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Tema6.Filosofı́aPrá ctica:los
principiosdelaacció nmoraly
polı́tica
1. Ética: origen etimológico e histórico
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A día de hoy, se entiende por ética el estudio del porqué de los juicios morales;
es decir, en qué nos basamos para afirmar o negar que un hecho cualquiera es
bueno o malo desde un punto de vista moral. La ética, pues, es el campo de la
Filosofía Moral, una parte de la Filosofía que indaga por qué nos hemos guiado
por un tipo de norma o juicio y no más bien por otros. A la facultad que nos
permite elegir entre normas y juicios distintos se la conoce como razón
práctica. Son tres las preguntas esenciales de la ética: ¿qué es lo bueno o
correcto?, ¿cómo es ello posible?, ¿por qué debo decidirme por lo bueno o
correcto? Trataremos de ahondar en ellas a lo largo del curso.
¿Son ética y moral la misma cosa? El término “ética” es todavía para
Aristóteles un adjetivo (éthikós) usado, por ejemplo, al hablar de las virtudes
“éticas”. Lo que hoy llamamos “ética”, en sustantivo, pertenecía en el mismo
autor a los prolegómenos de la Politiká, como parte dedicada al estudio de los
principios de la praxis (práctica). Pero sus discípulos y luego Epicuro hablan ya
de una Ethiká o ciencia de lo que es costumbre (éthos).
Los escritores latinos, con Cicerón, transforman aquel adjetivo en moralis, de la
raíz mos (en plural, mores), que significa asimismo “costumbre”. Con la
filosofía escolástica, que va de los siglos XI d.C. a XIV d.C., la palabra retoma su
sustantividad como Morale o indistintamente como Ethica. En las lenguas
modernas los nombres de Moral y Ética, en su uso filosófico, referirán
generalmente lo que es investigación sobre usos y costumbres. Entonces, ¿es
lo mismo decir hoy “ética” que “moral”? En un sentido popular, sí, pero en un
plano académico no es lo mismo.
a) Moral
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La moral se refiere, con cierta vaguedad, al tipo de conducta reglada por
costumbres o por normas internas al sujeto. De manera más descriptiva, pero
igualmente abarcadora, puede decirse que la moral corresponde a aquel
conjunto de actos y actitudes de una persona, o de un grupo de personas, que
éstas juzgan apropiados respecto a seres, humanos o no, con los que
mantienen un vínculo.
Por “apropiados” ha de entenderse aquí “buenos”, “correctos, “justos”,
“lícitos”, “válidos” y otros conceptos similares, según cada situación y cultura.
Según esto, la moralidad comprende básicamente actos y actitudes. Un acto es
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algo que sucede, pero no como los fenómenos de la naturaleza sino que
necesita de un “hacer”. Es decir, el acto es hecho por un sujeto agente; no
ocurre de forma incausada o fortuita sino que es una acción que revela una
“conducta” determinada: es guiada por un fin o propósito.
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Los actos son hechos y son acciones. Pero no todas las acciones son actos.
Éstos son una clase particular de acciones, aquellas en las que se destacan las
siguientes características:
a) El propósito o “intencionalidad”.
b) La expresión y justificación de la acción, que posee más
carácter público e importancia.
c) El carácter de “autor” del sujeto de la acción.
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Teniendo en cuenta tales características, podemos decir que un acto es
prácticamente un hecho moral por sí mismo: es la acción que alguien ha
decidido hacer o dejar de hacer, la acción que expresa la determinación de
alguien por hacerla.
La moral engloba también actitudes, no sólo actos. Pero no actitudes como
posturas del cuerpo sino de la voluntad, las cuales ya no son visibles sino que
son conocibles de modo indirecto, a través de signos que hay que interpretar:
a) Las conductas: suelen sugerir el tipo de motivación con que
actuamos, así como nuestra posición respecto a otros o el
talante y el compromiso con que afrontamos la acción.
b) Los gestos: revelan grados de interés o voluntariedad,
cierta disposición de ánimo o el carácter más o menos
decidido de nuestra acción moral. Entre ellos contamos la
mirada, el tono de voz, los ademanes e incluso el rubor.
c) Las declaraciones de palabra: cuando expresamos, por
ejemplo, deseos, juicios de repulsa o adhesiones a formas
de conducta.
