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Transcript
FRANCISCO J. CANTAMUTTO / ANDRÉS WAINER
ECONOMÍA POLÍTICA
DE LA CONVERTIBILIDAD
DISPUTA DE INTERESES Y CAMBIO
DE RÉGIMEN
CLAVES PARA TODOS
COLECCIÓN DIRIGIDA POR JOSÉ NUN
Director
José Nun
Corrección
Aurora Chiaramonte
Diagramación Sebastián Sánchez
Coordinación
Inés Barba
Ilustración
Miguel Rep
Producción
Norberto Natale
© 2013, Francisco J. Cantamutto
© 2013, Andrés Wainer
© 2013, Capital Intelectual
Paraguay 1535 (1061) Buenos Aires, Argentina
Teléfono: (+54 11) 4872-1300 / Fax: (+54 11) 4872-1329
www.editorialcapin.com.ar / [email protected]
1ª edición: 2500 ejemplares
Impreso en Gráfica MPS S.R.L., Santiago del Estero 338, Gerli, en octubre de
2013 Distribuye en Cap. Fed. y GBA: Vaccaro, Sánchez y Cía. S.A.
Distribuye en interior: D.I.S.A. Queda hecho el depósito que prevé la ley 11.723.
Impreso en Argentina. Todos los derechos reservados. Ninguna parte de esta
publicación puede ser reproducida sin permiso escrito del editor.
Pedidos en Argentina: [email protected]
Pedidos desde el exterior: [email protected]
330.82
CDD
Wainer, Andres
Economía política de la convertibilidad: disputa de intereses y cambio de régimen. /
Andres Wainer y Francisco J. Cantamutto. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos
Aires : Capital Intelectual, 2013.
152 p.; 20x14 cm. - (Claves para todos / José Nun; 131) 1. Sociología. I. Título
ISBN 978-987-614-422-3
1. Economía Argentina. I. Cantamutto, Francisco J. II. Título
CDD 330.82
ÍNDICE
Introducción
11
Capítulo uno
La Convertibilidad como forma concreta
de la reestructuración regresiva
17
Capítulo dos
La larga crisis de la Convertibilidad
45
Capítulo tres
El fin del consenso entre los sectores dominantes
y las posibles salidas
65
Capítulo cuatro
Cambios en el patrón de acumulación
y en el bloque dominante
99
Bibliografía
139
Los autores
149
Se agradece la lectura y los valiosos comentarios de
Martín Schorr y Agostina Costantino. Desde ya, los errores
y las omisiones que pudieran existir son de exclusiva
responsabilidad de los autores.
INTRODUCCIÓN
La Convertibilidad, en una definición estrecha, fue el régimen
de tipo de cambio fijo con caja de conversión que rigió en
la Argentina entre abril de 1991 y diciembre de 2001. Esto
significa que el Banco Central solo podía emitir moneda en
función de las existencias de reservas, obligado por ley a
responder a la demanda al valor fijado ($ 1 por US$ 1). El
abastecimiento de divisas se volvía así clave para la sostenibilidad del esquema. Sin embargo, con esta noción básica no
se alcanza a comprender la novedad: el país ya había experimentado en otras ocasiones regímenes de este tipo, especialmente durante la etapa agroexportadora (Vitelli, 2004). Para
comprender el conjunto de cambios que vivieron la economía
y la sociedad argentina durante la década de los noventa
resulta necesaria una noción más amplia de la Convertibilidad, que abarque también al conjunto de reformas estructurales llevadas a término en este período.
Estas reformas y sus efectos son lo que normalmente se
entiende por neoliberalismo, y es posible que la Convertibilidad haya sido una expresión abierta muy acabada de sus
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implicancias. Sin embargo, no se trata de un experimento
advenedizo surgido de la nada, ni tampoco desaparece sin
dejar marcas. El conjunto de ideas y prácticas asociadas al
neoliberalismo fue gestándose lentamente en el mundo, e
irrumpió con fuerza a partir de la crisis mundial de los setenta,
aplicándose como reformas primero en países periféricos
gobernados por dictaduras, y luego en los países centrales
en manos de gobiernos conservadores (Harvey, 2007). Estos
cambios formaron un amplio corsé que condicionó la vida del
cuerpo social, orientando su actividad en ciertos sentidos, y
constriñéndola en otros.
