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1. Menorca a principios del siglo XVIII. La Guerra de sucesión
Introducción
Comienza un nuevo siglo, el XVIII, en el que la isla de Menorca saldrá de su mera
circunscripción mediterráneo-balear y pasará a formar parte del concierto de las potencias europeas
como moneda de cambio en los tapetes de negociaciones de paz, cuando en el contexto de la
política mediterránea de las principales potencias rivales de entonces (sobre todo Gran Bretaña,
Francia España y en última instancia Rusia), se ponga en valor el puerto de Mahón.
Todo ello afectará evidentemente a la vida local en cierta medida, aunque paralelamente (y
también paradójicamente) las instituciones locales, las costumbres, los rituales la tradición, la vida
menorquina en suma, coexistirá con los nuevos modos venidos de fuera.
En este capítulo y en los siguientes, trataremos de desbrozar los pormenores de este fenómeno
sin precedentes en la vida Balear y que hacen de Menorca una singularidad dentro del archipiélago.
La guerra de Sucesión a la Corona de España.
Es evidente que el acontecimiento más sobresaliente de la historia europea a principios del siglo
XVIII, fue la llamada Guerra de Sucesión a la Corona Española, por las consecuencias tanto, en el
ámbito nacional como internacional, que se derivaron de ella.
Las causas próximas de la guerra son conocidas: muerte sin sucesión de Carlos II de España y
pugna de los diversos pretendientes a la Corona para acceder al trono. Las profundas procedían de
la situación internacional europea. Gran Bretaña temía que a la muerte del ultimo Austria español su
herencia pudiera hacer surgir una nueva potencia hegemónica (Francia o Austria), lo que no
coincidía con su proyecto sobre las relaciones internacionales: el de equilibrio entre potencias.
Al fin, en el último de sus testamentos, Carlos II nombró heredero de la Corona al candidato
francés, Felipe de Anjou, presionado por el Consejo de Estado, el de Castilla, Luis XIV y la Santa
Sede.
Ante esta última decisión del rey español, Gran Bretaña consideró, en peligro el equilibrio
europeo y aliada con Portugal y Holanda, decidió apoyar al candidato Augsburgo, Carlos de
Austria.
Pero la Gran Bretaña no apoyó al archiduque Carlos solamente por evitar un posible eje MadridParís, sino que utilizó la Guerra de Sucesión en su propio beneficio y aunque no consiguió instalar
en el trono español a su pretendiente, en el fondo será la gran vencedora de esta contienda en el
orden internacional, y el tratado de Utrecht-Radstatt con el que finaliza la misma, convertirá a
Inglaterra en el árbitro de Europa y será el fundamento de la preponderancia británica durante todo
el siglo XVIII, gracias a sus anexiones territoriales en el Mediterráneo (Gibraltar y Menorca) de
gran valor estratégico y de las que previamente la Gran Bretaña se había apropiado, manu militari,
en nombre del Archiduque. Por otra parte, los ingleses conseguirán dar un duro golpe al monopolio
español en América, con la introducción en el tratado de las cláusulas referentes al llamado navío de
permiso y el asiento de negros, que favorecerán el desarrollo de un activo contrabando como base
de penetración, cada vez más intensiva, de los británicos en el Nuevo Continente.
En el orden interno español, la Guerra de Sucesión dio como resultado el triunfo de la opción
francesa. Felipe de Anjou será reconocido por los Aliados como rey de España, después de que
renuncie a sus posibles derechos al trono de Francia a la muerte del delfín. Ello significará la
introducción en la Península del centralismo racionalista de cuño francés, cuya consecuencia más
directa fue la supresión de los fueros de los reinos periféricos, respetados por los reyes de la casa de
Austria y que el Archiduque había prometido mantener si triunfaba su opción.
Cabe señalar, a este respecto, que Menorca se libró de esta limitación de soberanía, tanto por
pasar al dominio de la Gran Bretaña, como por el hecho de que el gobierno inglés consintió que la
Balear Menor continuara disfrutando de sus antiguos privilegios, que permanecieron en vigor hasta
el siglo XIX, debido a que incluso en el corto dominio español entre los años 1782 y 1798, no
fueron suprimidos.
Menorca en 1700
Da la sensación de que en las postrimerías del reinado de los Austrias la isla de Menorca se
encontraba abandonada a su suerte, dado el escaso control que sobre la periferia del reino ejercía
aquella monarquía cuasi-federal. Esto significaba esencialmente que los conflictos generados en el
seno de la sociedad isleña tenían escaso eco allende el mar, al margen de que esta situación de
aislacionismo fomentaba la corrupción y el agio.
Con la llegada al trono en 1700 del primer Borbón español, Felipe V, vientos de cambio
soplaron en todo el reino, cuando pronto se vio que el nuevo monarca trataba de implantar en
nuestro país una estructura centralista, que representaba mayor control político, pero también
económico, sobre los vastos territorios de la Monarquía Hispánica.
No hace falta discurrir en demasía para darse cuenta que estas medidas, que pronto se vieron
plasmadas en forma de decretos y con la llegada de inspectores de rentas (denominados entonces
veedores de cuentas), alarmó a algunos que se habían aprovechado, política y económicamente, del
desconcierto y dejadez administrativa del reinado anterior. Probablemente esta alarma debió ser una
de las causas de la toma de postura de algunos a favor del Archiduque cuando comenzó aquella
guerra civil que denominamos Guerra de Sucesión al Trono Español.
En todo caso, la sociedad menorquina de 1700 y especialmente la de su entonces capital,
Ciudadela, era una sociedad crispada. En la susodicha capital, situada en la parte occidental de la
isla, convivían las instituciones municipales con el gobernador político, que hasta aquel momento
debía haber nacido en los territorios de la antigua Corona de Aragón y era elegido en una terna
propuesta al rey por el Consejo de Aragón. Junto a éste y como representante del poder militar se
encontraba el castellano de San Felipe, fortificación abaluartada que desde el siglo XVI guardaba la
bocana del puerto de Mahón. Este último, procedía de los territorios de Castilla, y era, por tanto, el
auténtico representante del Poder Central. Esta dualidad de cargos, muy significativa, explicaría los
conflictos que uno y otro gobernadores, el político y el militar, tuvieron a lo largo del siglo XVII y
durante los primeros años del XVIII, hasta que la Corte de Madrid envió en 1706 como gobernador
único al brigadier granadino Diego Leonardo Dávila.
Los gobernadores tenían a su lado como auxilio un alto funcionario, el llamado asesor de
gobernación, que debía ser jurista y que, generalmente desde principios del siglo XVIII, fue
menorquín, incluso durante las dominaciones británicas y francesa.
En cuanto a la guarnición que custodiaba la isla era de dos calidades, por un lado la tropa
reglada, la llamada dotación de San Felipe, formada por tropas de Infantería de Línea y algunos
artilleros y, por el otro, el regimiento de la milicia local, cuyos mandos superiores, el sargento
mayor y el coronel, residían en Ciudadela y pertenecían a los estamentos superiores de la sociedad
isleña, estando la tropa formada fundamentalmente por payeses montados, que acudían a cualquier
lugar de peligro donde pudiera efectuarse un desembarco hostil, sobre todo de corsarios y piratas
berberiscos en busca de botín y esclavos.
En cuanto a las instituciones municipales, estaban formadas por órganos típicos de la antigua
Corona de Aragón: las llamadas universidades, correspondientes a cada uno de los términos
municipales que entonces se dividía la isla (Ciudadela, Mahón, Alayor, Mercadal-Santa Águeda)
regidos sobre el papel por una generalitat que era la Universidad General de Ciudadela. Y decimos
sobre el papel, porque esta institución general tenía, a la altura de 1700, muy mermadas ya sus
funciones por la progresiva independencia que habían adquirido a lo largo del siglo XVII las
universidades forenses, amén de las limitaciones que suponía el voto de calidad del gobernador en
la elección de jurados y consejeros y en las decisiones del consejo, lo cual generaba en la práctica la
necesidad de los cargos municipales de ganarse a la primera autoridad de la isla, cosa que no
siempre conseguían, lo que generaba conflictos entre las dos instituciones.
Completaba el cuadro de la administración local los bailes, tanto general como particulares de
los términos, elegidos por votación como los jurados y que eran los administradores de la justicia
real.
En principio, pues, hemos visto ya que, como mínimo, había en el plano político dos conflictos
larvados: la controversia entre gobernadores militar y político y entre éste último y las
universidades y que en momento del cambio de siglo se encontraban en su grado máximo de
enfrentamiento, lo que junto al cambio de dinastía y las nuevas medidas de control, no significaría
otra cosa que añadir leña al fuego.
El contexto social más representativo de la isla en aquel momento era el que concierne a la
capital, Ciudadela, donde nobleza y burguesía agraria se repartían parcelas del poder municipal y
social, aunque en la práctica ocurría lo mismo en el resto de la isla, principalmente en su parte
oriental (el puerto de Mahón) donde, no existiendo en aquel momento un grupo nobiliario
representativo, la cúspide de la pirámide sociopolítica y económica la ocupaban los ricos
absentistas, que poseían el usufructo de la mayoría de las fincas del término.
Desde el punto de vista económico, en aquella sociedad, predominaba una economía de ciclo
antiguo, donde la renta de la tierra era el elemento determinante en última instancia y el que nutría a
toda la sociedad, agraria y ciudadana, a los órganos de la administración local y general, y aún a la
Iglesia, por medio de impuestos y diezmos.
Todo el territorio de Menorca, a excepción de 17 señoríos denominados Cavallerías y algunos
alodios de particulares, procedentes ambos del reparto de Jaime II de Mallorca en 1301, pertenecía
a la Corona, que lo administraba a través del Real Patrimonio y sus funcionarios. Las tierras,
parceladas en forma de fincas denominadas posesions, se explotaban en régimen de enfiteusis. Los
enfiteutas más ricos, que eran absentistas, a su vez las arrendaban a cultivadores directos mediante
un canon anual denominado annua merced. El abastecimiento de la población, de enseres,
herramientas y demás artilugios necesarios para la vida diaria, corría a cargo de los gremios y el
comercio exterior, que en aquel momento no era muy activo, se limitaba a la importaciónexportación de mercancías a Mallorca y Cataluña.
El modus vivendi de las clases adineradas era por entonces muy conservador, poco productivo y
escasamente generador de riqueza, salvo para el mantenimiento familiar de los que poseían algún
patrimonio, entendiendo entonces el concepto ―familia‖ de forma extensivo, es decir, el
mantenimiento de todos los hijos e hijas solteras y casadas a cargo del hereu.
Por otra parte, la movilidad de las tierras, pasando de un usufructuario a otro era continuo, lo
que pudiera parecer que en la economía local existía una cierta dinámica, pero nada más lejos de la
realidad, puesto que la compra y venta de tierras se basaba en la obtención de censos perpetuos con
los que vivir de rentas. Esto suponía que cuando un enfiteuta vendía su finca, cargaba sobre ella un
censo y al cabo de varias transacciones la finca estaba sobrecargada de las dichas hipotecas y
mientras los beneficiarios vivían de ellas, para el cultivador suponía una pesada carga, en aquella
sociedad egoísta montada en torno a unos cuantos privilegiados, que tardaron aun mucho tiempo en
adquirir un espíritu emprendedor, para roturar nuevas tierras y mejorar los cultivos, lo que no
ocurrió mayoritariamente hasta bien entrado el siglo XVIII.
Este era, pues, el estatus de los privilegiados menorquines a principios del siglo XVIII, que
habíanse mantenido a su gusto durante muchos años y que con la nueva dinastía podían venírseles
abajo sus prebendas, sobre todo respecto a los malos usos del dinero público, administrado por
personajes corruptos y funcionarios venales.
El Gran Miedo, llamaremos a la preocupación de los estamentos dominantes menorquines por la
férrea fiscalización que les venía encima con la nueva centralización borbónica y el reforzamiento
de la autoridad castellana frente a la aragonesa, sobre todo cuando, por primera vez, se rompió el
secular nombramiento de gobernador en la figura de un nacido en la Corona de Aragón y, de un
plumazo, se nombró gobernador único al brigadier Diego Leonardo Dávila, nacido en la Corona de
Castilla.
Así estaban las cosas en 1706. Por entonces, ya avanzada la Guerra de Sucesión, Mallorca había
caído en manos austracistas a finales de septiembre. Este suceso, cuya noticia llegó a primeros de
octubre a Menorca, animó a los partidarios menorquines del Archiduque a pronunciarse a su favor.
Encabezó la revuelta un segundón de la nobleza ciudadelana: Juan Miguel Saura
Ciudadela se pronuncia a favor del Archiduque
En efecto: Saura se pronunció a favor del Archiduque el 19 de octubre de 1706. Al día siguiente
sería proclamado gobernador y capitán general de la isla en la capital ciudadelana, puesto que el día
anterior las autoridades borbónicas habían abandonado la ciudad, yendo a refugiarse al castillo de
San Felipe de Mahón.
Efectivamente, Saura, tomando la iniciativa, reunió a los jurados de la Universidad General y
demás personajes principales de Ciudadela y, apoyado por sus partidarios y gran cantidad de gente a
la que previamente había arengado, presentó a las autoridades una sola opción, la de los hechos
consumados. El líder carlista les impuso su autoridad emanada exclusivamente de la razón que
proporciona la fuerza y de la coacción contenida en un monitorio enviado por el virrey austracista
de Mallorca.
Los jurados aceptaron la nueva situación pasivamente (excepto el jurado mayor de la payesía Domingo Marqués- que era uno de los conjurados).
Pronto la sublevación se extendería por toda la isla como reguero de pólvora, aunque Mahón
tardó aún algún tiempo en pronunciarse por indecisión de sus dirigentes, lo que fue aprovechado por
el castellano de San Felipe, el brigadier Dávila, para organizarse. Pero los vecinos de Mahón
pronto dieron muestras de inquietud -se oían ya algunos vivas a Carlos III- de forma que las tropas,
que habían acudido a la ciudad, tuvieron que abandonarla precipitadamente y refugiarse en San
Felipe.
Inmediatamente que los soldados abandonaron Mahón. la ciudad se pasó a los sublevados. Se
pusieron a la cabeza de la sublevación, el jurado mayor, Bartolomé Montañés -propietario rural-,
Vicente Carreras -baile de Mahón- y Francisco Vidal, usufructuario de la posesión realenga de
Rafalet.
A continuación Alayor siguió el mismo camino, acaudillando la revuelta Juan Pons Galinde.
Apadrinaron esta sublevación el jurado mayor y muchos eclesiásticos. Estos últimos jugarían un
importante papel entre los partidarios del Archiduque, sobre todo el clero regular.
En ese momento ya sólo quedaban en manos borbónicas San Felipe y el castillo de Fornells, que
pronto caería en manos de los sublevados.
Inmediatamente que el líder carlista Saura tuvo noticia de la adhesión de todas las poblaciones
de la isla, se encaminó a marchas forzadas a Mahón con todos los hombres que pudo reclutar.
Sorprende que según las crónicas de la época sus huestes alcanzaron la cifra de casi 2.000 hombres,
campesinos en su mayoría, que probablemente fueron ganados para la causa por un inflamado fraile
agustino, Fray Francisco Vergés, venido expresamente de Barcelona para fomentar la revuelta,
enviado por el obispo de Solsona, ferviente carlista y de origen menorquín.
Indecisiones
Cuando Saura llegó a Mahón con sus huestes, toda la guarnición se había refugiado en San
Felipe en vez de presentar batalla, por lo que decidió someter a sitio la fortaleza, aunque más que
sitio, dado lo heterogéneo de sus fuerzas, habría que hablar de bloqueo. Con todo, resulta desde
todo punto injustificable, al menos en principio, la actitud de Dávila de encerrarse en el castillo,
teniendo en cuenta que contaba con fuerzas, si no superiores en número, sí en calidad y además
Saura no disponía de artillería, elemento del todo necesario para batir en brecha un fuerte como el
de San Felipe. Quizás Dávila no se fiara de los milicianos mallorquines que le habían sido enviados
antes de que Mallorca se rindiera a los austracistas y aún menos de un contingente francés de
Infantería de Marina que había llegado meses antes al mando del coronel la Jonquiere. Pero sea lo
que fuere, Dávila se atrincheró en el fuerte en espera de refuerzos.
Por su parte, Saura, había desplegado sus fuerzas en torno a San Felipe, formando un amplio
cordón desde Cala Figuera pasando por las posesiones de Biniatap, Toraxa y Binisaida.
Más o menos así, en una situación de impasse, continuaron las cosas hasta el final de año de
1706. Aunque se realizaron algunas escaramuzas, los dos contendientes no se atrevían a dar el paso
decisivo. Ambos bandos esperaban socorros del exterior, uno y otro, sabían que el primero que los
recibiera sería el vencedor. Efectivamente, el conde de Zevallá, gobernador austracista de
Mallorca, había escrito a Valencia solicitando ayuda para las huestes de Saura, sin embargo esta
carta no llegó a manos de las autoridades carlistas hasta el 16 de Enero de 1707. Para entonces los
refuerzos borbónicos llegados de Francia ya habían dado buena cuenta de los rebeldes. En efecto: el
1 de Enero de 1707 una flotilla francesa al mando del conde de Villars, enfiló la bocana del puerto
de Mahón y se aprestó a terminar con aquella situación estancada.
La derrota
La escuadra del conde de Villars fondeó a la derecha de la isleta del Rey a las 11 de la mañana
del día 1 de enero de 1707. Inmediatamente fue aprestada la fuerza de choque, formada por el
batallón Foudroyant al mando del teniente coronel La Rochelard, que venía en socorro de los
sitiados de S. Felipe.
Desde la fortaleza salió un destacamento francés, que subió a bordo del buque insignia Neptune
a dar la bienvenida a sus compatriotas. Casi de inmediato se iniciaron una serie de operaciones de
limpieza en la costa norte del puerto de Mahón que duraron dos días.
Al día siguiente, dos de enero, se resolvió en consejo de guerra que desembarcara el batallón
Foudroyant en las calas Pedrera y Fons, donde permanecería hasta que se decidiera efectuar el
ataque principal contra los rebeldes.
A las 8 de la mañana del día 5 de Enero, el ejército aliado se puso en marcha hacia las líneas
enemigas en orden de batalla. Lo componían 1.200 hombres más 100 marineros que custodiaban la
artillería a retaguardia.
Después de una encarnizada refriega, los carlistas fueron vencido y huyeron al interior de la isla.
Las tropas borbónicas avanzaron hacia Mahón y después se dirigieron a Ciudadela. En el ínterin se
ahorcaron algunos sublevados.
Entretanto Saura y sus principales colaboradores habían huido a Palma de Mallorca. Los que se
quedaron capitularon en la capital el día 12 de enero, en las capitulaciones se solicitaba el respeto a
los seculares privilegios y libertades de la isla, piedra de toque de la sublevación. Al menos
nominalmente.
A su llegada a Ciudadela, las medidas inmediatas tomadas por Dávila no tuvieron un carácter
indiscriminado (al menos de momento). Si bien castigó a los más señalados rebeldes, perdonó a
otros intentando no levantar demasiadas ampollas, con una actitud netamente diplomática. A
continuación el gobernador regresó a Mahón, no sin antes dejar a un subordinado suyo, Francisco
Falcó, como primera autoridad en la capital.
Ultimados estos detalles, Dávila se instaló definitivamente en San Felipe. A su llegada a Mahón,
el gobernador se encontró la ciudad sin jurados, ya que habían huido a Mallorca. Considerando que
todos los que quedaban eran sospechosos, determinó privarlos de sus cargos y, suprimiendo el
sistema insaculatorio, obligó a que fueran aceptados los que él nombrara.
El 2 de Febrero, las tropas francesas de socorro regresaron a su país, con ellas partió también el
regimiento de mallorquines. En San Felipe quedó la dotación, el batallón francés del coronel La
Jonquière y algunas compañías del de la Rochelard, en total aproximadamente unos 1.500 hombres.
A pesar de todo, las ascuas de la rebelión no se habían apagado y hubieron de sofocarse durante
febrero algunos conatos, si bien individuales, de adhesión a la causa austracista. El 4 se ahorcó en
San Felipe a un habitante de Mahón por gritar vivas a Carlos III y los pocos días se puso en manos
del verdugo a otro de Ciudadela por la misma razón.
La presunta segunda sublevación
En Marzo de 1707, casi dos meses después de la derrota carlista, el ambiente en Menorca no se
había distendido ni por parte de los menorquines, todavía traumatizados por la derrota sufrida y la
posterior supresión de sus libertades y privilegios, ni por la del gobernador, que asistido de escasa
guarnición y obsesionado por el temor de un segundo levantamiento, permanecía tenso y
expectante.
Dávila tenía el ánimo predispuesto y veía conspiradores por todas partes, por lo que ordenó a los
felipistas locales fieles a su causa, que extremaran la vigilancia sobre sus coterráneos. Así, el 23 de
Marzo, éstos informaron a Dávila que se estaba preparando un golpe de mano simultáneamente en
Ciudadela, Alayor y Mahón, para el 25 de marzo, día de la Encarnación. Este consistía, presuntamente, en sorprender a las autoridades felipistas a la salida de los oficios religiosos que se
celebrarían en conmemoración de dicha festividad y asesinarlas.
La reacción de Dávila no se hizo esperar, a las 9 de la mañana del día 25 salió del castillo con
500 franceses y 200 españoles, Al llegar a Mahón mandó saquear la casa de uno de los inculpados,
quien posteriormente fue arcabuceado. Casi de inmediato partió para Alayor donde llegó a las 6 de
la tarde allí se enteró que muchos de los más señalados carlistas habían huido por temor a
represalias. Esa noche pernoctó en Alayor y a la mañana siguiente desarmó a todo el pueblo y envió
a los tres jurados presos a San Felipe colocando en su lugar a otros de su plena confianza.
Pacificado Alayor, Dávila pasó a Ferrerías donde llegó al anochecer del día 26. Allí efectuó la
misma operación que en la villa anterior. El 27 por la mañana partió para Ciudadela donde llegó a
las 3 de la tarde. Al entrar en la capital dispuso que las tropas guarnecieran puertas, baluartes y
murallas, inmediatamente después mandó desarmar a todo el pueblo sin hacer excepción con la
nobleza y prender al sargento mayor de milicias Sebastián Roselló, a su padre Miguel, al alférez del
mismo cuerpo Luis Delgado, al jurado Domingo Marqués y a algunos más de los principales y
reconocidos carlistas. Esa misma noche mandó saquear sus casas y las de algunos más que habían
conseguido huir.
En la mañana del 28 ordenó desmontar la artillería, quemar los afustes y clavar los cañones. Por
la tarde de este mismo día fueron ahorcados en la plaza pública el sargento mayor Sebastián Roselló
y otro más sin especificar su nombre, a la mañana siguiente a Miguel Roselló (padre de Sebastián) y
a un capitán de milicias y el 30 y 31 otros dos fueron pasados por las armas. Después mandó
derribar cuatro casas (entre ellas la de Saura) y en cada una de ellas mandó colocar una inscripción:
VIDE PADRÓN (para ejemplo) y lo mismo hizo debajo de la cabeza de Domingo Marqués al cual
se la había hecho cortar después de ahorcarlo, colocándola, metida en una jaula, en una de las
paredes de la plaza del Borne.
Después de esta masacre reunió a toda la población y les amenazó diciendo que: "lo mismo
mataría a un clérigo que a un seglar" y devolvió las armas a la nobleza previniéndoles que si les
encontraba otras que no fueran las entregadas, mandaría apalearlos.
Después de pasar a sangre y fuego por Ciudadela, el gobernador regresó .de nuevo a Mahón,
dejando a su paso por el interior de la isla, arrasadas las casas y posesiones de muchos de los
presuntos rebeldes, en particular, la de Juan Pons Mercadal vecino de Ciudadela donde, según le
habían contado, se celebraban las reuniones preparatorias de la conspiración y donde se recibían los
avisos de Mallorca. Probablemente esto debía ser cierto, en la casa de Mercadal se debían celebrar
reuniones carlistas por ser aquel uno de los principales afectos a la causa del Archiduque, pero no
creemos que la cosa pasara de meras tertulias antifelipistas.
No contento con esto y llegando a Mahón, Dávila mandó quemar la casa de Bartolomé Seguí (el
jurado mayor que había pasado a Mallorca) y ahorcar a dos hombres más. La jornada sangrienta no
acabó allí, el 9 de Abril se ahorcaron en S. Felipe 3 de los presos que permanecían allí desde el 25
de Marzo. La noche de ese mismo día, se apresó a Juan Valls, uno de los carlistas de Ciudadela que
había conseguido huir. El 11 se apresó a su vez a Francisco Taltavull y se le ahorcó junto a otros
cuatro compañeros más.
El 12 trajeron a otro: Juan Morlá y habiendo sido señalado como otro de los cabezas de motín,
Dávila lo sometió a tormento y el pobre Morlá se declaró culpable denunciando a otros que aún
estaban ocultos a los que a su vez consiguió prender el gobernador. A pesar de su declaración,
Morlá no consiguió salvar la vida.
El 14 se apresaron otros tres de los que había denunciado Morlá y, después de ser también
atormentados, siguieron la misma suerte que su compañero. Con ellos se ejecutó también a Pedro
Salvá, otro de los presuntos dirigentes. A continuación otros fueron condenados a galeras o
desterrados.
Como colofón, no descuidó el gobernador al levantisco clero, escribió una carta a los priores de
los conventos y al Vicario General para que procurasen mantener a raya a los más revoltosos. Estos
contestaron enviándole 11 agustinos y 11 franciscanos y dos clérigos seculares, a los cuales no se
había desterrado por falta de embarcaciones. Dávila los pasaportó para Tolón.
Desenlace
El primer semestre de 1708
Entre las tensiones y temores antes citados, pasó el resto del año 1707 para los principales
responsables del gobierno de Menorca.
Durante los primeros meses de 1708, Dávila siguió pidiendo refuerzos incansablemente.
Pasó el tiempo y, en Julio, se supo que la escuadra anglo-holandesa pasaba a Cerdeña después
de haber dejado a la archiduquesa en Barcelona. Esta noticia se conoció por un navío genovés que,
habiéndose apartado de la flota aliada, entró en el puerto de Mahón. Su capitán comunicó a las
autoridades menorquinas que la escuadra, mandada por el almirante inglés Sir John Leake, tenía
orden de conquistar Cerdeña y pasar luego a Menorca.
Paralelamente a estos acontecimientos, el 12 de Agosto se tuvo noticia de la llegada a la bahía
de Palma de otra flota inglesa, con las tropas que debían desembarcar en Menorca al mando del
teniente general Stanhope. Allí debían esperar la vuelta de Leake y, reunidas ambas flotas, lanzarse
sobre la Balear Menor.
Pero estas noticias también llegaron a manos de los carlistas menorquines. Resulta
efectivamente muy significativa, la salida de Ciudadela de dos embarcaciones hacia Mallorca,
pretextando un transporte de granos y que probablemente llevaban noticias de Menorca al general
inglés.
Todos estos acontecimientos hicieron crecer la desconfianza que Dávila tenía en los naturales,
por lo que se apresuró a proveer de víveres el castillo de S. Felipe y abastecer convenientemente de
municiones torres y fortines.
Leake llega a Menorca
En la madrugada del 5 de Septiembre de 1708, los centinelas de San Felipe divisaron una
escuadra procedente de Levante que se dirigía directamente hacia la embocadura del puerto de
Mahón. Al salir el sol pudo comprobarse que estaba compuesta por 40 navíos de guerra y 9
balandras. Ya no cabía ninguna duda, era la flota de Leake que regresaba de Cerdeña.
Días más tarde se incorporaría la escuadra de Stanhope desde Mallorca y todo quedaría
dispuesto para el ataque definitivo contra la Balear Menor.
La población menorquina recibió la noticia con grandes muestras de alegría. Dávila realizó un
último intento para evitar que los menorquines se pasaran en bloque al bando carlista. Reunió a los
jurados de las villas y les alentó a que apoyaran a la guarnición en la defensa de la isla, pero nada
consiguió.
Entre el 14 y 15 de Septiembre, desembarcaron las tropas aliadas entre Alcaufar y en la actual
playa de Punta Prima, denominada entonces ―Arenal del Aire‖ y comenzó el asedio de San Felipe,
en este caso un sitio formal con artillería.
La resistencia de los felipistas duró hasta el día 29 durante el cual se rindieron a las tropas de
Stanhope.
Los vencidos parten
El 3 de Octubre de 1708, se embarcaron el gobernador Dávila, los oficiales españoles. los
funcionarios civiles de la Administración Real, algunos clérigos, y los bailes de Mahón y Alayor.
Por su parte la dotación de S. Felipe, fue enviada a sus casas del arrabal después de haber prestado
juramento a Carlos III. En otra nave aparte se embarcaron las tropas francesas. El 13 de dicho
mes a las 4 de la tarde, llegó el navío con los españoles a Cartagena. Dávila escribió desde allí a
Madrid, solicitando permiso para trasladarse a la capital a explicar su actuación, pero antes de que
pudiera recibir respuesta, llegó la orden de que se le instruyera expediente sumarial para aclarar los
hechos relativos a la entrega de Menorca a los ingleses.
Poco a poco, una especie de cerco se iba estrechando en torno al gobernador, que cada vez se
encerraba más en un inquietante mutismo. Pocos días después le encontraron estrellado al pie de la
torre donde permanecía confinado.
2. La primera dominación británica en Menorca (1713-1756)
Introducción
Después de la conquista de la isla por las tropas británicas, la guerra continuó hasta que, en
1713, se firmó el tratado de Utrecht-Radstatt. Entretanto Menorca siguió ocupada por los británicos,
nominalmente a favor del Archiduque pero con la clara intención de aquellos de perpetuarse en la
isla, como se vio luego por el artículo 11º del acuerdo de paz, que, junto al 10º, consolidaba de jure
las conquistas obtenidas por los británicos en el Mediterráneo: Menorca y Gibraltar.
De hecho, en la Balear Menor, los síntomas eran alarmantes desde el mismo año 8, puesto que
sin esperar el fin de la guerra, los ingleses empezaron a acondicionar el puerto y construir una serie
de instalaciones que hacían sospechar a los naturales que los británicos no iban a marcharse
fácilmente, pro lo que empezó a larvarse una seria oposición local a sus designios, sobre todo
cuando, tras la firma de los preliminares de paz y la llegada a Mahón del plenipotenciario británico
duque de Argyle el 9 de noviembre de 1712, fue arriada la bandera del archiduque de las almenas
de Mahón y sustituida por la británica. Señal inequívoca del nuevo estado de cosas.
¿Qué pretendían los británicos con la anexión de Menorca? Durante su estancia desde 1708,
comprobaron las excelencias del puerto de Mahón para que su escuadra realizara la invernada,
puesto que una de las misiones de la misma en el Mediterráneo era la salvaguardia del comercio
inglés con Levante, a la par que contener a los franceses, en la medida que la Balear Menor se
encontraba relativamente cerca de las costas de la Provenza. Partiendo de esta última instancia que
provocó su apetencia, (el puerto como base naval para la Marina de Guerra), la Corte de Londres se
planteó entonces el alcance de dicha anexión. ¿Debía tratarse a Menorca como una colonia y
―britanizarla‖ absolutamente? Si en algún momento se les pasó tal cosa por la cabeza, pronto
abandonarían la idea, sobre todo tras la estancia en la Balear Menor entre 1708 a 1713,
comprobando, no solo la pobreza de la isla, incapaz de generar riqueza, salvo para el sustento de las
familias que formaban el establishment local, sino tampoco recursos para el sustento de los
funcionarios y las tropas de guarnición, a las que había que suministrar víveres, carbón y toda clase
de utensilios desde Inglaterra, en tiempos en que estos abastecimientos por mar eran harto
dificultosos, lo que generó muchas veces la depredación de los escasos recursos locales cuando la
ayuda exterior se retrasaba, con el consiguiente revuelo y conflicto con las autoridades y población
local.
Tampoco perdieron de vista los británicos, en cuanto cayeron en la cuenta, que Menorca era
algo más que un islote como la había calificado algún político de la época. Que en ella existía
sociedad harto compleja, llena de contradicciones, eso sí, pero perfectamente organizada, en punto a
derecho, organización política y social con costumbres y usos muy arraigados y con solera.
Evidentemente esta constatación hizo que los políticos de Londres obraran con prudencia. Pronto
descubrirían la capacidad de resistencia, legal eso sí, de los menorquines, sobre todo de los
miembros de la clase dirigente ciudadelana y del clero, que fueron los más perjudicados con el
cambio de dominio.
