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Entre la
imprudencia
y la avaricia.
Consecuencias
del mal gobierno
Llevan mucha prisa —dijo el principito— ¿Qué buscan?
Hasta el hombre de la locomotora lo ignora —dijo el guardagujas.
F a curso gurméndez
Antoine de Saint- Exupéry
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Hace ya bastantes años, mi universidad me encargó unas charlas informativas para alumnos próximos
a concluir el bachillerato y, junto a
otros colegas, peregrinamos por los
institutos de Galicia para hablarles
de las distintas carreras. Recuerdo
todavía cómo les resultaba fácil a
médicos y juristas entrar en materia, mientras que la economía presentaba más obstáculos. Partiendo
de la objetivación de las respectivas funciones sociales, la medicina está al servicio de la salud, el
derecho procura la justicia, pero ¿y
la economía? Entonces se cubría el
expediente poniendo la profesión,
en sus múltiples facetas, a la búsqueda de sociedades más justas, en
la lucha contra la pobreza. A día de
hoy, “n” reformas educativas después, nuestros jóvenes tienen la
oportunidad de acercarse a la lógica
económica en edad más temprana;
lo que ya no es tan seguro es que en
esa introducción preuniversitaria se
les transmita —más allá de algunas
técnicas elementales y excesivos
prejuicios nocivos en exposiciones
hiperideologizadas— un conjunto de
valores que deberían impregnar los
objetivos de la economía y que a mi
juicio siguen instalados en aquella
lejana exposición: menos desigualdad y minimización del número de
personas que viven por debajo del
umbral de la pobreza.
Sin embargo, la profunda crisis financiera y económica que estamos
sufriendo todavía refleja una irresponsabilidad individual y colectiva
que está íntimamente ligada a una
visión —tanto instrumental como
teleológica— de lo económico, situada a años luz de planteamientos
éticos, modo de ver el mundo fundamentalmente a-moral.
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Luis Caramés Viéitez
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Prácticamente todos los economistas han visto en la renta y la riqueza
los medios necesarios para alcanzar
fines verdaderamente humanos. Y
siempre alertaron de los peligros
del reduccionismo: buena parte de
la actividad del hombre no se rige
exclusivamente por la búsqueda del
éxito económico pues el altruismo
siempre ha estado ahí, más allá de
la tan popular “caridad espectáculo”, omnipresente en el mundo actual. En definitiva, el telón de fondo
de la actividad económica habrá de
consistir en una buena combinación entre el tener y el ser. En línea con los teóricos de la Escuela
de Salamanca, la economía debería
verse como un proceso cuyo objetivo es proporcionar mayores grados de libertad a las generaciones
futuras.
Ser rico, podríamos decir parafraseando a Malthus, es saber apreciar
y disfrutar una sinfonía, un cuadro,
un poema. Por eso es tan importante la educación, que modela la sensibilidad. Nuestros gustos no son
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ni innatos ni determinados genéticamente sino influenciables por la
cultura, la educación, aunque también por la publicidad.
Precisamente, el “corpus” teórico de
la economía se refiere a la “soberanía del consumidor” que, a través de
su demanda, orienta la producción
y las inversiones de las empresas.
La gran pregunta continúa siendo
si los precios armonizan las estructuras de la producción con las preferencias de los consumidores o si
la publicidad dirige los gustos de la
gente al objeto de ajustarlos a esa
estructura.
Por supuesto que desenvolvemos
nuestra vida en un marco en el que
existe la libertad para elegir, aunque no siempre seamos conscientes
de cómo se forma nuestra demanda. Por eso es tan importante la formación y también la enseñanza de
la economía desde el bachillerato.
Más y mejor educación va a significar mayor capacidad e independencia para elegir.
