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Andrea Alvarez Díaz
Investigadora post-doctorante
Centro Interdisciplinario de Estudios de Género
Departamento de Antropología
Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de Chile
Ignacio Carrera Pinto 1074 Ñuñoa, Región Metropolitana, Chile
56-2-29787890
[email protected]
Mujeres aymaras, poderes y contra-poderes: Resistiendo una pluralidad de
violencias en el Chile post-colonial1
Introducción
Desde los años ’90, se han acumulado evidencias en América Latina que reportan
que, los servicios de salud - y sobre todo los de salud reproductiva - constituyen
un espacio más en el que se ejerce violencia hacia las mujeres. Durante los años
'80, por ejemplo, los programas de planificación familiar asumieron formas
coercitivas. En algunos países del cono sur, se ha implementación la anticoncepción quirúrgica hacia mujeres marginadas socio-económicamente, y en
general se observan conductas de maltrato hacia las usuarias de los servicios ya
sea en forma psicológica (abandono), verbal, física o sexual (Castro, 2014).
Estas manifestaciones coercitivas en el ámbito de la salud reproductiva han sido
denominadas como “violencia obstétrica” y han afectado principalmente a las
mujeres usuarias de servicios públicos (aunque no exclusivamente). Desde el
discurso médico, se ha catalogado esta forma de violencia hacia las mujeres como
un problema de calidad de la atención en salud. Sin embargo, se evidencia que se
trata, más allá de un problema de calidad, de violación a los derechos
reproductivos de las mujeres.
1
Este trabajo es producto de la investigación post-doctoral No. 3130507 "Nuevos escenarios de género
entre los aymara del norte chileno, región de Tarapacá" financiada por Conicyt, entre los años 2012 y 2015.
Más bien, sería expresión de la intersección de formas de violencia institucional
ejercida por el aparato estatal en el ámbito de la salud reproductiva, y de violencia
de género, por cuanto se agrede a las mujeres por el hecho de ser mujeres
parturientas (Castro y Erviti, 2014). Efectivamente, la medicina moderna se
caracteriza por ser una institución patriarcal que tiende a reproducir y a naturalizar
la dominación sobre las mujeres a través de la medicalización de sus cuerpos
(Foucault, 1991). La violencia obstétrica2 se define entonces como:
“Toda conducta, acción u omisión, realizada por personal de salud que, de
manera directa o indirecta, tanto en el ámbito público como en el privado, afecte el
cuerpo y los procesos reproductivos de las mujeres, expresada en un trato
deshumanizado, un abuso de medicalización y la patologización de los procesos
naturales” (Medina, 2008).
En Chile, desde fines de los años ’80, se ha instalado un modelo tecnocrático del
nacimiento, caracterizado por: una fuerte orientación hacia la ciencia, un
importante uso de tecnología, intereses principalmente económicos, e instituciones
gobernadas por un poder patriarcal. En el modelo tecnocrático, el cuerpo asume la
metáfora de la máquina, el hospital como una fábrica donde se elabora el producto
- el bebé -, y la tecnología es trascendente sobre los procesos. El cuerpo de la
madre es concebida como una maquina defectuosa de por sí, y el experto técnico
es el que rescata y produce el bebé. La autoridad y responsabilidad recaen sobre
el médico y no en la parturienta, lo que se expresa por ejemplo en la imposición de
la posición de litotomía cuyo origen y adopción obligada para las mujeres,
coincidió con la entrada en la escena del parto de los médicos (Davis-Floyd,
2001).
Mientras tanto, en la misma década en que Chile abrazaba el modelo tecnocrático
en salud reproductiva, la Organización Panamericana de la Salud (1985), en su
Declaración de Fortaleza sugería que se enfatizara la participación de las
parturientas en la planificación, ejecución y evaluación de la atención, así como el
2
El primer país latinoamericano en tipificar la violencia obstétrica en términos jurídicos fue
Venezuela en el año 2007. También se ha incluido en la legislación argentina y en la de varios
estados mexicanos.
respeto a las formas tradicionales de traer al mundo a los bebés, la participación
de las parteras tradicionales y el parto en posición vertical.
