Download Acuérdate de olvidar Padres: tres estampas del álbum familiar

Document related concepts
no text concepts found
Transcript
Acuérdate de olvidar
Padres: tres estampas del álbum familiar
Héctor Abad Faciolince
¿Por qué después de escribir El
olvido que seremos, Héctor Abad
Faciolince vuelve a detenerse en la
imagen de su padre? Este testimonio
narra fragmentos perdidos y resalta
el valor de recordar y olvidar.
Una vez un amigo me contó una historia que
yo siempre he querido olvidar. Hubiera querido
que nunca me la contara, pero la historia ya
está en mi cabeza y no he podido sacarla de
ahí. Ahora ustedes la van a oír y tal vez me
odien por contarla, porque de ahora en
adelante también tendrán la maldición de
recordar sin querer. Les doy una opción, lo que
hacía mi hijo cuando empezaba la parte de
terror en los cuentos infantiles: cierren los ojos,
tápense los oídos. La historia tiene la sencillez
que casi siempre tiene lo terrible: este amigo
iba en carro con su familia para la costa, en
una pick-up. Iba con la mujer, con los dos
hijos, y con el perro de todos, Toni. El perro
era un Springer Spaniel (blanco con manchas
cafés) y lo amarraron atrás, en el espacio
destapado, en el volco de la pick-up, pues el
perro era necio y resultaba muy incómodo
llevarlo diez horas dentro de la cabina cerrada
del carro. Eran las cuatro de la madrugada,
estaba muy oscuro, y de vez en cuando todos
revisaban que el perrito estuviera bien y a
gusto atrás, donde le habían hecho un nido
con una cobija. A veces ladraba, saludando, a
veces aullaba, a veces apoyaba sus patas en
el vidrio. Subiendo por Matasanos los niños se
durmieron, y mi amigo, que iba manejando,
pensó que el perro se había dormido también.
Después de un tiempo, le pareció extraño que
el perro no volviera a asomarse y les pidió a
sus hijos que miraran hacia atrás, a ver cómo
iba Toni. Ya no estaba. Solamente se veía la
correa colgando hacia afuera; pero sin que
nadie se diera cuenta, el perrito se había tirado
o se había caído del platón y estaba colgando
de la cadena. Toni seguía amarrado del
pescuezo, estrangulado, dándose golpes
contra el pavimento. Pararon. Un pellejo con
manchas de sangre, magullado, destrozado.
Una piltrafa. Y los niños lo vieron.
Otro amigo me contó una historia peor que la
anterior. Yo no hubiera querido oírla y tampoco
quisiera tener que recordarla. Tápense los
oídos, cierren los ojos los que no quieran
conservar horrores revoloteando dentro de las
paredes del cráneo. Es la historia de un buen
artista antioqueño que un día sale de su casa
con afán. Este hombre tiene un niño pequeño,
que ya gatea. El padre abre la puerta del
garaje, se sube al carro, pone reversa, acelera.
Algo blando se interpone entre las llantas y el
piso, y el carro lo aplasta. Es el niño, su niño,
que había salido gateando detrás de él. Sí.
Estripado, muerto. Un simple descuido, una
prisa, puede convertir nuestra vida para
siempre en una pesadilla, en un infierno de
remordimiento. En algo que quisiéramos
olvidar. El momento fatal puede manchar de
dolor
la
vida
entera.
Escribo esto porque hace 25 años –un cuarto
de siglo ya– mi madre y yo encontramos a mi
papá tirado en el suelo, empapado en un
charco de sangre, su propia sangre. Quieto,
abaleado,
muerto,
tibio
todavía.
Unos doce años antes, mi papá me había
llevado a la morgue de Medellín a conocer un
muerto. Conocí muchos muertos ese día,
hasta que caí desmayado por la vista de los
huesos, la sangre, los cráneos aserrados, el
olor a muerte y a formol. Tal vez mi papá, al
llevarme a ver esos cadáveres, me estaba
preparando para que yo fuera capaz de
soportar su propia muerte violenta. No sirvió.
