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CÓMO CRISTO PERDONA NUESTROS PECADOS
Y NOS DA VIDA NUEVA
P. Steven Scherrer, MM, ThD
Homilía del 7º domingo del año, 19 de febrero de 2012
Isa. 43, 18-19. 21-22. 24-25, Sal. 40, 2 Cor. 1, 18-22, Marcos 2, 1-12
“Al ver Jesús la fe de ellos, dijo al paralítico: Hijo, tus pecados te son
perdonados” (Marcos 2, 5).
Hoy Jesús perdona los pecados de un paralítico, que fue bajado por una
abertura en el techo. Jesús tiene poder de perdonar nuestros pecados. Es
principalmente por esta razón que él vino al mundo. Vino como el Salvador del
mundo. Vino para traer el reino de Dios, un reino de paz, a la tierra, y esto
requiere el perdón de pecados para experimentar la paz y la alegría que este
reino trae. El reino fue presente en la persona y el ministerio de Jesús, y está
presente en todos los que creen en él. Porque él es el Mesías, vivimos ahora en
la edad mesiánica, en los tiempos de cumplimiento.
Por medio de Jesucristo nacimos de nuevo (Juan 3, 3) como hombres nuevos y
una nueva creación con todos nuestros pecados perdonados. En su
encarnación Cristo entró en nuestra carne humana y la iluminó por dentro. Si
creemos en él, nosotros también somos iluminados. Así él nos hace nuevos,
nos transforma y diviniza. Por la eucaristía Cristo permanece físicamente dentro
de nosotros, y su divinidad entra en nuestra humanidad divinizándonos y
llenándonos de su vida y luz, con Cristo inhabitando en nuestro corazón. Así él
nos hace una nueva creación, nuevas criaturas, hombres nuevos.
Más aún, morimos con Cristo en su muerte, para resucitar con él ahora en su
resurrección, y él nos da el don del Espíritu Santo para regocijar nuestro
corazón. Vivimos, pues, una vida resucitada en Cristo resucitado. “Sepultados
con él en el bautismo, en el cual fuisteis también resucitados con él, mediante la
fe en el poder de Dios que le levantó de los muertos” (Col. 2, 12). “Si habéis
resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba” (Col. 3, 1). “Somos
sepultados juntamente con él para muerte por el bautismo, a fin de que como
Cristo resucitó de los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros
andemos en vida nueva” (Rom. 6, 4). Al participar de antemano de su
resurrección, andamos en la novedad de vida (en kainotēti zōēs) (Rom. 6, 4).
¿Qué es esta novedad de vida sino una vida en que somos limpiados y
perdonados de nuestros pecados y llenos de la paz del reino de Dios? Todo
esto tenemos en Jesucristo.
Más que todo, Cristo murió en la cruz por nuestros pecados (1 Cor. 15, 3).
“Cristo nos amó, y se entregó a sí mismo por nosotros, ofrenda y sacrificio a
Dios en olor fragante” (Ef. 5, 2). El Padre “no escatimó ni a su propio Hijo, sino
que lo entregó por todos nosotros” (Rom. 8, 32). El Padre lo entregó hasta la
muerte, aun muerte en cruz, para nuestra salvación, para poder perdonar
nuestros pecados en toda justicia, porque el sacrificio del Hijo expió, propició, e
hizo reparación completa por todos nuestros pecados. Así el Padre pudo
perdonarnos justamente, no sólo misericordiosamente, porque su justicia es de
igual importancia que su misericordia, porque como Dios, él es tan justo como
misericordioso. Él es infinitamente justo y a la vez infinitamente misericordioso.
Dios al encarnarse en la persona del Hijo y morir por nuestros pecados —en
reparación justa por ellos— es infinitamente justo en requerir un precio tan
grande, e infinitamente misericordioso en pagarlo él mismo.
Necesitamos a Cristo para vivir en la paz de Dios y tener nuestros pecados
justamente perdonados. Nuestra deuda ha sido pagada por Cristo al Padre, y
nosotros somos absueltos de toda culpabilidad, para andar ahora en la novedad
de vida (Rom. 6, 4). Nuestro nacimiento nuevo fue comprado por el sacrificio de
Jesucristo en la cruz. Por eso la cruz de Cristo debe ser el centro de nuestra
predicación, de nuestra proclamación, de nuestra enseñanza. Debemos poder
decir con san Pablo: “Pues me propuse no saber entre vosotros cosa alguna
sino a Jesucristo, y a éste crucificado” (1 Cor. 2, 2). “La palabra de la cruz es
locura a los que se pierden; pero a los que se salvan, esto es, a nosotros, es
poder de Dios” (1 Cor. 1, 18). Proclamamos este poder. No debemos
avergonzarnos de la cruz, sino predicar a Cristo y a éste crucificado para la
salvación de todos los que se arrepienten de sus pecados y creen en él.
Debemos poder decir con san Pablo: “No me avergüenzo del evangelio, porque
es poder de Dios para salvación a todo aquel que cree” (Rom. 1, 16). El mundo
piensa que la cruz es una locura, pero “lo insensato de Dios es más sabio que
los hombres, y lo débil de Dios es más fuerte que los hombres” (1 Cor. 1, 25).
Esto es el plan de Dios: que prediquemos la cruz de Cristo, para el perdón de los
pecados y la salvación de todos los que creen en él en su corazón, porque “si
confesares con tu boca que Jesús es el Señor, y creyeres en tu corazón que
Dios le levantó de los muertos, serás salvo” (Rom. 10, 9).
El perdón de los pecados es muy importante, porque siempre estoy pecando en
cosas que me parecen muy pequeñas. Por eso siempre necesito la cruz de
nuevo. Siempre tengo que arrepentirme de nuevo —sobre todo en el
sacramento de reconciliación (Juan 20, 23)— para recibir de nuevo la paz
celestial en mi corazón cuando los méritos de la muerte de Cristo en la cruz son
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aplicados de nuevo a mí y me perdonan en toda justicia. Así puedo andar en la
novedad de vida (Rom. 6, 4), resucitado ya de antemano con Cristo resucitado,
con el Espíritu Santo corriendo en mí, regocijando mi corazón (Juan 7, 37-39).
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