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Podemos concluir que las actitudes son tendencias de la voluntad que se
manifiestan antes o durante la realización de un acto.
b) Ética
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La ética es la moral reflexionada en el doble sentido del enunciado: es la
reflexión que se hace la moral misma y la reflexión que se hace sobre la moral.
En el primer caso hablamos de la ética común, en que la ética es hecha
sinónimo de la responsabilidad moral. Así, decimos de alguien que actuó “sin
ética” o que un banco se ha propuesto unos “servicios éticos”. La ética, en este
sentido, es dar cuenta y razón de lo que se hace en el terreno moral, diciendo
por qué hacemos lo que hacemos y asumiendo nuestra responsabilidad sobre
lo hecho. En el segundo caso se trata de la ética filosófica, que se identifica con
la teoría moral y, en el ámbito universitario, con la Filosofía Moral.
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La ética filosófica se subdivide en teórica y práctica. Las partes esenciales de la
primera son: la “ética descriptiva”, que describe y reflexiona sobre la
moralidad y sus rasgos generales; la “ética fundamental”, que trata de los
fundamentos y modos de enfoque teórico de aquélla; la “ética normativa”,
dedicada a estudiar las normas y los principios prácticos de la moralidad; y la
“ética metanormativa”, que analiza el lenguaje, la lógica y otros aspectos
relacionados con estas normas. Se la llama también “metaética” o “ética
analítica”. Por otra parte, la ética filosófica de carácter práctico es la llamada
“ética práctica” o “ética aplicada”, con sus cada vez más diversas y
especializadas ramas resultantes de aplicar la ética teórica a los ámbitos de la
bioesfera (bioética, ecoética, ética de los animales), de la sociosfera (ética del
derecho, ética de las profesiones, etc.) y de la tecnosfera (ética de la
tecnología, ética de la ciencia, etc.). Sin embargo, éstas no son “éticas
distintas” sino distintas aplicaciones de la misma ética.
Es útil distinguir tres niveles de reflexión: la ética descriptiva, la ética normativa
y una disciplina conocida como "metaética".
a) Ética descriptiva. Por "ética descriptiva" se entiende la investigación
empírica de los sistemas de normas y creencias morales existentes.
Existe de hecho una multiplicidad de sistemas de normas y creencias.
Etnología y antropología cultural se ocupan de estudiar dicha
multiplicidad. Un etnólogo estudia una cultura extraña a la suya y
destaca los datos relevantes para entender la forma última de esa
cultura, entre los que se encuentra el sistema de creencias morales,
junto a otros sistemas de creencias conectados de manera más o
menos estrecha con las creencias morales. Cuando un etnólogo
describe la moral de una etnia determinada, va a abstenerse de juicios
del tipo "esto es una aberración" o "esto está bien”. Este tipo de
análisis empírico es totalmente legítimo, pero no llega a preguntarse
cuál es el fundamento de la validez de las normas morales. Esto ocurre
en el segundo nivel, el de la ética normativa.
b) Ética normativa. En este nivel de reflexión no se investiga qué sistemas
de normas hay, sino que se intenta establecer ciertos sistemas de
normas y principios como válidos. Y además de establecer su validez,
se intenta proveer un fundamento de dicha validez. Por ejemplo, no se
dice simplemente que en la cultura occidental la norma "no matar" se
considera ampliamente válida, sino que se apunta a justificar por qué
es válida. Y, atendiendo a eso, se termina sacando la conclusión de si
se puede o no justificar esa.