Pero volvamos al escenario de la
crisis, que nos tiene postrados en
una especie de depresión colectiva
reforzando, a través de mecanismos
de “feed back”, unas expectativas
pesimistas. Esta crisis ha puesto al
descubierto una compleja red de
comportamientos ilícitos o de ética
blanda, que se multiplican cuando
el mercado o, más propiamente la
autorregulación, falla y no cumple
sus funciones, generando redistribuciones de riqueza injustas, agravando la crisis y dificultando la recuperación.
Digámoslo más esquemáticamente: el mercado falla cuando genera
beneficios y rentas que no tienen el
respaldo de la producción de bienes
y servicios y propicia redistribuciones no justificadas por el valor que
se aporta a la producción. En este
sentido, la crisis actual proviene de
comportamientos ilícitos de algunos
intermediarios financieros. Claro que
la intermediación es necesaria, pero
el dinero ha sido creado fundamentalmente para facilitar los cambios,
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Ilustración: Eduardo Estrada.
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Entre la imprudencia y la avaricia…
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siendo a la economía lo que la lengua a la comunicación, acelerando
los intercambios, antiguamente embridados por el trueque. El dinero
ofrece una cierta libertad en el espacio y en el tiempo pero estando las
finanzas al servicio del hombre.
complejos turísticos y comerciales
que, a la postre, quedarían vacíos. Un
fermento auténtico de burbujas especulativas y ganancias rápidas que
beneficiaban a unos pocos en el corto plazo y, con el tiempo, acabarían
perjudicando a toda la sociedad.
Los intermediarios financieros desarrollan formas para reducir y repartir riesgos pero la falta de regulación
acabó por alentar una actuación
desligada de la actividad económica real. Pronto surgieron mercados y
entidades que actuaron al margen de
un adecuado control y, usando sofisticadas tecnologías, generaron transacciones financieras que acabaron
por multiplicar por mucho el valor de
las transacciones comerciales.
Una sociedad sumergida en unas
expectativas de ganancias permanentes que, por si fuera poco, contribuyen a degradar la naturaleza y
a nutrir la corrupción. Actuando así,
muchos bancos y otros intermediarios financieros aumentaban y concentraban riesgos, en lugar de reducirlos y dispersarlos. Y todo con la
protección, en última instancia, del
contribuyente, que había de aportar
su sacrificio para evitar quiebras y
perniciosos contagios en un mecanismo tan delicado como es el sistema financiero. Cuando las burbujas estallan, es el sector público el
obligado a utilizar fondos públicos
para rescatar a las entidades irresponsables, evitando males mayores.
En definitiva, la consagración de
una perversa asimetría que impide
drásticas terapias como las que derivarían del funcionamiento estricto
del mercado.
F a curso gurméndez
Parecía existir una especie de consigna que patrocinaba el aumento de la
financiación, sin reparar en la solidez
de los prestatarios, mucho menos
aún en la utilidad social de las operaciones. Floreció así el método de
mover el dinero troceando y “empaquetando” activos financieros sin una
garantizada cobertura, en muchas
ocasiones para posibilitar la construcción de edificios desocupados o
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En los últimos tiempos se ha producido tal trasgresión ética que, olvidando incluso algunos elementos
asumidos de legitimación —“ethics
is good business”—, aquellos que
han contribuido esencialmente al
desastre, a la pura y dura especulación destructiva, se siguen repartiendo primas escandalosamente
cuantiosas, nutridas en muchos
casos de los rescates y ayudas públicas. Al fin y al cabo, la muestra
patente de que el dinero es mejor
servidor que dueño.
Si observamos cómo se sigue y controla la trazabilidad de los productos farmacéuticos y alimenticios,
con la exigencia de rigurosas autorizaciones, se entiende mal el porqué de la laxitud ante la generación
de créditos tóxicos, que acaban por
conducir a crisis de liquidez, afectando a toda la sociedad. Ha de volver una inteligente reticencia ante
la autorregulación de los mercados
financieros para que se reconcilien
con sus fines genuinos: financiar la
economía y facilitar los intercambios.
El modelo actual se creó entorno al crédito fácil de los bancos y la burbuja de los precios del ladrillo.