Deben hacerse al menos dos aclaraciones al respecto. La primera es que el conjunto de reformas estructurales neoliberales
no estaba dado desde un principio como un todo, sino que
fue desarrollándose hasta conseguir su formulación más acabada en la segunda mitad de los ochenta, en lo que se conoció
como el Consenso de Washington. El programa, pues, estaba
en vías de definición y por ello mismo no es posible pensar
que su formulación completa precedió en todos sus puntos a
su aplicación. Pero además, y como segunda aclaración, ningún modelo es, en su configuración histórica concreta, la imagen aplicada de una elucubración abstracta; se trata más bien
del resultado de demandas específicas de actores concretos en
contextos particulares que se disputan entre sí la distribución
de costos y beneficios. Esto significa que el neoliberalismo tal
como fue estructurado en Argentina no es exactamente igual
al de otros países, ni tampoco es siempre igual a sí mismo:
cambia según los escollos con que se enfrenta en cada lugar y
en cada momento.
En todo caso, esto no debería oscurecer el hecho de que el
neoliberalismo es una etapa del capitalismo a escala global, y
por tanto tiene ciertas regularidades que atraviesan fronteras.
12
FRANCISCO J. CANTAMUTTO / ANDRÉS WAINER
Los cambios que involucró en los países periféricos, y en especial en América Latina, son muy semejantes entre sí. De hecho,
puede identificarse un conjunto general de orientaciones de
política que ayudan a comprender el tipo de reformas que el
neoliberalismo significa:
I. Apertura comercial: a efectos de elevar la eficiencia agregada, se eliminan diversas trabas al comercio, reduciendo el
conjunto de la estructura arancelaria, e iniciando procesos de
integración regional. De este modo, se elimina la “protección
efectiva excedente”, es decir, el diferencial entre los precios
internos y los externos debido a la protección arancelaria, provocando la desaparición de una gran parte del tejido empresarial de pequeño y mediano porte;
II. Liberalización financiera: a efectos de otorgarle mayor
movilidad internacional al capital, se eliminan trabas al
libre movimiento de capitales por distintas vías, desde la
desaparición de los controles de capitales (para la entrada o
la salida) hasta el trato igualitario (o incluso preferencial) al
capital extranjero;
III. Regulación selectiva de mercados: de acuerdo con las
prerrogativas obtenidas por las distintas fracciones del capital, mientras en ciertas actividades se quitan trabas al desenvolvimiento del mercado y sus contradicciones, en otras se
mantienen privilegios y protección. Uno de los mercados
más desregulados, donde más se resintió la protección, fue
el laboral, en el que las reformas alentaron la contratación
precaria, la flexibilización y el aumento de la intensidad del
trabajo, entre otras;
IV. Refuncionalización del Estado: más que un achicamiento
o ausencia (imágenes equívocas), se observa un cambio de
funciones del Estado, en que éste se enfoca, más que en la
redistribución social favorable a los trabajadores, en el sub-
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sidio y protección al capital (rescates financieros, promoción
industrial selectiva, desgravación impositiva, etc.). Al mismo
tiempo, se observa una retirada del Estado de la producción y
la prestación de servicios a causa de las privatizaciones.
Esta reestructuración del capitalismo argentino a través
de la Convertibilidad en su noción ampliada entró en crisis
hacia finales de la década de 1990. Así fue como, en medio de
una crisis económica y social sin precedentes en la Argentina
moderna, a comienzos del año 2002 se abandonó el régimen
de Convertibilidad. La creciente pérdida de competitividad de
la economía argentina y su severa dependencia de la deuda
como mecanismo de abastecimiento de divisas, generaron
nuevas grietas y profundizaron antiguas diferencias en el
seno de la clase dominante argentina. En definitiva, lo que se
puso en juego entre 1998 y fines de 2001 fue de qué manera
se podía generar un nuevo ciclo de acumulación de capital en
una Argentina que se sumía en una crisis profunda crisis económica, social y política.
El tipo de salida de la crisis dependió de diversos factores,
entre los que interesa destacar tres que pueden ser considerados centrales: a) las restricciones objetivas del propio proceso
de acumulación de capital en las condiciones en las que se
venía desarrollando; b) los límites que impuso la resistencia
de los sectores populares y; c) la capacidad de llevar adelante
una acción hegemónica por parte de las distintas fracciones
capitalistas enfrentadas.
En este libro se propone una visión sobre los principales
cambios que sufrieron la economía y la sociedad argentinas
en dicho período. Para ello en el capítulo 1 se indaga en los
antecedentes y el contexto que hicieron posible la aplicación
del programa de reformas estructurales y la Convertibilidad,
así como sus elementos centrales. En el capítulo 2 se analiza la
14
FRANCISCO J. CANTAMUTTO / ANDRÉS WAINER
crisis del régimen de Convertibilidad en sus múltiples dimensiones, es decir, tomando no solo el aspecto económico sino
también el social y el político. El capítulo 3 profundiza el análisis explicando la dinámica del conflicto en el seno de la clase
dominante argentina y el fracaso de los intentos por lograr una
salida ordenada y consensuada. Finalmente, el capítulo 4 está
dedicado a los cambios de política económica que se produjeron inmediatamente después del abandono de la Convertibilidad y la reconfiguración de las relaciones de fuerza entre
clases y fracciones que conllevó dicho proceso.