En vista de todo ello, el duque de Argyle, plenipotenciario de la reina Ana y primer gobernador
propietario de la Menorca británica, traía bajo el brazo papeles tranquilizadores para las autoridades
locales. Por un lado confirmaba sus libertades, usos privilegios y religión, como los poseía la isla
del tiempo de los Austrias y, por el otro, concedía a los puertos menorquines la franquicia de
comercio, que tanto afectaría positivamente a un sector económico de la isla, el comercio exterior,
sobre todo partir de la segunda dominación británica entre 1763 y 1782.
Además se nombró a dos síndicos menorquines, un laico y un eclesiástico, Francisco Sancho y
Miguel Mercader, para que pasaran a Londres a informar sobre pormenores de la isla, lo que
convencería definitivamente a las autoridades de Londres de aquella complejidad de la que antes
hemos hablado.
Esta medida la de respetar las libertades, cobra importancia histórica porque como
consecuencia de ello la isla permaneció legalmente libre del centralismo borbónico hasta bien
entrado el siglo XIX (1837) por diversas circunstancias que veremos en su momento, pero sobre
todo por esta iniciativa originaria que libró a Menorca de los vigorosos decretos de Nueva Planta
con los que Felipe V, el primer Borbón español, castellanizó legalmente a toda la España periférica.
De todo ello, del conocimiento de la isla por parte de las autoridades inglesas, derivó la política
que la Gran Bretaña desarrolló en Menorca a lo largo del siglo: mantener el statu quo de la isla, sin
entrometerse, al menos de jure, en las cuestiones locales, intentando el difícil equilibrio de una
ocupación, cuando menos molesta, por la presencia de una numeros guarnición y la visita de la
flota, que generó numerosos conflictos de orden público, pero limitándose a una ocupación efectiva
de la parte oriental de la isla, orientada sobre todo, al mantenimiento de las condiciones adecuadas
para la invernada de su escuadra. Las medidas principales, por tanto, tuvieron una fuerte impronta
militar, como causa última y las que se tomaron en punto a política, fueron realmente parches para
contener la creciente oposición de sectores locales, sino amplios, al menos influyentes. Nos
referimos sobre todo a la Iglesia, puesto que la nobleza ciudadelana quedó postergada con el
traslado de la capital a Mahón en 1722 y los mahoneses pronto fueron ganados para la causa
británica con las ventajas (sobre todo económicas) que obtuvieron y que veremos más adelante en
detalle.
Como consecución de sus propósitos, en cuanto su posición en la isla se consolidó, los
británicos comenzaron a tomar una serie de medidas para lograr el fin propuesto: convertir el puerto
de Mahón en su principal base naval en el Mediterráneo con el apoyo de su otro enclave obtenido
en aquella guerra: el Peñón de Gibraltar.
En este sentido y ya desde el principio, comenzaron a construir las instalaciones portuarias que
caracterizarán en adelante la presencia británica en el puerto mahonés: la consigna, el arsenal, el
hospital naval de la isla del Rey, el lazareto de la isla de la Cuarentena, y sobre todo las defensas
de la bocana. Sobre estas últimas, en un principio las autoridades británicas se plantearon dicha
defensa ex novo y en ese sentido encargaron al Board of Ordnance la confección de varios
proyectos defensivos de gran envergadura, para fortificar las costas norte y sur de la bocana, en los
terrenos correspondientes a la Mola y San Felipe. En este sentido, los primeros proyectos muestran
un ambicioso plan de defensa con un complejo abaluartado de varios frentes en la península de la
Mola (lo que se denominaría el fuerte de la Reina Ana, y otro del mismo sistema en San Felipe. Con
posterioridad y considerando que los gastos iban a ser excesivos, se conformaron con reciclar el
viejo fuerte español y rodearlo de dos perímetros defensivos más, erizados de lunetas, reductos y
otras fortificaciones menores, hasta conseguir la magnitud extrema que la fortaleza de San Felipe
alcanzó a su terminación (aproximadamente en 1735), con una envergadura enorme y una compleja
red de minas subterráneas, que hacía de dicha fortaleza una de las más importantes de Europa.
La defensa militar de Menorca se completó ya en época muy temprana, 1714, con un camino
que cruzaba la isla de este a oeste, que los ingleses denominaron Royal English Road y que después
se conoció como cami d´en Kane, puesto que fue construido durante el mandato de dicho
gobernador. El camino de Kane aunque facilitó implícitamente la comunicación entre los extremos
oriental y occidental de la isla, debemos considerarlo desde el punto de vista de los dominadores
como un camino netamente militar. Lo prueban su extremos geográficos: comienza a levante en la
fortaleza de San Felipe, pasa por Mahón, por las poblaciones interiores de la isla y al llegar a la
capital de la isla, Ciudadela (capital que como veremos pronto los ingleses trasladarán a Mahón) la
atraviesa terminando a poniente en el antiguo castillo español de San Nicolás situado en la boca del
puerto ciudadelano.
Para proteger todas estas instalaciones se dotó a Menorca de una guarnición cuya media era de
cuatro batallones de Infantería de línea británica y hannoveriana y uno de artilleros. Los cuadros de
mando correspondían a la oficialidad de los regimientos, a los cargos gubernamentales, también
esencialmente militares y técnicos (el cuerpo de ingenieros, con el ingeniero en jefe al mando).
Todas estas instalaciones y el personal anejo sufrieron la precariedad de una Menorca escasa en
recursos adonde además resultaba difícil llegar en invierno, en aquellos tiempos de navegación a
vela. Las guarniciones permanecían en la isla largo tiempo, en algunos casos más de 12 años y la
tropa se resentía de muchos males: hambre, retraso en las pagas y nostalgias que muchas veces
terminaron en suicidio o, como mínimo, en autolesiones para ser repatriados. Evidentemente las
tensiones de las tropas acantonadas en Menorca repercutieron en el orden público. Sobre todo hasta
que, poco a poco, fueron construyéndose acuartelamientos, primero en Mahón (cuartel de la
explanada) y después en la nueva población de Georgetown. Previamente los soldados se
encontraban alojados en casas particulares, con la consiguiente zozobra de sus forzados
propietarios.
Con todo, y a las dificultades ya citadas debemos añadir una cierta decepción por parte de los
británicos respecto a un puerto, el de Mahón, de fama internacional por su calidad para alojar las
escuadras, pero de muy difícil entrada y salida debido a la frecuencia con que en el siglo XVIII se
producían las tormentas de viento, sobre todo del norte (la famosa Tramontana) y levante que
retrasaban considerablemente la salida y entrada de buques en aquellos tiempos de navegación a
vela. Hubo embarcaciones que antes de poder entrar en la rada, debieron permanecer anclados
¡hasta 12 días! en los diversos fondeaderos a cubierto de los vientos que rodean el puerto, como es
clot de la Mola o els Esquexos cerca de la playa de Punta Prima, en la costa sur este de la isla. Y
luego sufrir la cuarentena en el lazareto.
Por otra parte, otro de los puertos de repuesto, como el de Fornells en la costa norte de la isla,
aunque largo en extensión, resultaba de poca profundidad salvo en su centro y la entrada, muy
estrecha, era muy peligrosa por encontrarse orientada, precisamente, al norte.
Creemos que como consecuencia de todas estos inconvenientes, el progresivo desinterés por
Menorca de la corte inglesa fue en aumento a lo largo del siglo, tanto por la menor calidad del
puerto de la que se esperaban, como por los problemas que los habitantes originaron. Al final de
siglo, tras la anexión de Malta, no fue muy extraño que en el tratado de Amiens devolvieran la isla a
España, ya para siempre.
Pero volvamos a 1712-13. El duque de Argyle dejó la isla casi enseguida, encomendando la
gobernación a su segundo el coronel Richard Kane, que como gobernador (primero interino y luego
propietario) ejerció el mando de Menorca hasta su muerte en 1737, salvo algunos cortos periodos de
ausencia. Esta presencia de gobernadores interinos en ausencia del propietario, fue prácticamente
una constante durante todo el periodo de tiempo que duró la dominación británica en Menorca. En
general, la gobernación de la isla se daba como prebenda a un privilegiado que cobraba un
sustancioso sueldo y dirigía los asuntos de su gobierno desde Inglaterra y muchas veces ni eso,
dejando toda la responsabilidad al interino. En el caso concreto de Kane, durante casi todo su
mandato el propietario fue lord Carpenter que solo pisó la isla una vez en 1725. Después, ya
anciano, Kane vio premiados sus servicios consiguiendo la propiedad y el generalato.
El gobierno largo de Richard Kane
Desde el momento de su toma de posesión como gobernador interino (pero en última instancia
efectivo) Richard Kane se vio abocado a la ingente tarea de cumplir los designios esenciales del
gobierno británico para crear un equilibrio político, social, religioso y militar con el fin de conseguir
la pacífica posesión y usufructo de Menorca esencialmente como base naval, nunca dejaremos de
insistir en este punto.
Kane, con su energía habitual y su abundante mano izquierda, se puso manos a la obra. Para
comenzar, instaló su residencia en Mahón, lejos de la principal oposición, (social y eclesial), a la
ocupación británica, de la gente principal de Ciudadela. Unos, los partidarios de Felipe V por
derrotados y represaliados; otros, los carlistas por sentirse engañados.
La primera medida que tomó el nuevo gobernador fue nombrar a un carlista insigne, Juan
Miguel Saura, el líder de la revuelta de 1706 que había regresado de Mallorca donde huyó en su día
de la represión del gobernador Dávila (vid. supra), como una especie de comandante de la milicia
local, con grado de coronel, pero de poca efectividad, y también como baile general de la isla, un
cargo institucional de toda la vida que en aquellos momentos llevaba ya mucho tiempo
desnaturalizado carente de vigor y de escasa efectividad. Esto fue como un gesto de conciliación
con la nobleza ciudadelana, pero realmente el poder del gobernador lo compartía en realidad el
asesor de gobernación Francisco Sancho, personaje que se reveló muy partidario de la causa
británica. Desde ese momento y durante todos los años de ocupación británica, el asesor de
Gobernación fue un personaje clave, esencial para el gobernador, por su conocimiento de las leyes y
su capacidad de informar a las autoridades ocupantes sobre la mejor manera de gobernarse y
gobernar. Por esa razón, las autoridades británicas tuvieron siempre mucho cuidado al elegirlo,
máxime cuando el cargo era vitalicio. El caso más significativo será el de Francisco Seguí Sintes,
alias es françés, de cuya camaleónica trayectoria nos ocuparemos más adelante.
Ya hemos visto como los ingleses, los primero años de su estancia en Menorca, se ocuparon de
las infraestructuras, de aquellas que les favorecían para sus designios (esencialmente militares, no
nos cansaremos de repetirlo). Para ello se necesitaron grandes recursos que de la isla resultaba poco
menos que imposible extraerlos, no solo por la intrínseca pobreza local, sino también por la
resistencia de los menorquines a ser censados: ellos y sus propiedades. En efecto: el inspector
general de la isla Henry Neal, nombrado por la Corona en 1713, poco pudo sacar en limpio, sobre
todo en términos económicos y al final los ingleses tuvieron que conformarse con detraer las rentas
de la Corona, más bien escasas y de difícil cobro. Por eso, pronto decidieron entrar en sagrado,
secuestrando las rentas de la Iglesia, las más copiosas y fáciles de inventariar, y lo hicieron en época
muy temprana, ya el mismo año 13, con lo que se ganaron un enemigo poderoso capaz de agitar los
espíritus contra los nuevos dominadores. En efecto: el combate entre el gobernador Kane y los
representantes eclesiásticos fue duro. Estos acusando al gobierno inglés de no respetar el tratado de
Utrecht artículo 11º en punto a religión, pero protestando en última instancia por la confiscación de
su bienes materiales. Una disputa, pues, más bien económica, a pesar del matiz religioso de que se
la rodeo, matiz mantenido hasta hoy por la historiografía más conservadora.
La disputa y las pugnas con el clero local duraron todo el tiempo que los ingleses permanecieron
en Menorca, pero la mayor virulencia correspondió al gobierno largo de Kane, que supo
contemporizar y paliar los efectos más perniciosos para la pública tranquilidad y paz social, que los
nuevos dominadores necesitaban para que el papel que habían designado a Menorca tuviera la
máxima efectividad.
Además, las medidas anticlericales no solo consistieron en el secuestro de las rentas
eclesiásticas, sino también en la abolición del Tribunal de la Inquisición cuyos familiares
(miembros laicos del Santo Oficio) eran la facción más influyente, poderosa y beneficiada de cargos
y prebendas en Ciudadela, así como la suspensión del derecho de asilo en las iglesias y otras
medidas restrictivas.
El pretendido cambio de capitalidad
En 1722, el gobernador Kane siguiendo órdenes de la Corte trasladó los tribunales del Real
Patrimonio y de la Real Gobernación de Ciudadela a Mahón. Al mismo tiempo ordenó a los jurados
generales de la isla y particulares de Ciudadela que la llamada insaculación, es decir, la ceremonia
de elección de cargos municipales y generales se celebraría en adelante en la ciudad más oriental de
la isla.
Ni que decir tiene, que la medida produjo gran conmoción entre los estamentos dominantes
ciudadelanos que se opusieron con energía pero no la suficiente –no podían- como para evitar la
medida. Desde ese momento Ciudadela quedó relegada a segundo plano como ciudad principal y
sus habitantes de toda clase y condición condenados al olvido. La medida fue eficaz para neutralizar
a los enemigos de los ingleses, cuya oposición desde entonces no dejo de ser más que un ruido de
fondo sordo y escaso aunque tuvo algunos momentos de cierta intensidad, y en última instancia
generó el foco de colaboracionistas con el gobierno español de Carlos III cuando el Monarca
decidió recuperar la isla en la década de los ochenta del siglo XVIII.
Con todo, detengámonos un tanto para analizar la medida (es decir, el cambio de residencia del
gobierno) para comprender su alcance real. Y lo hacemos porque la historiografía clásica ha
hablado siempre de cambio de capitalidad, y si nos atenemos a la realidad no hubo nunca tal, en
sentido jurídico al menos. En efecto: el parlamento británico nunca promulgó un decreto al
respecto. La única acción fue la de lord Carpenter, gobernador propietario de Menorca en los años
20, que se lo comunicó por escrito al secretario de Estado. Lo que ocurrió fue, un cambio
administrativo, pura y simplemente el traslado de los órganos de gobierno y los tribunales a Mahón,
por lo que cuando la isla fue recuperada pro los españoles en 1782, los ciudadelanos se cargaron de
razones (jurídicas) para pedir la vuelta al statu quo ante. Otra cosa es que el paso del tiempo y la
propia dinámica de los hechos recomendara el cambio.
De hecho no fue así, al fin y al cabo el traslado de la influencia política a Mahón significó la
prosperidad de la ciudad (entendámonos, prosperaron los prósperos, el pueblo llano siguió en la
indigencia y sujeto a las coyunturas económicas) y la influencia delante las autoridades de
ocupación de personajes mahoneses. En efecto: desde ese momento y tras la muerte del doctor
Sancho en 1734. los asesores civil, criminal y patrimonial, fueron abogados mahoneses. Además
hay un elemento objetivo o al menos objetivable para que la ciudad mahonesa continuara siendo la
capital administrativa de la isla: el puerto de Mahón como elemento geográfico e infraestructural
para el fomento de la actividad marítimo comercial y militar, que se desarrolló, sobre todo, a partir
de las coyunturas favorables de la segunda mitad del siglo.
Trasladada, pues, la capital a Mahón se creó allí el llamado tribunal del Almirantazgo que
entendía de litigios marítimos y que sustituyó al secular Consulat de Mar.
Mahón creció con el cambio, se derribarían las murallas, se construyeron nuevas calles y el
puerto se adecuó con andenes almacenes y la consigna. También se dragó la parte final de la ría (la
zona denominada sa Colársega, donde diversos huertos y viñas de la zona del barranco de Sant
Joan suministraban frutas y verduras a las escuadras.
Por último las instalaciones portuarias se enriquecieron también con el arsenal, el hospital naval
de la isla del Rey, el edificio de la Cuarentena y la ampliación del fuerte de San Felipe.
Los años treinta
Durante esta década parece que, en lo que a conflictividad política se refiere, las cosas entraron
en cauces mas tranquilos. En efecto: debió producirse un cierto agotamiento de las partes en
conflicto (británicos por un lado y nobleza y clero por el otro) y las gentes de Menorca se fueron
acostumbrando a los nuevos dominadores, aunque no dejó de haber incidentes, sobre todo por los
desmanes cometidos por las tropas y la insistente pero sorda, oposición de los ciudadelanos. Por
otra parte, la posición de Mahón y los estamentos dominantes mahoneses se consolidó, como
también la del gobernador Kane, que a la muerte de lord Carpenter en 1729, consiguió la propiedad
del cargo (tenía entonces 71 años) y militarmente se vio ascendido a brigadier, rango no obstante
modesto dentro del generalato, si tenemos en cuenta su ingente labor al frente del gobierno
menorquín, pero como en todas partes y entonces también, siempre hubo clases y Kane no
pertenecía a la de los más privilegiados.
Parece también que los habitantes de Mahón vivían ya acomodados a la nueva situación y a la
muerte del asesor Sancho en 1734, Kane nombró por primera vez un asesor mahonés: el doctor en
ambos derechos Juan Font Llambías. A su vez el cargo de fiscal cayó en Jaime Andreu Costabella.
Kane morirá a finales de 1736 y será sustituido como gobernador interino por su teniente
gobernador Philip Anstruther.
Anstruther y Blakeney
Las décadas de los años cuarenta y cincuenta del siglo XVIII, representan para Menorca la
definitiva consolidación de Mahón como el centro político y económico por excelencia, donde se
desarrolló una burguesía comercial que, favorecida por las autoridades británicas, conoció una
época de prosperidad que comenzó ,con la llamada Guerra de s´any Coranta y culminó en los
primeros años de la segunda mitad del siglo.
Coincidiendo con este auge de Mahón, y, porque no decirlo, con el declive de Ciudadela,
surgieron numerosos conflictos y enfrentamientos internos con las máximas autoridades británicas,
los dos gobernadores que rigieron Menorca desde la muerte de Kane en 1736 hasta la caída de la
isla en manos francesas en 1756, Philip Anstruther y William Blakeney, eran mucho más venales
que su antecesor y tampoco tenían su talla política. Estos, pues, quisieron aprovechar la coyuntura
alcista en lo económico provocada por la guerra para enriquecerse a costa de la isla, lo que provocó
la reacción local. Así, las autoridades municipales enviaron un síndico a la corte de Londres, donde
se obtuvo satisfacción, hasta el punto que Anstruther fue destituido. Con todo, una lectura atenta de
algunos párrafos de la encuesta que el tribunal inglés que juzgó al gobernador muestran que aunque
se daría la razón a los menorquines sobre sus quejas, la principal acusación contra el mandatario
estribó en su comportamiento militar, porque, no nos cansaremos de insistir en ello, militares eran
los fundamentales intereses de los británicos en la isla. En efecto: a Anstruther se le acusó, sobre
todo, de haber consentido que muchos de los oficiales ingleses de guarnición residieran largo
tiempo fuera de la isla, años incluso, con el consiguiente peligro para la seguridad, amén del mal
ejemplo para la tropa, que a veces permanecía décadas en Menorca sin volver a su hogar, lo que
provocó numerosos suicidios y mutilaciones voluntarias para lograr su propósito, el de regresar a
Inglaterra.
Destituido Anstruther, fue sustituido por William Blakeney con un paréntesis de John Winyard
(1745) que tuvo que bregar con la Iglesia y con los propietarios rurales, sobre todo por la protección
que ofreció a la colonia griega establecida en Mahón de la que luego hablaremos, a quienes se dio
toda clase de beneficios. Además durante su mandato ocurrió en Ciudadela un incidente grave para
la época: tres monjas de clausura del convento de Santa Clara escaparon con oficiales ingleses, con
los que posteriormente se casarían marchando a Inglaterra. En todo este incidente, que provocó gran
escándalo en la ciudad más occidental de la isla, el gobernador no dejó de proteger a las parejas en
contra de sus padres y de todo el estamento eclesiástico que tuvo en éste un nuevo motivo para
agitar las conciencias de la población local contra las autoridades británicas.
3. Menorca en el contexto internacional
En un periodo que abarca aproximadamente medio siglo, entre 1750 y 1802, Menorca entrará en
el concierto de las relaciones internacionales europeas como un valor de cambio. Para entenderlo,
debemos describir antes en lo que consistían en aquel tiempo dichas relaciones entre potencias.
Por entonces la diplomacia estaba ya muy desarrollada y los intereses de los príncipes se
dirimían sobre el tapete de las mesas de negociación, hasta que los llamados impasses (palabra
inventada en el argot diplomático) obligaban a lo que Clausewitz denominaba ―la continuación de la
diplomacia por otros medios‖ es decir: el de la guerra. Pero ésta no detenía las conversaciones, de
hecho, éstas no se interrumpían y continuaban, incluso, desde el principio de la contienda bélica, la
cual consistía fundamentalmente en el intento de ganar batallas y plazas fuertes sometidas a asedio,
para obtener territorios con los que negociar la paz lo más ventajosamente posible, utilizando dichas
conquistas como pieza de cambio. Por eso no debemos extrañarnos que algunas veces conquistas
hechas por una potencia, volvieran tras el tratado de paz a su antiguo dueño, como moneda de
cambio de otra pieza más valiosa para el oferente.
En este contexto dieciochesco, lo que los historiadores han venido en llamar ―guerra limpia‖,
contraponiéndola a la ―sucia‖ del siglo anterior, más ideológica y por tanto más pasional y
sangrienta, se encontraba Menorca, que era apetecida por todos de diferente manera. A saber: la
Gran Bretaña desde el punto de vista que ya conocemos, la puesta en valor del puerto de Mahón
como puerto militar de invernada de su flota de guerra y de paso de los comerciantes británicos que
hacían sus negocios en el Mediterráneo. Francia, por su parte, para evitar un peligroso padrastro
inglés cercano a las costas de la Provenza, pero de escaso interés económico o táctico y para
España, que entonces no tenía excesivos intereses en el Mediterráneo, volcada como estaba en su
comercio con la Indias Occidentales, sólo suponía lo que entonces se llamaba ―un anhelo en el
corazón del Rey‖ es decir, la recuperación (junto a Gibraltar) de un pedazo irredento de la
Monarquía, arrebatado manu militari en la primera década del XVIII por los británicos y que los
monarcas Borbones españoles, basándose en la educación recibida de sus progenitores, en la
tradición familiar, trataban de recuperar la herencia dinástica para mantenerla intacta o aumentada
en lo posible. Pero en lo demás, en la valoración militar o económica, los gobiernos españoles
consideraban a Menorca poco menos que un islote, como la denominó en algún momento de
manera claramente despreciativa, el conde de Floridablanca, ministro de estado de Carlos III.
La coyuntura económica
Las guerras europeas de los años cuarenta del siglo XVIII como la de la ―oreja de Jenkins‖ en
1739 entre España y la Gran Bretaña, motivada por activo contrabando en las Indias Occidentales
de esta última y la de Sucesión al trono de Austria que acabó en 1748 con la paz de Aquisgrán,
favorecieron el comercio exterior y desde luego el corso. En efecto: como ya se dijo (vid. supra) el
duque de Argyle en 1712, además de confirmar los antiguos privilegios locales a Menorca,
concedió a la isla la libertad de comercio exterior, lo que entonces y ya para siempre se denominará
―privilegio de puerto franco‖ que supondrá la ausencia total de aduanas y la libertad de exportar
importar y de la saca de dinero para tal efecto, sin más requisito que dar cuenta a las autoridades
para obtener el correspondiente permiso de salida. Al principio, este privilegio no fue aprovechado
por los menorquines, cuyo comercio era básicamente de subsistencia, centrado en la importación de
trigo para satisfacer las necesidades del mercado interior. Además la economía de esta primera
mitad del siglo seguía dependiendo sobre todo de la renta de la tierra y los principales protagonistas
económicos y por tanto también sociales y políticos (en esta última faceta en la medida que los
británicos dejaban participar al establishment local en ello) eran los terratenientes. Pero, poco a
poco, con el cambio de coyuntura internacional, las cosas fueron variando y el protagonismo social
y económico se desplazó a la clase de comerciantes, sobre todo en Mahón, donde muchos de los
cuales harían grandes negocios al lado de los británicos (con lo que formarían compañías mixtas) lo
que generó en la nueva capital de la isla una importante corriente anglófila.
Pero habrá que esperar a la segunda mitad del siglo (sobre todo desde 1763, año en que
Menorca es devuelta a Inglaterra después del paréntesis francés de siete años (1756-63) para ver
este fenómeno con claridad. Entretanto, en los años cuarenta-cincuenta, el protagonismo del
comercio exterior fue principalmente de ingleses. Este empezó con un activo comercio de la Balear
Menor con el teatro de la guerra en Italia, para lo cual los británicos fomentaron el comercio de
importación de granos -principalmente de Berbería- que, protegido por la flota, utilizaba como
puente la isla de Menorca para luego abastecer las tropas británicas en la península italiana.
Esta situación atraerá a numerosos extranjeros a Menorca; genoveses, napolitanos, malteses, judíos y griegos; los cuales, juntamente con los propios comerciantes británicos, aprovecharon la coyuntura favorable y se beneficiaron de ella. Es el momento, también, en que algunos menorquines
(pocos todavía) se animaron a armar buques corsarios emulando a sus dominadores.
Terminada la guerra en 1747 después de la paz de Aquisgrán, la coyuntura continuó siendo favorable. Desde ese momento el comercio se extendió por Berbería, España e Italia, gracias a las
ganancias acumuladas en los años anteriores. Esta situación durará hasta 1756, año en que, debido a
la Guerra de los Siete Años, Menorca fue conquistada por los franceses.
En cuanto al corso contra Francia y EspañaEspaña durante las contiendas antes citadas, fue
protagonizado sobre todo por extranjeros como ya se ha dicho. En efecto: durante el periodo entre
1739 y 1756 el tribunal del Almirantazgo, encargado de juzgar la validez de las presas, reconoció
como buenas 280 de ellas, de las que 216 fueron de corsarios británicos y 71 de menorquines, lo
cual indica que, si no en porcentaje al menos en iniciativa, los menorquines (quizás haya que decir
mahoneses con alguna excepción) comenzaron a animarse al lucrativo negocio del corso. A partir
de este momento se iniciará una dinámica paralela a las contiendas mediterráneas, que con algunos
escasos periodos de paz ya no cesarán hasta fin de siglo. La mecánica fue la siguiente. En los cortos
periodos de paz (casi sería mejor denominarlos treguas) el comercio fue muy activo, llegando a más
de 100 las embarcaciones que se dedicaron al mismo en el puerto de Mahón. Evidentemente,
durante las contiendas este disminuyó por las continuas capturas de buques mercantes a cargo de los
corsarios de ambos bandos en liza. Entonces las compañías de comercio armaban sus buques, se
convertían en compañías de corso y el negocio seguía. Ahora, si cabe, más arriesgado pero también
más lucrativo.
Los colonos extranjeros en Menorca. Italianos, griegos, hebreos y algunos argelinos
Por todo lo antedicho, esta situación favorable en lo económico, atraerá a numerosos extranjeros
a Menorca; genoveses, napolitanos, malteses, hebreos griegos y algún berberisco emprendedor, los
cuales, juntamente con los propios comerciantes británicos, aprovecharon la coyuntura favorable y
se beneficiaron de ella. Es el momento, también, en que numerosos mahoneses se dedicaron al
comercio internacional y, en tiempos de guerra, armaron buques corsarios emulando a sus dominadores.
La colonia griega
Esta inmigración de extranjeros, sobre todo la de los griegos, produjo un desarrollo de la
industria y el comercio sin precedentes. Asistimos, pues, a la llegada masiva de familias griegas a
Mahón allá por los finales treinta. En 1740 la colonia griega ya era numerosa y ocupaba la mayoría
de las casas de la actual calle del Cos de Gracia. Durante un corto periodo de tiempo, acumularon
gran cantidad de riquezas y propiedades, estableciendo relaciones comerciales con Berbería y el
Mediterráneo Oriental, así como, creando industrias nuevas en la propia isla. Los veremos pronto
explotar unas salinas en Fornells, Puerto de Addaya y San Felipe, y poner en funcionamiento (o al
menos intentarlo) una mina de carbón en la posesión de Salairó. También adquirieron del gobierno
inglés el usufructo de tierras en el cabo de la Mola, Tirant, Vilanova, Son Camaró, Alfuri, la
Con formato
Con formato
Colársega y cala Figuera. A su vez, construyeron en Mahón algunas casas así como una iglesia
consagrada al culto ortodoxo-griego y que en la actualidad es la llamada de la Concepción.
Pero, ¿cómo un grupo de emigrantes llegados a una tierra extraña -con lo que esto supone de
riesgo, sobre todo en aquella época- consiguieron en tan poco espacio de tiempo acumular tal
cantidad de bienes y fomentar ostensiblemente la industria y comercio locales? ¿cuáles eran las
diferencias esenciales con los habitantes autóctonos, que les permitieron coronar con éxito tal
empresa? Hay que contar con elementos externos y objetivos: Es evidente la favorable acogida de
las autoridades británicas a todo el proyecto de fomentar la economía del país. Merece especial
mención las gestiones al respecto del gobernador Blakeney, que se había declarado abiertamente
protector del comercio e industria menorquines y otros internos y subjetivos: Es decir, los
elementos psicológicos del grupo en cuestión, al menos aquellos que repercutieran en sus
actividades económicas. De hecho, estos grupos poseían una mentalidad emprendedora en una
época en la que se desarrolla un fenómeno pre-capitalista en su fase empresarial-aventurera. Es
claro que estos hombres responden a un evidente afán de lucro y a un espíritu de empresa. Por otra
parte, ¿no supone una empresa, a todas luces aventurera, el emigrar a una tierra extraña con lo que
esto supone de desarraigo e inseguridad, fueran los que fueran los motivos que les impulsaran a
ello?
Aquí precisamente -en su papel de emigrantes- puede estar otra de las claves que nos expliquen
su vinculación con el espíritu emprendedor que calificaremos de pre-capitalista. En efecto: los
individuos que se deciden a emigrar son (al menos en tiempos antiguos cuando el hecho de emigrar
y establecerse en un país colonial representaba aún una empresa temeraria) los más enérgicos
tenaces, osados, fríos, calculadores y los menos sentimentales y ello independientemente de si son
motivos de opresión religiosa o política o intereses lucrativos los que les impulsan a emigrar. En
efecto: la emigración desarrolla el espíritu emprendedor mediante la ruptura de todos los lazos y
relaciones vitales. No es difícil referir todos los procesos psíquicos que observamos en el "extranjero" en su nueva patria a ese único hecho decisivo, es decir, a la circunstancia de que para él, la
familia, el país, el pueblo y el Estado, a los que hasta entonces estaba ligado con todo su ser, han
dejado de existir.
Cuando vemos que lo que prima en la mentalidad del emigrante es el afán de enriquecimiento,
hay que comprender que no puede ser de otro modo, ya que al extranjero le resulta imposible
desempeñar otras profesiones: en los países de rancia cultura se le excluye de la participación en la
vida pública.
Para los emigrados no hay pasado ni presente. Solo el futuro. Y una vez que el dinero ha pasado
a ocupar el centro de sus intereses, parece natural que lo único que conserve algún sentido sea el
afán de lucro como medio para labrarse el futuro. De todo ello se deriva necesariamente un rasgo
esencial que preside todo el hacer del extranjero: la firme decisión de desarrollar hasta sus últimas
consecuencias el racionalismo económico-técnico. Tiene que implantarlo porque le obliga la
necesidad o su sed de futuro; puede ponerlo más fácilmente en práctica, porque no cuenta con
ninguna tradición que le intercepte el camino. Así se explica el hecho de que en Europa los
emigrantes se convirtieran, doquiera se estableciesen, en los promotores del progreso industrial y
comercial.
Recobrando el hilo de la narración, vemos como estos emigrantes griegos seguirán prosperando
durante la segunda mitad del XVIII, pero su suerte estaba unida a la de sus protectores británicos.
En 1782, después de la reconquista de Menorca por las tropas españolas al mando del Duque de
Crillon, la mayoría de ellos fueron desterrados y confiscadas sus propiedades.
De hecho estos grupos tanto los griegos como los hebreos procedentes de Gibraltar, que
formaban también una colonia muy rica y próspera y algunos argelinos eran odiados por la
población local, odio fomentado por el clero ante la presencia de otras religiones como la ortodoxa,
hebrea o musulmana, así como la prevalencia que los británicos tenían sobre ellos, sobre todo con la
colonia griega, a cuyos miembros destacados como Nicola Alexiano por ejemplo, nombraron para
un cargo de responsabilidad, como era el de capitán del puerto de Mahón, arrebatándoselo a un
mahonés. También dieron a otros ventajas de índole económico, utilizando la prerrogativa real de
conceder tierras de realengo en usufructo a particulares. En este sentido le arrebataron a varios
menorquines dicho disfrute a favor de griegos, lo que aumentó la animosidad local, máxime,
también, cuando las principales familias de esta colonia hacían alarde de poder, frente a la
población local animados por la protección británica.