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La cineasta italiana Sabina Guzzanti presentó en la “63 edición del Festival de Cannes (2010) el documental Draquila, mostrando a Berlusconi salpicado por la corrupción
que imperó tras el terremoto de L’Aquila. Imagen inspirada en La Creación de Adán de la Capilla Sixtina, obra de Miguel Ángel.
La miseria ética se manifiesta por el
desequilibrio entre el tener y el ser,
utilizando además medios injustos.
No es sano compensar la insatisfacción en el orden del ser con el afán
desmesurado de tener, obviando la
relación con la naturaleza, el otro y
el propio yo. No podemos por menos que dirigir la mirada más allá
de la gigantesca perplejidad en la
que se ha visto sumida buena parte
de la humanidad. No se puede colocar como maquinaria motriz del
desarrollo la codicia exacerbada, ni
convivir sin desasosiego ni inquietud con una verdadera estafa antropológica. En definitiva, no debemos
excluir la ética de las relaciones
económicas.
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El economista Paul Samuelson solía
decir que la suya era una ideología
sencilla, que favorecía al desvalido
y que aborrecía la desigualdad. Este
premio Nobel, que gustaba de análisis técnicos profundos y formalmente elegantes, sabía, y lo hacía
explícito, que la economía no exige
la neutralidad ética. Pero subidos al
ciclo largo del crecimiento habíamos olvidado que la propia lógica
subyacente al auge acabaría por
darnos de bruces con la recesión.
Y ahora reparamos en la ausencia
de ética, que nos ahoga igual que
la falta de oxígeno, como refería
Amartya Sen: no nos damos cuenta de su importancia hasta que comienza a escasear.
No tiene sentido excluir la ética de
las relaciones económicas, antes al
contrario, su presencia contribuye
a conseguir sus objetivos: crear las
buenas condiciones para la existencia de una sociedad equitativa y
democrática de ciudadanos libres.
La crisis nos ha puesto ante ese
desafío, cuya respuesta —sin negar
el mercado— no puede consistir en
su idolatría. La competencia es beneficiosa siempre que se practique
en un marco jurídico transparente,
que defina límites que preservan el
respeto por el ser humano, por la
sociedad y por el medio natural. La
economía, digámoslo alto y claro,
no es un fin en sí misma, no nos
puede hacer olvidar la jerarquía ética de las cosas.
No hay, sin embargo, muchas razones para el optimismo ya que
no hemos sabido anclar nuestras
relaciones sociales y económicas
en auténticos valores, circunstancia que no ha sido combatida adecuadamente desde la escuela. Una
sociedad que sacraliza de facto la
asimetría entre derechos y obligaciones es una sociedad desequilibrada, tanto en el plano individual
como colectivo, hambrienta de bienes que acaben por ser el paradigma del bienestar. Pero ha de llegarse al convencimiento de que la
economía sólo será útil si introduce
consideraciones éticas en sus fundamentos.
Bibliografía
BAUMOL, W.J. (1991) Perfect markets and easy virtue,
Blackwel, Oxford.
CRANACH, M. von (2008) “Pas d’économie au service de
l’homme sans fondements éthique”, Horizons et debats,
nº44.
GALAVIELLE, J.P. (2002) “De l’éthique économique a la
éthique des affairs”, Document de Travail, Université
Paris 1.
LIPOVETSKY, G. (1992) Le crépuscule du devoir, Gallimard,
París.
ULRICH, P. Y MASTRONARDI, Ph.
F a curso gurméndez
Hoy ya no se puede negar que uno
de los vectores de la crisis es el
de la ética. La crisis viene de esos
comportamientos que hemos esbozado, pero también, como se ha dicho, del corazón del hombre. Está
ligada a la desmesura, a aquello
que los griegos llamaban “hybris”.
El propio sistema segrega incontrovertibles señales de una hipocresía
individual y colectiva, como son,
por ejemplo, los paraísos fiscales,
al mismo tiempo que se hacen peticiones de principios acerca de los
valores.
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