Uno nunca está preparado para eso.
Cuando mi mamá y yo estábamos sentados al
lado del cuerpo de mi padre recién asesinado,
insistimos tozudamente en algo: no se lo
pueden llevar hasta que no vengan todas mis
hermanas; estamos dispuestos a abrazarnos a
él con tal de que no se lo lleven; todas mis
hermanas lo tienen que ver así, exánime,
destrozado por las balas de los asesinos,
tirado entre la acera y el asfalto en la calle
Argentina de Medellín. Dos de mis hermanas
vienen y lo ven. Una de ellas, Vicky, viene,
pero no se acerca, no lo quiere tocar, no quiere
oler su sangre. Otras dos no quisieron venir, e
hicieron bien. Al menos no tienen en la
memoria esa escena que en la mente se repite
una y otra vez. Que no se borra ni siquiera
cuando uno pasa de ser joven a ser viejo.
Una de mis hermanas, Clara, la que lo ve, la
que lo toca y la que está en el suelo al lado de
mi padre, pierde la razón al cabo de unas
semanas. Esta es una de las pocas cosas que
yo no quise contar en El olvido que seremos,
un libro donde ya lo conté todo y que me hace
pensar, en días como hoy, que ya no tengo
nada más que decir. Era una intimidad
demasiado dolorosa, que seguía casi viva así
mi hermana ya se hubiera recuperado cuando
yo escribí el libro. Hace poco tiempo Clara
quiso contarlo en una carta que le escribió a mi
papá y que se publicó en el periódico Alma
Mater. Ahora lo puedo repetir. Hay cosas que
se viven, experiencias límites, que nos pueden
sacar de la realidad, que nos enloquecen como
última vía, extrema, de defensa. Yo creo que si
los psiquiatras Hernán Mira y Elkin Vásquez
han podido hacerse cargo, en buena medida,
de preservar el legado de mi papá a través de
la corporación y la cátedra que llevan su
nombre,
es
porque
nos
entendieron
profundamente gracias a su profesión.
Fuera de la locura, de salir de la realidad, otro
mecanismo de defensa es el olvido. A mí me
parece que muchos de nosotros hubiéramos
querido olvidar. Una vez leí en una revista que
hay estudios serios sobre la posibilidad de
borrar de nuestra mente recuerdos traumáticos
mediante
procedimientos
químicos
o
quirúrgicos en el cerebro. Yo, por lo menos yo,
quise olvidar. Yo quisiera olvidar. Durante
muchos años no hice otra cosa que tratar de
olvidar ese día, ese 25 de agosto de 1987, al
atardecer. Al menos durante quince años no
hablé nunca de ese día, nunca. Supongo que
también la esposa y los niños de Pedro Luis
Valencia, su hija música, Natalia, habrán
querido olvidar ese día de agosto del mismo
año, una semana antes de mi papá, hace un
cuarto de siglo, en que el despreciable matón
Carlos Castaño entró violentamente a su casa
y frente a ellos disparó una y otra vez contra su
padre. Supongo que Cecilia Alzate, la esposa
de Leonardo Betancur, el discípulo amado de
mi papá, habrá querido olvidar a su esposo
desangrado con un tiro en el corazón, un tiro
disparado por los mismos sicarios que mataron
a mi padre. Supongo que también las
hermanas del teólogo y antropólogo Luis
Fernando Vélez habrán querido olvidar que el
cuerpo de su hermano fue encontrado al borde
de una carretera, cerca de Medellín,
asesinado. Yo recuerdo a Luis Fernando Vélez
en el acto heroico de tomar el puesto de mi
padre, en octubre o noviembre de 1987,
durante un acto en La Alpujarra. En diciembre
ya
lo
habían
matado.
Una de las funciones del recuerdo, se nos
dice, es evitar que la historia se repita. Si
conocemos el pasado, se nos dice, podemos
escarmentar y hacer que el futuro sea distinto.