El interés principal de los autores no radica en describir
asépticamente el proceso económico que vivió la Argentina
entre 1991 y 2003 sino, fundamentalmente dilucidar el carácter
social de dicho proceso. De allí que el enfoque propuesto sea
el de la economía política y no el de una economía supuestamente neutral desvinculada de los procesos sociales y políticos. Los “modelos” económicos no se gestan a priori en la
cabeza de algún iluminado economista y luego se aplican, sino
que son el resultado de los conflictos entre clases y fracciones de clase que se dan en una determinada fase histórica de
desarrollo capitalista. En el mismo sentido, tampoco los mismos caen por su propio peso. Las contradicciones inherentes a
todo régimen deben ser encarnadas por determinados sujetos
sociales para hacerse efectivas. Y aun así, nada nos permite
suponer de antemano el resultado concreto de dichas contradicciones. Aunque no es posible elegir las circunstancias en las
cuales se llevará a cabo, la historia está para ser escrita.1
1. Se siguen aquí las interpretaciones desarrolladas en mayor detalle en
Cantamutto, 2012b y Wainer, 2010.
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CAPÍTULO UNO
LA CONVERTIBILIDAD COMO FORMA CONCRETA
DE LA REESTRUCTURACIÓN REGRESIVA
LOS PRIMEROS PASOS
La Argentina atravesó diversas etapas en el curso de su
desarrollo capitalista, en cada una de las cuales se enfrentó
a distintas limitaciones que condicionaron la expansión de la
actividad. Y en cada una de ellas, los actores sociales involucrados buscaron superar estos límites, disputando entre ellos
los diagnósticos y posibles soluciones. En particular, durante
la etapa de industrialización sustitutiva de importaciones, se
vivió un largo proceso de disputa entre fracciones del capital y el trabajo, en que ningún grupo dominante era capaz de
imponer a los demás su proyecto de forma duradera. Algunos
autores caracterizaron a esta situación como una sucesión de
inestables alianzas sociales (O’Donnell, 1977) o bien de empate
hegemónico (Portantiero, 1977), generándose de esta manera
un Estado incapaz de tomar distancia de los vaivenes de la
sociedad civil. Este estado de situación junto al incremento de
la conflictividad social y política y la necesidad de recomponer
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la tasa de ganancia impulsaron a las fracciones más concentradas del capital a confluir en un proyecto de transformación
profunda de la sociedad que sería plasmado a partir del golpe
de Estado de marzo de 1976.2 Al igual que había sucedido en
Chile poco tiempo antes, el neoliberalismo hizo su entrada en
la Argentina vestido con uniforme militar.
Tras algunos avances parciales, el plan de estabilización
y ajuste aplicado por el ministro de Economía del gobierno
dictatorial, José Alfredo Martínez de Hoz, expresaría con
toda claridad el proyecto desde 1978. La tristemente célebre
“tablita” aplicada a fines de dicho año era un mecanismo que
otorgaba previsibilidad a la devaluación, ajustando el tipo de
cambio mensualmente según la estimación de la inflación.
El problema era que la inflación –impulsada por los aumentos
de precios en sectores no transables– fue sistemáticamente
mayor a la estimada, resultando por ello una apreciación real
del tipo de cambio.
A partir de esto se produjeron dos grandes procesos. Por
un lado, la apreciación cambiaria junto a la apertura comercial
llevada a cabo a partir de 1976 favorecerían la centralización
del capital mediante la desaparición o subordinación de capitales más pequeños. Situación que se conjugó, además, con un
aumento de la productividad en las unidades más concentradas, a través de la importación barata de insumos y maquinaria
y un incipiente proceso de flexibilización laboral (sostenido
en la represión abierta). Las dificultades para competir sobre
2. Canitrot (1980) observa que las declaraciones del ministro de Economía
Martínez de Hoz al asumir sus funciones dejan en claro que el proyecto
involucraba no solo la estabilización de corto plazo y el crecimiento, sino
también la modificación de las bases estructurales de funcionamiento de
la economía como un mecanismo de disciplinamiento social. En una línea
interpretativa similar se inscribe el trabajo de Azpiazu y otros (1986b).