En este trabajo, se analiza en el escenario urbano (donde reside la gran mayoría
de la población aymara chilena) la reproducción de la violencia obstétrica en el
cruce de diferentes violencias: de género, institucional, estructural y étnico-racial.
A través de información obtenida de historias de vida con mujeres y parteras
aymara, observación de contextos culturalmente pertinentes y revisión de
información secundaria, damos cuenta del proceso de asimilación y chilenización
en el ámbito de la atención al parto, que ha llevado a la cuasi-extinción de la
partería tradicional en el territorio nacional.
El trabajo cierra su descripción analítica proponiendo como categoría analítica, la
noción de racismo obstétrico como una imposición sistemática por parte del
Estado en territorios aymara de una estrategia sanitaria “chilenizadora” que, en
aras de la disminución de la mortalidad materna, contribuyó a la cuasidesaparición de la partería tradicional en el norte del país.
Violencias entrecruzadas: un análisis necesario
Una de las primeras constataciones desde la cual queremos iniciar esta reflexión,
es que la ocurrencia de un tipo determinado de violencia no se presenta de
manera aislada, sino que tiende a ser parte de un entramado de violencias. Esta
aseveración cobra más sentido cuando se trata de contextos de mujeres de
pueblos originarios, que tienden a vivir cotidianamente una acumulación de
expresiones violentas: de género, por el hecho de ser mujeres; de etnia y raza,
manifestada en el racismo y discriminación étnica, por el hecho de pertenecer a
Pueblos originarios; y de clase, debido a los procesos estructurales de
marginalización y despojo que han pauperizado a los y las indígenas del
continente.
Estas constataciones las realizo sobre la base de investigaciones en torno a la
violencia hacia la mujer en contexto mapuche, en Chile (Alvarez y Painemal, 2013;
Painemal y Alvarez, 2015), en contexto maya, en Guatemala (Alvarez, 2010, 2012,
2013) y en contexto aymara en el norte chileno. En estos contextos, se observa
que a la intersección de violencias de género, etnia y clase, se amalgaman otras
expresiones de violencias macro-estructurales o sociales, tales como: la violencia
política, el racismo ambiental, la violencia institucional y la violencia espiritual. A
partir de la descripción de una malla analítica, que explica la acumulación de
violencias, se concluye que, para entender la ocurrencia de la violencia de género
en contextos indígenas, debe considerarse las demás violencias, junto a las
cuales se reproduce.
Esta forma de análisis, como se comprende descarta, por espuria, la ambición de
una definición esencialista o universal de la violencia. La amplia variedad de usos
del término violencia y sus derivados, muestra que no se trata de un término
unívoco ni homogéneo (Jacorzynsky, 2002). Así, para comprender de qué
hablamos, cuando nos referimos a violencia, me parece necesario conocer las
diferentes acepciones del término, observar el contexto específico de aplicación y
comprender los contextos en que se emplea la palabra. Se adscribe así a una
definición de violencia de tipo contextual, y a un análisis interseccional de la
misma, que integra las categorías de clase, género y etnia (Crenshaw, 2003,
Muñoz, 2011). Como bien lo indica Tomasini:
“El concepto de violencia, es como muchos otros, un concepto de semejanzas de
familias. Es decir, el uso de la noción en un contexto determinado (p.e. el Estado)
puede ser muy similar a su aplicación en otro contexto (digamos, la escuela), pero
ya no tan semejante a su utilización en otro (verbigracia, el sexo), el cual a su vez
se puede parecer más a la violencia en la familia que a otro, por ejemplo, a la idea
de violencia económica institucional” (Tomasini, 2002, 24).