Pero no; en este caso no sirvió de nada
recordar,
protestar,
conmemorar.
Luis
Fernando Vélez sabía perfectamente lo que le
había pasado a mi padre, y a pesar de eso,
tomó la estafeta. Y lo mataron. Después de él,
sabiendo muy bien lo que les había ocurrido a
Héctor Abad Gómez y a Luis Fernando Vélez,
Jesús María Valle se hizo cargo del Comité por
la Defensa de los Derechos Humanos.
Conocer la historia no le sirvió para que no se
repitiera. Diez años después, en 1998, tres
sicarios pagados por Carlos Castaño, dos
hombres y una mujer, entraron a su oficina de
abogado, lo obligaron a tirarse al piso y
acabaron
con
su
vida.
Perdónenme que les haya hablado de tanto
dolor, de tantas historias que tal vez, por
nuestra propia salud mental, debiéramos
olvidar. No creo que a nadie le convenga
repasar tanta sangre. En realidad yo no
quisiera ver ni imaginar ni recordar toda esa
sangre.
De algún modo, conmemorar cada 25 de
agosto la muerte de mi padre y de todos los
otros profesores asesinados por la violencia
política en Colombia nos obliga una y otra vez
a ver esa sangre. Incluso algunos usan nuestro
dolor privado para sus fines políticos públicos.
Es inevitable. Esos asesinatos fueron terribles
y fueron injustos. Además, en ellos, como
recientemente confesó don Berna, estuvieron
involucrados no solo paramilitares, sino
también sus cómplices del Estado. Sí, ya los
hemos denunciado una y otra vez. Pero
nosotros no podemos quedarnos patinando en
el recuerdo insistente. Queremos olvidar; por lo
menos a ratos, olvidar: no vivir con el horror
siempre presente en la cabeza. El 25 de
agosto de 1987 es una fecha, la última, en la
vida de mi padre. Quizá sea incluso la más
importante, pero no es la única fecha.
Yo tengo memorias y fechas mucho más
felices que esa. Recuerdo muy bien el 21 de
julio de 1969. Yo tenía diez años y mi papá me
sentó sobre sus rodillas, frente a una televisión
en blanco y negro. Me dijo que tenía que
fijarme muy bien: el Apolo 11 iba a alunizar y
Neil Armstrong sería el primer ser humano en
pisar la Luna. “Mira, es un momento histórico,
es como presenciar en vivo y en directo el
momento en que Colón pone el pie en
América, o el momento en que un grupo de
cazadores cruza el Estrecho de Bering, y
penetra por primera vez en este continente”.
Sentado sobre sus rodillas vi la llegada del
hombre a la Luna. Mi papá vivía fascinado con
los astronautas y además del Apolo 11
admiraba a Yuri Gagarin y a Valentina
Tereshkova, otros pioneros del espacio.
Lo recuerdo celebrando en 1980 la
erradicación definitiva de la viruela. Él había
participado, en los años cincuenta, en la
primera gran erradicación de la enfermedad,
en todo el continente americano. Había hecho
campañas de vacunación. Me vacunó a mí
mismo, y llevo esa cicatriz de la viruela como
un triunfo, ahora que los niños ya no tienen
que ser inmunizados contra la viruela, porque
ya
no
existe.
Esta faceta suya, la de médico, es algo mucho
más grato de recordar que su sangre
derramada el 25 de agosto de 1987. Mi papá
fue un activista, fue un luchador, y fue un gran
optimista. Creía que el mundo y el país podían
mejorar. Creía en el progreso de la humanidad.
No miraba al pasado con ojos románticos: no
creía que los tiempos de las monarquías, la
esclavitud y las pestes fueran mejores que el
nuestro.