18
FRANCISCO J. CANTAMUTTO / ANDRÉS WAINER
la base de importaciones y abaratamiento del trabajo encontrarían límites en la propia recesión interna que generaban. Por
otro lado, la previsibilidad cambiaria y el alto nivel de las tasas
de interés local favorecieron un esquema de ganancias espurias conocido como “bicicleta financiera”: ingresar capitales
al sistema financiero nacional, colocarlo a altas tasas y plazos
cortos, y cambiarlo nuevamente por moneda fuerte obteniendo
elevados rendimientos. La reinversión del excedente por fuera
del sector productivo fue un factor fundamental que agravó el
cuadro del sector industrial y profundizó su crisis.
Este ensayo escuetamente descrito es un antecedente fundamental de la Convertibilidad, pues mostró una conjugación
muy semejante de elementos, aunque establecidos en menor
intensidad. El programa de Martínez de Hoz combinaba la
apertura y la apreciación del tipo de cambio para disciplinar los
precios internos y reestructurar el tejido productivo hacia una
estructura asentada mayormente en ventajas comparativas
naturales, con la flexibilización laboral, la reforma financiera
(data de 1977) para fomentar el movimiento de capitales y un
proceso incipiente de privatizaciones (aún periféricas). La Convertibilidad lograría con estos elementos una expresión más
firme del mismo proyecto. En cambio, por ese entonces, las
tensiones internas se conjugaron con un cambio en el contexto
internacional, provocando la ruptura del plan.
La recesión interna, la competencia externa y el aumento del
costo financiero fueron deteriorando la legitimidad doméstica de
este esquema de políticas. A ello se sumó en 1979 el problema
mundial generado por el llamado “shock Volker”, consistente en
la suba de las tasas de interés determinada por el secretario de la
Reserva Federal de los Estados Unidos. Esta decisión generó un
reflujo de fondos hacia los países centrales y un aumento de los
servicios de deuda en los países periféricos, lo cual llevó a una
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crisis generalizada en América Latina, que se conoció como la
crisis de la deuda: la cesación de pagos de las deudas externas y
la subsecuente renegociación. La década de los ochenta estaría
signada por esta situación de restricción de capitales y renegociaciones permanentes, a lo que se sumaba una significativa caída
de los términos de intercambio (ver Gráfico 1.1).
La pérdida de apoyo internacional, la crisis económica y la
derrota de la guerra de Malvinas provocaron a la dictadura
una importante pérdida de legitimidad, que se vio minada
con las crecientes demandas de recomposición de ingresos
por parte de los trabajadores y las movilizaciones en defensa
de los derechos humanos. La vuelta al régimen democrático
estaría signada por este contexto de movilización popular
y demandas de reparación, que pondrían gran parte de sus
esperanzas en el cambio institucional. Frente a éstas se erigía
un Estado debilitado en su capacidad de mediar las demandas sociales, un régimen político aprisionado por sus compromisos en la transición y un bloque de poder económico más
concentrado. Éste sería el paño en que el gobierno de Alfonsín jugaría sus fichas: bajo la prédica de un esquema político
anti-corporativo, intentaría gobernar fortaleciendo el régimen
político democrático, proponiendo reparaciones parciales a
las demandas populares. Los juicios a las Juntas Militares y el
episodio keynesiano durante la gestión de Bernardo Grinspun
como titular de Economía (1984) se orientan en este sentido.
LOS AVANCES SINUOSOS
Sin embargo, para mediados de 1985, con la llegada al Ministerio de Economía de Juan Sourrouille y el anuncio del plan Austral, el gobierno de Alfonsín volvía a acomodarse en el rumbo
de la política económica neoliberal. Aunque el plan contenía
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FRANCISCO J. CANTAMUTTO / ANDRÉS WAINER
algunos elementos heterodoxos, como el cambio de moneda
del peso al austral o el mecanismo de desagio para desindexar
paulatinamente la economía, lo cierto es que su gestión fue
programada con el Fondo Monetario Internacional (FMI), y contenía elementos típicos de un plan de ajuste y estabilización.
Los tratos con el organismo volvían al ruedo en el marco de las
renegociaciones de la deuda externa. La idea central del plan
era promover las inversiones en exportaciones no tradicionales para generar divisas que permitiesen cumplir con los pagos
de la deuda externa. Los “capitanes de industria”, un agrupamiento en el que confluían los mayores grupos económicos del
país, prestaron su anuencia al plan (Azpiazu, Basualdo y Khavisse, 1986; Ostiguy, 1990).
A pesar de que el plan tuvo cierto éxito, estabilizando parcialmente los precios y reactivando la economía, el mismo enfrentaba un conjunto de condiciones de difícil resolución que ponía
límites a la sostenibilidad del mismo. En primer lugar, la falta
de ingreso de capitales (por inversión o por préstamos) se conjugaba con los pagos de deuda e intereses y la propia fuga de
recursos, dando lugar a una permanente exacción de divisas
(ver Gráfico 1.1). El único atenuante a esta tendencia estaba
dado por el superávit comercial, generado gracias al proceso
de reconversión productiva iniciado con la dictadura que impulsaba la orientación exportadora de la cúpula empresarial, y por
la propia recesión interna, que disminuía las importaciones.
