Download Capítulo 2 EL DESEMBARCO DE

Document related concepts
no text concepts found
Transcript
Capítulo 2
EL DESEMBARCO DE EISENHOWER EN
MARRUECOS
Desde Hendaya hasta el Magreb
A primeros de julio de 1941, casi nueve meses después de Hendaya y a las dos
semanas de invadida la URSS, declara Hitler a su Estado Mayor que a todos los efectos
se ha ganado la guerra en el este. La aviación y las fuerzas motorizadas soviéticas han
sido barridas. Se capturaron los puentes intactos y cayeron millares de prisioneros, así
como mil doscientos aviones. Stalin, que estaba pescando en el mar Negro el dic del
ataque a su país, recoge calmosamente los aparejos y ordena que le concedan una hora
antes de volver a tierra. Todavía quiere creer que todo se debe a una confusión táctica,
en previstas operaciones militares alemanas detrás de la frontera, y confía en que una
solución diplomática sea posible.
Tres cuerpos de ejército emprendieron la invasión. Al norte, el mariscal Wilhelm
Ritter von Leeb avanza hada Leningrado a trabes de los estados bálticos. Desde el 30 de
agosto de aquel año hasta el 27 de enero de 1944, sufrirá Leningrado un asedio en el que
morirán un millón y medio de defensores -seiscientos mil de los cuales perecerán de
inanición-, sin que jamás capitule la ciudad de Pedro el Grande. El 29 de septiembre,
Hitler cursará la monstruosa orden de que Leningrado sea arrasada a su caída.
En el centro, el mariscal Von Bock -a quien vimos adquiriendo baratijas en París,
mientras aguardaba a sus blindados- se aproxima a las puertas de Smolensko por la
histórica y malhadada ruta de Napoleón a Moscú. En el sur, el también mariscal Gerd
von Rundstedt dirige sus tanques sobre Kiev, capital de Ucrania. El 23 de junio Hitler
deja Berlín para trasladarse a un búnker del bosque de Rastenburg: Der Wolfsschanze, o
la «Guarida del Lobo». Desde allí manda y ordena toda la ofensiva.
Su poder es más omnímodo que nunca. Ribbentrop se había opuesto a la
Operación Barbarroja porque anulaba toda su gestión como firmante del pacto con la
Unión Soviética. A solas con Hitler en el Wolfsschanze, inopinadamente estalla aquel
ser tan fatuo y servil. A gritos acusa a su Führer de haber cometido un error fatal e
irreparable. Hitler lo contempla en silencio hasta que Ribbentrop, desmadejado y
desalado, se derrumba en un sillón. «Lo creí al borde de de un ataque cardiaco -comenta
Hitler en voz baja-. En el futuro, absténgase de hablarme así.»
El 16 de julio Alfred Rosenberg, comisario para el Control Central de
Cuestiones Relacionadas con el este de Europa, comparece en presencia del Führer. Ha
esbozado un proyecto para la división de la URSS en «débiles estados socialistas»,
aprobado por Hitler el año anterior. Protesta firmemente contra el sistemático
exterminio de judíos, gitanos y comisarios políticos. También denuncia las
persecuciones y matanzas inhumanas que han emprendido las SS en los territorios
ocupados. Le interrumpe Hitler tan pronto se cansa de escucharle. Después lo alecciona
a alaridos: Alemania debe ejecutar inmediatamente a quienquiera que se le oponga.
Toda la URSS va a ser esclavizada y explotada. Carece de sentido la política que
sugiere Rosenberg para fomentar el separatismo de regiones como Ucrania. Sale
Rosenberg de la Guarida del Lobo defraudado, aunque elegido ministro del Reich para
los Países del Este. Su destino final, como el de Ribbentrop, lo conduce a la horca en
Nuremberg.
El 8 de agosto cae Smolensko, a orillas del Dnieper, y prosigue el avance hacia
la capital soviética. Sin embargo, el 21 de agosto expresa Hitler su discrepancia con el
alto mando. El primer objetivo alemán en la URSS no será Moscú, sino la zona
industrial y minera de la cuenca del Don, en el sur, y al norte el asedio de Leningrado.
Los blindados de Guderian, en la zona central, se desplazarán hacia el sur para unirse
con Von Rundstedt. Guderian discute la orden, pero termina por aceptarla.
Aunque el 19 de septiembre sucumbe Kiev, donde se toman seis mil prisioneros
según partes oficiales, cuando Hitler ordena la ofensiva sobre Moscú ya está muy
avanzado el otoño. La lluvia convierte en barrizales campos y carreteras. Rostov, en el
Cáucaso, tiene que evacuarse poco después de sucumbir a la Wehrmacht. Hitler
destituye a Von Rundstedt, quien no reaparecerá en los teatros de guerra hasta vísperas
del desembarco aliado en Normandía. Cuando ya distinguen los alemanes las luces de
Moscú, a través de la nieve y la niebla, el mariscal Georgi Zhukov abre la
contraofensiva el 5 de diciembre. A los cuatro días da la ciudad por salvada, y Stalin,
quien astutamente ha permanecido en la capital, orden a el regreso de todos los
elementos oficiales que la abandonaran con su consentimiento1
También en diciembre la mayor tragedia de la humanidad, la Segunda Guerra
Mundial, se extiende al océano Pacifico. En octubre, la Armada y el Ejército nipones
han ultimado los planes para el ataque a Hawai y la invasión de Tailandia. A las ocho de
la mañana del 7 de diciembre de 1941,360 aviones japoneses bombardean y ametrallan
1abase de Pearl Harbor, hundiendo 8 acorazados, 3 cruceros y 3 destructores, al tiempo
que incendian 170 aviones. Japón, Alemania e Italia rompen las hostilidades con los
Estados Unidos. Winston Churchill confesará haber llorado de gozo al saber que los
Estados Unidos entraban en la guerra. Siente entonces la absoluta certeza de que el
Reino Unido ya no puede perder la contienda.
