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“Servid al Señor con alegría”
HOMILÍA EN LA ORDENACIÓN DE TRES NUEVOS SACERDOTES
Santa Iglesia Catedral de Plasencia, 25 de junio de 2011
Queridos Vladimir, Jesús y Edén
1. La Iglesia diocesana está feliz. Todos estamos contentos porque el Señor nos va a
hacer un regalo maravilloso. Ese regalo es vuestro sacerdocio, que nos es entregado en
cada una de vuestras personas. Eso significa que el Señor posa la ternura de su mirada
en quien quiere, y sin que nunca lleguemos a comprender del todo las razones de su
predilección. En efecto, cada uno en la historia de vuestra vocación sois el reflejo de un
misterio de amor que ha trabajado vuestra vida. Y eso, al menos en origen, sin que nada
hiciera prever lo que hoy está sucediendo. Así es la historia de cada vocación: una grata
sorpresa para el llamado y, a veces, incluso para los que le conocen. ¡Cuántas veces nos
equivocamos diciendo este va para cura y este no puede serlo! Por eso, en la invitación
vocacional a los jóvenes no hay que descartar a ninguno y tampoco hay que descartarse.
Dejemos que sea el Señor el que decida.
2. Sois tres jóvenes que un día escuchasteis la palabra del Señor que os dijo: “Antes de
formarte en el vientre te escogí; antes de que salieras del seno materno te consagré”. Y
como sois sensatos, según el criterio de la Iglesia que os ha acompañado y formado a lo
largo de vuestros años de seminario, habéis sentido miedo ante la magnitud infinita del
misterio que se os venía encima: “¡Ay, Señor mío! Mira que no sé hablar. Que soy un
muchacho.” Estoy seguro de que en ese forcejeo dialéctico y afectivo con el Señor,
siempre habéis terminado escuchando: “No digas: “soy un muchacho”; no tengas
miedo, que yo estoy contigo para librarte”. Y en virtud de esa confianza estáis hoy ante
mí, ante el presbiterio diocesano y ante el pueblo de Dios en Plasencia, sintiendo y
diciendo en vuestra Ordenación Sacerdotal: “Aquí estoy, Señor, para hacer tu
voluntad. Dios mío, lo quiero y llevo tu ley en mis entrañas”.
Esa disponibilidad os ayudará a no olvidar jamás vuestra procedencia: venís del corazón
de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. No sois hechura humana. Si estáis aquí es porque
sois hechura divina. En cualquier caso, recordad que habéis sido sacados de entre los
hombres de este pueblo, y por eso sois en todo iguales a vuestros hermanos. La
conciencia de vuestra condición humana os hará entender mejor que sólo Dios es el
autor de toda gracia, también de la gracia del Sacramento del Orden que hoy vais a
recibir por la imposición de manos en la oración consagratoria, en la que el Obispo pide
al Padre, por medio de Jesucristo, la efusión del Espíritu Santo que os consagrará para el
ejercicio del ministerio sacerdotal.
3. Si insisto en esta procedencia divina de vuestro sacerdocio, es para que éste siempre
esté orientado por los deseos del corazón de Dios. Sólo así los deseos de vuestro
corazón se dirigirán a su justo destino. Esta verdad tan esencial de vuestra vida, la de su
origen divino, es lo único que la legitima. ¿Qué otra cosa podría legitimar la novedad
esencial y sacramental de vuestra vida? Recordad que, a partir de ahora, la calidad de
vuestro sacerdocio va a estar en proporción directa a la conciencia clara y mantenida en
vosotros de que sois lo que sois porque habéis sido llamados, elegidos, consagrados y
enviados por el Señor, de quien sois imagen y representación. Por la ordenación
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adquirís la fuerza de Cristo que transforma, sana y salva, para ponerla al servicio de
vuestros hermanos.
Al recodaros estas cosas, a lo que os estoy invitando es a la radicalidad en la caridad
pastoral; es decir, a anclar vuestra vida y vuestro ministerio en la raíz de la que procede,
a situarla en sus anclajes divinos, pues toda caridad procede del amor de Dios,
manifestado en Jesucristo. Os digo que, si no vivís vuestro ministerio en ese anclaje,
enseguida dejará de tener el encanto y la verdad. Como muy bien sabéis el sacerdote no
tiene nada que le sea propio, es sólo un servidor que actúa “in persona Christi”.
Cultivad, por tanto, lo que os mantiene unidos a Aquel que os ha llamado y elegido, a
Aquel que os ha llamado a estar con él (Mc 3, 14).
4. Pero no me olvido, por supuesto, de la segunda parte de esta cita de Marcos. A los
que Jesús llamó para estar con él, también los llamó para enviarlos a predicar. Está
claro: sois para el servicio de la fe de vuestros hermanos. Vuestra vida está al servicio
de la evangelización. Haréis muchas tareas que la Iglesia os encomendará a lo largo del
ejercicio de vuestro futuro ministerio, pero siempre, hagáis lo que hagáis, pertenecéis a
la evangelización. De ahí que por muy humildes que os puedan parecer los servicios que
prestaréis en la Iglesia, habréis de estar en ellos con la misma fuerza e ilusión que si os
enviaran a evangelizar al mundo entero. El Señor os dice: “a donde yo te envíe irás, y lo
que yo te mande lo dirás”. Esas palabras las escucharéis a lo largo de vuestra vida
sacerdotal a través de mi humilde ministerio y del de mis sucesores, por eso os invito a
que hagáis la promesa de obediencia y respeto de corazón. Sólo así los fieles sabrán que
no vais a ellos a la fuerza, sino de buena gana.