Pero la colonia griega tenía también conexiones internacionales. Algunos conspicuos miembros
de la familia Alexiano, en concreto dos de ellos, eran almirantes de la flota rusa (los Alexianos
procedían de las islas Jónicas, que entonces estaban en poder del Imperio Ruso). De hecho, su
expulsión tras la conquista española en 1782, obedeció también a cuestiones de diplomacia
internacional. En efecto: Según algunos comentarios de chancillería, Rusia ambicionaba la posesión
de Menorca y pensamos que las continuas visitas en los años sesenta del XVIII de la escuadra rusa
al puerto de Mahón, no estaba exenta de intención.
Creemos, pues, que la colonia griega era una auténtica quinta columna de los rusos y ese,
además de otros, fue el motivo principal de su expulsión. Además, el propio Alexiano fue
conducido preso a Barcelona e interrogado, mientras a su familia se le confiscaban todas las
propiedades lo que dio lugar a un largo proceso que se resolvió desfavorablemente para estos
griegos que no volvieron a Menorca, si exceptuamos a uno de ellos Teodoro Ladico. Él y sus
descendientes protagonizaron importantes papeles en la vida mahonesa durante el resto de siglo y
durante todo el siguiente. Uno de sus miembros fue, incluso, ministro de Hacienda durante la
Primera República.
Ni que decir tiene, también, que la excusa ―religiosa‖ de la presencia de herejes en Menorca,
que se habían atrevido, incluso, a erigir un templo propio, con gran escándalo de autoridades
civiles, eclesiásticas y algunos paisanos más conservadores, fue uno de los motivos esgrimidos para
la invasión de Menorca por los españoles en 1781 y que aparece como tal en todos los pasquines
que el duque de Crillon mandó colocar en las paredes de Mahón a su llegada.
4. Dominación francesa
La toma de San Felipe
En 1756 comienza los que los historiadores han denominado la Guerra de los Siete Años en la
que se enfrentarán, entre otros Francia y Gran Bretaña. En este momento el gobierno francés y
refiriéndonos al frente mediterráneo de la guerra, decidió tomar manu militari la isla de Menorca,
con el fin de eliminar ese molesto padrastro británico, tan próximo a las costas de la Provenza. La
misión de conquista se le encomendó al teniente general duque de Richelieu, sobrino-nieto del Gran
Cardenal.
Richelieu llegó a Menorca por Ciudadela el 18 de abril de 1756. Los magistrados de la antigua
capital de la isla, pasaron a bordo del buque insignia de la flota francesa, el Foudroyant a rendir
pleitesía al duque, mientras la escasa guarnición inglesa se refugiaba en Mahón.
Los franceses desembarcan en Ciudadela y se dirigieron a marchas forzadas a Mahón por el
Camino Real, pero los británicos en su retirada habían colocado toda clase de obstáculos y volado
puentes, por lo que el duque hubo de desistir y, embarcando de nuevo, desembarcó hombres y
artillería cerca de Mahón.
La fuerza expedicionaria francesa consistía en 15 regimientos de Infantería, acompañados de un
tren de sitio con sus correspondientes cañones, artilleros e ingenieros. Se trataba, pues, según las
reglas del arte, de un número proporcional a los cuatro regimientos británicos que formaban la
guarnición inglesa, puesto que los manuales de la época, establecían la proporción de cuatro a uno,
para un ejército sitiador.
El sitio de la imponente fortaleza de San Felipe, empezó el 8 de mayo de 1756. El duque
aprovechó para construir las baterías el favorable parapeto que le ofrecían las casa del arrabal de la
fortaleza, construida inexplicablemente demasiado cerca de la misma, contraviniendo todas las
reglas de fortificación que no aconsejan precisamente la presencia de padrastros cercanos a la plaza.
el 17 de mayo las baterías francesas rompieron el fuego y éste se generalizó pro ambas partes.
Desde el primer momento se pudo comprobar la destreza de los artilleros británicos que causaron
numerosas bajas al enemigo y desmontaron varias veces algunas baterías. Estaba claro que el sitio
ofrecía numerosas dificultades, a las que se añadiría otra claramente preocupante. La irrupción en
aguas de Menorca, el 18 de mayo, de la escuadra británica al mando del almirante Byng, cuya
misión era la de reforzar y avituallar la guarnición inglesa.
En cuanto aparecieron las velas británicas frente al puerto de Mahón el almirante de la escuadra
francesa, la Galissoniere, se aprestó al combate. Éste se produjo de inmediato, con pérdidas pro
ambos bandos, pero con ventaja para los franceses en tanto que evitaron el revituallamiento de San
Felipe. Derrotada, pues, o al menos frustrado su intento, la escuadra inglesa que se retiró a
Gibraltar. El almirante Byng fue juzgado en Inglaterra por este fracaso y fusilado sobre el puente de
su propio navío.
El tiempo pasaba sin que los trabajos de sitio avanzaran demasiado, además la isla de Menorca
no estaba preparada para mantener un ejército tan numeroso. Richelieu se impacientaba, por lo que
temiendo el regreso de la escuadra inglesa, rompió las reglas de sitio, que recomendaban prudencia
para evitar la efusión de sangre y decidió la toma del fuerte en un ataque brusco, nocturno y por
sorpresa.
El 27 de junio de 1756 el duque atacó San Felipe con una maniobra de diversión por la parte de
la cala San Esteban, dirigiéndole ataque principal con escalas al reducto de la Reina, pieza clave de
la línea defensiva exterior. El asalto resultó terriblemente sangriento, sobre todo porque los ingleses
hicieron explotar las minas, pero hubo suerte, al tomar prisionero al teniente gobernador de la
fortaleza en el camino cubierto. Pronto se iniciaría conversaciones y el 28 de junio el general
William Blakeney rendía la fortaleza y con ella la isla entera.
Siete años de dominación francesa
Para los menorquines la presencia francesa fue un tanto más conciliadora que la de los
británicos, sobre todo por la coincidencia en religión. La presencia del duque de Richelieu con gran
aparato en la procesión del Corpus de 1756 en Mahón fue muy significativa, aunque en lo
económico no supuso gran ventaja las circunstancias de la guerra.
Tras la partida del duque de Richelieu quedó como gobernador de la isla uno de sus generales, el
conde de Lannión, que nombró asesor de gobernación a un hombre clave, Francisco seguí, al que
sus paisanos le pusieron el apodo de es Françes, que lo sería, no solo durante la dominación
francesa, sino en la posterior británica cuando los ingleses tomaran de nuevo posesión de la isla en
1763, y aún de la española. En efecto Seguí permaneció en el cargo hasta su muerte en 1792.
Durante su estancia en la isla y en punto a defensa, los franceses reforzaron las defensas costeras
y realizaron algunas obras de reparación en San Felipe. También levantaron planos de las defensas
y de la isla con el fin de tener información precisa sobre Menorca. Probablemente ya sabían desde
el principio que su estancia sería corta, con todo durante este periodo se levantó un nuevo pueblo
cercano a Mahón el de San Luis.
La coyuntura económica
Durante la dominación francesa la coyuntura fue desfavorable para el comercio. El número de
embarcaciones dedicadas al mismo, que había subido de treinta en 1740 a cuarenta en 1748, se redujo a dieciocho que eran las que había en 1763. Pero, este mismo año, Menorca pasará de nuevo a
manos inglesas por la Paz de París y, como veremos se producirá un nuevo auge comercial, el
mayor de la centuria.
La segunda dominación británica (1763-1782)
En 1763 termina la Guerra de los Siete Años y por el tratado de París los franceses devuelven la
isla de Menorca a la Gran Bretaña.
En agosto de ese año llega a Mahón en nuevo gobernador James Johnston. Lo primero que los
jurados hicieron a su llegada es solicitar de forma reiterada la confirmación de sus privilegios, pero
el nuevo mandatario no era tan conciliador como su antecesor Kane y sometió a las autoridades
locales a una férrea dictadura. Evidentemente los menorquines no se arredraron e hicieron una vez
más lo que siempre habían hecho en estos casos: enviar síndicos a las corte de Londres con una
protesta formal.
Entretanto Johnston dio numerosos nuevos motivos de queja, enfrentándose una vez más con el
clero local. En efecto: confiscó la iglesia de San José en la calle Cos de Gracia para dedicarla al
culto anglicano, Tampoco Ciudadela se libró de esta afrenta, allí se secuestró con el mismo fin la
iglesia del Rosario.
En vista de todos estos abusos y tras la protesta formal de los síndicos mahoneses en la corte,
Johnston fue llamado a Londres en 1764, haciéndose cargo interinamente el coronel Townsend.
Durante su mandato se construyó al fin el cuartel de la explanada en Mahón que alivió la carga de
los mahoneses cuyo penoso deber era alojar a los soldados británicos en sus casas.
Al año siguiente volvió Johnston a Menorca con gran disgusto de los menorquines y permaneció
en la isla desde done partió en 1771 para no volver. En ese caso tomó el mando el general John
Moystin, durante su mandato se expidió el temido decreto de demolición del arrabal de San Felipe,
aunque esta población no llegó a derribarse pro completo hasta años mas tarde.
En efecto: el arrabal de San Felipe era la población contigua a la fortaleza que los franceses
habían utilizado para parapetar sus baterías en el sitio de 1756 y las autoridades británicas
decidieron demolerlo y trasladarlo a la costa entre las calas de Corb y Fons, erigiendo de nueva
planta un pueblo al que denominarían Georgetown (actual Es Castell).
El arrabal de San Felipe que había crecido desmesuradamente desde principios del siglo XVIII
llegando a ocupar mayor espacio incluso que Mahón, estaba habitado, fundamentalmente por
descendientes de la guarnición española que se rindió a los ingleses en 1708. También en dicho
pueblo existían numerosas casernas para la tropa, casa para los oficiales y almacenes militares.
La construcción del nuevo pueblo se le encomendó al jefe de ingenieros, coronel Patrick
MacKellar, que proyectó una población diseñada de forma raciona, en damero, con una plaza de
armas rodeada de cuarteles. Dos casernas para la tropa y otros dos edificios para alojamiento de
oficiales. Juntamente con el cuartel de la explanada de Mahón, estos edificios castrenses venían a
solucionar de una vez el alojamiento de las tropas de guarnición.
También durante el mandato de Moystin se construyó el hospital naval de la isla del Rey,
poniéndose la primera piedra en 1771.
En 1774 Moystin fue relevado pro el teniente general James Murria que rendiría la isla a los
españoles en 1782.
La coyuntura económica
Hasta 1763 y como ya se ha dicho, el comercio exterior menorquín había permanecido,
fundamentalmente, en manos de extranjeros con escasa participación de los menorquines, que se
habían dedicado sobre todo al corso. Pero desde esta fecha, comenzaron los isleños a interesarse por
las actividades mercantiles, tanto por las sustanciosas ganancias que éste producía, como por la
imposibilidad de actuación de los corsarios en tiempo de paz.
Año a año, fue aumentando el número de embarcaciones de menorquines dedicados al tráfico de
mercancías, alcanzando en 1778 la cifra de noventa y extendiendo las rutas comerciales por todo el
Mediterráneo y parte del Atlántico europeo.
Muchos de los patrones y marineros, que en esta época se dedicaron al comercio, habían sido
antiguos corsarios, pero debido al auge tomado por el mismo, también numerosos artesanos y
labradores abandonaron sus oficios y se hicieron a la mar.
Después, en 1778 nuevamente comienza la guerra entre España, Francia e Inglaterra en 1778 y
el gobernador James Murray autorizará de nuevo el corso, con el que obtendrán, una vez más,
grandes ganancias.
Pero estas ventajas iban a durar ya poco tiempo, la llegada de los españoles en 1781 terminaría
con esta situación privilegiada y la coyuntura favorable tocaría a su fin. cuando el nuevo gobierno
estableciera una rígida aduana.
Análisis económico de la coyuntura 1763-1781
Los rutas comerciales
El comercio marítimo fue creciendo hasta alcanzar un máximo nivel durante el ciclo alcista
1763-78. Este aumento afectó tanto al número de mercancías como al de puertos donde se comerciaba.
El tráfico mercantil consistía en materias primas, productos manufacturados y alimentos. Algunos de estos productos se importaban para satisfacer las necesidades de Menorca, tanto las derivadas del déficit productivo local, como las referidas al aumento del consumo, ocasionado por la gran
cantidad de dinero circulante durante aquellos años. Otros productos se reexportaban junto con los
pequeños excedentes locales, tales como: lana, queso, miel. etc.
Se llegó a comerciar con todo el Mediterráneo y parte del Atlántico, llegando los patrones
menorquines en sus singladuras hasta Rusia y Suecia.
El principal comercio y el más lucrativo era el de importación y reexportación de trigo,
principalmente el de Berbería y Levante, de donde se traía en mayor cantidad y a menor costo, ya
que, debido a la relativa proximidad de las costas africanas y Menorca, se podían utilizar
embarcaciones de vela latina, sobre todo jabeques (xebecs) fáciles de gobernar con poca
tripulación, lo que permitía mucha carga. Este trigo se reexportaba principalmente a Italia y sobre
todo a España. Normalmente una expedición de este tipo, por ejemplo a las islas Jónicas en busca
de trigo, empezaba por la recogida de fondos, formándose una compañía con un armador y los
socios, firmándose los contratos adecuados. Después se enrolaba la tripulación, se embarcaban las
provisiones, después de la obtención por parte de las autoridades británicas, de los diferentes
permisos:
-De armar el buque (el buque mercante iba armado con cañones, generalmente pedreros) para la
defensa de la carga y también del dinero que se llevaba a bordo para pagar la mercancía y que
muchas veces llegaba a 7 u 8.000 cuadruplas (moneda de oro española de 10 escudos).
-De sacar dinero de la isla,.
-De salir del puerto.
-Del derivado de un control de personas que iban a salir en el buque, tanto tripulación como
eventuales pasajeros. Estos controles eran puramente nominales, no había impedimenta alguna ni
límites en sacar dinero o embarcar personas. Tengamos en cuenta que el puerto de Mahón era
franco por privilegio británico. Por eso, al regresar no había que rendir cuentas de la carga ni
tampoco de la reexportación en caso que el trigo no se vendiera en la isla.
Partido el buque, llegaba a su destino (en las islas Jónicas por ejemplo) y negociaba la compra
después de pagar abusivos derechos al cónsul británico de la zona, para que autorizara la trata,
requisito necesario y asumido. Después se compraba el trigo hasta cargar la nave al completo y si
no se obtenía plena carga se completaba con fletes de pasajeros o mercancía, pasando por Nápoles o
Marsella antes de regresar a Menorca.
El negocio de los fletes
En esta coyuntura, los propietarios de buques obtuvieron también pingües beneficios fletando
sus embarcaciones a españoles, genoveses, livorneses, malteses y argelinos, así como a los propios
patrones locales.
Las compañías de comercio y seguros
En un principio, los menorquines que desde 1763 se dedicaron al comercio, fueron los patrones
de los barcos, antiguos corsarios o simples marinos, que gracias a sus ganancias anteriores habían
acumulado algún capital.
El importe medio anual de trigo reexportado durante esta época fue de unos 350.000 pesos de a
ocho (moneda española), que dejó de beneficio neto un 20%. También la exportación de productos
locales suponía una buena cantidad: 25.000 piezas de a ocho.
En España se introducían los géneros de contrabando gracias a las deficiencias del sistema
aduanero en las costas del levante español.
Por su parte, algunos particulares, aunque no se dedicaran directamente a comerciar, aportaran
grandes sumas a esta actividad, consiguiendo grandes beneficios.
Efectivamente, muchos propietarias de tierras del término de Mahón (generalmente enfiteutas
ricos) invirtieran sus excedentes de la renta de la tierra (éstos habían aumentado las años
precedentes, gracias al movimiento de las escuadras en el puerto de Mahón y a las necesidades de la
guarnición inglesa) en empresas comerciales; bien en negocios de campraventa de cereales; bien en
la exportación de sus propios productos.
Como consecuencia de ello, se formaron algunas compañías de comercio. Estas empresas, sin
embargo, no tenían un carácter fijo o estable; duraban todo lo más el tiempo de una, dos a tres expediciones, tras la cual se repartían beneficias y la sociedad se disolvía hasta mejor ocasión.
En estas compañías invertía toda clase de personas con cantidades proporcionales a su caudal.
Incluso los marineros que efectuaban la travesía con parte de su salario. Para dirigir estas
sociedades se nombraba un administrador
Otras compañías que se formaron también, fueron las de seguros marítimos. Sobre todo en
tiempos de guerra o cuando se tenía noticia de que los argelinos habían armado corsarios. Los accionistas de estas últimas sociedades, participaban con cantidades regulares de 50 a 100 duros al
seis por ciento de interés anual.
El puerto de Mahón
El incremento del tráfico marítimo influyó, evidentemente, en la mejora e incremento de las instalaciones del puerta de Mahón donde las ingleses habían construido, como sabemos, un arsenal, un
hospital naval y un lazareto.
En la ribera sur se levantaran una serie de almacenes. Los del andén de Levante pertenecían a la
Marina Real y los del de Poniente a comerciantes particulares, que los utilizaban para guardar las
mercancías hasta su distribución en la isla a reexportacion.
En el fondo de la ría (el lugar denominado Sa Colársega), en cala Figuera, y en Calasfons había
sendos caños que llevaban agua potable hasta la orilla donde las buques hacían la aguada. En caso
de no poder entrar en el puerto por mal tiempo, existía también una fuente en el fondeadero
denominado Clot de la Mola.
El corso
Pero la prosperidad comercial de los años setenta del siglo XVIII, se vio pronto truncada por la
guerra de 1778. En ese momento se suspendió casi por completo la actividad comercial, pero casi
todos los antiguos barcos mercantes adquirieron patente de corso, y los consignatarios de buques se
convirtieron ahora en armadores (nunca mejor dicho) de corsarios, formando compañías de las
características que ya hemos citado para el comercio. Así pues, un armador (o varios) ponían un
capital para armar un corsario, animaban a los poderosos locales a adherirse a la compañía con sus
capitales y se ponían de acuerdo con un patrón o capitán, quien a su vez reclutaba toda clase de
individuos que se atrevieran a arrostrar la aventura, por lo cual, campesinos artesanos, marineros y
toda clase de desocupados, menorquines o no, embarcaban en el corsario y llegaban a un acuerdo de
reparto con el capitán y el primer oficial. Después se hacían a la mar a lo que entonces se
denominaba ―cruzar‖, capturando toda clase de buques mercantes enemigos o que presumiblemente
llevaran carga para el enemigo, aunque enarbolaran bandera neutral. Después de la captura, algunos
hombres de la tripulación del corsario se hacían cargo del buque apresado y lo conducían a Mahón.
Allí, el Tribunal del Almirantazgo daba, o no, por buena la presa y a continuación, en caso positivo
(para el corsario, se entiende), se vendía el buque y todas las mercancías y se repartían las ganancias
entre el capitán, la tripulación el armador y los inversores. En este sentido, durante la guerra de
1778 y hasta 1781, hubo grandes ganancias con el corso, por la habilidad de los marinos
mahoneses, británicos y algunos de los griegos de la colonia helena establecida en Mahón como
sabemos, y también por su audacia. Hubo corsario que penetró en la bahía de Marsella desafiando
las baterías costeras para conseguir una presa.
Aunque hubo también fracasos estrepitosos, como el de uno de los corsarios, que fue a su vez
capturado por el enemigo y el armador y la sociedad perdieron todo su capital. Paradójicamente este
corsario se denominaba el Success (el éxito).
La actividad corsaria durante estos años fue, no solo muy activa sino compleja, casos hubo de
capturas, que fueron interceptadas de nuevo por los enemigos, recapturadas y vueltas a capturar
varias veces durante el trayecto a la isla. Desde luego las aguas de Baleares estuvieron muy agitadas
esos años y casos hubo de encontrar embarcaciones a la deriva, verdaderos buques fantasma, sin
carga, ni tripulación de la cual nunca más se supo.
Todo este movimiento frenético de intereses violencia y aventurerismo, acabó con la llegada de
los españoles en 1781 y la posterior toma militar de la isla.
La influencia de la coyuntura (1740-)782) en los distintos sectores de la economía menorquina
La balanza comercial
Ya hemos visto coma durante la coyuntura 1740-1782 el comerció exterior experimentó en Menorca un auge inusitada, en comparación a la situación anterior cuando, por ejemplo, en 1708, tres a
cuatro pequeños barcos exportaban queso a Génova y lanas a Barcelona.
Pera, este aumento considerable de la actividad económica no repercutió, para nada, en la
balanza comercial que continuó siendo estructuralmente deficitaria. Efectivamente: las ganancias
.obtenidas con el activo comercio de estos años se emplearon en obtener nuevos beneficios,
reinvirtiéndolos en nuevas empresas comerciales, (lo cual repercutía exclusivamente en beneficio
del comerciante y no de toda la economía en general), o importando artículos suntuarios (fruto de
los nuevos hábitos consumistas que produjo la entrada de dinero abundante y fácil de obtener).
Todo ello, sin plantearse en ningún momento su utilización en el fomento de la industria local que
hubiera estimulada el empleo y evitado la excesiva extracción de dinero de la isla, can la
consiguiente descapitalización.
6. La reconquista española de 1781
Introducción
En 1778, comienza una guerra entre Gran Bretaña por un lado y Francia aliada con España por
el otro. La excusa, el apoyo de las potencias borbónicas a la independencia de las colonias
británicas de Norteamérica.
Iniciadas las hostilidades, España intentará tanto el mantenimiento del statu quo americano,
como la prosecución de su política mediterránea, siempre con el fin de mantenerse equilibrada con
respecto a Inglaterra.
A partir de este momento, y en relación con el segundo punto, el gobierno de Madrid acusará a
la Gran Bretaña de violar el tratado de Utrecht en varios aspectos referentes a su ocupación de
Gibraltar y Menorca. Desde entonces este planteamiento servirá de base para la consecución de la
política mediterránea de Carlos III, que si bien no se consideraba prioritaria, será un factor más para
intentar el restablecimiento del equilibrio perdido.
Los primeros indicios de esta repentina atención por los asuntos mediterráneos la tenemos en el
intento por parte española de recuperación de Gibraltar y Menorca por la fuerza.
Al principio el conde de Floridablanca, secretario de Estado de Carlos III, decidió asediar el
Peñón en 1779, sin embargo los ingleses se mantuvieron firmes en la Roca, por lo que el asedio
pronto hubo de convertirse en simple bloqueo de la plaza y del estrecho, que en 1781 ya se
vislumbraba sin solución de continuidad. En este momento es cuando el Conde decidió intentar la
reconquista de Menorca para contrapesar este fracaso.
Además, esta medida tenía que ver con la necesidad inmediata de desbloquear la situación de
impasse creada por el asedio de Gibraltar, algunas de cuyas causas provenían -según el conde- de la
ayuda que recibía el Peñón de la segunda Balear.
Por último, Floridablanca también argumentó la ventaja que supondría la posesión de Menorca
en relación a la libre navegación española por el Mediterráneo, al suprimir el corso que, con base en
Mahón, la dificultaba:
En vista de todo lo expuesto, el secretario de Estado continuó las gestiones ya iniciadas el año
anterior, recabando opiniones de los notables menorquines, llevadas a cabo por un mallorquín de
probada fidelidad a la Corona: el marqués de Solleric.
Los preparativos de la expedición
La gestión de Solleric
A finales de 1779 Floridablanca ya estaba plenamente decidido a llevar a cabo la expedición
para reconquistar Menorca. Por estas mismas fechas comenzaron sus contactos con algunas
personalidades de la vecina isla de Mallorca con la intención de obtener el máximo de información
con la que elaborar un plan de acción. Por otra parte, también quería pulsar la opinión de los
principales de Menorca respecto a la reintegración de la isla a la Corona de España.
Lo que inclinó al Conde a servirse de algunos mallorquines fue la carta enviada a la Corte por el
caballero Bañuelos, Intendente General de la Real Hacienda en Palma de Mallorca, en la que había
sugerido la posibilidad de reconquistar la isla vecina. Sin embargo Floridab1anca, a pesar de tener
en cuenta la opinión del intendente, comisionó al hombre que consideró más idóneo para llevar a
cabo esta misión: el marqués de Solleric. Éste, sin pérdida de tiempo, mandó un primer informe de
la situación general de Menorca por aquellas fechas, en el que se reflejaba, no sólo la situación
militar, sino el estado de opinión de los naturales. A su vez, el marqués argumentó su propia
opinión al respecto, que se tuvo muy en cuenta para planear la expedición, tanto desde el punto de
vista militar como político.
A continuación y durante todo el año 1780, menudeó la correspondencia entre Solleric y
Floridablanca. Al final, decidido definitivamente el conde a llevar a cabo su proyecto, solicitó
nuevos informes de última hora al marqués mallorquín.
Solleric utilizó en esta ocasión los buenos oficios de Jean Eymar, comerciante francés afincado
en Mahón y en ese momento residente en Mallorca, por medio del cual se puso en contacto con la
nobleza menorquina. El día 1 de Febrero de 1781 Eymar pasó a Menorca donde permaneció hasta el
7 de dicho mes, en cuya fecha regresó a Palma llevando consigo un documento firmado por gentes
principales de Ciudadela, en el cual se comprometían a facilitar, tanto información útil sobre los
movimientos de los ingleses, como colaboración en el desembarco de tropas españolas. A su vez,
contrató los servicios de alguna gente de mar (posiblemente contrabandistas) para que en lo
sucesivo ejerciesen el oficio de correos secretos entre los conjurados menorquines y el propio
Solleric.
Y llegó el mes de Junio de 1781, Floridablanca tenía ya en sus manos todos los informes
precisos para iniciar las gestiones que, dirigidas a materializar los medios necesarios para la
reconquista de Menorca, se considerasen necesarias.
Los últimos detalles
Lo primero que debía hacerse, ahora que se tenían informes precisos, era buscar el general
idóneo que pudiese conducir y coronar con éxito la empresa. La elección no se hizo esperar posiblemente madurada ya tiempo atrás- y recayó en un noble francés afincado en España y con
fama de buen táctico: el duque de Crillón.
Luis Bertón des Balbs de Quiers, duque de Crillón, había nacido en Avignon el año 1717. Hizo
sus primeras armas en las campañas de Italia en los años 40 del siglo XVIII, después pasó a
Bretaña, sirvió más tarde en el ejército del Mosela, ganó la victoria de Mesle, figuró en la toma de
Gante y Ostende y, posteriormente, prestó servicios en la Guerra de los Siete Años.
Enojado por varias razones con el gobierno francés, pasó en 1762 al servicio de España, donde
por sus servicios se le había concedido la Gran Cruz de la Orden de Carlos III, distintivo que
ostentaba en su escudo de armas. Hallábase a la sazón (1781) en Madrid en expectativa de destino.
El nombramiento de Crillón parece en principio -y así lo confirman los documentos oficialesque fue como consecuencia de su fama militar, pero algunas fuentes -por otra parte de dudoso
contenido- le acusan de "protegido" de Floridablanca y por lo tanto perteneciente a su círculo de
amigos favorecidos. Todo esto podría dar lugar a especulaciones sobre si la elección hubiera
recaído sobre su persona más por razones interesadas de partido que por su valía y talento militar.
Luis Bertón de los Balbs recibió la notificación de su nombramiento de Capitán General de la
expedición a Menorca, firmada por el Rey, el día 7 de Junio de 1781 En ella se especificaban las
instrucciones que Carlos III daba al duque, así como todos los detalles técnicos (número de tropas,
lugar de embarque, prerrogativas de su mando, etc).
Estas instrucciones fueron completadas por Floridablanca el 14 de Junio, en las que, además de
manifestar sus opiniones acerca de la conveniencia de reconquistar Menorca, hacía alusión al estado
o situación de la isla en aquel momento, fruto de los informes enviados por Solleric y recogidos de
las opiniones de los partidarios españolistas en la Balear Menor.
Con todos estos datos Crillón elaboró su plan que desarrolló en un memorial elevado al Rey.
Aceptado el plan por el Monarca, Crillón se dispuso a ponerlo en práctica. Casi inmediatamente
el duque partió para Cádiz donde se estaban ya concentrando las tropas que debían embarcar con
destino a Menorca.
En la primera quincena de Julio de 1781, ya estaba acantonado el ejército expedicionario en las
cercanías de la bahía gaditana. El duque, acompañado de sus edecanes, supervisaba los ejercicios de
adiestramiento que tenían por objeto, tanto ponerlas a punto, como para conseguir la coordinación
de las unidades de tierra y mar.
Al fin llegó la orden de partida y Crillón se dispuso a cumplirla. Era el 16 de Julio de 1781
La partida de las tropas
Los días 18 y 19 de Julio de 1781 se efectuó el embarque de las tropas acantonadas en Cádiz y de
los pertrechos aprestados para acometer la empresa. También se embarcó una cantidad de víveres
necesaria para cuatro meses de campaña.
Las setenta y siete embarcaciones de transporte, que debían trasladar las tropas y bagaje, iban
escoltadas por diez navíos de guerra. El comandante de la flota era el brigadier de la Real Armada
Buenaventura Moreno.
El 20 de Julio a las 9 de la mañana se dio la señal para que se aprestasen las embarcaciones de
transporte, y a las 2 de la tarde las de guerra; quedando todas a la espera de recibir la orden de
partida. Al día siguiente se hizo a la vela toda la escuadra y al pasar frente a Rota quedó allí
fondeada hasta las 4 y media de la madrugada del día 23. En este momento, agrupada toda la flota
en orden de marcha, zarpó rumbo a su destino. El día 25 al mediodía el convoy pasó delante de
Gibraltar y continuó su derrota.
En principio se creyó poder llegar en breve tiempo al término y objeto de la expedición, pero los
vientos comenzaron a aflojar y a volverse contrarios. En los días 26, 27 y 28 continuó esta
situación, de modo que al día siguiente, el 29, viendo el brigadier Moreno la dispersión de los
buques y las malas condiciones que podían resultar, deliberó -de acuerdo con Crillón- fondear en la
ensenada de la Subida, cerca de Cartagena. Allí se le unieron trece naves de guerra al mando el
capitán de fragata Baltasar de Sesma, que debían aumentar el número de las de escolta del convoy.
A su vez, se fueron incorporando poco a poco las embarcaciones dispersas.
Hasta el 5 de agosto los vientos fueron tan contrarios que el convoy no pudo salir de aquel
puerto. El comandante de Marina tuvo la precaución de colocar varios buques de guerra a la entrada
del puerto para interceptar cualquier embarcación que se presentase a reconocer la escuadra.
A su vez el comandante del bloqueo que se llevaba a cabo por aquel mismo tiempo en Gibraltar,
había recibido la orden de no dejar pasar ningún navío hacia el Mediterráneo.
Al fin, el 5 de Agosto salió la flota de la Subida, sin embargo no pudo adelantar gran cosa
debido a los vientos flojos. Al mediodía de1 día 14 se avistó Alicante y el 17 por la noche toda la
escuadra viró rumbo N.E. hasta alcanzar la costa sur de la isla de Formentera por donde navegó
paralelamente a la tierra. El 18, al ponerse el sol, el convoy se hallaba a la altura de la isla de
Cabrera. La misma noche del 18 arreció el viento por el S.O. lo que obligó a Moreno a tomar
precauciones para no rebasar la isla de Mallorca, a la que se estaba costeando por el sur, y aún la de
Menorca. A las 7:30 de la mañana del día 19 la escuadra, bastante dispersa, divisó Capdepera (al E.
de la isla de Mallorca) y Menorca apareció en el horizonte.
El desembarco
La tormenta desencadenada en la noche del 18 al 19 de Agosto de 1781, dio al traste con el
primitivo plan de ataque elaborado por el duque de Crillón ()un ataque por sorpresa) de una forma
definitiva. Como vemos, la táctica del duque basada en dudosos informes más que en un plan
elaborado racionalmente, dejaba bastante en entredicho a Crillón en su papel de afamado estratega.