No obstante, el año 1942 empieza con repetidos desastres para los aliados. En
enero los japoneses ocupan las Filipinas y el 16 de febrero cae Singapur. También el 20
de enero se decide en Wannsee, un distrito berlinas, la «solución final» al problema
1
La agresión de Hitler a la URSS, en Bruun y Steele Comager, 809-810 y Shirer 1116-1121. Por puro
azar, después de dos veces demorada, Hitler desencadena la invasión en el aniversario del cruce del
Niemen por Napoleón, en 1812, y un año después de la capitulación de Francia en Compiègne. Véanse
aquellas coincidencias en Shirer, 1115. También Fest, 648-656; Speer, 246-250; Toland, 992-994;
Svanidze, 165-171; Deutscher, 461-472 y Ulam, 536-552.
La defensa de Moscú a cuyo frente impidió Hitler llevar ropa de invierno, convencido de que la guerra
terminaría aquel verano, en Deutscher, 468-473; Ulam, 550-558; Latreille, vol. I, 185-195; Toland, 942945 y Shirer, 1125-1134. En implícita contradicción con la orden de Hitler que negaba la ropa de invierno
a la Wehrmacht, el 21 de diciembre Joseph Goebbels pedía siete millones de prendas de abrigo para el
Ejército. Véase Riess, 232-233.
judío. Ningún documento oficial menciona el término «exterminio», pero casi todos los
presentes lo leen entre líneas y comprenden que Hitler lo impuso en secreto. El 5 de
abril Alemania reanuda la campaña en la URRS y, a la vuelta de unos días, el Führer o
Supremo Señor de la Guerra se concede poderes militares absolutos. Capitula toda la
península de Crimea el 4 de julio y, dieciséis días después, Erwin Rommel toma Tobruk,
en la provincia libia de Cirenaica. La falta de reservas le detiene en El Alamein, después
de entrar en Egipto. Sus tanques se encuentran a noventa kilómetros de Alejandría.
Inesperadamente, la Guerra Mundial revierte su suerte en el Pacifico. A más de
2.500 kilómetros de Hawai, frente a la isla de Midway, los estadounidenses hunden
cuatro portaaviones japoneses y derrotan de forma decisiva a la aviación imperial entre
el 3 y el 6 de junio de 1942. No se da crédito en la Guarida del Lobo a tan imprevisibles
y funestas noticias, pero mayores serán la ira y el desconcierto de Hitler cuando sepa
que los infantes de marina estadounidenses han desembarcado en Guadalcanal, en el
archipiélago de las Salomón. Ya no volverá a perder Washington la iniciativa en todo
aquel frente.
A primeros de agosto, llevándose bajo el brazo el retrato de Federico el Grande,
obra de Anton Graff, Hitler muda su Wolfsschanze a Vinnisa, en Ucrania. Prosigue la
campaña del Cáucaso y el 25 de agosto la Wehrmacht corona el pico más alto de la
cordillera, el mítico Elbrus. Sin embargo, el Supremo Señor de la Guerra reitera los
errores del año anterior, al dividir las fuerzas y dedicar el entero VI Ejército, bajo
mando de Friedrich von Paulus, al asalto de Stalingrado en el Volga. El 16 de
septiembre los alemanes alcanzan aquella ciudad, que sus bombardeos casi redujeron a
un montón de ruinas humeantes, pero los hombres de Zhukov la defienden piedra por
piedra. El 19 de noviembre, mientras Von Paulus promete a Hitler rendir Stalingrado en
unos días, Zhukov toma la iniciativa y empieza su propio cerco de los invasores.
El 15 de agosto las fuerzas británicas en Egipto reciben dos nuevos altos jefes:
sir Harold Alexander, como comandante en jefe del Próximo Oriente, y un excéntrico
aunque brillantísimo general, Bernard Law Montgomery. El 23 de octubre, en tanto que
un desprevenido Rommel se cura en Austria una infección nasal y una dolencia hepática,
Montgomery, con fuerzas muy superiores, desencadena su ofensiva sobre el Afrika
Korps. Cuando regresa Rommel, los británicos han roto el frente por la parte asignada a
las divisiones italianas. En su retirada sufre el Afrika Korps cincuenta y nueve mil bajas
en una semana. Incluido el jefe del Estado Mayor, Wilhelm Ritter von Thoma, quien se
entrega junto a un tanque ardiendo, cubierto con todas sus condecoraciones. Aquella
noche Montgomery le invita a cenar en su tienda.
Despunta noviembre con enconadas nuevas que reiteran los desastres de Eje
desde el Pacifico al Volga y por todo el Mediterráneo africano. Apenas consuma
Rommel la retirada, desobedeciendo las órdenes que le mandaban atrincherarse y
perecer con todo su Ejército, llegan partes de guerra todavía más imprevisibles de
Marruecos y Argelia. La noche del 7 al 8 de noviembre una flota aliada, más poderosa
que cualquier otra vista en las dos guerras mundiales, ha desembarcado tropas en
diversas playas de al-Magreb al-Arsa (en árabe, el «lejano Occidente») con total
impunidad y al secreto amparo de las sombras
Un conjunto de seiscientos barcos -entre portaaviones, acorazados, cruceros,
destructores, corbetas y cañoneros, con cerca de noventa mil hombres a bordo-, venidos
de Irlanda del Norte y de los puertos de Portland y Norfolk en los Estados Unidos,
tocaron tierra en Safi, Casablanca, Rabat y Port Lyautey en el Atlántico, así como al
este y oeste de Oran, en el Mediterráneo. Lleva el mando de la Operación Torch o
«Antorcha» (nombre inspirado en el hacha de la estatua de la Libertad, que por obra del
escultor francés Frédéric Auguste Bartholdi se erigió a la entrada del puerto de Nueva
York) un desconocido general: Dwight D. Eisenhower 2.