c) Metaética. El tercer nivel de reflexión corresponde a la llamada
"metaética”, denominación introducida en el siglo XX por la filosofía
analítica anglosajona. La metaética no se ocupa de fundamentar la
validez de un determinado sistema de creencias sino que se concentra
en el análisis lógico y semántico de los enunciados mediante los cuales
expresamos evaluaciones, creencias o imperativos morales. Las
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normas, los mandatos, las creencias y las evaluaciones morales se
expresan en enunciados y esos enunciados tienen una peculiar
estructura lógica y semántica. La metaética consiste en el análisis de
estas estructuras. Por ejemplo, cuando decimos que algo es bueno,
¿qué significa el predicado "bueno"?, ¿es un predicado que indica una
cualidad de las cosas, como "rojo", o tiene otro correlato semántico,
otra estructura? ¿Qué lógica tienen los predicados "es debido" o "está
prohibido"? (llamados "operadores deónticos").
La ética se propone el estudio de un cierto tipo de acción humana normativa, a
la que llamamos acción moral, al objeto de averiguar la validez de sus
preceptos y principios. Aquí “normativa” no debe aceptarse en el sentido de
meramente reglada o reglamentada: de esa clase de acción se ocupan ya, por
ejemplo, las ciencias jurídicas o la psicología social. La acción normativa que
atañe a la filosofía moral es aquella cuyos principios y preceptos 1) constituyen
los únicos móviles de esta acción y 2) son libremente obedecidos por el sujeto
agente. Ésta es la acción normativa que merece en exclusiva el calificativo de
moral.
Según Kohlberg, la capacidad del ser humano para desarrollar dicha acción
normativa evoluciona a lo largo de la vida del individuo en tres etapas:
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1. Etapa inicial. Esta etapa da comienzo con el nacimiento del bebé. En
ella, el sujeto no acepta reglas ni normas que vengan impuestas desde
fuera. Sólo sigue sus instintos para intentar satisfacer sus necesidades
primarias: afecto, protección, alimentación. Las personas que están a
su alrededor son consideradas simples medios para conseguir esos
objetivos.
2. Etapa heterónoma. Empieza cuando el sujeto cumple leyes y normas
impuestas por la sociedad o por otros sujetos para evitar un castigo o
para conseguir una recompensa.
3. Etapa autónoma. Esta etapa, que no necesariamente va a alcanzarse,
implica que el sujeto se da normas y leyes a sí mismo, por lo que no
sólo serán las más aptas sino también de obligado cumplimiento, dado
que han sido escogidas libremente.
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2. Historia de la ética
c) El hombre prehistórico: la moral de supervivencia
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Pese a no tener documentos escritos que atestigüen cómo vivía o pensaba el
ser humano en la prehistoria, podemos inferir tales cuestiones a partir de las
características fisiológicas del mismo: de menor fuerza que otros animales de
similar tamaño, sin armas ofensivas o defensivas naturales, poco adaptado a
un medio concreto y con un tiempo de crianza ridículamente largo. ¿Cuál era la
única posibilidad de sobrevivir como especie para estos individuos claramente
superados por todo lo que le rodeaba? La colaboración, promovida por la
capacidad empática y el sentido gregario propios, aunque no exclusivos, del
ser humano. Así, podemos pensar, como inicio del Paleolítico, en el
establecimiento de los primeros grupos de cazadores recolectores afanándose
a diario en la obtención de los alimentos y el cobijo indispensables para
garantizar la supervivencia de todos o, al menos, de una mayoría necesaria.