Sin embargo, el esfuerzo necesario era creciente, puesto que
los términos de intercambio se deterioraban tendencialmente.
Se generaba así una presión sistemática sobre las reservas,
que al caer inducían a la desvalorización de la moneda, tanto a
través de la inflación como de la devaluación. El plan se encontraba así desafiado en su capacidad de sostener los precios
que buscaba fijar para impulsar la actividad.
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En segundo lugar, la propia capacidad del Estado de sostener el plan estaba frente a una encrucijada compleja. Por
un lado, aunque la ralentización de la inflación permitía
recuperar recaudación en términos reales, lo cierto es que
la eliminación de gravámenes al comercio externo y el reducido nivel de actividad interno, erosionaban la capacidad
tributaria. Por otro lado, existían al menos tres demandas
fuertes en torno a la caja disponible: la de los trabajadores
por recuperar sus ingresos, la de los grupos económicos por
obtener transferencias en términos de subvenciones y regímenes de promoción, y la de los acreedores por el pago de
intereses. El gobierno optó por privilegiar a los acreedores
y los grupos económicos en detrimento de los trabajadores, ganándose así un aumento de la conflictividad sindical.
Aun así, las erogaciones superaban los ingresos, y a falta
de financiamiento externo, obligaban al Estado a recurrir a
la monetización del déficit fiscal o a financiarlo a las tasas
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FRANCISCO J. CANTAMUTTO / ANDRÉS WAINER
ruinosas que exigían los capitanes de la industria, contraviniendo sus propios objetivos.
Esta situación fue aprovechada por los organismos multilaterales de crédito y sus intelectuales neoliberales para crear
una doble imagen de “desborde de demandas” populares,
ocasionada por una supuesta continuidad con el modelo político de protección social previo a la dictadura, y la reacción
“irresponsable” del Estado, que respondía ineficientemente.
Esta lectura tenía la extraña virtud de responsabilizar a toda
la sociedad del cuadro de situación, y por tanto, obligarla a
pagar parte del necesario ajuste, a la vez que señalaba como
rumbo la retracción del Estado como garante de derechos,
rescindiendo ciertas funciones. La sistemática difusión de esta
lectura fue parte del trabajo de preparación del clima favorable
a las reformas estructurales.
Resulta importante esclarecer este conflicto, pues tal como
describimos, no todas las demandas tenían igual respuesta ni
lugar en el juego democrático. En rigor, el peso del ajuste ya
estaba siendo pagado por el conjunto de la clase trabajadora y
el capital de menor porte. Es decir, el capital concentrado, local
y extranjero, había torcido el rumbo a su favor desde la dictadura, y el Estado emergente era cautivo de tal situación. La disputa aún no resuelta quedaba establecida entre los acreedores
externos, por un lado, y los grupos económicos domésticos
y las trasnacionales que operaban localmente, por el otro. Si
bien el capital concentrado local tenía intereses en las reformas estructurales, también enfrentaba la amenaza de perder
las prerrogativas ligadas tanto a las subvenciones y promociones fiscales como a las compras estatales. Esto explica las
desavenencias de los múltiples agrupamientos entre asociaciones representativas del capital, que enfrentaban al gobierno
o negociaban con él según la ocasión, explicando el camino
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sinuoso y poco consistente de las reformas durante la “década
perdida” (Birle, 1997; Ortiz y Schorr, 2006).
A fines de 1985, Alfonsín firma con el presidente brasileño
José Sarney los acuerdos que sentarían las bases del Mercosur, dando un nuevo paso en la apertura comercial. Por esas
fechas se lanza en el mundo el Plan Baker, el programa de
acción del FMI que consistía en obligar a los países deudores
a aplicar reformas estructurales y macroeconómicas, liberalizando mercados y fortaleciendo al sector privado a cambio de
financiamiento fresco. Aunque los fondos ofrecidos a cambio
eran mezquinos (US$ 200 millones por país, según el cálculo
de Brenta, 2008), la Argentina reconoció su interés en ingresar en el plan mediante un acuerdo de stand by firmado en
febrero de 1987. Este acuerdo marcaría un rumbo muy claro
en la política económica del país, pues reconocía explícitamente la anuencia con las reformas estructurales.
De hecho, en junio de ese año, el ministro Sourrouille presentó al Congreso un paquete de reformas que incluían la
desregulación del mercado de transportes y de comunicaciones, la privatización de la industria química y petroquímica,
la reestructuración de YPF, la reforma financiera y la apertura
de la economía. Este paquete fue rechazado por la mayoría
justicialista en el Congreso, pero también por los capitanes
de industria, pues amenazaba frontalmente sus privilegios.