Un sistema establecido entre Escila y Caribdis
Conocida la invasión alemana de la Unión Soviética, apedreada la embajada
británica en Madrid y alistados los primeros voluntarios de la División Azul, se
formaliza un acuerdo para el envío de cien mil trabajadores españoles a Alemania, a
propuesta del secretario general de los Sindicatos, Gerardo Salvador Merino. La
oposición de los ministros militares al convenio rebajaría a quince mil la cifra de
aquellos obreros temporalmente emigrados.
A finales de agosto de 1942, el general Saliquet lleva a un Consejo de Ministros
la ficha masónica del secretario general sindicalista, miembro de una logia durante un
breve periodo de su juventud, y Gerardo Salvador Merino pierde todos sus cargos.
Mientras, a través de Von Stohrer, Ribbentrop solicita la declaración de guerra de
España a la URSS. Ante el temor de que el Reino Unido imponga el bloqueo de la
península, rechazan la propuesta Serrano y Franco.
No obstante, truena la retórica del Régimen con mayor entusiasmo que nunca. El
17 de julio, dirigiéndose al Consejo Nacional de Falange, afirma el Generalísimo que
los aliados han planteado mal la guerra y la tienen perdida. Le enorgullece que los
jóvenes de la División Azul derramen su sangre junto a los alemanes, en defensa de
Europa y del cristianismo. Los embajadores de los Estados Unidos y del Reino Unido,
Alexander W. Wedell y Samuel Hoare, abandonan inmediatamente la tribuna de los
invitados preferentes.
El 30 de enero de 1942 imprime Arriba un fascículo a mayor gloria del
nacionalsocialismo en exaltación del noveno aniversario del ascenso de Hitler al poder.
Serrano Suñer contribuye con un artículo, en el que afirma que los pueblos oprimidos
por las democracias y amenazados por el comunismo forman ahora «un gigantesco
frente de guerra». Antonio Tovar, el intérprete de Serrano en Berlín, publica un ensayo
idiota y concluye que «entre todos los Césares de la historia», un elenco de evidentes
inmortales, Hitler representaba por añadidura algo absolutamente inédito.
2
Acerca de Pearl Harbor y Midway, véase Bruun y Steele Comager, 810-811; Latreille. vol. II, 227-237;
Shirer, 1163-1172 y Toland, 952-954. En Madrid advierte Samuel Hoare que todo el elemento oficial cree
más decisiva la destrucción de la flota estadounidense que la entrada en guerra de los Estados Unidos.
Hoare, 114. Franco mantiene la casi beligerancia en la URSS, la no beligerancia en el resto de Europa y la
neutralidad en el Pacifico, después de la invasión japonesa de Filipinas. Palacios, La España totalitaria,
361.
La significativa anécdota del retrato de Federico el Grande, obra de Graff, que Hitler llevaba a todos sus
cuarteles generales, en tanto iba perdiendo la Segunda Guerra Mundial, en Robert Payne, 434-435.
El Alamein, en Bruun y Steele Comager, 811; Shirer, 1201-1204; Toland, 979-980 y Latreille vol. II, 257
-261. Latreille cita a Rommel, entre El Alamein y la Operación Torch: «En el momento en que la
aplastante capacidad industrial de los Estados Unidos se deje sentir en un teatro de operaciones, no
tendremos la menor oportunidad de vencer.»
La retórica de Franco responde a distinta prosodia, porque probablemente la
compuso o esbozó Luis Carrero Blanco, subsecretario de la Presidencia del Consejo
desde mayo de 1941. A mediados de febrero, en presencia del dictador y presidente de
la República de Portugal, Antonio Oliveira Salazar, pronuncia Franco una de sus frases
más exaltadas, que va a perseguirle hasta mucho después de su muerte: «...pero si
hubiera un momento de peligro; si el camino de Berlín fuese abierto, no sería una
división de voluntarios españoles lo que allí fuese, sino que sería un millón de españoles
los que se ofrecerían».
Dice Serrano a Franco desaprobar abiertamente aquella soflama, como antes
discrepó del discurso del 17 de julio de 1941. No por discrepar de su contenido, sino por
corresponder ese tipo de declaraciones a cualquier otro prohombre de Régimen, nunca a
su Generalísimo. Casi medio siglo después todavía argumentaba Serrano, parafraseando
a Talleyrand, que en labios de Franco semejante discurso era peor que cualquier crimen,
por tratarse de un flagrante error político.
No obstante, admite haber cometido el otro yerro, acaso mayor, cuando
recomendó en mayo de ese mismo año al capitán de navío Luis Carrero Blanco para la
subsecretaria del Gobierno. Inmediatamente Carrero y José Luis Arrese Magra, ministro
secretario de FET y de las JONS en el Consejo, se convierten en serviles aduladores de
Franco. También emprende Carrero Blanco una incesante carrera política que sólo
concluirá con su muerte -asesinado por ETA el 20 de diciembre de 1973-, cuando ya
preside el Gobierno y es casi dueño absoluto de España, en la avanzada preagonía del
Caudillo.
Antes del viaje de Serrano al Berhof en 1940, contribuye Carrero a la redacción
de un informe del Estado Mayor de la Armada, que el almirante Salvador Moreno lleva
a Franco. Se anticipa allí la acaso inevitable ofensiva alemana sobre Gibraltar e insiste
en la identificación de España con la Alemania de Hitler. Pero también se expone la
patética endeblez de la escuadra española frente a la Royal Navy, y la posibilidad, un
tanto fantasiosa, de que se repita en Canarias el desastre de Santiago de Cuba en 1898.
No obstante, como ha señalado agudamente Jesús Palacios, adapta Carrero los
informes y guiones para los discursos del Generalísimo al tono y sentido que dictan las
circunstancias y la egolatría de Franco. Apenas parte hacia la URSS la División Azul,
dice Carrero al escéptico Ramón Garriga que, a finales de año, conquistados el Cáucaso,
Turquía, Irak y Siria, Alemania se apercibirá a caer sobre Egipto. Garriga deduce que
Carrero repite y exagera previas y también absurdas consideraciones militares de Franco.
