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Paulo Coelho
El límite del deseo
Un emperador, conocido por su arrogancia y por el
hecho de solo hacer el bien cuando eso le traía buenos
dividendos políticos, decidió dar una vuelta por la capital
del reino.
-Vamos a mostrarle al pueblo que soy un hombre
bueno –les dijo a los nobles que lo acompañaban.
Caminaron por algunas calles de la ciudad, seguidos
por la multitud que constantemente se apretaba alrededor de
la comitiva, hasta que se encontraron con un mendigo.
-¿Qué necesitas, pobre hombre?- le preguntó el
emperador.
El mendigo rió:
-¡Su Alteza me hace esta pregunta como si pudiese
satisfacer cualquier cosa!
Irritado, el emperador repitió:
-¿Qué es lo que quieres? ¡Claro que puedo
satisfacer cualquier deseo tuyo, ya que no debes de haber
sido un hombre muy ambicioso en esta vida!
-En realidad, mi deseo es muy simple. ¿Está viendo
esta bolsa vacía que llevo conmigo? Pues me gustaría que
pusiese alguna cosa dentro.
-¡Claro!- dijo el soberano. Y volviéndose hacia su
consejero, le pidió que echase allí su pequeña bolsa de
monedas. Se escuchó nuevamente el murmullo de la multitud,
dando gracias a Dios por haberles concedido un hombre tan
generoso para gobernar el país.
El consejero tomó el dinero que llevaba consigo y
lo puso en la bolsa, pero esta parecía continuar vacía.
Sorprendido, el emperador pidió ayuda a los nobles que lo
acompañaban, pero, incluso después de que toda la comitiva
hubiese vaciado sus bolsillos, la bolsa del mendigo no
parecía llenarse.
La historia corrió por las plazas y calles de los
alrededores, y la multitud fue aumentando. Ahora era el
prestigio del emperador lo que estaba en juego. El mandatario
se volvió hacia su ministro:
-Si es necesario meter allí dentro todo mi reino,
eso es lo que haré, pero no puedo ser humillado por un
mendigo.
El ministro fue al palacio, trajo diamantes, perlas
y esmeraldas, pero la bolsa no se llenaba. Todo lo que se
ponía allí parecía desaparecer por arte de magia.
En estos momentos, casi toda la ciudad seguía la
escena, pero no se escuchaba ni un solo ruido; todos parecían
hipnotizados por lo que estaba ocurriendo.
Finalmente, cuando la primera estrella apareció, el
soberano se arrodilló frente al mendigo, y admitió su
derrota.
Paulo Coelho
-Vine aquí para intentar convencer a la gente de
que soy un hombre generoso, y terminé siendo convencido de
que no tengo ningún poder. Pido perdón por mi arrogancia,
pero también pido que me bendigas, pues eres un hombre santo,
capaz de hacer milagros.
El mendigo puso las manos sobre la cabeza del
hombre arrodillado, y lo bendijo.
-Basta un grano de amor para que el corazón quede
repleto. No obstante, ni toda la riqueza del mundo puede
llenar de alegría un corazón con hambre de amor.
El emperador se levantó y, antes de regresar al
palacio, le preguntó al mendigo:
-¿Ese es el secreto de tu bolsa?
-No. Mi bolsa está hecha de deseo humano: por mucho
que tenga, siempre quiere más, y por eso permanece siempre
vacía.