Los hechos -y por qué no decirlo, los elementos- no hicieron más que confirmar lo antes
mencionado,
En vista de esta contrariedad, Crillón reunió a su estado mayor en el puente del buque insignia
para establecer un nuevo plan de ataque. Este consistía en que, con anterioridad al desembarco, que
definitivamente se decidió efectuar por las calas de la Mezquida y Alcaufar, el navío Atlante, al
mando de Diego de Quevedo, con algunas embarcaciones más, bloqueara el puerto de Mahón, Por
otra parte la fragata Rufina, al mando de Antonio Cañaveral, y otras tantas, lo hicieran con el de
Fornells. Por último la fragata Juno, al mando de Antonio Ortega, debía interceptar todos los buques
que salieran de Ciudadela.
Para ejecutar este plan, estaba previsto en principio que, alcanzado el canal que separa Menorca
de Mallorca, la escuadra debería virar al N.E. y posteriormente navegar bordeando la costa norte de
la Balear Menor. Las naves destinadas al bloqueo de los. Puertos, se irían separando paulatinamente
del convoy principal rumbo a sus destinos en el momento de pasar por delante de los mismos.
Bloqueados así los puertos principales, estaba dispuesto .que el desembarco y ataque principal
del cuerpo de ejército se efectuara por Cala Mezquida. En esta ensenada, cercana a Mahón por el
norte, desembarcarían la brigada de Granaderos y Cazadores; la de Burgos, Murcia y América así
como, el general en jefe con su estado mayor y ayudantes.
Igualmente estaba dispuesto que la brigada de Saboya desembarcara en cala Alcaufar, al sur del
puerto mahonés. El plan general para el ataque era el siguiente:
Las tropas desembarcadas en la Mezquida debían dirigirse a marchas forzadas a Mahón, donde
se presumía que se encontraban la mayoría de las tropas inglesas, custodiando al gobernador
Murray. Al mismo tiempo los desembarcados en Alcaufar deberían emplazarse entre Georgetown y
el castillo de San Felipe, con el fin de cortar el paso de los ingleses supuestamente rechazados de
Mahón, en su huida hacia la fortaleza, si, como se presumía, buscaban refugio en la misma. A la
par, otro destacamento de granaderos, cazadores y dragones, al mando del Marqués de Avilés,
estaba dispuesto para desembarcar en la playa del Degollador en Ciudadela con el fin de apoderarse
del fuerte y guarnición de la ciudad más occidental de Menorca. Por último, también estaba previsto
que, por mar o por tierra. un destacamento, al mando del marqués de Peñafiel, tomara el puerto de
Fornells, su castillo y baterías.
Analizado este proyecto, resulta mucho más medido, más racional, con más empaque que el
primitivo de Crillón; la prensa oficial se lo atribuye a él pero estimamos que no hubo de faltarle el
consejo de su estado mayor a la hora de elaborar este nuevo plan el cual, por otra parte, adolece de
varios defectos. A nuestro entender, el principal fallo de la nueva estrategia, es que está elaborada
como si se pensara que los ingleses permanecerían inactivos ante la llegada de una escuadra tan
numerosa. Evidentemente era poco probable que no reaccionaran, y teniendo en cuenta la distancia
entre Mahón y el castillo de S. Felipe (apenas 3 Km.) tendrían tiempo suficiente para refugiarse en
la fortaleza, antes de que el primer español hubiera desembarcado, como así efectivamente ocurrió.
Si a esto le añadimos el factor meteorológico, siempre imprevisible y que como ya veremos no
facilitó precisamente el desembarco, se puede afirmar que el proyecto resultaba cuasi utópico, si
como parece ser, tenía por objeto conquistar la isla en un solo día.
Para poner en práctica este plan, Crillón dictó una serie de instrucciones desde el navío San
Pascual antes de divisar su objetivo, en las que se especificaban todos los detalles con el fin de
desarrollarlo.
Finalizados todos los preparativos, se comenzó a ejecutar el plan previsto. Reconocido
Capdepera, al E. de la isla de Mallorca, a las 7 de la mañana del día 19 de agosto la escuadra se
puso a sotavento del mismo. Algunas embarcaciones se hallaban desperdigadas debido al fuerte
viento. Se intentó dirigir el convoy principal por el canal antes citado, con el fin de .bordear la isla
de Menorca por el Norte como estaba previsto. Sin embargo a muchas naves de transporte les fue
imposible rebasar cabo Bajolí, en vista de lo cual se desistió de continuar, y después de dejar al
jabeque Carmen y a la balandra Amistad, junto con la fragata Rufina, frente a Ciudadela para
desembarcar los 200 dragones del marqués de Avilés y efectuar el bloqueo de dicho puerto, el
duque se unió con sus comandantes para deliberar nuevamente.
En vista de esta contrariedad, Crillón cambió parcialmente el plan y decidió que el grueso del
convoy se dirigiese a Mahón por el sur, no sin antes reincorporar a la fragata Rufina con el marqués
de Avilés y sus hombres, quienes, debido al mal tiempo, no habían podido efectuar el desembarco
en la cala del Degollador.
A mitad de camino entre Ciudadela y Mahón, bordeando ya la costa por el sur, se hizo la señal
para que el navío Rosario, junto a las trece embarcaciones de transporte que debían conducir a la
brigada de Saboya a Alcaufar para efectuar su desembarco, se separase del convoy principal.
A las 7:45 de la mañana del día 19 de Agosto se dobló la punta del S.E. permaneciendo a
resguardo del viento al sur de la isla del Aire hasta las 10:30. Llegado este momento, se dio la orden
de dirigir la fuerza principal a Cala Mezquida para efectuar el desembarco de las brigadas
destinadas a aquella cala. Simultáneamente las embarcaciones destinadas a Alcaufar comenzaron a
cruzar el canal que existe entre la isla del Aire y aquella ensenada.
Entre las 11:30 y 11:45 el San Pascual, el buque insignia, se encontró frente al castillo de S.
Felipe. El brigadier Moreno ordenó zafarrancho de combate debido a que el convoy se hallaba al
alcance de los cañones de la fortaleza. Al pasar frente a ella se efectuó un disparo de cañón, que sin
embargo no fue contestado. Posteriormente al pasar frente a la bocana pudieron divisar la gran
cadena que cerraba el paso a la ría, así como varios navíos echados a pique, de los que asomaban
los palos.
Esta táctica de los buques hundidos consistía en bloquear la ría a ambos lados de la misma, con
embarcaciones anegadas hasta la arboladura y sujetas por debajo de la quilla con un cable, dejando
un canal practicable en el centro que quedaba a tiro de los cañones del fuerte, con lo que se
facilitaba la entrada de buques propios, evitando al mismo tiempo la de los enemigos.
Seguidamente la escuadra española, rebasado el puerto de Mahón, dobló la punta del Esperó. A
la 1 de la tarde se hallaba ya fondeada en la cala de la Mezquida.
Inmediatamente comenzaron los preparativos para el desembarco. A las 15:30 se mandó un bote
con algunos oficiales de marina y los ayudantes de Crillón, a reconocer las playas y las alturas y
efectuar los sondeos necesarios con el fin de evitar contratiempos a las lanchas de desembarco.
Una vez realizadas estas comprobaciones, los desembarcados debían izar la bandera en tierra
para indicar a la escuadra que se podía comenzar el desembarco. A las 18 se enarboló el pabellón
español en la playa, que fue saludado desde el San Pascual con una salva de 23 cañonazos. A
continuación se procedió al desembarco de las tropas dirigido por varios oficiales de marina.
Los primeros en bajar a tierra fueron el duque de Crillón, el brigadier Moreno, el mayor general
Juan Roca, el conde de Cifuentes, el marqués de Peñafiel, el cuartel-maestre Carlos Lemaur y el
comandante de la artillería Bernardo Tortosa.
El viento era muy fuerte entonces, lo que hacía cada vez más dificultoso el desembarco. A pesar
de la actividad y esfuerzos de los oficiales de marina, algunas barcazas encallaron en los bajíos de la
cala. Debido a todas estas dificultades no se concluyó la toma de tierra hasta la medianoche. A
las 7 de la mañana del 20 de Agosto, considerándose expeditas las tropas y equipaje en la
Mezquida, la escuadra se dirigió a su primitivo fondeadero del día anterior al sur de la isla del Aire,
dejando a la entrada de aquella cala al navío Atlante, a la fragata Gertrudis y al jabeque Lebrel.
Paralelamente a estas acciones, el duque de Crillón, después de reconocidas las alturas de la
Mezquida por una partida de granaderos, resolvió marchar rápidamente hacia Mahón por tierra,
siguiendo el plan previsto. Por ello, después de formar en orden cerrado a las cuatro brigadas
desembarcadas, partió a marchas forzadas
Al llegar al puerto por las Colársega una sección de granaderos al mando del cuartel-maestre
Lemaur se dirigió al arsenal, donde se capturó un abundante botín, consistente en las presas dejadas
por los corsarios al servicio de los ingleses, así como arboladuras, cuerdas, jarcias, lonas, anclas,
municiones, vinos, etc.
Una vez tomado el arsenal, Lemaur dejó una compañía de granaderos de retén y se incorporó al
grueso del ejército que ya atravesaba el puente situado al fondo de la ría, y se dirigía a Mahón.
Una vez recibida la adhesión de las autoridades mahonesas, Crillón rebasó la ciudad sin
encontrar resistencia y se dirigió rápidamente hacia Georgetown. Cuál no sería su sorpresa al
descubrir que casi toda la guarnición inglesa había conseguido ya refugiarse en el castillo de S.
Felipe. Algo había fallado en el plan previsto. En efecto: la brigada que debía desembarcar en
Alcaufar para cerrar la tenaza proyectada, no había podido llevarlo a cabo por el mal tiempo.
A las 4 de la mañana del día 20 de Agosto habían concluido todas estas operaciones. En este
momento el duque ordenó al marqués de Avilés que marchara por tierra con sus doscientos
dragones a tomar Ciudadela. Al mismo tiempo envió al de Peñafiel para que ocupara Fornells. Así
lo realizaron ambos el mismo día 20, tomando prisioneras :las respectivas guarniciones que no
superaban los 50 hombres.
En los días que siguieron al desembarco. Crillón se preocupó en afirmar su posición en la isla.
tanto desde el punto de vista militar como político. Para ello tomó una serie de medidas. La primera
fue ordenar que se cantara un Te Deum en todas las iglesias de la isla, con la asistencia de los
magistrados, cabildos eclesiásticos y seculares y demás personas distinguidas. A continuación estas
mismas personas pasaron a prestar juramento de fidelidad al Rey de España.
Los meses decisivos
A finales de Agosto de 1781, con los ingleses cercados en San Felipe y conquistada el resto de
la isla, sólo restaba apoderarse de la fortaleza.
Crillón reunió a sus generales con el fin de establecer el plan a seguir para rendir la fortaleza.
Oído el dictamen de su Estado Mayor, el duque decidió efectuar un sitio clásico. Esta decisión fue
comunicada a la Corte.
El plan general consistía en una fase previa de construcción de caminos desde Fornells y cala
Mezquida a Mahón, con el fin de trasladar la artillería y demás pertrechos que continuamente iban
llegando a aquellos puertos. A continuación debía comenzarse la construcción de las baterías de
sitio a donde serían trasladados los cañones una vez finalizadas las obras de acondicionamiento. El
parque de artillería se situaría en las alturas de cala Figuera, cercana a Mahón. Seguidamente, y una
vez dispuestas todas las baterías para hacer fuego, comenzaría el ataque general contra la
fortificación.
El asedio
Poco a poco iban avanzando los trabajos de sitio. Las primeras baterías puestas en servicio
fueron las de la Mola y Binisaida así como la de cala Pedrera el 17 de Octubre; en esta última se
excavaron cuevas artificiales para refugio de la tropa.
El 27 se concluía la de Felipet, el 6 de Noviembre se acabó de instalar una en la Mezquida, con
el fin de defender aquella ensenada contra cualquier ataque exterior. También por estas fechas se
concluyó la del cerro del Turco llamado también del Ahorcado, al sur de la fortaleza y en plena
bocana del puerto.
El 8 de Diciembre comenzó a su vez la construcción de las cinco baterías situadas en la paralela,
que debían llevar el peso principal del ataque. Su construcción finalizó el 5 de Enero de 1782,
exactamente la víspera del ataque general.
Todos esos preparativos no estuvieron desprovistos de incidentes que perturbaron su realización.
Los ingleses hicieron múltiples salidas para impedir -o por lo menos perturbar- la construcción de
las baterías. Además, encontrándose la paralela al alcance directo de sus cañones, no dejaban de
disparar contra los obreros que trabajaban en su construcción, por medio de sus morteros a los que
cargaban con grandes piedras, para ahorrar munición y reservarla para rechazar el ataque principal,
cuando este se produjera.
Así, el 11 de Octubre 400 ingleses desembarcaron en la Mola para atacar la batería que allí se
estaba construyendo, logrando sorprender a los trabajadores y tomando prisioneros a 80 soldados y
8 oficiales. Inmediatamente Crillón envió al coronel Ventura Caro con seis compañías de
granaderos y dos de voluntarios de Cataluña, que si bien consiguieron hacer retirarse a los ingleses,
no pudieron evitar que se llevaran consigo a los prisioneros. Al fin, los 8 oficiales fueron devueltos
bajo palabra de honor de no combatir de nuevo.
Luego, el 22 de Octubre, se llevó a cabo un nuevo ataque contra Felipet y la Pedrera que
fracasó.
Durante los cuatro meses que siguieron al desembarco, la llegada de nuevas tropas y armamento
a la isla fue incesante. Hasta el 8 de octubre se habían incorporado: 1 compañía de granaderos
suizos, 1 del regimiento de Nápoles y diferentes partidas de voluntarios de Cataluña, del regimiento
de América y otros cuerpos que habían quedado enfermos en Cádiz. A continuación lo hicieron
varias compañías de suizos de Buch, 3 escuadrones de Numancia, 2 compañías de Milán y algunos
artilleros y minadores. Por su parte el armamento, pertrechos, municiones, pólvora y otros bagajes,
procedentes de Barcelona y suministrados por el conde del Asalto, Capitán General de Cataluña,
fueron cuantiosos.
Por el mes de Octubre se esperaba también un convoy de tropas francesas que los temporales
habían desviado a Mallorca. Pero ¿qué hacían allí los franceses? Como se sabe España y Francia
eran aliadas en virtud del Tercer Pacto de Familia, y el ministro Floridablanca había pactado con su
homólogo francés el envío de una división al sitio, formada por cuatro regimientos: Bretagne,
Lyonnais, Royal Suedois y Bouillon.
Al fin, el 12 de Octubre de 1781, entró en Fornells la fragata Rufina con la Carlota y otras
embarcaciones de transporte que anteriormente habían conducido a Marsella a la colonia hebrea de
Mahón, la cual junto con la griega, había sido expulsada de la isla a la llegada de los españoles.
Estos buques traían a su bordo 50 hombres de la vanguardia de las tropas francesas.
El 18 llegaron al mismo puerto todas las embarcaciones que habían salido de Barcelona con el
grueso del ejército galo. A su mando venía el mariscal barón de Falkenhein. Estas tropas estaban
compuestas por dos brigadas, una francesa y otra alemana, con un total de 3.886 hombres, que
unido a los 10.411 que sumaba el ejército español por aquellas fechas, daban un total de 14.297
hombres, proporción adecuada según los manuales, para asediar un fuerte defendido por 2.000.
Durante el resto del mes se distribuyeron las tropas recién llegadas en sus campamentos. Los
alemanes fueron primero a Alayor y luego pasaron a acampar cerca del arsenal, en tierras de la
posesión de Binisarmeña. La brigada francesa acampó cerca de San Antonio.
El ataque general
En la madrugada del día 6 de Enero de 1782, los ingleses percibieron una actividad
desacostumbrada en el campamento español. Efectivamente: a las cuatro y media de la mañana se
tocó generala y el ejército se desplegó en orden de batalla. A las seis y media el duque de Crillón, a
caballo y acompañado de sus edecanes, reconoció .toda la línea. Inmediatamente se dispararon tres
descargas de fusilería en honor del Delfín de Francia con el motivo de ser su cumpleaños. Esta salva
fue a su vez la señal para que abrieran fuego todas las baterías (111 cañones en total); el ataque
contra San Felipe había comenzado.
Ya el primer día de bombardeo se pudieron observar grandes destrozos en los fuertes más
exteriores de la fortaleza, también voló por los aires un repuesto de pólvora. Este hecho fue
confirmado por el testimonio de un desertor que se pasó desde el castillo días más tarde. En vista de
todo esto, el general Murray ordenó a toda la guarnición meterse en los subterráneos del castillo
para preservarla del fuego enemigo.
Los ingleses esperaban a la noche para abrir fuego contra la paralela, utilizando tanto la táctica
de tiro directo como la de rebote.
A medida que avanzaba el mes, el bombardeo desde la parte española se hacía más vivo. En
principio la dotación diaria para las baterías era de cincuenta disparos por cañón y veinte por
mortero. Más tarde, se fue incrementando poco a poco. A pesar de ello, los ingleses no disminuyeron su potencia de fuego, al menos durante la primera quincena, al fin y al cabo la fortaleza
disponía de casi 300 cañones de diversos calibres.
El día 9 de enero una granada alcanzó la batería de Felipet e inutilizó cuatro cañones que
inmediatamente fueron puestos nuevamente en servicio. El 12 se pasó otro desertor que contó como
los enfermos habían tenido que abandonar el hospital y trasladarse a los subterráneos del fuerte de
San Carlos que fueron habilitados como improvisado dispensario de campaña. Ese mismo día los
ingleses hundieron unas barcazas que trasladaban municiones a Felipet y la Mola.
El 15, una granada incendió un almacén de carne salada y alquitrán situado entre el fuerte
principal y el de S. Carlos. Este incendio duró hasta el día 19, favorecido por el fuerte viento
reinante.
El 22 se produjo una inexplicable deserción: un granadero suizo del regimiento de Buch que se
pasó al castillo. El 24 un desertor hannoveriano explicó que a la guarnición inglesa se la hacía creer
que pronto llegarían refuerzos y reveló también que no tenían carne fresca, ni siquiera para los
enfermos, y que no quedaba vino nada más que para los oficiales. También, que la guarnición
estaba muy fatigada, afectada la mayor parte de escorbuto.
Este mismo día se concluyó la construcción de una nueva batería llamada "del barranco",
colocada perpendicularmente a la de la posesión de Toraxa al S.O. de San Felipe, y que junto a la
del cerro del Turco, efectuaba tiro cruzado contra el reducto de Malborough. Dicha batería comenzó
a disparar el 26.
A finales de Enero un silencio absoluto se abatió sobre las cortes de Madrid y Londres,
dejándose de recibir noticias por ambos bandos. La tensión aumentó cada vez más en las dos
capitales. Al fin, en la segunda mitad de Febrero, llegó a Madrid el coronel D. Pablo Sangro. En su
valija llevaba un sobre lacrado en cuyo anverso aparecía una inscripción, con la letra personal de
Crillón que rezaba: "para el Rey mi amo". En su interior iban los pliegos con las actas de
capitulación del castillo de S. Felipe. Inmediatamente la Gaceta de Madrid (8 de marzo de 1782) se
publicó el relato completo de la rendición.
Éste sería el fin de la segunda dominación británica sobre Menorca de facto. De jure pasó
definitivamente a manos españolas (al menos hasta 1798) el 3 de Septiembre de 1783 con la firma
del tratado de Versalles.
Conquistada definitivamente la isla se procedió a organizar su gobierno, facilitar la repatriación
de las tropas británicas y el retorno de las españolas y francesas a la península (éstas pasarían todas
al sitio de Gibraltar).
7. La dominación española (1782 1798)
Introducción
Conquistada Menorca manu militari, las autoridades españolas hubieron de plantearse qué hacer
con la isla. Durante la segunda mitad del siglo XVIII y desde el comienzo de la Guerra entre España
e Inglaterra el 16 de junio de 1779, el conde de Floridablanca, principal conductor de la misma en el
momento de su mayor valimiento ante el monarca, situó un punto de mira sobre la Balear Menor y,
en los años que siguieron hasta que fue depuesto en 1791, todo lo referente a la isla pasó por sus
manos y tendrá su impronta.
Debemos matizar que, para el conde murciano, la Balear Menor tenía exclusivamente un valor
político. En cualquier otro orden la consideraba poco menos que un islote, como la denominó en
algún momento. Todo ello no quiere decir que se despreocupara sobre todo lo concerniente a ella,
por estar la isla incluida en el contexto de su política mediterránea, y es precisamente en el ámbito
de ésta, donde Menorca adquiere importancia para el Secretario de Estado.
Por tanto, Moñino planeará, a la altura de 1781, apoderarse de la isla mediante su conquista
militar, yuxtaponiendo a la misma la demolición de sus principales fortificaciones, entre ellas la
más importante y que le daba un destacado valor estratégico: el castillo de San Felipe. La
inutilización de la fortaleza y la posesión de facto de la isla tras su conquista, iban a servirle al
Ministro de Exteriores español para varios objetivos.
-Utilizar Menorca como baza en las negociaciones con Inglaterra, para situarla sobre el tapete de
Versalles desmantelada estratégicamente; medida que podía ser utilizada para provocar el desprecio
de la Gran Bretaña por la devolución de la isla, desviando su atención a la oferta de una plaza
africana fortificada o, en otro caso, si fuera posible, trocándola por Gibraltar, retornándola a
dominio británico devaluada.
-Evitar las apetencias de Francia sobre Menorca, (a pesar de las declaraciones de los franceses
en contra de cualquier intervención en la isla) o, también, de Rusia que, indirectamente, acariciaba
la posibilidad de obtener una base naval en el Mediterráneo, como algunas fuentes inglesas
afirmaban.
-Satisfacer las aspiraciones ideales de Carlos III, en su lógica pretensión —dinástica más que
política— de recuperar las irredentas posesiones arrebatadas a su padre, siempre y cuando pudieran
conciliarse con la razón de Estado.
-Eliminar el pernicioso corso que desde el puerto de Mahón se hacía a la marina mercante
española en el Mediterráneo y evitar el auxilio que se prestaba desde Menorca al asediado Peñón de
Gibraltar.
-Utilizar Menorca como trampolín para futuras negociaciones de paz con las regencias
berberiscas, tanto en el plano estratégico (base naval para el fondeo de la escuadra de intimidación)
como diplomático (intervención del gobernador conde de Cifuentes en las mismas, como tendremos
ocasión de comprobar).
La baza menorquina de Floridablanca en las negociaciones de Versalles.
Menorca fue utilizada por Floridablanca en las negociaciones de Versalles como un objeto con
valor de cambio —si se nos permite el símil económico— y no como la conquista largamente
anhelada que hay que retener a toda costa, luchando por la confirmación legal de lo que se ha
obtenido previamente manu militari.
Planteada así la cuestión, la Balear Menor será presentada como un cebo para obtener el
objetivo que, en el orden de prioridades mediterráneas, ocupaba el primer lugar en la mente del
conde murciano desde la convención secreta de Aranjuez de 1779: la devolución de Gibraltar
La baza menorquina fue utilizada en todas direcciones, aunque siempre sujeta a los avatares del
asedio a Gibraltar en particular o de la guerra en general, debido a la presión de Francia, que veía
siempre con malos ojos la posibilidad de retorno de la isla a Inglaterra. También condicionada, por
último, por el deseo de Carlos III de recuperar ambas plazas de antigua soberanía española.
Las distintas opciones por las que Menorca fue ofrecida de nuevo a Inglaterra según las
constantes y variables antes indicadas, fueron las siguientes:
-Petición de retorno pactado de Gibraltar a soberanía española reteniendo, además, Menorca (ya
conquistada militarmente) a cambio de Orán y Mazalquivir, con el acicate de ofrecer una plaza
africana fortificada, por contraste con el demolido castillo de Mahón.
-Petición de Gibraltar a cambio de:
-Cesión de todo el puerto de Mahón con sus habitantes a Inglaterra, conservando España el resto
de la isla.
-Adición a la opción anterior de todo el término municipal de Mahón.
-Cesión, al fin, de la isla entera.
La progresión cuantitativa y cualitativa de las concesiones sobre Menorca, coincidió en el
tiempo con la creciente fuerza que Inglaterra adquiría en las negociaciones tras el fracaso del ataque
español a Gibraltar en septiembre de 1782, dirigido, precisamente, por el conquistador de la Balear
Menor, el duque de Crillón, que tras la victoria menorquina había sido nombrado comandante en
jefe del asedio a la Roca.
Al fin, todos los intentos de Floridablanca por recuperar Gibraltar fracasaron y el conde hubo de
contentarse con retener a Menorca —digámoslo— sin demasiado entusiasmo.
Menorca española: Floridablanca sigue ocupándose de ella.
Después de los preliminares de paz firmados en enero de 1783 y tras la rúbrica del tratado
definitivo en septiembre del mismo año, Menorca pasó a ser legalmente española. Es el momento
que Floridablanca, en el contexto de su creciente poder, mantendrá una intensa atención por la isla,
por considerarla una baza negociable para la recuperación de Gibraltar por vía diplomática.
Cuestión ésta, que era para él una fijación como refleja la famosa Instrucción Reservada a la Junta
de Estado —obra suya— en cuyo párrafo CLXIII se insistía sobre la conveniencia de aquella
reparación histórica.
Esta constante en el proyecto político del conde, podría explicar la provisionalidad permanente
en que se mantuvieron siempre los asuntos de Menorca a lo largo de los años que duró su mandato e
influencia, de forma que la plena integración institucional con la Monarquía Española no se llevó a
término en este periodo.
Por tanto, insistimos: Floridablanca pensaba y trataba siempre a Menorca como una baza de
negociación política, con la posibilidad de ser devuelta en cada momento a Inglaterra, pero
entretanto esa opción no se convirtiera en un hecho tangible (aunque no perdiéndolo nunca de
vista), se planteo la regulación de los asuntos de la isla como si de otra posesión española más se
tratara. En este sentido, se trató de solucionar de momento lo más urgente, para desbloquear el
funcionamiento de la vida pública y privada isleña, en cierto modo detenida por el estado de
excepción que había sido impuesto, en tanto no se firmara la paz de Versalles y que, básicamente,
consistía en que los asuntos de la isla corrieran a cargo de la denominada vía reservada de la
Secretaría de Guerra, pero dejándolo todo en un estado de provisionalidad, que se mantuvo durante
el resto de su mandato (hasta 1792) y aun después.
Por todo ello, inmediatamente que se firmaron los preliminares de paz el 20 de enero de 1783,
Floridablanca se puso en marcha. Las medidas que tomó respecto a Menorca (previa consulta al
Rey por supuesto) fueron las siguientes:
-Pedir informes sobre las instituciones locales.
-Regular la Gobernación General.
-Aprobar un plan de defensa.
-Levantar el estado de excepción
-Pedir al Consejo de Castilla (de orden del Rey) que evacuara una consulta de urgencia sobre las
cuestiones más prontas a resolver tocantes a gobernación, municipios, justicia y gobierno
eclesiástico.
Respecto al primer punto, se pidió a la Junta de Gobierno que se nombró para la isla, una serie
de informes instructivos y reflexivos sobre las instituciones locales; su funcionamiento y posible
reforma a través de la vía reservada de la Secretaría de Guerra. En este sentido, el Auditor de
Guerra de la misma, José de San Martín y Naváz, se encargó de llevar a cabo una encuesta al
respecto entre los menorquines. En segundo lugar, había que regular la gobernación general de la
isla de manera provisional, hasta que se decidiera darle, a la misma, planta de gobierno definitiva, lo
cual requería tiempo y reflexión por la gravedad y complicación del asunto. Sobre todo porque el
conde no tenía claro qué hacer con Menorca. Entretanto el conde de Cifuentes, gobernador de
Menorca, que se encontraba a gusto en la Balear Menor agasajado por los mahoneses, se había
ofrecido a quedarse interinamente en ella para colaborar en el establecimiento del nuevo gobierno, a
pesar de haber sido nombrado Capitán General del Reino de Mallorca. En vista de ello, elaboró un
plan militar para defensa de la isla, que fue aprobado por el ministro y consiguientemente por el
Rey
Básicamente, el plan militar elaborado por Cifuentes, consistía en contar con una guarnición
formada por una comandancia general con su plana mayor en Mahón, dos comandantes militares:
uno en Ciudadela y otro en Fornells, un regimiento de Infantería (que en ese momento era el suizo
de Erhler), un destacamento de Artillería y dos oficiales de Ingenieros.
De momento y además de someter militarmente (sólo militarmente) la isla a la jurisdicción del
Capitán General de Mallorca, considerando Menorca como una de las islas adyacentes a dicha
Capitanía, esto fue todo tocante a gobernación.
Resueltas estas cuestiones, se procedió a levantar el estado de excepción a Menorca, por Real
Cédula de 24 de junio de 1783.
Desbloqueada ya la situación y regulada provisionalmente defensa y gobernación, había que
plantearse qué hacer con las instituciones locales. Fundamentalmente lo tocante a Universidades,
Tribunales y Gobierno Eclesiástico.
El procedimiento seguido para el arreglo político de Menorca.
El asunto de Menorca siguió el proceso siguiente:
En marzo de 1783 llegaron a Madrid los informes que resultaron de la encuesta llevada a cabo
por el auditor San Martín sobre las instituciones menorquinas, remitidos por el conde de Cifuentes
el 26 de dicho mes al Secretario de Guerra, Miguel de Muzquiz, que los pasó inmediatamente a
Floridablanca. Por esta razón, a la altura de junio de dicho año, cuando el conde decidió abordar el
asunto de la institucionalización de la Balear Menor, ya conocía su complejidad. Por ello canalizó
lo que necesitaba inmediata resolución por la vía ejecutiva (gobernación interina y defensa) y, con
la consabida coletilla de "el Rey lo manda", remitió la documentación recibida al Consejo de
Castilla para que este organismo se pronunciara sobre el resto.
En vista de la urgencia que requería el asunto, se decidió que se viera en el Consejo Particular
(una especie de sección del de Castilla utilizado para urgencias) y que éste emitiera su dictamen.
Así pues, El 28 de junio de 1783, Moñino envió un oficio al Secretario del alto organismo
consultivo, Miguel María de Nava, remitiendo toda la documentación. El conde decía en este oficio,
que en lo tocante a la reforma de la administración en materia civil, el Monarca prefería consultar al
Consejo por ser éste un asunto que merece profunda reflexión.
Por esta razón, argumentaba que era necesario regular la situación legal de la isla y se ordenaba
al Consejo que emitiera dictamen previo sobre los asuntos más urgentes a resolver, al margen de
que el proyecto definitivo de nueva legislación para Menorca se viera más adelante en el Consejo
Pleno y en la Real Cámara. Estas medidas urgentes se resumían en tres puntos: gobierno municipal,
recursos de apelación y gobierno eclesiástico.
La documentación enviada por Floridablanca al Consejo después de consultarla, estaba
compuesta por una serie de informes de carácter general evacuados por: las Universidades, los
Magistrados de Justicia y Tribunales de la Real Gobernación y Patrimonio; Corporaciones de
Abogados, Médicos, Cirujanos y Boticarios y el gremio de comerciantes de Mahón. También se
remitían copias de el libro del Almotacén de Mahón; de las ordenanzas de gremios de artesanos y
de los médicos y cirujanos; el reglamento de Sanidad y una relación de hornos y molinos existentes
en la ciudad.
También se añadían otra serie de informes particulares que había remitido Cifuentes por su
cuenta y que Floridablanca incluyó intencionadamente: el informe particular de Francisco Seguí,
Asesor Civil de Gobernación y otro en el que se relataban las reivindicaciones del Baile General de
Ciudadela, tratando de hacer valer sus derechos seculares a intervenir en juicios de mayor cuantía
fuera de su término.
Pero el Secretario de Estado no se limitó a remitir la documentación, sino que ejerció alguna
presión de su parte para que el dictamen del Consejo fuera favorable a ciertas propuestas suyas.
Queremos decir con esto, que en realidad aquella petición de consejo al alto organismo de
Castilla no era una típica consulta, sino un servirse el ministro del mismo, para obtener mayor
perspectiva. Y decimos esto porque dicha consulta nunca se resolvió. El Rey nunca emitió su
dictamen sobre la misma y todo lo que se llevo a cabo sobre Menorca en punto a reformas, se
canalizó por la vía ejecutiva como veremos más adelante.
El Consejo emite su dictamen.
El Consejo Particular se tomó tres meses para reflexionar sobre el expediente de Menorca y al
fin, el 13 de septiembre de 1783, emitió su dictamen, aconsejando prudencia en los cambios,
aunque sin dejar de eliminar todos los vicios legales que pudieran haberse introducido durante la
administración británica. En su argumentación (detrás de la cual está, no lo olvidemos, el conde de
Campomanes, gobernador del Consejo), destaca la prudencia con la que se aconseja adoptar las
variaciones necesarias para adaptar el fuero de la isla a la legislación española vigente, para lo cual
se recomiendan "medios suaves", haciendo gala de un pragmatismo ecléctico y cauto. En este
sentido el Consejo evitara toda alusión al término Nueva Planta, utilizando eufemismos tales como
"providencias actuales, que están tomadas para mejorar el gobierno de todos los pueblos de la
Península, etc. etc."
