbolo imaginado por
Amulfo y los normandos de Tancredo. El triunfo lo obtienen los poseedores de
carismas; el rigorisrno de los primeros siglos reaparece. Un nuevo
montanismo atenacea al ejército, hostil inmediatamente a las jerarquías, y,
por un deseo. casi físico, ávido de Mesías.
Tal es la íntima inquietud de esta época atormentada por los azotes y la
anarquía política. Los pobres, como ya hemos visto, partieron con la
esperanza de morir en Tierra Santa, en la espera parúsica del fin de los
tiempos, prometida a los restauradores de la monarquía cristiana en
Jerusalén. Migración de exterminación afortunada en suma, cuya fuerza se
agota con las dificultades del camino y que puede muy bien no ser, a la
llegada a Jerusalén, otra cosa que esa renovatio fidei, esa transmutación de
los valores, ese renacimiento cristiano de que habla Raimundo de Aguilers.
Pero la obsesión de la salvación atormenta constantemente a la multitud
ambulante: la historia de la redención vive en su sensibilidad, y es un Viernes
Santo cuando se descubre la Santa Lanza, y es a la hora de la muerte de
Cristo cuando Jerusalén ha de ser tomada. Sabe, por otra parte, no poderlo
realizar sino con la ayuda de una especie de Mesías, de un rey de los últimos
días, divinamente elegido para conducir al ejército entero a la eternidad
triunfante: En varias ocasiones, en su ruta, ha encontrado la designación del
Señor: Carlomagno resucitado primero, el extraño Emicho de Leiningen;
elegido por revelación para tomar Jerusalén después de la conversión de los
judíos, más tarde Raimundo de Saint-Gilles a quien se le confiere el honor
más elevado que jamás recibiera hombre alguno, según las propias palabras
de San Andrés a Pedro Bartolomé, que no morirá. antes de la realización de
su obra: investido de una autoridad sobrenatural reconocida por el clero y por
el pueblo, ha de ser bautizado en el Jordán según un rito especial, y colocado
en fin casi por encima de la jerarquía eclesiástica por la designación particular
de las revelaciones. Y Godofredo, el último llegado, bien tarde, en el momento
en que la fe disminuye, tendrá también, aunque la leyenda sea quizá menos
contemporánea, su parte de mesianismo: le saludan sobre el Sinaí, dos
personajes misteriosos como aquel que debe hacer volver a los pueblos a
Israel; se le coronará rey, cuando no era más que procurador del Santo
Sepulcro y se le dará por corona la corona de espinas. La tradición hará de él
obstinadamente una especie de rey mesiánico de pobreza; a quien se verá
recibir a los enviados sarracenos sentado sobre la paja. ¿No habrá que
suponer también una intención de elección divina en el rito que llevan a cabo,
según la Conquista de Jerusalén, los barones después de la elección? "Lo
ofrecieron en el altar mayor a guisa de criatura"248. La ofrenda se eleva al
plano divino, como probablemente la lustración bautismal de Raimundo de
Saint-Gilles en el agua del Jordán. Bien lo comprendían los clérigos al pedir la
elección del patriarca antes que la del regente laico, temiendo establecer una
realeza escatológica por encima de la jerarquía eclesiástica.
Otro efecto de la obra escatológica, de la Cruzada: el ritmo de la vida y de la
muerte se encuentra detenido en ella y los cruzados muertos acuden a luchar
al lado de sus compañeros. Los dos mundos se encuentran confundidos para
los fines de salvación común en una interacción constante. Carlomagno
redivivus viene a tomar la dirección de la Cruzada, y los cronistas citan
hechos numerosos de apariciones individuales de parientes muertos que
vuelven en el momento del combate. Cuando el ejército se prepara a luchar
contra Kerboga, San Andrés anuncia a Pedro Bartolomé la colaboración
decisiva de los muertos; la sombra de Adhemar no abandonará a la Cruzada
hasta su triunfo final. Compárense estas creencias con las leyendas de las
montañas en las que permanecen en espera de la obra liberadora los grandes
desaparecidos, Carlomagno en primer lugar, en el Gudenberg, luego Emicho,
que debe volver a salir de la gruta expiatoria, o bien las huestes misteriosas
que se presentan cuando es crítica la situación de los ejércitos. El espíritu
religioso de la Cruzada alcanza sin cesar lo extraordinario, una milagrosidad
necesaria, ya que Dios no puede por menos de eximir de las reglas comunes
a los que luchan por su gloria redentora. "Las nubes les hacen sombra para
que no les hiera el sol." Conjuración mágica de los elementos, notada por
Comodiano en su Carmen apologeticum, es el indispensable complemento de
la promesa repetida a Anselmo de Ribemont moribundo por uno de sus
compañeros ya muerto: "Los que terminan su vida al servicio de Cristo no
pueden morir."249 El beneficio redentor y milenarista anunciado a los que
restablezcan en Tierra Santa el reino de Dios se extiende a todos los cruzados
qué caigan en el camino por la gran esperanza. ¿No es justo, de una de esas
lógicas populares sin réplica, que sigan viviendo en el momento de la
realización parúsica?
Naturalmente el espíritu apocalíptico de la Cruzada multiplica celosamente los
signos de elección. En los comienzos, migración de saltamontes, caídas de
estrellas, oscurecimiento del cielo, nubes ensangrentadas, todos estos
fenómenos naturales han sido adoptados por el simbolismo del movimiento
religioso. En la época antioquiana de las visiones, pueden fácilmente notarse
otros rasgos de la tradición apocalíptica. Amenazas contra los que no creen;
desconfianza con respecto a los lapsi, esos cristianos hechos musulmanes y
248
249
C. V, lib. XXVII.
R. DE AGUILERS, [103], 276.
que quieren volver a la Iglesia en el momento de las victorias de los cruzados;
distinción muy a menudo aparente entre elegidos y réprobos en la obra de la
Cruzada; milicias blancas: lustraciones en el Jordán; personajes con blancas
vestiduras, frecuentes en las visiones; este simbolismo y este rigorismo se
esfuerzan en volver al predominio sobrenatural, tan visible en los primeros
tiempos de la Cruzada, aquel determinismo afirmado por doquier que
marcaba a los hombres para el cumplimiento de la voluntad milenarista de
Dios.
A veces esta designación parece significar una voluntad de vivir étnica. La
idea de elección escatológica de los francos es muy viva en los comienzos de
la Cruzada y en los discursos atribuidos a Urbano II. Procedente de la tradición
carolingia, no tiene más que un alcance aristocrático, que corresponde a la
idea de una Cruzada, obra de los caballeros y predicada para los caballeros.
Se debilita cuando el pueblo entra en escena y con él el partido provenzal. En
el momento del sitio y de la toma de Jerusalén, no se hace ya ninguna alusión
a las prerrogativas de las francos, como tampoco en el momento de la
elección del rey de Jerusalén. Si. ha habido, como es natural, rivalidades
étnicas en el interior del ejército, entre normandos y provenzales, por
ejemplo, en las que se enfrentaban temperamentos, hábitos religiosos, así
como diferencias sociales, ya que las tropas provenzales contaban muchos
más pobres, la fraternidad de la Cruzada no puede imaginarse fácilmente.
Parece ser que nunca hubo choques entre los elementos populares de los
distintos contingentes o una lucha de clases entre el pueblo y los grandes,
pues la rebelión de Marra no fue más que una afirmación de principios. Por el
contrario, se encuentran a menudo en los cronistas testimonios de una
caridad cristiana. Durante la travesía de la Dalmacia, Foucher de Chartres
consigna actos de abnegación por parte de los caballeros con los pobres, y
delante de Jerusalén, según la Conquista, Hugo el Grande repite la idea de
una igualdad de goces en el provecho material de la Cruzada.
Tanto el orden natural como el orden político o social tendían a hacerse
irreales para aquel ejército en el gran camino de la salvación. Jerusalén
celeste y Jerusalén terrena se confunden en la visión montanista de los
pueblos en marcha hacia la ciudad misteriosa, con tanta mayor fuerza y
poder de movimiento, cuanto que el lugar mismo, la ciudad objetivo, son
menos definidos. A la vista de Jerusalén, hubo ciertamente un gran júbilo,
pero se trasluce poco en los relatos contemporáneos y habrá que esperar
hasta la procesión del 8 de julio para encontrar el cumplimiento de un primer
rito. Por lo demás, sólo después de la consulta al ermitaño del monte de los
Olivos se organiza la procesión solemne, con sermones de penitencia y
acciones de gracias en las estaciones principales. La más larga debió de ser
en el monte de los Olivos, lugar de la Ascensión y no de la agonía, centro
escatológico de Jerusalén para el pensamiento religioso de la Edad Media. Allí
es donde el rey de los últimos días debe deponer su cetro y su corona 250. Allí
es, en toda la tradición del Anticristo, recogida por los amauricienses, donde
250
ADSON, De Antichristo, edición Sackur, 110.
debe manifestarse Cristo triunfante en la hora de la redención universal, y allí
es también donde reside el misterioso ermitaño que dará Jerusalén a los
cruzados. Así la victoria postrera es la consecuencia de la esperanza
escatológica que movió a las multitudes del Occidente hacia la reconquista de
la Tierra Santa, tierra donde padeció el Hijo del hombre, pero donde sobre
todo manifestó su gloria, donde se les prometió a los hombres de Galilea, por
dos mensajeros vestidos de blanco, que aquel Jesús que alababa de
desaparecer en el cielo, arrebatado de entre ellos, volvería de la misma
manera que le habían visto ascender (Hechos, I, 11) , llevado sobre la nube,
como la estrella brillante de la mañana que más tarde anunciará la visión
apocalíptica (Apocalipsis, XXII; 16).
PARTE TERCERA
DURACIÓN Y DECADENCIA DE LA CRUZADA
CAPITULO PRIMERO
EL ESTABLECIMIENTO DE LA CRUZADA: NECESIDADES MILITARES Y
RITOS DE PENITENCIA.
I EL EJÉRCITO CRUZADO EN JERUSALÉN: ¿CRUZADA O ESTABLECIMIENTO?
En agosto de 1096, después de la designación de Godofredo como procurador
del Santo Sepulcro y la elección del patriarca Arnulfo, los destinos de la
Jerusalén cristiana no se encontraban en modo alguno asegurados. Por un
lado un príncipe laico, piadoso y sometido a la autoridad de la Iglesia,
celosamente vigilado por sus pares; por otro, el jefe del poder espiritual,
aventurero de raza, como su cómplice, el obispo de Martorana, y que debía su
elección a la ayuda de su señor, el duque de Normandía, y a sus numerosas
intrigas. El porvenir seguía abierto a una teocracia hierosolimitana:
necesitaba otros hombres tan sólo y que el brazo temporal permaneciese
humildemente sometido a la voluntad de la Iglesia. ¿Pero cómo detenerse en
el pensamiento del reino de Dios, cuando los cristianos, apenas instalados en
su conquista, se enteraban de la llegada a Ascalón del ejército fatimita y
cuando Godofredo tenía que reunir apresuradamente a los barones ya
dispersos para rechazar la invasión musulmana?
Tal era en efecto la necesidad militar que la conquista de Jerusalén llevaba
consigo. Pero los cruzados parecían no querer entenderlo. Inmediatamente
después de la doble elección del patriarca y del procurador del Santo
Sepulcro, comienzan a abandonar la ciudad, Raimundo de Saint-Gilles el
primero. Sin duda, después de la muerte de Pedro Bartolomé, la influencia del
conde de Provenza había disminuido mucho. Su conducta durante el sitio,
cuando respeta la guarnición sarracena de la Torre de David, mientras en
torno suyo cunde la matanza, aumenta las sospechas y su descrédito. ¿A qué
obedece la partida de aquel jefe en quien se unen extrañamente la
generosidad, el espíritu de cálculo y una indiscutible debilidad?
Indudablemente al fracaso de sus ambiciones de soberanía temporal por la
elección de Godofredo, y la humillación de no haber podido, ante las
exigencias de éste, conservar su conquista, aquella Torre de David, que era la
principal fortaleza de la ciudad251. Pero mucho más, según la confesión de su
cronista, a la oposición de los suyos a todo proyecto de instalación en Tierra
Santa.
En torno suyo, sus fieles hablan violentamente de regresar: obtenida
Jerusalén, toda la Cruzada apocalíptica termina y el partido provenzal quiere
volver a su patria lejana. La expedición de purificación milenarista ha tocado
a su fin.
Así es, a lo que parece, como se deben interpretar los últimos actos de
Raimundo. Con algunos fieles, entre los cuales se sigue contando Raimundo
de Aguilers, marcha a Jericó a coger palmas, y de allí a bañarse en el Jordán.
Bautismo que no observa el rito ya clásico, sino, por el contrario, las
prescripciones de Pedro Bartolomé. Este había, en efecto, por orden de San
Andrés, prescrito al conde que atravesara el Jordán en un esquife, no que se
sumergiera en él; durante la travesía, que había de hacer vestido con una
camisa y unas bragas nuevas, debía ser asperjado con el agua del río. Sus
ropas, una vez secas, serían conservadas junto con la Santa Lanza del Señor.
Indicaciones puntualmente seguidas, si bien el cronista, hombre sensato,
confiesa que no comprende su alcance 252. Pero no importa; a la vez que
satisface a la visión de Pedro, episodio propiamente provenzal, lo que
Raimundo realiza son los ritos de la peregrinación antes del regreso. Es muy
antigua la costumbre de ir a coger palmas a Jericó: Nicolás de Myra lo había
hecho en 310 y sabido es que, cuando se abrió su féretro en 1100, las palmas
encerradas con su cuerpo reverdecieron al punto. La costumbre tiene, por
otra parte, su simbolismo, que explica Beda el Venerable; porque las palmas,
por su robusto brote, son la imagen de la fe vigorosa; con sus hojas rugosas y
sus frutos excelentes, muestran los padecimientos del mundo y las
recompensas del cielo; en fin -texto que constituye probablemente el origen
del rito-, el Apocalipsis representa a los bienaventurados con palmas en las
manos (VII, 9)253. Asimismo el bautismo en el Jordán, forma parte de la
peregrinación clásica254. Raimundo ha observado, pues, los ritos, y vuelve a
Jerusalén probablemente con el pensamiento de una partida próxima.
Después de haber ayudado a Godofredo a rechazar al emir fatimita Alafadal
en Ascalón, a fines de agosto de 1099 marchará hacia el norte de Siria, en el
camino real que lleva a Europa.
Los jefes del segundo ejército, llegado a Jerusalén en diciembre de 1099, en el
que van mezclados los italianos de las flotas pisana y genovesa, llegados con
el arzobispo de Pisa, Daimberto, y los rezagados del gran ejército, al mando
252
R. DE AGUILERS, [103], 302.
QUARESMIUS, Elucidatio S. Terrae, I, 793, según Beda el Venerable. Cf. EKKEHARD,
[110], cap. XXXV: iidemque palmati quasi victores mortis redeunt, y sobre las palmas
de los cruzados, FOUCHER, [104], 364 y 366; RAIMUNDO, [103], 295 y 301.
254
TOBLER, Topogr., II, 695 y sigs. y los relatos del abad ruso Daniel, peregrino de Palestina en 1113-1115 en Zeitschrift des deutschen Palästina-Vereins, VIII, 34. Este describe la ceremonia en el Jordán para la bajada del Espíritu Santo sobre los nuevos bautizados. Este rito de bautismo general se realizaba por la noche, en memoria del bautismo de Jesús.
253
251
La Torre de David, en la ruta del mar, era una posición estratégica esencial. Había
adquirido por otra parte, en los primeros siglos cristianos, valor de devoción, y los libros
de peregrinación le dedican un lugar eminente en la descripción de Jerusalén. Hasta el
punto de que podemos preguntarnos, por las monedas y los sellos de los reyes latinos,
si no se había convertido en algo así como el símbolo impresionante de Jerusalén, "umbilicus terrarum" ella a su vez. El hecho, en Raimundo de Aguilers, [103], 301 y 302,
donde se dice de la Torre de David, "scilicet totius regni Judaici caput".
de Balduino y de Bohemundo, que se han desviado del iter hierosolymitanum
para tomar Edesa y Antioquía, marcharán igualmente a coger palmas en
Jericó y recibir el agua lustral del Jordán, de manos esta vez de Daimberto,
elegido patriarca de Jerusalén después de la deposición de Arnulfo. Como lo
nota Foucher de Chartres255, no se trata para los jefes de la Cruzada de otra
cosa que de "hacer sus devociones". Lo prueba la presencia de uno de los
numerosos grupos que se apresuran hacia el Occidente, del predicador de la
Cruzada escatológica., del propio Pedro el Ermitaño. Después de la toma de
Jerusalén su papel es mal conocido: las Gesta hablan de él como de una
especie de maestro de ceremonias en la vida religiosa de la ciudad
conquistada; Alberto de Aix, el amplificador de su leyenda y la Conquista de
Jerusalén, siempre atenta al papel de la gente baja, le siguen dando una
importancia guerrera256. Es cierto al menos que abandona Jerusalén a fines
del año 1099, como para marcar el cumplimiento de la primera Cruzada y el
fin de la esperanza escatológica.
Estas partidas, mas numerosas. aún después de la Pascua de 1100, privan a
la ciudad de gran número de defensores. Y esto en tanta mayor medida
cuanto que los que se van son sobre todo guerreros, nobles. ¿Cómo hubiesen
podido hacerlo los pobres? Su única venganza será denunciar en la leyenda
inspirada por ellos la defección de los señores. Así lo atestiguan esas escenas
de la Conquista de Jerusalén (se sabe que es de 1130 aproximadamente) en
las que, como en Aimeri de Narbona, todos los barones, contestando a la
pregunta del obispo de Martorana, declaran querer regresar a sus casas.
Apenas elegido Godofredo trata a su vez de conmover a sus compañeros de
armas y hacerles que se queden con él. Pero el espíritu del siglo habla por
boca, del conde de Flandes. "No somos de acero ni de hierro forjado. Tengo
rotas las costillas y las caderas y la piel abierta en veinte lugares; hace más
de dos años que mi carne no ha sido lavada." Fatiga tan grande del hombre,
que no vacila en invitar al príncipe a que regrese. "Pero si os place, hermoso
señor, veníos con nosotros." Esto hace indignarse al rey. Se quedará solo con
Tafur, sus ribaldos y algunos fieles para defender Jerusalén. "Los barones se
volvieron tristes y cabizbajos." Y Godofredo, en una invocación justiciera, se
vuelve hacia el Señor y dice: "Dios, señor Padre, porque tendréis piedad de
vuestras pequeñas gentes que por vos se han quedado, para guardar la
ciudad en que vuestro cuerpo fue traspasado y el digno sepulcro en que
vuestro cuerpo fue depositado."257
La amplificación social de la leyenda apenas rebasa la verdad histórica: a
Godofredo no le queda pronto más que un puñado de hombres en torno
suyo258 y los caballeros son poco numerosos: doscientos, si hemos de creer a
255
Cronista oficial de la tropa, en la que es capellán de Balduino.
ALBERTO DE AIX, lib. VI, cap. XLI; Conquista de Jerusalén, c. VII, estrofas V-XIV,
XXXI-XXXIV; c. VIII, estrofa XLII.
257
Conquista de Jerusalén, c. V, estrofa 30 y c. VII, estrofa II.
258
Es la impresión de Ekkehard, parva manu fultus, [110], p. 26, y el autor anónimo de
la Translatio S. Nicolai, testigo ocular, dice que, cuando la flota veneciana llegó a Jaffa,
256
Raúl de Caen259. La mayoría de estas pobres gentes sigue siendo francesa,
provenzal sobre todo, como para una postrer afirmación del ideal antiguo de
la Cruzada. Los que habían acudido con la esperanza parúsica de la salvación
colectiva no podían pensar en el regreso, y aunque lo hubiesen deseado,
habrían carecido de los medios para llevarlo a cabo. Su impotencia material
les condenaba a mantenerse fieles a su antigua esperanza.
No parece, por lo demás, que se pensara al pronto in censurar a los que se
marchaban. En la carta que Roberto de Flandes llevaba al papa de parte de
los príncipes cruzados, el relato de los hechos heroicos de la Cruzada termina
con una expresa recomendación, al papa y a todos los fieles del Occidente, de
los chuzados que regresan. Sus preocupaciones temporales, "el amor de la
patria y la piedad filial o conyugal" se citan en ella con una indulgencia
comprensiva260.
Más aún: al solicitar del Occidente cristiano una atención particular para
aquellos que regresan, el alivio de sus dificultades materiales, por ejemplo,
los príncipes no vacilan en atribuirse, por haber reconquistado la tumba del
Señor, unos méritos particulares, en los cuales les está permitido participar a
aquellos que ayuden a los cruzados que regresan de Tierra Santa. El regreso
se convierte en una especie de garantía de una extensión de los beneficios
espirituales de la Cruzada."261
Pero a medida que los contingentes se disgregan y las epidemias junto con
los regresos aclaran las filas, la situación del ejército cristiano en Jerusalén se
hace cada vez más difícil. Será un obrero de la undécima hora, llegado con
retraso a Tierra Santa y que no ha sufrido las fatigas enormes del viaje por
tierra, quien dé la voz de alarma y formule los primeros reproches. En abril de
1100, después de las marchas que siguen a la celebración de las fiestas de la
Pascua, Daimberto, el arzobispo de Pisa, patriarca de Jerusalén desde los
últimos días de diciembre de 1099, escribe a los católicos de la región
teutona262 para mostrarles el estado inquietante de la Tierra Santa. Muchos
cruzados, afirma, regresan a su país poco después de su llegada; los que se
el duque salió a su encuentro cum toto exercitu suo, pecunia quidem tenui et numero
satis parvo ([3], His. Occid., V, p. 271).
259
Gesta Tancredi, [3], Hist. Occid., III, 703. Es difícil de hacer cualquier evaluación. Las
precisiones de Alberto de Aix, que no es contemporáneo, parecen ser pura fantasía. A
fines de agosto de 1099, dice haber habido en Laodicea concentraciones para el regreso de 20 000 peregrinos. Más adelante (lib. VII, caps. VII y IX), habla de una tropa de 3
000 hombres con Godofredo en el sitio de Arzuf; y los contingentes son aún más débiles
en las expediciones siguientes. Las cifras dadas por G. de Tiro (IX, cap. 19), mucho más
bajas, no parecen mejor fundadas. Si nos atenemos a la opinión de Röhricht, [126], p.
184, n. 1, que confía en la cifra de Raimundo de Aguilers para la evaluación de las tropas delante de Jerusalén, o sea 12 000 cristianos, de los cuales 1 200 a 1 300 caballeros, después de combates, enfermedades y partidas, no es posible creer en un contingente muy próspero.
260
HAGENMEYER, [124], n° 429 y Epistulae, [113], n° 18.
261
No parece, como pretende Alberto de Aix, que los cruzados hayan solicitado regularmente de Godofredo una autorización para partir.
habían quedado en Jerusalén y en los alrededores hasta la Santa Pascua se
marchan ahora en los barcos písanos e ingleses. "En cuanto a los otros
-prosigue el patriarca-, que habíamos podido retener difícilmente con gran
esfuerzo de elevadas soldadas y de presentes, los hemos comprometido
hasta que Dios nos envíe socorros de vuestra nación así como de lengua
latina para defender a Jerusalén." A la vez que esta ayuda en hombres
bastante explícitamente pedida, solicita de su opulencia, que Dios les ha
otorgado "más ampliamente que a los demás pueblos", la liquidación de las
soldadas que se habían comprometido a pagar. Es el primer llamamiento
procedente del Oriente latino: necesidad de hombres, necesidad de subsidios,
todas las necesidades de una defensa que tiene ahora que organizarse. La
gran esperanza escatológica no había pensado en absoluto en estas
exigencias que habían de seguir a la victoria. Pero, ¿pueden los cristianos
descuidar ahora la guarda de la tumba del Señor? La Cruzada va a convertirse
en un largo período de paciencia en el que irán adquiriendo mayor
importancia aquellos que son capaces de guerrear.
II EL OCCIDENTE Y LA CONTINUIDAD DE LA CRUZADA
Evolución que va a encontrar su confirmación en la actitud del Occidente con
respecto a la Cruzada. Esta actitud, por lo demás, no es sencilla, y hasta
parece contradictoria. Por una parte, indiferencia creciente y ya crítica con
respecto a la gran expedición de salvación que termina; por otra, salidas
continuas para la Tierra Santa. La oposición no es más que aparente. Estos
movimientos, en su psicología inestable y a veces sumaria, descubren el
establecimiento normal de la Cruzada.
En primer lugar, menos fervor. Es muy cierto, en efecto, que, una vez partidas
las tropas de las grandes expediciones, el Occidente se ha identificado mal
con su gesta heroica. En los primeros tiempos, algunos prodigios sirvieron
para establecer una correspondencia de temor y de elección entre la pequeña
tropa lejana y los que se habían quedado. Pero muy pronto deja de atribuirse
un valor simbólico a los prodigios. Así, cuando Sigiberto nota en 1097 la
aparición de un cometa y una inundación en el otoño, no establece
correspondencia alguna entre estos hechos y las hazañas del ejército cruzado
en Oriente. Solo o casi solo, Raúl de Caen señala una correspondencia: el 9 o
el 10 de febrero de 1098, en la noche o al día siguiente de la victoria de las
tropas cristianas en las riberas del lago de Antioquía, aparece en Occidente
una aurora boreal, que en Caen se interpreta como el signo sangriento de los
combates que se libran en Oriente 263. El comercio epistolar entre el Oriente y
el Occidente descubre asimismo una creciente indiferencia 264. Las cartas
católicas sobre todo, cartas a todos los fieles, ya sean del patriarca de
Jerusalén, de los príncipes cruzados, o finalmente la carta de la iglesia de
Lucca a la catolicidad, breves en noticias sobre los episodios de la Cruzada,
contienen todas ellas llamamientos: los cruzados solicitan fuerzas de refresco,
el socorro de todos cuantos quieran conseguir su salvación, que estén sanos
de cuerpo y que tengan con qué subvenir a su viaje. También en ellas se
lanza anatema contra los apóstatas que, habiendo tomado la cruz, no han
salido aún de su tierra. Confesiones de una crisis en la que la fe está pronto
vencida. Las amenazas se multiplican, apremiantes, imponiendo plazos para
incorporarse al ejército sagrado, y testimonios incluso, en su frecuencia, del
hecho de que la apostasía de la Cruzada comienza a convertirse en un hábito
en ese Occidente, del que se aleja el temor milenarista. Puede medirse
comparando las dos cartas del patriarca Simeón con algunos meses de
intervalo.