Otra característica relevante en el análisis del entramado de violencias que
afectan a las mujeres de Pueblos originarios es que “las violencias se encuentran
en un continuo proceso de mutación” (Alvarez, 2012, 319). No se trata tanto que
hayan cambiado en su naturaleza, sino que, como lo indican Ferrándiz y Feixa
(2004, 169), “la tendencia que existe en esta coyuntura histórica entre los actos,
los usos, las representaciones y los análisis de la violencia, ha transformado cada
uno de estos espacios de acción social y por ende, el conjunto global en el que se
ejecutan, interpretan y analizan los actos violentos”.
Así, se propone un análisis de escenarios en los que se configura una articulación
determinada de violencias que contribuyen a su perpetuación, en un determinado
contexto y momento histórico.
Violencia obstétrica y mujeres aymara en el norte de Chile
El Pueblo aymara está integrado por más de 3 millones de personas que se
distribuyen entre Perú, Bolivia y Chile, siendo hoy una de los Pueblos más
importantes de Sudamérica. Durante el siglo XIX, la población aymara quedó
repartida en tres países distintos, tras la guerra del Pacífico que dividió los lazos
históricos entre los aymaras, dificultando el acceso a los distintos pisos ecológicos,
característico de la organización territorial aymara.
Desde 1920, el Estado chileno inició una intensa campaña de chilenización de la
población aymara de Tarapacá, a través de la educación pública y el servicio
militar, la que se vio reforzada por la creciente migración a las ciudades, que
traería profundas consecuencias sociales.
Durante el siglo XX, se registran importantes cambios en la sociedad aymara,
basados en transformaciones económicas, políticas, culturales en el marco de las
relaciones interétnicas con la sociedad regional y nacional.
En torno a los años '60, debido al empobrecimiento de las comunidades aymara
del interior, y al auge que vivió Iquique con la instalación de la zona franca, se
dinamiza la economía regional y la propia economía aymara. En el mismo período,
aumenta el índice da alfabetización y de educación y comienza un intenso proceso
de translocalización de las comunidades y familias aymara. Las economías
domésticas dejan de ser exclusivamente agrícolas, y dependen también de
ingresos extraprediales (Gavilán, 1993), como el trabajo minero, la prestación de
servicios asociados a la actividad minera. La economía andina se mercantiliza
extensivamente, y la orientación de economías domésticas de base comunitaria,
que giraban en torno a relaciones económicas micro-regionales, se pierde, al
tiempo que su condición agraria, se relativiza al incluirse el trabajo minero
asalariado” (Gundermann, 2002, 41).
Los aymaras que migraron a las ciudades costeras de Tarapacá crearon
complejas redes de intercambio con sus parientes campesinos, a la vez que
aprovecharon las oportunidades que abrió la integración económica con Perú y
Bolivia en la década de 1990.
Reconociendo que ningún espacio social puede existir sin un componente
geográfico, territorial (Pries, 1990 citado en D’Aubeterre, 2000), entre procesos de
deslocalización, propios de la modernidad (Giménez, 1995) se describen pautas
de translocalización (Gundermann y González, 2008) del pueblo aymara:
“portadores de su cultura con independencia del lugar en que se encuentren, ya
sea que estén en zona urbana o rural” (Valdebenito et al., 2006).
Se reportan también importantes modificaciones, tales como el "mejoramientos en
los medios de comunicación, en las rutas de transporte, en el abastecimiento
alimenticio, en la atención sanitaria y el tratamiento de enfermedades”
(Gundermann, 2002, 44).
Hasta la mitad del siglo XX, imperaba en las comunidades de la alta cordillera y de
la altiplanicie el monolingüismo aymara, situación que se modifica con la creciente
demanda de castellanización y el acceso a la educación formal. Hoy, menos del
35% es hablante funcional de aymara (Gundermann, 2007).
Muchas de las problemáticas actuales, tales como la pobreza, la marginalidad y
los procesos de exclusión social tienen su origen en variables culturales,
económicas y sociales que se asientan en las primeras etapas del colonialismo.