De hecho, comprobamos que el espíritu del dictamen del Consejo Particular sobre Menorca,
coincide con el talante conciliador general de todos los gobernantes que se ocuparon del asunto,
tanto desde Madrid (Floridablanca) como desde Menorca (el gobernador Cifuentes), es decir,
prudencia y tacto.
Remitido el dictamen directamente al Rey como era preceptivo, el Consejo Particular nunca
recibió respuesta del Monarca. O bien Floridablanca influyó en esta omisión, evitando que el
Soberano emitiera su Real Resolución para que fuera publicada en el Consejo, o simplemente —
como nos tememos— la iniciativa de la consulta había sido suya y el Rey se limitó a servirle de
instrumento. De hecho, hizo lo que pensaba hacer: apropiarse de algunas de las ideas contenidas en
el dictamen y aplicarlas (con el consentimiento del Rey), por la vía ejecutiva, como iremos viendo
sobre la marcha.
En efecto: en algunos casos las opiniones del Consejo coincidieron con las medidas reales
tomadas por Moñino, todas ellas de contenido desdibujado, poco ordenancista, ecléctico y
pragmático, lo que no permite situarlas en un contexto claro de continuismo o radical ruptura en
relación con el nuevo ordenamiento de la sociedad menorquina, contrastando así con aquellos
vigorosos decretos de Nueva Planta de tiempos de Felipe V, fruto, desde luego, de una situación
política diferente.
Lo que ocurrió con el expediente de Menorca y el dictamen del Consejo Particular, fue un
fenómeno muy corriente durante el ministerio Floridablanca, es decir, la creciente preeminencia de
la Secretaría de Estado sobre los Consejos, que perdieron vigencia y, con ella, parte importante de
su poder. En este sentido se produjeron, desde sus respectivos cargos, bastantes enfrentamientos
entre Campomanes y Moñino por cuestiones de competencias. Nos han quedado testimonios
valiosos de estos encontronazos, incluso relacionados con el propio Consejo Particular objeto de
nuestro estudio. Por ejemplo, cuando Floridablanca, miembro de la Junta de Arbitrios para
América, intentó colar un proyecto de reducción de los mismos, el Consejo, presidido por Campomanes, lo boicoteó.
A pesar de todo ello, el conde murciano fue siempre el árbitro último de la situación. Incluso
tenía espías en el propio Consejo, que le informaban y, desde luego, sus enemigos le acusaron
siempre de abuso de poder.
Como ya hemos visto, en la trayectoria seguida por el Secretario de Estado respecto a Menorca,
quedan bastante puestos de manifiesto todos estos avatares de la política española de entonces.
Volviendo a la suerte corrida por el informe del Consejo Particular, después del silencio
administrativo del Rey, Campomanes —como gobernador del mismo— no se conformó con éste,
llamémosle, Desplante Real, y aprovechó la primera ocasión posible para recordar al Monarca la
necesidad de que se pronunciara sobre el asunto, tratando así de soslayar la influencia de Floridablanca.
Esta ocasión se le presentó al conde-gobernador en septiembre de 1784 cuando, habiéndole
enviado Floridablanca más documentos sobre una serie de problemas concretos, relativos a Gracia
y Justicia y referentes a Menorca, Campomanes escribió una nota al Rey en la que le comunicaba
no poder emitir dictamen sobre los mismos, en tanto que el soberano no contestara a la consulta
anterior, referente a la constitución general u ordenamiento jurídico de la Balear Menor:
Pero otra vez el Ministro de Exteriores debió influir en el Real Ánimo y el monarca dejó
nuevamente sin respuesta la consulta de Campomanes, dando así pábulo a Floridablanca para seguir
con su política de hechos consumados. Durante todo este tiempo, pues, al menos hasta 1792 (fecha
en la que cesó el conde murciano como ministro de Estado) los asuntos de Menorca se resolvieron
por la vía ejecutiva y su legislación revistió el mismo carácter de provisionalidad, que durante la
época (1782) en que todavía se encontraba su soberanía encima del tapete de Versalles.
Lo cierto es que nada se había hecho, ni se haría en el futuro. Al menos hasta bien entrado el
siglo XIX. En efecto, cuando Menorca fue devuelta definitivamente a España en 1802 por el tratado
de Amiens, tras el paréntesis británico de 1798-1802, se desempolvó el asunto y se le encargó
nuevamente al Consejo de Castilla que dictaminara. Los consejeros debieron enfrentarse con el
voluminoso legajo, lleno de términos, ideas, rogativas y cuestiones suscitadas veinte años atrás, que
no debieron ni entender ni tener ganas de descifrar. Por ello optaron por el camino más corto: dejar
las cosas como estaban antes de la última dominación inglesa:
De esta manera se resolvió de un plumazo el largo contencioso y la situación provisional,
ambigua y ecléctica, que se mantuvo desde 1782 a 1798 adquirió fuerza de ley y, a excepción de
pequeños retoques, mantuvo un sistema legal obsoleto, contradictorio y viciado que no se
correspondía, ni con la realidad de su contexto socioeconómico, ni con las corrientes que fluían en
su entorno, por lo que esta situación duraría relativamente poco, hasta que la isla se incorpora a la
dinámica de su sociedad globalizadora (la española) y entrará en el proceso de profundos cambios
que se produjeron con el advenimiento del régimen liberal, tras las convulsiones de las tres primeras
décadas del siglo XIX.
La política africana de Floridablanca y Menorca.
La máxima aspiración de los mentores en política africana durante el reinado de Carlos III era
conseguir la paz, tanto con las Regencias Berberiscas, como con el propio Imperio Turco (la
llamada Sublime Puerta, o la Puerta Otomana), para fomentar el comercio, verse libres de corsarios
que lo interceptaban y, en fin, evitar las continuas extracciones de dinero para pagar los rescates de
esclavos españoles apresados por los norteafricanos.
La intervención del conde de Cifuentes en las negociaciones con las regencias. Los hermanos
Soler
En vista de todas estas circunstancias, Floridablanca decidió iniciar las conversaciones de paz
con las regencias. Para ello decidió que el conde de Cifuentes, entonces gobernador de Menorca,
sirviera de mediador, tanto por su valía como por tener noticia que en la Balear Menor existían una
serie de personas que tenían buenas relaciones y cierta influencia en las regencias. En ese momento
entraron en juego, entre otros, los negociantes mahoneses hermanos Soler.
Pero: ¿quiénes eran los Soler? Un informe de la época de la reconquista de 1781, cuando se
inició por las autoridades españolas una pesquisa para saber quien era quién en Mahón, nos arroja
luz sobre este personaje y su familia.
José Soler Vives, era un negociante bastante acaudalado, que entre otras cosas tenía arrendado el
cobro de diezmos del Obispado del que era colector. Además fue agente del buque corsario San
Antonio de Padua del capitán Miguel Amengual durante la guerra de 1779 a 1781. Soler, casado
con la mahonesa Bárbara Sans, tenía tres hijos: Pedro, Jaime y Juan. El primero era capitán corsario
y vivía en Trípoli, el segundo tenía el mismo oficio y el tercero —residente en Mahón y doctor en
ambos derechos—compartía negocios con su padre: era el armador del mismo corsario San Antonio
(del que antes que Amengual había sido capitán su cuñado Antonio Camps) y en el que había
invertido 12.000 reales de plata castellanos, siendo con otros treinta y nueve el principal accionista.
También poseía Juan Soler una embarcación que hacía la ruta de Berbería, cargada de arroz,
jabón y otros géneros procedentes de las presas hechas en el negocio del corso.
Para todo ello tenía relaciones con los argelinos a través de un corsario argelino residente en
Mahón en tiempos de la dominación británica, llamado Mulay Mahomet.
Se añadía en el informe, que posiblemente Soler sería de los que más hubiera guardado dinero a
los ingleses para que no fuera confiscado y que había tenido numerosos negocios personales con el
general Murray.
Ocupémonos ahora de las vinculaciones de los miembros de la familia Soler con las Regencias.
Pedro Soler —que como ya sabemos era corsario y residía en Trípoli— contaba con amistades en
aquella ciudad y enterado de las circunstancias favorables a la negociación que se planteaban entre
las Regencias y España, escribió desde allí una carta al conde de Cifuentes en la que ofrecía su
mediación y la de su hermano Juan, que como sabemos había huido a Francia tras el desembarco de
los españoles.
Cifuentes escribió a Floridablanca al respecto y éste le ordenó que tanteara las posibilidades y se
hiciera cargo de la negociación como plenipotenciario, delegando en los hermanos Soler.
En efecto: el gobernador de Menorca escribió a Juan Soler y le ordenó que se trasladara a
Trípoli para reunirse con su hermano y que utilizara ―sigilo, prudencia y tiento, esperando las
proposiciones que hiciera la Regencia, e inclinando a aquel Dey a las más ventajosas a Su
Majestad‖. Soler llegó a Trípoli en diciembre de 1783 y fue recibido por el Dey que aceptó la
negociación, comunicándoselo a Carlos III en carta personal.
Los hermanos llegaron a un acuerdo con el Dey el 24 de febrero de 1784 y el 10 de septiembre
de ese mismo año se firmó la paz con la Regencia. Los acuerdos más ventajosos para España fueron
la supresión del corso y la libertad de comercio.
Establecida la paz con Trípoli, Floridablanca encomendó nuevamente a Cifuentes que iniciara
los contactos para lograr la de Túnez, para ello utilizó de nuevo a Juan Soler quien recomendó para
iniciar los contactos a Einrich Nyssen, cónsul de Holanda en aquella regencia y suegro de su
hermano Jaime, el cual aceptó.
Después de varias idas y venidas, se nombró a Jaime Soler como negociador plenipotenciario y
se le envió a Túnez con instrucciones. Desembarcado en la Goleta, Soler se encontró allí
sorpresivamente con otro mahonés, Alejandro Basselini. Basselini era natural de Mahón y de padre
napolitano. Además era armador como Juan Soler y, como éste, muy amigo del general Murray.
Pero: ¿Qué hacía Basselini en la Goleta? En realidad era otro comisionado de Floridablanca,
puesto que el Ministro había decidido realizar la negociación a dos bandas, enviando a Alejandro
desde Argel con mediación del Dey de esa otra regencia.
Basselini negoció por separado con en Dey de Túnez una tregua de cuatro meses. Soler por su
parte, sintiéndose desplazado, intentó anular la tregua afirmando que Basselini no tenía facultad
para firmarla. Estas disensiones entre negociadores no hacían bien alguno al desarrollo de las
Comentario [NOTA1]: Desde ese
momento la secuencia es: Floridablanca
canaliza los asunto de las regencias por
Menorca; pide un plan a Cifuentes; luego
Fl. Lo aprueba para Tripoli y canaliza la
correspondencia de Conde desde Argel por
Menorca (patrón Escudero); Cifuentes obra
por su cuenta (Escudero y Baselini); Túnez;
paz con Argel (Conde , Mazarredo, Expilly)
Comentario [NOTA2]: Desde ese
momento la secuencia es: Floridablanca
canaliza los asunto de las regencias por
Menorca; pide un plan a Cifuentes; luego
Fl. Lo aprueba para Tripoli y canaliza la
correspondencia de Conde desde Argel por
Menorca (patrón Escudero); Cifuentes obra
por su cuenta (Escudero y Baselini); Túnez;
paz con Argel (Conde , Mazarredo, Expilly)
conversaciones, por lo que Floridablanca cesó a Soler y nombró un nuevo plenipotenciario, en este
caso el corso Pedro Suchita. La paz con Túnez tardaría aun, no llegaría hasta 1791.
Bartolomé Escudero
Entre tanto y a la par que se negociaba con Túnez y Trípoli se intentó también con Argel. Pero
debemos remontarnos a años atrás para situar las circunstancias que concurrían el año de 1782, que
es la fecha en la que Floridablanca decidió —nuevamente desde Menorca y a través de Cifuentes—
entablar conversaciones con el Dey de aquella Regencia.
En un primer momento y en la época de Grimaldi, antecesor de Moñino en la Secretaría de
Estado, se intentó forzar la situación manu militari. Así, en 1775, se produjo la expedición del
teniente general Alejandro O´Reilly, empresa que acabo con un rotundo fracaso, una matanza de
españoles y con la carrera política del Secretario, que fue sustituido por Moñino, por otra parte
hechura suya. Éste, en vista de las pocas posibilidades que ofrecía la conquista militar de la
Regencia, adoptó una postura más conciliadora, iniciando una serie de negociaciones de paz.
Por todo ello, desde 1777, se entabló una correspondencia entre el Miquelache de Marina
argelino (especie de ministro del ramo) Sidi Hassan y su colega español, marqués González de
Castejón, a través del administrador del hospital de Argel, el mercedario Fray José Conde, que
servía de mediador, por su amistad personal con algunos ministros argelinos. Por instigación de
Conde, Sidi Hassan convenció al Dey que escribiera una carta a Carlos III pidiendo negociaciones
de paz. Así lo hizo aquel, en enero de 1779, y el monarca español le contestó afirmativamente.
Desde ese momento se confió nuevamente la mediación al mercedario.
La condición sine qua non que entonces puso el Dey para iniciar las conversaciones, fue que
España hiciera previamente la paz con la Puerta Otomana. Se tuvo en cuenta este requisito y,
después de arduas negociaciones, se firmó ésta el 14 de septiembre de 1782. En una de las cláusulas
de este tratado, el sultán turco se comprometía a recomendar a las regencias berberiscas de Túnez,
Trípoli y Argel, que a su vez hicieran la paz con España, pero dejándoles libertad de aceptar o no tal
proposición. Por todo ello, se autorizó al padre Conde para que negociara.
En vista de estas nuevas perspectivas, Floridablanca decidió, una vez más, utilizar la vía de
Menorca. En este caso para canalizar la correspondencia de Conde. Así, en noviembre de 1782,
envió a Cifuentes una carta con pliegos para el mercedario. El gobernador de Menorca contestará el
21 del mismo mes, comunicándole que utilizaría de correo con Argel al patrón Bartolomé Escudero.
Pero Cifuentes cometerá el error de entrometerse en la negociación por su cuenta, haciendo que
Escudero se entrevistase con el Miquelache —al margen del negociador oficial Fray José Conde—,
para conseguir algunos pasaportes en blanco con los que los menorquines pudieran comerciar con la
Regencia, aceptando al mismo tiempo naves mercantes argelinas en el puerto de Mahón. Cifuentes
utilizó para esta gestión como mediador a Alejandro Basselini, al que ya conocemos por su
intervención en Túnez (vid. supra). El napolitano conocía en Argel a un judío de nombre Mudarra,
que tenía acceso al palacio del Miquelache, probablemente por negocios.
El plan de Cifuentes tenia, como vemos, una doble intención. En primer lugar conseguir la
apertura de una nueva vía de comercio para los mahoneses con Argel (interrumpida desde la
incorporación de Menorca a España) como le dice al propio Conde: ―Por cuanto me intereso en el
bien de estos naturales que el Rey a puesto a mi cuidado‖.
En segundo lugar, el gobernador de Menorca trataba de sentar un precedente y que la medida se
extendiera por el resto del reino de España. Así, otros y no sólo los menorquines, podrían abrir
rutas comerciales con el norte de África, consiguiendo una base sólida en apoyo de la paz definitiva
Pero Cifuentes con su entusiasmo por colaborar (y de paso promocionarse) calibró mal la
situación y cometió un error al intentar la negociación al margen de José Conde, como el fraile le
hizo ver en una carta en la que le informaba que el Miquelache se había mostrado desconfiado y
molesto, tanto por la vía utilizada —la del judío Mudarra— como por la personalidad del enviado
(Basselini) al que el ministro argelino creía espía de Inglaterra.
Probablemente Basselini era un espía británico como parece. Poco importa sin embargo, lo
cierto es que Inglaterra (y otros como Francia, Holanda o Dinamarca) procuraron estorbar todas las
negociaciones de paz entre España y las Regencias. A ninguna de las potencias marítimas europeas
le interesaba un nuevo rival comercial en el norte de África. Entre ellos mismos ya lo eran en todo
el Mediterráneo.
Por eso, el fraile recomendó que no se intentara de nuevo ninguna negociación particular, sino
que todas fueran canalizadas a través de su persona, añadiendo que de momento las perspectivas no
eran muy halagüeñas porque el Dey, a pesar de las recomendaciones del sultán turco, no estaba
dispuesto a negociar con España.
El 3 de diciembre, Cifuentes, contestó a la carta de Conde aceptando sus argumentos y
prometiendo que no volvería a intervenir en la negociación.
Pasó el tiempo y en febrero de 1783 Conde transmitió a Cifuentes nuevas noticias sobre la
negociación, dio algunas esperanzas y aconsejó al gobernador de Menorca que, por si acaso,
preparase algunos regalos para el Dey. En concreto, lo que había sucedido, era que el Dey había
reunido su consejo para discutir la negociación con España y que todo el país se había enterado,
siendo los distintos arraeces (gobernadores de los distritos) favorables a la firma de la paz.
Añadía Conde, que otra circunstancia con la que había que contar era la intervención de los
cónsules de Inglaterra —y de Francia—, quienes presionaban al Dey para que no aceptara, contando
con su avanzada edad y volubilidad de carácter.
Por último, quedaba —siempre según Fray José— la opinión del Miquelache, que estaba
dispuesto interceder por España si se le remuneraba adecuadamente.
Al fin, el Dey se pronunció en lo que sería su definitiva voluntad: no negociaría con España,
dado que tenía la impresión de quedarle poca vida y prefería dejar la decisión a sus sucesor. Francia
e Inglaterra habían vencido de momento. En una última recomendación José Conde, rotas ya todas
las posibilidades de negociación, aconsejara mano dura; que se enviara la flota a bombardear la
Regencia. No obstante añadía que intentará seguir negociando, para lo que Escudero le resultaba un
elemento muy valioso por sus numerosos contactos. Inmediatamente
Cifuentes
informó
a
Floridablanca de los pormenores de la situación, apoyando los argumentos de Conde y
recomendando, por tanto, la utilización de la escuadra del almirante Barceló. la cual, partiendo del
puerto de Mahón —que podría utilizarse como base— se lanzaría al ataque. Significativamente —y
e aquí la clave de su inclinación apoyando una posición de fuerza— solicita Cifuentes el mando
militar de la expedición, en caso de que esta se produjera.
Floridablanca contestó afirmativamente (sobre la adopción de posiciones de fuerza, no sobre el
nombramiento de Cifuentes como jefe de la expedición) y comunicó al gobernador de Menorca que
le enviaría la escuadra de Barceló, empleada hasta entonces para el bloqueo de Gibraltar, ya sin
sentido tras la firma de los preliminares de paz con Inglaterra, en enero de ese año de 1783. Cifuentes se dio por enterado y, aparte de reiterar su petición del mando militar de la expedición, se
quejó de que el vice-consul de Francia en Menorca se dedicaba a espiar y perturbar la negociación
(natural por otra parte).
El Dey hizo caso omiso a los ultimátums que se le enviaron. En vista de ello, en julio de 1783,
se presentó frente a Argel la escuadra de Barceló y bombardeó la ciudad. Conde informó
puntualmente de los resultados a Floridablanca. Este informe revela, en el fondo, la impotencia de
los españoles, porque tras alabar la pericia de nuestra escuadra al bombardear la Regencia, no
incluye ninguna concesión del Dey que, apoyado moralmente por Francia e Inglaterra (y no sólo
moralmente, también con envíos de armamento y asesores militares), continuó resistiendo y la
situación entró en un largo impasse. En el verano de 1784 se efectuó un nuevo bombardeo con los
mismos resultados (negativos) que el año anterior.
A principios de 1785 continuaron las medidas intimidatorias. La escuadra española llegó a
Menorca esperando órdenes de atacar de nuevo. La comandaba Antonio Barceló de nuevo, quien
desde el mismo momento de su llegada a Mahón, dio vivas muestras de poseer un carácter bastante
agresivo. El almirante no estaba dispuesto a ningún tipo de negociación con Argel y sólo esperaba
el buen tiempo para lanzarse nuevamente contra la Regencia. Precisamente en un momento en que
las conversaciones parecían ir por buen camino, tal como decía Escudero, a pesar de la ayuda de
Inglaterra, que había enviado a los argelinos veintiún cañones con su correspondiente munición
desde Gibraltar y de Francia que, a su vez, les había suministrado cuatro mil barriles de pólvora.
Estaba claro que Barceló debía ser uno de los halcones que se oponían a las medidas conciliadoras de Floridablanca, al cual parecía ignorar el almirante, por recibir las órdenes directamente del
Secretario de Marina, debido a la falta de coordinación entre ministerios que aquella época
contemplaba, y también por la enemistad personal entre Castejón y Moñino.
Cifuentes dio cuenta de estos pormenores al Secretario de Estado, pues recibió del ministro una
carta reservada en la que le comunicaba que él, por su cuenta y prescindiendo en este caso de
Barceló, había mandado aprestar en Cartagena dos fragatas y dos navíos al mando de José de
Mazarredo, que irían a Argel donde, con bandera parlamentaria, se intentaría definitivamente firmar
la paz con el Dey.
Por lo visto, el patrón Escudero acompañaría al parlamentario español en calidad de experto. Ni
que decir tiene, que el Ministro de Exteriores recomendó al gobernador evitar todo comentario al
respecto y que, por tanto, que Barceló permaneciera ajeno a todo lo que se preparaba.
Pero poco después de recibida esta nota, Cifuentes viviría unos días de tensión porque Barceló
le comunicó su decisión de no esperar más tiempo y marchar contra Argel el 22 de junio. El conde
no tenía atribuciones para impedírselo ni podía, por otra parte, contarle lo que sabía. Al fin la
situación quedaría resuelta. De Madrid llegaría una orden tajante para el almirante, en la que se le
ordenaba que no abandonara la isla bajo ningún pretexto.
Al fin, el 24 de junio de 1785, Floridablanca comunicó a Cifuentes que Mazarredo había
conseguido parlamentar el 16 y que a pesar de la tregua conseguida permaneciera alerta. Además
que (ahora sí) le comunicara las novedades a Barceló.
Finalmente tras largas negociaciones que siguieron a la tregua, el 14 de junio del año siguiente
(1786) se firmó la definitiva paz con la regencia argelina.
El lazareto provisional de la isla de Colom
Tras la firma del acuerdo, fueron liberados los esclavos españoles presos en aquella Regencia.
Para su rescate se habilitaron varias naves dependientes del departamento de Cartagena. La urca
Real Redentora, el bergantín Monte Carmelo y el jabeque Nuestra Señora de la Soledad. Cada uno
al mando, respectivamente, de Bartolomé Escudero, su hijo Andrés y el patrón Antonio Socías.
Recogidos los esclavos, los buques partieron de Argel el 19 de Marzo de 1786. Después de un
viaje de cinco días llegaron a Alicante y desembarcaron en la isla Plana. Pero casi inmediatamente
se les ordenó que se dirigieran a Mahón para hacer la cuarentena, pues habían llegado noticias de
Argel, en las que se aseguraba estar la regencia afectada por una epidemia de peste.
El número de esclavos redimidos que salieron de Argel fue de trescientos cincuenta y cinco.
Entre ellos había cuatro menorquines: Juan Marqués, José Miret, Juan Mercadal y Juan Cabedo.
Los buques con los esclavos llegaron a Menorca a principios de abril. El primero en arribar fue
Escudero con la urca el día 3, con 105 excautivos. El contingente estaba formado por militares (un
cadete de la compañía fija de Alhucemas, soldados procedentes de los presidios de Ceuta y Melilla),
marineros y pasajeros apresados durante sus travesías, un fraile de la orden de San Pedro de
Alcántara, fray Juan de Chinchón, siete mujeres y un niño.
Escudero fondeó en la bocana del puerto de Mahón y avisó a las autoridades locales de que a su
bordo había un brote de peste bubónica de la que habían muerto ya dos personas. Al día siguiente,
llegó también su hijo y el patrón Socías lo efectuó el día 7. En principio, en el Carmelo y la Soledad
no había indicios de contagio infeccioso.
La llegada de los buques procedentes de Argel produjo gran alarma entre la población
mahonesa. Sobre todo cuando corrió la voz del contagio de peste. Por esa razón la Junta de Sanidad
se opuso ante el conde de Cifuentes a que hicieran la cuarentena en la isla, alegando que obraba en
su poder una Real Orden en la que se ordenaba que todos los buques procedentes de Argel debían
hacer su cuarentena en Barcelona, Alicante o Málaga. No obstante, con la llegada del Monte
Carmelo se disiparon las dudas sobre la cuestión, puesto que su patrón traía una orden comunicada
sobre el particular, en la que desde Madrid se mandaba hacer la cuarentena en Mahón, que el
gobernador de Alicante le había entregado en nombre del Rey.
Desde ese momento -no quedaba más remedio- comenzaron a disponerse los medios para hacer
frente al reto que suponía aislar a tanta gente, entre quienes, además, había contagiados de peste,
teniendo en cuenta las escasas dimensiones del lazareto, construido por los británicos en la llamada
isla de la Cuarentena en el interior del puerto de Mahón.
En todo caso, la iniciativa principal de todo lo que se llevó a cabo desde ese momento, corrió a
cargo del activo conde de Cifuentes, puesto que las autoridades locales colaboraron a regañadientes.
El mismo gobernador se quejará de ello al conde de Floridablanca, diciéndole “No puedo dejar de
hacer presente a V.E. como en esta ocasión no he encontrado en los jurados de esta Universidad y
consejeros que ha tenido [la dicha universidad], toda la buena voluntad y esmero que se debía
esperar por unos vasallos que tantos beneficios han recibido de la piedad del Rey, pero habiendo
encontrado en mi todo el tesón que me es debido para hacer obedecer las órdenes de S.M. se han
allanado a hacer lo justo y queda ejecutado el servicio del Rey según llevo expuesto, lo que expreso
a V.E. para su inteligencia y en cumplimiento de mi obligación, añadiendo a V.E. que lo que es el
público en general es inocente y que los malos son los que obran con preocupación [sic. por
interés] y por fines particulares.‖
Como decimos, y al margen de estos inconvenientes, se tomaron las decisiones pertinentes para
hacer frente al problema y se decidió que la cuarentena se efectuaría en un lazareto provisional que
se estableciera en la isla de Colom, en la costa norte menorquina, cercana a la bahía del Grao.
Así, se dio la orden de que las tres embarcaciones partieran hacia dicho enclave cuarentenario, al
que, pese a su corta distancia del puerto mahonés, tardaron en llegar varios días, debido a vientos
contrarios. Al fin anclaron en el fondeadero de los Llanes el día 13 de abril. Para entonces ya habían
muerto de peste en la Real Redentora 16 personas.
Las instalaciones del lazareto
Entre tanto se había preparado el escenario para recibir a los cuarentenarios. La isla de Colom se
dividió en cuatro sectores separados por paredes de piedra seca. A saber:
El sector principal para los pasajeros de la urca al sur de la isla, (donde había una buena playa
de desembarco, varios pozos y una casa) en el que se encontraba el campamento de tiendas donde
debían alojarse las personas sanas, una serie de barracas: una para el capitán Escudero (nombrado
por Cifuentes comandante del lazareto, auxiliado por el fraile y el cadete; otra para las mujeres, otra
para el médico, cirujano y boticario y otra para los enterradores. En este sentido destacaron por su
espíritu de sacrificio, el médico José Portella y el cirujano José Burxac, únicos facultativos que
aceptaron encerrarse en la isla para atender a los cuarentenarios.. También se instalaron diversos
hospitales para enfermedades comunes, sospechosas y contagiosas o calenturas benignas, todos
ellos separados convenientemente. En la altura mayor de la isla situada al S.E. (37 m. sobre le nivel
del mar) se situó una caseta para los llamados facultativos de urgencias.
Un segundo y tercer sectores, situados en la costa NO, donde los pasajeros del bergantín y del
jabeque, a los que se permitió pernoctar en sus respectivos buques por no haberse manifestado en
ellos contagio alguno, pudiendo desembarcar de día.
En el pequeño cabo del S.O., se situó una pared que separaba a los cuarentenarios de los
guardias, quienes tenían allí su barraca junto a la de las provisiones, que debían lanzar por encima
de la cerca sin rozarse con aquellos.
Por último, en la costa S.E. se instaló el cementerio, a cuyo recinto se conducían los fallecidos,
que eran enterrados en cal viva, procedente de un horno situado en el recinto principal.
La larga cuarentena y sus vicisitudes
Al fin y después de las numerosas peripecias, el día 16 de marzo desembarcaron los pasajeros de
la Real Redentora en la playa del S.O., donde se les bañó en agua de mar y vinagre y se les
entregaron ropas nuevas después de quemar las que traían. Previamente el 15 por la noche, habían
desembarcado las 7 mujeres -―para unir la decencia a la operación‖, dice Cifuentes-. También se
desembarcó la carga del jabeque para su oreo. Por último, en la Real Redentora quedó un retén de
13 hombres para proceder a su ventilación y purificación.
A los tres días de cuarentena murieron dos ex-cautivos más, uno de tisis, que por lo visto ya
padecía hacía tiempo y otro de peste, pero desde entonces no hubo más incidentes, si exceptuamos
los 18 enfermos de gálico, que habían contraído esta enfermedad venérea durante su estancia en
Argel y que mejoraron pronto, lo que tranquilizó un tanto al resto de cuarentenarios.
De todas formas y por si acaso, se ordenó a Cifuentes desde Madrid, que los confinados en el
lazareto de Colom hicieran doble cuarentena. Al fin cada uno marchó a sus lugares de procedencia,
escoltados por una fragata de la Armada y admitidos ya a libre plática en Alicante.
Es evidente que el episodio del lazareto de la isla de Colom, mostró una vez más las cualidades
de mando y de organización de que hizo gala siempre el conde de Cifuentes, durante su estancia en
Menorca.
La provisionalidad política
Como ya hemos expuesto en alguna ocasión, la conquista militar de Menorca en 1782 tuvo un
trasfondo político principal, muy relacionado con las pretensiones del conde de Floridablanca de
recuperar a toda costa el peñón de Gibraltar. En este afán, para Moñino la Balear Menor no será otra
cosa que una baza internacional; una carta a jugar en las cambiantes relaciones con las grandes
potencias de la época, particularmente con la Gran Bretaña. Sin embargo los hechos demuestran que
no pudo llevarse a efecto, ni entonces ni después, la anhelada recuperación de la Roca, por lo que la
baza menorquina quedó convertida sine die en un simple as en la manga.
Hemos querido insistir en estos aspectos internacionales del asunto, porque de ellos deducimos
que la política interna respecto a Menorca, llevada a cabo por el gobierno central durante la
dominación española entre 1782 y 1798, adquiere más sentido desde esta perspectiva. De hecho, la
influencia de lo que Floridablanca pensaba y hacía respecto a Menorca, no sólo pervivió durante la
etapa correspondiente a su gestión política, desde la toma militar de la isla en 1782 hasta su caída
diez años después, sino que alcanza, con el gobierno Godoy, hasta el siglo XIX.
Y es que este último ministro, denostado in extremis como chivo expiatorio de los males
sufridos por España durante la invasión francesa de 1808, pero inteligente (o como mínimo listo) y
maniobrero, continuó la trayectoria de su antecesor en los asuntos concernientes a Menorca. Sin
embargo carecemos de datos suficientes para saber si lo llevó a cabo con énfasis o por rutina.
Esta continuidad de la política sobre la isla, queda puesta de manifiesto en varias direcciones
que iremos descubriendo a lo largo de este análisis. Quizás el aspecto más evidente y generalizado
fuera (debemos insistir una vez más) el carácter de provisionalidad que tuvieron cualesquiera
medidas tomadas desde Madrid respecto a la Balear Menor.
Este rasgo tuvo un cariz más activo durante el gobierno Floridablanca, quien lo llevó a la
práctica con toda intención, desde el arbitraje político creciente que ejerció durante los últimos
veinte años del reinado de Carlos III, enfatizado sobre todo desde 1787 con la formación de la Junta
de Estado, a través de la cual el conde controlaba de manera bastante estrecha las demás Secretarías
del Despacho. El resto del siglo XVIII y aun a principios del XIX, durante el gobierno Godoy en el
reinado de Carlos IV, la situación política menorquina no varió en lo sustancial, pero a nuestro
entender más pasivamente. Como algo que se hereda y mantiene.
Esta provisionalidad representó para la isla, la pervivencia de jure del statu quo ante bellum
tanto en lo que respecta al gobierno general como al municipal, aunque de facto se tomaran algunas
medidas concretas para adaptarla al nuevo dominio español.
