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19° Capítulo del Abad General OCist para el CFM – 16.09.2013 Decía el sábado que san Benito habla siempre del Oficio divino insertándolo en la realidad de la vida humana que vivimos. Pero la realidad humana fundamental es nuestro corazón, lo que somos en lo íntimo, nuestro “yo”, que es en gran parte un misterio para nosotros mismos. Decía que Benito no censura nada de nuestra humanidad cuando inserta el Oficio en nuestra vida. Pero esto no significa que se debe llevar todo al Oficio. Si Benito dice que la digestión debe haber terminado antes de las Vigilias, y que se necesita dejar un tiempo para las necesidades naturales entre las Vigilias y Laudes, entendemos que la razón es también no ser molestados durante el Oficio por estos aspectos de nuestra humanidad. En este sentido prescribe que el oratorio del monasterio esté libre de cualquier otra función que no sea la oración (cfr. RB 52,1). San Benito no censura nada, tiene en cuenta todo, pero lo hace sobre todo para no censurar la dimensión más escondida y a menudo olvidada de nuestra naturaleza humana: nuestro corazón creado por Dios, a su imagen y semejanza, creado para vivir en comunión con Él en el amor. Así, cuando Benito, al final de todos los capítulos que organizan el Oficio divino, nos da la instrucción esencial para vivir bien la oración común, diciendo: “Mens nostra concordet voci nostrae – que nuestro pensamiento concuerde con nuestra voz” (RB 19,7), es decir, concuerde con las palabras de la oración, nos hace comprender que todo oficio divino es una obra de Dios sobre nuestro corazón, una obra que Dios hace dentro de nosotros, en lo profundo de nuestro “yo”. Y esta obra de Dios la hace hablándonos, con su Palabra que nosotros repetimos y cantamos para escucharla mejor, para dejar que obre más profundamente en nosotros. La irradiación de la obra de Dios en toda nuestra vida comienza del resonar de su Palabra en nuestro corazón. Resonar de su Palabra que es resonar de su Presencia, resonar del Verbo de Dios en nosotros. Esto nos hace comprender que la primera condición de la irradiación de la obra de Dios en nosotros es el silencio de nosotros mismos que deja resonar al Verbo de Dios en nosotros y a través de nosotros. El silencio, vivido así, no es una censura de nuestra humanidad, de nuestras relaciones, o con respecto al mundo. El silencio reconoce que si censuramos a Dios que nos habla, censuramos de verdad todo, porque censuramos el sentido de cada cosa, y censuramos la armonía y comunión con todo, el amor a cada cosa, que solo Dios hace posible en nuestro corazón si estamos atentos a Él. Si no hay silencio que mira y escucha al Señor, perdemos el centro que es la obra de Dios y nuestra vida no puede irradiarla, no puede ser testimonio de ella encontrando todo y a todos. A este propósito, debemos siempre meditar en el evangelio de Marta y María (Lc 10,38-­‐42). Jesús ha entrado en aquella casa “mientras estaban de camino” (v. 38), es decir, como el Dios peregrino que pasa evangelizando a los pobres, hecho hombre, presencia en el mundo, para comunicarnos la verdad y la belleza de toda la realidad. 1 La diferencia entre Marta y María no es la diferencia entre la acción y la contemplación, sino que es una diferencia de atención y de escucha con respecto a Jesús. Jesús está hablando, se ha puesto a enseñar también en aquella casa. María ha puesto en acuerdo enseguida su mente, su corazón, con la voz de Jesús. El problema de Marta no es el hecho de estar trabajando, sino el hecho de que su corazón no ha hecho silencio para escuchar al Señor. Imagino que en el tiempo de Jesús, en un pueblo como Betania, en las casas no tendrían como hoy la cocina, la sala de estar, el salón, el recibidor, separados: todo era un único espacio. Por lo tanto, nada impedía a Marta escuchar incluso preparando la comida. Pero en ella no ha calado este silencio, esta elección de escuchar, de estar atenta a Jesús más que a las demás cosas. El resultado es que su corazón no poniendose en acuerdo con la presencia y la voz de Jesús en el silencio, ha entrado en conflicto con todo y con todos. Lucas escribe que estaba “distraída” por muchas cosas (Lc 10,40). Es decir, su corazón, su atención, eran “atraídas” por todas partes, por una multitud de cosas que hacer. Ha perdido la unidad de sí misma. Ha perdido el centro. Y, entonces, la relación con todo se ha convertido en un caos: ha perdido la armonía con el trabajo que hacía, ha perdido la armonía con las personas que acogía, con su hermana, hasta con Dios, porque interrumpe la enseñanza de Jesús para montar una escena histérica delante de todos: “Señor, ¿no te importa que mi hermana me deje sola con el servicio?” (Lc 