El 25 de agosto rinde Carrero otro informe al Caudillo, pidiéndole que se
arrogue poderes todavía más absolutos. Es imprescindible un totalitarismo sin más
doctrina que su palabra, declarada cualquier discrepancia «delito de lesa patria».
Gobernando con justicia, eficacia y buen ejemplo, mantendrá el Generalísimo su
autoridad sobre una generación como la actual, «viciada y de difícil reforma». Se
excede la Falange al dar acogida a miles de funcionarios y crear un auténtico caos
administrativo. También se agrava el divorcio entre el partido único y el ejército. Por
último, el 28 de septiembre de 1942, Carrero lleva su insensata lisonja al extremo de
pedir a Franco que se corone rey.
En un régimen que muestra su creciente incoherencia, corresponde a Arrese
Magra, otro adulador y sacristán del amen, formular una propuesta bastante distinta, en
carta a Franco del 2 de febrero de 1942. En términos extáticos se refiere Arrese a un
discurso, pronunciado por el Caudillo en Barcelona cinco días antes, en el que
aseguraba que el totalitarismo debía gobernar «desde la entraña del pueblo». Afirma
Arrese que Franco rigió hasta entonces como jefe del Estado. Desde el último discurso
debe hacerlo como cabeza visible de la Falange. En su día Mussolini y Hitler dieron
aquel viraje en la cumbre del poder. En resumen, y aunque sea en términos retóricos y
confusos, el ministro secretario del Movimiento propone a Franco un golpe de Estado
falangista3.
Sin embargo, en la política interna española, frente al panorama de la Guerra
Mundial, no hay mayor ni más oculto drama que la ofensiva de los generales
monárquicos contra Serrano Suñer. Quieren cesarlo porque el Régimen lo ha
sambenitado como el hombre de Alemania, o el chivo expiatorio del sistema establecido,
como lo llamará Rafael Borràs sesenta y dos años después (ignorando aquellos milites,
como aquí no debe olvidarse, el concepto que merece Serrano a Hitler). El propio
Franco no sabe cómo desplazarlo, aunque le exaspere el sentido crítico que tiene su
concuñado respecto a muchos de sus actos. Sobre todo, por contraste con la
complacencia de Carrero y Arrese.
El general Luis Orgaz, alto comisario en Marruecos, mantiene conversaciones
con el Departamento de Estado de los Estados Unidos para un posible empréstito a
España, que impiden los británicos por creer al franquismo demasiado comprometido
con el Eje. Asimismo conspira Orgaz para derrocar al Caudillo y mantener a España
alejada de la Guerra Mundial. En una audiencia con Franco, el primero de agosto,
reprocha al Generalísimo sus desplantes verbales del 17 de julio y pide la dimisión de
Serrano. También dice hablar en nombre del director de la Escuela Superior del Ejército,
general Aranda, y de los capitanes generales Saliquet, Kindelán y Solchaga. No se
muestra Franco en abierto desacuerdo, pero argumenta cuán dificultoso resulta el cese
de su concuñado.
3
Sobre el apedreo de la embajada británica, Hoare, 103-104; Serrano Suñer, Entre Hendaya y Gibraltar,
371-373; Saña, 249-252; Cierva, Franco y la Guerra Mundial. Hendaya, 123-125 y Preston, Franco.
«Caudillo de España», 545-546. El envío de trabajadores españoles a Alemania y el cese de Gerardo
Salvador Merino, en Saña, 156-157; Preston, Franco. «Caudillo de España», 547 y Palacios, La España
totalitaria, 552-553.
El discurso de Franco al Consejo Nacional de Falange, en Serrano Suñer, Entre el silencio y la
propaganda, la historia como fue. Memorias, 348-349; Saña, 252-254; Palacios, La España totalitaria,
437 -348 y Anson, 206. El fascículo de Arriba con los artículos de Serrano y Tovar, en Palacios, La
España totalitaria, 364-368. Para el discurso de Franco ante Salazar, en febrero de 1942, véase Saña,
254-255; Preston, Franco. «Caudillo de España», 568; Palacios, La España totalitaria, 368-369 y Anson,
207 -208.
Acerca de Carrero Blanco, sus informes y su ascenso al poder, véase Saña, 260-263; Anson, 203 -206;
Tusell, Carrero. La eminencia gris del Régimen de Franco, 40-43 y Palacios, La España totalitaria, 348355. Palacios cita los informes procedentes del Archivo de Franco, leg. 172, folio 112, y el Archivo de
Franco, leg. 59, folio 15. La inconcebible propuesta de Carrero a Franco para que se corone a sí mismo,
en Toquero, 396.
Arrese, su ascensión, falangismo, servilismo e informes a Franco, en Serrano Suñer, Entre el silencio y la
propaganda, la historia como fue. Memorias, 190-206; Saña 246, 257 -260 y Palacios, La España
totalitaria, 361-364 y 375-379.
También el agregado de negocios y primer consejero de la embajada
estadounidense, Willard Beaulac, reprueba la actitud de Franco en favor del Eje ante el
ministro de Industria y Comercio, Demetrio Carceller. Replica Carceller que la supuesta
demagogia falangista del Generalísimo impide la invasión alemana de la península y
sirve así la causa aliada. Franco es «un verdadero demócrata», y si hay en el Gobierno
un hombre de Alemania, será Serrano Suñer. Asimismo dice Carceller que la embajada
alemana no es sino «un conjunto de imbéciles» con quienes él obra como le viene en
gana. Para divertido regalo de Beaulac, a la semana siguiente dirá lo mismo de la
embajada estadounidense en Madrid.