Los hechos avalan esta afirmación y su intencionalidad manifiesta queda probada por el hecho
de que no hubo ninguna iniciativa ni Real ni gubernamental, para cambiar la legislación
tradicional menorquina: sus fueros, privilegios, usos y costumbres, como lo demuestra la documen-
tación del Consejo de Castilla que analizaremos más adelante y en la que, al margen de la resolución de cuestiones urgentes que permitieran dejar expeditos los recursos de Justicia o lo referente al
gobierno eclesiástico, no hubo consulta alguna respecto a lo político.
Conviene aclarar que en aquella Monarquía de carácter absoluto cualquier iniciativa política
(como pudiera ser el establecimiento de una nueva planta de gobierno para Menorca por ejemplo),
debía partir o directamente de la voluntad Real o indirectamente a través del Rey desde (lo que en la
época se denominaba) "el poderoso influjo" de Floridablanca. Cualquiera de estas dos posibilidades
podía tener su plasmación, o bien en una Real Pragmática inmediata y tajante, tomando tal o cual
resolución por la vía ejecutiva y con fuerza de ley, en la llamada Real Resolución de Su Majestad y
Señores del Consejo, que suponía que el Rey había decidido consultar al Consejo de Castilla, por la
gravedad y detenida reflexión que el asunto requería y que se había conformado con su dictamen,
cuestiones estas que ya se han tratado con alguna extensión en el capítulo anterior.
Por ninguna de estas dos vías se llevó a cabo reforma respecto a la situación política menorquina. En resumen: ni desde la prerrogativa Real ni desde la Secretaría de Estado (haciendo uso de
aquella con aquella famosa fórmula de el Rey quiere que...) partió aquellos años consulta alguna al
Supremo Consejo de Castilla, tocante a la gobernación general o particular de Menorca, ni tampoco
se promulgó ninguna pragmática al respecto entre 1782 y 1802.
Únicamente se transmitió una Real Orden o decreto aclaratorio, por la vía reservada de Guerra
en 16 de febrero de 1782 en la que se mantenía provisionalmente la situación hasta posterior
resolución.
Mediando pues todas estas circunstancias, la pregunta radical sobre si hubo, o no, ruptura con la
legalidad secular menorquina carece aquí de sentido, ya que el proceso de acoplamiento legal de la
isla a la Corona Española siguió un camino bastante sinuoso. Tengamos en cuenta al respecto, que
los criterios de los gobernantes ilustrados del reinado de Carlos III (como el propio Floridablanca)
eran bastante distintos y distantes de los que primaron en la época de su padre Felipe V. Mientras
entonces prevalecían los planteamientos ideológicos, ordenancistas y apriorísticos importados de
Francia, setenta años después las cosas habían cambiado: sin prescindir del carácter absoluto de la
Monarquía, los políticos se regían ahora por criterios de mayor pragmatismo, lejanos ya aquellos
tiempos dominados también por el pathos revanchista característico de aquella auténtica contienda
civil —que, además de internacional— fue la Guerra de Sucesión a la Corona de España.
Esta nueva actitud suponía pues, que los gobernantes carlotercistas aplicaban lo que más
convenía al momento y lugar, utilizando preferentemente la vía ejecutiva. Muchas de las medidas
que tomaría Floridablanca en Menorca encajan con estos criterios, desde los que pueden encontrar
explicación a su aparente paradoja.
En todo caso y como síntesis, decir que reformas las hubo, pero siguieron un largo v tortuoso
camino, en el cual Floridablanca hizo gala de gran prudencia y cuidado, aconsejado además por el
conde de Cifuentes, que era su hombre de confianza en Menorca y conocía la situación a pie de
obra. El eje Cifuentes-Moñino es un matiz destacado a considerar en este caso y la clave para
entender la moderación y equilibrio que caracterizó al proceso.
Y pasó el tiempo y todo siguió igual o parecido hasta la llegada nuevamente de los ingleses en
1798. Después, recuperada definitivamente la isla en 1802, se ratificaba la Orden de 16 de febrero
de 1782 por un Auto Acordado del Rey con el Consejo de Castilla en el que se ordenaba al gobernador que, hasta nueva orden, continuaran las cosas (otra vez) como estaban antes de la última
ocupación británica.
Veamos a continuación en detalle los pormenores de la cuestión.
Las peculiaridades del cargo de gobernador general de Menorca en el último tercio del siglo
XVIII.
La situación previa.
Las condiciones de la Gobernación General de Menorca, según la legislación vigente a lo largo
de los siglos en que en España reinaron los Austrias Mayores y Menores, consistía en que, el primer
mandatario de la isla ejercía, como alter ego del Rey, el mando supremo de la isla, tanto en el orden
militar como en el político y judicial.
Sin embargo, hasta 1706 había en la Balear Menor dos gobernadores, uno militar y otro político,
residentes respectivamente en el castillo de San Felipe y en la entonces capital, Ciudadela. Pero en
diciembre de ese año se unieron las dos funciones en la persona de Diego Leonardo Dávila —
alcaide de San Felipe— para que pudiera resolver sin interferencias la situación de emergencia
planteada por la sublevación austracista de Juan Miguel Saura, en plena Guerra de Sucesión. Desde
ese momento se denominará a Dávila gobernador en lo militar y en lo político o gobernador y
capitán general de Menorca, título que conservará la administración británica después de la toma
de posesión de Menorca por el tratado de Utrecht en 1713 (además de todas las otras funciones
propias del cargo de la administración española anterior), añadiéndosele el apelativo de propietario
o interino, según su calidad en uno u otro sentido.
Las prerrogativas militares del gobernador le conferían la comandancia de la guarnición; la de la
defensa de la isla contra cualquier peligro exterior y el mantenimiento del orden público en el
interior. Para ello, contaba con el auxilio de los comandantes de las guarniciones del castillo de San
Felipe, Fornells y Ciudadela y de una administración militar que suministraba los servicios de
hacienda (pagaduría), jurídicos y religiosos.
En el orden político, las funciones del gobernador eran plenas: intervenía, por ejemplo, en la
elección de cargos municipales para las Universidades, añadiendo o quitando nombres en las listas
que obligatoriamente debían presentarle los magistrados salientes antes del día del sorteo, cuya
fecha era decidida, además, por la primera autoridad de la isla. En la ceremonia de insaculación, el
gobernador tenía la autorización Real, para dictar ordenanzas particulares y elegir los prohombres
necesarios. Después de elegidos todos los cargos municipales, el gobernador les concedía las
patentes o credenciales en nombre del Rey.
También era prerrogativa del gobernador intervenir en las decisiones del Consejo de las
Universidades, ya que después de celebrado éste, debía darse cuenta al mismo de lo acordado, que
no se convertía en ejecutivo sin su firma. Además, si se producía igualdad de votos en alguna de las
deliberaciones, el gobernador rompía el empate con el suyo.
Respecto al área económica, el gobernador decidía la fijación del precio de los productos
aforados, si los Jurados no se ponían de acuerdo en el justiprecio y a él correspondía también
autorizar la compra de granos en el extranjero por las Universidades, para abastecer al pueblo en
caso de mala cosecha y dar permiso para distribuirlo. Incluso estaba facultado para conceder
salvoconducto a cualquier buque extranjero, aunque fuese enemigo de la monarquía española, para
introducir provisiones si la necesidad fuera extrema.
Por último, en términos judiciales, el gobernador era presidente del Tribunal de la Real
Gobernación, que era el más alto organismo representante de la Justicia Real en Menorca. Como tal,
firmaba las sentencias junto al asesor (juez) y el fiscal y mediaba en caso de que el acusado
presentara recurso contra las mismas y éste fuera admitido.
Como se verá, los poderes del Gobernador General de Menorca, eran prácticamente absolutos.
Nada podía moverse sin su consentimiento a pesar de la aparente capacidad de maniobra de los
consejos de las Universidades. Si éstas o, mejor, sus componentes electos, querían salirse con la
suya, debían procurar estar a bien con la primera autoridad de la isla y desde luego no intentar en
ningún momento romper las reglas del juego que la Administración Central imponía, como así se
observa en cualquiera de los casos que se presentaron durante el siglo XVIII.
El gobierno Cifuentes.
El primer Gobernador y Capitán General de Menorca del segundo período de dominación
española en el siglo XVIII, fue el propio jefe de la expedición de conquista: el duque de Crillón y a
su partida, en abril de 1782, fue sustituido por el conde de Cifuentes, recomendado por el mismo
Crillón como oficial más idóneo para el cargo.
Tres meses después, el 26 de junio de 1782, murió el Capitán General de Mallorca, Joaquín de
Mendoza Pacheco. Cifuentes fue entonces nombrado para sustituirle el 15 de julio, pero,
sorprendentemente se le ordena que permanezca en Mahón.
En septiembre, Cifuentes pasará a Palma a tomar posesión de su cargo, que previamente había
jurado ante el obispo de Mallorca (e1 cual se encontraba en Menorca en visita pastoral), e
inmediatamente regresó a la Balear Menor, dejando interinamente el mando de las tropas de
Mallorca al conde de Ayamans, hasta la llegada del mariscal de campo Galcerán de Villalba, que
era el jefe militar que había sido promovido para este cargo. A su vez, se ordenó desde Madrid al
brigadier Antonio Gutiérrez, que se encontraba en el Campo de Gibraltar, que partiera para
Menorca donde ejercería de gobernador, aunque su cargo no sería efectivo, hasta la partida
definitiva de Cifuentes de la isla en 1787.
Ni que decir tiene que esta decisión de que Cifuentes permaneciera en Mahón, nada tenía que
ver con los argumentos de la tradición romántica local que, un tanto ingenuamente, asevera que el
conde amaba tanto a Menorca que solicitó su permanecía en la isla y le fue concedida. Por el
contrario, los motivos fueron de índole político y contenido más grave.
Todo estribaba una vez más en la intervención de Floridablanca como árbitro de esta situación
particular. Como ya se ha dicho, Moñino continuó interviniendo en los asuntos de la Balear Menor
incluso tras la toma militar de San Felipe, ahora desde la denominada Vía Reservada de Guerra,
Secretaria que controlaba, por la manifiesta inutilidad del sexagenario Miguel de Muzquiz, si
tenemos en cuenta que todos los asuntos de Menorca se canalizaron por dicha vía hasta la firma de
la paz de Versalles.
En efecto: fue el conde murciano quien recomendó a Carlos III que Cifuentes permaneciera en
Menorca. Ahora cabe preguntarse porqué.
Como ya hemos mencionado anteriormente, en aquel verano de 1782 Floridablanca tenía en
mente tratar de obtener una de las bazas fundamentales de su política africana: lograr la paz con las
Regencias Berberiscas. Sobre todo después de que sus esfuerzos por conseguir un previo acuerdo
con Turquía se vieran compensados, cuando el 14 de septiembre de ese mismo año firmó un tratado
con la Puerta Otomana, en el que el Sultán se comprometía a recomendar a las Regencias que, a su
vez, firmaran una paz con España.
Expedita la vía de negociación con las Regencias, Floridablanca pensó en Cifuentes como
mediador desde Mahón y este es, desde nuestro punto de vista, el motivo principal por el que
Cifuentes fue retenido en Menorca: la consecución de la política africana, en punto a Regencias
Berberiscas, llevada a cabo por el conde murciano. Lo demás, aunque importante respecto al trato
que se dio a Menorca, era secundario para el ministro.
Sin embargo, tampoco conviene olvidar la necesidad de mantener lo que entonces se
denominaba ―la quieta posesión de la isla”. Este sería el segundo motivo de la permanencia del
conde en la Balear Menor. En efecto: si bien la posesión de Menorca todavía no estaba asegurada,
tampoco podía descartarse su final incorporación a España (como así aconteció).
En tercer lugar, también debemos tener en cuenta a este respecto que, una vez incorporada la
isla a la Corona Española en 1783 tras el tratado de Versalles, convenía ir con tiento para, en los
primeros momentos de ocupación, no soliviantar a los menorquines —celosos de su estatus— con
modificaciones substanciales en su sistema de gobierno.
Ante esta disyuntiva, entre dejar las cosas como estaban antes de Utrecht (nombrando un
gobernador a la antigua usanza de la época de los Austrias, lo cual hubiera sido peligroso
precedente difícil de cambiar después) o crear una nueva planta de gobierno como en tiempos de
Felipe V se había establecido para Cataluña, Valencia y Mallorca, Floridablanca decidió una tercera
vía, consistente en mantener la legalidad vigente hasta entonces (es decir la británica), a la par que
se establecía un régimen de provisionalidad en la figura de un gobernador interino, pero vinculando
la isla a Mallorca a través de la persona de Cifuentes, que siendo a la vez Capitán General de
Mallorca y Menorca se convertía, automáticamente. en Capitán General de (todas) las Baleares, sin
que se hubieran tocado un ápice los privilegios locales de la Balear Menor.
Gracias a esta hábil maniobra, se acopló Menorca, administrativamente a la planta de gobierno
de Mallorca y el Secretario de Estado consiguió su propósito. Los menorquines creyeron que el
nombramiento había sido un honor concedido a Cifuentes y lo valoraron positivamente desde esta
perspectiva, ya que el conde era muy querido en la isla, debido a su actitud conciliadora de los
intereses nacionales con el bienestar de sus habitantes.
En lo que respecta a este punto, Floridablanca explotó al máximo su baza, dando largas al
establecimiento de una planta definitiva de gobierno para Menorca, hasta el punto que no llegó a
resolverse la cuestión. Cifuentes, por su parte, se encontraba cómodo en su puesto, plenamente
integrado además en la sociedad menorquina (incluso parece que se casó secretamente con la
mahonesa de origen francés Juana Eymar Capella).
Sin embargo, cabe señalar que algo sí se aprobó con carácter definitivo tras al firma de
Versalles: lo relativo al ramo militar. es decir, el plan general de defensa de la isla. En este sentido
la plantilla de oficiales se fijó con carácter efectivo, cesando en su interinidad, a excepción del
comandante en jefe —el gobernador— en consonancia con lo dicho anteriormente.
El relevo de Cifuentes: Anuncivay.
En marzo de 1788 el Rey concedió a Cifuentes ocho meses de licencia, dejando como Capitán
General interino al coronel Antonio de Pinedo y Anuncivay al que se asciende a brigadier y se le
ordena que se traslade a Mahón para ocupar el cargo en las mismas condiciones que su antecesor.
Pero Cifuentes no regresará ya nunca a Menorca, pues será nombrado, primero embajador en
Lisboa y posteriormente, en mayo de 1791, Presidente del Consejo de Castilla, muriendo un año
después, el 2 de marzo de 1792.
Instalado Anuncivay en Mahón, se regulará su situación nombrando Capitán General de
Mallorca al brigadier de Artillería Bernardo Tortosa, dejando al gobernador de Menorca
nuevamente como interino.
El gobierno del brigadier Quesada.
Anuncivay murió en 1798, y en esa fecha fue nombrado para el cargo el brigadier Juan
Nepomuceno de Quesada, a quien tampoco parece que se le hicieran novedades en su corto
mandato, que acabó el 16 de noviembre del año siguiente cuando se vio obligado a capitular ante el
general británico Stuart.
Después, cuando tras la tercera ocupación británica del Dieciocho Menorquín, el 27 de marzo de
1802, Menorca fue recuperada para España por el tratado de Amiens, no parece que tampoco
entonces el gobierno central, presidido una vez más por Manuel Godoy, quisiera cambiar las cosas
si tenemos en cuenta el oficio que se pasó al nuevo gobernador de Menorca, Luís de Babelón y San
Martín, sobre que se observara a continuación el gobierno que regía en Menorca antes de la última
invasión, hasta nueva resolución.
La situación de las Universidades en 1781. Problemas y soluciones.
Después de la conquista militar de la isla por las tropas hispanofrancesas del duque de Crillón, y
como ya se dijo, la Junta Provisional de Gobierno que se nombró, presidida por el Gobernador
Cifuentes, encargó —por orden proveniente de Madrid— una encuesta al Auditor de Guerra José de
San Martín, en la que las instituciones públicas y privadas de Menorca se pronunciaran sobre qué
convenía reformar o conservar en las mismas, con el fin de obtener un criterio para obrar en
consecuencia. Las preguntas del cuestionario se hicieron a los Jurados, a los bailes y a los asesores
y fiscales de Gobernación y Real Patrimonio así como a comerciantes, gremios etc.
En primer lugar, todos coincidieron en la desastrosa situación financiera de las Universidades
por varias razones:
Primero la insuficiencia de los impuestos municipales (talla), gravados sobre bienes raíces, a
pesar de su cuantía, debido a las numerosas exenciones y ocultaciones al catastro. En efecto: los
nobles gozaban del llamado privilegio de gentileza consistente en la exacción del pago de la talla si
sus rentas no sobrepasaban las quinientas libras anuales, de modo que se las arreglaban para no
alcanzar dicha cifra en su declaración (manifest). Los demás hacían también lo que podían al
respecto y las Universidades, controladas fundamentalmente por enfiteutas ricos, no se esforzaron
demasiado para actualizar la renta catastral durante el siglo XVIII, caracterizado por una fuerte
inflación, sobre todo durante el auge económico de la segunda mitad de la centuria. Pronto rentas y
gastos públicos se distanciaron en detrimento de las primeras.
Estaba claro que la economía municipal seguiría siendo deficitaria mientras los administradores
fueran juez y parte.
Por su parte, Francisco Seguí, que ratificado en su cargo a la llegada de los españoles, continuó
ejerciendo de asesor de gobernación hasta su muerte en 1793, consideraba en su informe a la Junta,
que la causa principal de la mala administración municipal provenía de que la mayoría de sus
oficiales no sabían leer ni escribir y como las decisiones del Consejo se tomaban por el voto
mayoritario, no siempre eran las más adecuadas. Sin embargo habría que dilucidar hasta que punto
las decisiones eran en realidad tomadas por mayoría real. El estamento dominante (los enfiteutas
absentistas) debía ejercer numerosas presiones sobre los Jurados más modestos. Nos inclinamos,
pues, a pensar que, en este caso, la mala administración estribaría más en las contradicciones de los
intereses particulares, cuya presencia influiría decisivamente en las decisiones del Consejo. Ejemplo
de ello serían las ocultaciones antes citadas, que eran consentidas por los propios magistrados.
Además, al valorar las opiniones de Seguí, no debemos olvidar que él pertenecía también a la
burguesía mahonesa, concepto este que definiremos más adelante cuando tratemos sobre la
sociedad menorquina de la segunda mitad del setecientos.
Pero no todo fue siempre paz y después gloria para los administradores públicos. En efecto:
aunque durante mucho tiempo los ricos hacendados se repartieron el poder municipal y gobernaron
las Universidades a su antojo y por lo tanto en su beneficio, durante al segunda mitad del siglo
XVIII y debido al auge del comercio, se establecieron en Mahón numerosos negociantes extranjeros
a los que emularon pronto algunos aprovechados mahoneses. Pronto se formó, pues, en la ciudad,
un grupo de presión formado por gentes con pocos escrúpulos, cuyo principal negocio era el
comercio y el corso y que trastocaron un tanto la economía local y con ello el juego transaccional
entre la Universidad y los productores locales de trigo.
Lo que acabamos de señalar estribaba en el privilegio de aforación que tenía la Universidad.
Generalmente el trigo aforado procedía de la isla o se compraba en Mallorca a cambio de ganado,
pero los comerciantes tras abrir las rutas de Levante, conseguían trigo, más barato incluso que el
aforado, lo que redundaba en su beneficio, pero aumentaba las deudas de la Universidad que se veía
obligada a disminuir el precio del grano vendido en la tienda pública aun por debajo de su coste.
Después, los propios comerciantes remataban el negocio prestando dinero a la propia Universidad a
censo.
Para solucionar estos problemas. los Jurados de Mahón y Alayor hicieron varias propuestas:
-Reducir el interés de los censos consignativos de ocho a seis por ciento, para disminuir así la
cuantía de las deudas.
-Que el gobierno concediera a las Universidades algunos arbitrios sobre carnes y otros
comestibles. Ello permitiría disminuir la talla, con lo que los cultivadores se animarían a
aumentar la producción y se verían beneficiados los reales diezmos.
-Que las Universidades pudiesen intervenir el precio del trigo extranjero comprado por los
particulares, pera que no pudieran éstos competir con el de la tienda pública
-Supresión de contribuciones del Real Patrimonio a los particulares para que se pudiera
aumentar la cuantía de las tallas
-Que se eximiera a las Universidades de pagar impuestos para el mantenimiento de las tropas.
-Que se eliminasen las exenciones, para que se produjera una mayor equidad en el reparto de las
cargas.
Por su parte, los Jurados de Ciudadela, término en el cual sus habitantes se dedicaban
eminentemente a la agricultura, y, por tanto, se veían más perjudicados por la talla, pedían que se
cargasen arbitrios sobre el comercio para que las cargas se repartieran con mayor equidad, teniendo
en cuenta que la talla se gravaba exclusivamente sobre bienes raíces.
La reforma de la institución municipal .
Desde el momento en que España recuperó Menorca de jure tras la firma del tratado de
Versalles, al gobierno español le cabían dos posibilidades lógicas, respecto a la adaptación de las
instituciones municipales isleñas a la nueva situación. En primer lugar, dejar las cosas como estaban
o, en segundo, reformar la legislación secular menorquina y adaptar dichas instituciones a las leyes
de Castilla, que en aquellos tiempos regía para todo el resto de España; lo que en términos de la
época se denominaba: el reino de Castilla, el reino de Aragón e islas adyacentes.
En tal sentido, en todo el territorio español las corporaciones municipales estaban constituidas, a
la manera de Castilla, en corregimientos o alcaldías. Los principales cargos eran: el Corregidor o
Alcalde, los Regidores (especie de concejales) y los Diputados y Personeros del Común. (o
representantes del pueblo en la asamblea municipal).
A la altura de 1783, los Corregimientos eran de tres clases según que el nivel de renta de su
término fuera de mil, dos mil o mayor de dos mil ducados de vellón. En cuanto a su categoría, los
había de Capa y Espada, Militares (los correspondientes a plazas fuertes) y de Letras. A los
aspirantes a los dos primeros se les exigía únicamente el testimonio de su condición de tales y los
terceros estaban reservados fundamentalmente para personas que hubieran estudiado la carrera de
derecho, con diez años de antigüedad (incluidos cuatro de práctica). La edad para acceder al cargo
era de veintiséis años cumplidos y la duración: un sexenio prorrogable.
La elección de estos cargos, a excepción del personero que lo era por el voto popular, era
preceptivo de la Corona, de tal modo que los aspirantes debían presentar al Consejo de Castilla
memorial de pretensión con todos los documentos justificativos de condición y títulos, el cual lo
trasladaba al Rey para que este sancionara el nombramiento. Esto quería decir que, la Corona tenía
un absoluto control sobre los cargos municipales mucho más férreo que la insaculación
menorquina, sancionada exclusivamente por el gobernador de la isla (eso sí: con la previa obtención
del permiso real para celebrar la elección), a quien podía ser relativamente fácil convencer, al
menos potencialmente, si los estamentos dominantes tenían la habilidad de llevarse el gato al agua,
como de hecho ocurrió muchas veces. Desde luego si se hubiera aplicado la legislación castellana
municipal a las Universidades menorquinas, la clase dominante local lo hubiera tenido más difícil.
Pero como ya veremos no se aplicó.
De cualquier modo en caso de reforma a la castellana, además de abolir la insaculación y desde
luego aquella Generalitat tan contraria al uso centralista-borbónico que era la Universidad General,
se hubiera adscrito la isla a la Planta de Gobierno de Mallorca de 1715, por pertenecer ésta a aquel
reino.
Estaba claro que en Mallorca las Universidades y sobre todo la insaculación, habían
desaparecido de un plumazo en 1715 y desde entonces se ejercía sobre los cargos municipales (que,
eso sí, conservaban el título de Jurados) un férreo control. Lo principal de todo ello estribaba en
que, para ejercer el poder municipal, a las fuerzas vivas de los pueblos ya no les bastaba con
ponerse de mutuo acuerdo y manejar a su antojo sorteos y cargos.
Fin de la autonominación pues, desde 1715. En adelante las ciudades de Palma y Alcudia
deberían contar con el Consejo de Castilla, que era en última instancia quien presentaba los cargos
municipales a la aprobación Real según la legislación castellana. Por su parte los magistrados del
resto de los pueblos de la isla deberían contar con la aprobación de la Audiencia de Palma, que
había sido instaurada por el mismo decreto, en su artículo 1º.
Al margen de esta Planta mallorquina de la época de Felipe V, se habían efectuado importantes
modificaciones en la legislación municipal que regía para toda la Monarquía Española. En concreto
y como ya se ha mencionado, se había regulado el método de proveer los Corregimientos y
Alcaldías Mayores de los Reinos de Castilla, Aragón e islas adyacentes por Real Decreto de 29 de
marzo de 1783.
Dos eran pues —reiteramos— las posibilidades que tenía el gobierno español ante el status
municipal: uno convertir los municipios menorquines en Ayuntamientos o, por otra parte, mantener
su vigencia secular. Pero antes de tomar una decisión, el gobierno de Madrid evacuó varias
consultas: la primera a los propios habitantes de Menorca, representados por sus fuerzas vivas; la
segunda al Consejo de Castilla para que emitiera dictamen al respecto.
La propuesta del Consejo de Castilla
Cuando el Consejo de Castilla fue consultado para que se pronunciara sobre la reforma del
municipio menorquín, tras serle enviadas las propuestas de los isleños, su respuesta fue la siguiente:
En primer lugar, fue del parecer que para la elección de cargos se mantuviera el sistema de
insaculación y su distribución de por estamentos. Los cambios a introducir serían, aparte de la
elección cuatrienal, que estos Jurados tuvieran las mismas facultades que los Regidores municipales del resto de España; que en vez de Consejeros se eligieran diputados y personeros del común
característicos del municipio castellano, cuyas funciones había regulado recientemente el Auto
Acordado de 5 de mayo de 1766. Esta consulta, que formaba parte de otra más extensa que envió al
Rey el Consejo Particular en 1783, no se resolvió. Ya vimos como sirvió, simplemente, para que el
conde de Floridablanca tuviera ante sí un mayor número de datos con los que llevar a cabo su
política ejecutiva.
El desenlace: la continuidad.
Y... qué ocurrió con todo este cúmulo de propuestas y esfuerzos por llevar el ascua a su sardina
de cada cuál? Pues lo mismo que con la gobernación general de la isla. Todo quedó en agua de
borrajas, si exceptuamos la reforma municipal que trató de llevar a cabo el abogado Nicolás Orfila
en 1799 durante la tercera ocupación británica (1798-1802), las cosas permanecieron como estaban
a la llegada de los españoles en 1781, hasta bien entrado el siglo XIX.
En efecto: al margen de los vaivenes políticos de las dos primeras décadas del Ochocientos, que
no podemos considerar estables, encontramos que en 1825 (en plena década ominosa, en la que
Fernando VII gobernaba de nuevo desde un absolutismo puro y duro), una Real Orden de 19 de
noviembre de ese año confirmaba la elección de cargos municipales con arreglo a los antiguos
fueros de la isla. Esto ocurría porque durante la vigencia de la constitución de 1812, promulgada
por las Cortes de Cádiz (1812-14 y 1820-23) en Menorca hubo ayuntamientos de la misma calidad
que en el resto de España.
Este secular estado de cosas continuó aun durante once años más. En efecto: En l736 se produjo
un pronunciamiento progresista (denominado la Sublevación de Sargentos de la Granja) que dio
como resultado la restauración de la Constitución de 1812. Proclamada dicha restauración en
Mahón, se procedió a abolir inmediatamente las viejas instituciones seculares y Menorca adaptó su
legislación —ya definitivamente— a su sociedad globalizadora: la española. Consecuencia directa
de ello, fue la creación en la isla de Ayuntamientos Constitucionales a la manera castellana, acordes
con la (también) rehabilitada ley de gobierno y política urbana de los pueblos y sus comarcas de 3
de febrero de 1823. La vigencia de estos Ayuntamientos la hemos constatado en Mahón a 16 de
junio de 1837 (dos días antes de que se promulgara la Constitución de 1837 —también progresista
aunque más técnica— que sustituiría a la del 12). Efectivamente: ese día, un denominado
Ayuntamiento Constitucional de Mahón redactó e imprimió un "Bando de policía urbana" cuyo
contenido resulta familiar, puesto que recuerda en su letra y estilo a las prevenciones de igual tipo
inclusas en el secular llibre des Mustasaf.
Este hecho muestra que en Menorca, como en otras partes, se siguió el principio lampedussiano
de "cambiarlo todo para que nada cambie".
El largo camino hacia la Mitra: la reforma religiosa.
Una de las cuestiones esenciales que se trataron de regular en la Menorca de la inmediata
postconquista, fue el gobierno eclesiástico de la isla, así como la estructura institucional de la
Iglesia Católica que, tras casi un siglo de dominaciones extranjeras pedía —y necesitaba— una
reforma.
En esencia, la causa causans de dicha actualización desde el punto de vista político, estribaba en
asegurarse la obediencia y fidelidad de los nuevos súbditos, eliminando de raíz los desvíos y
relajaciones morales, tras casi un siglo de dominación extranjera. El método aplicado coincidiría
con los viejos principios del cuius regio eius religio en general y del regum exequatur en particular,
doctrina, esta última, tan en boga durante la monarquía carlotercista.
Disciplina religiosa es, pues, la consigna que las autoridades españolas van a tratar de imponer y
nada mejor que empezar por el clero, para que cundiera el ejemplo.
Estas eran, por tanto, las causas generales políticas que movieron al gobierno de Madrid a
iniciar gestiones para la reforma de la Iglesia local menorquina, casi inmediatamente que se tuvo
noticia de la caída de San Felipe.
Pero veamos antes de acometer su estudio, cuál era la organización eclesiástica de Menorca y su
evolución hasta 1781.
La estructura de la Iglesia menorquina en 1782.
Según nos cuenta en su informe el asesor Francisco Seguí, poco después de la conquista de
Menorca por Alfonso III de Aragón en el siglo XIII, algunos eclesiásticos construyeron iglesias y
conventos sin la autorización ni del Rey ni del Papa y se adueñaron de tal forma del gobierno
eclesiástico de la isla, que no sólo permitían las fundaciones religiosas, sino que formaron ordenanzas contrarias y perjudiciales a las del Monarca.
Por todo ello más adelante, en el reinado de Jaime III de Mallorca, se derogó la viciada legislación eclesiástica menorquina, siendo superior eclesiástico de Menorca Guillermo de Vilanova.
Efectivamente: en 1330 y por bula papal, se dio nueva planta a la Iglesia local, expulsando además
a la mayoría de clérigos regulares a excepción de los franciscanos y clarisas en Ciudadela, cuyos
conventos quedaron en patronazgo real. En esta nueva legislación eclesiástica (denominada el
Pariatge) se nombraba, en primer lugar, la cabeza rectora: el Paborde.
Dicho Paborde como superior jerarquía local de la Iglesia menorquina, dependía del Obispo de
Mallorca y ejercía en su nombre la jurisdicción eclesiástica en la isla. Otras misiones eran la cura de
almas, y las visitas de inspección a las parroquias. Por último, se le señaló una renta anual de 125
libras mallorquinas, una casa aneja a la Iglesia (actual palacio episcopal), una possesió (denominada
antes Binimay y desde entonces sa Pavordía) y algunos huertos cercanos a Ciudadela.
En 1371, Pedro IV confirmó la autoridad del Paborde pero en el siglo XV (sin que —como dice
Seguí— se conozca la fecha exacta) fue abolida su jurisdicción y se creó la figura del Vicario
General del Obispo de Mallorca, quien la ejercería desde entonces en nombre de su superior, a
excepción de las visitas pastorales y el conocimiento de las causas beneficiales, que se las reservó el
Obispo de propio. En ese momento se creó también un tribunal eclesiástico formado por un
presidente (el Vicario) un asesor ( o juez) su Consejo ordinario, un abogado y un procurador
fiscales, un escribano y un nuncio.
Desde ese momento la situación era como sigue: Las iglesias menorquinas quedaron de
patronazgo episcopal salvo la Rectoría de Mahón y la de Ciudadela (o Pabordía) que lo eran Real.
El cargo de Paborde, por tanto, continuó existiendo, pero desde entonces limitado a su función de
rector de la Iglesia de Ciudadela, manteniendo sus prebendas y emolumentos —a los que se
añadieron la tercera parte de diezmos como compensación— aunque desposeído de su autoridad y
jurisdicción y subordinado al Vicario General. Quiere decirse, que el cargo representaría desde
entonces para el que aspirara a él, simplemente el prestigio del mismo, una saneada renta y poco
más, salvo, en caso de vacante, el nombramiento de Vicario General interino hasta la definitiva
decisión episcopal. Esta prerrogativa se le concedió al Paborde en 1608 por el visitador D. Alonso
de Orcedo.