El terror de la guerra fría trajo esa abominación
del fanatismo político de la extrema derecha
que acabaría con su vida, pero nada de eso
puede teñir de tristeza y desesperanza toda
una vida dedicada a confiar y a luchar por un
mundo mejor. Al final de su vida, cuando no
estaba en las marchas a favor de los derechos
humanos y la justicia, hacía unas pocas cosas
que lo definían como hombre y que lo hacían
feliz: cultivaba rosas en su jardín, oía música
clásica, leía grandes obras literarias, científicas
y filosóficas; visitaba a su amigo Carlos Castro
Saavedra y se tomaba con él cuatro
aguardientes meditados, conversados, y nos
llenaba de amor a todos los miembros de la
familia. A mi mamá, a mis hermanas, a mí, a
los nueve nietos que alcanzó a conocer. Muy
pocos gritos de ira se oían en mi casa; en
cambio se oían, una y otra vez, grandes
carcajadas de alegría; gruesos lagrimones
bajaban por sus párpados cuando leía algo
muy bonito o cuando sonaba una melodía
conmovedora. Ese es el recuerdo que yo
quiero tener. No el otro, inevitable, de su
sangre derramada. Hoy es la última vez que
pienso conmemorar el 25 de agosto, porque
odio esa fecha, porque ya estoy harto de
hablar de su muerte, de su asesinato, y en el
libro mismo que escribí sobre él lo que quise
recordar
fue
su
vida.
Yo creo que las familias de las víctimas
tenemos muy buena memoria. Demasiada
memoria. En general es así para todas las
cosas de la vida: el ofendido recuerda, las
víctimas recordamos. Los ofensores, en
cambio, quisieran que nada se recordara,
preferirían que sus acciones malévolas fueran
olvidadas. El rencor es una especie de
alimento de la memoria: las víctimas suelen
ser rencorosas, así no tengan intenciones de
venganza. Los animales recuerdan el sitio
donde fueron apaleados, donde recibieron un
corrientazo; le temen a ese sitio, lo evitan. A
los que hemos sufrido un golpe nos pasa lo
mismo: si yo paso por la calle Argentina,
recuerdo. Recuerdo, aunque no quiera.
Recuerdo a pesar de mí, como mi amigo
recuerda a su perro Toni destrozado; como el
artista recuerda a su hijo aplastado por él
mismo.
Reconozco la importancia política de tener una
memoria larga. Eso hace que los asesinos no
se sientan nunca a salvo: su crimen será
recordado. Tal vez por nuestra memoria a ellos
les tiemble la mano cuando piensen otra vez
en apretar el gatillo. Sí, es importante recordar.
Pero hay también una necesidad privada de
olvidar, o mejor, de recordar otras cosas.
Mi papá fue también un profesor, un buen
profesor. Como tal, luchó contra la ignorancia,
contra el fanatismo, contra la estupidez.
Porque en general la ignorancia, el fanatismo y
la estupidez no producen sino sufrimiento. Y mi
papá era un enemigo del sufrimiento. Yo sé
que él, si pudiera, nos diría que ya no
suframos más por su muerte, que ya no
pensemos más en su sangre derramada. Que
envejezcamos como él, gozando con la belleza
del campo, con la compañía amena de los
amigos, con la buena música y los mejores
libros. Que aboguemos también por la justicia,
claro, pero que sobre todo gocemos de la vida,
que
es
tan
corta.
Una vez Carlos Gaviria llegó con un libro
nuevo de Borges a la reunión del Comité por la
Defensa de los Derechos Humanos de
Antioquia. Carlos sabía lo sensible que era mi
papá a la poesía y le pidió permiso para leer
un poema, este poema que se titula “Los
justos”:
Un hombre que cultiva su jardín, como
quería
Voltaire.
El que agradece que en la tierra haya
música.
El que descubre con placer una
etimología.
Dos empleados que en un café del Sur
juegan
un
silencioso
ajedrez.
El ceramista que premedita un color y
una
forma.
El tipógrafo que compone bien esta
página, que tal vez no le agrada.
Una mujer y un hombre que leen los
tercetos finales de cierto canto.
El que acaricia un animal dormido.
El que justifica o quiere justificar un mal
que
le
han
hecho.
El que agradece que en la tierra haya
Stevenson.