5. Como muy bien sabéis, iréis a unos ministerios concretos, al servicio de unos
hombres y mujeres concretos, en el seno de nuestras comunidades cristianas. Como dice
el apóstol San Pedro: “Sois pastores del rebaño de Dios que tendréis a vuestro cargo”.
Para ese rebaño, el de vuestras parroquias, seréis servidores según el modelo del Buen
Pastor. Será el vuestro un servicio como el que ha definido la segunda lectura: “Testigos
de los sufrimientos de Cristo y partícipes de su gloria”. Sois para aproximar a vuestros
hermanos al misterio de la cruz y de la esperanza, es decir, para que participen en el
misterio pascual de Jesucristo.
Para no fallar en esa centralidad de Cristo en vuestra vida y misión, os recomiendo que
encarnéis siempre las actitudes del Buen Pastor, esas que habéis meditado tantas veces y
a las que habréis de recurrir a lo largo de vuestra vida sacerdotal. Sólo desde el corazón
de Cristo Buen Pastor se sitúa la vida del sacerdote en su mismo amor: amoris oficium,
caridad pastoral. Eso es lo que define un corazón sacerdotal. Como sabéis, el corazón de
Cristo es un corazón compasivo en el que caben todas las ovejas, las de dentro y las de
fuera del redil: a todas las identifica por su nombre y sus rasgos, y las quiere una a una,
también con sus circunstancias. Se trata de un corazón dispuesto a dar la vida. “Yo doy
mi vida por las ovejas”. Sí, así es Jesucristo sacerdote: el que da la vida por las ovejas.
Es un sacerdote capaz de compadecerse, porque, aun siendo Hijo, aprendió, sufriendo, a
obedecer (cf Heb 4-5).
6. Pues bien, para un ejercicio del sacerdocio como el de Jesús es necesario estar entre
las ovejas sin temor, sino, al contrario, con coraje; y eso aunque a veces os toque sufrir
y hasta morir. ¡Cuántos mártires sigue habiendo por el servicio del Evangelio! No
huyáis del mundo situando vuestro sacerdocio en falsos refugios. No le tengáis miedo al
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mundo, porque así no se le puede evangelizar. Sólo se evangeliza con un corazón
apasionado en el amor a la verdad del Evangelio y el en amor a los hombres y mujeres a
los que se la debemos anunciar. ¡Ay de mí si no evangelizo aún en las travesías más
difíciles del ministerio! (cf. 1 Cor 9,16). Que las dificultades que encontréis no apaguen
vuestra pasión misionera. Recordad entonces que hay muchos que os esperan porque el
Espíritu Santo está trabajando secretamente su corazón. Otros, sin embargo, os
someterán a la prueba de la indiferencia, del rechazo e incluso de la irrelevancia. Insisto:
no pasa nada, no tengáis miedo; el Señor está con nosotros todos los días hasta el fin del
mundo. Y no olvidéis nunca que no hay terrenos baldíos para el Evangelio. Como dice
el Señor por el profeta Isaías: “Fui hallado entre los que no me buscaban; me hice
manifiesto a los que no preguntaban por mí” (Rm 10,20).
Por eso, el Señor, encarnado entre nosotros, él que trabajó con manos de hombre,…y
amó con corazón de hombre, en modo alguno quiere sacarnos del mundo, sólo quiere,
eso sí, guardarnos del mal. Precisamente eso es lo que le encomienda Jesús a su Padre
para nosotros en la oración sacerdotal. Eso significa que hemos de cuidar mucho de no
secularizar nuestra vida con los grandes males y errores que asolan a este mundo. Por
experiencia sabemos que también nosotros a veces confundimos los males y errores con
bienes y aciertos. Hemos de huir de formas y estilos de este mundo que le resten
identidad a nuestra vida y en consecuencia, que nos impidan hacer una misión creíble en
nombre de Cristo. Afianzaos cada día en vuestra identidad, por supuesto, en el corazón;
pero también en lo externo. A este propósito os pido que deis el cada vez más necesario
testimonio del hábito eclesiástico y el del esmero en las formas y vestiduras sagrados.
En orden a afianzar vuestra identidad sacerdotal, os recomiendo muy especialmente que
no perdáis nunca el sentido de la vida de los humildes de la tierra. Eso definió la misión
de Cristo, y eso definirá también la vuestra. Tenemos que ser entendidos por los pobres,
y así nos entenderán todos. Y los pobres sólo nos entienden, si nos sienten a su lado, de
su parte, sobre todo promoviendo la caridad en la Iglesia. Los pobres tienen que saber
que no vamos a ellos por sórdida ganancia, sino con generosidad. En fin, queridos, que
cada día de vuestra vida se pueda decir con verdad de vosotros que os habéis entregado
en cuerpo y alma al ejercicio del ministerio.
7. Y concluyo, recomendándoos algo especialmente necesario: “Servid al Señor con
alegría” (Sal 99,2). El servicio nace del corazón y nuestro corazón sacerdotal no puede
estar amenazado permanentemente por la angustia, el agobio o el desencanto. La cruz
no puede ser el camino para la desesperanza, al contrario, lo es de la esperanza. Si
nuestra vida no transmite paz y alegría, no habrá un verdadero testimonio sacerdotal; es
más, es un síntoma de que queda muy poco del proyecto sacerdotal original, el de
vuestro primer amor. Sólo desde la alegría se contagia la fe y el testimonio del
seguimiento de Cristo. No os olvidéis, de que sois, como dice Pablo, “servidores de la
alegría de vuestros hermanos” (cf. 2 Cor 1,24).
Os insisto, queridos Vladirmir, Jesús y Edén: “servid al Señor con alegría”. Imitad
siempre el gozo de la Virgen María y vivid permanentemente en un magnificat
sacerdotal. Es posible y necesario, os lo aseguro.
+ Amadeo Rodríguez Magro
Obispo de Plasencia
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