No obstante, en el terreno político, la Pabordía significó siempre la prerrogativa Real en
términos de regalía eclesiástica frente al poder, no siempre coincidente, del Obispo de Mallorca.
Fundamentalmente —aunque no exclusivamente— durante las dominaciones extranjeras en el siglo
XVIII.
Esta organización eclesiástica permaneció vigente en lo esencial hasta el Setecientos, aunque
durante las dominaciones británicas se produjeron algunos cambios accidentales. En primer lugar, al
tomar posesión de Menorca, el Rey de Inglaterra se apropió de los derechos de patronazgo sobre la
Pabordía de Ciudadela y la Rectoría de Mahón, respetando, eso sí, la jurisdicción del Obispo de
Mallorca en cuanto a su derecho de nombramiento en las demás rectorías y la de su Vicario
General, aunque en 1725 se confiscó la parte de diezmos del prelado a favor de la Corona Británica.
Curiosamente a su vez, se trasladó la capital a Mahón, y con ella los tribunales de la isla, menos
el eclesiástico, que permaneció en Ciudadela y allí continuaba a la altura de 1787.
El estado de la cuestión en 1782. La pesquisa eclesiástica de la Junta de Gobierno.
En 1782, la Junta de Gobierno de Menorca se preparó para hacer al Rey una consulta general
sobre proyecto de gobierno según las pautas que se le habían dado en el Decreto de creación de la
misma, es decir: que no se hiciera novedad por el momento sobre planta de gobierno de la isla
limitándose a reformar y encauzar lo ya establecido.
En punto a religión, como en los demás ramos de la administración del país, se encargó al
auditor San Martín que estableciera las pautas a seguir para adquirir conocimiento sobre la situación
eclesiástica de la isla. Éste planteó que la pesquisa debería comprender los siguientes puntos: el
estado de las costumbres morales, los ritos, la disciplina de los ministros de Dios y la observancia
de los Sagrados Cánones. San Martín concluía que para aclarar tales cuestiones convenía preguntar
al Vicario General, a los párrocos y a otros clérigos. Leídas las propuestas del Auditor, la Junta
decidió que las pautas a averiguar sobre cuestiones eclesiales pasaban todas por una cuestión
capital: si sería conveniente la erección de una Mitra en Menorca separando la isla de la diócesis
mallorquina, a cuya jurisdicción eclesiástica había pertenecido hasta entonces. Con ello trataban
de solucionar dos problemas fundamentales: la sujeción de los eclesiásticos a una disciplina mucho
más directa y cercana y la creación, a cargo de dicha Mitra, de una serie de instituciones docentes
con una clara intención integradora de la sociedad isleña en la española.
Aunque por motivos diferentes, no solo la Junta veía necesaria la erección de obispado en la
isla. Los propios menorquines clamaban también por la misma causa. En efecto, la mayoría de los
consultados a este respecto coincidían en la necesidad de la erección de una Mitra local, como
remedio de muchos de sus males, ya que —argumentaban— se fomentaría el cultivo de las letras y
las ciencias con la creación de cátedras y colegios protegidos por la institución y se evitaría la
masiva extracción de dinero que suponían los estudios en el extranjero, las ordenaciones sacerdotales en Mallorca y la parte de diezmos correspondiente al Obispo y cabildo de la Balear Mayor.
Establecidas las principales pautas a seguir respecto a lo que se quería averiguar sobre el estado
eclesiástico de Menorca, se encargó la pesquisa al teniente de vicario castrense del Ejército y
miembro de la misma, Dionisio Muñoz Nadales.
El largo camino hacia la Mitra
Al fin Carlos IV, siempre a través de Floridablanca, envió su contestación. Se trata del golpe
definitivo del ministro a sus enemigos en la Cámara, que en éste asunto como en otros, se habían
opuesto a su política. Nos referimos al decreto de 10 de octubre de 1790, con el que se zanjó la
cuestión y por el que el Rey ordenaba a la Cámara que se iniciaran los trámites para la
desmembración de Menorca de la diócesis de Mallorca y erección en dicha isla de obispado de
nuevo cuño, amén de que se suspendiera definitivamente el expediente de provisión de la Pavordía
y se destinaran sus fondos a la nueva erección.
Por otra parte, aunque el decreto no nombraba a Ciudadela como sede episcopal condescendía
con los deseos de los Jurados Generales y Particulares de la ciudad más occidental de Menorca y
antigua capital, que precisamente pedían tal cosa. Es una forma sutil de no alarmar —de
momento— a los mahoneses, pero dando preeminencia a los ciudadelanos para al final instalar en
Ciudadela la sede episcopal. Con todo aún debía pasar algún tiempo, ya que el decreto no era el fin,
sino el principio del proceso que conducirá a la erección de la Mitra Menorquina.
En cualquier caso, el decreto era una Real Orden que eliminaba cualquier duda o ambigüedad,
como las que se habían producido por la lucha de intereses entre las partes interesadas en el asunto.
Desde ahora, se suspendía definitivamente la provisión de la Pabordía, se hacía caso omiso de las
pretensiones del Obispo de Mallorca y se ordenaba a la Cámara que sin más dilaciones iniciara un
expediente para erección de obispado en Menorca, así como que todas las rentas eclesiásticas
relativas a la Balear Menor se destinaran a tal efecto.
La Cámara pasó la noticia al prelado mallorquín, enviándole además orden terminante para que
suspendiera toda acción sobre el producto de la Pabordía y que mantuviera sus fondos en depósito,
así como los diezmos que le correspondieran desde ese mismo momento. El prelado contestó el 30
de noviembre de 1790, limitándose escuetamente a aceptar los hechos consumados.
Alertado el Obispo, a continuación la Cámara pidió sin más dilación a Menorca los adecuados
informes para unirlos a los que ya se poseían y así formarse una opinión más completa con el fin de
solicitar las preces a Roma. Los organismos encargados de recopilar los datos fueron las Universidades, canalizados a través del entonces gobernador, Antonio Pinedo de Anuncivay, quien —
influido por los mahoneses como lo había sido antes Cifuentes— también emitió su propio
dictamen, que era claramente favorable a la erección de obispado en Mahón y contrario a las
pretensiones de Ciudadela.
El pronunciamiento del gobernador no es más que la punta de un iceberg. En efecto: en cuanto
llegó a Menorca la noticia del decreto de 10 de octubre, los ánimos se enconaron y cada cual trató
de llevar el ascua a su sardina. Ya conocemos la sorda lucha entre Mahón y Ciudadela por
preeminencias en todos los órdenes: políticas, sociales y desde luego religiosas. En este último
campo, la discusión se centró una vez más en la cuestión de la sede episcopal, que cada cual trataba
de conseguir para sí. Inmediatamente, Mahón y Ciudadela enviaron por separado a Madrid
diputados para seguir de cerca el proceso y tratar de influir de algún modo en las decisiones, a
través de sus mutuas influencias. Este último punto —el de las influencias de cada cual— quizás
sea el más interesante de todo el asunto.
En primer lugar Ciudadela, cuyo principal valedor y defensor de sus derechos fue, hasta su
defenestración política, el conde de Floridablanca. De lejos le venía la idea, ya la había expuesto
recién conquistada la isla, cuando recomendaba el retorno de la capital a su antiguo emplazamiento,
asegurando que los ciudadelanos eran los más fieles a España y apoyando a Luis Quadrado —un
ciudadelano— para la Pabordía. Por todo ello, los jurados de Ciudadela, cada vez que podían, se
dirigían particularmente al conde en demanda de apoyo. Lo demuestran numerosas cartas que le
escribieron, en las que se observa esta inclinación de Moñino por los ciudadelanos y que ellos
presuponen.
En segundo lugar Mahón. Parece ser que esta ciudad tenía mayor apoyo en la Cámara y en el
Consejo de Castilla, sobre todo desde que fue exonerado Campomanes y nombrado presidente
Cifuentes el 14 de abril de 1791, pero les valió poco, tanto porque éste tenía como secretario a
Bernardo Febrer que era secreto partidario de la opción ciudadelana, como por la muerte del conde
en mayo del año siguiente..
Después y con la lentitud que caracterizaba a estos organismos consultivos, la Cámara se tomó
tres largos años para emitir su dictamen definitivo. Al fin el 23 de junio de 1794, se pasó consulta al
Rey sobre los siguientes puntos:
1. El Consejo es favorable a la erección de obispado en Menorca.
2. La sede debe situarse en Ciudadela.
3. Se fijan como rentas de la Mitra los antiguos diezmos correspondientes al Obispo de
Mallorca, cabildo y Pavordía.
4. Que los diezmos retenidos durante todos aquellos años se utilizaran para acondicionar el
palacio episcopal (antigua casa del Paborde) y la catedral.
5. Que habiendo hecho cuentas, se disponían de 201.347 reales de los diezmos de Menorca
acumulados aquellos años, para fundar la Mitra.
El 30 de julio de 1794, el Rey contestó afirmativamente a la consulta de la Cámara, se promulgó
el decreto correspondiente y se envió la documentación a Roma. Las negociaciones con la Santa
Sede las llevó a cabo el embajador, Nicolás de Azara.
Al fin, Pío VI publicó la bula Ineffábílís Dei, por la que se creaba una Mitra en Menorca con
sede en Ciudadela, el 23 de julio de 1795.
Ya solo quedaba, pues, efectuar el nombramiento de primer Obispo de Menorca. Es el momento
que los Jurados de Ciudadela proponen al clérigo Antonio Vila y Camps, que ya había pretendido la
Pabordía en 1782. Desde entonces, el presbítero de origen ciudadelano no había perdido el tiempo.
Por ejemplo, consiguiendo una canonjía de la catedral de Palma con 18.000 reales de renta y con el
permiso de residencia en Madrid ―para terminar una Enciclopedia Sagrada que estaba escribiendo‖
según sus propias palabras, de forma que se quedó en la Corte donde siempre resultaba más fácil
obtener prebendas. Tampoco allí permaneció ocioso. En 1792, muy significativamente, escribió un
libro denominado el vasallo instruido, ejemplo de reaccionarismo ideológico, muy de acuerdo con
los vientos que soplaban por España en aquellos tiempos revolucionarios.
De todas formas y a pesar de lo que los ciudalelanos pretendían, el Rey pidió a la Cámara que
eligiera una terna. El organismo se pronunció al fin en 6 de marzo de 1797. Dicho dictamen
proponía en primer lugar —y sorprendentemente— al canónigo de la catedral de Palma Jaime
Tarrasa, al que votaron todos los camaristas menos uno. En segundo lugar aparecía nuestro Antonio
Vila a quien votaron los magistrados Roda y Azcárate.
Al principio sorprende la elección de Tarrasa, porque junto a la votación se encuentra un
dictamen del fiscal en el que se recomendaba ―que en las actuales circunstancias convenía que el
Obispo no fuera de edad adelantada para poder trabajar muchos años y establecer como
correspondiera el nuevo gobierno eclesiástico‖ ¡y Tarrasa tenía entonces 72 años! como el mismo
afirma en su carta de renuncia que envió inmediatamente después de su nombramiento. Creemos
que la maniobra está clara: la Cámara nombró a Tarrasa a sabiendas que renunciaría y así en
Palma no podrían decir que se les hubiera soslayado.
Obviamente, de inmediato y tras la renuncia de Tarrasa en abril, el 15 de mayo se nombró al
candidato que en realidad —creemos— estaba destinado desde el principio a ser primer Obispo de
Menorca: Antonio Vila y Camps.
Conclusión.
Y así, entre contradicciones, presiones, cambios políticos y, por encima de todo, una
desesperante lentitud, los menorquines consiguieron su obispado y los ciudadelanos la sede. Bien es
cierto que, desde la perspectiva de Madrid, el proceso —en su faceta más política como una medida
más de Floridablanca para reciclar Menorca— se desvirtuó precisamente por la lentitud de su
desarrollo, que superó en tiempo al propio ministro y que llegó ya cuando la Balear Menor estaba a
punto de ser de nuevo conquistada por los ingleses en 1798.
En todo caso, esta lentitud fue favorecida y aun estimulada por los que no deseaban que llegara
la empresa a buen término. El Obispo de Mallorca, el Cabildo, algunos Ministros de la Cámara con
conexiones en la Balear Mayor o, simplemente, los enemigos de cualquier iniciativa del conde de
Floridablanca.
La sociedad menorquina durante la 2ª dominación española. Los intereses creados.
Situado el hecho histórico de la recuperación de Menorca por la Corona Española en sus contextos
nacional e internacional, abordaremos a continuación el de ámbito local, insistiendo sobre todo en el
análisis de los distintos grupos de presión, sujetos a intereses creados o por crear, que la ejercerán a la
llegada del duque de Crillón y que, por tanto, desempeñarán desde ese momento un importante papel,
que conviene aclarar como un elemento determinante más, en la faceta más política del acontecimiento.
Por esa razón sacaremos a la luz, en la medida de lo posible, no sólo los problemas que se
plantearon sino el quién era quien, sus protagonistas.
Conviene señalar también, que además de los intereses enfrentados entre grupos sociales o
económicos de una misma localidad, hay que añadir la pugna secular entre Mahón y Ciudadela.
Citamos aquí específicamente estas dos ciudades, distantes no sólo geográficamente, como polos
opuestos de un fenómeno que abarca a toda la isla, donde el resto de las poblaciones no aparecen, salvo
como afectadas por la influencia de una u otra. Suponemos en este caso, que deberíamos hablar más
bien de zonas de influencia bipolares con un núcleo central en Mahón y otro en Ciudadela.
El enfrentamiento entre estos dos enclaves de población, cuya dinámica histórica discurrió de
forma distinta, se aceleró en el siglo XVIII con el cambio de capitalidad de Ciudadela a Mahón en
1722, realizada por el gobernador Richard Kane, que produjo el consiguiente desarrollo de Mahón y
su puerto, respecto a la antigua sede capitalina, la cual, desde ese momento se cerró sobre si misma y
sobre sus viejas costumbres, limitándose a reivindicar el statu quo ante, es decir, adoptando una actitud
reaccionaria en consonancia con los dictados del elemento social dominante en dicha ciudad: la
nobleza terrateniente.
Desarrollo de Mahón en efecto, desde todos los puntos de vista. Con una población, al menos en su
estadio superior, más abierta a influencias externas, más burguesa diríamos, con todas las limitaciones
y equívocos que supone este término para la época. En todo caso y definiciones aparte, Mahón
evolucionó y fue la punta de lanza del proceso de cambio de toda la sociedad menorquina hacia el
futuro. Para bien o para mal. Depende.
Respecto a este cambio no podemos omitir como determinante la faceta económica. Ya ha sido
analizado con alguna profundidad el cambio económico de coyuntura ocurrido entre 1740 y 1781, que
supuso un auge del comercio y por tanto un enriquecimiento de un cierto grupo de personas, que
formarían el establishment que recibió a los españoles en 1781.
Sin embargo, no debemos engañarnos respecto a los acontecimientos económicos acaecidos
durante los 40 años de la coyuntura alcista, en el sentido que fueron eso: coyunturales. En efecto: nada
cambió aun por mucho tiempo respecto a la estructura económica menorquina de larga duración, que
siguió siendo, durante un período todavía muy largo, eminentemente agraria y dependiente en última
instancia de la renta de la tierra.
Lo primero que influyó en el cambio de coyuntura y todos los acontecimientos socioeconómicos
subsiguientes fue el comercio pero, durante la guerra contra Francia que comenzó en 1778, hay que
añadir un aspecto importante, el corso, que supuso tanto o más que aquel en la acumulación de
riquezas, aunque su actividad durara mucho menos en el tiempo.
La actuación corsaria principal se realizó durante los años que transcurrieron desde la declaración
de hostilidades entre España e Inglaterra hasta la llegada del duque de Crillón (1779-1781), y fue uno
los motivos importantes que llevaron al gobierno de Madrid a tratar de recuperar la Balear Menor
manu militari.
Todo comenzó el año 1778 cuando el gobernador de Menorca James Murray concedió permiso a la
marina mercante local para armarse en corso. Según el diari Roca , el primero que lo solicitó fue el
patrón Caimaris. Le seguirían otros muchos hasta alcanzar un número mayor de 50. Aunque el
fenómeno fue eminentemente mahonés, el diari constata, también, la existencia de dos jabeques
corsarios en Ciudadela.
Inmediatamente que esto ocurría, se organizó el negocio siguiendo la costumbre que se había
establecido durante los años anteriores de activo comercio con Levante: la formación de compañías de
accionistas que financiaban la empresa.
En el caso del corso, estas compañías estaban formadas, como ya se dijo, por el patrón y la
tripulación, que se quedaban con la mitad del producto de la presa, después de reconocida como buena
por el Tribunal del Almirantazgo y pagado al mismo el correspondiente canon. La otra mitad se
repartía entre el armador (que era el socio principal y el organizador de la empresa), el consignatario o
administrador y las diferentes personas que invertían sus capitales en la misma a diferente proporción y
que pertenecían a todos los grupos sociales (con algo que invertir, se entiende) como: médicos,
abogados y artesanos ricos, amén del propio gremio de comerciantes o negociantes en general, que se
incrementó por aquellas fechas, en las que cualquier aventajado podía hacer fortuna rápida por poco
que se lo propusiera.
Dicho sea de paso, todos estos negocios fueron realizados por muchos mahoneses en asociación
con ingleses, griegos, judíos y turcos. Como consecuencia de ello se establecieron fuertes relaciones
de intereses con los dominadores, y muchas personas influyentes de Mahón comenzaron a simpatizar
con la causa británica. Creemos que esta sería, casi, la única razón de la tan cacareada anglofilia de los
mahoneses. Porque anglófilos los hubo pero, salvo algún intelectual mahonés influido por los poemas
de Young, la mayoría que hicieron profesión de tal, fueron negociantes que se beneficiaron económicamente con el régimen británico.
Aunque una cosa es predicar y otra dar trigo. Veremos como muchos acabarán arrimándose al sol
que más calienta por puro instinto de conservación. Incluso llegarán a ser personas influyentes en el
nuevo régimen. Pero dejemos eso; tratemos ahora de profundizar en los intríngulis del encontronazo de
aquella sociedad con una situación nueva y conflictiva, que el duque de Crillón hubo de canalizar y
sostener. A nuestro entender con sabia mano, a pesar de su aparente -sólo aparente- mediocre
personalidad.
La clase dominante mahonesa.
Después de estos prolegómenos mínimamente necesarios, abordemos ahora los rasgos específicos
de aquella sociedad.
Y empecemos por Mahón. Los grupos principales, socialmente notables en el Mahón de 1781 y al
margen de los denominados cuatro brazos tradicionales, estaban formados, en primer lugar, por los
propietarios de tierras (enfiteutas de realengo). Estos eran los denominados senyors de lloc. En general
eran absentistas, vivían en sus mansiones del casco urbano y ocupaban secularmente los cargos
municipales que, por concesión británica, continuaban ejerciendo en lo que respecta a los asuntos
internos de la ciudad. Tenían gran influencia y, por que no decirlo, poder social sobre sus jornaleros y
criados formando el grupo dominante principal. A éstos seguían las profesiones liberales (médicos,
abogados, cirujanos, etc) los comerciantes, los patrones y marineros de la marina mercante y desde
luego el clero.
Esto en cuanto a población autóctona, a la que hay que añadir los grupos venidos al amparo de la
dominación inglesa o introducidos por los propios británicos: griegos, judíos, genoveses, corsos y
algunos turcos, al margen de los propios civiles ingleses establecidos en Mahón, en general como
negociantes.
Exceptuados jornaleros y otros indigentes, muchos de estos grupos eran los principales
beneficiarios de las ganancias derivadas del comercio primero y del corso después. Esta sociedad
opulenta experimentó el aumento del consumo (todavía no podemos hablar de consumismo), el despliegue de lujos y vanidades y el malestar social, la competitividad y el deterioro de la convivencia que
traen consigo siempre estos fenómenos, disminuyendo la calidad de vida aunque en principio parezca
lo contrario.
Sobre todo en una situación en la que quien se enriqueció, más y más, fueron los menos, mientras
la mayoría de la población permanecía indigente y desprotegida, sufriendo incluso un incremento de su
malestar, por la inflación que generó aquel fenómeno de atesoramiento.
En todo caso una situación así genera enconos. Dejando aparte los de la población de mas baja
extracción social, que en el momento se encontraba muy bien adoctrinada para aceptar con paciencia
los avatares del destino, nos interesa ahora hablar aquí de los existentes entre los grupos dominantes.
Primero porque fueron más evidentes y segundo porque éstos influyeron más en los acontecimientos
que los del pueblo llano, que en aquel momento sólo actuaba de corifeo.
Veamos primero la zona más oscura de este espectro, nos referimos a los que menos aparecieron en
los papeles pero que fueron los más premiados, porque ejercieron un protagonismo más decisivo,
aunque por callado menos evidente y por ello necesariamente extrapolable de los escasos datos que
poseemos. Los disponibles son, sin embargo, lo suficientemente expresivos para tenerlos en cuenta.
Los senyors de lloc en 1781.
Nos referimos en primer lugar a los representantes de un grupo de intereses, que nos parecen los
más genuinamente mahoneses de todos. Entre estos lo que se ventilaba era sobre todo el statu quo de
los propietarios agrarios, de los senyors de lloc, en su más puro acento mahonés de siempre. Es la
posición de unos absentistas agrarios, de familias que secularmente habían detentado el dominio útil
enfitéutico de posesiones de realengo en Mahón, que representaban, desde nuestro punto de vista, la
tradición mahonesa y que no se diferenciaban de la sociedad ciudadelana más que en la disputa por la
preeminencia y la influencia social en la isla, pero que a su vez poseían, respecto a ésta, una mentalidad mimética de una burguesía agraria, que llamaremos de tendencias nobiliarias, en la que la
condición noble, la posesión de la tierra y de riquezas con el exclusivo afán de mantener el lustre pero
sin excesivo afán de lucro, son sus principales rasgos de identidad, que en este caso es idéntica a la
nobleza de la que aspiran formar parte y desde luego nada progresista respecto a las tendencias del
mundo europeo de entonces. Incluso muchos de ellos procedían de familias ciudadelanas emigradas a
la nueva capital.
Respecto a este grupo, aunque no es la ocasión de hacer un estudio exhaustivo, podemos seguir el
rastro a algunos miembros del mismo, que se significaron a favor de España en 1781.
Por ejemplo Diego Vidal Seguí, que poseía, entre otras, la posesión de Binisaida, que abarcaba a las
de Rafalet, Toraxa y Trebaluger, situadas en la zona cercana al fuerte de san Felipe. Además estaba su
hermano Juan, dueño de las posesiones Son Gall, Torreblanca, la Boval y la Font Radona. Otro era
Rafael Febrer y Lliñá, dueño de las posesiones de Mongetas, Son Febrer, Son Marcer, Binimassó, Son
Gornés, Son Fideu, Morell y Son Cardona. Estos señores colaboraron activamente, tanto en la toma
militar, como en la posterior administración española y fueron premiados con sendos títulos de
hidalguía. Como lo fue también Juan Mercadal Juanico, cuya familia poseía, entre otras, las posesiones
de Musuptá y la Alquería Blanca. Y no lo fue Miguel Vigo de San Antonio y Binisarmeña, por su
muerte prematura. Todos ellos eran ―francamente ricos‖, como decía el marqués de Solleric. Su fortuna
alcanzaba desde los 4.073.663 reales y 12 maravedises (moneda de Castilla) de los hermanos Seguí,
repartidos aproximadamente en partes iguales, hasta los 2.742.656 de Rafael Febrer, cantidades que
figuran en sus expedientes de petición de hidalguía.
Personajes de este tipo nunca aparecerán en las listas de socios agentes o armadores del corso.
Permanecieron al margen de la vorágine consumista y de la vana ostentación que debió apoderarse de
las gentes en aquella coyuntura favorable a las fortunas rápidas y fáciles. Tampoco aparecerán
firmando papel alguno de adhesiones incondicionales. Ni antes ni después de la conquista. Pero
actuaron en la sombra y fueron premiados.
Estos propietarios rurales absentistas mahoneses, no veían bien, ni la dominación británica ni la
corrupción de costumbres, que amenazaba con desbancar su influencia secular ante el rápido
enriquecimiento de homines novi, negociantes de toda clase y condición, que tomaron la iniciativa de
subirse al carro de las ganancias. Este grupo aspiraba a recuperar protagonismo y lo intentará por la vía
de la adhesión a la Corona Española y la obtención (claramente tradicional) de un título de nobleza,
que exhibirán luego con acendrado orgullo. A esto hay que añadir los problemas que siempre tuvieron
éstos con los gobernadores británicos, concernientes a las confiscaciones de tierras y las tropelías en
sus posesiones, donde los ingleses no dejaban de cortar madera. Como las 3500 encinas que le talaron
a Ana Arguimbau, propietaria de la possesió de Son Mestre en Ciudadela, para hacer un muelle de
carenar en el puerto de Mahón.
Los intereses del obispo de Mallorca.
¿Por qué cauces se movieron estos personajes sibilinos que, repetimos, no aparecen nunca citados
salvo indirectamente y cuyo título de hidalguía concedido en 1782 nos da la clave de su adhesión
activa? Nos referimos a los citados hermanos Vidal Seguí.
Estos cauces nos pueden arrojar alguna luz, no sólo sobre el primer grupo de intereses que hemos
descrito sino que, tirando del hilo de la madeja, éste nos conducirá al segundo.
Estos ―labradores ricos‖, como los denominó Solleric, tenían una relación de amistad muy
interesante con cierto clérigo que será un personaje clave del momento. Nos referimos al sacerdote
Antonio Roig y Reixart, personaje culto, maniobrero flexible y contemporizador, que tanto asistía a las
tertulias del general Murray como estaba dispuesto a colaborar con los españoles a su llegada.
Antonio Roig, pieza clave para muchas cosas como veremos, jugará las barajas que hagan falta.
Esta afirmación se contextualiza con la disputa regalista de la que Floridablanca tomó parte en relación
con el famoso monitorio de Parma, disputa que provocó también la expulsión de los jesuitas de España
en 1766 y que mantenía una tensión entre la Iglesia y el Estado.
Por lo que respeta a Roig en relación con este tema, el clérigo defendía en Menorca los intereses
político-económicos y religiosos del obispo de Mallorca -del que era vicario general- aliándose con
Dios y el diablo si hiciera falta. El clérigo era hijo de un funcionario y había sido llevado a Mallorca y
adoptado como fámulo por el obispo Antonio Despuig, después de su visita pastoral a Menorca durante
la dominación francesa. Luego estudió leyes y teología en Francia y volvió a Mahón donde fue
nombrado vicario general del sucesor de Despuig, el obispo Pedro Rubio y Benedicto.
Los negociantes.
Seguimos en Mahón. Ya hemos mencionado al grupo que denominamos negociantes. Los informes
que elaboraron los comisarios de guerra de Crillón en torno a las actividades económicas de este grupo
-largos y precisos- nos permitirán analizarlo suficientemente.
Se trata de una estrecha alianza de un -relativamente- heterogéneo grupo de mahoneses con los
dominadores británicos y sus satélites de cualquier clase y condición: griegos, judíos, corsos,
genoveses e incluso argelinos. Todo arranca del auge del comercio y el corso correspondiente a la
segunda dominación británica. Sobre todo de este último cuando se abre en 1778.
En ese momento y siguiendo el modelo de las compañías de comercio anteriores, se formaron
sociedades dedicadas a este lucrativo negocio. Entre los socios de una compañía corsaria hubo gentes
de todo tipo: mahoneses, judíos, ingleses, patrones mercantes, abogados, notarios, comerciantes al por
mayor y menor, viudas ricas (como la famosa Eulalia Poli), propietarios de buques algún que otro
funcionario gubernamental etc.
Todo el ambicioso que quiso, se subió al carro, produciéndose un fenómeno de enriquecimiento
rápido, con las consecuencias sociales negativas que este fenómeno suele acarrear, por el cúmulo de
ambiciones, emulación y otras diversas manifestaciones de deterioro social, cuando la riqueza se
incrementa, pero acumulada en manos de unos cuantos; de más bien pocos. No nos engañemos: una
vez más, sólo dinero llamaba a dinero. Ninguno de los que ya lo tenían hicieron ascos, ni al corso ni a
asociarse con los numerosos negociantes extranjeros que habitaban la ciudad.
Se puede decir que estos negociantes -mahoneses unos, afincados en Mahón otros- formaban el
tercer grupo de intereses instalados en la ciudad. Todos ellos se sentían cómodos con la administración
británica que les había permitido enriquecerse.
También observamos, que no por casualidad,
algunos de estos ocupaban los principales cargos municipales en 1781. Sin embargo ante lo inexorable
de los acontecimientos que se les vinieron encima, optaron por adherirse al nuevo régimen, en el que
también intentaron (y algunos lo consiguieron) sacar tajada. Muchos de ellos fueron confirmados en
sus cargos o los obtuvieron por su contribución a la causa (en dinero, especie o colaboración personal),
en forma individual (honores, títulos de hidalguía) o colectiva (el mantenimiento de la capitalidad en la
ciudad más oriental de Menorca). Entre estos destacaron los Ramis, Creus, Soler, Fábregues, etc. que
rivalizaron en obtener honores con los terratenientes como Febrer, Vidal o Mercadal.
De esta situación arrancará el auge de lo que en el futuro será la burguesía mahonesa que se
consolidará en el siglo XIX. Muchos de estos negociantes, cuando no puedan ya especular más con el
comercio y el corso, al menos en el volumen con que lo hacían en la situación anterior, se dedicarán a
adquirir tierras y para un observador superficial se confundirán con los terratenientes de toda la vida.
No obstante en sus costumbres y mentalidad serán bastante distintos como lo ha probado Andreu
Murillo, comparando los testamentos de Rafael Febrer y de Benito Soler, donde se observa el carácter
más conservador del primero -del grupo de los senyors de lloc- y el más abocado al futuro del segundo,
perteneciente a una familia de negociantes de toda la vida. Unos y otros se distinguían perfectamente a
la altura de 1812 como rancis y podents, los dos partidos que se enfrentaron en Mahón por el poder
municipal, cuando las Cortes de Cádiz aprobaron la Constitución de 1812.
Pero veamos quienes fueron, entre estos que llamamos negociantes, los que tuvieron una señalada
actuación en los hechos históricos que aquí se trata de analizar.
Primero los extranjeros y en primer lugar los británicos. Como Alexander Simpson representante
da la casa Robert Anderson & Co., con numerosos negocios como armador de corsarios e inversor en
otros muchos negocios que no se detallan. Simpson estaba asociado con Jack White, otro armador.
Otros negociantes ingleses eran Nevins, Lobdins, Wilckies, Thomas y John Weith, Melkhold, Forbis,
Fairlix, MacKerill, Freggins, Baud, Robinson, Exely, Adams, la Rivière (secretario personal del
general Murray) y Piep.
De otras nacionalidades y grupos encontramos a Daniel Neils de nacionalidad sueca, Thomas
Candell norteamericano, los griegos Nicolas Alexiano y Cagi Manoli Zifando como principales de la
extensa colonia griega residente en Mahón; los judíos, Samuel y Joaquín Abudashan, David Carvalho,
León Budaram, Jacob Jaurel, Jacob Coquis, Jacob Berarda, León Azules, Jacob Villa, Emmanuel
Elmar, Isaac y Moshe Cansino y Salomón Cohen; corsos y genoveses como Pascuale Scarnicha,
Alejandro Basselini, Giuseppe Bianco, y Miquele Paoli. Por último el negociante argelino Mulay
Mahomet.
Entre los mahoneses -todos ellos asociados en comandita con los anteriores como ya sabemoshubo muchos, pero los más destacados fueron Narciso y Antonio Panedas, Antonio Pons y Costabella,
Los hermanos Juan y José Soler, José Pons, Antonio y Juan Roca Vinent (el del diari), Jaime y
Antonio Moncada, Jorge y Bernardo Tudurí, Vicente de la Torre, Pedro Machani, Ramón Ballester,
Rafael Quintana, Gaspar Valls. Guillermo Goñalons, Pedro Vanrell, José Mercadal, Juan Cardona,
Pedro Creus, Antonio y Juana Seguí (viuda). Todos ellos invirtieron en el corso, cada uno según sus
posibilidades, bien como armadores, consignatarios o como socios capitalistas en mayor o menor
grado.