En la primera, sigue siendo la promesa de salvación el móvil central: el Señor
se ha aparecido al propio Simeón para prometerle la coronación de todos los
combatientes de la expedición santa "en el día postrero y lleno de espanto del
juicio final"265. La segunda, de enero de 1098 probablemente266, desciende a
lo vivo de las pasiones humanas para animar a los vacilantes a que se
apresuren: que acudan pronto: el premio será doble, pues aquella tierra está
llena de leche, de miel y de todos los alimentos. Es inútil -añade muy
perspicazmente- llevar más de lo necesario: los tibios pueden entender que
todo el resto les será dado por añadidura.
El mismo papado no da muestras de un singular fervor por la Cruzada. En los
últimos años de su pontificado, Urbano II, el predicador de Clermont, se
preocupa sobre todo de una actividad conciliar referente a la disciplina y la
herejía. Y los príncipes cruzados lo saben, habiéndole escrito desde Antioquía,
el 11 de septiembre de 1098, una carta de llamamiento vibrante de
reproches267. Como el jefe espiritual de la Cruzada, el obispo Adhemar, ha
muerto durante el asedio de la ciudad, le piden al papa que vaya a
reemplazarlo. La responsabilidad espiritual es imperiosa. "Tú que por tus
predicaciones nos has mostrado el camino y nos has hecho abandonar
nuestras tierras y todo lo que sobre nuestras tierras había, tú que nos
prescribiste que siguiéramos a Cristo cargándonos con la cruz, tú que nos
262
Véase HAGENMEYER [113], nº 21 y [129], nº 457; RIANT, Comptes Rendus Acad. Inscriptions [Actas de la Academia de Inscripciones], 1884, t. XII, páginas 212-214.
263
RAÚL DE CAEN, Gesta Tancredi, [3], Hist. Occ. III, 648 F.
264
Abundan los documentos, con dos trabajos de primer orden sobre su conjunto: conde
Riant, [9], ya citado, y HAGENMEYER, [113], que da los textos, pero reduce a 23 el número de los documentos epistolares auténticos.
265
Carta de Simeón, patriarca de Jerusalén, y de Adhemar del Puy, 18 de octubre de
1097, HAGENMEYER, [113], VI, pp. 141-142. y RIANT, [9], p. 221.
266
RIANT la coloca en octubre de 107; [124], n° 228, en enero de 1098.
267
RIANT, [9], 181; [124], n° 314; [113], nº XVI.
pediste que exaltáramos el nombre de cristiano, termina lo que provocaste,
ven a nosotros y trae contigo a cuantos puedas persuadir." Estos guerreros
tienen suelta la lengua y no vacilan en hacer notar que el papa, hecho que ha
llegado a sus oídos, permite a algunos que se han cruzado y no han partido
aún que se queden entre los cristianos en la impunidad de su perjurio. "No
hay que destruir -concluyen- el bien que emprendiste." Lógica humana de
quienes han sufrido en el cumplimiento de lo prescrito por el papa: quieren
verle entre ellos.
También obedece esto a que lo necesitan. Durante las angustias del sitio de
Antioquía, todo género de movimientos heréticos han agitado a las masas
populares. ¿Cómo podrían dejar de inquietarse los grandes por este bullir no
conformista? Hombres de guerra, sí, pero sin autoridad espiritual. "En cuanto
a los herejes, griegos y armenios, sirios y jacobitas, no podemos aplastarlos.
Hay que desarraigar y destruir todas las herejías, cualquiera que sea su
género, con tu autoridad y nuestro valor." 268 Y, coronando el último
llamamiento, no falta la promesa de unidad: "La tierra entera te obedecerá."
Los documentos no suministran la respuesta del papa. Al menos, se sabe que
en octubre de 1098 Urbano II celebraba un concilio en Bari y había recibido,
sin duda, la carta de los cruzados 269. Pero se contenta, como lo nota Paulot 270,
con el papel de Moisés durante el combate de los amalecitas. Cierto es que
sus preocupaciones, en el Concilio de Bari, eran numerosas: dificultades con
Guiberto, con el rey de Inglaterra y con el rey de Francia, excomulgado de
nuevo. En abril de 1099, cuando Urbano II reúne en Roma, en la ciudad eterna
reconquistada al fin, un importante concilio 271, se repiten las viejas
condenaciones contra la simonía, las investiduras y los beneficios, se renueva
la Tregua de Dios, y se habla mucho de la tiranía del rey de Inglaterra contra
Anselmo de Cantorbery, presente en el concilio. Nada o casi nada se dice de
la Cruzada, como si los que habían provocado el gran movimiento de las
expediciones los abandonasen a su destino incierto272.
268
La existencia de movimientos llamados heréticos está confirmada por la carta de Manasés de Reims a Lamberto de Arras ([124], 416), en la que aquél hace alusión a las dificultades del patriarca. Arnulfo "contra sectas et deceptiones haereticorum...". ¿Pero
no se trataría simplemente de turbulencias cismáticas en el encuentro de las diferentes
comunidades cristianas orientales?
269
Las actas del concilio se han perdido. [9], 186-187; JAFFÉ-LOWENFELD, s. anno; HAGENMEYER, [113], n° XVII, n. 61.
270
PAULOT, [139], pp. 476 y sigs.
271
"Concilio general" dicen Bernoldo de Saint-Blaise y Lamberto de Arras. (Cf. PAULOT,
[139] p. 488).
272
Para ser justos, hay que notar, sin embargo, que Urbano II no se desinteresó por
completo de la Cruzada, ya que en una carta perdida, pero mencionada en Landulfo de
Saint-Paul ([9], p. 195), el papa exhortaba a los milaneses a tomar la cruz, y que fue
después del concilio de Roma cuando Alberto II, conde de Parma, salió con la cruzada
rezagada de 1100-1102 (cf. RIANT, [143]).
¿Habrá que esperar, sin embargo, una vuelta del viejo entusiasmo al
difundirse la noticia de la toma de Jerusalén? No podemos darnos bien cuenta
de ello antes del anuncio oficial que hace el papa Pascual II al clero de las
Galias en diciembre de 1099273. Los cronistas emplean, para hablar del gran
acontecimiento, una retórica piadosa o clisés bíblicos, cuando no se limitan a
una seca anotación. Röhricht ha creído por el contrario poder determinar la
popularidad de la Cruzada por el número de las canciones narrativas o
simplemente líricas que tuvieron por objeto la Cruzada y la liberación de
Jerusalén. Pero en todo esto, incluso en el ciclo francés (Canción de Antioquía,
Conquista de Jerusalén, Los Cautivos), no hay casi nada contemporáneo,
directamente popular; sólo reflejos, continuaciones, repeticiones varias veces
revisadas. En cuanto a las canciones corrientes, mucho más populares es
cierto, sobre las cuales querría también apoyarse Röhricht, en latín monástico
en su mayoría, y probablemente obra de clérigos más que de gente del
pueblo, no aportan sino mediocres testimonios, salvo quizá ese Laetare
Jerusalem274, en el que resurge por última vez la esperanza redentora y
escatológica, la espera de la visión de paz y de Cristo rey en su gloria. Pero
van al final de la historia de Raimundo de Aguilers, como para afirmar aún
más el carácter de la primera fase de la Cruzada, popular y provenzal 275.
La impresión es la misma respecto a los regresos. Aquellos soldados de Cristo
que marcharon a la Tierra prometida no vuelven de ella rodeados de una
gloria casi sobrenatural. Casi ningún rito de fiesta se esboza dedicado a ellos.
Debió de considerárseles apenas un poco superiores a los romeros ordinarios.
Regresaban llenos de recuerdos y de relatos, pero sin nimbo alguno. Las
recomendaciones que traían de parte de sus compañeros de armas que
habían quedado en Tierra Santa, refrendadas con una contraseña del papa
Pascual II, eran triviales, anodinas, utilitarias. La gran preocupación es la
recuperación de los bienes, el pago de las deudas gracias a una caridad
cristiana276. Como si de la gran aventura no hubiesen traído más que la
preocupación de recobrar sus comodidades de antaño. ¿Se ha extinguido,
pues, el ideal de la Cruzada, por la voluntad material de los hombres?
273
Manasés de Reims habla a Lamberto de Arras de esta noticia transmitida por el papa
y también del anuncio que le había sido hecho por el duque Codofredo y el patriarca Arnulfo (HAGENMEYER, [113], XX).
274
Edelestand DU MÉRIL, Poésies populaires latines du Moyen Age" [Poesías populares
latinas de la Edad Media], París 1847 p. 255; HAGENMEYER, la ha editado a continuación de su edición del Hierosolymita de Ekkehard, [110] bis, páginas 385-387.
275
No llegamos a atribuir gran importancia a los versos mnemotécnicos reunidos por H.
Olsterley, Forschungen zur deutschen Geschichte, XVIII, que están destinados a recordar de manera fácil y bastante sugestiva ciertos hechos más o menos importantes, refranes cómodos sin alcance histórico.
276
Cf. carta de septiembre de 1099 de los príncipes y de Daimberto al papa: "...benefaciendo eis et solvendo debita eorum..." (Epist. XVIII. HAGENMEYER, [113], p. 401, quiere
hacer de ella el tipo de las cartas de recomendación).
Apariencias solamente o más bien evolución natural de un paroxismo. Los
grandes entusiasmos se ordenan cuando deben persistir y la Cruzada era, en
la vida religiosa de un mundo, un movimiento demasiado profundo para que
pudiera desaparecer en unos años. Este debilitamiento, sensible en los
documentos de la historia, es el signo de una reflexión. Había lugar a un
examen; hasta tal punto la opinión de Occidente había estado trabajada
desde las grandes expediciones por los rumores más diversos que refluían a
través de Europa. Ante todo, una impresión de la cizaña mezclada con el
grano, como lo observa Ekkehard, a propósito de los excesos cometidos por
los cruzados contra las poblaciones cristianas de los territorios que
atravesaban: reflejo instintivo que ha sufrido el cronista, como sus
compatriotas, cuando veía pasar las catervae de populacho, hombres,
mujeres, niños, que marchaban hacia Tierra Santa: "Se ridiculizaba
naturalmente su empresa insensata."277 Además, tenemos el desaliento, la
decepción que manifiestan los que se detienen en el camino 278: y asimismo la
campaña de denigración llevada a cabo por los fugitivos, los que desertan en
los peores momentos del sitio de Antioquía. A ellos es, a lo que parece, a
quienes designa en su prefacio Raimundo de Aguilers: "esos cobardes y esos
pusilánimes, que después de habernos abandonado, se esfuerzan en asentar
el error en el lugar de la verdad. Pero quien conozca su apostaría" -he aquí el
objeto del libro-, "no escuchará sus palabras y evitará su encuentro" 279. La
carta del clero y del pueblo de Lucca es todavía más clara en cuanto a
mostrar el efecto desmoralizador del regreso de Esteban de Blois a
Constantinopla durante el sitio. El conde se granjeará, por otra parte, con ello,
su leyenda en la Canción de Antioquía, en la que se convierte, con trazos
gruesos y casi caricaturescos, en el símbolo del fugitivo, no sólo cobarde en la
empresa guerrera, sino infiel a la voluntad divina. Compréndese desde este
momento la reserva que se advierte en Ekkehard, hacia 1125, en sus
Crónicas, posteriores en una docena de años al Hierosolymita, a propósito de
Pedro, el mito de los primeros entusiasmos, "Pedro, de quien se pretendía
luego que había sido hipócrita" 280. La culpa no podía ser de Dios, sino
únicamente pecado de los hombres. Y en Ekkehard apunta ya la sensación de
que los fracasos de la Cruzada y sus retrasos se deben a la insuficiente
moralidad de los cruzados. En Alberto de Aix, se hace manifiesto en el célebre
relato del hermano lombardo que reproduce la conversación entré un
sacerdote de su tierra y un peregrino desconocido, de aspecto afable. Se
habla de las Cruzadas, y el buen sacerdote italiano expone sus dudas sobre
las intenciones de esas multitudes que marchan hacia Jerusalén. El peregrino
277
Sentido de [110], c. IX.
FOUCHER [204], libro I, caps. VII-VIII.
279
[103], 235.
280
Sobre la fecha respectiva de las dos obras, véase WATTENBACH, Deutschland Geschichtsquellen..., II, 189-198; BUCHHOLZ, Ekkehard v. Aura, 1888, 8° y J. TESSIER, La
Chronique d'Ekkehard [La Crónica de Ekkehard], Rev. Historique, XLVIII, 267-277; MOLINIER, [23], nº 2194.
278
-era San Ambrosio- declara solemnemente que ese largo viaje era voluntad de
Dios y que todos los que morían realizándolo se contarían en el cielo en el
número de los mártires, siempre que perseverasen "en el amor de Dios", sin
entregarse a la avaricia, al robo, al adulterio ni a la fornicación281. La idea de
la salvación escatológica es cosa terminada: el reino de Dios se les promete a
los que comiencen por hacer penitencia. El mérito espiritual de la Cruzada ya
no es el fruto necesario de una expedición tumultuosa y ferviente a la
liberación de la Tumba del Salvador.
Por lo demás, los que regresan, si bien afirman con su vuelta misma el
aplazamiento de la gran esperanza, si siguen sin signo alguno de elección 282,
no por ello atestiguan peligrosamente la quiebra espiritual de la Cruzada. Por
el contrario, el caballero, de regreso en su tierra, no queda por ello desligado
de su voto: sigue participando en la obra de defensa de la Tierra Santa. Su
vida permanece espiritualmente consagrada a la guarda de la Tumba del
Señor. Y esto tanto más cuanto que, si los estigmas han desaparecido, los que
regresan no vuelven con las manos vacías: aportan testimonios más
materiales sin duda, pero provistos de virtudes divinas y milagrosas. Con la
vuelta de la Cruzada, las reliquias van a tomar cada vez más importancia en
la vida religiosa de Occidente.
Con seguridad, el carácter de los textos 283, su número restringido284, así como
la complejidad de sus elementos que deja traslucir a veces la compilación, no
permiten grandes certidumbres285. Es seguro, sin embargo, que en los
alrededores del año 1100 se traen reliquias a Génova, a Venecia y a
Saint-Nicolas-du-Port, en Francia, en centros todavía limitados, con una
repercusión probablemente restringida. Pero el hábito nace, para ir en
aumento rápidamente. Testimonio para aquel que la trae del cumplimiento de
la Cruzada y de un a modo de santificación, la reliquia, en aquellos tiempos
de fe profunda y colectiva, no podía ser el privilegio de uno solo. Pertenece a
la colectividad: así, Roberto de Flandes, gran proveedor, fundará, con
Clemencia su mujer, varias iglesias y monasterios para hacer llegar al pueblo
piadoso éste beneficio indirecto de la Cruzada. El culto de las reliquias se
281
ALBERTO DE AIX, lib. IV, cap. XXXVIII.
Ya no se vuelve a hablar de los estigmas de la Cruzada después de 1096.
283
Así la leyenda de Jacobo de Varazzo sobre el traslado de las reliquias de San Juan
Bautista a Génova es de los últimos años del siglo XIII.
284
Se encuentran todos en el tomo V, [3], Hist. Occ., pp. 229 y sigs., Documenta Lipsanographica ad primum bellum sacrum spectantia.
285
Conviene ser más prudente que Röhricht ([126], p. 221, n. 6), que encuentra en los
tratados del tomo V numerosas pruebas de que los cruzados trajeron reliquias. Jacobo
de Varazzo es poco digno de fe; Lamberto de Ardres, por lo general exacto, es muy posterior a los hechos Los únicos textos claros son el relato de la traslación a Venecia de
las reliquias de San Nicolás de Myra (el texto del Monje del Lido está en Rec. V,
253-292), el Qualiter reliquiae B. Nicolai, episcopi et confessoris, ad Lotharingiae villam,
quae Portus nominatur, delatae sunt, y la Narratio quomodo reliquiae martyris Georgii
ad nos Aquicinenses pervenerunt (junio de 1100).
282
establece así en la vida religiosa de estos comienzos del siglo XII, como un
medio de remozamiento para una espiritualidad venida del Oriente. Es el
momento en que Mauricio Burdin, a la sazón arzobispo de Braga, hace
trasladar de Jerusalén a Santiago de Compostela unas reliquias de Santiago el
Mayor. Así va a nacer, a partir de los tiempos que siguen a la primera
Cruzada, una de las devociones orgánicas de la Edad Media.
He aquí, pues, para la sensibilidad del Occidente cristiano, la sensación
concreta, próxima, de la Tierra Santa. Relación afectiva de los dos mundos
que da a los cambios de hombres entre sí una primera estabilidad. Es sobre
todo para el Occidente la posibilidad de participar en los beneficios de la
Cruzada. Se opera una sublimación verdadera de un fenómeno contingente,
temporal, para hacer de él un valor duradero. El que la Iglesia insista también
sobre la penitencia previa, rito de preparación y participación en lo espiritual
va a aportar, en la vida religiosa del Occidente cristiano, formas nuevas de
méritos.
Y esto con tanto mayor motivo cuanto que la agitación de las grandes
expediciones repercute aún en las masas cristianas. Entre 1099 y 1106, de
manera casi continua, las tropas de cruzados parten para Tierra Santa, en una
confusión de expediciones así como de sentimientos. ¿Qué queda, pues, de la
esperanza de salvación, para esos venecianos que en 1099 se embarcan con
fines de peregrinación; y vuelven con reliquias y sólidas garantías de nuevos
mercados, o para esos genoveses, que movidos también por un piadoso
entusiasmo han entrado a saco en Cesárea y vuelven, según el cronista, cum
triompho et gloria, recompensas bien temporales? Pensamientos de lucro,
ambiciones de conquistas políticas, todo esto flota como un espejismo
oriental sobre estos grupos de rezagados. A menos que en estos encuentros
de razas, de pueblos, de mundos, no nazca uno de esos odios profundos que
animan a los hombres a veces con más violencia que el ardor religioso. Tal es
el sentimiento que va a explotar Bohemundo para venir a Europa, al terminar
su cautiverio, a predicar la cruzada contra el basileus. A medida, en efecto,
que estas expediciones múltiples se agotan antes de obtener sus fines, las
desconfianzas contra Alexis, aumentan: sobrepasan la reflexión amarga del
cronista, que comprueba que el Emperador "no hace de los cristianos que
combaten a los turcos más caso que de unos perros enzarzados". Se habla
incluso de traición. Bohemundo, desde lo alto del ambón de Chartres,
suscitaba todos los hombres armados contra el perseguidor de los cristianos.
Sabido es que esta última profectio Occidentalium antes de la segunda
Cruzada habría de terminar por la capitulación de Bohemundo y su sumisión
al basileus. "Aquel orgulloso montón de ambiciosos no tuvo nada de lo que se
había prometido," concluye severamente Orderic Vital286.
No se crea, sin embargo, que el antiguo fervor se desvanezca. Así lo atestigua
esa cruzada milanesa, predicada por el arzobispo Anselmo a través de toda la
Lombardía, y que arrastró, como en los primeros tiempos, en torno de
algunos hombres de guerra, una numerosísima plebe piadosa entre la que
286
Hist. Ecclesiastica, edic. Le Prévost, II, 449.
acuden diligentes muchos clérigos y hasta mujeres. "Movimiento popular
-dice Ekkehard, que formó parte de él-, que podía casi igualar en número a las
expediciones anteriores."287 Su retraso es más probablemente efecto del
independiente carácter milanés, siempre muy suspicaz con respecto a
Roma288. Para otros, por el contrario, se trata de verdaderas cruzadas de
arrepentimiento, temor al castigo o impulso confuso de opinión. Lo que
cuenta, en efecto, desde el punto de vista del sentimiento religioso, es la
continuidad del impulso. La Cruzada prosigue. La Iglesia, recobrada,
ciertamente, anima y fomenta, ya que agrava sus rigores contra los que
vacilan en el cumplimiento de su voto289. Pero nada más significativo de una
propensión siempre clara como la predicación de Bohemundo en 1106-1107,
tan pobre de valor religioso y sin embargo eficaz. El iter hierosolymitanum
está en adelante abierto de manera normal a la fe de los fieles. La Cruzada,
llega a ser una forma de la vida religiosa de la Edad Media. Tenemos la
prueba en la consagración de la Iglesia que, en el concilio ecuménico de
Letrán, en 1123, reproducirá, en un canon especial, las decisiones de Urbano
II y de Pascual II relativas a la protección de los bienes de los cruzados y las
sanciones espirituales contra los que no observen sus votos. La legislación se
establece como la misma necesidad.
Con las transformaciones necesarias, sin embargo, a toda evolución, las que
precisamente descubre el cambio de perspectiva de la leyenda Hay que
buscarlo, en efecto, en los cronistas que parten de Occidente después de la
conquista de Jerusalén290. De ellos, el menos circunspecto, el más hábil en
leyendas, es quizá el más revelador: Caffaro de Caschifellone, cuyas dos
obras, Annales Genuenses y De liberatione civitatum Orientis son una
fabulación sobre la primera Cruzada, pero un valiosísimo testimonio sobre la
tradición que ya se establece en Occidente291. He aquí el trabajo de la
imaginación colectiva: Godofredo y Roberto de Flandes, en su designio de
visitar la tumba del Señor han ido a embarcarse a Génova. Llegados a
Alejandría y bajo la guarda de soldados sarracenos, llegan a Jerusalén para su
287
EKKEHARD, [110], 28.
LANDULPH, Historia Mediolan., Muratori, Script., V, 470; ALBERTO DE AIX, VIII, 1;
RIANT, [143], 251-254.
289
Lo atestigua la agravación de la amenaza de excomunión en el concilio de Anse (primavera de 1100). Pascual II había condenado únicamente a los fugitivos de Antioquía;
pero el concilio decide que todos los que no hayan cumplido su voto de peregrinación
serán excomulgados hasta el día en que cumplan su promesa (Hugo de Flavigni, en
Pertz, VIII, 487).
290
Roberto el Monje (1100); Caffaro de Caschifellone (1100-1101); Ekkehard (1101),
luego Raúl de Caen, Gautier el Canciller, etc.
291
Es cierto que de las dos obras de Caffato, una está escrita hacia 1163 y la segunda
hacia 1155 o 1156 pero el cronista formó parte hacia 1100-1101 de una expedición de
genoveses a Oriente, por lo cual puede consignar la tradición que se había establecido
ya sobre las circunstancias de la primera Cruzada. El De liberatione civitatum Orientis,
está en [3], Hist. Occid., V, 41-75.
288
piadosa peregrinación. Al principio, les niegan la entrada, pero al fin
consienten mediante determinada cantidad, y como Godofredo tarde en
pagarla, uno de los porteros le da una bofetada. Godofredo soporta la injuria
en silencio; pero cuando regresa a Occidente, entabla conversaciones con
Raimundo de Tolosa y otros barones. Pronto los tenemos reunidos en un
grupo de doce, en el Puy, donde discuten durante tres días la manera de
realizar el iter hierosolymitanum. La noche del tercer día se aparece el ángel
Gabriel a Bartolomé, uno de los doce, y le comunica la voluntad del Señor de
que se libere su tumba. Lo marca con la cruz sobre el hombro derecho y lo
envía al obispo con este signo de autenticidad, para que el papa acuda
inmediatamente al Puy y predique la Cruzada. Reagrupación, como se ve, de
los elementos más dispares: las peregrinaciones anteriores a la Cruzada; la
elección del Puy, ciudad de Adhemar, el legado de la Cruzada; la mística de
elección del número doce; los estigmas de cruzada; el nombre del barón
favorecido con el sueño y que es casi el de Pedro Bartolomé, el visionario del
sitio de Antioquía. Pero su composición es sintomática: es Godofredo quien
ocupa ahora el primer lugar, es el héroe de la Cruzada y Pedro el Ermitaño el
comparsa. Y como desaparece el predicador de los humildes, el elemento
escatológico no se muestra en parte alguna: se trata únicamente de una
leyenda de peregrinación, peregrinación armada con un objeto determinado,
la venganza del ultraje hecho a Godofredo, la liberación de la Tumba del
Señor, y un resultado de devoción292. Lo prueba esa flota inglesa, de "cerca de
siete mil navíos", que llega a Jaffa a mediados de 1106 y que envía a algunos
de sus notables a solicitar del rey de Jerusalén el permiso de ir "a adorar",
para volver a marchar inmediatamente habían ido desde tan lejos "para rezar
en Jerusalén y ver el sepulcro del Señor" 293. Intención piadosa y curiosidad
sagrada: nada más.
Han acabado, pues, los tiempos heroicos, y con ellos lo que comportaban-de
singular: los caracteres de una expedición única de salvación colectiva. La
Cruzada pasa a ser una forma media de la vida religiosa: pierde todo carácter
épico y su heroicidad. Tiende a ser una peregrinación que es preciso hacer en
tropas bien armadas, pues los caminos no son seguros. Así, habrá de limitarse
cada vez más a la gente de guerra y al pequeño número de hombres de a pie
que consientan en llevar con ellos. Como la Cruzada se establece, regular,
bajo una forma nueva, las masas de Occidente vuelven a su sedentarismo.
¿No han demostrado, por otra parte, su impotencia y hasta los peligros a que
exponen a la conquista cristiana, con esa Cruzada lombarda, la postrera, en la
que pululan los humildes, cuya terquedad irrazonada en liberar a Bohemundo
292
Hay probablemente en la mención de Roberto de Flandes al lado de Godofredo, con
ocasión de la primera peregrinación una confusión bastante frecuente. Roberto el Magnífico, sexto duque de Normandía fue en el período anterior ala primera Cruzada el peregrino-tipo. Cf. WACE, 3ª parte del Roman de Rou y Romania, t. IX, pp. 515 y sigs., el
art. de Gaston Paris. Se convirtió en Roberto de Flandes en tiempos de Caffaro.
293
ALBERTO DE AIX, X, 1.
prisionero de los turcos ha provocado las derrotas de los cruzados y hecho
cada vez más difícil la ruta de Jerusalén?