Otros agrupamientos empresariales más liberales, en cambio,
prestaron su apoyo. De particular importancia sería el apoyo
del “Grupo de los Ocho” (G8), un agrupamiento de cámaras
representativas de la gran burguesía, compuesto por: Sociedad Rural Argentina (SRA), Unión Industrial Argentina (UIA),
Cámara Argentina de Comercio (CACom), Asociación De Bancos Argentinos (ADEBA), Asociación de Bancos de la Argentina (ABA), Unión Argentina de la Construcción (UAC), Cámara
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FRANCISCO J. CANTAMUTTO / ANDRÉS WAINER
Argentina de la Construcción (CACons) y la Bolsa de Comercio
de Buenos Aires (la única que no es una asociación representativa empresaria). A diferencia de los capitanes de industria,
que negociaban para obtener beneficios directos a través de
diversos mecanismos de transferencia de recursos, el G8, por
su propia composición, se limitaba a coordinar políticas de
aplicación entre sectores.
En noviembre se lanzó el plan “Australito”, que reeditaba
la idea de su predecesor pero incorporaba explícitamente la
intención de avanzar en la apertura comercial y la participación
de agentes privados en actividades antes prohibidas. Aunque
los planes se sucedieron sin efectividad real, no dejaron de
reconocer su orientación general. El ministro de Obras Públicas Rodolfo Terragno privatizaría entre 1987 y 1988 la compañía Austral Líneas Aéreas, el transporte aéreo interprovincial,
la telefonía celular (que no tenía desarrollo público) y la transmisión de datos. Intentó además –infructuosamente– avanzar con la privatización parcial de Aerolíneas Argentinas y la
Empresa Nacional de Teléfonos (ENTel). La economía entró en
una fase recesiva de la que no saldría con el mismo presidente.
Los tiempos políticos estaban cambiando, tal como quedó
reflejado en los resultados de las elecciones legislativas de ese
año, cuando el gobierno perdió la mayoría parlamentaria.
LOS TURBULENTOS AÑOS DE GESTACIÓN: HIPERINFLACIÓN Y CONFLICTO INTERBURGUÉS
En abril de 1988 la suspensión de pagos de la deuda puso de manifiesto la disputa por los recursos estatales entre los acreedores
externos y los grupos locales (Basualdo, 1999), acelerando la
tendencia depresiva de la salida de divisas (ver Gráfico 1.1).
Las posteriores renegociaciones de la deuda fortalecieron
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el sesgo aperturista y de ajuste en el FMI, que se plasmó
en el Plan Primavera lanzado en agosto del mismo año.
El Banco Mundial se opuso a esta estrategia, pues reconocía
que elevaba la conflictividad interna. De hecho, los anuncios
de Sourrouille acerca de derogar barreras no arancelarias y
reducir los aranceles a la importación le granjearon la oposición de la UIA, erosionando el apoyo dentro de los representantes del capital. La situación económica se caracterizó por
la falta de reactivación, las dificultades para estabilizar los
precios, una fuerte caída de salarios y la presión de la fuga
de divisas.
A ello se sumaron eventos políticos de alto impacto: los
levantamientos “carapintada” de militares de los mandos
medios demandando impunidad y mejoras económicas, y el
copamiento del cuartel de La Tablada por parte de un pequeño
grupo armado.3 En este clima de inestabilidad, el Banco Mundial retuvo en enero de 1989 un giro de fondos, presionando
a favor de los acreedores. Paralelamente, los exportadores
dejaron de liquidar sus divisas en el país y el Banco Central
se vio obligado a suspender la convertibilidad del Austral.
Esta espiral desató la primera hiperinflación en abril de 1989
3. Tras los levantamientos de Semana Santa (abril 1987) y Monte Caseros
(enero 1988), en diciembre de 1988 se produjo el tercer levantamiento
“carapintada” en el cuartel del Ejército de Villa Martelli, en el Gran Buenos Aires. Al mes siguiente, en enero de 1989, un grupo armado denominado Movimiento Todos por La Patria (MTP) -cuyo jefe había integrado la
dirección militar del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) en los años
setenta- tomó el cuartel del Ejército en La Tablada (Gran Buenos Aires),
aduciendo que allí se estaba perpetrando un golpe de Estado. La represión
en La Tablada superó ampliamente la capacidad militar del grupo armado,
causando varios muertos, un desaparecido y torturas a los detenidos. Sobre
ambos acontecimientos consultar, entre otros Acuña y Smulovitz (1995) y
Pucciarelli (2006).
