Download Mayo 1986 - Fundación San Valero
Document related concepts
no text concepts found
Transcript
ENTRE EL SILENCIO Y LA ESPERANZA ¿DÓNDE ESTAS, DESAMOR? Me lo contó el viento sur o lo soñé una noche de tormenta. Tal vez lo escuché en una larga tertulia de invierno, junto a las brasas de una chimenea. Da lo mismo: No lo sé. Es una simple y rara historia que un día copié en mi cuaderno de notas y que hoy os voy a relatar: “Érase una vez un muchachito de pueblo que, en su adolescencia, se enamoró del canto intermitente de los grillos al atardecer. Ni la cantina, ni la partida de guiñote, ni las máquinas ‘come-perras’ tenían ya sentido para él. Todas las tardes, sobre la misma hora, marchaba hacia el campo. Salía de su casa sin rumbo fijo; con el corazón expectante y un poco tocado de ternura, como si se tratara de una cita con el primer amor. Caminaba un buen rato. Se sentaba en cualquier lugar. Y quedaba quieto, muy quieto; empapado de soledad. Desgranaba los minutos con paciencia, hasta que el coro de los grillos se dignaba lanzar a los cuatro vientos su clásica cantata... Un buen día, tomó su magnetófono y se dispuso a grabar el soniquete agudo y monótono de sus amigos, los pequeños ortópteros. Se dirigió al valle solitario. Se acomodó bajo un chopo, junto a la cuneta de un sendero. Y allí esperó sin prisas. Pasada media hora, los grillos comenzaron a poner sus élitros a tono con arreglo al mismo diapasón. Al principio, en tímidos ensayos. Luego, una orquestación total perforó el silencio del valle, aquí y allá: ‘¡Cri-cri, cri-cri, cri-cri...!’ En el momento oportuno, nuestro protagonista apretó el botón mágico de su aparato receptor. Y dejó correr el tiempo, con la mirada perdida en la lejanía y una brizna de hierba entre sus dientes... Una oleada de paz inundaba la atmósfera. La tarde se desperezaba lentamente. El sol se hundía más allá de las colinas. Y una estóica cigüeña rasgó el aire con su vuelo tranquilo. Después, cuando el cielo se tiñó de rubor por detrás del cerro que daba al poniente, el chaval quiso comprobar su grabación. Y entonces quedó mudo de sorpresa: ¡En aquella cinta –recién estrenada- escuchó la más dulce y extraña balada de violines que compositor alguno hubiera podido soñar jamás!” Pues resulta que esta historia rara y simple es la historia de nuestro corazón. Todos llevamos dentro de él un pequeño magnetófono que registra la vida de nuestro alrededor. Pero su funcionamiento no se basa en la reversibilidad de las acciones magnéticas y eléctricas de un circuito. Yo diría que las propiedades de su electroimán dependen de nuestra propia estimación. ¿Te detestas a ti mismo? Las vidas de los otros se registran en tu conciencia como el sonido monótono y cansino producido por un insecto repugnante y digno de ser aplastado con un fuerte pisotón. ¿Te aceptas a ti mismo? Entonces, la existencia de quienes te rodean se graba en tu interior como una magnífica balada de violines que acarician la atmósfera de tu esperanza... “Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (1), es una máxima evangélica propuesta por Jesús de Nazaret; pero es también una ley psicológica de nuestra proyección sobre nuestros hermanos, los hombres. Sí; la breve historia del canto de los grillos, es la historia de nuestro corazón. Y es, por tanto, la historia de nuestra relación y de nuestra comunicación con los otros: “Las mismas palabras –afirma Simona Weil- pueden ser triviales o extraordinarias según la forma en que se digan. Y esa forma depende de la profundidad de la región en el ser de un hombre de donde proceden, sin que la voluntad pueda hacer nada. Y por un maravilloso acuerdo, alcanzan la misma región en quien las escucha. De tal modo que el que escucha puede discernir, si tiene alguna capacidad de discernimiento, cuál es el valor de las palabras” (2). He aquí un par de palabras tantas y tantas veces repetidas por los supuestamente enamorados: “Te quiero”. En una interpretación ‘personalista’, su centro de gravedad es la ‘existencia’ del otro: “Te quiero, porque merece la pena que tú existas”. En una interpretación ‘positivista’, su centro de gravedad es la ‘utilidad’ propia: “Te quiero, porque me sirves para tal o cual cosa”. Personalismo o positivismo. Amor o eficacia. Esa es la cuestión. “¿Dónde estas, desamor?”, es la pregunta que encabeza estos renglones. Y oigo que contesta: “Rondando vuestro corazón”. Admitimos que una licenciatura en ‘Geografía’ o en ‘Físicas’ suponga varios años de preparación y de estudio. Pero, en el fondo, no admitimos la exigencia de un auténtico aprendizaje del amor. El entendimiento que no se cultiva puede atrofiarse en el mar de la ignorancia. Y el amor que no se ejercita puede degenerar en desamor. Yo invitaría a cada educador a comenzar por el amor a sí mismo. Y a partir de ahí, empezar –cada día- un nuevo aprendizaje. Aimé Duval, aquel jesuita nacido en un pueblecito de los Vosgos, guitarrista y poeta que cantaba en el rincón de cualquier suburbio, y que fue capaz de llenar –con sus recitales- el Liceo de París, se quejaba cariñosamente de no haber comenzado por este camino: “Cuando pienso –dice- en mi dulce y bondadosa madre, sé que ella me enseñó a amar a Dios (aun sin hablarme de él) y a los demás; pero no me enseñó a amarme a mí mismo” (3). Amor o eficacia. Esa es la cuestión. Cuántas veces el profesor se ve “obligado en conciencia” a evidenciar un error a su alumno adolescente. Y qué pocas veces –por lo general- le hace patentes sus aciertos. Cuántas veces el padre de familia “se le cae la baba” hablando bien de sus hijos con unos amigos. Y ese mismo padre, en casa, abre la boca solamente con un objetivo recriminador. Hemos “soportado” un proceso formativo en el que se nos han repetido nuestros defectos hasta la saciedad. Pero se olvidaron de decirnos –casi por completo- todo aquello que en nosotros era digno de admiración y de esperanza. Cada vez que leo en los periódicos que un adolescente se ha suicidado –por su fracaso escolar o por lo que sea- me pregunto a mí mismo qué hubiera sucedido si, la tarde anterior, alguien le hubiera dicho con la mayor sinceridad posible: “Tú eres maravilloso”. Que se lo hubiese dicho con toda la veracidad del mundo, para que hubiera alcanzado en él su región más profunda y más verdadera. Que se lo hubiese dicho con palabras o con un signo radical de cariño esperanzador –eso es lo de menos- con tal de que le hubiera “tocado” en su propia existencia desesperanzada. “He aquí mi secreto. Es muy simple: no se ve bien sino con el corazón. Lo esencial es invisible a los ojos”: Estas palabras de Saint-Exupéry (4) tienen amplia resonancia en el acto pedagógico. Se trata del corazón que se entrega en el aprendizaje del amor. Porque si el desamor ha entrado en él, lo ha hecho en forma de aguda y peligrosa miopía. El positivismo no entiende de lo esencial, pues está demasiado entretenido con lo utilitario. Y nadie piense que estas reflexiones son más propias para las ‘Hermanitas de la Caridad’, porque la necesidad de acoger y de ser acogido no es un privilegio exclusivo de ellas. El desamor sofoca las ganas de vivir. Resulta curioso comprobar que el índice más alto de suicidios se dé en países de boyante economía. Y no hace falta recurrir al caso extremo del suicidio. Porque existe una muerte metafórica pero muy tristemente real: Es la muerte a la esperanza. Cuando se apaga la alegría de existir y el gusto por la vida. Os aseguro que siento gozo interior si un chaval ha captado, con mi ayuda, la significación del teorema de Pitágoras. Pero mi gozo es incomparablemente mayor si acierto, día tras día, a ayudarle a descubrir que en su existencia dormita algo digno de aprecio. Es bueno que un centro de formación profesional lance al mundo técnico los mejores torneros. Su horizonte es la eficacia industrial. Pero es mejor todavía que, además, una escuela se convierta en testigo discreto y silencioso de unas vidas que crecen y se autoestiman como una promesa aún no desarrollada. Porque entonces su horizonte se proyecta, más lejos, hacia una humanidad abierta a la esperanza. JESÚS MARIA GONZALEZ NOTAS: 1.- Evangelio según San Mateo: 23, 39. 2.- S. Weil: “La torpeza y la gracia”. 3.- A. Duval: “El niño que jugaba con la luna”. 4.- A. De Saint-Exupéry: “El Principito”.