Efectivamente, el capitalismo opera globalmente en contextos nacionales y
regionales, construidos a partir de categorías étnicas y raciales procedentes de la
Europa colonial, para organizar la sociedad productiva. Así, las categorías
coloniales son reapropiadas, producidas y reproducidas por las elites intelectuales
y gubernamentales con el fin de jerarquizar y organizar la sociedad nacional y
regional, activando de este modo un colonialismo interno (Rodríguez Mir, 2012).
Como veremos, las prácticas sociales y políticas públicas en salud no están
ausentes ante esta reproducción del orden colonial.
Los determinantes estructurales de la salud, etnia, género y clase social,
constituyen organizadores sociales que estratifican la sociedad en grupos
aventajados o hegemónicos y grupos desaventajados o subalternos. Como
resultado de esta estratificación social, los grupos desaventajados, en este caso
los pueblos originarios, viven problemáticas que comprometen su bienestar,
supervivencia, identidad y libertad (Observatorio de equidad en Género y salud)
Respecto a la atención oportuna y eficaz de las emergencias obstétricas, nuestro
país presenta cifras, como la tasa de mortalidad materna, la cobertura de cuidados
prenatales, y la cobertura de atención profesional del parto, que parecen dar
cuenta de que la violencia obstétrica no representaría un problema. Sin embargo,
sabemos que las cifras a nivel nacional esconden desigualdades importantes y
que no todas las mujeres en Chile acceden a la atención obstétrica con igual
oportunidad y estándares de calidad, en especial a la atención prenatal y al parto.
Un estudio cualitativo sobre casos de mortalidad materna en mujeres de pueblos
originarios en Chile muestra que en determinados casos, cuando condicionantes
sociales como género, etnia y pobreza confluyen, la atención oportuna y eficaz de
una emergencia o de un embarazo con alto riesgo obstétrico no está garantizada
(Oyarce et al., s/f). Por otra parte, muchas veces los resultados de estas
situaciones para las mujeres pueden no ser la muerte, pero el daño o la pérdida de
calidad de vida ocasionado no se muestra en las estadísticas disponibles.
a) La medicalización del parto en el altiplano
Desde los años ’60, ’70 las políticas de salud reproductiva que se venían
implementando con fuerza en el resto del país, empiezan a afectar de manera más
directa a las mujeres aymara del interior. Se instalan postas rurales en la cordillera
y la atención en salud comienza a ser más accesible aunque sin ningún tipo
pertinencia cultural y al contrario evidenciando maltrato y descalificaciones por
parte del equipo de salud hacia las mujeres. Con todo, la ronda médica solo sube
a los pueblos andinos 1 día cada mes y medio.
Las mujeres aymara durante ese período, opusieron importantes resistencias ante
esfuerzos de los equipos de salud rurales, que las instaban a controlar su
embarazo en la posta y a "bajar" a la ciudad para el nacimiento de su bebé.
Como lo indica un enfermera universitaria entrevistada:
"Se escondían en sus casas cuando venia la ronda médica a visitarlas y no salían
a abrir la puerta. Una vez que la wawa había nacido, ya sea con el apoyo de
partera, o bien atendidas por ellas mismas, solitas, fingían ante la matrona no
haberse dado cuenta que el parto ya venía, y no había alcanzado a bajar a la
ciudad".
Por otro lado, se empieza a hacer valer con mayor sistematicidad el reglamento
del Código Sanitario que prohíbe y judicializa el ejercicio de la profesión a una
persona no calificada para ello. En el caso de la atención del parto, el Código
Sanitario establece la responsabilidad exclusiva de esta función en el profesional
médico y matrona. Aún así para el año 1995, la sistematización de la información
local documenta que en las comunas rurales más pobres y aisladas (Huara,
Camiña, Colchane) el porcentaje de parto domiciliario bordea el 40%.
Una de las discusiones relevantes en torno al tema, fue el de la relación entre la
disminución de la mortalidad materna y la profesionalización e institucionalización
del parto.