La ciudad santa, igualmente, ha perdido su carácter único de designación
divina. Las necesidades militares y los llamamientos de Daimberto hacían ya
de ella una especie de colonia piadosa a la que se socorre con colectas. De
modo natural debía irse ampliando la idea de una participación posible en los
beneficios de la Cruzada por simples sacrificios materiales: tal es, sin duda, el
sentido del populo Dei subvenire non negligant de la carta de Manasés294. Así
como el pensamiento de Orderic Vital al hablar de los que no parten,
preocupados de socorrer a los que parten295. Por lo demás, si el decreto que
publica Pflugk-Harttung296, tomado del manuscrito de la Vallicella, pero sin
indicación cronológica, debe ser referido al Concilio de Roma de 1099, es
preciso notar ya otra transformación de la noción hierosolimitana en la
espiritualidad de Occidente. El decreto estipula, en efecto, que los violadores
de la Tregua de Dios estarán obligados en penitencia a ir a pasar un año en
Jerusalén o en España: la indulgencia de Jerusalén se confiere, a igualdad de
tiempo de servicio, a los que vayan a combatir a España, estipulación
consagrada, por lo demás, por los concilios de Clermont en 1130 y de Letrán
en 1139. Jerusalén no es ya más que un lugar común de expiación. Al lado de
la colonia piadosa mantenida con limosnas, la tierra de penitencia. Ha
terminado aquella elección singular que hacía de Jerusalén el lugar hacia el
cual debía tender la cristiandad entera.
III LA GUARDA DE LOS CAMINOS DEL SEPULCRO: EL TEMPLE.
Doble movimiento religioso y social que muestra la complejidad del hecho de
la Cruzada en estos finales del siglo XI: la sensibilidad del Occidente tiende a
depurar, a establecer en reglas religiosas lo que fuera tumultuosa aventura;
sublima y por lo tanto entrega a la experiencia común el gran movimiento
parúsico. Pero, por otra parte, las ambiciones temporales devoran a los
barones que han quedado guardando el Sepulcro: la primacía de la defensa
podría acarrear un debilitamiento de lo espiritual. Oposición que sobrepasa la
lógica inconsciente de esta historia. Nada lo ilustra mejor que el
establecimiento de la milicia del Temple. Vínculo humano entre el mundo
cristiano del Occidente y su conquista, va a manifestar la idea de cruzada
viva, pero con todas sus complejas exigencias. Al principio son simples
hombres de guerra los que aseguran la entrada en Tierra Santa. Algunos
franceses, en efecto, a la cabeza de los cuales se encontraba Hugo de Payns,
se agruparon para hacer el servicio de vigilancia de los caminos y de las
cisternas en torno de los Santos Lugares, y para proteger a los peregrinos
294
HAGENMEYER, [113], p. 176.
Orderic Vital muestra esta solidaridad con ocasión de las primeras salidas, (t. III) :
hay más bien que considerarla como contemporánea del cronista.
296
Acta Pontif. Rom., II, 167.
295
contra los sarracenos y los bandidos 297. Balduino, rey de Jerusalén, apreciando
mucho sus servicios, les asigna una morada en proximidades de un convento
de canónigos regulares, sobre el emplazamiento del templo de Salomón : los
Templarios tenían ya su nombre. No existen, sin embargo, hasta después de
1119, cuando se ligan por un voto solemne en presencia del patriarca de
Jerusalén, para combatir a los enemigos de Dios "en la obediencia, la castidad
y la pobreza". Contra el espíritu del siglo, aparece la reforma del hombre en
estos hombres de guerra. Pero todavía no se les considera religiosos. La
sensibilidad de la época encontraba edificante que un caballero hiciese voto
de pobreza, pero no comprendía que se hiciese monje: a tal punto la sociedad
medieval se mantenía diferenciada hasta en su estructura moral; y cuando el
conde de Champaña, Hugo, abandona su feudo para entrar en la orden en
1125, San Bernardo duda en felicitarle. También el reclutamiento se hacía
difícil, siendo preciso que Hugo de Payns fuera a Francia a encontrar
compañeros, y fue en el concilio de Troyes, en 1128, cuando probablemente
se esbozó la regla de la nueva orden, fijada algunos años más tarde: 298 los
Templarios hacían voto de pobreza, de castidad y de obediencia, y llevaban
sobre sus armas un gran manto blanco.
Así la guardia se hacía permanente sobre los caminos que conducían a la
tumba del Señor, religiosamente ligada por su voto. San Bernardo,
convencido ya, la consagró con todo su prestigio de apóstol, escribiendo para
ella el De laude novae militiae. Lejos de censurar a los novadores, exalta su
originalidad. Despreciadora de los placeres del siglo, dicha milicia reúne todas
las virtudes del clérigo y del lego. "No sé si debo llamarlos monjes o
caballeros; quizá haya que darles los dos nombres a la vez, porque es
manifiesto que unen a la dulzura del monje el valor del caballero" 299. El
caballero no pierde en absoluto nada de su virtud militar por hacerse
voluntariamente pobre. Por el contrario, se eleva al humillarse, según ese
ideal de pobreza, latente en la espiritualidad de la primera Cruzada.. Prepara
asimismo su regeneración moral, si es pecador. Porque la afirmación del
Santo es clara cuando comprende en esta piadosa milicia a los "malhechores,
los impíos, los homicidas y los adúlteros"300. El servicio del Temple tiene un
valor de purificación. La Cruzada se organiza. lentamente como prueba de
penitencia.
297
Guill. DE TIRO, [1591, lib. XII, cap. 7; Gualt. Neapol., De nugis curialium, cap. 18, ed.
Wright, 1850, p. 29.
298
Cf. PRUTZ, [202].
299
De laude novae militiae, cap. IV, nº 8, y Vacandard, [223], I, 253.
300
No prescindamos con demasiada prontitud de un pensamiento de prudencia política,
expresado seguramente por aquel hombre de orden que era San Bernardo: "¡Qué placer -para nosotros vernos libres de crueles asoladores, asoladores, y qué alegría para
Jerusalén recibir fieles defensores!" (De laude novae militiae, capítulo V, n° 10).
CAPITULO II
LA ESCATOLOGÍA EN LA DISCIPLINA DEL ORDEN POLÍTICO
Henos llegados, según el verso de Dante, al lugar en el que ya no hay luz. Sin
duda, para descubrir toda la realidad religiosa de la primera Cruzada, nuestra
documentación era bastante fragmentaria, bastante sujeta a revisión. Y, sin
embargo, algunos cronistas habían prestado a los actos de las primeras
bandas de cruzados, de Pedro el Ermitaño y de los demás jefes, cierta
atención, desdeñosa en Alberto de Aix, regocijada en Guiberto de Nogent.
Raimundo de Aguilers había defendido ampliamente la intervención de los
pobres en la Cruzada, al menos en la tropa provenzal. En torno de Pedro el
Ermitaño, de Pedro Bartolomé y de los tafures, eran numerosas las leyendas.
Ahora, para Odón de Deuil, para Otto de Freisingen, para Gerhoh de
Reichersperg y las Gesta Ludovici VII, la historia de la segunda Cruzada es
ante todo, la historia de los príncipes Luis VII y Conrado III. Guillermo de Tiro
no tiene valor más que para la historia interna del reino de Jerusalén. La
literatura moderna apenas ha sobrepasado "los primeros papeles" 301. Queda,
pues, todavía por aprehender toda una realidad. Hay que intentarlo, con
crónicas, anales, todo lo que suministra notas breves "sin pretensión", todo lo
que, tomado en conjunto, ofrece posibilidades de exactitud, leyendas, cuya
deformación está henchida de significación histórica, o cualquier hecho
particular en torno del cual se establece una media de la opinión
contemporánea. Notas que deben articularse en la pujanza de un fervor
religioso.
I. LAS FUERZAS DE CRUZADA EN OCCIDENTE EN VÍSPERAS DE LA SEGUNDA
CRUZADA
A fines de 1144, el atabey de Mosul atacaba el condado de Edesa y el 28 de
noviembre se presentaba ante su capital. El día mismo de Navidad, la
guarnición cristiana capitulaba ante el infiel. Y Nur-ed-Din, el hijo del atabey
que acababa de ser asesinado, proseguía la lucha contra los Estados
cristianos. En noviembre de 1145, una embajada de armenios que iba
acompañada por Hugo de Gibelet, uno de los obispos más importantes del
principado de Antioquía, solicitaba en Viterbo, del papa Eugenio III, el socorro
del Occidente. ¿Sobre qué fondos de sensibilidad religiosa podía repercutir
este llamamiento?
Es cierto que entre la primera y la segunda Cruzada la vida religiosa de
Occidente se había lentamente transformado. Como el orden político y el
medio social, ella busca también su estabilidad y su norma. Se comprueba
fácilmente en la evolución del eremitismo. Sin duda en estos comienzos del
siglo XII, el Wanderprediger conserva toda su fuerza de irradiación: actúa con
su persona, predicador caminante, con un complejo prestigio de santidad, de
ascesis y a menudo de taumaturgia. Por lo insólito de su presencia, el ejemplo
de su pobreza religiosa y la fuerza espiritual que de ellos emana, estos
ermitaños errantes conmueven y marcan religiosamente a las poblaciones de
un país, tras de lo cual marchan a otra parte para proseguir su obra
despertadora. Vagabundeo que parece no deber jamás detenerse: tal Roberto
de Arbrissel que recorre en misiones incesantes las tierras de Anjou, del
Maine y de Normandía. Y, sin embargo, el ermitaño no es ya un perpetuo
desarraigado, móvil como su palabra. Tiene ante todo discípulos, que forman
en torno suyo ruta sociedad espiritual; a medida que su nombre crece se hace
fundador. Roberto fundará Fontevrault, modelo de todos los monasterios que
van a abrirse a porfía al paso de los ermitaños predicadores. Es un verdadero
frenesí -signo de una necesidad colectiva- de crear por doquier centros
estables de vida religiosa. Roberto en el Oeste, y Norberto de Xanten en el
Este, son incansables fundadores. En 1120, se crea la orden de los
premonstratenses en el bosque de Coucy y, hacia mediados del siglo,
Anselmo, obispo de Havelberg, observará que apenas si hay una provincia en
Occidente donde no se hayan establecido los premonstratenses, y que hasta
tienen casas en Oriente. Tanto más cuanto que los nuevos monasterios no
viven con el espíritu de sección del monacato tradicional. Importa poco que se
inspiren en las grandes reglas preexistentes, en la regla de San Benito o de
los canónigos agustinos: éstos son marcos cómodos. Las casas nuevas sé
caracterizan sobre todo como otros tantos templos en que se alimenta la
piedad popular. Permanecen en contacto con las masas religiosas cuyo fervor
mantienen302. Igualmente, aunque establecido en un marco de vida colectiva,
el prestigio del hombre se mantiene entero, en lo más vivo de la sensibilidad
popular. Lo atestigua la emoción que suscitará Bernardo algo más tarde
cuando, dócil a las necesidades del siglo, se esfuerza en exteriorizar la acción
de Citeaux. "Su cabeza tocaba las nubes," exclamará Berenger en la Apología
para Abelardo; y, como lo expresa el proverbio popular, sus ramas
sobrepasaban la sombra de las montañas303. Imagen gigantesca del
taumaturgo que crece en la sensibilidad de los humildes, tanto más cuanto
que éste, hombre de Dios, se pone en contacto con multitud, se prodiga por
ella, por ella también se sobrevive en su tumba, con el fin de que la piedad
301
Se encontrará muy poco en los tres libros o folletos de KUGLER, [217], [218] y Neue
Analekten, Tubinga, 1883, 4°; BERNHARDI, [220]; A. LUCHAIRE, Louis VII, en Lavisse,
Histoire de France, t. III, 1ª parte, HIRSCH, Studienz Geschichte des Königs Ludwig VII v.
Frankreich, Leipzig, 1892, no habla de la Cruzada. Sobre los comienzos, se consultará
también a NEUMANN, [222]; H. HÜFFER, [219]; E. VACANDARD, Saint Bernard et la seconde croisade [San Bernardo y la segunda Cruzada], Rev. Quest. Hist., t. XXXVIII y
[223], t. II.
302
Verdadera atmósfera de reforma religiosa en la que Vital de Savigny, Raúl de la Futsaye y Giraud de Salles evangelizan a la manera de Roberto el oeste de Francia.
303
Texto que no da más que una indicación de emoción, con una amplia parte de retórica. Tanto más cuanto que San Bernardo no llega inmediatamente a las multitudes. Parece que hay que esperar a su viaje a Languedoc en 1145 para encontrar en él una verdadera irradiación popular (Vacandard, [223], II, 224 y sigs.).
popular le venere allí con un culto conmovedor, ya que no multiplique los
milagros.
Pero la irradiación del individuo es una fuerza, de anarquía. Y los tiempos
buscan el orden. La tendencia es clara en esas masas en las que se elaboran
principios estables de vida social: es el atractivo de la vida religiosa en grupo.
Lo atestigua esa extraordinaria. "Cruzada monumental" que se ve organizarse
por entonces en los caminos304. No se trata únicamente de un impulso
espontáneo que arrastre a los fieles para llevar piedras a los trabajos de la
catedral que se eleva. Constitúyense asociaciones más duraderas en las que
los hombres se reúnen con la intención perseverante de arrastrar ellos
mismos carros de piedras y de materiales. Iniciado en Chartres, a lo que
parece, el movimiento se extendió por Normandía y buena parte de Francia.
Hacia 1140 el abad de Saint-Pierre-de-Dives queda edificado por el ejemplo
de aquellos nobles poderosos que aceptan doblar su cuello delicado y ser
enganchados en los carros como animales. Son piadosas caravanas que se
extienden en silencio a lo largo de los caminos. En las paradas sólo se oyen
confesiones de pecados u oraciones unánimes. Los sacerdotes dicen
sermones. Se olvidan los odios, se perdonan las deudas. Si alguno no quiere
perdonar o se niega a obedecer al sacerdote que le exhorta, se arroja del
carro su ofrenda y él queda excluido de la sociedad piadosa. Luego, vuelven a
resonar las trompetas y se reanuda la marcha. Como en otro tiempo los
hebreos en el desierto, nada puede detener la santa procesión. Hasta las
aguas, según dicen, dejan pasar la tropa de penitentes. Y cuando han llegado
a la iglesia, se disponen los carros alrededor, como para un "campo
espiritual". Durante toda la noche se vela, entonando cánticos. Sobre los
carros se ,encienden cirios y lámparas, junto a los inválidos y los enfermos
que han acudido también a esta Cruzada para recobrar la salud del cuerpo.
Porque se trata de una medicación, especialmente en lo espiritual. Todo este
esfuerzo es penitencia y con características que descubren una evolución del
concepto dogmático de la penitencia pública; la idea de rescate de la
penitencia canónica por un sacrificio pecuniario destinado a una obra pía
tendía a hacerse habitual: era la "relajación de la pena", antes de que se
hablara de indulgencia. Aquí se esboza la reacción. La "Cruzada monumental"
se consagra a la obra pía por excelencia en la época: la construcción de
iglesias. Pero en esta forma nueva la penitencia se hace exigente. Henos aquí
en presencia de un grupo humano claramente definido en el que no se
penetra sino tras una prueba. Todos los miembros realizan en común ritos
penitenciales, tales como la confesión pública y la procesión de expiación.
Parece incluso que estos ritos se agravan con penas corporales, como la
flagelación, cuya práctica se reanuda con la renovación del ascetismo del
siglo XI y la escuela de San Romualdo. "Presentan su ofrenda no sin servirse
de la disciplina y sin derramar lágrimas", escribe Hugo de Rouen; y el abate
304
Cf. abate COCHET, Bulletin des Trav. de la Soc. Libre d'Emulation de Rouen, 1843, y
carta de Hugo, arzobispo de Rouen, a Thierry, obispo de Amiens (MIGNE, t. CXCII,
1133).
Cochet ha descubierto en una iglesia contemporánea de la comarca ruanesa,
en Manéglise, látigos y disciplinas esculpidos en los capiteles. Nuncios de los
flagelantes del siglo XIV, los penitentes de la Cruzada monumental atestiguan
un espíritu de organización colectiva del que carecían las multitudes
alucinadas del siglo XI. Se reúnen para expiar sus faltas, pero con una
elección resuelta de aquellos que habrán de guiarles en su obra de
penitencia. En la época de la primera Cruzada la gente se reunía en partidos
nacionales y marchaba detrás de un "señor de vasallos". Ahora el jefe es
necesario y se le elige. Como si esta masa, en efervescencia religiosa,
instintivamente consciente de su carencia de poder, comenzase a manifestar
así su realidad ya política.
Por lo demás, en Normandía, el comunalismo se desarrolla a la par que esta
Cruzada monumental. No se intentará ciertamente establecer una causalidad
demasiado aventurada; pero los hechos convergen para descubrir el clima de
la época. La comuna manifiesta en su vida propia necesidades análogas a las
que revelan la evolución del eremitismo y los movimientos de penitencia.
Afición al rito colectivo, esta religio juramenti de los preámbulos, la obtención
y la observación de la carta, reglas de la vida obrera que van a definir la
existencia corporativa. Tampoco faltan los objetos para las ceremonias del
nuevo culto: el sello, la torre de la campana, el emplazamiento de esta torre.
Y pronto unos actos solemnes marcarán, en el marco de la liturgia católica, la
vida religiosa de la comuna. Cualquiera que sea el impulso de necesidad
mítica que haya tenido en ciertos momentos el movimiento comunalista305,
sociológicamente converge con nuestras agrupaciones por necesidad
religiosa. En ese comienzo del siglo XII, las formas monásticas, las formas
comunales, la ciudad de Dios, la ciudad de los hombres, parecen inspiradas
por un mismo espíritu antiindividualista que se realiza con una fuerza
desconocida hasta entonces. A cada instante nacen asociaciones libremente
consentidas, como para afirmar una necesidad de orden, ante todo en lo
espiritual, en la anarquía feudal.
Con todo, las grandes fuerzas que componen las multitudes según sus
instintos no habían perdido nada de su fuerza. Especialmente el temor, ya
que azotes y prodigios no cesan de alucinar el Occidente cristiano hasta la
segunda Cruzada. Si se examinan ya sea los anales locales, ya la mejor
crónica universal de la época, la de Sigiberto de Gembloux y sus
305
Entiendo por mítico todo lo que representa el fondo narrativo, el relato sagrado, narración histórica o simbólica dada como base a todo o a parte del sistema comunalista.
¿Pretenden los comunalistas imitar la sociedad evangélica? ¿Pretenden imitar la sociedad hebraica? ¿Tienen un prototipo tomado de la historia sagrada, mítica en una palabra? Las concepciones escatológicas, el mito apocalíptico con sus sociedades de elegidos, sus clases de santos, pudo ejercer sobre las comunas una influencia preponderante. El tanquelmismo es una herejía urbana. El sentimiento de contrato podía encontrarse en la base de una especie de carta apocalíptica. El igualitarismo derivado de las comunas, o bien en el origen de éstas, es muy conciliable con la idea de clases de elegidos y sobre todo de un jefe no humano sino trascendente, divino (P. Alphandéry, notas
manuscritas).
continuadores306, se comprobará que los signos se manifiestan sin piedad de
mediados del siglo XI a mediados del XII. El mal de los ardientes, el ignis
sacer, continúa sus estragos con un paroxismo en 1129 en la región
parisiense y en Chartres. Casi cada año hay desastres (huracanes,
inundaciones, rigores del invierno, hambres) o prodigios, eclipses de Luna y
sobre todo de Sol. En los años que preceden la predicación de la Cruzada, los
prodigios parecen ser, ya que no más nuevos, al menos más frecuentes. En
1140, el Vesubio está en erupción y cubre con sus lavas toda la comarca
hasta el delta de Salerno. Los huracanes son violentos y frecuentes en el año
1141. El invierno de 1144 es particularmente riguroso; las lluvias y las
tempestades derriban las casas y arruinan las cosechas. Inmediatamente, se
presenta el hambre. La miseria fue tal que llegó a afectar a mucha gente "que
pensaba estar provista con abundancia". Los cronistas consignan, con
precisión desoladora los precios exorbitantes del trigo, del trigo candeal, y de
la avena. Uno de ellos dice, hablando del hambre de 1146, que un pedazo de
pan costaba hasta un dinero307. Evidentemente, estos azotes, al ser continuos,
agotaban a las poblaciones. Los pobres eran cada día más numerosos.
Hambrientos en sus tierras, no vacilaban en abandonarlas, y así volvieron a
comenzar las migraciones. Unas hacia las ciudades nuevas que la política real
comienza, a fundar desde Luis VII; otras hacia tierras más propicias;
verdadero tropismo económico, como ocurre con esos tejedores flamencos
que en 1139 abandonan en grupos numerosos su país por una Inglaterra
todavía rica308. Familias enteras se entregan a la protección de los
monasterios. Atmósfera de inestabilidad, de inquietud y de miseria que
desarraiga a los hombres y los prepara para las expediciones.
Tanto más cuanto que no ha desaparecido aún el espíritu escatológico. El
terror de los castigos divinos, la espera parúsica de manifestaciones
inminentes se cierne sobre estas multitudes nerviosas. Al reproducirse el mal
de los ardientes, en 1129, se habla de cólera divina. De nuevo se difunden
rumores de fin del mundo, y cuando un poco más tarde comienzan los años
de desolación, con los huracanes y las hambres, el temor se hace cada vez
más preciso, sensación de un desequilibrio en la Naturaleza: "Fue tal el
movimiento y el remolino del aire, que la máquina del mundo parecía a punto
de caer y amenazaba ruina..."309 La fermentación de las sectas, la aparición
de los taumaturgos, el más célebre de los cuales es Eon de l'Etoile, remueven
la afectividad popular. Los ánimos se encuentran en la espera no "del juicio
que amenaza, sino del juicio presente" 310; los astrólogos confirman una
mutatio regnorum. Los terrores apocalípticos, con toda su fuerza instintiva,
crean de nuevo la atmósfera de las grandes expediciones.
Así vuelve a hacerse posible en el Occidente cristiano una nueva partida. Los
impulsos de antaño recobran su fuerza: terror del fin del mundo y alucinación
de la. miseria, sobre todo. Pero son ocasionales y actúan ahora sobre un
fondo de vida religiosa que tiende a organizarse según formas estables. En
torno de los monasterios que multiplican los ermitaños, se esbozan pronto en
los grupos de penitencia hábitos de existencia colectiva para la satisfacción
de las necesidades religiosas, que convergen en su tendencia misma con la
evolución interior de la Cruzada para preferir al instintivo impulso parúsico la
disciplina de la estabilidad.
II LA PREPARACIÓN DE LA CRUZADA. SU PREDICACIÓN. EL ERMITAÑO RAÚL Y
BERNARDO DE CITEAUX.
Puede medirse por la preparación misma de la Cruzada. Ahora están en juego
todos los principios de orden. El rey ante todo. Sabido es, en efecto, que
desde antes de la llegada de la embajada armenia a Roma, el rey de Francia,
Luis VII, había informado a Eugenio III de su intención de conducir una
cruzada a Tierra Santa311. Idea ya antigua en el ánimo del rey, constituía el
cumplimiento de un voto heredado de su hermano Felipe, muerto sin haberlo
satisfecho, o bien la expiación del incendio de la iglesia de Vitry, quemada por
el rey en 1143 con un millar de personas dentro312. Pero no hay en esto la
amplitud de un movimiento propio de Cruzada; más bien una peregrinación
con fines de penitencia individual, como esas peregrinaciones armadas que
los príncipes multiplicaban en los comienzos del siglo XII313. ¿Será precisa la
noticia de la toma de Edesa para volver a hallar los entusiasmos de antaño?
Los hechos parecen responder negativamente, ya que el anuncio de la caída
de la ciudad cristiana, aunque amplificado por toda la tradición oral entre
Oriente y Occidente, no podía conmover profundamente a las multitudes. Se
contaba que todos los cristianos de la dudad habían sido muertos, los
adolescentes vendidos como esclavos, las "vírgenes santas" violentadas, las
iglesias mancilladas y los altares profanados; pero sin nada de la amplitud de
un desastre simbólico, como hubiera sido la caída de Jerusalén o la de
Antioquía. Podía ser la consecuencia de la ambición desmesurada de los
barones de Tierra Santa.
La prueba es que cuando, en la corte plenaria de Bourges, el 25 de diciembre
de. 1145, el obispo de Langres, Godofredo, refiere la toma de Edesa y exhorta
a dos caballeros a que vayan a socorrer a sus hermanos de Oriente, el
entusiasmo es escaso. La derrota cristiana no suscita ni indignación ni fervor,
311
306
307
308
309
310
PERTZ, VI, reproducidos en Migne, CLX.
Annales Brunwilarenses, Pertz, XVI, 727.
Gerv. Cantuar., PERTZ, XXVII, 297-298.
Balduini Ninovensis Chronicon; PERTZ, XXV, 531.
Gilles d'Orval, PERTZ, XXV, p. 102; Ann. Colon., XVII, 760.
A. LUCHAIRE, Études sur des actes de Louis VII [Estudios sobre los actos de Luis VII],
p. 171 y sigs.; VACANDARD, [223], II, 274.
312
OTTO DE FREISINGEN, [211], 370, para la 1ª hipótesis; Contin. Proemonstr., PERTZ,
VI, 453; Hist. Franc., en [21], XII, 116.
313
Así el voto del emperador Enrique III (1103 ); las expediciones de Foulque de Anjou
(1120-1129), de Thierry de Flandes (1139), de Ottokar, de Estiria (1112), de Eric el Bueno, rey de Dinamarca, y del rey de Noruega Sigurd (1111).
como tampoco el llamamiento real. Falta la repercusión de una palabra
religiosa, y Luis VII se la pide a San Bernardo, la mayor fuerza moral de la
época. Este, sin embargo -otro signo de orden-, se niega a aconsejar la
Cruzada, antes de que el papa haya hablado 314. El monje cede el paso al jefe
de la Iglesia; esperará incluso, para predicar, la dula pontificia, que no llegará
hasta el 1 de marzo de 1146. La Cruzada tiene, pues, necesidad de la
consagración de la Iglesia. Existe ya una tradición que precisa su carácter, la
que Eugenio III recuerda al hacer en su bula el relato de la primera Cruzada y
al celebrar a Urbano II, cuya voz resuena aún como la llamada de una
trompeta celeste315. Por otra parte, la Iglesia se ha hecho indispensable para
la organización de la expedición piadosa, ya que suministra las garantías
temporales que necesitan los cruzados: toma bajo su protección sus bienes,
sus esposas y sus hijos, "hasta que su regreso o su muerte se reconozcan con
certeza". Sobre todo, define las intenciones espirituales de la Cruzada in
peccatorum remissionem; y garantiza su recompensa, por la distribución de la
penitencia y la seguridad de la absolución final. El mito del fervor popular se
endurece rápidamente hasta no ser ya más que institución.
Cambios que se manifiestan igualmente en la predicación de la Cruzada.