Entre tanto se desenvuelve un oscuro asunto, de documentación todavía
parcialmente retenida por el Intelligence Service, a través de agentes británicos en
España, Inglaterra y los Estados Unidos. Entre estos agentes figura el mismísimo Ian
Fleming, futuro creador de James Bond. Bajo amenaza de retener un empréstito de un
millón de libras esterlinas que tiene depositado en el Barings Bank de Londres,
Churchill establece un trato secreto con Juan March, el llamado «último pirata del
Mediterráneo». Con la anuencia de Roosevelt y de Henry Morgenthau, ministro de
Finanzas de los Estados Unidos, el Departamento del Tesoro estadounidense se
compromete a restituir a March aquel empréstito al término de la operación.
En invierno de 1941 acredita March haber repartido diez millones de dólares de
una cuenta depositada en el Swiss Bank de Nueva York. Dos de aquellos millones los
recibió Aranda y se abonó a Orgaz otra cantidad, crecida pero no especificada. Al
nombrar Franco en mayo a Valentín Galarza ministro de Gobernación, en lugar de
ascender a Lorente Sanz -el antiguo subsecretario de Serrano, quien habría rechazado el
puesto-, creen Churchill y Anthony Eden, su ministro de Asuntos Exteriores, recoger los
primeros frutos de la intriga.
Al año siguiente han perdido la fe en aquellos sobornos que el código secreto
designa como «Saint George's Cavalry», la «Caballería de San Jorge», aludiendo al
santo que viene acuñado en los soberanos de oro británicos. A primeros de septiembre
de 1942, el Departamento del Tesoro congela la cuenta del Swiss Bank. Sólo a ruegos
de Churchill y Eden -a trabes de lord Halifax, su embajador en Washington- la
desbloquea Morgenthau por valor de otros diez millones. No se comprende el definitivo
empleo de semejante potosí, puesto que nunca muestran Aranda ni Orgaz signo alguno
de enriquecimiento personal. Ni tampoco desestabilizan la dictadura franquista, como
huelga añadir.
El cese de Serrano Suñer
De forma imprevista, el15 de agosto de 1942 comienza la caída política de
Serrano Suñer, mientras veranea con su familia en Benicasim y el Generalísimo
descansa en el Pazo de Meirás. Como ministro del Ejército, asiste Varela a un sufragio
por los requetés muertos en la Guerra Civil, en el santuario de Nuestra Señora de
Begoña. A la salida vitorearon los tradicionalistas al Rey y dan mueras a Franco y al
«socialismo» franquista. Seis provocadores falangistas, algunos recién vueltos de la
División Azul, se detienen frente al atrio y uno de ellos, Juan Domínguez, viene armado
con bombas de mano. En el inevitable tumulto, cree Domínguez amenazado a un
compañero («¡Qué maten a Calleja!») y arroja una granada que deja treinta heridos pero
ningún muerto.
Varela escribe a Franco que la Falange ha atentado contra el Ejército. Denuncia
telegráficamente a todos los gobernadores el ministro de Gobernación, Valentín Galarza,
la existencia de unos presuntos perturbadores «a sueldo de cierta potencia extranjera».
Vueltos de Benicasim y el Pazo, se reúnen en Madrid Serrano y Franco, mientras se
incoa consejo de guerra contra Domínguez y los demás falangistas. Hay dos penas de
muerte, si bien uno de los condenados será indultado. Franco insiste en que ejecuten a
Domínguez. En opinión de Serrano, Arrese le hace creer que sirve secretamente al
Reino Unido, aunque con toda probabilidad sea un agente alemán. Así lo había fichado
al menos el Servicio de Información Militar. El muy falangista ministro del Trabajo,
José Antonio Girón, quien también debe la cartera a Serrano, cree recordar en su
ancianidad que la embajada británica solicitó oficiosamente la máxima pena para
Domínguez.
Resuelve el Caudillo sustituir a Galarza y Varela. Empieza Blas Pérez González
su larga gestión al frente del Ministerio del Interior. Por solidaridad con Varela, se
resiste Carlos Asensio Cabanillas a aceptar la cartera del Ejército. Se la impone Franco
«como si fuese una orden en campaña». Carrero dice al Caudillo que si no cesa a su
concuñado, España se preguntará quién la gobierna: Serrano o el Generalísimo. Un
Franco muy nervioso confiesa a Serrano verse obligado a sustituirlo, mientras ya
aguarda audiencia en El Pardo su sucesor, el general Francisco Gómez Jordana y Souza,
conde de Jordana.
Monárquico, antiguo miembro del Directorio de Primo de Rivera, alto comisario
en Marruecos y ministro de Estado en el primer Gobierno de Franco, constituido el 30
de enero de 1938, Jordana -como todo el mundo empieza a llamarlo ahora- pasa por ser
partidario de los aliados. Por encima de todo, será siempre militarmente devoto al
Caudillo, sin críticas, réplicas ni dudas posibles, como certeramente lo anticipa Serrano
Suñer4.
Operación Torch
El 20 de mayo de 1942 Viacheslav Molotov, comisario o ministro de Asuntos
Exteriores de la URSS, llega a Londres y pide a Churchill la urgente apertura de un
segundo frente. Ya ha desencadenado la Wehrmacht la ofensiva de primavera y el
panorama bélico se agrava incesantemente en la Unión Soviética. En el norte prosigue
el asedio de Leningrado y en el sur se cierne la invasión del Cáucaso y Crimea.
4
Los tratos secretos del Departamento de Estado con Orgaz, entre el 9 de junio y el 10 de julio de 1942,
finalmente frustrados por Londres, en Foreign Relations of the United States, vol. II, 336-339. Beaulac y
Carceller, en Beaulac, 78-79. El soborno de los generales y su fracaso político, en Stafford, 86-106.
El cese de Serrano en el ministerio, en Serrano Suñer, Entre el silencio y la propaganda, la historia como
fue. Memorias, 358-373; Saña, 257 -276; Cierva, Franco y la Guerra Mundial Hendaya, 167-176;
Beaulac, 91-92; Hoare, 154-161; Hayes, 57 -58 y Preston, Franco. «Caudillo de España», 579-582.