Al respecto, un estudio exploratorio del equipo de salud (no publicado) demostró
que el 98.8% de los partos atendidos en domicilio con parteras tradicionales o bien
por los esposos de las parturientas, o por ellas mismas sin apoyo, fueron
satisfactorios.
Cabe precisar que este pequeño piloto se elaboró con información de las
auditorías de parto domiciliario ocurridas entre los años 1993 y 1993, contrastando
con las auditorías de los partos hospitalarios en los mismos años con mujeres de
las mismas comunidades.
La documentación reporta que "el número de mortinatos en las mujeres de las
mismas localidades, atendidas en el nivel terciario de salud es similar al que
presentan mujeres de las mismas localidades con atención del parto en domicilio".
Aún con esas constataciones, el mismo documento se encarga en explicitar que la
institucionalización del parto no está en cuestionamiento. Efectivamente la
discusión se zanjó manteniendo la política de disminución de muerte materna a
través de la institucionalización del parto, aún cuando la medicina basada en la
evidencia demostraba otra cosa, o al menos la necesidad de profundizar en esta
relación con otras indagaciones. Mientras que en países como México y
Guatemala, la tendencia es a capacitar a las parteras para la atención del parto de
menor riesgo posible para las mujeres, en Chile se formaron profesionales para
que ejercieran en vez de las parteras.
Con todo, no podemos dejar de mencionar que el mismo estudio arrojó que en un
52% de los partos hospitalarios a las mujeres aymara se les aplicó episiotomía
profiláctica. El dato no llamó a atención ya que la violencia obstétrica como tal no
era tematizada ni puesta sobre la mesa de la discusión.
b) El parto hospitalario en la ciudad
Hoy, el 99% de las wawas (es decir de los bebés de origen étnico aymara) de la
región de Tarapacá nace en el Hospital regional de la ciudad de Iquique (Ministerio
de Salud, 2009). Allí, como en el resto del país, la mayoría de los partos son
intervenidos por igual, y durante el trabajo de parto de las mujeres, los esfuerzos
están puestos en intervenciones técnicas dejando de lado el manejo espontáneo y
fisiológico de un proceso que aproximadamente en el 85% de los casos ocurre, o
podría ocurrir, de manera natural.
La aceleración del proceso de parto a través del uso de distintas técnicas es una
práctica instalada y aunque hoy se trata de instalar un discurso para una
obstetricia más humanizada y natural, la praxis se modifica poco. Resulta más
“natural” y cómodo para las rutinas y prácticas de quienes toman las decisiones en
ese ámbito no cambiar los ritmos ya instalados en la estandarización de estos
procesos, aumentando tiempos de espera a los que no se está habituado ni
dispuesto.
En contexto hospitalario, tener que esperar sin realizar actividades médicas
apropiadas se vuelve incómodo e insostenible para el profesional. Así, un parto
que no progresa según lo establecido por la norma médica se vuelve peligroso, y
debe ser intervenido (Sadler, 2003).
Las cifras del Departamento de Información y Estadísticas de Salud indican que
en el sistema público se registró para el año 2010 un 37% de cesáreas y un 67,6%
en el sistema privado durante el año 2009, con una tendencia el aumento en
ambos casos (DEIS, en OPS/Observatorio de Equidad de Género en Salud,
2013). Estas cifras superan por mucho, lo recomendado por la Organización
Panamericana de la Salud, que es de un 10 a 15%, según la situación médica de
cada mujer (OPS, 1985).
A las situaciones de violencia obstétrica caracterizadas por trato deshumanizado,
abuso de medicalización y patologización de procesos naturales, hay que añadir
las implicaciones culturales profundas que significan para las mujeres aymara la
realización de una cesárea en un cuerpo que es interpretado de manera diferente
a la que sostiene al modelo bio-médico. De acuerdo a los principios del Tinku,
para poder desarrollarse y vivir en armonía y equilibro, se consideran no
solamente el plano físico y emocional, sino también el plano espiritual y los flujos
entre los diferentes planos.