El que prefiere que los otros tengan
razón.
Esas personas, que se ignoran, están
salvando el mundo.
Ese día, cuenta Carlos, mi papá se emocionó
tanto que suspendió la reunión. Cuáles
derechos humanos, cuáles torturas, cuáles
desaparecidos, cuáles muertos y muertos y
más muertos, cuáles secuestrados, cuáles
voladuras de puentes y de torres, cuáles
tenientes
atrabiliarios
y
guerrilleros
sanguinarios. Ese día mi papá se negó a que
hablaran de sangre y más sangre. Más bien
desmenuzaron la belleza del poema de
Borges. Primero, la alusión bíblica. Según una
tradición judía, Dios está siempre colérico y al
borde de dar la orden de destruir el mundo al
ver lo mal que se portan los seres humanos.
Sin embargo, en cada generación, hay 36
personas justas que con su manera de ser y
de actuar salvan la Creación. Estas personas
no se conocen entre sí, pero los 36 hombres
justos, sin saberlo, sostienen el mundo. El
primer verso del poema de Borges alude a la
frase con que termina el Cándidode Voltaire:
“mais il faut cultiver notre jardin”. Voltaire, un
gran pesimista, uno que siempre denunció los
horrores del mundo, la peste del fanatismo, los
daños de la religión, los absurdos de un Dios
supuestamente misericordioso, Voltaire, sin
embargo, termina su Cándido diciendo que
debemos cultivar nuestro jardín. Borges, que
era un victoriano en los asuntos del amor,
alude también al sexo en su poema. Cuando
habla de “los tercetos finales de cierto canto”
se refiere a uno de la Divina comedia de
Dante, el episodio de Francesca de Rímini y
Paolo Malatesta, que están condenados al
Infierno, en el círculo de los lujuriosos, porque
un día al leer un libro erótico pararon de leer y
se besaron. Esos dos amantes que se besan,
según el victoriano Borges, también están
salvando el mundo. Y el que acaricia un animal
dormido. Y el que prefiere que los otros tengan
razón. Este país nunca podrá reconciliarse
consigo mismo y con su propio pasado si no
les damos a nuestros enemigos, al menos, el
beneficio de la duda. Tal vez también ellos
tenían algo de razón. Siempre. Tal vez ellos
creían actuar en defensa propia cuando
mataron a los justos. Tal vez ellos mataron
porque no sabían lo que estaban haciendo. Yo
no soy cristiano, pero entiendo muy bien que
cuando alguien no sabe bien qué es lo que
hace,
hay
que
perdonarlo.
En otro poema, un poema en el que tal vez
está aludiendo al amor, Borges dice lo
siguiente: “Yo no hablo de venganzas ni
perdones: el olvido es la única venganza y el
único
perdón”.
Lope de Vega lo dice de otra forma:
Déjame,
pensamiento.
No
más,
no
más,
memoria,
que
mi
pasada
gloria
conviertes
en
tormento
y
de
este
sentimiento
ya no quiero memoria, sino olvido;
que
son
de
un
bien
perdido
–aunque presumes que mi mal mejoras–,
discursos tristes para alegres horas.
“Ya no quiero memoria, sino olvido”. Se dice
que sabemos la buena memoria que tenemos
cuando quisiéramos olvidar algo, y no
podemos. Tenemos que vivir con la carga del
recuerdo. Pero es necesario olvidar, por lo
menos a ratos, para poder vivir. Los dueños de
Toni se tienen que olvidar de lo que le pasó a
su perro. El padre no puede recordar todo el
tiempo que aplastó a su hijo, y nosotros no
podemos vivir de la memoria de la sangre de
mi papá. Ya no queremos verla más. Ya no
más. Uno también escribe para poder olvidar.
Ya está escrito; el que quiera saber cómo fue,
que lo lea. Pero a nosotros déjennos, por lo
menos a ratos, olvidar. Tiene razón Borges: el
olvido es la única venganza y el único perdón.
El olvido también es un consuelo, tal vez el
único que existe.