Girón, 118, manifiesta que Domínguez fue fusilado debido a la «abrumadora» documentación acerca de
sus servicios de espionaje a favor de Alemania, proporcionada por la embajada británica. Resulta dudoso,
puesto que Hoare se felicitaba de hallarse en Inglaterra cuando la crisis de Begoña y la consiguiente caída
de Serrano tuvieron lugar.
Churchill no puede sino ratificar el pacto de amistad suscrito con la URS al
invadirla el Tercer Reich. También promete el segundo frente en cuanto sea factible.
Enseguida se abisma en sus depresiones y participa a Roosevelt el temor de que la
Unión Soviética firme un armisticio, cediendo muchos de sus territorios, para que
libremente prosiga Alemania su campaña contra el Reino Unido. En Londres vive
Molotov tan precavido o aterrado que duerme con dos pistolas amartilladas debajo del
almohadón.
Molotov pasa a los Estados Unidos y en dos ocasiones distintas, el 30 de mayo y
el 1 de junio de 1942, se reúne con Roosevelt y el general George C. Marshall, jefe del
Estado Mayor del Ejército desde el 1 de septiembre de 1939: el día en que la Guerra
Mundial empezó en Europa. Por su propia cuenta y sin anticiparlo a Londres, Marshall
y Roosevelt aseguran a Molotov que los Estados Unidos abrirán el segundo frente antes
de que finalice aquel año de tanta desgracia. Molotov guarda sus pistolas y regresa a
Inglaterra mucho más complacido de lo que estaba cuando partió para América.
En marzo había escogido Marshall al general Dwight D. Eisenhower como jefe
de la División de Operaciones del Departamento de Guerra. A lo largo de su carrera,
casi siempre desempeñó Eisenhower funciones ejecutivas. Se dice de él que no ha oído
ni oirá un disparo en su vida, aunque parezca un buen administrador. Hombre
contradictorio, es a veces tan irresoluto como impulsivo. Suele dominarse ante sus
iguales e inferiores, pero no evita que cualquier emoción lo embermeje como un
pimiento. Fuma cuatro o cinco paquetes de cigarrillos todos los días, aunque después de
la guerra romperá con aquel hábito. En política se dice liberal de la vieja escuela y
aborrece sobremanera a todos los discípulos de Hitler. Entre ellos cuenta a Franco y al
almirante Jean François Darlan, aunque con ambos pacte a su debido momento y
mantenga luego cierta admiración por el Generalísimo.
Antes de decidir el lanzamiento de la Operación Torch considera Eisenhower
opciones alternativas como Roundup («Redada») y Sledgehammer («Mazo»). Ambas
contemplan posibles desembarcos en Francia en 1943, y la última la suponen casi
suicida. Su precio, escribe Eisenhower a Marshall, sería mantener en pie de guerra a
ocho millones de rusos. También estudia otra operación sobre el Marruecos español,
denominada Backbone («Espina Dorsal»). La desecha creyendo que sir Samuel Hoare
ha persuadido a Franco para que se abstenga de intervenir, aun en el caso de que los
aliados invadan el Marruecos francés. Cuando por presión de Churchill, quien ve
imprescindible el ataque al «bajo vientre de Europa», Roosevelt anula Roundup,
Eisenhower se siente momentáneamente devastado.
Dejándose llevar por un insólito rapto retórico, escribe que el 22 de junio –el día
en que le llega la orden de proceder con el desembarco en Argelia y Marruecos- «pasará
a la posteridad como el más negro de toda la historia». Para él la Operación Torch
representa un movimiento estratégico defensivo y no ofensivo. Acaso por ello, y a título
de compensación, escoge para la campaña a compañeros de armas que después ganarán
fama de mandos extremadamente agresivos en la Guerra Mundial.
Es lugarteniente de Eisenhower el general Mark Wayne Clark, a quien dicen el
único espadón estadounidense al que no duelen ni casi importan las bajas, con tal de
conseguir cuanto antes sus objetivos. Al frente de los treinta y tres mil hombres que
desembarcaran en Safi y Casablanca, pone Eisenhower a George Patton, quien también
sostiene que aquella guerra no se ganará con el cuidadoso planteo de las ofensivas, sino
con su pronto cumplimiento.
En dos memorandos a Marshall, de 15 de agosto y 12 de octubre, anticipaba
Eisenhower muchas posibilidades de éxito al desembarco si las fuerzas francesas
ofrecen una resistencia simbólica o la división política hace su oposición insignificante.
En cada una de aquellas comunicaciones subraya que el triunfo de Torch también
depende de la absoluta neutralidad de España. De hecho habrá cierta resistencia
francesa, pero un colaboracionista germanófilo como el almirante Darlan se ofrece a
pactar con Clark y pasarse a la Francia Libre de Charles de Gaulle. Casi inmediatamente,
en mitad de unánimes protestas contra Darlan en el Reino Unido y los Estados Unidos,
asesina al almirante un joven monárquico francés al que juzgan y fusilan sin dilación.
Aunque Churchill deteste la arrogancia de De Gaulle, no oculta la satisfacción por la
muerte de Darlan.
Sin presagiar nada bueno, las tempestades del 2 de noviembre impiden a
Eisenhower volar a Gibraltar desde Londres. Tampoco amaina la tormenta en los días
siguientes. Incapaz de contenerse, Eisenhower ordena el despegue el 4 de noviembre.
Con calladas reservas y de mal grado obedece su piloto, el comandante Paul Tibbets.
Un oscuro y casi inimaginable destino pone en manos de este mismo aviador la suerte
de la Operación Torch y tres años después la de Hiroshima, aunque en agosto de 1945
no sepa Tibbets al emprender el vuelo que participa en un bombardeo nuclear. 0 un
crimen de guerra al que siempre se opondrá Eisenhower, sin que Truman le haga ningún
caso.