Esa actividad de acomodación y búsqueda de alimentos a que obligaba la
naturaleza trajo sin duda normas concretas de actuación, emanadas de la
necesidad depredadora y sancionadas por algún poder mítico: normas de caza,
normas de reparto, normas de eliminación de algún elemento considerado
nocivo o inútil. El lenguaje mismo es ya un hecho social normativo, cuya
producción se realiza según normas muy estrictas de combinación de símbolos
(gramática y sintaxis). También la fabricación de herramientas, como
prolongación del cuerpo, necesitó de normas: el arco, el propulsor, el hacha,
las primeras trampas, etc. Pero, además, se necesitaron normas precisas y
obedecidas a rajatabla para conseguir que todo el grupo fuera efectivo en la
caza. Cocinar necesita de una colaboración reglada igualmente precisa. Del
mismo modo, el problema de cómo repartir el terreno de caza con otros
grupos necesita de unas imposiciones posiblemente derivadas de la fuerza y de
la habilidad. Los citados ejemplos de acción humana normativizada (lenguaje,
fabricación de herramientas, elaboración de alimentos, etc.) podrían bastar
para definirnos ya desde nuestros orígenes como animales normativos,
culturales. Todo este conjunto de necesidades produjo una serie de rituales
con los que se procuraron la efectividad bondadosa de sus mitos y, al mismo
tiempo, se dotaron de una serie de reglas de actuación que les llevó a tomar
medidas conjuntas y eficaces. Debía estar muy claro lo permitido y lo que
nunca debía hacerse: el tabú. Así se establecieron las categorías de lo bueno y
lo malo.
El sentido depredador del Paleolítico dio paso al reponedor del Neolítico con la
invención de la agricultura y el consecuente establecimiento de poblaciones
en enclaves geográficos estables posibilitado por la capacidad de generar
alimento. La economía ya no es de subsistencia sino de producción, hasta tal
punto que se generan excedentes de alimentos, lo que da lugar al comercio.
Las normas ya no son de supervivencia sino que buscan una convivencia
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pacífica y segura entre los habitantes de la aldea e incluso, gracias a la
invención del comercio, entre los habitantes de otras aldeas. Dichas normas se
establecen sobre la base del acuerdo común. Sin embargo, más alimentos
suponen la posibilidad de tener más hijos: pronto los terrenos de cultivo no
darán abasto para mantener a tanta población y será necesario conquistar más
terreno. La humanidad se volverá guerrera, conquistadora y militarista: las
aldeas más fuertes se convertirán en la capital de los primeros grandes
imperios. Estamos en los albores de las primeras civilizaciones y de la aparición
de las ciudades, lo que supone un crecimiento exponencial de la población que
vive en un mismo territorio. La consiguiente necesidad de nuevos terrenos que
generen riqueza trae el despliegue y fortalecimiento de una clase militar que
va a rivalizar en poder y riqueza con la clase sacerdotal. Esta última va a
consolidarse como “clase intelectual” cuando, tras la invención de la escritura,
va a ser la encargada, en la mayor parte de las ocasiones, de llevar la
contabilidad de los templos e incluso de los mismos reinos y ciudades, así
como de redactar las normas en forma de leyes. Al contrario de lo que veíamos
antes, ahora las leyes van encaminadas a preservar la riqueza y el poder de
quienes ya poseen ambas cosas. Empieza así la época histórica.
d) La moral religiosa en la antigüedad: heteronomía y teocracia
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La constitución de los grandes imperios vino acompañada de la justificación de
las normas morales y de las leyes políticas en antiguas mitologías, afirmando
así el origen divino del poder. De esta manera se intentó garantizar el orden y
la estabilidad social en regímenes en su mayor parte despóticos y fuertemente
jerarquizados (v.g.: el imperio egipcio): al convertir las normas humanas en
tabúes religiosos, cuyo incumplimiento estaba penado no sólo en este mundo
sino más allá de la muerte, se amedrentaba a la población y se prevenía todo
intento de rebelión o de sublevación contra la autoridad. Así, las normas
morales se convierten en plenamente heterónomas; esto es, vienen dadas
desde fuera del sujeto moral. Esta manera de construir sistemas morales se
prolonga aún en nuestros días (moral islámica, judaísmo ortodoxo,
catolicismo).
e) El mundo clásico: Grecia. El inicio de la reflexión ético
política
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Lo “bueno” en el ideal homérico
La sociedad griega homérica o arcaica era una de esas sociedades en las que el
poder político y el social estaban fundamentados sobre ideas mítico religiosas.