Esta situación se relaciona de manera determinante con la institucionalización del
parto que aconteció a mediados del siglo XX en todo el país. Así, donde antes
participaran familiares y amigos, hoy participa el personal médico. Si antes había
una jerarquía equilibrada entre los participantes, hoy se aprecia una hegemonía
del conocimiento médico. Donde se utilizaban métodos naturales, hoy se privilegia
el empleo de tecnología sofisticada (Sadler, 2003).
c) Erosión al sistema tradicional de partería aymara
El impacto socio-cultural que ha tenido para el pueblo aymara del norte chileno, la
pérdida del ejercicio de la partería tradicional es evidente. Hoy el ejercicio de las
parteras se ha convertido, desde su ejercicio tradicional en el ayllu, en la de
facilitadora intercultural que tiene la función de acompañar y apoyar cultural y
psicológicamente a la mujer aymara que quiere atenderse bajo la modalidad del
parto humanizado en el hospital.
Desde la década de los '90 con el retorno a la democracia, se han venido
implementando acciones en salud reproductiva y Pueblo aymara que no ha
logrado resolver del todo la situación de deterioro progresivo de la partería sino
que más bien contribuyen a su institucionalización. Es decir, a su asimilación por
parte del modelo bio-medico, ya no en su versión tecnocrática, sino que ahora en
su versión de "parto humanizado".
En este modelo, a diferencia del tecnocrático, se entiende que hay conexión entre
mente y cuerpo, desde una aproximación bio-psico-social de la salud. Se asume
que las hormonas, mensajeros que viajan desde el cerebro a todas las partes del
cuerpo y van permitiendo el flujo continuo de información entre el cogniciones,
emociones y cuerpo. En este paradigma, el cuerpo se define no como una
maquina sino como un organismo. A la mujer parturienta se la percibe como
sujeto, no como objeto y se espera que haya una relación de conexión y cariño
entre paciente y cuidador. Sin desechar la información que pueden aportar la
tecnología, se valora lo que fluye desde la mujer: sus sentimientos, sus
pensamientos, sus deseos. En este sentido, escuchar a las mujeres es una
premisa que tiene valor un importante, valor en sí misma, y se ha de conjugar con
la información obtenida
como resultado de los procedimientos tecnológicos.
Escuchar a las mujeres, en definitiva, significa tener en cuenta su individualidad,
sus deseos propios y que las parturientas no van a ser iguales entre sí. En
definitiva, la esencia del modelo tiene siempre presente que esa mujer que
necesita de ayuda médica es un ser humano (Davis-Floyd, 2011).
Esta forma de entender la relación médico-paciente y de introducir y utilizar la
tecnología, contribuyen a la disminución de la violencia obstétrica que afecta a las
mujeres chilenas durante el proceso del embarazo, parto y puerperio. Sin
embargo, ante el ejercicio fuera de la ley de las parteras tradicionales (fuera de lo
que establece el Código sanitario), se observa una forma de control y
domesticación de su ejercicio de diferentes maneras, pero que tiende finalmente a
quitarle su poder subersivo: traer a las wawas al mundo bajo su propio paradigma
tradicional, subersivo ante el saber médico.
El modelo de parto humanizado sin un reconocimiento explícito de los derechos
culturales de las mujeres aymara no hará más que reproducir la fagocitación de la
partería tradicional, bajo algunos principios comunes, sin un resguardo de:
- La importancia del arraigo al territorio comunitario en el ejercicio de la partería
tradicional. El espacio/tiempo donde las parteras entran en comunión con la
naturaleza, con los cerros y montañas, con los valles donde buscan y seleccionan
las plantas que utilizarán para sus masajes y pomadas.
- La relevancia del espacio social comunitario, aún translocalizado, que permita el
intercambio de conocimiento, su traspaso y su e-elaboración constantes entre las
mujeres de diferentes generaciones.