Entre los predicadores que van a anunciarle a las multitudes, dos hombres
sobre todo se oponen para definir la diferencia de los tiempos: San Bernardo y
el fraile Raúl o Rodolfo. El uno significa la, organización estable, canónica, del
futuro; el otro sigue siendo el predicador inflamado del siglo XI.
Desgraciadamente para éste, si bien los redactores de los anales lo citan a
menudo, pocos hablan de él con detalle. Están de acuerdo, sin embargo, en
afirmar su origen francés. Lego o fraile, no se sabe bien, aunque
probablemente ingresara en Citeaux en un momento de su existencia, es el
tipo clásico del Wanderprediger. Eligió como tierra de su girovaguismo las
regiones renanas, más firme en su fuerza de proselitismo religioso que en sus
conocimientos, pues hasta ignoraba la lengua de la comarca en que
predicaba. Pero su poder de edificación era lo bastante grande como para
hacerse servir como intérprete por el alto y poderoso abad de Lobbes316.
Gracias a Otto de Freisingen, se puede seguir bastante bien su itinerario de
apóstol: bajando del Hainaut, recorrió el valle del Rin, y predicó en Colonia, en
Maguncia, en Worms, en Spira, en Estrasburgo, ciudades ensangrentadas por
las luchas entre los príncipes eclesiásticos y sus burgueses 317. A través de
este conflicto de clase, que puede afectar a veces a la unidad religiosa, Raúl
no es en modo alguno portador de palabras de paz.
314
Bern. Vita, lib. III, cap. IV, n° 9; ODON DE DEUIL, [210], 1207.
BOCEK, Codex diplom. Moraviae, I, 241; cf. M. VILLEY, [58], pp. 93 y 99.
316
La cosa, es cierto, se encuentra afirmada por los Ann. Rodenses (de Klosterrath, cerca de Aquisgrán), PERTZ, XVI, 718, que no son muy favorables a Bernardo, y Gesta abbat. Lobbiens., PERTZ, XXI, 329. Pero el hecho no es singular: cf. Yves de Chartres para
Roberto de Arbrissel, Hildeberto de Lavardin para Enrique de Lausanne, etc.
317
En Magancia, en 1159, insurrección contra el arzobispo, que es muerto. En Worms,
los burgueses reclaman la protección imperial. OTTO DE FREISINGEN, [211], 372-373.
315
Por el contrario, en torno de su predicación de la Cruzada, que no fue, si
hemos de creer a algunos cronistas, el único objeto de su apostolado, se
suscitan nuevas agitaciones, ahora contra los judíos. Otto de Freisingen lo
refiere con tono de censura: inflamada por la palabra del ermitaño, la
multitud de las ciudades renanas, se encarniza contra los hijos de Israel, y
prelados, como el arzobispo de Colonia y el arzobispo de Magancia, tienen
que renunciar a proteger con su autoridad a los desventurados perseguidos
por el furor popular. Los jefes seglares locales parecen haber sido incluso
impotentes; los judíos perseguidos no encontraron protección firme sino cerca
del Emperador, en una de sus ciudades más cercanas, en Nuremberg. De este
modo, la sobreexcitación religiosa y la fermentación social se exasperan
hasta adquirir el aspecto de amenazas de anarquía318.
Y es porque Raúl, como Pedro el Ermitaño, era el profeta que esperaba la
multitud: Rudolphus propheta, dicen los Annales S. lacobi Leodiensis. Impone
signos de predestinación a quienes le escuchan, y tiene el prestigio de un
glosolalo, porque ignora la lengua del país en que predica. Sobre todo anuncia
una Cruzada apocalíptica. El viejo fervor del siglo XI no ha muerto aún.
Continúan circulando cartas excitatorias, llamamientos indudables del
Cielo:319 el ángel Gabriel, mensajero consagrado, es el que lleva esas misivas
divinas. La tradición de la primera Cruzada, tal como se afirma en el Laetare
Jherusalem por ejemplo, exalta la vuelta del pueblo de Dios a la ciudad Santa:
Jerusalén debe celebrar el regreso de los "verdaderos judíos", es decir, de los
verdaderos confesores320, los que manifiestan la victoria directa de Cristo. Y a
partir de este momento, el drama escatológico recobra sus protagonistas: el
ejército de Dios, la Cruzada de una parte, de la otra los sarracenos secuaces
del poder del mal. Vuelta al dualismo de los principios, que lleva consigo la
amenaza del principio del mal. Ante el asombro de San Bernardo321, San
Norberto anunciará todavía la venida próxima del Anticristo. Porque todo el
medio eremítico está imbuido en la. idea escatológica: el hereje del bosque
de Broceliande, Eon de l'Etoile, rodeado de sus coros "de ángeles y de
318
Los documentos más útiles para la predicación de Raúl y la persecución consiguiente
de los judíos son, aparte de los pasajes citados de Otto de Freisingen, el Enck Habbaka
de Rabbi José Ha Cohen (ed. Bialloblotzky, Londres, 1835, traducción francesa de J. Sée,
París, 1861), escrito en el siglo XVI, pero colección de multitud de tradiciones sobre las
persecuciones, y los Ann. S. lacobi Leodiensis, PERTZ, XVI, 641.
319
En particular la que se designa en el Chronicon S. Maxentii ([21], XII, 405), difundida
en Europa hacia 1110. EKKEHARD habla también de una carta celeste ([110], XXXVI).
No obstante la erudita demostración del P. DELEHAYE (Acad. real de Bélgica, Bulletin de
la classe des Lettres, 1899, pp. 171 y sigs.), en su estudio consagrado a las cartas celestes, las que aparecen en la historia de la Cruzada son en nuestra opinión cartas apocalípticas excitatorias, mucho más que simples imitaciones de las cartas tradicionales,
destinadas a inculcar preceptos de práctica religiosa.
320
[110] bis, pp. 385-387.
321
Bernardi Epistolae, ép. 56 ad Godefridum Carnotensem episcopum.
apóstoles", se presenta como aquel de quien habla esta pasaje de la Colecta:
Per Eum qui venturas est judicare vivos et mortuos et saeculum per ignem322.
Un poco por acá y por allá, van los seudoprofetas predicando el juicio
purificador. Soplos de lo que en uno de los escritos se llamará "el espíritu del
Dios viajero": ¿cómo los humildes no se sentirían atormentados por este
llamamiento de esperanza?
La paz social, garantizada por la Iglesia, no se concilia ya, sin embargo, con
estos grandes movimientos épicos. Raúl hace peligrosamente escuela, si
hemos de creer los Annales Herbipolenses majores. Estos, en efecto,
denuncian a los seudoprofetas, "hijos de Belial, testigos del Anticristo", que
engañan a los cristianos con sus discursos insensatos y lanzan toda clase de
gentes contra los sarracenos para la liberación de Jerusalén. 323 La predicación
de la Cruzada se convierte en obra de facciosos. Así lo prueba, siempre según
los mismos garantes, lo ocurrido en Wurzburgo en 1146-1147: burgueses y
peregrinos se sublevan ,contra el clero que defendía a los judíos y se negaba
cuando menos a canonizar a Teodorico, pretendido mártir de los judíos, cuyas
reliquias paseaban los revoltosos. El obispo Sigfrido y su clero fueron
amenazados por los levantiscos y obligados a permanecer encerrados en su
palacio la noche del jueves Santo, hasta que, cuando los peregrinos hubieron
marchado de la ciudad, la semana de Resurrección y "se calmaron al fin las
emociones, todo quedó aplacado en la ciudad". Así, pues, el orden ya no es
posible hasta que la tropa turbulenta de los peregrinos se marcha por los
caminos del Oriente. Renovación del espíritu apocalíptico y escatológico,
fermentación de las masas al escuchar la palabra de unos hombres sin más
mandato regular que su aparente santidad, matanza de los judíos como
realización de la promesa del reino de Dios y contra el interés de los grandes
y el pensamiento de la Iglesia, estas concordancias, al predicar Raúl, definen
los riesgos de la Cruzada cuanto trata de recobrar su antiguo fervor. Se
impone una disciplina.
Sabido es que, ante las alteraciones populares provocadas por la predicación
inhumana del giróvago Raúl, el arzobispo de Maguncia llamó a San Bernardo,
para apaciguar a la multitud. Si el monje hubiese pertenecido en otro tiempo
a la Orden, la autoridad del fundador de Citeaux tenía que reducirle, pero
mucho más el prestigio de su santidad, del cual se esperaba la adhesión de
las masas en el sentido de la estabilidad. ¿Se encontraron los dos hombres en
su rivalidad de edificación? Así lo pretende Otto de Freisingen 324, quien
muestra incluso a Raúl persuadido por el santo de volver al orden, es decir, a
su monasterio, y esto a pesar de la indignación de la multitud, irritada al
perder a su predicador predilecto. Pero el restablecimiento del orden importa,
322
Sobre Eon de l'Etoile, Guill. de Neubourg, [21], XIII, 98-99; OTTO DE FREISINGEN,
[211], 382; Contin. Gemblac, en [21], XIII, 273-274; Robertus DE MONTE, [21], XIII, 291;
Chron. Britannicum, en [21], XII, 558.
323
PERTZ, XVI, 3 y sigs.
324
OTTO DE FREISINGEN, [211], 373, confirmado por Annales Rodenses, PERTZ, XVI,
7-18, únicos textos que hablan de la acción de Bernardo contra Raúl.
menos que la doctrina; tal es el pensamiento del gran cisterciense, que
expone en dos documentos esenciales, más o menos dirigidos contra el fraile.
El primero le está destinado por entero y sin ningún miramiento: es la
respuesta de Bernardo al arzobispo de Magancia. Regular en la Iglesia, se
exaspera contra esos predicadores errantes que alteran la práctica ordenada
de las multitudes: tanto más cuanto que si Raúl usurpa el ministerio de la
predicación, también desafía la autoridad de los obispos. No es asombroso
que predique contra la doctrina, aprobando el homicidio, desconociendo la
enseñanza de la Iglesia que ruega por la conversión de los judíos, ya que en la
Escritura se dice: "cuando todas las naciones estén reunidas, todo Israel será
salvo" (Rom., XI, 25), y en el Salmista: "cuando construya Jerusalén, el Señor
reunirá todas las partes dispersas de Israel"325. La inobservancia de la
disciplina es causa de la heterodoxia: ambas miden la perversidad del
hombre. Su sabiduría es infernal y su vanidad diabólica. "El hombre de quien
me habláis en vuestra carta -escribe Bernardo al arzobispo-, no ha recibido su
misión ni del hombre, ni por el hombre, ni por Dios. Si se jacta. de ser monje o
ermitaño y si se arroga el derecho a predicar, que sepa, y debe saberlo, que
el oficio del monje no es enseñar, sino llorar" 326. Llamamiento a la observancia
del claustro y a la contemplación dolorosa, hay en esto mucho más que
cobrar a un evadido: la afirmación doctrinal de la Iglesia de que sólo ella
puede dispensar el derecho apostólico de enseñar.
Los agravios contra el giróvago se concretan en la carta de Bernardo al
arzobispo de Colonia, al obispo de Spira y a sus diocesanos, escrita un poco
después, en el otoño de 1146327. A Raúl, ciertamente, no se le nombra en ella,
¿pero cómo no cabría reconocer su apostolado irregular en , esta
amonestación del santo al pueblo fiel: "Os lo advierto, hermanos míos, y no
sólo yo, sino el apóstol de Dios conmigo: No hay que creer a todo espíritu?" Es
la advertencia de Juan con la amenaza de los falsos profetas: "No creáis en
todo espíritu,, sino probad si los espíritus son de Dios, pues muchos falsos
profetas han surgido en el mundo." (I Juan, IV, 1). Y he aquí la jerarquía de los
valores del hombre nuevo del siglo XII: "Sabemos, y esto nos regocija, que el
celo de Dios os anima; pero es preciso que no falte temperamentum
scientiae." La moderación, digamos la superioridad, del saber. Hay
demasiados instintos inmoderados, en el pasado. La prueba está -es la
denuncia de los pecados del ermitaño- en la persecución de los judíos. Aquí el
santo se vuelve didáctico para moderar el desencadenamiento popular: no
está permitido perseguir a los judíos, ni matarlos, ni aun expulsarlos. Porque
-tema éste que va a hacerse corriente en la Edad Media- son las imágenes
vivas de la pasión del Salvador. Por otra parte, su destino trágico de ceguera
debe durar hasta el fin de los tiempos. "Serán convertidos ad vesperam, al
anochecer del mundo." Se les reprochan sus prácticas usurarias, ¡pero
cuántos Cristianos desempeñan el papel de los judíos, donde faltan los judíos!
325
326
327
Salmo 146.
Epístola CCCLXV, P. L., t. CLXXXII col. 570.
Epístola CCCLXIII, y VACANDARD, [223], II, 290-293.
Lo que de ellos se puede exigir tan sólo es la observancia de las
prescripciones pontificales: a todos los que han tomado el signo de la cruz,
deben perdonarles sus deudas.
Finalmente, hay lecciones de la experiencia, y Bernardo no vacila en mostrar
los errores del pasado. No culpa a Raúl, sino a Pedro el Ermitaño, predicador
de la primera Cruzada, cuya impericia denuncia; y, para que cada cual
reflexione, muestra, cómo condujo a su pérdida a la tropa numerosa de los
que creyeron en él. Llamamiento a una prudente salvaguardia física, en la
que se funda el consejo de Bernardo: es preciso partir todos juntos y bajo
jefes elegidos por ser versados en el arte de la guerra. Disciplina colectiva y
encuadramiento jerárquico, lo cual era a la vez el final del eremitismo
suscitador de multitudes y la supremacía de los poderes ordenadores en la
economía de la Cruzada.
Bernardo es el hombre de los tiempos nuevos, de la estabilidad doctrinal y de
la sensatez del siglo. Su carta al arzobispo de Colonia y al obispo de Spira
ilumina desde el comienzo su concepto de la cruzada328. Su llamamiento
primero está manifiestamente dirigido a los hombres de guerra: quiere
despertar en ellos la altivez física, mostrando, como Eugenio III lo había hecho
en su bula para la nación francesa, los deberes cristianos de la raza germana
joven y fuerte, que no podía dejar de tomar las armas por el celo del nombre
del Señor. Sentimiento de elección, si se quiere, pero atenuado, llamamiento
a las fuerzas corporales del hombre: el atractivo mesiánico ha desaparecido
por completo. Se trata de guerreros a los que hay que impulsar para una
expedición lejana; el apóstol despierta en ellos el dinamismo de sus instintos.
O bien, si, para hacer partir a esos hombres se precisa un interés más amplio,
he aquí el otro llamamiento, igualmente realista para el temperamento
religioso de la época: "Os propongo un trato ventajoso. Tomad la cruz, la
materia cuesta poco, pero es de un gran precio, pues vale el reino de Dios."
Ya no es la promesa apocalíptica, sino la salvación en el día del juicio par la
adquisición de méritos. Porque la Cruzada, en el pensamiento del santo, se
convierte esencialmente en una ocasión y una obra de penitencia. Es, para
todos los que han pecado, el medio raro de purificación; y San Bernardo,
obsesionado .por esta idea de penitencia, no está muy lejos de considerar a
328
Se ha discutido mucho sobre la amplitud que había que conceder a este documento.
Se ha querido ver en él, de acuerdo con el encabezamiento indicado por OTTO DE FREISINGEN, [211], 373: "Dominis et patribus carissimis archiepiscosis, episcopis et universo
clero et populo orientalis Franciae et Bavariae", como una especie de manifiesto a la
cristiandad occidental. Otros encabezamientos son más precisos: al obispo de Spira; al
clero de Colonia y de Spira, etc. Lo que parece más probable es que el texto de esta
carta sea un texto-tipo, en el que se hayan inspirado el santo o sus secretarios para
provocar el movimiento, de la Cruzada en diferentes puntos de la cristiandad. Cf. las
cartas, todas muy difíciles de fechar: ad comitem et barones Britaniae (MIGNE, CLXXXII,
Ep. 467); duci Wladislao... et populo Bohemiae (Ep. 458, que Neumann sitúa entre el 17
de febrero y la Pascua de 1147); ad peregrinantes Jerusalem, en Archivos de la Corona
de Aragón, en Barcelona (VACANDARD [223], II, 301). La misma disposición en Annales
Herbipolenses, PERTZ, XVI, 3.
todo cruzado como un culpable que debe expiar. Lo revela, por otra parte, al
ponderar la mansedumbre del Señor: "Admirad los abismos de su
misericordia: ¿no es algo exquisito y digno de él admitir a su servicio a
homicidas, raptores, adúlteros, perjuros y tantos otros criminales, y ofrecerles
por este medio una ocasión de salvarse? Tened confianza, pecadores. Dios es
bueno..."329 Orden providencial, que multiplica las posibilidades de perdón: los
más grandes culpables deben sufrir la prueba más grande. La Cruzada es
como la obra postrera que fuerza la misericordia divina. A condición, sin
embargo, de que se lleve a cabo de acuerdo con las reglas: rito de penitencia,
corresponde a la Iglesia, sólo ésta puede determinar y dispensar sus efectos.
También es ella la que debe fijar en adelante sus condiciones técnicas; lo hará
conforme al orden establecido.
La predicación de Bernardo es, en efecto, conformista. En. la asamblea de
Vézelay, el rey está a su lado; y, según parece, el santo se contenta con leer
la bula del papa330. En el entusiasmo de la multitud, que consignan los
cronistas, parece ser que fueron sobre todo, los nobles quienes tomaron la
cruz. Cuando, por su propia iniciativa, o por la del papa -los historiadores no
están acordes-, Bernardo emprende una gira de predicación para la Cruzada
por los países del otro lado del Rin, se dirige al Emperador. Otto de Freisingen
lo afirma:331 el santo quería proponer a Conrado el mando de una expedición
alemana.
Pero el Emperador, esta primera vez, en la entrevista de Francfort, se negó.
No insistió Bernardo, y su biógrafo esboza de una manera marcadamente
eclesiástica la retirada del fraile: no correspondía a su pequeñez importunar
más tiempo a la majestad imperial332. Pero la humildad es tenaz, y Bernardo,
en un segundo viaje durante el invierno de 1146, reanuda sus gestiones.
Llegado a Spira algunos días antes de la coronación, insistió de nuevo con el
Emperador, siendo vanos sus esfuerzos. El 27 de diciembre, mientras
celebraba la misa en presencia de la corte, en contra de todos los usos, se
decide a hablar. Habló, y al fin de su sermón, volviéndose hacia el rey, se
dirigió a él, como a un hombre, mostrando el juicio final, la comparecencia
postrera y a Cristo haciendo la pregunta terrible: "¡Oh hombre!, ¿qué podía
hacer por ti que no haya hecho?" Y he aquí todos los beneficios de Dios con
respecto al soberano: poder, riquezas, corazón viril, cuerpo robusto. La
conclusión brota en la sensibilidad del acusado. El rey, se nos dice, rompió a
llorar y con la mayor emoción confesó su culpa y se decidió a tomar la cruz.
329
Ep. 363 y VACANDARD, [223] II, pp. 291 y sigs.
Chron. Maurin. [21], XII, 88. La crónica de Morigny inserta un discurso de Luis VII en
Vézelay, discurso que sólo se encuentra en ella y que es probablemente una amplificación retórica de la bula de Eugenio III, en su parte relativa a los franceses y a su papel
en la Cruzada. Hist. de Louis VII, edición Molinier, pp. 157-160; ODÓN DE DEUIL, [210],
col. 1207; Rich. Pictav., [21], XII, 120, etc.
331
[211], I, 39 p,. 36 después de él KÜGLER, [217], p. 96; Analekten, p. 40; NEUMANN,
[222], p. 36 y VACANDARD, [223], II, 289, nº 4.
332
Bern. Vita, lib. VI, cap. IV, nº 15.
330
Poder de la palabra inspirada, que Bernardo quiere confirmar por auténticos
milagros. En el momento de uno de ellos, el santo, volviéndose hacia el rey,
no deja de sacar la enseñanza: "Esto ha sido hecho a causa de vos, para que
sepáis que Dios está realmente con vos y que juzga agradable lo que
emprendisteis.333" La intervención sobrenatural es la persuasión última para
mantener al Emperador en su decisión. Todo converge en efecto para realizar
esta armonía y que el jefe natural se ponga a la cabeza de sus tropas. La
intervención popular también, pues ahí está la multitud esperando la decisión
imperial. Y cuando se entera de que su príncipe ha tomado la cruz, echan las
campanas a vuelo; la vociferatio de la multitud estalla. Atmósfera humana y
religiosa cuya influencia tienen que sufrir los mismos reyes. Tanto más cuanto
que cuando la palabra dé Bernardo resonaba momentos antes en los oídos
del Emperador para animarle a la Cruzada, llevaba con ella la aprobación
apasionada de esas multitudes en las que el santo, en las diferentes ciudades
alemanas en las que había predicado, acababa de suscitar remordimientos o
despertar fervores. La emoción popular se disciplina ahora, con las obras de
Bernardo, para provocar la decisión soberana. Podía no ser más que un
medio.
Se lo sospecha, por ejemplo, en un comentario de los compañeros de
Bernardo que escribían el libro de los Miracula334. Volviendo sobre los milagros
realizados por el santo en su viaje, insisten en el hecho de que éstos no se
hacen solamente "para los humildes y las pobres gentes". El santo, por el
contrario, ha solicitado oraciones para los ricos, con el fin de que Dios les
arranque el velo que oscurecía su corazón. Y el narrador consigna
ingenuamente el éxito del milagro335. Había, pues, una resistencia latente de
las clases superiores a la aventura de la Cruzada: no se las podía mover de la
misma manera que a las masas populares, tanto más entusiastas cuanto que
tenían menos que perder. Por lo demás, en sus sermones a las multitudes,
Bernardo habla poco de la Cruzada. Apenas algunas indicaciones en el diario
de sus compañeros, prolijos por el contrario en el capítulo de los milagros. En
el ánimo de aquellos hombres, era la taumaturgia del santo lo que importaba.
Así consignan constantemente los efectos de ese poder sobrenatural, los
lugares en que se ejerce, los movimientos frenéticos que suscita. Porque allí
está el pueblo, jadeando, con sus miserias, pegado al santo y arrastrándole a
veces en sus remolinos. El pueblo crea esa atmósfera de eficacia religiosa, en
la que la humildad de los grandes se hace real, y la manifestación del cielo sin
cesar renovada -como los prodigios o las señales de la primera Cruzada-,
atestigua la constancia de una misericordia que cura las almas, del mismo
modo que alivia los cuerpos.
Los milagros de Bernardo no tienen, en efecto, otro sentido. Los
seudoprofetas, como Raúl por ejemplo, predican el cumplimiento de las
profecías y se justifican con prodigios. Ahora se trata de milagros individuales,
333
334
335
Bern. Vita, lib. VI, cap. V, n° 17.
Liber miraculorum, 1° parte (cf. VACANDARD, [223], 1, pp. XXVIII y siguientes).
C. 385 y 375.
de hombre a hombre, en los que el santo, amado de Dios, se hace su
intermediario para la acción de curación corporal. Deben los milagros mostrar
la eficacia de la penitencia y justificar en cierto modo la predicación que
quiere persuadir la expiación de los pecados. Son severos, como notan los
redactores de los anales, "con los que tienen el corazón duro"; ya no
pretenden arrastrar a las masas en la vía de la aventura lejana.
Un testimonio, por lo general de gran peso, como es el de Helmold336,
pretende que la predicación del fraile cisterciense fue claramente
escatológica. Según él, anunció la proximidad de los tiempos en los que el
conjunto de las, naciones había de reunirse y en el que Israel se salvaría.
Pero, ni en la obra escrita del santo, ni en su actuación, hay nada que permita
aceptar ésta aseveración. ¿Por qué se habría opuesto, de manera tan tajante,
a Raúl, el ermitaño predicador?
Es indudable que hizo promesas, pero son promesas análogas a las de Moisés
para arrastrar a su pueblo a la tierra prometida: esas esperanzas que mueven
a los hombres. En el De consideratione, su justificación en cuanto al hecho de
la Cruzada, combatirá abiertamente toda idea de esperanza material 337. Y
precisamente, porque su concepto de la expedición santa expresa, en toda su
fuerza, el progreso de la espiritualidad religiosa de su época.
Hay que buscar su cimiento más allá de la idea de penitencia, consecuencia
práctica, y no inspiración religiosa. Todo movimiento escatológico implica en
efecto una colaboración de Dios y del hombre, un entendimiento entre ambos
para llevar a cabo la obra de salvación. Pero Dios no había acudido a la cita
prometida. Las últimas tropas de la primera Cruzada esperaban aún en Tierra
Santa su manifestación parúsica. El sentimiento religioso, sin perder nada de
su intensidad en estos siglos de fervor, se había replegado a una justa medida
del hombre. ¿No había sido demasiado excesiva la audacia de citar a Dios
para el Día del juicio?
Se supone su temor en los cronistas de la Cruzada. Para la mayoría de los que
refieren los hechos de la primera Cruzada, la interpretación no es dudosa: es
la fórmula de elección, Gesta Dei per Francos. Dios se sirve de un pueblo
elegido para liberar del infiel la Tierra Santa. Y los ejércitos celestes, los
"ejércitos blancos", no son más que un refuerzo bien recibido. Pero después
de la toma de Jerusalén, en los primeros tiempos del reino, cambia el
concepto: ya en Foucher de Chartres aparece la idea de que el reino de
Jerusalén subsiste en su debilidad, no por la fuerza de los guerreros, sino por
un continuo milagro de Dios. En Ekkehard, esta idea se amplía y se sublima:
Arnulfo no vacila en hablar del simulacro al que se entregan los guerreros:
"Vos pugnarse videmini... Hicisteis como que combatíais."338 De hecho, el
336
Chron. Slavorum, PERTZ, XXI, 56-57. Helmold; para la primera Cruzada, ha sido uno
de los únicos cronistas que haya hecho mención de la carta celeste de que fuera portador Pedro el Ermitaño. Cf. Notación escatológica en Annales Pegavienses, PERTZ, XVI,
258.
337
Lib. II, cap. I, P. L., t. CLXXXII, col. 741-745.
338
Hierosolymita, [110], p. 34.
país, pertenece de antemano a los cruzados, por donación de Cristo. Una
providencia inmanente dirige los actos de los hombres. Así, en el momento de
la primera Cruzada, se encuentra difundida la creencia de que Dios puede, si
quiere, sin ayuda humana de ninguna clase, liberar la Tierra Santa y dársela a
los cristianos339. El hombre es como una paja, y a Dios no le vale nada su
ayuda; sólo es el instrumento de la voluntad creadora. Así, la exaltación de la
primera Cruzada, potencia de una sociedad de hombres anárquica, se
resuelve en esta justa tradición cristiana, la humillación del hombre ante la
omnipotencia de Dios.