Su estructura económica y social era la propia de sociedades feudales,
estructurada en dos clases totalmente cerradas y sin apenas movilidad: la
nobleza, ociosa y rentista en época de paz y guerrera en periodos de conflicto;
y el pueblo llano, fundamentalmente dedicado a la agricultura y a la ganadería.
La nobleza terrateniente tenía todo el poder económico y político, lo que le
permitió constituirse como el prototipo de lo humano, siendo sus cualidades o
“virtudes” el modelo a imitar para los ciudadanos de entonces, sobre todo la
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fuerza y el valor, así como el linaje, el éxito y la fama. En esta moral heroica, la
virtud es la areté, el hacer las tareas de uno lo mejor que sea posible, sin que
fallar sea una opción. Dice MacIntyre: «En la sociedad reflejada en los poemas
homéricos, los juicios más importantes que pueden formularse sobre un
hombre se refieren al modo en que cumple la función social que le ha sido
asignada. Hay un uso para expresiones como asertivo, valiente y justo porque
ciertas cualidades son necesarias para cumplir la función de un rey o de un
guerrero, de un juez o de un pastor. La palabra égyÒw, antecesora de nuestro
bueno, fue originariamente un predicado específicamente usado con el papel
de un noble homérico.»1 En este sentido, preguntarse si alguien es égyÒw es
preguntarse si es valiente, hábil y majestuoso, cuestiones que se responden
contestando a si esa persona ha peleado, ha conspirado o ha reinado con
éxito. Y, de igual forma, se fracasa en ser égyÒw si y sólo si se fracasa en
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satisfacer las acciones exigidas: no es posible eludir la culpa y la penalidad
señalando que no se podía dejar de hacer lo que se hizo, y que el fracaso era
inevitable. Si la actuación no llegó a satisfacer los criterios pertinentes,
simplemente no se puede evitar el retiro de la atribución de majestuosidad,
valentía y habilidad o astucia. Y esto quiere decir que los predicados morales
homéricos no se aplican como se han aplicado los predicados morales en
nuestra sociedad: a saber, solamente en los casos en que el agente tenía la
posibilidad de obrar de otra manera.
En Homero hay otro sustantivo relacionado con égyÒw: el no siempre bien
traducido sustantivo éretÆ, traducido generalmente como virtud. Un hombre
que cumple la función que le ha sido socialmente asignada tiene éretÆ. Un
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hombre es égyÒw si posee la éretÆ de su función particular y específica.
Cuando Agamenón intenta quitarle a Aquiles su esclava Briseida, Néstor le
dice: «No le arrebates la muchacha, aunque seas égyÒw»2. No es que se
espere, como haríamos a día de hoy, de Agamenón, por ser égyÒw que no se
lleve a la muchacha, o que dejará de ser égyÒw si lo hace. Será égyÒw
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tanto si se la lleva como si no. La manera en que el concepto “égyÒw” está
unido al cumplimiento de la función resalta a través de sus vínculos con otros
conceptos. Vergüenza, fid≈w, es lo que siente un hombre cuando fracasa en
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la realización del papel asignado. Toda esta familia de conceptos presupone un
cierto tipo de orden social caracterizado por una jerarquía admitida de
funciones.
Con el paso del tiempo, en la Grecia posthomérica pero aún preclásica,
égyÒw y éretÆ empiezan a usarse en otro sentido. Así, en poemas
atribuidos a Teognis de Megara, égyÒw y kkÒw (malo) describen a veces
meramente, y en forma neutral, la posición social. Mientras que en Homero se
1
MACINTYRE, Alasdair: Historia de la ética, página 15. 1966 por el original (A short history of ethics).
2010, Editorial Paidós, por esta edición.
2
HOMERO: Ilíada, libro I.