- El protagonismo de la partera tradicional como agente válido en la recepción del
recién nacido durante el alumbramiento.
- El reconocimiento, en definitiva, de la partería tradicional como un sistema de
conocimiento y prácticas en salud, basado en un paradigma que se acerca al del
parto humanizado, pero que responde a una matriz andina con especificidad
histórica propia.
Estas consideraciones étnico-culturales nos permiten evidenciar, en el caso de las
mujeres indígenas, que la violencia obstétrica opera también en su dimensión
estructural como racismo obstétrico. Es decir, que la violencia obstétrica afecta a
las mujeres independientemente de su condición étnica, en tanto mujeres,
limitando el ejercicio de sus derechos reproductivos individuales. En el caso de las
mujeres aymara, la violencia obstétrica las limita además en el ejercicio de sus
derechos colectivos como miembros de un Pueblo originario, por cuanto se ha
perseguido a las parteras tradicionales (sustentado en la aplicación del Código
sanitario) y se ha debilitado el tejido social que sostiene su reproducción, a través
de acciones con falta de pertinencia cultural adecuadas a la población indígena.
A modo de cierre
En la sociedad chilena, como en otras sociedades latinoamericanas, sigue vigente
la estratificación socio-racial, como perpetuación del orden colonial. Una de sus
manifestaciones más agudas es el proceso de desagrarización y desruralización
que ha afectado al Pueblo aymara. incorporándolo a la órbita urbana y semiurbana en condiciones de marginalidad socio-económica en su mayoría y en
condiciones de discriminación étnica cotidiana en los diferentes espacios en los
que se desarrollan.
En un contexto histórico de paulatina translocalización de las familias aymara, a
través de las políticas públicas en salud reproductiva desde los años '70, se aplicó
de manera coercitiva programas de planificación familiar, y de profesionalización
del parto presionando a las parturientas aymara a atenderse de manera
institucionalizada en las ciudades de a región, utilizando al personal paramédico
aymara como puente para acceder a la población que se resistía al proceso.
Desde fines de los '80 en adelante, las políticas públicas han contribuido a la
aplicación del modelo tecnocrático del parto, con su consecuente erosión en el
sistema de partería aymara. No se trata de un proceso aislado, sino que de una
confluencia de las acciones de diferentes sectores de la sociedad chilena
mayoritaria que han contribuido a la instalación del paradigma modernizador, del
progreso en la vida cotidiana del altiplano y de los valles.
Se trata de una política pública sustentada en una ideología modernizadora que
reproduce altos grados de medicalización de los cuerpos de las mujeres aymara,
así como una mercantilización de la salud reproductiva.
Así, nos parece que la actual definición de violencia obstétrica aplicada en
contextos indígenas, invisibiliza los efectos estructurales y sistémicos de la
aplicación de políticas públicas en salud sin la pertinencia cultural y histórica
necesaria. Se propone entonces complementar esta definición incorporando la
noción de "racismo obstétrico" como una forma de vulneración de los derechos
reproductivos de las mujeres indígenas, abarcando así tanto los derechos
individuales como los derechos colectivos como pueblo.
Desde esa perspectiva, nos parece que esta forma de entender la violencia
obstétrica amplía la intersección entre la violencia de género, y la violencia
institucional, incorporando además la violencia estructural y, sobre todo, la
violencia generada por el racismo hacia los Pueblos originarios, entendiendo este
último como una ideología. Así, la modernidad occidental se organiza en un orden
social establecido entre “colonizadores civilizados” e “indios incivilizados”, lo que
legitima e institucionaliza el derecho de los “civilizados” a despojar, a esclavizar, a
controlar y dominar, a matar a los “incivilizados”. Efectivamente, los racismos
tienen orígenes históricos diversos, pero se articulan con estructuras patriarcales
de clase de formas específicas en condiciones históricas concretas (Brah, 2011)
que es necesario develar.
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