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EL ESPÍRITU DEL MUNDO Y LA VANIDAD
RETIRO, ENERO 2014
Siguiendo la dinámica ignaciana, el Papa Francisco plantea ahora la
meditación del pecado. Llama la atención que se trata de uno de los capítulos más
cortos, y, sin embargo, de los más intensos. El Papa divide la meditación en los dos
grandes peligros que acechan a un hijo de la Iglesia: el espíritu del mundo, que abre
una lucha contra la verdad, y la vanidad, que esteriliza la vida del cristiano. Pasemos a
ver cada una de ellas.
1. El Espíritu del mundo.
A modo de introducción, el Papa, antes de entrar de lleno en la meditación
hace un preámbulo en el que merece la pena detenerse. Consciente de que esta
meditación tiene carácter de lucha, se plantea primero el modo en que ha de afrontarse
la mirada sobre nuestro propio pecado: acogiéndonos a la memoria de nuestra
salvación, lo cual nos dará fortaleza. Es decir, el pecado o la contradicción no es la
última palabra sobre nuestra vida, como si ya no tuviéramos solución. La memoria de
nuestra salvación nos da la certeza y el consuelo de que Dios es más grande que
nuestro pecado, y que Él, a través de muchos caminos, ha sacado nuestra vida
adelante, nos llama hoy al seguimiento y sigue trabajando por nuestra salvación. Dios
no ha renunciado a nosotros. El horizonte de nuestra vida, con el pecado personal
incluído, es la interminable fidelidad de Dios. Esto hace que nos acerquemos a
nuestro pecado «como vencedores», para que nuestra meditación no termine en
tristeza y pesar.
Sin embargo, el Papa termina la introducción con una apreciación que
interpreta que interpreta nuestra posición: el mundo, que fue creado para llevarnos a
Dios, ahora prescinde del señorío de Cristo. Desde aquí se afronta cómo nos afecta el
espíritu del mundo.
[27] Jesús nos previene contra este espíritu del mundo definiéndolo como el
que ahoga la Palabra (Mt 13, 22), como padre de hijos mucho más astutos que
los de la luz (Lc 16, 8). Este espíritu del mundo vuelca nuestro corazón
consupiscente tras la carne, los ojos, la confianza orgullosa en los bienes. El
espíritu del mundo es padre de la incredulidad y de toda impiedad. Fue
precisamente el dios de este mundo quien cegó su corazón (2Co 4, 4) bajo el
engaño de una sabiduría que –en definitiva- no resultó más que una buena
astucia de coyunturas, incapaz de trascender el margen del propio egoísmo:
«¿Dónde está el sofista de este tiempo? ¿No ha convertido Dios en necedad la
sabiduría del mundo?» (1 Co 1, 20). San Pablo insiste en este consejo: «Y no
os amoldéis a este mundo» (Rm 12, 2), más literalmente: «No entréis en los
esquemas de este mundo». (…) Así como el pecado endurece nuestro corazón
haciéndonos inicuos, es más propio del espíritu del mundo volvernos
vanidosos.
La primera apreciación de Francisco es que el espíritu del mundo pone las
cosas del revés en nuestro interior. En efecto, este espíritu «vuelca nuestro corazón»
para poner nuestra «confianza orgullosa» en los bienes. Dejamos de fiarnos de Dios
para depositar toda nuestra seguridad en la cuenta bancaria o en bienes materiales,
que son dioses muertos. La hija de la desconfianza es la inquietud, porque nuestro
corazón no descansa en cosas que corren el peligro de acabarse o de fallar, como son
las falsas seguridades. A este respecto, el Padre Pío es un gran maestro. Denuncia
nuestras inquietudes como falta de confianza y aplomo en Dios: «Mantén tu espíritu
tranquilo y confíate por completo a Jesús cada vez más. No te preocupes por el
mañana». «No te fatigues en cosas que producen inquietud, perturbación y afanes.
Sólo una cosa es necesaria: elevar el espíritu y amar a Dios». «Pobres y desgraciadas
las almas que se arrojan en el torbellino de las preocupaciones mundanas. Cuanto más
aman al mundo, más se multiplican sus pasiones; y de ahí las inquietudes, las
impaciencias, los golpes que despedazan sus corazones».
El fruto de quedar invadido del espíritu del mundo es que ya no se mira al
cielo, sino únicamente a intereses terrenos y personales. Ya no se busca amar y
agradar a Dios, sino sólo satisfacerse a sí mismo. De ahí que, casi
imperceptiblemente, nos vamos alejando de Dios y de su voluntad, para quedar
reducidos a los terreno con sus frustraciones, es decir, se prescinde en la vida del
señorío de Cristo.
2. La vanidad.
[28] Esa enfermedad del corazón, tan sutil, que los Padres del desierto
asemejaban a la cebolla porque, decían, es difícil llegar al núcleo de ella: se la
va deshojando pero siempre queda algo. En el espacio de un corazón vanidoso
tienen cabida esas versiones «eclesiásticas» de indisciplina y desobediencia
que afean el rostro de nuestra Madre, la San ta Iglesia. Busquemos detrás de
cualquier postura eticista, ingenua, irenista, y nos encontraremos con un débil
corazón generoso, que –en el fondo- pretende minimizar la responsabilidad
ante Dios.
Cuando decimos que algo es «vano», nos referimos a que ese algo está vacío,
es insignificante o falso. Pues bien, el Papa explica que el fruto de estar invadidos del
espíritu del mundo es la vanidad, la vaciedad, quedarnos huecos. Llama la atención
que el Papa hable de la vanidad como una «enfermedad del corazón», que lo debilita
y lo postra. En efecto, la vanidad es una suerte de ceguera en la que uno sólo se mira a
sí mismo para acabar aborreciéndose. Es vivir al servicio de un proyecto propio que
suple el proyecto de la voluntad de Dios y de la Iglesia en nosotros. Es darle «a lo que
parece ser» el carácter de la verdad, por tanto, se trata de una renuncia a la verdad a
favor de la apariencia. Conformarse con algo parecido a la verdad, a cambio de
explusar a Dios de la vida.
¿Cómo plantea el Papa hacer frente a esta suerte de mentira? Recurriendo a
una actitud sólidamente cristiana: la capacidad de condena, el «si-si, no-no» fruto de
la madurez espiritual que nos rescata de la superficialidad en la que nos instala la
vanidad. Se trata de reaccionar, no adormecerse o conformarse, de reconocer la
mentira como tal y tomar la decisión de sacarla a la luz, de desenmascararla. Por eso,
romper con el secreto diálogo que mantenemos con el enemigo de nuestra salvación,
el demonio, padre de la mentira. Se trata de tomar en serio la propia conversión y el
propio camino de seguimiento del Señor, y no «jugar» a ser cristianos.
Preguntas para la oración.
De las pautas que el Papa daba para identificar cómo nos afecta el espíritu del
mundo, ¿te sientes identificado con alguna de ellas?
¿Tienes experiencia de la misericordia fiel de Dios a tu vida? Es decir, en tu
relación con el Señor ¿dónde te quedas, en el recuento pormenorizado de tu pecado o
en el agradecimiento de lo bueno que es el Señor contigo hoy y ahora?
Cuando el Papa hablaba de la enfermedad de la vanidad, ¿ves que tu vida
espiritual debe ser más profunda, es decir, ves que es algo superficial? Hay veces que
alimentamos la vida interior de lo ya conocido, y creemos que ya no está llamada a
crecer, ¿es ese tu caso?