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FRANCISCO J. CANTAMUTTO / ANDRÉS WAINER
que, en medio de un creciente descontento social que incluyó
saqueos a supermercados y comercios, provocó el adelantamiento de las elecciones presidenciales a mayo de dicho año.
El candidato peronista Carlos Menem, con proclamas populistas de “salariazo” y “revolución productiva”, derrotó al
radical Eduardo Angeloz, que anunció como programa todas
las reformas que luego ejecutaría su rival. Menem asumiría
anticipadamente en julio de ese mismo año.
RECUADRO 1.1. SOBRE LA IMPORTANCIA DE LA HIPERINFLACIÓN
La importancia de la hiperinflación no puede circunscribirse únicamente a sus efectos económicos inmediatos. Como bien lo señalara Perry Anderson, “…hay un equivalente funcional al trauma de
la dictadura militar como mecanismo para inducir democrática y no
coercitivamente a un pueblo a aceptar las más drásticas políticas neoliberales. Este equivalente es la hiperinflación” (Anderson, 1995).
Por un lado, la desvalorización acelerada de la moneda resulta
traumática socialmente porque implica la pérdida de toda referencia
en el intercambio mercantil: se vuelve impredecible la posibilidad de
trocar el pago resultante del trabajo propio por los bienes necesarios para la vida. La descomposición de lazos sociales se une entonces a la veloz pauperización de las condiciones de vida, elevando
los pedidos de orden, que son traducidos en votos. Las reformas se
orientaron a esto y lograron cierto consenso: sin alternativas claras
y con celeridad parecían funcionar como mandato (Vázquez, 2009).
El diagnóstico y el programa neoliberal habían calado profundo en
la población, y emergían como la salida ante la crisis social y económica desatada con la híper inflación.
“La que los argentinos experimentamos es la crisis del modelo
populista y facilista, de un modelo cerrado, de un modelo centralizado y estatista” diría el ex ministro Sourrouille (1988). O más claro
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aun, en palabras de Martínez de Hoz: “la hiperinflación llegó a ser
como una vacuna para la gente y la mentalidad fue madurando. Yo
creo que la gente, después de la experiencia que hizo a través del
programa nuestro, iniciamos un poco el proceso de enseñanza, de
maduración, de lo que era la orientación moderna de una economía
productiva. Y al final, después del 89 la gente misma pedía esa orientación. Y yo creo que ese es el espíritu que capta el presidente Menem
cuando asume la presidencia con el ministro Cavallo y los ministros
que lo antecedieron comenzaron también en este sentido. Dieron la
orientación económica en líneas, en las grandes líneas, en las grandes bases que eran prácticamente las mismas que las nuestras”.
Por otro lado, la ola de saqueos a comercios y supermercados en
1989 implicó un no-reconocimiento de la propiedad privada, generando así un caos general, lo que equivale a decir que el Estado era
incapaz de garantizar relaciones de propiedad básicas del modo de
producción capitalista. La burguesía de conjunto vio amenazada las
bases de su dominio, llevándola a aceptar el programa de reformas.
En última instancia, lo que estaba en juego a comienzos de la década
de 1990 era un régimen macroeconómico que, más allá de los perjuicios y beneficios más inmediatos que podía acarrear para varias
fracciones de la burguesía local, implicaba la adopción de un sistema de reglas que garantizara la gobernabilidad y la previsibilidad
a mediano plazo.
Dice Gramsci en las Notas sobre Maquiavelo, que “las crisis económicas no producen por sí mismas acontecimientos fundamentales,
sino que solo pueden crear un terreno más favorable a la difusión de
ciertas maneras de pensar, de plantear y de resolver las cuestiones
que hacen a todo el desarrollo ulterior de la vida estatal”. Hacia fines
de los ochenta, “los sectores dominantes en su conjunto coincidieron
en el diagnóstico y lograron difundir (y el sistema político y buena
parte de la ‘comunidad académica’ convalidar) la idea que atribuye la
responsabilidad de la crisis al supuesto Estado de Bienestar que con
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sus variantes habría estado vigente desde 1945, ocultando las transformaciones que le habían dado un nuevo contenido de clase desde
mediados del decenio de los setenta. En estas condiciones, percibir la
crisis como el fin del Estado populista supone una clara (y sumamente
eficaz) maniobra ideológica destinada a legitimar la reestructuración
que impulsaron las fracciones sociales dominantes en la década de
los noventa. En otras palabras, el tipo de lectura que se logró imponer
sobre las causas de la crisis es lo que determinó las formas en que se
buscó salir de la misma” (Ortiz y Schorr, 2006).