Pero, ¿en qué se convertirá a partir de ese momento la obra de la Cruzada?
Un teocentrismo excesivo conduce a la sola justificación por la fe. San
Bernardo ha entrevisto la desviación peligrosa y, en las primeras frases de su
carta a los obispos alemanes, esboza con agudeza la objeción. Si el Señor
llama en defensa de su herencia a unos gusanillos como nosotros, ¿es una
confesión de impotencia? ¿Acaso la mano de Dios es débil e incapaz de
salvar? ¿No puede enviar doce legiones de ángeles y muchos más, o decir tan
sólo una palabra para que Palestina sea liberada? Aquí el teólogo detiene el
mal pensamiento: "Yo os digo en verdad que el Señor vuestro Dios os induce
en tentación."340 Es el pecado del orgullo que apunta, la duda del hombre ante
su Dios. Pero, ¿cómo conciliar la certidumbre de la omnipotencia y este
llamamiento a la expedición heroica, tan llena de trabajos? Por una definición
de las relaciones entre Dios y la criatura, que permite a la vez la, esperanza
de una recompensa. Dios es todo, el hombre nada; pero Dios se inclina hacia
el hombre para elevarlo hasta él. Noción de la misericordia infinita que funda
la idea de penitencia y que da a la Cruzada un nuevo alcance espiritual. La
marcha sobre Jerusalén no es ya inmediatamente redentora, sino la ocasión
única, inesperada, de obtener la remisión de los pecados y por ende la
seguridad de la salvación. Como lo da a entender el biógrafo de San
Bernardo, se trata menos de liberar el Oriente de los paganos que las almas
de los hombres de Occidente de sus pecados 341. Tal es también el
pensamiento de Juan, abad de Casamari342, cuando escribe a Bernardo,
atormentado, según dice, por el fracaso de la Cruzada, una carta de consuelo.
La expedición no ha dado el fruto que de ella esperaban los deseos
bajamente temporales y los vicios de quienes la emprendieron, pero la
profecía de Bernardo se ha realizado felizmente, "según la intención de Dios".
Lo prueban esas escenas de piedad referidas por los propios cruzados, en las
que se ve a los moribundos aceptando la muerte con alegría y declarando que
no querrían volver a su vida pasada, "para no caer de nuevo en el pecado". La
Cruzada es la purificación redentora. No hay nada de asombroso, pues, en
que Bernardo invite a ella a los mayores criminales: ¿cómo podría rechazar el
hombre esa ocasión única que le ofrece la mansedumbre del Señor?...343 A los
peores pecadores les está permitida la mayor esperanza: la Cruzada dirige y
regula está purificación. Esto, por lo demás, sin perder su carácter
aristocrático. ¿Cómo podrían los humildes entrar en esas. sutilezas
teológicas? La necesidad de una penitencia crucial excede quizá su
sentimiento o su poder de pecado. Y además, ¿representan ellos la suficiente
fuerza temporal para tentar, por su eficacia en guardar la tumba del Señor, la
misericordia del Padre? Cuando menos, la predicación de Bernardo sobrepasa
el alcance de sus inteligencias. Una metafísica de la debilidad no podría
convenir a estos hombres humildes que no tienen más recurso que la
esperanza. Pero a la vez, la palabra inflamada del santo, llena de
invocaciones a lo maravilloso, y que necesita de las multitudes para arrastrar
a los grandes, despierta toda la fuerza imperativa de los fervores populares.
Doble movimiento del que el primero es, de hecho, el de la esperanza: a
menudo, a pesar de sus señores, los pobres no vacilan en ponerse en camino:
la Providencia es para ellos su realidad inmediata, y esperan, como nos lo
dice Gerhoh de Reichersberg, "en tan santa empresa", la ayuda de Dios, el
maná que cae del cielo, el abastecimiento de sus necesidades344. Esperanza
pronto perdida: es la decepción del entusiasmo popular. La masa necesita, en
efecto, en su empresa espiritual, de un fiador de la solicitud celestial: como
en otro tiempo Pedro el Ermitaño, el predicador que la suscite debe ponerse
al frente de ella. Ahora bien, Bernardo va a volver a Citeaux. Cuando ha
vuelto a Alemania, en marzo de 1147, para organizar en la dieta de Francfort
la Cruzada contra los eslavos, su popularidad es enorme: ha removido hasta
las fibras más profundas del alma de ese país del otro lado del Rin. Los
milagros suceden a. los milagros, y los favorecidos con ellos toman la cruz.
Todos quieren ver al apóstol, escuchar su voz, tocar la orla de sus vestidos.
Un día, en Francfort, al salir de la catedral, la aglomeración es tan grande que
Conrado, muy robusto y de elevada estatura, tuvo que coger a Bernardo en
sus brazos para impedir que le asfixiaran345. Pero he aquí que en el momento
de la marcha el predicador se retira: terminada la obra de la palabra, lo
recobra la disciplina monástica, y la ambición, sublimada, del religioso es la
Jerusalén celeste, no la satisfacción temporal346. ¿Cómo podría entender la
multitud estas elevadas razones espirituales, individuales ya?
Los dos mundos se diferencian cada vez más para amenazar definitivamente
el ideal antiguo, unitario, de la primera Cruzada y, para una gran parte, la
eficacia misma de la Cruzada. La multitud, en efecto, quería jefes, jefes muy
cercanos a ella y sólo los encuentra ocasionales. Estos no ejercen ya siquiera
sobre ella una influencia religiosa: ¿no se había comprobado que los
predicadores populares no eran más que mediocres guerreros y conducían al
339
343
Cf. Gesta abb. S. Bertini contin. (PERTZ, XIII, 664), a propósito de ir grandes preparativos hechos en 1147 por los guerreros de Occidente.
340
Epist. 363 y VACANDAIRD, [223] II, 291.
341
GODOFREDO DE AUXERRE, lib. III, c. IV, col. 308-310. P. L., t. 185.
342
P. L., CLXXXII, carta 386, col. 590.
Ep. 63.
De investigatione Antichristi, fragm. en PERTZ, XVII, 461.
345
Cf. Bernardi Vita, lib. IV, c. V; lib. VI, c. XVI, nº 54-57.
346
Michelet ha puesto muy bien en evidencia las razones de Bernardo. Las indica el propio santo en la ep. 399, al abad de Saint-Michel.
344
desastre? La preocupación de la eficacia técnica, la de los grandes, y ahora la
de los hombres de Iglesia, desorganiza profundamente las agrupaciones
populares posibles. No es nada extraño comprobar en los cronistas una
desconfianza análoga a la de Ekkehard en otro tiempo, con respecto a las
masas que acompañan a las Cruzadas. Guiberto de Nogent descubre sin
indulgencia las pasiones diversas que mueven a esta plebe piadosa; los
aficionados a la evasión y al descubrimiento, los únicos semihonorables en
esta sociedad en busca de una estabilidad; los necesitados, los, que tenían
deudas y pretendían no pagarlas; finalmente, los criminales; tropa dispuesta,
de ser preciso, a doblar la rodilla ante Baal. He aquí el reverso de la Cruzada
de penitencia: un conglomerado de aventureros con todas sus
concupiscencias en carne viva347, sin vocación, sin otros jefes que unos jefes
temporales que les recuerden la misericordia del Señor.
¿Habrá que poner una esperanza más segura en la Cruzada de los grandes?
Fraile, sostén del orden establecido, Bernardo predicó con una idea de orden
y de jerarquía. Los penitentes, que toman la cruz para ganar su salvación,
deben agruparse en los "ejércitos del reino". La Cruzada respeta todos los
cuadros de la nueva sociedad occidental. Y sin duda, el espíritu de penitencia
parece asegurar por un momento la disciplina espiritual de la expedición. Se
esboza una purificación de las costumbres: ya no se oyen, en lugar de las
obscenas canciones de camino, más que cantinelas en alabanza de Cristo 348;
las guerras intestinas se apaciguan; una Tregua de Dios se extiende sobre el
Occidente349. No por mucho tiempo, sin embargo, y Bernardo deberá pronto
denunciar a esos grandes que parten, con todos sus pensamientos
proyectados hacia lo que dejan: "¿Qué grandes progresos -dice el santo,
indignado- podían hacer unas gentes que durante todo su camino no
pensaban más que en su regreso? ¿No volvían también incesantemente hacia
Egipto su corazón y su voluntad los hebreos, a lo largo de su recorrido?"350
Almas débiles, atormentadas por todas las ambiciones del siglo. "¡Ay de
nuestros príncipes!", maldecirá Bernardo, el año mismo de su muerte351. En la
tierra del Señor, no hicieron nada bueno; urgidos tan sólo por regresar a sus
casas, dieron muestras de una extraordinaria malicia. El gran sueño de
purificación se desvaneció en ilusión por la maldad de los hombres, que a su
debilidad añadían la perversidad o la impotencia. Hay una gran amargura en
esta acusación postrera del santo, que ilumina todos los desfallecimientos
temporales de la segunda Cruzada.
347
Viri cum mulieribus añaden los poco benévolos Annales Herbipolenses, PERTZ, XVI 3,
mostrando el carácter tumultuario y pasional de estas tropas de la Cruzada.
348
OTTO DE FREISINGEN, Comment. in Psalm., ed. PERTZ, p. 794; RÖHRICHT, [35], II.
97, nota 27.
349
FREISINGEN, [211], 374.
350
De consideratione, II, I.
351
Ep. 288, a su tío Andrés de Montbard, gran maestre del Temple. P. L., t. CLXXXII, col.
493.
III.-LA SEGUNDA CRUZADA: SU VIDA RELIGIOSA SEGÚN EL TESTIMONIO DE
LOS CONTEMPORÁNEOS.
No se encontrará aquí la historia de la segunda Cruzada: lo que tratamos de
entrever, si es posible, es simplemente su vida interna. Los hechos, desde
luego, sólo cuentan por su significación religiosa, por su repercusión moral.
Un resumen esquemático bastará para fijarlos352.
En mayo de 1147, Conrado sale de Bamberg con unos 100 000 peregrinos en
dirección de Hungría y del Imperio griego. El rey de Francia no sale de
Saint-Denis, para Metz, hasta el miércoles después de Pentecostés, el 12 de
junio de 1147. Se despide de Eugenio III, quien le entrega el zurrón, el bordón
y la oriflama y le bendice. Entre los dos soberanos contaban unos 200 000
hombres; pero más de 60 000 eran incapaces de esgrimir útilmente las
armas. El ejército francés después de haberse concentrado en Maguncia, se
reunió con el de Conrado en Ratisbona. Luis VII se había resistido a las
intrigas de Roger de Sicilia, que le ofrecía, si pasaba por Italia, transportar por
mar a su ejército hasta Siria. El espíritu de unidad en el rey piadoso había
prevalecido, y alemanes y franceses, no sin dificultades internas por lo
demás, marchaban de concierto hacia Constantinopla.
Manuel, el basileus, esperaba, muy mal dispuesto con respecto a las tropas
alemanas, que se habían entregado en Tracia a saqueos concienzudos. De
acuerdo con la táctica tradicional, trató de obtener que Luis VII y Conrado III le
hiciesen homenaje de sus futuras conquistas, pero recibió una negativa
formal. Por eso, cuando Conrado atravesó el arrabal de Pera, Manuel río quiso
siquiera verle, y le amenazó con cercarle si no pasaba inmediatamente a Asia.
Luis VII fue recibido con menos hostilidad declarada: se le agradecía la
rigurosa disciplina que mantenía en su ejército. Pero Constantinopla no era
más que una etapa en la marcha sobre Jerusalén, y las dificultades de 1096
estaban a punto de reaparecer.
Los ejércitos cristianos pasaron, pues, a Asia Menor. Los franceses se
dirigieron por el Oeste para evitar el cruce penoso de los desiertos, pero los
alemanes, que no los habían esperado, y que, conducidos por guías griegos,
habían marchado sobre Iconium, fueron derrotados por los turcos, cerca de
Dorilea, en octubre de 1147. Conrado, vencido, fue a reunirse con Luis VII,
pero no podía humillarse a desempeñar junto al rey de Francia el papel de
brillante segundo, y volvió pronto a Constantinopla, desde donde marchó por
mar a San Juan de Acre, en tanto que su medio hermano, Otto de Freisingen,
recogía toda la plebe piadosa e intentaba continuar la ruta, siendo
despedazado cerca de Laodicea.
Por su parte, Luis VII no era más afortunado. Cuando seguía con sus tropas la
costa y, por el paso del Meandro y Laodicea, se dirigía sobre Atalia, el jefe de
su vanguardia se dejó sorprender por los turcos. Luis VII se defendió con
valentía, pero una multitud enorme de peregrinos había sido muerta por
sorpresa; el rey, con el resto de sus tropas, tuvo que marchar
352
Sobre la historia de la segunda Cruzada, cf. bibliografía.
apresuradamente a Atalia. No era más que una etapa precaria. El hambre y
los ataques de los griegos diezmaban el ejército francés, y Luis VII acabó por
decidirse a embarcar para Antioquía en una flota bizantina, con una parte tan
sólo de sus tropas; las otras, condenadas a la ruta de tierra, fueron
abandonadas a los turcos.
Raimundo de Aquitania, el tío de su mujer Leonor, era príncipe de Antioquía.
Aquí hay un triste episodio conyugal en el desarrollo de la Cruzada. El rey
amaba a su mujer de una manera casi inmoderada, como lo consigna J. de
Salisbury; y no tardó en sentir desconfianza respecto a las relaciones de la
reina y de su tío. Este, por lo demás, parecía esforzarse en retener a Luis VII
con el pretexto de combinaciones de intereses entre los soberanos de los
principados cristianos de Siria. El drama doméstico estalló, y la reina,
alegando un parentesco en cuarto o quinto grado, pidió la anulación del
matrimonio. Ya no quedaba otra cosa que partir lo más rápidamente para
Jerusalén, llevándose a la fuerza a la infiel.
En Jerusalén vuelven a encontrarse Luis VII y Conrado III, y persuadidos por el
rey de Jerusalén Balduino III, aceptaron marchar sobre Damasco. Así, en el
mes de julio de 1148, 50 000 hombres, entre los que iban los caballeros del
Temple, en manos de los cuales Luis VII, su huésped en Jerusalén, había
puesto implícitamente la dirección de las operaciones, partían para sitiar a
Damasco. La ciudad, construida a la salida de las montañas, en un valle bien
regado, cubierto de verdor en medio de un desierto abrasador, estaba
rodeada de arrabales llenos de jardines; de huertos y de casas de campó.
Todo esto constituía otras tantas tentaciones para el ejército cristiano que se
demoró en aquellas delicias de Capua, dejando tiempo a los turcos para que
reforzaran las defensas de la ciudad. El sitio, difícil de por sí, se hacía
prácticamente inútil. Los dos reyes no se obstinaron, y el 28 de julio se
decidieron a regresar lamentablemente a Jerusalén. Conrado, por su parte, no
permaneció mucho tiempo, sino que se apresuró a volver a sus Estados, y
una buena parte de las tropas del rey de Francia también se marchó por las
rutas de tierra. Luis VII, una vez que volvió a la Ciudad Santa, se demoró en
ella, entregado a devociones: obras piadosas y visitas a los santuarios. Todo
esto, con gran desesperación por parte de Suger, el fiel político a quien el rey
hostigaba sin cesar con peticiones de dinero. En fin, después de la Pascua de
1149, Luis VII se decidió a volver a su reino, casi solo, con Leonor.
He aquí el exterior de la Cruzada: manifiesta un fracaso del cual, en el plano
de la vida moral y religiosa de la época, es preciso buscar las
responsabilidades o sacar las consecuencias. Un hecho se impone desde el
primer momento, como es el de la lamentable aventura de la Cruzada
popular, Los alemanes, por la impericia de su jefe, son muertos por los-turcos;
a los franceses, su rey los abandona a la servidumbre o a la muerte cuando se
embarca, con algunas tropas tan sólo, en Atalia, para Antioquía. Y sin
embargo, al partir la Cruzada, había habido un hermoso movimiento de
entusiasmo: el pueblo se agolpaba en torno del piadoso rey Luis cuando
marchó a Saint Denis a tomar la oriflama y su bordón de peregrino. Pero
pronto esta misma, multitud se manifestó como un obstáculo a los rápidos
progresos del ejército cruzado. Movido por sus instintos, paroxismos religiosos
o pasiones violentas, era incapaz de someterse por mucho tiempo a la
autoridad del jefe legítimo. Ya en Worms, en torno de los convoyes de víveres,
los peregrinos habían acometido a los habitantes de la ciudad, produciéndose
encuentros- violentos. Pero era peor aún lo que sucedía con la plebe piadosa
alemana, turbulenta, ávida y brutal. Odón de Deuil los acusa simplemente de
borrachos: después de haberse entregado al pillaje, y una vez embriagados,
se quedaban perdidos a retaguardia y eran muertos por los griegos; sus
cadáveres sin sepultura apestaban el aire353. Era precisa la enérgica severidad
del rey Luis VII para salvar de tales excesos a la tropa francesa: dando
ejemplo, el rey repartía, igualmente los víveres entre ricos y pobres, y podía
de este modo mantener la disciplina con extremo rigor. El cronista, añade que
hubiese sido preciso castigar a "no pocos millares". Así, los instintos
parcialmente refrenados por esta parte se manifestaban en otra. Tales esas
impaciencias del ejército, imperiosas como las intimaciones de las masas de
la, primera Cruzada; hábilmente trabajada por las insinuaciones de los
griegos, la tropa francesa arde en deseos de partir y murmura ya contra la
demora del rey; éste tiene. que ceder y atravesar el brazo de San Jorge aun
antes de haber podido reunir todas sus fuerzas 354. La impaciencia popular es
decididamente ciega a toda prudencia estratégica. Los hombres de guerra
querían un cambio, desembarazarse de esos frenesíes inútiles e imprudentes,
ante todo entre los alemanes, en los que reinaba la indisciplina. Y esto tanto
más cuanto que en la marcha sobre Iconium, a través de esos desiertos cuya
travesía se acometía con víveres para una semana355. Las dificultades
exasperaban las impotencias. Se incriminaba a los "hombres débiles y sin
armas" que eran una carga para los suyos y una presa fácil para los
enemigos. Y los humildes se desquitaban con los grandes, si hemos de dar
crédito al relato, tal vez legendario, de los Annales Herbipolenses356. El
hambre, la sed, y la disentería hacen estragos en el ejército alemán; pero
como la sed es la que causa mayor sufrimiento, Conrado, a quien se le había
hablado de un lugar en el que había agua, abandonó el campo durante la
noche con los suyos, duques, prelados, nobles, todos los jefes. "La multitud"
esperaba su regreso para ir a saciar su sed después de ellos, cuando de
repente, en medio de la noche, los sarracenos se arrojaron sobre el campo
haciendo una carnicería atroz. Cuando el rey volvió se había consumado la
derrota. La justicia del cielo y de los pobres, que no tuvieron otra recompensa
que la de regresar con grandes trabajos a su patria357. Conrado no conservaba
353
ODÓN DE DEUIL, [210], col. 1217.
Ibíd., col. 1224.
355
ODÓN DE DEUIL, COL. 1229.
356
Ann. Herbipol., XVI, 6.
357
Según ODÓN DE DEUIL (c. 1231), cierto número fue a pedir ayuda y protección al rey
de Francia, Ann. Herbipolenses, XVI, 6.
354
con él más que a sus caballeros. El testimonio de los cronistas concuerda bien
en efecto para mostrar decidido a Conrado, después de la derrota de Iconium,
a desembarazarse de su molesta escolta y a marchar contra los turcos
únicamente con sus hombres de guerra358. La calidad guerrera seguía siendo
la única garantía de eficacia359.
Una necesidad análoga de depuración se afirma en la Cruzada francesa. Los
resortes son menos cínicos -el rey de Francia era hombre piadoso y bueno-,
pero igualmente determinantes. En la marcha de Constantinopla a Satalia, las
dificultades de aprovisionamiento fueron tales, y los griegos tan
desvergonzadamente ladrones, que los pobres gastaron para alimentarse sus
últimos recursos. Una masa hambrienta acompañaba a la tropa real, tanto
más inquieta y violenta, cuanto que no había comido. El rey trató de
protegerla por todos los medios, pero el esfuerzo tiene un límite, sobre todo
cuando la derrota exaspera. Los pobres naturalmente abrumados critican
ásperamente a los jefes, y éstos no se preguntan, con la elevación de ánimo
del cronista: "Qué cosa deplorable no sería ver a unos señores morir por sus
esclavos, si Jesucristo que es el señor de todo, no hubiese dado ejemplo?" 360
La altivez señorial recobraba en la prueba: todos sus derechos, y el rey no se
sentía con fuerzas para resistir a sus nobles hasta el fin. Hubo un momento,
después de haber tomado consejo del gran maestre del Temple, en que pensó
salvar la unidad de su tropa haciendo de ella una especie de ejército fraternal
y disciplinado como la milicia del Temple, en el que las clases estarían
confundidas, efímera tentativa de enderezamiento moral: en Satalia, donde el
propio rey se había resignado a no continuar la marcha sino con los hombres
válidos y armados, los grandes prevalecieron al fin. Decidióse no embarcar
sobre los navíos más que la parte eficaz de la tropa francesa, los nobles y sus
hombres de armas. Luis VII, para satisfacer su conciencia, trató con los
griegos de Satalia a fin de asegurar la protección de todos aquellos "débiles y
enfermos"; pero encerrados en la ciudad como en una ratonera entre griegos
y turcos, allí perecieron casi todos o terminaron como esclavos. Así la
aristocracia feudal, apoyada en su valor militar y en sus caudales, era la única
capaz de hacer la Cruzada: el pueblo humilde -y ésta era la lección, moral si
se quiere, de la expedición francesa- sólo podía por su misma pobreza y sobre
todo por el desbordamiento de sus instintos, comprometerla. En el abandono
cínico de Satalia había como una evidencia de purificación necesaria.
Por ambos lados era, decididamente, el final de la Cruzada popular. Los reyes
vuelven a encontrarse, simples peregrinos, con sus amigos y sus hombres;
van a Jerusalén a hacer sus devociones; atacan a Damasco, porque el rey de
Jerusalén se lo pide; vuelven a marcharse cuando les parece; han cesado de
358
Ann. Herbipol., ibíd.
Tanto más cuanto que la aventura intentada por Otto de Freisingen con quince mil
hombres de marchar a liberar Edesa había también fracasado. Otra imprudencia de la
pasión popular, mal contenida esta vez por un hombre de
Iglesia. Otto, como se sabe, era obispo.
360
ODÓN DE DEUIL, C. 1238.
359
ser jefes de pueblos para mandar únicamente una caballería diseminada y
honrar con su presencia sobre las rutas de Oriente, una peregrinación
colectiva361. San Bernardo había propuesto para la realización de la antigua
esperanza a los jefes legítimos, y éstos, por impericia o egoísmo, faltaron a su
misión social. Las naciones no buscarán ya ahora, en su unidad tumultuosa,
su salvación y su gloria sobre los caminos de la Jerusalén terrena. Con la
matanza de los humildes -los que partían, milenaristas aún, para no volver
más-, la Cruzada. pierde su significación universal para no ser más que una
expedición sin resonancia, reservada a quienes poseen la fuerza y la virtud.
Limitación que explica, en la vida religiosa de la Cruzada, un impresionante
empobrecimiento. Este era evidente, por otra parte, en la lógica del
agotamiento de una fórmula, mucho antes de los fracasos sangrientos de Asia
Menor. No obstante su sentimiento tan rico del mito y del símbolo, Gerhoh de
Reichersberg no llega, en efecto, a persuadirse por completo del fervor
religioso de la Cruzada.
Los prodigios fueron, como es sabido, raros; y los prodigios de la partida, tan
interesantes y numerosos en la primera Cruzada, fueron en ésta
particularmente pobres. Hay que contar sobre todo los milagros de San
Bernardo, con valor de ordalía, y algunos otros realizados por los cruzados,
siempre ad probandum. En el curso de las pruebas de camino, el caballero
blanco, nuncio de victoria, no aparece más que una vez, en el Meandro, la
única victoria, es cierto, de la Cruzada 362. El cronista es de tal manera pobre
en presagios favorables, que encuentra uno, totalmente negativo, en la
clemencia del cielo y la ausencia de lluvia. Parece entonces como si la
solicitud divina. se apartara del ejército cruzado y no quisiera ayudarle ya a
vencer las dificultades del camino. Por el contrario, las señales sobrenaturales
son nefastas y condenatorias. Durante la misa del papa la sangre de la
Eucaristía cayó sobre la alfombra delante del altar, en lo cual los hombres de
buen juicio vieron el anuncio de muy grandes desgracias para la Iglesia; fue el
año mismo de la derrota de la Cruzada 363. Más aún: como un concierto de la
opinión inquieta, los redactores de los anales no encuentran ya a los prodigios
un sentido favorable: el cometa de 1145 manifiesta la voluntad de Dios en la
derrota de los cristianos de Oriente364. El de 1147, lejos de prometer la
victoria, marca el final y por lo tanto el fracaso de la Cruzada. Un destino
361
Los textos parecen confirmar esta desaparición de todo elemento popular. GUILL. DE
TIRO, [159], lib. XVI, c. 27-29; lib. XVII, c. 1-2, no habla más que de barones y de nobles
en torno de los príncipes. Señala igualmente, confirmado en esto por OTTO DE FREISINGEN, [211], p. 58, que era preciso para marchar sobre Damasco reclutar por todos los
medios y a cualquier precio infantes. No obstante, la cifra del ejército cristiano ante Damasco, que se está de acuerdo en calcular en 50 000 hombres, puede dejar suponer
que se había logrado con todo, agrupar un número bastante importante de hombres de
a pie.
362
ODÓN DE DEUIL, [210], c. 1235-1236.
363
[212], pp. 520-521.
364
Gesta episcop. Virdunnens., PERTZ, X, 516.
adverso parecía encarnizarse contra la santa empresa y el ciclón que inundó
el campo alemán antes de la llegada a Constantinopla, no pareció menor
testimonio de la cólera de Dios. Porque aquella masa, en marcha hacia la
Tierra Santa, entregada a todas las dificultades y todos los peligros de la
Tierra, no tenía más esperanza que la celestial. Y cada día se hacía manifiesto
que el secreto juicio de Dios no le era favorable. Se lo debían a su conducta,
saqueadores y devastadores, que no marchaban "humildes y pacíficos en el
temor del Señor" -es la interpretación ahora familiar de los cronistas-365, se lo
debían a la flaqueza de su fe.