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hubiera afirmado de un jefe que era égyÒw si y sólo si ejercía su verdadera
función, égyÒw designa ahora a quien desciende del linaje de un jefe,
cualquiera que sea la función que desempeñe y cualesquiera que sean sus
cualidades personales. Por su parte, éretÆ ya no va a denotar aquellas
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cualidades gracias a las cuales se puede cumplir una determinada función, sino
ciertas cualidades humanas que pueden separarse por completo de la función.
La éretÆ de un hombre constituye ahora un elemento personal,
asemejándose mucho más a lo que los escritores modernos consideran
cualidad moral.
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La moral de transición hacia la época clásica
La jerarquía social de la Grecia homérica se establece sobre su moral, según la
cual hay un orden moral en el Universo: ÜUbriw, el orgullo intencionado, es el
pecado de transgredir el orden moral del cosmos. Las ErinÊew (erinias),
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servidoras de la justicia, descubren y castigan al transgresor. Con el paso del
tiempo, este orden del Cosmos no refleja una estructura existente sino una
estructura pasada o en lucha por su supervivencia. Son protestas
conservadoras contra la desintegración de las formas más antiguas y la
transición hacia la ciudad-Estado.
Cuando la jerarquía homérica/heroica se derrumba, las cualidades de un
hombre ya no van a venir determinadas por su función social. La nueva moral
establece que toda la éretÆ se resume en la dikisÊne o cualidad de la
justicia: cualquiera puede ser égyÒw si practica la dikisÊne.
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Incluso los mitos no pueden dejar de plantear la cuestión de la diferencia entre
el orden cósmico y el orden social. Pero, sobre todo, esta pregunta se agudiza
ante una conciencia cada vez mayor de órdenes sociales radicalmente
diferentes al homérico. Las invasiones persas, la colonización, el aumento del
comercio y, por lo tanto, de los viajes, constituyen elementos que advierten
sobre la existencia de diferentes culturas. Por consiguiente, la distinción entre
lo que se considera bueno en Egipto pero no en Persia, en Atenas pero no en
Megara, por una parte, y lo que ocurre universalmente como parte del orden
de las cosas, llega a tener una importancia abrumadora. Sobre cualquier regla
moral o práctica social se formula la pregunta: «¿Es parte del ámbito
esencialmente local del nÒmw (convención, costumbre) o del ámbito
esencialmente universal de la fÊsiw (naturaleza)?». Y con ella se relaciona esta
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otra: «¿Me es dado a elegir cuáles serán mis normas o qué prohibiciones
observaré (como quizá me sea posible elegir la ciudad en la que viva y, por
tanto, el nÒmw al que esté sujeto)?, ¿o establece la naturaleza del universo
límites a lo que puedo legítimamente elegir?». A la tarea de contestar estas
preguntas se dedicaron en el siglo V a.C. los sofistas, a quienes conocemos
sobre todo a través de la visión adversa de Sócrates y Platón.
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Los sofistas y Sócrates
El peculiar relativismo cultural de los sofistas constituye un intento de hacer
frente a las exigencias simultáneas de dos tareas: la de asignar un conjunto
coherente de significados al vocabulario valorativo y la de explicar cómo vivir
bien en una ciudad-Estado. Los sofistas aparecen en un contexto social en el
que tener una carrera social afortunada, marcada por el éxito en los foros
públicos, a los que había que convencer y agradar, constituye la finalidad de
cualquier ciudadano. Pero lo que convencía y agradaba en unas partes podía
dejar de hacerlo en otras.