Uno de los más destacados de entre ellos era Narciso Panedas (que era baile de Mahón en 1781),
armador de los corsarios General Draper, General Murray y Resolution y consignatario de otros
muchos además de socio capitalista, y cuyas relaciones llegaban a lo más alto en la administración
inglesa como rezaba en los informes españoles:
El grupo "político".
Al margen de todos estos intereses que ya hemos considerado, se descubre también la intervención
activa de los antiguos funcionarios de gobernación con el fin de, a la par que consolidar su posición,
canalizar la gobernación general conforme a sus intereses. Su actuación, gobernara quien gobernara;
España, Francia o Inglaterra, consistía en adular al representante de la nación dominadora de turno para
llevar el ascua a su sardina.
Aquí los intereses de cada cual resultan menos destacados y convendría ahondar sobre ellos en un
estudio más profundo que de momento excede los límites de éste. Tengamos en cuenta que estos,
llamémosle políticos, son de extracción variada, aunque tienen en común pertenecer al grupo de
notables urbanos y poseer el título de doctor en ambos derechos por alguna universidad francesa. Son,
pues, juristas e influyentes consejeros del gobernador de turno. Todos ellos engatusaron a Murray y
engatusarán luego al gobernador conde de Cifuentes, que no era tonto, pero que tampoco fue indiferente a los halagos que se le hicieron ni a las guindas que le pusieron en la boca.
Sin embargo y a pesar del camaleónico proceder de muchos, algunos no consiguieron mantener su
status a la llegada de los españoles, debido a su escandalosa anglofilia. Como por ejemplo Pedro
Sintes, fiscal del Real Patrimonio, que incluso fue llevado preso a Barcelona. Otros tuvieron más
suerte, como Pedro Creus y Ximenes, Asesor Criminal de gobernación, Francisco Seguí Sintes, Asesor
Civil de lo mismo, o el propio Mateo Mercadal y Sancho, Asesor del Real Patrimonio, de cuyo
mantenimiento en el cargo no debieron ser ajenos los 515.080 reales y 20 maravedies de vellón, que
prestó de su fortuna personal al intendente López de Lerena durante el sitio de San Felipe, con ocasión
de la falta de caudales del Ejército. Y es que obras son amores y no buenas razones.
También fueron confirmados por diversas razones Pedro Deyá, secretario y escribano de
gobernación (a pesar de haber sido detenido como espía de los ingleses un hermano suyo fraile del
Carmen, Bartolomé Deyá y extrañado a Zaragoza) y los funcionarios del almirantazgo, Rafael Salord,
escribano, y Gabriel Seguí Valls asesor, hijo de Francisco Seguí y su sucesor en la asesoría de gobernación cuando este murió en 1793.
Es evidente que estos cargos de funcionarios mayores, generalmente vitalicios y aun hereditarios,
sino por ley al menos por costumbre, suponían una enorme influencia ante el gobernador de turno e
incluso ante la Administración Central de la potencia dominadora. Mucho más que los de baile o
jurados, cargos electos, más volcados hacia la Administración Municipal y la justicia civil en primera
instancia y más vinculados a intereses económicos que políticos.
Volviendo a este grupo político, que consolidó su posición a la llegada de los españoles y que se
situó junto a Cifuentes durante su mandato, hay que añadirle los secretarios particulares del gobernador
y que dieron buen juego en relación con los intereses de sus coterráneos. Todos ellos pertenecían
también al ramo de la abogacía. Nos estamos refiriendo, por ejemplo, a Juan Ramis y Ramis y a
Bernardo Febrer y Lliñá (hermano de Rafael).
De este grupo, de sus filas, salía también la pléyade de diputados que se enviaban a las respectivas
cortes en caso de necesidad, como ocurrió repetidas veces en la dominación británica y seguiría
ocurriendo en la española, durante la cual siempre había alguien en Madrid, con influencias en alguna
covachuela y que presionaba a favor de lo suyo, que es tanto como decir de los intereses de la
burguesía mahonesa o de la aristocracia ciudadelana.
Cuatro personajes enigmáticos de altos vuelos: Los dos Seguí, Olivar y Antonio Vila.
En todo el proceso histórico que aquí nos ocupa y a nivel local menorquín, irán apareciendo
personajes y personajillos, representando claramente ciertos intereses personales o de grupo, que se
circunscriben a su propio interés, unido a los de uno u otro bando en conflicto: españoles y británicos.
Pero también hay que contar con otra dimensión distinta, a mayor nivel que el oficial-visible, donde los
enemigos no son tan enemigos y los amigos tampoco. Nos referimos a los retorcidos caminos de la
diplomacia secreta o de las conexiones extrañas supranacionales que en aquellos momentos tenían,
entre otros, un cauce a través de una secta muy concreta: LA MASONERÍA.
La documentación a la que hemos podido tener acceso, leída entre líneas, descubre algunas claves
sobre este extraño mundo subterráneo. Sin embargo su lenguaje oscuro y de doble o triple filo resulta
irritante para el historiador, porque, si bien detrás de ciertas frases parece haber algo, ese algo se
escapa, dejando al estudioso una sensación de impotencia. Había ciertas cosas que sólo se decían a
boca aunque algunas veces los interlocutores aludieran de pasada a ellas en sus cartas.
En la toma de Menorca, que además de carácter militar tuvo un profundo contenido político, hubo
de esto y mucho y trataremos aquí de desvelarlo en la medida de lo posible, aunque las conclusiones no
superen el rango de hipótesis.
De lo que estamos hablando, es de las casi etéreas conexiones políticas al más alto nivel
internacional de ciertos menorquines influyentes y que, en parte, movían los hilos de la política local
desde la sombra, hasta el punto de que, lo que en Menorca ocurra parece siempre pasar por sus manos,
adquiriendo sentido profundo con su intervención.
En 1781 tenemos localizados, como mínimo, dos personajes de esta calidad en Mahón, uno en
Madrid y otro itinerante. Hablaremos primero de este último.
Nos referimos a Francisco Seguí Valls. Seguí vivió primero en Roma, pasó luego a Londres en
1776 y en 1780 entró al servicio de España, encargándosele de una misión diplomática cerca del Sultán
de Marruecos. Después de esta vicisitud, parece como si desapareciera hasta 1783, año en el que, desde
Córdoba, escribió a su padre, haber sido comisionado de nuevo por el gobierno español para no se sabe
qué misión cerca del Capitán General de Andalucía, conde de O´Reilly.
Luego, el inquieto Seguí pasó a Lisboa en 1784 al servicio de la reina María. Más adelante, en
1793, se instaló en París en plena Revolución y acabó siendo negociante diplomático del Directorio. En
efecto: En nueva carta a su familia, cuenta como llegó a Madrid en enero de 1798, comisionado por el
gobierno francés.
Cuatro años después, en 1802, Seguí pasará otra vez al servicio de España como cónsul en Túnez.
Acabará muriendo en París años después.
¿Quién era Seguí? o mejor, ¿qué era? Se trataba desde luego, del típico negociante diplomático
extraoficial; el clásico corre-ve-y-dile de la diplomacia secreta para cuando fallan los conductos
naturales o conviene pulsar las opiniones del interlocutor de manera oficiosa antes de que se inicien los
contactos oficiales. Seguí era desde luego un aventurero cosmopolita, que realizaba operaciones, tanto
económicas como políticas, en provecho propio o ajeno.
En 1781 Seguí se encontraba en Córdoba Pero: ¿qué se le había perdido a nuestro hombre en la
capital andaluza? Hemos podido averiguar que Seguí se encontraba en la capital cordobesa
encarcelado desde 1781. En efecto, el mismo año en que se decidió la recuperación de Menorca,
nuestro personaje, que como sabemos, desde el año anterior estaba al servicio de España, había vuelto
de Marruecos y servía ahora de correo secreto entre la Corte de Madrid y el conde de Aranda en París.
En esta tesitura, Seguí tomó un carruaje de alquiler para viajar de París a Madrid y cargó la cuenta al
conde de Aranda sin contar con él. Este fue el motivo de haber sido encarcelado.
Floridablanca habla de Seguí con naturalidad, como si fuera un personaje conocido y es que
nuestro hombre debía tener amistades hasta en el infierno. En fin, a pesar de todo y aun habiendo sido
confinado en Córdoba, el conde debió recabar de él información sobre Menorca. En efecto: Seguí
pactó su libertad a cambio de revelar el nombre de un cantero conocido suyo que había trabajado en
San Felipe y conocía una entrada secreta al fuerte. Por aquellas fechas –septiembre de 1781- Crillón
llevaba en Mahón 19 días y su cuartel-maestre, el ingeniero Charles Lemaur ya había encontrado un
plano de las minas del fuerte en casa del ingeniero inglés que se lo había dejado olvidado en su
precipitada huida al castillo. No sabemos, pues, si se le hizo caso a Seguí, pero este consiguió la
libertad y siguió con sus andanzas.
Dejemos ahora a Seguí y ocupémonos de otros dos personajes, éstos localizados en Mahón. Uno es
su propio padre, Francisco Seguí Sintes; el otro: Juan Olivar Montañés.
El primero estuvo más a la vista, al fin y al cabo era el Asesor de Gobernación a la llegada de los
españoles (como lo había sido con británicos y franceses) y fue confirmado inmediatamente y sin más
preámbulos en el cargo que ejercía desde 1771, lo cual ya es suficientemente significativo. Era culto e
inteligente "hombre hábil e instruido en las cosas del gobierno" como lo define un informe anónimo
de 1780.
Seguí-padre había ocupado cargos en la administración de Menorca largo tiempo. El primero
conocido lo obtuvo en 1763. Efectivamente: en la famosa Relación sobre los agravios del gobernador
Johnston en 1766, se dice que, en ese año, el gobernador británico objeto de la polémica, había
nombrado, para administración del Departamento de Salud Pública y Patentes de Sanidad que acababa
de arrebatar a los jurados.
Por otra parte, la vinculación de Seguí con los franceses durante su ocupación de la isla, ¿no tendrá
también alguna relación con la logia de Los Amigos de la Humanidad nº 158 localizada en Mahón y
que según Alemany Vich era de fundación francesa en época de su dominación en la isla y no británica
como hasta ahora se había creído?
Si es cierta la tesis de Alemany, pudiera cobrar sentido, también, la presunta adscripción a dicha
secta de su hijo. No obstante debemos mantenernos simplemente en el terreno de la conjetura por falta
de pruebas suficientes.
De todas maneras algo si está claro respecto a Seguí-padre: su incombustibilidad, rasgo que sin
ningún género de dudas podríamos hacer extensivo a su hijo. Por otra parte, con este currículum
vinculado al odiado Johnston, no debía aquel tener muy buena prensa entre los mahoneses influyentes.
Quizás por eso Ramis le menciona sólo de pasada en sus Varones Ilustres. Además esa expresión que
utiliza para anunciar su muerte, de que "pasó de ésta a mejor vida en 13 de julio de 1793", nos parece
un tanto irónica y significativa. Ni que decir tiene que a su famoso hijo ni mencionarlo en el opúsculo
biográfico.
Al que nuestro polígrafo tampoco le dedica ni una línea es a otro personaje muy influyente y
también con conexiones por todas las partes imaginables. Nos referimos a Juan Olivar y Montañés,
Olivar era propietario del buque San Francisco, dueño de almacenes en el puerto de un molino (es molí
d´en Olivar) y socio capitalista en numerosas empresas dedicadas al corso. En 1781 no ejercía ningún
cargo político aunque tradicionalmente los habían ocupado sus familiares. En efecto: Juan Olivar era
hijo de Gabriel Olivar y Pardo (1700-1761), oriundo de Ciudadela y uno de los tránsfugas de su
ciudad. Sabemos que en 1738 ya estaba en Mahón y que fue nombrado por el gobierno inglés para el
cargo de comisario del Tribunal del Almirantazgo en 1743.
Olivar debía poseer conexiones hasta en el infierno. Tenía un hermano eclesiástico Gabriel,
viviendo en el estratégico puerto de Marsella no se sabe bien para qué; luego pasó a Londres donde
trabó amistad con el gobernador propietario de Menorca. En Liorna residía otro hermano, Luis,
comerciante y con numerosas influencias.
Sin embargo en 1781 Olivar estaba enemistado con el gobernador Murray (que lo era interino por
compra del cargo, costumbre generalizada en Inglaterra), que no había reconocido como Paborde de
Menorca a su hermano Gabriel a pesar de que éste había venido de Londres con un nombramiento de
Jorge III en la mano.
Ni corto ni perezoso, Juan Olivar se trasladó a la Corte Británica a protestar en favor de su
hermano, pero no parece que consiguiera nada porque Gabriel nunca fue nombrado Paborde y tras la
conquista de Crillón se inició el expediente para erección de obispado, que dejó congelado el
nombramiento. Al final, no obstante, le concedieron la tesorería de la catedral de Palma en 1790, año
en el que murió.
El conflicto que sostuvieron los Olivar con Murray por el asunto de la Pabordía, revela, además, las
tensiones entre esta familia y Antonio Roig, que fue quien intrigó para que no se le pusiera en
efectividad, debido a que la quería para su hermano, por lo que presentó causa de simonía contra
Gabriel, en connivencia con el gobernador, que aceptó posponer el nombramiento en tanto se resolvía
la querella.
Como hemos visto los Olivar eran personas influyentes en Mahón y cabe preguntarse: ¿existía
algún vínculo entre éstos y los Seguí?, nos referimos a relaciones mutuas; a algo más que la pura
coterraneidad. En este sentido hemos descubierto al menos una, aunque las fuentes no son tan
explícitas como para averiguar que significaba. En un informe anónimo de 1780 el desconocido
informante de Floridablanca sobre los asuntos de Menorca, pretende saber sobre Seguí y Olivar y los
señala como los principales sujetos del Mahón de entonces.
Por último a la llegada de los españoles Olivar se procuró importantes influencias, que además
pretendía fueran lucrativas. Alojó en su casa al marqués de Peñafiel, Grande de España, futuro duque
de Osuna y obtuvo el cargo de administrador de sus intereses en Italia.
Hemos visto hasta el presente, personajes que tenían aquí y allá sus conexiones pero que residían
en Menorca. El cuarto en discordia no es menos misterioso que los anteriores. De él sospechamos más
que afirmamos, que pudiera actuar, aunque disponemos de algunos indicios de ello. Este personaje,
más escondido que los otros si cabe, no haría su entrada triunfal en escena hasta muchos años después
de la toma de Menorca. Nos estamos refiriendo a Antonio Vila y Camps, primer obispo de Menorca,
cuando Ciudadela fue erigida en sede episcopal en 1795.
Pero Antonio Vila no fue nombrado obispo por casualidad. Vivía en Madrid desde mucho antes y
allí movió muchos hilos. Nació en 1747 en Ciudadela y era hijo de un funcionario del Real Patrimonio,
que hubo de trasladarse a Mahón cuando obtuvo este empleo de la administración británica. Allí, en la
nueva capital de la isla, Antonio estudió derecho en la escuela de Juan Ramis y Ramis entre los años
1767 y 1770. Posteriormente y tras haber obtenido los títulos de doctor en ambos derechos y en
teología, se ordenó sacerdote y se trasladó a Madrid donde se colocó como preceptor del primogénito
del conde de Villapaterna.
Hasta aquí el relato de Ramis, respecto a la trayectoria intelectual de nuestro futuro obispo, que
desde luego no permaneció ocioso en la Corte, donde debió adquirir numerosas influencias.
El propio Antonio Vila añade más detalles de su vida en un memorial, que en 1782 y en propia
mano, elevó directamente a Carlos III (significativamente sin intermediarios) en el que solicitaba la
Pabordía de Ciudadela, cargo por el que pleiteaba aun entonces Gabriel Olivar, como ya sabemos.
En este memorial, con su pluma fácil, el futuro obispo de Menorca, hacía relación de sus méritos y
nos cuenta como, en efecto, pasó de Mahón a París "a estudiar teología, cánones y leyes", allí adquirió
el doctorado en la primera, la licenciatura en las dos segundas materias y se ordenó sacerdote.
Sigue el relato de Vila y he aquí lo importante: en ese momento regresó a Menorca donde
permaneció hasta 1772. Sobre su estancia en Mahón durante este breve período, Vila cuenta como se
esmeró en el estudio de la lengua hebrea y sostuvo disputas teológicas con el rabino de la sinagoga de
Mahón, Abrahán David Micoli, al que -Vila dixit- convirtió y fue bautizado junto con dos de sus hijas
por el párroco de Mahón Antonio Narcís. Luego vinieron otras conversiones de algunos protestantes
ingleses con los que sostuvo una sonada disputa teológica en la celda del prior del Carmen, a la que
asistieron muchos otros clérigos y que acabó también con la conversión de aquellos.
Enterado el gobernador británico, (que en aquel momento (era Moystin por ausencia de Johnston
en Londres hasta diciembre de este año, llamado por su Corte) lo mandó apresar, pero su padre
consiguió de noche hacerle pasar a Mallorca desde donde se trasladó a Madrid, allí, además del
preceptorazgo que ejerció, escribió varias obras eruditas y dejo inacabada una obra que Ramis titula
diccionario enciclopédico y que es en realidad una Enciclopedia Sagrada y que deseaba seguir escribiendo, por lo que solicitaba la Pabordía, con la posibilidad de que sus rentas se lo permitieran.
No la consiguió, porque el expediente de la Pabordía se dejó vacante por iniciarse por aquellas
fechas el de obispado, pero consiguió una canonjía de Mallorca y permaneció escribiendo en Madrid.
Al final acabó, como sabemos, de Obispo de Menorca.
De todas formas es muy sospechoso que acontecimientos tan sonados, vividos en Menorca por tal
santo varón, hayan pasado desapercibidos para los cronistas menorquines o a la tradición oral. Ramis,
por ejemplo, en la biografía de Vila, no lo menciona en absoluto. Parece como si nuestro hombre los
utiliza para hacer méritos. En todo caso el relato de las conversiones tiene un sospechoso parecido
literario con la historia de los hebreos, narrada en la Epístola Severi.
Nos hemos detenido en el relato de la biografía de nuestro Don Antonio, para destacar sobre todo
las influencias que debía tener en Madrid, porque obras son amores: a la larga consiguió lo que
pretendía y -hecho significativo- se dirigía directamente al Rey. Por otra parte nos interesa también
destacar el conocimiento que una inteligencia aguda como la suya debió adquirir de lo que pasaba en
Menorca y de quién era quién en Mahón, durante su estancia en la isla, amén de la correspondencia
que tuviera con menorquines.
Por eso, no sería de extrañar que los informes tan precisos que el conde de Floridablanca poseía ya
en enero de 1780, antes incluso de haber recibido los del mallorquín marqués de Solleric, y que hemos
denominado anónimos, fueran de Vila. Como ya sabemos, éstos se referían a personajes tales como
Roig, Seguí y Olivar y demuestran gran conocimiento y alguna correspondencia establecida con
alguien de la isla. El anónimo comunicante decía ser amigo de Roig por ejemplo. Desde luego Vila y
Roig eran de la misma generación. En 1781 el primero tenía 34 años y el segundo 31.
La realidad es que no sabemos quien es el informante, pero queremos, no obstante, dejar
constancia de la sospecha de su autoría en Vila. Pensamos, incluso, que la enorme información que
Floridablanca poseía sobre Menorca en lo que se refiere a lo social, le vino de aquí y no tanto de los
informes de fuera que le enviaron desde Mallorca, mas relacionados con cuestiones militares y
acontecimientos, que con el análisis profundo de los intereses entre los grupos dominantes.
En resumen: los cuatro personajes descritos, los dos Seguí, Olivar y Vila, al menos en sus
relaciones extramenorquinas, nos parecen los más interesantes para desvelar los intríngulis más
profundos de todo lo que en Menorca se coció en aquellos momentos. Estos debieron mover muchos
hilos en la corte de Madrid, en relación a Menorca nos referimos. Una especie de gobierno menorquín
en la sombra y lejos de las espectaculares y barrocas demostraciones de otros personajes más
llamativos, que encontramos en todas partes y llamando a todas las puertas. Nos referimos a las
diferentes diputaciones de Mahón y Ciudadela en Madrid o a la pléyade de secretarios que le salieron a
Cifuentes, quienes sin dejar de ser influyentes, hicieron mucho ruido y cosecharon pocas nueces en
relación con los demás. En este sentido y salvo algunos pocos, da a veces la sensación de que los
personajes relevantes que intervinieron en la conquista de Menorca, antes y después del hecho militar,
salvo los que dirigían los hilos como Floridablanca y el propio Crillón, eran meros comparsas.
Con esto queremos hacer notar que, en general, los gobiernos enemigos se entendían y no
precisamente por los cauces diplomáticos normales. Quizás las rabietas del pobre conde de Aranda
embajador español en París fueran por este camino. Y estas conexiones se hacían a veces a través de
personajes aparentemente oscuros y procedentes de alguna lejana provincia.
A lo mejor los hechos menos explicables relativos a la toma de Menorca -como la voladura de San
Felipe o el intento de soborno del general Murray, por ejemplo- deban explicarse desde estos contextos, que no por menos conocidos y por tanto ambiguos, deban dejar de insinuarse por el historiador..
Nos gustaría conocer mucho más sobre estas cuestiones pero la documentación no permite más que
lo que hay. Quede ello, pues, en candelero y como uno de esos retos históricos que, a veces, el tiempo
y nuevos hallazgos documentales se encargan de superar.
La clase dominante ciudadelana.
Vayámonos ahora a Ciudadela, a la que de momento habíamos dejado tan olvidada como la
dejaron los ingleses, tras el traslado de capitalidad a Mahón en 1722.
Como consecuencia de esta medida, Mahón, debido a su situación, condiciones de su puerto y por
razones sobre todo de política británica, se vio abocado a ser protagonista del futuro insular; a colocar a
la isla en la dinámica general europea, mientras Ciudadela quedaba como el vestigio gattopardesco, de
una sociedad anquilosada.
El brillo de Mahón durante esta época no debe ocultarnos, sin embargo, la existencia de grupos
dominantes ciudadelanos y sus intereses. Ciudadela a pesar de esta situación un tanto detenida, tuvo un
peso en el acontecimiento histórico que nos ocupa, es decir la reconquista española, y la razón es
incluso externa a ella misma. Había en Madrid un interés claro por parte de un ministro -Floridablancapara favorecer los intereses ciudadelanos, incluido el de recuperar la capitalidad. Todo ello dio juego a
la opción ciudadelana en el tablero de intereses de todo tipo en que se convirtió Menorca en 1781
donde se movieron las distintas piezas que estamos tratando de determinar (y encajar).
Con la baza ciudadelana se contaba pues en Madrid, pero sepamos ahora cuales eran los intereses
intrínsecos de los grupos dominantes o al menos del más importante: la nobleza terrateniente, els
nobles, como se titulaban a si mismos en sus testamentos y que ostentaban también el título de
cavallers por tener el privilegio de ser perceptores laicos de las Tercias Reales del diezmo en sus
posesiones denominadas Cavalleries.
Pero entre ellos ya no parece haber ningún aguerrido Juan Miguel Saura (aunque un descendiente
de aquel patricio austracista de la Guerra de Sucesión y de su mismo nombre, fuera, precisamente,
jurado militar de Ciudadela en 1781) ni resonarán tampoco otros nombres de aquella noblesse nouveau
que se enfrentó al gobernador Dávila en 1706.
El protagonismo, ahora, parece haber pasado a quienes siempre debieron ser fieles a la dinastía
Borbón: los Martorell y los Squella como nos dice el marqués de San Felipe en sus memorias de la
época de la Guerra de Sucesión.
En efecto: el protagonista principal de iniciativas de algún tipo, proclives a la adhesión a la Corona
de España y en defensa de los intereses de Ciudadela (y también de los suyos propios como veremos),
es el último vástago de la casa Martorell de entonces: Gabino Martorell y Gomila (futuro marqués de
Albranca), su hermano Pedro y sus primos Marcos y Rafael Squella.
Los intereses generales de Ciudadela en aquellos momentos, eran la recuperación de la capitalidad
y el del protagonismo de la Universidad y bailía generales, que aunque no abolidas, habían perdido
prácticamente toda su efectividad. Desde estas instituciones la nobleza ciudadelana había ejercido su
influencia secular sobre toda la isla, hasta el cambio de capital. También, y en el plano religioso,
querían para Ciudadela el establecimiento de sede episcopal independiente de la de Mallorca.
Estos intereses, pues, -mezclados con los de cada uno, no hay que olvidarlo- les harán abrazar la
causa españolista desde el momento que alguien desde fuera se lo proponga. Nos referimos a la gestión
del marqués de Solleric, encargado por Floridablanca de pulsar opiniones favorables en la Balear
Menor, previas a la operación militar de intento de recuperación.
Conviene citar aquí además, a un miembro de la residual burguesía ciudadelana, que se alió
también con el resto de conjurados, aunque lo hizo de una manera un tanto particular y sin demasiada
solución de continuidad, buscando sobre todo beneficio propio. Se trataba de Miguel Quadrado y Sans,
comerciante, que jugó un gran papel como mediador entre Gabino y Solleric y luego como asesor local
del duque de Crillón.
8. La tercera ocupación británica
Llegan de nuevo los casacas rojas
Corría el año 1798. Dos años antes España había firmado, por el tratado de San Ildefonso, una
alianza con la República Francesa contra la Gran Bretaña. Parece extraño este acuerdo, propiciado
por Manuel Godoy, ministro de Estado de Carlos IV, con la Francia revolucionaria, pero resulta
coherente desde el punto de vista de la política de equilibrio que habían practicado durante todo el
siglo XVIII la principales potencias europeas, la cual se resumía en la fórmula acuñada por Palacio
Atard de: España + Francia = Gran Bretaña y que trascendía, no sólo a los gobiernos, sino también
a las formas de Estado. Sin embargo, a este modelo de relaciones internacionales le quedaba poco
tiempo de vigencia, tuvo su fin con el golpe de Estado de Napoleón. A partir del Consulado y
posteriormente con el Imperio entraremos en un nuevo orden de cosas.
En este contexto pues, la Gran Bretaña decidió en 1798 recuperar manu militari la isla de
Menorca.
Por esas fechas la Balear Menor se encontraba prácticamente desprotegida en lo militar, que es
tanto como decir en lo político, sobre todo porque en Madrid no soplaban buenos vientos. Godoy, el
favorito, denostado por muchos, sería apartado del poder (aunque volvería a ejercerlo de nuevo tres
años después en 1801). Consecuencia de esta crisis fue la desatención de muchas cosas, la defensa
de las regiones periféricas del Reino, por ejemplo.
Con todo, Menorca llevaba ya mucho en precario en lo que a protección militar se refiere,
puesto que en el mismo 1782, recién conquistada la isla por los españoles, fue demolida la poderosa
fortaleza de San Felipe, más por razones de política internacional que de orden táctico. En efecto:
como el conde de Floridablanca deseaba a toda costa recuperar Gibraltar y no lo había conseguido
por la vía militar, pensaba, una vez tomada Menorca, devolvérsela a los ingleses a cambio de la
Roca, pero devaluada. Esa es y no otra, pensamos, la razón principal de la demolición de San
Felipe. Al fin, como los británicos no aceptaron el cambio, Menorca quedó para España y
absolutamente desprotegida.
Desde ese momento se llevaron a cabo toda clase de iniciativas para reforzar la defensa de la
Balear Menor: torres costeras, cuerpos de guardia en lugares de previsible desembarco, envío de
tropas, baterías, etc. Pero nada podía compararse con la imponente fortificación que durante un
siglo había defendido la bocana del puerto de Mahón. Esa es la razón por la que el teniente general
Stuart, comandante en jefe de la expedición británica a Menorca de 1798, tomó la isla tras,
prácticamente, un simple paseo militar.
Charles Stuart, quinto hijo del marqués de Bute, a la sazón político favorito de Jorge III, se
presentó en Menorca con 7 navíos, 2 fragatas, 2 corbetas y 22 transportes, que conducían a unos
4.000 hombres, en noviembre de 1798. El 7 de dicho mes las tropas británicas desembarcaban en
cala Molí, en la costa norte de la isla.
La guarnición española, al mando del gobernador Juan Nepomuceno de Quesada, estaba
formada por el Regimiento de Infantería de Línea de Valencia y dos regimientos suizos, el de
Ruttiman y el de Yann. El contingente español acudió a marchas forzadas a cala Molí, pero nada
pudo hacer para evitar que las tropas británicas llegaran al centro de la isla, ocupando la plaza de
Mercadal, desde donde la columna de dividió en dos partes. Una partió al este, hacia Mahón y otra
al oeste, hacia Ciudadela, tras cuyas murallas se había refugiado el gobernador Quesada con los
restos de su tropa. Y decimos restos, porque durante las refriegas que se sucedieron en los
montículos cercanos al lugar de desembarco, muchos de los suizos se pasaron al enemigo. Sobre
todo los del regimiento de Yann, formado por todo menos ciudadanos helvéticos. En efecto: en él
cohabitaban polacos y húngaros, con escaso arraigo patriótico y disciplina más precaria aún. Con
este contingente, se formaría más tarde un regimiento al mando del coronel Stuart, (hermano del
teniente general) que se denominó Minorca Regiment. Esta unidad combatiría en España, entre
1808 y 1814, como tropas ligeras en el ejército del duque de Wellington, durante la Guerra de la
Independencia y luego, en 1817, sería disuelta.
Al fin, imposibilitado de resistir y para evitar la efusión de sangre, Quesada se rindió a Stuart el
15 de noviembre. El 4 de diciembre abandonaban la isla los derrotados. Los mandos superiores
fueron juzgados en consejo de guerra y acusados de no haber puesto toda su voluntad en la defensa.
El gobernador Quesada no llegó a conocer la sentencia pues murió antes de ser esta pronunciada.
El periodo de ocupación británica (1798-1802)
Inmediatamente que Stuart se instaló en el palacio de Gobierno, situado en la (entonces) calle de
San Cristóbal (hoy de Isabel II), comenzó su labor de reciclaje y de vuelta a los usos de etapas
británicas anterioriores. En efecto: se restableció el Tribunal del Almirantazgo, se elaboró un
padrón municipal, y se reorganizó el modelo municipal, encargando al abogado Nicolás Orfila
(personaje claramente anglófilo) la redacción de un nuevo reglamento.
En cuanto a la defensa, no descuidaron los británicos la puesta a punto de la isla, en la medida
de lo posible. En primer lugar, trataron de reconstruir parte de la fortaleza de San Felipe, sobre todo
los fuertes exteriores, incluido Marlborough, abrieron de nuevo algunos subterráneos, cegados por
la demolición española de 1782, fortificaron la península de la Mola (el fuerte de la reina Ana que
serviría de referencia perimetral a posteriori cuando España en 1850 decidiera construir allí la
fortaleza de Isabel II). También rodearon la isla de 11 torres Martello, que unidas a las dos que
había construido el gobernador español Cifuentes en 1786 (Alcaufar y Punta Prima), pusieron a la
isla en un relativamente razonable estado de defensa.
Todas estas medidas y otras que tomaron los británicos, como levantar planos de todo tipo, de la
isla entera, de la ciudad de Mahón, del puerto, de las fortificaciones y, por otra parte, su afán
organizador de los municipios y demás iniciativas, parecen probar su voluntad de permanencia en la
isla una vez más, más allá de la simple ocupación militar, volviendo a su propósito mostrado en las
dos dominaciones anteriores: poseer una base naval en el Mediterráneo. Pero posiblemente desde
1799, tras la conquista de Malta, cambiaron de idea y, así en 1802, la devolvieron a España.
Entretanto y durante la campaña de Egipto de 1800 les sirvió de enclave estratégico, desde donde
las tropas acantonadas en la isla partieron varias veces a participar en aquella campaña con la
expedición del general Abercombie.
Partido Stuart de la isla en mayo de 99, quedó a cargo de la misma el mayor general James
Erskine-Saintclair, hasta que fue relevado en noviembre del mismo año por el teniente general
Edward Fox.
El gobernador Fox pronto chocaría con el obispo Vila, a quien suspendió de sus funciones, a lo
que el prelado se opuso, por lo que el gobernador lo arrestó y trasladó de Ciudadela a Mahón. Vila
pidió acudir a Londres en son de protesta, petición que le fue concedida. Ya no volvería a Menorca.
En 1802 fue nombrado obispo de Albarracín.
Fox marchó con la expedición a Egipto y le sucedió, en 1801, el mayor general Henry
Cleophane, mas conciliador que su antecesor en el cargo. Sin embargo el nuevo gobernador poco
pudo llevar a cabo en la isla Él sería el encargado de entregar la Balear Menor al Capitán General
de Mallorca, Juan Miguel Vives, cuando en 1802 y por el tratado de Amiens, Menorca fue devuelta
a Carlos IV, permaneciendo ya española hasta hoy.
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