Esta situación sería la que habilitaría a Menem a avanzar con
mayor celeridad que su antecesor. Sin alternativas claras dentro del propio partido, el flamante presidente anunciaría como
ministro de Economía a Miguel Roig, del grupo Bunge & Born,
declarando abiertamente su intención de diálogo directo con el
gran capital. El vínculo no se establecía tanto con las asociaciones representativas del capital como con los propios empresarios, relegando completamente a los trabajadores y a las
fracciones más débiles del capital. La designación de Néstor
Rapanelli ante el fallecimiento de Roig, proveniente del mismo
holding empresario, funcionó como una clara señal ante la
cual los capitalistas respondieron con una pausa temporaria al
proceso inflacionario.
En un trámite veloz se aprueban en el Congreso entre
agosto y septiembre de ese año las leyes de Reforma del
Estado (N° 23.696) y de Emergencia Económica (N° 23.697).
Como claros gestos de orientación política, mientras que la
primera daba la base legal al proceso de privatizaciones, la
segunda eliminó la mayoría de las transferencias a privados
por subvenciones y rebajas impositivas, el fomento industrial se redujo a la mitad y se anuló la ley de compre nacional.
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El Poder Ejecutivo salía fortalecido para poder llevar a cabo
las reformas pedidas por el poder económico de los países
centrales y el capital concentrado interno (Nochteff, 2001).
Como veremos a continuación, las privatizaciones funcionarían como eje del nuevo bloque de poder emergente. La
Confederación General del Trabajo (CGT), por su parte, se
dividió en dos fracciones: una más cercana al gobierno (San
Martín) y otra más combativa (Azopardo, dirigida por Saúl
Ubaldini). La primera de ellas tendría un rol central en contener las demandas de los trabajadores durante los procesos
de privatización y flexibilización laboral (Murillo, 2001).
Sin embargo, no estaba todo resuelto aún. La renegociación
de la deuda, a cargo del Álvaro Alsogaray (dirigente del partido
liberal UCeDé) implicaba mayores avances en la apertura y las
privatizaciones. Rapanelli, como empresario, buscaba preservar aún algunas prerrogativas respecto de los recursos estatales, lo que conducía a disputas con el tradicional dirigente
liberal. En diciembre de ese año se anuncia un nuevo (típico)
plan de estabilización: devaluación y aumentos de precios
con posterior congelamiento. El problema fue que el congelamiento nunca se logró, lo que desató una segunda hiperinflación que forzó la salida del ministro.
Asumió entonces Antonio Erman González como ministro
de Economía, y como medida “de presentación”, aplicó en
enero de 1990 el Plan Bonex, un canje compulsivo de plazos
fijos y títulos de deuda pública por bonos a diez años. Aunque esta medida cumplió su objetivo de limitar los fondos
disponibles para la fuga, apareció como una “declaración de
guerra” para los empresarios. Menem reaccionó defendiendo
su alianza con los organismos multilaterales de crédito. Era
necesario conquistar logros más claros para concitar el
apoyo combinado de acreedores y empresarios locales. Estos
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comenzarían a llegar con la estabilización macroeconómica:
la iliquidez provocada por la híper inflación y el Bonex, sumados al decreto 435/90 que prohibía al Banco Central prestar al
Tesoro, forzaron una recesión que a su vez favoreció un descenso de la inflación. Con precios más estables, se produjo
una leve recuperación del consumo y del crédito, que impulsaron una reanimación de la actividad (junto a la incipiente
reactivación de las exportaciones). Este cambio de coyuntura
sería rápidamente reconocido por los empresarios, cuando
organizan en abril un acto de defensa del gobierno ante las
críticas de la CGT Azopardo.
CONFLUENCIA DE INTERESES Y APLICACIÓN DEL PROGRAMA
La estabilidad y la recuperación incipientes eran aún frágiles.
Entre 1989 y 1990 se pusieron en práctica doce planes de estabilización, cada uno de los cuales profundizaba más el sesgo
neoliberal, pero no lograba sostenerse. En distintas variaciones, los planes se orientaban al recorte del gasto público:
caducidad de contratos de personal temporal, congelamiento
de salarios, supresión de contribuciones y de subsidios sociales, recortes y suspensión a la promoción industrial, suspensión de operaciones públicas (contrataciones, licitaciones y
compras), supresión de secretarías y de pagos a proveedores, congelamiento de vacantes, etc. La otra gran directriz
era efectivizar las privatizaciones de las empresas públicas.
El gobierno comenzó la tarea mediante un fuerte mensaje
político: en noviembre de 1990 se privatizaron partes mayoritarias de Aerolíneas, ENTel, la industria química y petroquímica, justamente aquellas empresas que Alfonsín no había
logrado vender, en buena medida debido a la oposición del
Partido Justicialista.
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