Con Eisenhower y su Estado Mayor a bordo, siete fortalezas volantes parten
rumbo a Gibraltar. Ha ordenado el general que en ninguna circunstancia aterricen en
España o Portugal. En el curso del vuelo soportan renovadas tormentas y una avería,
reparada en poco tiempo. En el peñón los británicos conducen a Eisenhower a un
despacho subterráneo, que se le antoja frío y húmedo. No obstante, le satisface que la
oficialidad local se ponga enseguida a sus órdenes. Aunque sea uno de los mandos más
poderosos del mundo, le regocijaba anticipar que un día contara a algún nieto, todavía
inexistente, que su abuelo fue dueño fugaz de uno de los mayores símbolos del imperio
británico, en otoño de 1942.
El gobernador de Gibraltar, sir Frank Mason-MacFarlane, comparte la
incertidumbre de Eisenhower. Les consume el silencio venido de España. Ni el
embajador británico ni el estadounidense en Madrid, ni para el caso los agentes de su
red de espionaje, cursan mensaje alguno. Ambos legados, Hoare y el historiador Carlton
Hayes, aguardaban la llegada de un telegrama cifrado desde Londres con la clave
Thunderbird: el pájaro que, en un mito de los pieles rojas, traía o presagiaba las
tronadas. A su recibo, con la fecha y hora del desembarco, deben informar a Franco y
Jordana, así como a Gibraltar, Tánger y Lisboa. El «Pájaro de Trueno» llega finalmente
el 7 de noviembre. A las dos de la madrugada del día siguiente empezará el desembarco
en Marruecos y el Oranesado 5.
5
Molotov, Roosevelt y el segundo frente, en Layton, 65-70 y Gelb, 80-85. Sobre Eisenhower, sus dudas y
preparativos para la Operación Torch, Ambrose, 60-80; Stafford, 192-193; Gallagher, 25-33; Morales
Lezcano, 183-196 y Hoare, 162-163. Acerca de Eisenhower en Gibraltar, Ambrose, 80-82; Gelb, 181184; Layton, 186-193 y Morales Lezcano, 192-197. El informe de Hoare al Foreign Office,
La noche triste de Franco
El 9 de junio de 1942 Carlton Hayes había presentado sus credenciales a Franco.
El embajador y el Caudillo leyeron sus respectivos discursos en ingles y español,
previamente intercambiadas las traducciones para su recíproca aceptación. Concluido el
acto, Franco invitó a Hayes a una conversación privada, en presencia de Serrano Suñer,
todavía ministro de Asuntos Exteriores, con el barón de Las Torres, quien dominaba el
inglés, al igual que el francés y el alemán, como único traductor.
No dejó de recordar Hayes que Hoare no fue objeto de aquella deferencia.
También reparó en que Serrano no dijo absolutamente nada durante la entrevista. Nunca
echaría en olvido el embajador -catedrático de historia europea moderna en la
Universidad de Columbia, católico practicante y partidario del alzamiento en la Guerra
Civil de España- que el Caudillo, con idéntica suficiencia que en Hendaya daba
lecciones estratégicas a Hitler, expresó el firme convencimiento de que un desembarco
aliado en África era imposible e inimaginable.
Poco después Pedro Teotonio Pereira, el embajador portugués, se hacia eco ante
Hayes de persistentes rumores, extendidos por los alemanes en Lisboa y Madrid, acerca
de un próximo ataque aliado a Marruecos o al propio territorio nacional español. Hayes
le aseguró que semejantes fábulas eran infundadas y sólo respondían a los intereses
propagandísticos del Eje. Decía Hayes la verdad a Pereira, puesto que sólo unos días
antes habían prometido Roosevelt y Marshall a Molotov la apertura del segundo frente.
Nada más se sabía entonces de futuras operaciones.
A finales de septiembre de 1942, Hayes y Hoare recibían una nota confidencial
de sus gobiernos sobre un próximo desembarco aliado en el norte de África, aprobado
por Roosevelt, Churchill y su Estado Mayor Conjunto. En una especie de
encabalgamiento de la desechada Operación Backbone en Torch, también se sugería un
posible ataque a Canarias. Aquella sería una medida de precaución, para salvaguardar el
desembarco en el Magreb y el asalto a Italia en un futuro no demasiado lejano.
Desde Madrid protestó Hayes ante Roosevelt y Cordell Hull, el secretario de
Estado estadounidense. Un asalto a Canarias traería la guerra con España y haría
desaparecer la zona de contención que pudiera establecer la península entre la armada
de Eisenhower y las divisiones alemanas acuarteladas en Francia. Asintió Washington
con su embajador y el 2 de noviembre Hayes ofrecía toda clase de seguridades a
Jordana. Un par de días después, mientras despegaba Eisenhower hacia Gibraltar, las
repetiría el ministro de Asuntos Exteriores ante el Generalísimo y el Consejo 6.
desaconsejando el desembarco en Canarias o en el Marruecos español, en Morales Lezcano, 192.
También parecida actitud de Hayes, en Beaulac, 144.
6
La presentación de credenciales de Hayes, en su propio libro, 25-32. Pereira y Hayes, en Ibíd., 36-38 y
Beaulac, 164-167. El viaje del embajador británico a Londres en 1942, en Hoare, 151-163. Los primeros
tratos de Hoare con Jordana, a quien el embajador cree mucho más próximo a los aliados que Serrano
Suñer, en Hoare, 165-166. También sobre Jordana y sus relaciones con los embajadores de las potencias
aliadas, en Beaulac, 134 y Doussinague, 80-83.
A finales de agosto se dirigía a Londres sir Samuel Hoare para evacuar diversas
consultas. Churchill quería informarle de los planes previos al desembarco, pero
también resolvió que sir Samuel no viese a Eisenhower, para que el Ahwer -el Servicio
de Inteligencia Alemán, dirigido por Canaris- no dedujera de su encuentro la inminencia
de la invasión. Nunca supo explicarse el embajador cómo la mayor operación anfibia
aliada pasó desapercibida al espionaje enemigo, cuando Gibraltar era un nido de agentes
del Tercer Reich.