Porque, sin realidad mítica, o casi sin ella, la segunda Cruzada no es en mayor
medida creadora de ritos. Sin duda, estamos mal informados: no tenemos ya
de ella diarios de ruta, como los escribieron, para la primera, Raimundo de
Aguilers, Foucher de Chartres o las Gesta. Odón de Deuil y Guillermo de Tiro
nos dan indicaciones sobre la piedad de Luis VII y su exactitud en cumplir
todos sus deberes religiosos, pero nada en cuanto a la vida religiosa de las
tropas. Nada tampoco sobre la preparación religiosa sobre los combates:
cierto es que hubo pocas batallas formales, y asedios insignificantes. Se sabe
únicamente que después de la inundación que destruyó el campo del ejército
alemán, se celebró una misa y se cantaron acciones de gracias en la tienda
de Federico, que fue la única, que quedó intacta 366. Eran simples restos de la
liturgia tradicional. Lógica del agotamiento del mito incapaz de creaciones
nuevas sin el fervor de la piedad popular.
El papel del clero en la Cruzada, del alto clero especialmente, es
preponderante. Los esfuerzos de Bernardo no habían sido vanos. El ejército
cristiano había partido sólidamente encuadrado por sus jefes temporales y
pontífices. Numerosos arzobispos y obispos van a la cabeza de las tropas;
incluso uno de ellos es el jefe del ejército: Otto de Freisingen, medio hermano
del emperador. En torno del rey Luis VII, algunos prelados ejercen extremada
influencia: Aloise, obispo de Arras, el pacificador del conflicto de Worms entre
los peregrinos y los ciudadanos, gran celebrador de misas y confesor, según
dice la crónica367, especie de capellán mayor; Godofredo de Langres y Arnulfo
de Lisieux, que se disputaban, después de la muerte de Aloise, la confianza
del rey así como el título de legado del papa, al cual no tenían ningún
derecho, muy pintorescamente retratados en la Historia Pontificalis368; el uno,
Godofredo, antiguo prior de Clairvaux y prevaliéndose del prestigio de San
Bernardo, gran señor, colérico y violento; el otro, más astuto, de una
elocuencia persuasiva, y ambos igualmente ávidos de dignidades y de
riquezas. Ambos también espiritualmente pobres y
ganosos de gloria temporal: fue Godofredo el que aconsejó la toma de
Constantinopla e insistió para que el ejército ante Jerusalén se ilustrara "de
365
Cas. Monast. Petrishus., PERTZ, XX, 674; GUILLERMO DE NEWBURY, XXVII, 228.
OTTO DE FREISINGEN, [211], 375-376.
367
PERTZ, XIII, 664. "Currus et auriga Francigenae exercitus..." dice de él singularmente
la Fondatio monasterii Aquicinctini, Pertz, XIV, 583. Murió en Constantinopla.
368
[212], 534-535. CL KÜGLER, pp. 16-17.
366
una manera digna del rey y de Francia". Grandes señores feudales, en modo
alguno disminuidos por su clericatura y que podían muy bien entenderse con
los legados del papa, auténticos éstos, otros señores del siglo. Eran Teodwin,
obispo de Porto, un alemán al que los franceses consideraban como un
bárbaro, hasta tal punto eran rudas sus costumbres; y con él, Guido,
cardenal-preste de San Crisógono, florentino de dulce carácter y lengua,
amigo de las letras, coleccionista de libros, perdido en las brutalidades de la
Cruzada. "Buenas personas ciertamente -señala el cronista-, pero muy por
debajo de su misión." Podría ser éste el mejor juicio sobre todos aquellos
clérigos políticos que laicizaban la Cruzada y que, solos o casi solos en
representar a la Iglesia -el bajo clero y el fraile desaparecen con el pueblo del
cual proceden-, no conservan más que sus humores guerreros o el hábito sin
alcance del rito pontifical369.
Decepción tanto mayor en el mundo cristiano cuanto que la segunda Cruzada
había aspirado a una moralidad más elevada. Marcada en sus comienzos, en
la predicación de San Bernardo, por una voluntad de penitencia, llega a la
exasperación de todas las pasiones humanas. Los cronistas las notan con una
ardiente severidad, y todos encuentran en el anatema del santo la expresión
de su reprobación unánime: ¡Vae principibus nostris! ¡Ay de los grandes
porque se han manchado desde el comienzo de la Cruzada por sus
exacciones con respecto a las iglesias y su despotismo con respecto a los
pobres! El fracaso exige una responsabilidad, y serán los nobles los que
carguen con ella. Y con justicia, por otra parte. Se necesitaba dinero para
ponerse en camino, y la codicia de los feudales, legos y clérigos, encargados
en cierto modo oficialmente de la Cruzada, parece no haber tenido límites. El
obispo de Langres, para que pudiese cubrirse el gasto, dice ingeniosamente el
texto, se llevó buena parte de la vajilla sagrada de su catedral, cierto es que
prometiendo su restitución370. El abad de Sainte-Colombe de Sens se proveyó
igualmente371. Pero sobre todo, lo que pesaba más sobre el pobre pueblo era
la contribución especial exigida por el rey y sus señores 372. Y aún hubiera sido
bueno, si, bien provistos para el camino, se hubiesen resignado a la virtud,
pero arrastrados por sus pasiones, se entregaban a la rapiña y sobre todo a la
lujuria. Porque partieron, en gran número, con sus mujeres, lo cual no sería
censurado por los piadosos cronistas, pero tampoco desdeñaban a las
369
Aparte del obispo Esteban de Metz (O. DE DEUIL, c. 1232) y Otto de Freisingen, el
ejército alemán no parece haber tenido prelados tan señalados como aquellos cuyos
nombres hemos retenido. En cuanto al clero regular, ciertamente hubo abades: el abad
de Saint-Bertin, Hermann, abad de Saint-Martin de Tournai (Lib. de restauratione S.
Martini Tornac., PERTZ, XIV, 336), Gilberto de Alberia abad de Prémontré (AA. SS., 6 junio, I, 761) y el abad de Sainte-Colombe de Sens. Pero, salvo en cuanto al abad de
Saint-Bertin, gracias a O. de Deuil, ignoramos sus papeles y su influencia. Y aun así, no
es ésta más que una categoría del alto clero.
370
[21], 324.
371
Ibíd, XII, 288.
372
Cf. VACANDARD, [223], II, 283.
mujeres públicas, que encontraron naturalmente un lugar en el ejército de la
Cruzada. Y no fue éste su peor pecado. El pensamiento religioso no se
complace en las flaquezas de la carne. Lo que se les reprocha es el carácter
público de sus desórdenes, su impudicia de grandes señores y, sobre todo
esto, su soberbia. Su goce descarado de la vida se liga, en efecto, al
sentimiento de su calidad superior. Pecado del espíritu más que del cuerpo,
pecado aristocrático que les conducía a todas las indisciplinas, fanfarronadas
guerreras que hacen perder las batallas373, y sobre todo desconocer la
omnipotencia de Dios374. Mientras el sentimiento religioso aumenta con la
debilidad del hombre y la única eficacia de una voluntad sobrenatural, "ellos
cuentan más consigo mismos que con la ayuda de Dios"375. Dios, en verdad,
no podía estar con aquellos señores feudales demasiado satisfechos de vivir y
de dominar376.
Ultimo aspecto de la Cruzada, éste, ciertamente, posterior a la Cruzada
misma, pero en la línea de su evolución temporal: la combinación política. A
medid, en efecto, que se impone el fracaso de la Cruzada y que el análisis se
aplica a encontrar sus causas, la explicación se eleva, se hace más
sistemáticamente intelectual. Y lo que ciertos cronistas descubren, sin
concederle siempre toda su importancia, es, a través de la empresa religiosa,
el ascenso de un pensamiento político. En dos sentidos, por otra parte. El
primero manifiesta la tendencia natural de aquellos señores guerreros a
fabricarse en los territorios por los que cruzan nuevos dominios. Sus
predecesores de la primera Cruzada no les habían escatimado los buenos
ejemplos, pero lo que ahora es característico, es la confesión cínica de la
intención. Sabido es que el obispo de Langres aconsejó vivamente
-adelantándose a la historia- apoderarse de Constantinopla, y los cronistas no
dejan de notar la codicia desvergonzada de los grandes377. La otra amenaza
política es más sutil, pero más fecunda en posibilidades futuras. ¿Se podía,
para explicar el fracaso de la expedición piadosa, entonar incesantemente el
mea culpa? Era natural y justo buscar otros responsables, tanto más cuanto
que, mucho más intensos que para la primera Cruzada, circulan por doquier
los rumores de traición. En primer lugar contra los griegos, contra los cuales
373
El reproche de indisciplina se repite con frecuencia, sobre todo en cuanto al ejército
alemán. Se conducen superbe et indisciplinate, dice GUILLERMO DE NEWBURY, PERTZ,
XXVII, 288. Cf. también G. de Bruil, PERTZ, XXVI, 201; Vinc. Prag., PERTZ, XVIII, 663, violento contra las mujeres y el pecado de la carne; Gisleberti Chron. Han., PERTZ, XXI,
516, denuncia el número excesivo de mujeres.
374
Los textos convergen en torno de esta condenación religiosa; cf. Ann. Egmundani,
XVI 456; Gesta Abb. Saint-Bertini Contin., Pertz, XIII, 664.
375
Ann. Magdeburgenses, XVI, 188.
376
Se advertirá la corriente particular de severidad que se forma, a mediados del siglo
XII, entre los historiadores ingleses, con respecto a la segunda Cruzada. El amor propio
nacional no está ausente, pero más todavía el espíritu antiaristocrático, que caracterizará a los cronistas ingleses, de Enrique de Huntingdon a Gervasio de Dorobern.
377
Ann. Magdeburg., PERTZ, XVI, 188, como igualmente los Ann. Herbipolenses.
los historiadores están unánimes, no menos que contra su imperator
clandestinus insidiator378. Pero lo que aparece con tanta novedad como
fuerza, son las acusaciones contra los cristianos de Siria. La expedición contra
Damasco sobre todo, aventura al margen de todo sentido religioso, parece
haber suscitado la sospecha general: se habla de la rapacidad de los
hierosolimitas; existe el convencimiento de sus tratos ante Damasco con los
musulmanes379, y se achaca la felonía a los caballeros del Temple, esos
fiadores de una virtud monástica para la evolución militar de la Cruzada380. En
realidad hubo sobre todo este período del sitio de Damasco una enojosa
apariencia de traición. Guillermo de Tiro, cristiano de Siria, inquieto por estas
disensiones entre príncipes de Occidente y reinos cristianos de Oriente, ha
tratado de hacer la luz; ha interrogado a testigos dignos de fe, y no ha podido
recoger más que opiniones discordantes. Los unos acusaban al conde de
Flandes de haber intentado poseer Damasco, frustrando a los príncipes de
Jerusalén, los cuales prefirieron abandonar la ciudad al enemigo. Otros
pretenden que el príncipe de Antioquía maquinó la defección de los príncipes
de Jerusalén, porque estaba furioso contra el rey de Francia que no le había
secundado en sus ambiciones. Otros, en fin, hablan de corrupción pura y
simple; por otra parte, el oro dado a manos llenas por los turcos no era sino
cobre. Lo seguro es que todas estas interpretaciones son políticas; la menor
intención religiosa ha desaparecido y los cristianos pactan con el infiel. Los
señores de Occidente no parecen en modo alguno dispuestos a comprender
que esto pueda obedecer a una necesidad o a la prudencia de los defensores
responsables del reino de Jerusalén: conservan el mal humor de haber llegado
tarde, y la defensa de la tumba del Señor puede no ser ya a sus ojos más que
un piadoso pretexto, mantenido por hábiles ambiciosos, hombres de guerra
como ellos. Estos señores feudales, con sus rivalidades temporales, destruyen
lentamente el mito de la guardia cristiana en Jerusalén: la gran continuidad de
fervor entre el Occidente y el Oriente puede encontrarse amenazada por ello
en el futuro. Al menos, el espíritu político ocupará en adelante entre los dos
mundos un lugar esencial, y cuando las ambiciones se hagan demasiado
vivas, con la tentación extremada del espejismo oriental, no bien las
circunstancias lo permitan, habrá para los barones toscos de Occidente una
presa infinitamente deseable: la Constantinopla de la decadencia bizantina.
378
G. de Bruil, PERTZ, XXVI, 201. Dos textos tan sólo se esfuerzan en juzgar con más
justicia: Guill. de Newbury, que reconoce que el basileus tenía razones para desconfiar
de los occidentales (PERTZ, XXVII, 228), y los Ann. Palidenses (PERTZ, XVI, 83), que reservan su juicio sobre la acusación que se hace a los griegos de haber envenenado a
los alemanes de regreso en Constantinopla después de Dorilea.
379
Gerhoh de Reichersberg; fragmento De investigatione Antichristi, PERTZ, XVII, 463;
Ann. Brunvilarenses, XVI, 727; Ann. S. Medardi Suession. PERTZ, XXVI, 621; Ann. Casinenses, XIX, 310.
380
de Coggeshall, PERTZ, XXVII, 345. Los Ann. Herbipolenses agregan que Conrado se
irritó en extremo y juró que los templarios felones no entrarían jamás en sus Estados
(XVI, 7).
Signo de los tiempos, sin embargo: ante la proposición de Godofredo de
apoderarse de Constantinopla, fueron numerosos los que se negaron a luchar
o a morir para conquistar las riquezas de la capital oriental. Una promesa los
ligaba aún; también una esperanza381.
Pero los contemporáneos carecen de esas perspicacias, fáciles para la
historia. Sería engañarse singularmente en cuanto al complejo espiritual de la
segunda Cruzada si se hiciesen resaltar demasiado las sevicias del espíritu del
siglo. Todo esto se mantiene confuso, latente en una necesidad religiosa, más
disciplinaria en unos, teológico-mística en otros: el hombre participa todavía
demasiado de una atmósfera de mito para definir claramente las necesidades
de su acción, ya que no de su pensamiento. Se contenta con vivir con
intensidad y con arreglarse con su Dios. Son los cronistas, clérigos en reposo,
los que comienzan a juzgar. Aún en la mayoría la condenación nace de una
necesidad lógica, más que de una propensión moral. El fracaso es un hecho, y
hay que explicarlo. Dios no puede ser culpable, y se vuelven los ojos
naturalmente hacia el hombre. Pero, sin duda, sólo hacen esto los caracteres
agrios y temporalmente justicieros. Otros más nobles prefieren la dignidad del
silencio382. La actitud más difundida -otro rasgo que precisa la necesidad de
sumisión sobrenatural de la época- es la de renunciar a explicar: hay en esto
un oscuro juicio de Dios, y sería impío en el hombre tratar de penetrarlo383.
Lo prueba, por lo demás, la continuidad del movimiento hacia Jerusalén. La
quiebra de la Cruzada parece no ser más que un simple episodio: las
peregrinaciones a la tumba del Señor no disminuyen ni en número ni en
fervor384. La necesidad religiosa se aviva, por el contrario, con el mismo
fracaso. Porque, ¿de dónde vendría esa asimilación crítica que opone al hecho
la promesa de Dios, y a la impotencia real la predicción inspirada de la
Cruzada? Nadie duda aún del valor sobrenatural de la empresa: era "el
movimiento del Espíritu", "voluntad de vivir". En este plano de intensidad
religiosa, las apariencias sólo pueden ser sobrepasadas; Otto de Freisingen,
como Juan, abad de Casamari, en su carta famosa a San Bernardo,
reconocerán que el resultado de la Cruzada les parece "bueno en sí mismo".
Derrota temporal sin duda, ¡pero de qué tesoros de misericordia no se han
aprovechado las almas en la prueba! ¡Qué ocasiones magníficas de
penitencia, y por ende de salvación eterna! En el orden del pensamiento
divino, nada puede ser un contratiempo: basta con buscar con una fe firme la
explicación sobrenatural, teocéntrica, la única a la medida de Dios. Desde
381
ODÓN DE DEUIL, [210], col. 1224.
382
OTTO DE FREISINGEN, quien hubiese deseado escribir una historia gozosa, [211],
375, y Vicente de Praga, PERTZ, XVII 861-862.
383
Grande autem hoc miraculum Dei (Rich. Pictav., PERTZ, XXVI, 82). Dos textos únicamente parecen reprobadores y desconfiados con respecto al elemento espiritual de la
Cruzada: evidentemente los Ann. Herbipol., XVI, 3, que consideran la Cruzada obra de
los falsos profetas, y Helmold, poco simpático a San Bernardo, cuando habla de su predicación: nescio quibus oraculis edoctus (PERTZ, XXI, 57).
384
Se encontrará de esto un testimonio poco sospechoso en los Ann. Herb., XVI, 8.
luego las contradicciones se desvanecen; lo real se sublima, como para esos
cristianos triunfantes de su fracaso, la propia Jerusalén. Vislumbrada no hacía
mucho por San Bernardo, la idea de una Jerusalén celeste se precisa en la
historia espiritual de la Cruzada, reacción de las índoles religiosas contra la
laicización de la expedición santa, indispensable renovación de fórmulas de fe
y de acción agotadas.
Es el último rasgo que debe marcar el valor de etapa de la segunda Cruzada.
Cuando ésta termina, sus mitos de partida han perdido todo su dinamismo. Si
entre la primera y la segunda Cruzadas, se ha podido advertir una
continuidad, ya débil sin duda, pero aún viva en las fuerzas de movimiento,
después de los regresos sin gloria de Conrado y de Luis VII, es preciso
comprobar que algo termina. ¿Qué queda, por ejemplo, de la fe en las
predicciones? Algunas fórmulas sin fuerza y sin alcance colectivo 385. ¿Y del
mesianismo inicial? Nada o muy poco: la entrada triunfal que los clérigos y el
pueblo de Jerusalén prepararon al rey Luis VII no era más que una habilidad
política para persuadirle de, que marchara sobre Damasco386. El mito de
elección de los francos y de su rey no podía, por lo tanto, seguirse
manteniendo... Como si las dificultades del camino hubiesen descubierto lo
ilusorio de esas ideas-fuerzas de la partida, las más vigorosas sin embargo, a
causa de que eran plásticas y simples. La debilidad de los hombres era
decididamente muy grande. Sin duda -acabamos de indicarlo-, nuevos
recursos espirituales se preparaban para la Cruzada, pero aún estaban
encerrados en algunas almas de elección. El hecho histórico normal, la regla
de las masas, era, después de la gran prueba y su fracaso, el desaliento.
Algunos espíritus positivos -ya los había-, pero capaces únicamente de una
reflexión inmediata sobre los acontecimientos, comparaban el enorme
movimiento de multitudes provocado por la Cruzada y su valor práctico. La
frase hiriente aparece una vez: "Esto no sirvió de nada" y -áspera, igualmente
amarga- la comprobación de Gerhoh de Reichersberg: "De un ejército tan
grande apenas si volvieron unos restos" 387. Profundizar en el fracaso podía
afectar a la esperanza, ingratitud extrema para con la bondad providencial.
Había que partir de nuevo, pero de otro modo.
IV.-LAS LECCIONES DEL FRACASO: DE LA ESCATOLOGÍA A LA CRUZADA DE
PENITENCIA.
Tal es la historia interna de la segunda Cruzada, superficialmente contada o
afectivamente vivida por los contemporáneos. ¿Se podrán ahora deducir, con
385
Lib. de restauratione S. Martini Tornac., XIV, 326; PERTZ, XXX, 14.
GUILLERMO DE TIRO, [159], XVI, 29, que no engaña, por otra parte: los mismos honores habían sido prodigados poco antes a Conrado (íd., XVI, 28).
387
PERTZ, XVII, 463. La impresión de los regresos no parece haber sido tampoco reconfortante (HELMOLD, PERTZ XXI, 58). Tanto más cuanto que el Occidente, atormentado
de 1148 a 1150 por azotes incesantes ,se preocupaba sobre todo de sí mismo.
386
el deseo de una explicación orgánica, algunos rasgos más esenciales gracias
a la perspectiva de la historia?
Nacida de una causa ocasional, especie de pretexto, la toma de Edesa, la
segunda Cruzada, fenómeno de evasión colectiva, debía ver converger hacia
ella las fuerzas de inquietud o de esperanza del Occidente. Eran numerosas
en aquellos tiempos trastornados por los azotes, el mal de los ardientes, las
tempestades, inundaciones, hambres y huracanes, tan fácilmente explicables
para una mente de la Edad Media como fenómenos apocalípticos y realización
de profecías. También las emociones colectivas se multiplican, emigraciones
bajo la influencia del hambre, grupos espontáneos de penitencia,
constructores de lugares para él culto, penitencia colectiva ritualizada que se
inserta en el intenso movimiento social del siglo XII, las primeras migraciones
de una clase obrera, el desarrollo comunal sobre todo. Un espíritu
esencialmente apto para las formas escatológicas colectivas se manifiesta:
cometas, eclipses, fenómenos naturales se transforman en señales, en
figuraciones místicas.
Para todos, en todas las clases sociales, el fin del mundo está aún cercano,
mantenido, en las fuentes vivas, por la pululación de las herejías
escatológicas o montanistas y la palabra turbulenta de los seudoprofetas. En
Francia, en fin, una forma social escatológica, pariente próxima del mito del
rey de los últimos días, engrandece la monarquía capetiana con un
incomparable prestigio místico. La leyenda carolingia y las tradiciones
sibilinas convergen en torno de Luis VII, y los primeros poemas épicos exaltan
sin cesar los destinos del rey de los francos.
Todas estas fuerzas conducen a un terrible y casi inmediato desastre. Hemos
seguido, en el análisis de su asombro y la repercusión de su fe, a los
contemporáneos. Se pueden indicar otras causas, más profundas quizá, razón
y lección del fracaso.
La segunda Cruzada no es ante todo más que un equívoco, confusión en
cuanto al sentido espiritual de la Cruzada y por lo tanto, inadaptación de los
esfuerzos. El rey Luis VII, al parecer, no ha hecho bien más que una
peregrinación: expiación, cumplimiento de un voto ajeno, simple empresa
piadosa, no se sabe, pero la intención no pasa de ser personal y los otros
peregrinos no son más que los compañeros y los testigos de este acto de
penitencia regia. Ahora bien, lo que la efervescencia religiosa de la época
espera de él es una cosa muy distinta: una expedición mística, una conquista
de los últimos días, con todas las promesas escatológicas que comporta y,
para el puebla que la lleva a cabo en torno de su jefe natural, una elección
verdadera. Salvación individual preeminente a la salvación colectiva, es aún
el pensamiento de San Bernardo, el predicador de la Cruzada. El austero
cisterciense no tiene, ciertamente, fe en lo específico de la Cruzada, ya que
no cree en el valor purificador de la conquista por las armas, ni en la santidad
esencial, intrínseca, de Jerusalén, ya que la Jerusalén celestial es única de
acuerdo con el espíritu de su vida interior. Por eso predica la obra de
penitencia. Otro equívoco. Porque el pueblo al cual se dirige para acabar con
las vacilaciones de Conrado, está imbuido en temores escatológicos, cree en
la inminencia del fin del mundo y ve siempre en Jerusalén la Tierra prometida.
Así, pues, no hay unanimidad en la partida. Lo atestigua Conrado, que se
cruza probablemente influido por una crisis religiosa, y todavía vacila en
ponerse en camino con un ejército dividido del cual desconfía. El
particularismo muy acusado de las regiones de su inmenso imperio, el espíritu
independiente de las ciudades, la autonomía moral de las potencias
eclesiásticas y de sus efectivos, son otras tantas condiciones necesarias de
uña indisciplina fundamental. A esto se añade el peso considerable de los
humildes. ¡Cuántas condiciones desfavorables para un jefe de guerra,
preocupado por otra parte de los destinos de su imperio y mirando siempre
hacia atrás! Rara vez se oponen más intereses a la convergencia espiritual y
dinámica de la Cruzada. No hay ningún acuerdo entre los jefes y las masas, y
existe una completa confusión en cuanto al objeto mismo de la expedición:
¿cruzada o peregrinación? ¿Cómo en este desorden de las tropas y de los
corazones podía dejar de justificarse la derrota?
Otro motivo de confusión y no el menor: ¿a dónde se va?. Prácticamente a
Edesa, místicamente a Jerusalén. El papa había especificado bien que se
trataba no de Jerusalén, sino de Edesa. Pero buena parte de la tropa pensaba
en la expedición de liberación, y Gerhoh de Reichersberg acusa a los
hierosolimitanos de haber atraído por codicia a los occidentales, "aunque
estaban ya libres". En cuanto a los peregrinos no armados, escolta
tumultuosa de la tropa, iban a Jerusalén. ¿Cómo podía haber así una idea'
estratégica de conjunto? Tampoco se resolvió si el viaje había de hacerse por
mar, como una expedición práctica, con un objeto que se trata de alcanzar lo
más rápidamente posible, o bien por tierra, según la regla de la peregrinación
y para no suprimir ninguna de las pruebas de penitencia.
Podrían multiplicarse los hechos de una incoherencia orgánica; explicarían el
fracaso de la Cruzada y demostrarían la fuerza del fenómeno espiritual que
representa. Necesidad de partir, busca de la salvación, gusto de la penitencia,
exaltación de las pasiones: otros tantos remolinos espirituales en ese
movimiento múltiple que por su amplitud y su mismo desorden ofrece todas
las características del instinto. Todas las riquezas también, ya que también el
tropismo de la marcha sobre Jerusalén es todavía vivaz. Orienta las
sensibilidades de ese siglo XII, y gracias a él podrá la Cruzada depurar para la
historia su compleja fisonomía.
Porque con la segunda Cruzada se han sentado algunos hechos: degradación
temporal de una parte y exaltación espiritual de otra, como para salvar un
inaprehensible equilibrio, la vida misma durante varios siglos del instinto de
Cruzada. Ante todo en lo temporal. En otro tiempo, cuando la primera
Cruzada, señales y predicaciones confundían las naciones y las clases
sociales. Ahora el sueño inconsciente, pero magnífico, de unidad cristiana,
está destruido. Las naciones se han distinguido unas de otras, desconfiadas y
calumniosas a veces, y los grandes acaban de faltar a su fama de soldados de
la cristiandad. Ya no son en la jerarquía feudal "los que luchan" y que por
consiguiente protegen. Son ya los que gozan. Se está estableciendo una
distinción decisiva en esa sociedad en, la que podían permanecer unidos
valores sociales, valores morales y hasta valores materiales, por el piadoso
deseo de la fe de hacer vivir armoniosamente la ciudad cristiana. El espíritu
laico de nacionalidad y de clase prevalece sobre la doctrina de unidad, y la
Cruzada es sin duda una de sus primeras víctimas. Ha perdido
definitivamente su ambición y su potencia de universalidad.
