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Expectación del parto de la Virgen de la Dulce Espera
Miguel Manzanera, SJ
Después de Jesús y como protagonista al lado de Él, la Virgen María es la figura más
representativa de la Navidad. Por su “Sí” al anuncio del Ángel, se realizó la encarnación del
Verbo de Dios en su seno, tomando nuestra carne. Por eso la Iglesia, especialmente durante el
Adviento, vuelve la mirada a aquella mujer, sencilla y humilde, elegida para ser la Madre de
Jesús. Es el tiempo inmediato de la “expectación del parto”.
Se trata de una devoción de antigua data, cuyos orígenes, con profundas raíces bíblicas, se
remontan al cristianismo primitivo. En el Antiguo Testamento el profeta Isaías anuncia la gran
señal divina de una doncella encinta que dará a luz un hijo que será llamado “Emmanuel”, que
significa “Dios con nosotros” (Is 7, 14). Está profecía se cumplió plenamente en la Virgen
María, en cuyo ovocito virginal, habilitado para ser embrión por la energía de la Rúaj (Espíritu)
de Dios, se encarnó el Hijo eterno del Padre. Permaneció en el seno virginal de su madre
durante nueve meses hasta el momento del parto, iniciando así su vida terrena, similar a la de
todo hombre (Lc 1, 35).
Por ello María es venerada como la mujer privilegiada, elegida por Dios como colaboradora
íntima en la encarnación para ser la madre del Hijo de Dios, el gran misterio de la religión
cristiana, que superó el estricto monoteísmo judaico, abriéndolo hacia el monoteísmo trinitario
del Dios Familia.
Isabel fue también privilegiada por ser la primera en recibir el Espíritu y reconocer a su pariente
María, como bendecida elegida entre todas las mujeres. Por eso la proclama como la madre de
mi Señor. , (Lc 1, 39). Esta exclamación, unida al anuncio del Ángel, ha dado origen al “Ave
María”, la oración mariana más popular en la Iglesia Católica.
Ya en los primeros tiempos del cristianismo surgió entre los fieles la veneración a la mujer de
quien nació el Hijo de Dios (Ga 4, 4). La fiesta de la Encarnación, celebrada el 25 de marzo,
señala el comienzo del embarazo de María, cuyo término de nueve meses es el 25 de
diciembre. Sin embargo, por caer el 25 de marzo normalmente en Cuaresma, tiempo
eminentemente penitencial, surgió el deseo de celebrar a la Virgen encinta en el adviento como
preparación inmediata a la Navidad.
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Expectación del parto de la Virgen de la Dulce Espera
En el año 656, los obispos de la región hispánica, reunidos en el X Concilio de Toledo,
recogiendo la devoción ya existente en muchas iglesias, establecieron el día 18 de diciembre,
el octavo antes de la Navidad, como fiesta en honor de la Virgen Madre encinta. Con el tiempo
esta fiesta se expandió con diversos nombres: Expectación del Parto, Virgen de la Esperanza y
también la Virgen de la O, este último título surgió en razón del vientre redondeado de la madre
gestante y también por las oraciones de las vísperas diarias en la liturgia de las horas que
comienzan ese día con las exclamaciones de ¡Oh Sabiduría!, ¡Oh Señor!,… ¡Oh Emmanuel,
ven!, con el ruego insistente de que nazca ya el Salvador.
Aunque algunas tendencias más rigoristas trataron de suprimir las imágenes de la Virgen
gestante por considerarlas inapropiadas, pero la devoción popular se mantuvo y ha ido
creciendo. También llegó a tierras latinoamericanas. En México la Virgen de Guadalupe,
Emperatriz de las Américas, está encinta, celebrándose su fiesta el 12 de diciembre. A la
Virgen de la Dulce Espera se la festeja también en Perú, Argentina, Paraguay y en diversos
lugares de Bolivia. Se le celebra el 25 de cada mes, recordando el inicio de la gestación en
marzo y su culminación en diciembre.
Se la invoca como Patrona de las mamás gestantes que acuden a Ella pidiendo por el feliz
parto y también como Protectora de las niñas y niños por nacer. Dada la grave amenaza del
aborto es muy necesario pedirle para que no se expanda ese abominable genocidio, el mayor
de la humanidad. Fomentemos esta devoción a la Virgen de la Dulce Espera celebremos el 25
de cada mes una Eucaristía, incluyendo la bendición a las mamás y papás que están
esperando y desean consagrar a sus infantes para protegerles de todo mal.
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