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Ahora, la éretÆ consiste en la buena actuación en cuanto que se es un ser
humano. Para los sofistas, esto significa ser capaz de manejarse bien en los
asuntos sociales, principalmente. Dado que cada ciudad-Estado tiene sus
costumbres y de éstas dependen las normas y las leyes, es necesario
estudiarlas: tal es la t°xn, la cual presupone que no hay criterios de virtud y
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de justicia en cuanto tal. En el Teeteto de Platón, Protágoras vincula el
relativismo moral con un relativismo general en la teoría del conocimiento: “el
hombre es la medida de todas las cosas, de las que son en cuanto son y de las
que no son en cuanto no son”. Los criterios de justicia pueden variar de Estado
a Estado, lo que, como dice en el Protágoras, no es incompatible con el hecho
de que parece haber algunas cualidades necesarias para la persistencia de la
vida social en cualquier ciudad. Aun así, no se puede enseñar lo que es justo o
injusto independientemente de las convenciones sociales. Sólo se puede
enseñar lo que es justo o injusto en un lugar y tiempo concretos.
Se hace pues imposible contestar a “¿qué debo hacer?” y “¿cómo debo vivir?”,
por lo que estas dos preguntas y sus posibles respuestas son consideradas
como no morales y premorales. Esto lleva a un nuevo uso para la distinción
entre naturaleza (fÊsiw) y convención (nÒmw): el hombre natural no tiene
normas morales propias y, por lo tanto, está libre de toda restricción por parte
de los demás. Según esta concepción, que triunfará en las decisivas teorías
contractualistas del siglo XVII, el hombre natural será siempre agresivo y
codicioso, explicándose la moralidad como un compromiso necesario entre el
deseo del hombre natural de agredir a los demás y su temor a ser atacado por
los demás con fatales consecuencias. Un mutuo interés lleva a los hombres a
unirse para establecer tanto reglas constrictivas que prohíban la agresión y la
codicia como poderosos instrumentos para sancionar a quienes transgreden
las reglas. Algunas reglas constituyen la moralidad y otras el derecho.
Según Platón, Trasímaco afirma que el hombre natural, aquel desprovisto de
convenciones sociales, no es una criatura de la naturaleza sino que es el héroe
homérico propiamente dicho. Este hombre natural tendría dos características
fundamentales. Su composición psicológica es simple: está empeñado en
conseguir lo que quiere y sus deseos son limitados. Su interés se circunscribe al
poder y al placer. Pero este lobo, para lograr lo que quiere, tiene que vestirse
como una oveja con los valores morales convencionales. Su mascarada sólo
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puede llevarse a cabo poniendo el vocabulario moral convencional al servicio
de sus finalidades privadas. Es a través de la t°xn, mediante la retórica, como
este lobo puede influir sobre los demás para obtener sus fines.
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A este tipo de doctrina trata de ofrecer Sócrates una alternativa con su
intelectualismo moral, según el cual, la virtud es conocimiento; o, lo que es lo
mismo, sólo puede obrar bien quien conoce lo que es el bien. Esto implica que,
en Sócrates, la éretÆ es enseñable, único punto de coincidencia con los
sofistas. Pero, paradójicamente, niega que haya maestros. La solución de esta
paradoja sólo se encuentra más tarde, en Platón, en la tesis de que el
conocimiento ya se encuentra presente en nosotros y que sólo tiene que ser
dado a luz con la ayuda de un comadrón filosófico. Aristóteles dice que
Sócrates creía que todas las virtudes morales eran formas de conocimiento, de
tal manera que seríamos justos si conociéramos lo que es la justicia3. Según
Sócrates, nadie yerra voluntariamente: nadie se equivoca voluntariamente
porque nadie elige por su propia voluntad algo que no sería bueno para él. Los
sofistas no ven nada bueno que no sea la simple obtención por parte de un
hombre de lo que quiere. En el Lisis4, sin embargo, Sócrates señala que dar a
un niño lo que es bueno para él no es lo mismo que darle lo que quiere. Así,
«lo que es bueno para X» y «lo que X quiere» no tienen el mismo significado. Y,
a la vez, ¿cómo podría un hombre querer lo que sería malo para él? Según
Sócrates, un alcohólico querrá seguir tomando alcohol al caer el objeto de
deseo aparentemente bajo el concepto de algún bien genuino. Por tanto, la
equivocación es intelectual y consiste en no identificar correctamente un
objeto al suponer que es distinto de lo que realmente es o en no advertir
algunas de sus propiedades, tal vez por no recordarlas.