Es indiscutible que la Iglesia contribuyó inconscientemente, ya que no en lo
que a Roma se refiere, al menos en lo que atañe a las jerarquías nacionales,
imbuidas todas de espíritu feudal. Pero su responsabilidad no es únicamente
la de una traición temporal. Lentamente ha querido la transformación del
espíritu de Cruzada. Sociedad espiritual en la que las exigencias evolucionan
de acuerdo con las necesidades de un grupo escogido, era natural que se
sintiese inclinada a alejarse de ese torrente tumultuoso y profético en el que
los buenos y los malos se orientaban, con una esperanza mesiánica, hacia la
salvación milenarista. Esta parusia colectiva, sórdida en algunos de sus
aspectos exteriores e indisciplinada, debía provocar su inquietud o
mantenerse incomprendida. No es, por lo tanto, nada asombroso que la
austera conciencia de San Bernardo predicase la penitencia: la Iglesia, con él,
renuncia a los peligros, y tal vez a las facilidades, de la salvación colectiva,
para enseñar el mérito individual. Elevación espiritual que se enfrentaba con
la impaciencia de los grandes en condenar las Cruzadas populares. Existirán
ahora condiciones morales para realizar la Cruzada. Los cruzados -el
problema sigue planteado, pero su solución no es dudosa-, ¿son unos
elegidos, un pueblo de santos, o una multitud indisciplinada e impura? Otra
aristocracia amenaza la universalidad física de la Cruzada.
Pero ésta es según el espíritu, y su vida misma exige otra fuente de
universalidad: una sublimación, en verdad, de la idea de Cruzada. La ampliará
en el espacio -y éste será pronto el papel de la Iglesia de Roma-, y le dará
sobre todo un valor de purificación interior. La Cruzada se prepara en la
penitencia, con condiciones imperiosas de pureza y de pobreza. ¿ Se hace ya
tan necesario llegar a Jerusalén? La idea bernardiana de la Jerusalén celeste
se precisa cada vez más en las sensibilidades religiosas. Y el peregrino ruso
Daniel, que visita por la época de la segunda Cruzada toda Palestina y los
Santos Lugares, medita en las palabras de Cristo a Santo Tomás 388. "Dichosos
aquellos que ven y creen, pero más dichosos los que creen sin haber visto."
Cierto es -y es un signo de la vacilación de la época ante la suprema beatitudque él mismo acababa de llevar a cabo la peregrinación.
388
Edic. NOROFF, 141.
CONCLUSIÓN
LAS FUERZAS DE CONTINUIDAD
Entre las lecciones de la derrota, la más noblemente sentida es la voluntad de
repararla pronto. El Occidente, demasiado cansado, después de la segunda
Cruzada, no pondrá en ello su puntillo de honra. Solo, o casi solo, un clérigo,
muy ocupado hasta entonces de las cuestiones temporales y que hasta no
hacía mucho había soportado con impaciencia las dilapidaciones de su
soberano para realizar su deber de cruzado, se preocupa de vengar la
afrenta: me refiero a Suger, abad de Saint-Denis, gran ministro ante la
Historia. Avergonzado, nos dice su biógrafo389, de haber visto regresar en
lamentable estado y "sin gloria" a los caballeros franceses, piensa en el
desquite. Temperamento político, piensa naturalmente en establecer una red
de alianzas, que agrupe las fuerzas de Occidente contra el Imperio griego,
culpable de la derrota cristiana. Pero si bien Roger de Sicilia, su inspirador
quizá, está dispuesto a marchar contra el basileus, Conrado no quiere romper
con Manuel390. Este fracaso diplomático no desalienta a Suger. Limitando
ahora su ambición a una Cruzada contra los musulmanes, trata de animar a
partir a los barones y a los jefes espirituales del reino. En todas partes
encuentra la misma tibieza; en Chartres, los barones se remiten
lamentablemente al clero para que prepare la Cruzada391; el papa Eugenio III,
asustado ante la idea de una guerra entre cristianos, desaprueba las
gestiones de Suger encaminadas a una coalición antigriega y aconseja al
abad de Saint-Denis que no intente nada antes de estar seguro de la firme
decisión de su rey392. El propio San Bernardo, animado por un momento a una
guerra contra Bizancio, parece esquivarse y se niega a ponerse a la cabeza de
la Cruzada393. "Deserción universal" que no disuade sin embargo al tenaz
ministro. Financiero experto, ha tomado sus precauciones materiales y
enviado a Jerusalén, por medio de los caballeros del Temple, las cantidades
considerables que había economizado en Saint-Denis. "La reflexión era mucho
más necesaria que la fuerza física y la prudencia más que las armas", dice
juiciosamente su biógrafo. Estos pensamientos mesurados no empequeñecen
el designio, pues hay cierta grandeza en la obstinación de este sacerdote,
nada ejemplar en cuanto a santidad, temperamento positivo sin fervor, en
hacer su Cruzada. Quería que estuviese organizada por sacerdotes, como un
389
Vita Sugeri, [21], XII, 110.
Cf. VACANDARD, [223] II, 440 y sigs., en cuanto al papel de San Bernardo en la negociación, y BERNHARDI, [220], II, 810 y sigs.
391
Cf. epístola de San Bernardo a Pedro el Venerable, publicada por el P. SATABIN, en
Études, junio de 1894, p. 322.
392
WIBALD, ep. 239; JAFFÉ, [16], n° 9385; [21], XV, 457.
393
Epíst. 256. El papa parece, sin embargo, que cedió a las instancias de Suger y del
episcopado francés; pero el concilio que debía reunirse en Compiègne el 15 de julio
para arreglar los últimos detalles de la Cruzada, no parece haberse celebrado (VACANDARD, [223], II, 446).
390
triunfo de la casta levítica, para adquirir aquella gloria "que los reyes más
poderosos no habían logrado alcanzar". La quería como coronamiento de su
vida, pues tenía el designio de ponerse a la cabeza de la expedición. La
muerte cortó esta ambición piadosa. El desquite por los clérigos no pasó de
ser el sueño de gloria del constructor de Saint-Denis394.
Por lo demás, cada cual ha vuelto a sus preocupaciones habituales,
conservando de la expedición oriental el sentimiento de un falaz y agotador
espejismo. El Occidente se abandona a un prudente letargo; se contenta con
enviar peregrinos a Jerusalén, pero son cada vez más gentes acaudaladas,
que van bien armadas para vencer todas las dificultades del camino. El tipo
de las peregrinaciones de la época es la de Enrique el León, duque de Baviera
y de Sajonia395. Sin preocuparse en modo alguno de los acontecimientos de
Oriente, y después de dejar en orden sus Estados, emprende con la nobleza
de sus países una gran peregrinación armada. En la tropa no va ningún
elemento popular; sólo los hombres de guerra indispensables para abrir
camino. El duque ha precisado que sólo se batirán si se ven obligados a
hacerlo. No fue necesario, y la peregrinación pareció un paseo glorioso. En
Constantinopla, Enrique fue magníficamente recibido por Manuel; incluso se
dispuso de tiempo para discutir sobre teología. En Jerusalén, el rey Amauri,
los Templarios y los Hospitalarios se mostraron solícitos con el ilustre
huésped. Visitó éste minuciosamente los Santos Lugares, fue al Jordán, y tras
de haber hecho cuantiosos donativos a las iglesias y a las órdenes militares,
se marchó. En el camino de regreso recibió las mismas facilidades el príncipe
peregrino: todavía tuvo una discusión de teología con el sultán selyúcida de
Iconium. ¿Cómo podrían sospecharse ni por un momento las dificultades que
amenazaban al Estado de Jerusalén? Todo es concordia, fiestas, discusiones
piadosas; Enrique vuelve con un botín de reliquias. En ningún momento
parece haberse preocupado de los destinos de la conquista cristiana. Se
comprenden las reflexiones un tanto amargas de Guillermo de Tiro sobre la
indiferencia de que daban pruebas los brillantes peregrinos con respecto a las
preocupaciones del rey de Jerusalén. Van, numerosos y tranquilos con su
escolta noble, de la que forman parte cada vez más las mujeres de la
394
No nos referiremos aquí a la historia de la cruzada de Mayenne (1158), apoyada en
un texto de Ménage en su Histoire de Sablé, texto fabricado por exigencias genealógicas. Cf. la demostración perentoria del abate Angot, en Les Croisés de Mayenne en
1158 [Los Cruzados de Mayenne en 1158], Laval 1896, en 8º, y Les Croisés et les premiers seigneurs de Mayenne. Origine de la légende [Los cruzados y los primeros señores de Mayenne. Origen de la leyenda], Laval, 1897, 89, 32 p.
395
Cf. GUILLERMO DE TIRO, XX, 25; Roberto de Torigny, PERTZ, VI, 520, que atribuye
abusivamente a la peregrinación de Enrique intenciones belicosas, y sobre todo ARNOLDO DE LUBECK, Chronica Slavorum lib. I. La Historia de duce Henrico, edición Breck, en
Script. minores rerum Slesvico-Holstatens., Kiel, 1875, I, 241-254, sólo añade algunos
detalles interesantes al texto esencial de Arnoldo.
aristocracia feudal396, y se vuelven como han ido, con algunas reliquias
fácilmente obtenidas.
La Cruzada continúa abierta, pero como una obra de penitencia, piadoso
egoísmo en procura de la salvación individual, sin la menor preocupación de
proteger el instrumento mismo de penitencia. Y sin embargo, jamás fueron
más graves las amenazas al reino cristiano de Jerusalén. Casi inmediatamente
después de los fracasos de la segunda Cruzada, el patriarca de Antioquía y
Balduino de Jerusalén dirigían una nueva llamada a Francia397. El poder
musulmán crecía, en Oriente con Nur-ed-Din, y un justificado espanto invadía
a los jefes del reino cristiano. El patriarca Amauri se dirige a los más grandes
soberanos de la cristiandad, e incluso envía una embajada; un poco más
tarde, es el gran maestre de los Hospitalarios quien regresa hacia Occidente
despreocupado. Vanas tentativas. Apenas si, cuando el peligro se precisa, se
encuentra la expedición de Felipe, conde de Flandes, el cual parte el 1 de
mayo de 1177 con mil caballeros y sumas considerables. Se recibe a Felipe
como salvador398. En Siria los éxitos de los musulmanes aumentaban sin
cesar. En 1183, Saladino se apodera de Alepo, a las puertas de los Estados
cristianos. Los destinos de Jerusalén están ya fijados. Cuatro años después, en
el verano de 1187, el sultán derrotaba al ejército cristiano, al rey Guido de
Lusignan, al conde Raimundo de Trípoli y al gran maestre del Temple, Renaud
de-Châtillon, en Hattin. El 17 de septiembre, sitiaba Jerusalén, y el 28 de
octubre recobraba el infiel su ultrajante guarda de la tumba del Señor. Cerca
de un siglo de Cruzadas para terminar en esta suprema humillación cristiana.
Indudablemente, cargan con gran responsabilidad los príncipes occidentales,
por no haber sabido sacar las lecciones de la derrota. Por cansancio algunos,
como Luis VII, que consiente en dar un vigésimo de sus rentas a la Tierra
Santa, pero que se muestra poco dispuesto a la Cruzada. Porque no por ser
cristiano se deja de ser rey, y el Capetiano no quiere abandonar su reino por
temor a Enrique II de Inglaterra. De ahí las tibiezas, las comedias de los
entusiasmos cuando los llamamientos del papado se hacen más apremiantes;
pero tomada la decisión, se demora su cumplimiento. El papa Alejandro III
hizo vanos esfuerzos por avivar este fervor fingido. ¿Qué podía, por otra
parte, esperar de Alemania? Nos encontramos en pleno episodio de la
querella del Sacerdocio y del Imperio, y Federico I no tenía ningún deseo de
favorecer una empresa de la que el papado hubiese podido obtener alguna
gloria. ¿Preocupaciones políticas, conflicto de los dos poderes, aspectos del
mismo movimiento de exaltación nacional contra la unidad cristiana,
suscitado en aquel Occidente, donde se afirma, con toda la bellaquería de las
396
Se encontrará la lista de estos piadosos personas en Ch. KOHLER, [151, pp. 542-54].
Entre la segunda y la tercera Cruzadas, las listas abundan en nombres de mujeres: Santa Elena de Skedeven (1158); Santa Bona, hermana del patriarca Heraclio: Santa Gaetana y Santa Massaia (1169), etc.
397
Vita Sugeri, [21], XII, 110.
398
GUILLERMO DE TIRO, [159], lib. XXI, cap. XIV; BENITO DE PETERBOROUGH, I, 116,
158 y sigs.
negociaciones temporales, el desprecio de lo espiritual? El patriarca Heraclio
había de probarlo, en 1184. Llegado como embajador con los grandes
maestres del Hospital y del Temple, ve en Italia al papa y al emperador, pasa
a París y luego a Londres. En todas partes se le recibe calurosamente: en
París se le acoge "como un ángel del cielo", predica la Cruzada en
Notre-Dame, y Felipe Augusto, al cual ha llevado las llaves de Jerusalén y del
Sepulcro del Señor, convoca un concilio e impone subsidios. Enrique II, quien
recibe por su parte la llave de la Torre de David y el estandarte del reino,
convoca su parlamento -entre Inglaterra y Francia existe la diferencia del
parlamento y del concilio- y declara que los cristianos de Siria son los más
caros a su corazón399. Como para afirmar su unanimidad, los dos soberanos se
encuentran en Vaudreuil. Allí reconocen que la Cruzada es impracticable, y
Heraclio regresa a Oriente en el verano de 1185. Los intereses espirituales de
la cristiandad no conmueven ya la fe de los príncipes. Por otra parte, son
lógicos consigo mismos; después de haber laicizado la Cruzada, ¿qué
provecho podrían obtener de una expedición lejana, costosa y -la experiencia
estaba reciente- peligrosa, para su prestigio guerrero?
Pero la Iglesia velaba. Como poder de orden, se había dirigido hasta entonces
á los jefes naturales de los pueblos para conducir a éstos a la realización de
su deber cristiano, y no tiene demasiada afición a la anarquía. para dejar de
seguir haciéndolo así. Pero la voluntad tensa de los pontífices, algunos de los
cuales, como Alejandro III, no han cesado de pensar en proteger los Santos
Lugares de la amenaza infiel, multiplica los llamamientos. Esta palabra que no
descansa no puede dejar de inquietar las conciencias y tanto más cuanto que
promete recompensas espirituales. La bula Inter omnia400 concedía la
indulgencia plenaria a quien pasase dos años en la Cruzada y remisiones de
penitencia a los que partiesen sólo por un año. Pero, ¿eran suficientes estas
perspectivas de méritos para decidir a los grandes? Es a ellos a quienes se
dirige el papado: en Cor nostrum401, Alejandro III, volviéndose hacia los reyes
cristianos y los príncipes de la Tierra, invita detrás de ellos "a todos cuantos
son fuertes y aptos para los combates de la guerra". Se mantiene el privilegio
aristocrático, y la aristocracia no responde. Pero la amplitud misma de la
palabra pontifical y su constancia rebasan la estrechez de una clase para
alcanzar al pueblo fiel. Es cierto que por ella. la emoción se mantiene en él, y
no bien la ocasión la favorezca, logrará de nuevo hacer que brote el antiguo
fervor de las expediciones.
La acción de la Iglesia influye en efecto por la ampliación, y tal vez la
profundización, de un hábito religioso. La Cruzada, como si no hubiera habido
fracaso alguno, se convierte en una forma normal de la vida espiritual del
Occidente cristiano. Y ahora con características particulares, distintas de los
399
Epist. Petr. Blesens., edición Giles, ,1846, II, 115-116.
29 de julio de 1169, MIGNE, CC 599 y sigs.; JAFFÉ, [16] nº 11637. Antes de ella, la
Quantum predecessores (14 de julio de 1165, MIGNE, CC, 384-386; JAFFÉ, [16], n°
11218) había dado la voz de alarma.
401
16 de enero de 1181; MIGNE, CC, 1294 y sigs.; JAFFÉ, [16], n° 14360.
400
movimientos de peregrinación por las exigencias de la penitencia individual.
Después de dos expediciones, que han arrojado sobre las rutas lejanas toda
clase de gentes y de todos los países, el Oriente es ya para el Occidente una
realidad físicamente conocida. Más aún: entre los dos términos del mundo
mediterráneo, se esboza una compenetración fundada sobre intercambios
religiosos. En primer lugar, las reliquias, cuya importancia no cesa de
aumentar en la vida occidental: culto de la Santa Sangre en Flandes y en
Alemania; traslados numerosos a Francia y a Italia de los restos del Precursor,
de los apóstoles o de los mártires; y sobre todo, para alimentar la imaginación
de todo el siglo XII, el descubrimiento de las reliquias de los Reyes Magos, que
se disputarán a porfía la iglesia de Milán y la iglesia de Colonia402. Con estos
profetas del Señor, venidos del Asia mesopotámica, todos los exotismos del
Oriente, sus más viejas tradiciones, vienen a reavivar la sensibilidad
occidental, corno en un esfuerzo por recobrar la unidad perdida, unidad
geográfica, unidad sincretizada también. Igualmente la literatura piadosa,
más o menos eclesiás tica, se encuentra cada vez más influida por las
leyendas orientales. La hagiografía se enriquece con vidas de santos venidas
de Oriente, pronto traducidas en la literatura francesa. Entre la segunda y la
tercera Cruzadas es cuando aparecen las vidas de María Egipciaca, de Santa
Thais, de San Jorge, de San Nicolás de Myra, y sobre todo de San Alexis que,
como es sabido, alcanzó una fortuna extraordinaria. Como justamente ha
notado G. Paris, "los santos occidentales no ofrecían el suficiente atractivo
para la imaginación prendada de lo maravilloso"403. Era precisa la renovación
de un tesoro mítico agotado. Pero ahí estaba el Oriente con sus riquezas sin
cuento.
Desde entonces el tropismo oriental sobrepasa en mucho y con otras
resonancias la vieja obsesión de Jerusalén. A la vez que se estabiliza y se
amplía, la necesidad de Cruzada transforma y a veces purifica sus móviles.
Las señales pierden cada vez más importancia en la preparación de la tercera
Cruzada: los azotes ya no tienen más que una importancia local, sin
significación colectiva. ¿Es esto decir que el espíritu apocalíptico y
escatológico haya desaparecido por completo? Ciertamente no, pero él
también se eleva. Ya no es el fenómeno físico que, tiene un valor de emoción;
el solo anuncio puede bastar. De ahí la importancia que adquieren de repente
las cartas de los astrólogos. Ya éstos habían anunciado en el momento de la
segunda Cruzada hambres, pestes y la legendaria mutatio regnorum. En
vísperas de la tercera Cruzada, son predicciones precisas, escritas, las que
circulan. La mayoría de estas cartas, en torno del año 1186, anuncian
huracanes, torbellinos de arena, temblores de tierra, voces en las nubes, un
viento desenfrenado y devastador que irá de Occidente a Oriente, y la
402
ROBERTO DE TORIGNY, PERTZ, VI, 508-513. En los dramas litúrgicos que aparecen
en esta época, los Magos se sitúan entre los profetas de Cristo, testigos de su divinidad.
403
G. PARIS, La Littérature française au moyen âge [La literatura francesa en la Edad
Media], 2ª ed., París, 1890, p. 212.
destrucción de ciudades de Egipto y de Etiopía 404. Una de ellas añade: "y
hasta tierras de los romanos". Todas hablan de destrucciones y de guerras,
pero terminan con una esperanza de apocalipsis. Cinco milagros, nos dice
una, la más precisa, anunciarán el cumplimiento de los tiempos y la
purificación terminada. Tres están constituidos por la aparición de personajes
misteriosos. Uno surgirá del Oriente, sabio entre los sabios, de una sabiduría
forínseca, es decir, una sabiduría que sobrepasa al hombre; enseñará la ley
de verdad y volverá a las buenas costumbres a muchos de aquellos a quienes
ciegan las tinieblas de la ignorancia; a los que atormenta la incredulidad, les
mostrará la vía de verdad. El segundo saldrá de Elam, reunirá inmensos y
poderosos ejércitos, y hará gran matanza entre las naciones; morirá joven. El
tercero en fin -el falso profeta-, pretenderá haber sido enviado por Dios y hará
caer en el error a gran número de creyentes; él tampoco vivirá mucho
tiempo405. Señales de reconocimiento para esa liberación que espera la
humanidad ansiosa. ¿De dónde procedían esas cartas? ¿Cómo circulaban?
Difícilmente se puede averiguar. Rigord insiste sobre el papel de los
astrólogos judíos y sarracenos, y a propósito de una de esas cartas, se la
atribuye incluso a uno de los sabios de Egipto406. Otro aspecto del espejismo
oriental, pero su fondo lo constituye la inestabilidad afectiva del mundo
occidental. La inquietud de la salvación le acuciaba aún: necesitaba saber
para prepararse. Y nada más natural, en este fervor pujante, que la audacia
del hombre en descubrir los destinos. En Francia y en Inglaterra sobre todo -el
origen de las cartas lo prueba-, fue donde esta necesidad se manifestó de
manera más tumultuosa. Sueños proféticos circulan por doquier, y la
angustia, ávida de la menor seguridad, se transparenta bien en la carta
dirigida "a todos los letrados y sobre todo a los sabios" en la que Anselmo,
religioso de Worcester, refiere las palabras de un hermano lego de su
monasterio, después de diez días de postración extática 407. Cualquier medio
de penetrar las intenciones sobrenaturales es ávidamente empleado por esa
multitud inquieta de su salvación. Tanto más cuanto que los hechos parecen
obedecer a las profecías. Estas convergían hacia los años 1186-1187 cuando
prodigios y azotes reaparecían de repente: eclipses en 1186 y 1187,
tempestades, ciclones, y sobre todo el temblor de tierra de 1185 que tanto
conmovió a Inglaterra408. Inundaciones, marejadas, guerras, epidemias, se
404
Si se notan los lugares de origen de estos documentos (Roger de Hoveden, Benito de
Peterborough, Roberto de Torigny, Rigord) y las alusiones contenidas en ellos, hay que
penar sin duda qué su repercusión debió de ser sobre todo en Francia y en Inglaterra.
405
Carta de Rigord B., [228], I, pp. 75-77.
406
Parece que sea preciso presumir un papel importante de España en la transmisión de
esta literatura astrológica (cf. carta de Fasamella, hilo de Abd el Ad de Córdoba, a Juan,
obispo de Toledo, publicada, por Roger de Hoveden, II, 297-298).
407
ROGER DE HOVEDEN, II, 293-296; BEN. DE PETERBOROUGH, I, 325-328.
408
R. de Auxerre, PERTZ, XXVI, 248; GERV. DE CANTORBERY, I, 334. La mayoría de los
textos están de acuerdo en fijar este temblor de tierra en abril de 1185; sólo Mat. Paris
lo fecha en 1186.
acumulan en estos años funestos. La audacia de los astrólogos se veía
coronada de éxito. Sin embargo, no habían previsto la prueba luctuosa más
dura: la caída de Jerusalén. La noticia repercutirá en la sensibilidad religiosa
del Occidente, súbitamente conmovido por un concurso de miserias, y presto,
en un viejo movimiento de esperanza, a la partida escatológica en la regla,
casi intacta aún de la salvación colectiva.
¿Pero quién se mantiene capaz de la intensidad de otro tiempo? La
unanimidad de la primera Cruzada se ha roto: he aquí la huella de la historia.
Los grandes, los soberanos que dan el ejemplo, se encuentran retenidos por
sus preocupaciones temporales. Los clérigos enseñan; pero, purificados por la
reforma de la Iglesia, sienten cada vez más las necesidades espirituales de la
selección o la disciplina de los ritos: otras tantas exigencias de diferenciación.
Queda la masa. Ella, es la que ya se conmueve ante el llamamiento
perseverante del papado y la que mantiene, con sus imágenes simples y
dinámicas, la idea de la defensa cristiana de los Santos Lugares; ella es la que
permanece dispuesta a ganarlo todo, su salvación, sin perder nada, su vida
terrena. Pero explotada por los unos y desconocida por los otros, adquiere
conciencia de sus necesidades propias, y ya de su individualidad. La división
espiritual de los grandes define a la vez su independencia y sus deberes. ¿Por
qué no alcanzaría para sí misma los méritos de la via Christi? Sin duda, la idea
es todavía muy confusa, pero toma forma con el característico movimiento de
la Cruzada de los Capuchinos. A ello coadyuva la Iglesia, pues es ella
-Alejandro III en el III Concilio ecuménico de Letrán, en 1179-409 la que
extiende la indulgencia de Cruzada a los que tomen las armas contra los
cotereaux410 y los brabanzones, mercenarios sin empleo que asolaban el
centro de Francia411. Obra de policía interior de la cristiandad occidental,
protección de las iglesias y de los monasterios, habría de incumbir
naturalmente al brazo secular. Ahora bien, son pobres gentes las que se
congregan en el Puy, en 1182, en torno del carpintero Durand para llevar a
cabo lo que ellos mismos llaman la Cruzada de la paz412. Reclutados entre las
masas populares del centro y del mediodía de Francia, aquellos
encapuchados, los Capuciati, estaban ligados por una austera vida de grupo:
juramento de pureza, prohibición de jurar en falso, de jugar a los dados y de
entrar en las tabernas, de llevar vestidos demasiado lujosos: una disciplina de
intención monástica les garantizaba la fuerza de las armas. Batieron por
doquier a los bandoleros. Pero, ¿no faltaban así aquellos villanos a la división
armoniosa de la sociedad feudal? Habiendo adquirido conciencia de su fuerza,
409
Canon 77, MANSI, [18], XXII, -232-233.
Cotereaux: se daba tal nombre a unos soldados aventureros, a causa de su cota de
mallas o más probablemente por el coterel o cuchillo que llevaban. (N. del T.).