10,40). Consigue expresar en una frase todo el veneno y el descontento que bulle en ella contra Jesús, María, los demás huéspedes, su trabajo y ella misma, es decir, contra toda la realidad. Es en esta situación en la que también para nosotros se decide el mayor o menor silencio con el que vivimos. El silencio concierne a nuestra relación con todo: nosotros mismos, Dios, los demás, y el trabajo. El silencio es la decisión de atención y escucha que permite a Cristo ser el centro de toda la realidad que vivimos y de armonizarla con su amor y su paz. El Señor sabe que el 99,99% de las personas es más como Marta que como María. Marta somos nosotros; María es un ideal. Jesús lo sabe y por esto nos da su palabra incluso dentro del caos de nuestra disipación hacia Él, y es una palabra que revelándonos la verdad de nuestra desazón, de nuestro descontento universal, crea en nosotros un silencio nuevo, un silencio humilde, arrepentido, en el que la palabra de Cristo puede, finalmente, actuar, transformando nuestra vida: “Marta, Marta, estás inquieta y nerviosa por muchas cosas, pero una sola cosa es necesaria. María ha elegido la parte mejor y nadie se la quitará” (Lc 10,41-­‐42) Fijémonos que Marta no rebate esta palabra de Jesús. Gran silencio. La palabra desciende en su corazón, como a través de una herida. La rabia se desinfla. Se siente triste, pero también en paz, y siente que una nueva alegría brota en ella. Se siente cambiada por esta palabra, porque es una palabra de Dios que la recrea, que la libera y la redime. Y descubre diferente la relación con la realidad entera. Jesús la quiere mucho, y a Él “le importa” verdaderamente su vida y su corazón. Su hermana no es una gandula, sino una a la que mirar y de la que aprender la relación justa con Jesús. Toda la gente cansada y hambrienta que ha llenado su 2 casa, son discípulos de Cristo que, para escucharlo, lo siguen por todas artes, duermen en medio de los campos y, a menudo, no tienen ni siquiera tiempo para comer a causa de la multitud. Y Jesús ha elegido su casa para que encuentren también ellos un poco de paz, de intimidad, y coman y beban bien, al menos hoy. Y ella misma, Marta, ya no es más a sus ojos una que siempre debe probar su valía, que debe ser mejor que los demás, que trabaja bien, que cocina bien, que piensa en todo. Ella es una que Jesús llama por su nombre, “Marta, Marta”, dos veces, como a los patriarcas y profetas, como “Abrahán, Abrahán”, como “Samuel, Samuel”, una che es llamada para escuchar a Jesús, para encarnar su palabra, para encarnar al Verbo de Dios. Jesús la llama por su nombre y le habla porque ama su alma, la paz de su corazón, y la unidad de su vida. Y también ella es elegida, preelegida, ante todo no para hacer esto o aquello, sino para reconocer y escuchar la presencia de Dios que salva. Si leéis el capítulo 11 del evangelio de Juan, la resurrección de Lázaro, veréis hasta qué punto ha avanzado la conversión silenciosa de Marta, iniciada aquí, escuchando la primera palabra y llamada que Jesús le ha dirigido. Marta llegará a confesar: “¡Sí, Señor, yo creo que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, el que iba a venir al mundo!” (Jn 11,27). ¡Ninguno, ni siquiera los apóstoles, ha confesado una fe tan grande antes de la resurrección de Jesús! Esta es la actitud que san Benito nos pide para el silencio y la escucha en los encuentros del Oficio divino, que es el momento en el que el Señor está presente en nuestra casa y nos habla. Es ahí donde nos pide elegir la mejor parte, y esta elección es el silencio humilde que escucha, porque la mejor parte es precisamente Él que nos habla. No sé si os disteis cuenta la otra noche, mientras la cena, fr. Miguel Ángel leía la Regla. Leyó el capítulo 6 sobre el silencio como renuncia a la palabra que nos dispersa en cosas vanas, y después, ha unido directamente, sin título, el texto del capítulo 7º sobre la humildad. ¿No os disteis cuenta de algo extraño? Yo lo noté por primera vez. Inmediatamente después del capítulo sobre el silencio, que insiste en el callar y escuchar (cfr. RB 6,6), el capítulo 7º une con las palabras: “Clamat nobis Scriptura divina, fratres… – La Sagrada Escritura nos grita, hermanos...” (RB 7,1). Aquí la Escritura nos grita el misterio de la humildad de Cristo, pero lo que me limito a subrayar es una vez más que san Benito nos pide un silencio que permita a la Palabra de Dios, no solo decirnos, sino gritarnos la verdad de la vida. Cuanto más silencio hay en nosotros, más puede resonar la voz del Señor; y cuanto más pueda resonar la voz de Dios, puede transformar más y mejor nuestro corazón y nuestra vida, y concedernos el irradiar la fe, como Marta de Betania. Fr. Mauro-­Giuseppe Lepori OCist 3