Platón
Son muchos los diálogos en los que Platón ataca el problema de la moral,
siendo el Gorgias y la República los dos diálogos con más peso al respecto,
dado que en el primero propone los temas éticos que van a ser resueltos en el
segundo. Más tarde, hará nuevas reflexiones éticas en el Filebo, en torno al
placer, y en las Leyes.
Uno de los principales problemas planteados en el Gorgias es la pregunta “¿En
qué consiste un bien?”. La respuesta señala que si algo ha de ser un bien, y un
posible objeto de deseo, debe ser especificable en términos de algún conjunto
de reglas que puedan gobernar la conducta. El “haz lo que quieras” que en el
mismo diálogo establece Calicles ante la pregunta “¿qué debo hacer?” es,
según Sócrates, un sinsentido puesto que un hombre cuya conducta no es
gobernada en ningún sentido por leyes habría dejado de participar como
agente inteligible en la sociedad humana. Sócrates afirma en el diálogo que lo
que falta a un hombre malo es la habilidad para compartir una vida común
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ARISTÓTELES: Ética a Eudemo, 1216 b.
Otro diálogo de Platón.
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(kinvne›n). Así, la determinación del tipo de vida común necesario para que
el bien sea alcanzado constituye un paso adelante necesario en la
especificación de lo que es bueno. Ésta es la tarea de la República.
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La República
Este libro se inicia con la exigencia de una definición de dikisÊne. Lo que
Platón quiere averiguar es lo que en una acción o clase de acciones nos hace
llamarlas justas. No quiere una lista de
acciones justas sino un criterio para la inclusión o la exclusión en semejante
lista. En boca de Sócrates, invoca el concepto de éretÆ, y la noción de que hay
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una virtud específicamente humana cuyo ejercicio permitirá acceder a un
estado de bienestar o de felicidad. La éretÆ no pertenece ahora a la específica
función social de un hombre sino a su función como hombre. La conexión
entre virtud y felicidad está inscrita en ese concepto en una forma que
inicialmente parece arbitraria. El resto de la argumentación de la República es
un intento de eliminar esta arbitrariedad.
Platón establece que el alma humana (cxÆ) está dividida entre partes:
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racional, irascible y apetitiva, lo que le permite explicar, entre otras cosas, la
variedad de caracteres y actuaciones morales que hay. Cada una de esas tres
partes tiene una virtud que le es propia. Así, la virtud de la parte racional es la
sabiduría; la de la parte irascible, la fortaleza; la de la parte apetitiva, la
templanza. Cuando las tres partes obran según la virtud que le es propia, dice
Platón que el alma obra con justicia.
Para explicar la política, hace un paralelismo entre las partes del alma y las
clases sociales que debería haber en cualquier sociedad que desee ser llamada
justa. Ha de haber, dice, una clase gobernante que obre según sabiduría, una
clase de soldados que obre según fortaleza y una clase de productores que
obre según templanza, si bien esta última virtud es extensible a las otras dos
clases. Si cada clase social cumple con su función (cosa que ocurre cuando sus
integrantes lo hacen), entonces tendremos una sociedad gobernada por la
justicia.
¿Por qué la virtud del gobernante es la sabiduría? Para Platón, quien debe
gobernar es el filósofo puesto que él, a través de un arduo proceso de
aprendizaje fundamentado en la geometría y en la dialéctica, será capaz de
conocer directamente las ideas5, siendo la más importante de ellas la idea de
bien, que es una visión de lo que designa el predicado bueno: aquello en virtud
de lo cual tiene significado. Así, en Platón “bueno” sólo se usa adecuadamente
para denominar una entidad trascendental o para expresar la relación de otras
cosas con esa entidad.
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Para Platón, las ideas son realidades extramentales eternas e inmutables que constituyen lo
verdaderamente existente.