411
Cf. Guill. de Nangis, Rigord, Gerv. de Cantorbery como fuentes antiguas y como estudios, H. Géraud, Les routiers au XIIe siècle [Los "routiers" del siglo XII], Bibl. Éc. des
Chartres, III, 125 y sigs.; A LUCHAIRE, [224], 10 y sigs. [Routiers: soldados que, como
los cotereaux, brabanzones, etc., asolaban las campiñas francesas. (N. del T.)].
412
Se intitulan "cofrades o sectarios de la paz de María". (H. GÉRAUD, art. cit., p. 139).
410
se atrevieron a hacer frente a los señores, fautores de guerra; así, el obispo
de Auxerre, a la cabeza de un ejército, los castigó brutalmente para rebajar su
altivez demasiado espiritual. No se nos veda pensar que nobles y clérigos
habían lanzado con gusto a los routiers contra aquellos colegas de peligrosa
virtud. Fracaso, pues, pero de los que endurecen. En la historia de la Cruzada
los pobres, abandonados no hacía mucho sobre los caminos de Jerusalén,
afirman su independencia espiritual y su fuerza secular; en la vida de la
sociedad feudal, por primera vez, con la resolución de su fe cristiana,
manifiestan una conciencia de clase413.
En el momento mismo en que el ideal de lucha por la cristiandad se amplía,
en que la Cruzada rebasa su objeto de liberación de la Tierra Santa para
hacerse, en el sentido pleno del término, exterminación del infiel. Sublimación
espiritual que converge naturalmente con la pobreza, movida por exigentes
necesidades de reforma. colectiva, la Cruzada podía hacerse desde entonces
obra interior de purificación social. El sueño tal vez se esbozó cuando la
Iglesia, el bajo clero por lo menos, aplaudía el movimiento comunalista y
garantizaba su virtud: Lamberto de Watrelos nos ha conservado, en cuanto a
la comuna de Cambrai el recuerdo de esa ciudad de armonía, en la que "el
ciudadano respetaba al ciudadano, el rico no menospreciaba al pobre; sentían
la mayor repugnancia por las riñas, las discordias y los procesos: sólo
rivalizaban por el honor y la justicia"414. Ideal de pureza social, y a veces
individual, sin dejar de vivir en el siglo: tales los Humiliati o los primeros
valdenses, que seguían habitando sus casas, con su familia, llevando una
existencia piadosa, modestamente vestidos y sin jurar. Este ideal anima casi
por doquier a unos trabajadores que se esfuerzan en asegurar en grupo su
salvación: así, los primeros begardos no son otra cosa que obreros piadosos
agrupados en cofradía415. Pero naturalmente se levantan contra los fautores
de injusticia y de inmoralidad, los grandes, que van a desvirtuar el
movimiento comunalista: la reacción de lo espiritual no tiene para ellos más
fuerza que la colectiva. A lo cual responderán pronto los dos poderes,
amenazados por este movimiento de unidad. El decreto de Verona condenó
en 1184 a los Humiliati y la jerarquía feudal impide que sus villanos
abandonen sus lugares. Ya no le quedará a esta emoción popular,
transformación espiritual del milenarismo de otros tiempos, otra salida que
conducir a los hombres por los caminos de la Cruzada, o, supremo esfuerzo
413
Los Ann. Laud. canon., [21], t. XVIII, 706, no vacilan en hablar de vesana dementia.
Annales Cameracenses, en el año 1138, [21], XIII, 500, y A. LUCHAIRE, Les Comunes
françaises [Las comunas francesas], París, 1890, p. 241.
415
Nunca se exagerará al señalar el carácter obrero de estos movimientos piadosos,
que serán terreno abonado para el desarrollo de la herejía. Así ocurre con el movimiento valdense, que no se debe confundir, como a veces se hace, con un franciscanismo
del cual sería el antecedente. El movimiento valdense procede de los grupos de penitencia, de la protesta de los pobres contra los grandes, del comunalismo en su más elevado ideal social, el de Lamberto de Watrelos. En cuanto al franciscanismo, procede de
la idea eremítica; de la penitencia de pobreza individual y absoluta.
414
de una esperanza, encerrarlos en la herejía: la purificación cátara renuncia a
las obras serviles.
Pero todo esto no son todavía más que virtualidades de futuro. La derrota de
los grandes aviva el fervor de los humildes. Estos van a experimentar su
poder religioso en la nueva experiencia de una tercera Cruzada.
BIBLIOGRAFÍA*
1.-FUENTES E INSTRUMENTOS DE INVESTIGACIÓN
COLECCIONES GENERALES
[1] Gesta Dei per Francos, sive Orientalium Expeditionum et regni Francorum
Hierosolimitani Historia... a variis scriptoribus commendata (J. BONGARS). Orientalis Historiae tomi duo. Hanoviae, 1611, en-f°.
[2] MICHAUD, Bibliothèque des Croisades, París, 1829, 4 vols. en-8º, XV-885 pp.; 504
pp.; XLVII-582 pp.; 576 pp.
[3] Recueil des Historiens des Croisades, publicado por la Académie des Inscriptions et
Belles-Lettres, desde 1841, en-f°.
a) Historiens Occidentaux, París, 1844, 1869, 1866, 1879, 1895, 5 vols.
b) Historiens Orientaux arabes, 1872 y sigs., 4 vols.
c) Historiens grecs, 1875 y sigs., 2 vols.
d) Documents arméniens, t. I, 1869; t. II, 1906.
[4] Lois, 2 vols. (edic. Beugnot).
[5] - Documents relatifs à l'histoire des Croisades, publicados por la Académie des Inscriptions et Belles-Lettres, París, 1946 y sigs.
[6] HOPF (C.), Chroniques gréco-romanes, Berlín, 1873.
[7] - Archives de l'Orient latin, 2 vols. en-8°, París, t. I, 1881; t. II, 1884.
[8] - Revue de l'Orient latin, París, 1893-1909 (12 tomos).
[9] RIANT (Conde), Inventaire critique des lettres historiques des Croisades, en Archives
de l'Orient latin, t. I, pp. 1-224.
[10] HAGENMEYER (H.), Die Kreuzzugsbriefe (1088-1108), Innsbrück, 1901.
[11] KOHLER (Ch.), Mélanges pour servir à l'histoire de l'Orient latin et des Croisades.
Fasc. I, París, 1900, en-8°, 277 pp.
[12] - Les Chansons de Croisade, publicadas por J. BÉDIER, con sus melodías publ. por P.
AUBRY, 1909, XXXVI-318 pp.
[13] COLLEVILLE (M.), Les Chansons Allemandes de Croisade, en medio alto alemán
París, s. f. (1936) 180 pp.
[14] HITTI (Philip K:), An Arab Syrian Gentleman and warrior in the period of the Crusades. Memoire of Usânah Ibn-Munqidh, translated from the original manuscript.
Nueva York, Colombia University Press, 1929, en-8°, XI-265 pp.
*
[15] KOHLER (Ch.), Rerum et personarum quae in Actis Sanctorum Bollandianis obviae
ad Orientem latinum spectant index analyticus, Revue Orient latin, t. V, 1897, pp.
460-561.
[17] POTTHAST, Regesta pontificum Romanorum (ab anno 1198 ad annum 1304).
Berlín, 1874-1875, 2 vols. en-4º.
[18] MANSI, Concilia, Florencia-Venecia, 1759-1798, 31 vols en-f°.
[19] BARONIUS, RAYNALDI, etc., Annales Ecclesiastici, edic. Mansi, Lucques 1738-1759
38 vols. en-fº.
[20] - Monumenta Germaniæ Historica. 1, Scriptores, 30 vols., Hannover, 1826-1926,
en-fº; II, Leges, 5 vols. 1835-1889, en-fº.
[21] - Recueil des Historiens des Gaules et de la France, París, 1737-1876, 23 vols.
en-f°.
[22] - Collection des Documents Inédits de l'Histoire de France, Paris, en-4°, desde
1835.
[23] MOLINIER (A.), Les sources de l'Histoire de France des origines aux guerres d'Italie
(1494), t. III, París, 1903.
[24] MURATORI, Rerum italicarum scriptores, Milán, 1723-1728.
[25] - Rerum Britannicarum medii aevi scriptores (Rolls series), Londres, 1858-1893,
en-8º.
II.-ESTUDIOS GENERALES DE LA HISTORIA DE LAS CRUZADAS
A) Historiografía de las cruzadas
[26] - Benedicti Accolti De bello a christianis contra Barbaros gesto pro Christi sepulchro
et Judaea recuperanda, lib. IV. Venecia, 1532. Reeditado en [3], Hist. Occident., V,
525-620.
[27] J. GRETSER, Opera omnia de sancta cruce, Ingolstadt, 1616.
[28] JUSTUS Lipsius, De Cruce, Amberes, 1594.
[29] BOECLER (J. H.), De passagiis, ad orationem Aenee Sylvii super hoc argumento Romae habitum, Estrasburgo, 1658.
[30] MAILLY (J: B.), L'Esprit des Croisades, París, 1780, 4 vols. en-12º.
[31] -MICHAUD, Histoire des Croisades, 6ª edic. (Michaud-Poujoulat), 1841, 6 vols.
en-8º.
[32] WILKEN, Geschichte den Kreuzzüge, Leipzig, 1807-1832, 7 vols. en-8º.
B) Estudios generales
[33]
[34]
[35]
[36]
[37]
*
[16] JAFFÉ (Ph.), Regesta pontificum Romanorum... (ad ann. 1198). 2ª edic., Leipzig,
1885-1888, 2 vols, en-4°.
*
La bibliografía ha quedado establecida, cronológicamente, de acuerdo con la fecha en
la que se dio "forma" al texto, con el afán de lograr, yendo más allá de las referencias
de ese mismo texto, una orientación de conjunto en la historiografía de las cruzadas.
Los dos volúmenes que llevan los números [27] y [28], han sido situados en el lugar que
ocupan para señalar en él una supervivencia de la conciencia esotérica de la Cruzada.
[38]
[39]
[40]
[41]
KUGLER (B.), Geschichte den Kreuzzüge, Berlín, 1880, 2ª edic., 1891.
RÖHRICHT (R.), Geschichte den Kreuzzüge im Umriss, Innsbrück, 1898, IV-272 pp.
- Beiträge zur Geschichte den Kreuzzüge, Leipzig, 2 vols., 1878.
BREHIER (L.), L'Eglise et l'Orient au Moyen Age. Les Croisades. París, 1907 (5ª
edic., 1938, modernización de la bibliografía)
STEVENSON (W: B.), The Crusaders in the East. A brief history of the wars of Islam
with the Latins in Syria during the twelfth and thirteenth centuries. Cambridge,
1907, XI-387 pp.
JORGA (N.), Brève histoire des Croisades et de leurs fondations en Torre Sainte.
París, 1924, en-12º, XIX-195 pp.
GROUSSET (R.), Histoire des Croisades et du royaume franc de Jérusalem, París,
Plon, 1934-1936, 3 vols. en-8º, LXII-698 pp.; IV-920 pp.; XXXIV-874 pp.
- L'Epopée des Croisades, París, 1936.
MUNRO (D.-C.), The Kingdom of the Crusades, Nueva York y Londres, 1935, en-8°,
IX-216 pp.
[42] - The Crusades and other historical essays, dedicated to D. C. Munro, Nueva York,
1928, IX-419 pp., en-8°.
[43] PALUMBO (P.-F.), Quadro Storico delle Crociate (con un saggio bibliografico).
Archiv. della Deputazione romana di Storia Patria, vol. LXVIII, 1945, pp. 1-31.
[44] LA MONTE (J.-L.), La papauté et les Croisades, Renaissance, Nueva York,
1944-1945, II-III, 154-167.
[45] - Significance of the crusaders States in medieval history, in Byzantion, XV,
1940-1941.
C) Aspectos
[46] MASSON (P.), Eléments d'une bibliographie française de la Syrie, Congrés français
de la Syrie, París y Marsella, 1919.
[47] DUSSAUD (R.), Topographie historique de la Syrie antique et médiévale, París,
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[48] CAHEN (Cl.), La Syrie du Nord à l'époque des Croisades et la principauté franque
d'Antioche, París, 1940, VII-768 pp.
[49] HEYCK (E.), Die Kreuzzüge u. das Heilige Land, Leipzig, 1900.
[50] NORDEN (W.), Das Papsttum und Byzanz, Berlín, 1903, XIX-764 pp.
[51] SCHLUMBERGER (G.), Récits de Byzance et des Croisades, 2 vols., París, 1916 y
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[52] - Byzance et les Croisades, París, 1927.
[53] - L'Epopée Byzantine à la fin du Xe siècle, París, 3 vols., 1896, 1900 y 1906.
[54] PRUTZ (H.), Kulturgeschichte den Kreuzzüge, Berlín, 1882.
[55] ANOUAR HATEM, Les Poèmes épiques des Croisades. Genèse, historicité, localisation. Essai sur l'activité littéraire dans les colonies franques de Syrie au Moyen Age,
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[56] THROOP (P.-A.), Criticism of the Crusade. A Study of public opinion and crusade
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[57] MUNRO (D.-C.), The Western Attitude towards Islam during the Crusades, in Speculum, 1931, t. VI, pp. 329-343.
[58] VILLEY (Michel), La Croisade. Essai sur la formation d'une théorie juridique, París,
1942.
[59] LONGNON (Jean), Les Français d'Outre Mer au Moyen- Age. Essai sur l'expansion
française dans le bassin de la Méditerranée, París, 1929, en-12°.
[60] LOT (F.), L'art militaire et les armées au Moyen Age en Europe et dans le
Proche-Orient, París, 1946, 2 vols.
[61] BRUNSCHVIG (R.), La Berbérie Orientale sous les Hafsides, des origines à la fin du
XVe siècle, t. I, París, 1940.
[62] COULTON (G. C.), Crusades, commerce and adventure, Londres, 1930, VII-264 pp.
III - EL "MEDIO" DE LAS CRUZADAS
1° LAS PEREGRINACIONES
A) Fuentes
[63] RÖHRICHT (R.), Bibliotheca Geographica Palestinae. Chronologisches Verzeichnis
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en-8°.
[64] - Itinera Hierosolymitana saeculi IV-VIII, ed. P Geyer, en Corpus scriptorum
ecclesiasticorum latinorum, vol. 39, Viena, 1898, en-8°, XLVIII-481 pp.
[65] - Itinera Hierosolymitana et descriptiones Terrae Sanctae lingua latina saec. IV-X1
exarata, ed. Tobler et Molinier, 1877-1880, en-8°, 2 vols. (Oriente latino, serie
geográfica).
[66] - Itinera Hierosolymitana et descriptiones Terrae Sanctae bellis sacrit anteriora, ed.
A. Molinier et Ch. Kohler, 1885. (Oriente latino).
[67] - Itinéraires à Jérusalem et descriptions de la Torre Sainte rédigés en français aux
XIe, XIIIe et XIIIe siècles, publ. por H. MICHELANT y G. RAYNAUD, Ginebra, 1882, 1
vol., XXXIII-283 pp. (Oriente latino, serie geográfica).
[68] MOLINIER (A.), Les sources de l'histoire de France, t. I, París, 1901, p. 7; t. II, 1902,
pp. 267-273.
[69] - Itinéraires russes en Orient, traducción francesa (Oriente latino, serie geográfica),
1889.
[70] RIANT (Conde P.), Pièces relatives au passage à Venise de pèlerins de Terne Sainte,
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[71] GLABER (R.), Les cinq livres de ses histoires (900-1044), ed. M. Prou, París, 1885.
[72] ADHÉMAR DE CHABANNES, edic. Chavanon, París, 1897, en-8°. (Coll. textes pour
servir á l'étude et l'enseignement de l'histoire).
[73] - L'an mille. Obras de Liutprand Raoul Glaber, Adhémar de Chabannes, Adalbéron,
Helgaud, reunidas, traducidas y presentadas por E. POGNON, París, 1947, en-8°.
(Mémoirés du passé pour servir au temps présent.)
[74] - Annales Altahenses majores, en M. G., SS., XX, 772-824.
[75] RÖHRICHT (R.), Die Deutschen im Heiligen Lande, Chronologisches Verzeichnis derjenigen Deutschen welche als Jerusalempilger und Kreuzfahrer sicher nachzuweisen oder wahrscheinlich anzusehen sind (c. 650-1291), Innsbrück, 1894, IV-169 pp.
B) Estudios
[76] LALANNE (L.), Des pèlerinages en Terre Sainte avant les Croisades, en Bib. Éc.
Chartres, 1845-1846, pp. 1 y sigs.
[77] RIANT (Comte P.), Expéditions et pèlerinages des Scandinaves en Terre Sainte au
temps des Croisades, París, 1865, en-8°, 448 pp.
[77]bis RÖHRICH (R.), Deutsche Pilgerreisen nach dem Heiligen Lande Neue Ausgabe,
Innsbrück, 1900, en-8°, V-360 pp.
[78] PARIS (G.), La chanson du pèlerinage de Charlemagne, Romania, IX, 1880, pp.
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[79] KLEINCLAUSZ (A.), La légende du protectorat de Charlemagne sur la Terre Sainte,
Siria, 1926, pp. 211-233.
[80] JORANSON, The alleged frankish Protectorate in Palestine, American Historical Review, 1927, pp. 241-261.
[81] BRÉHIER (L.), Charlemagne et la Palestine, en Revue Historique, t. 157, 1928, pp.
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[82] HALPHEN (L.), Le comté d'Anjou au XIe siècle, París, 1906.
2° EL TIEMPO
[83] VASILIEV (A.), Histoire de l'Empire Byzantin, girad. BRODIN y BOURGUINA, t. II,
París, 1932.
[84] OSTROGORSKY (G.), Geschichte des byzantinischen Staates, en-8º, XX-448 pp.,
Munich, 1940 (Byzantinisches Handbuch von Walter Otto, erster Teil, zweiter Band)
[85] BROCKELMAN (C.), Histoire des peuples et des Etats Islamiques depuis les origines
jusqu'à nos jours (trad. del alemán), París, Payot, 1949, en-89, 478 pp.
[86] LAURENT (J.), Byzance et les Turcs Seldjoukides dans l'Asie Occidentale jusq'en
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[87] BRÉHIER (L.), Le schisme oriental du XIe siècle, en-8°, 1899, XXXIX-312 pp.
[88] JUGIE (M.), Le schisme byzantin, 1941.
[89] GAY (J.), L'Italie méridionale et l'empire byzantin (867- 1071), París, año 1904.
[90] CHALANDON (F.), Essai sur le règne d'Alexis Comnène (1081- 1118), París, 1900;
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[91] - Histoire de la domination normande en Italie et en Sicile, 2 vols., París, 1907.
[92] DEVREESSE (Mgr R.), Le patriarcat d'Antioche depuis la paix de l'Eglise jusqu'à la
conquête arabe, 1945.
[93] FLICHE (A.), Études sur la polémique religieuse d l'époque de Grégoire VII. Les prégrégoriens, París, 1916, en-16°.
[94] - Saint Grégoire VII, París, 1920, en-16º.
[95] CARTELLIERI (Alexandre), Der Aufstieg des Papsttums im Rahmen der Weltgeschichte, 1047-1095, Munich y Berlín, 1936, en-8° XLIII-292 pp.
[96] EBERSOLT (J.), Orient et Occident. Recherches sur les influences byzantines et
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3° LOS ORÍGENES
[97] COGNASSO (F.), La genesi delle Crociate, Turín, 1934.
[98] ERDMANN (C.), Die Entstehung des Kreuzzugsgedankens, Stuttgart 1935.
[99] FLICHE (A.), La papauté et les origines de la Croisade, Rev. Hist. Ecclés., t. XXXIV,
pp. 765-775.
[100] BOISSONNADE (P.), Du nouveau sur la chanson de Roland, París, 1923, en-8°.
[101] DELARUELLE, Essai sur la formation de l'ideé de Croisade, Bull. de litt. eccl.,.
1941-1944.
IV.-LA PRIMERA CRUZADA
1º FUENTES
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[102] Anonymi gesta Francorum et aliorum Hierosolimitanorum. Hist. occ. Crois., III,
121-163 (bajo el falso título de Tudebodus abbreviatus).
[102]bis Ed. H. Hagenmeyer, Heidelberg, 1890.
[102]ter Hist. anonyme de la Ire Croisade, ed. y trad. por Louis BRÉHIER. (Les classiques
de l'Histoire de France au Moyen Age, fasc. IV, París, 1924).
[103] RAIMOND D'AGUILERS, Historia Francorum qui ceperunt Jerusalem, Hist. Occ.
Crois., III, 235-309.
[104] FOUCHER DE CHARTRES, Gesta Francorum Jerusalem expugnantium, Hist. Occ.
Crois., III, 311-485.
[104]bis Ed. H. Hagenmeyer, Heidelberg, 1913, en-8°.
B) Relatos indirectos
[105] ALBERT D'AIX, Liber Christianae expeditionis pro erectione, emundatione et restitutione sancte Hierosolymitane ecclesie, Hist. Occ. Crois., IV, 265-713.
[106] ANNE COMNÉNE, Alexiade (Reinado del emperador Alejo I Comneno, 1081-1118)
Texto establecido y traducido por Bernard Leib, 3 vols., París, Les Belles-Lettres,
1937, 1943, 1945, CLXXXI-168 pp.; 246 pp.; 306 pp.
[107] ROBERT LE MOINE, Hist. Occ. Crois., III, 717-882.
[108] BAUDRI DE DOL, Historiae Hierosolymitanae libri IV, Hist. Occ. Crois., IV, pp.
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[109] GUIBERT DE NOGENT, Gesta Dei per Francos, Hist. Occ. Crois., IV, 115-263.
[110] EKBEHARD, Hierosolymita. Hist. Occid. Crois., V, pp. 1-40.
[110]bis Ed. H. Hegenmeyer, Tubinga, 1877, en-8°.
[111] - Chronicon Universale, M. G., S.S., t. VI.
[112] CAFFARO DE CASCHIFELLONE, Annales Genuenses, M. G., S.S., XVIII, 11-356.
[113] - Epistulae et chartae ad historiam primi belli sacri spectantes quae supersunt
aevo aequales, edic. Hagenmeyer, Innsbrück, 1901, en-8°, VIII-488 pp.
[114] - La Chanson d'Antioche, edic. Paulin, París (Romans des douze pairs, XI-XII),
París, 1848, 2 vols. en-12°, LXX-276 pp. y 390 pp.
[115] - La Conqête de Jérusalem, edic. Ch. Hippeau, París, 1868, XLVII-365 pp.
[116] THUROT ,(H.), Études critiques sur les historiens de la I e Croisade, Rev. Hist., t. I,
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[117] GLAESENER (H.), Raoul de Caen. Historien et écrivain, Rev. Hist. Eccl., vol. 46,
pp. 1-21.
[118] MONOD (B.), Le moine Guibert et son temps (1052-1124), París, 1905, XXVIII-342
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[119] BOURGIN (G.), Guibert de Nogent. Histoire de sa vie. (Collection des textes pour
servir à l'étude et à l'enseignement de l'histoire). París, año 1907.
[120] VERLET-RÉAUBOURG (N.), L'oeuvre de Richard le Pèlerin et de Graindor de Douai,
conocida con el título de Chanson d'Antioche, Pos. Thèses Ec. Chartes, 1932, pp.
153-158.
[121] GLAESENER (H.), La prise d'Antioche en 1098 dans la littérature épique française.
Rev. belge phil. et hist., t. XIX, 1940, pp. 65-85.
[122] DUPARC-QUIOC (S.), La Chanson de Jérusalem. Positions des thèses de l'École des
Chartes, 1937, pp. 137-143.
[123] ROY (E.), Les poèmes français relatifs a la 1re Croisade, Romania, t. LV, 1929, pp.
411-468.
*
2º ESTUDIOS
A) Estudios de conjunto
[124] HAGENMEYER (H.), Chronologie de la 1re Croisade, París, 102, y Revue de l'Orient
latin t. VI-VIII.
[125] VON SYBEL (H.), Geschichte des ersten Kreuzzuges, 1ª ed., 1841; 2ª ed., neu'
bearb. Ausg, Leipzig, 1881, VIII-468 pp.
[126] RÖHRICHT (R.), Geschichte des ersten Kreuzzuges, Innsbrück, 1901, en-8°,
XII-268 pp.
[127] CHALANDON (F.), Histoire de la Ire Croisade jusqu'à l'élection de Godefroi de
Bouillon, París, 1925, en-8°, 380 pp.
[128] ROUSSET (P.), Les origines et les caractères de la Ire Croisade, Neuchátel, 1945.
[129] LEIB (B.), Rome, Kiev et Byzance à la fin du XIe siècle. Rapports religieux des Latins et des Gréco-Russes sous le pontificat d'Urbain II (1088-1099), París, Picard,
1924.
[130] HOLTZMANN (W.), Studien zur Orientpolitik des Reformpapsttums und zur Entstehung des ersten Kreuzzuges, en Historische Vierteljahrschrift, t. XXII, 1924-1925,
pp. 167-199.
[131] - Die Unionsverhandlungen zwischen Kaiser Alexis I und Papst Urban II im Jahre
1089, en Byzantinische Zeitschrift, t. XXVIII, 1928, pp. 38-67.
[132] CARTELLIERI (A.), Der Vorrang des Papsttums z. Zeit der ersten Kreuzzüge,
1095-1150, Munich, 1941, en-8°, 524 pp.
[133] KREY (A.-C.), Urban's Crusade, success or failure, Am. Hist. Rev., 1948, 235-250.
[134] CHARANIS (P.), Byzantium, the West and the origin of the first Crusade, Byzantion, 1949, XIX, 17-36.
B) Hombres y episodios
[135] HAGENMEYER (H.), Peter der Eremit, Leipzig, 1879, en-8°, XII-402 pp.
[136] - Le vrai et le faux sur Pierre l'Ermite, trad. Furcy Raynaud, París, 1883, VIII-362
pp.
[137] LE FEBVRE (Y.), Pierre l'Ermite et la Croisade, Amiens, Malfère, 1946, en-16º, 221
pp.
[138] RUINART (Dom), Vita Urbani II, en P. L., t. CLI.
[139] PAULOT (L.), Un pape français, Urbain II, París, 1903, 8°, XXXVI-562 pp.
[140] FLICHE (A.), Urbain II et la Ire Croisade, Rev. Hist. Egl. France, t. XIII, 1927, pp.
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[141] R. CROZET, Le voyage d'Urbain II et ses négociations avec le clergé de France
(1095-1096), Rev. Hist., t. CLXXIX; 1937, pp. 271-310.
[142] MUNRO (D.-C.), The speech of Pape Urban II at Clermont, American Hist. Rev., XI
(1906), 231-242.
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