En Londres expuso Hoare su informe, entretejido de presagios estratégicos,
acerca de los posibles resultados de Torch. Si Eisenhower conseguía el rápido éxito que
esperaba, Franco se mantendría en su ambigua neutralidad, pero si 1a operación
tropezaba con seria resistencia, acaso cediese a las presiones de Hitler y viera en el
trance la posibilidad de redimir Gibraltar. Si se 1iberaba el norte de África, barriendo a
Rommel al mar, convendría al Generalísimo que los aliados atacasen Italia y se
trasladara la guerra a otra parte del Mediterráneo.
Satisfizo a Hoare que la caída de Serrano coincidiera con su viaje a Londres,
para que no pudieran atribuírsela. Con Jordana despachaba casi a diario en el palacio de
Santa Cruz, y se llevaba mucho mejor que con Serrano. También sostuvo una entrevista
con Franco el 13 de octubre. Trató de exigirle un pronto término al espionaje del Eje, en
connivencia con las autoridades españolas. Asombró al embajador que Franco
considerara aquellos contactos fruto de la «inadvertencia» y la «corrupción». Luego
añadiría que si los alemanes sobornaban a las autoridades españolas, los británicos se
valían de «los rojos españoles». No obstante, disminuyeron notablemente desde
entonces las actividades de los agentes del Ahwer.
A las dos de la madrugada del 8 de noviembre, Carlton Hayes, con Beaulac de
intérprete, comparecía en el domicilio del conde de Jordana. De forma tan perentoria
como poco diplomática, lo despertaron y dijeron traer una carta de Roosevelt a Franco,
con nuevas de suma gravedad. Faltaban cinco horas para la amanecida, pero el diminuto
general, arropado con una bata encima del pijama, replicó estúpidamente que Franco se
encontraba en El Pardo escopeteando gazapos.
Todavía en bata y zapatillas, disculpóse un nerviosísimo Jordana y telefoneó al
Generalísimo. Exigía Hayes una inmediata audiencia con Franco y se negaba a revelar
al ministro de Asuntos Exteriores el mensaje de Roosevelt. Tratando de ganar tiempo,
pidió Franco a Jordana que mantuviera la fábula de la cacería nocturna. Más tarde
correría el rumor de que el jefe del Estado estaba reunido en El Pardo con los ministros
militares, pero Pereira escribió a Salazar que había pasado la noche rezando aterrado
ante el Santísimo, desde el recibo de la primera llamada de Jordana.
También despierta Jordana a su director general de Política Exterior, José María
Doussinague: germanófilo diplomático de carrera, aunque reitere por doquier que el
franquismo habría perdido la Guerra Civil sin el petróleo de Texaco. Supone
Doussinague un desembarco estadounidense en el Magreb francés. Jordana le ataja
enojado: lo que urge es saber si los aliados se dirigen o no a las Canarias. A punto de
salir de casa el director general de Política Exterior, vestido de cualquier manera y sin
tiempo de afeitarse, lo detiene otra llamada del conde de Jordana. Después de tratar a
Franco y a su ministro de Estado, en pijama Jordana y el Caudillo supuestamente
perdido y de caza por la selva oscura del alma, como a dos asustadizos bufones de un
país conquistado, se apiadó Hayes, en un repente, de Jordana.
Pidió entonces el embajador a Beaulac que tradujese la carta de Roosevelt. El
presidente de los Estados Unidos aseguraba a Franco que su armada desembarcó en
África con la única finalidad de evitar la ocupación del Eje. Nunca se dirigió la escuadra
aliada contra España, el Marruecos español o cualquier otra parte del territorio nacional.
No recordaba Hayes haber visto cambio tan súbito en la disposición de un hombre como
el que reveló Jordana, pasando de la extremada ansiedad al supremo alivio.
«¡Ah! ¡Entonces todo esto no concierne a España!» Aquella madrugada, en
cuanto se fueron Hayes y Beaulac, telefoneaba Jordana a El Pardo y a los ministros
militares. A las nueve en punto de la mañana, un Franco muy cortes y compuesto
recibía a Hayes dos horas antes de conceder audiencia a Hoare. Quemando los
documentos más comprometedores de la embajada, por si el Caudillo declaraba la
guerra al Reino Unido y todo el personal tenía que regresar a Londres por Lisboa o
Gibraltar, había pasado la noche en vela sir Samuel. El 10 de noviembre respondía
Franco a Roosevelt, agradeciéndole la carta y las seguridades ofrecidas a España.
Creerían Jordana y el Generalísimo superado el dramático trance que planteó la
Operación Torch, cuando la Guerra Mundial llegó a las fronteras españolas como ya lo
hiciera en los días de Hendaya. Sin embargo, aquella confrontación internacional no
concluiría sino treinta y tres años después, con la muerte de Franco y la incorporación
de España al mundo capitalista, democrático y parlamentario, cuyas fuerzas militares
acababan de tocar tierra en el Oranesado y el Magreb, en el prólogo de su victoria sobre
el Eje en la Segunda Guerra Mundial7.
El Caudillo y la segunda crisis del franquismo
Reunidos Roosevelt y Churchill en Casablanca, entre el 14 y el 24 de enero de
1943, exigían la irrevocable rendición incondicional de todos los países enemigos.
Desde entonces hasta el término de la Segunda Guerra Mundial, con la capitulación del
Japón en 1945, casi no conocería el Eje sino derrotas y desastres. El 13 de mayo de
1943 terminaba la contienda en África, en tanto 300.000 hombres de los ejércitos
alemán e italiano se entregan en Túnez.
Ya noventa mil soldados, entre alemanes, rumanos e italianos, se habían rendido
en Stalingrado el 1 de febrero de 1943. Entre el 5 y el 15 de junio, en la mayor batalla
de tanques de la historia, nuevamente derrotaban los soviéticos a los invasores en Kursk.
Stalin dictaba entonces su conocida orden para todos los frentes, cumplida a rajatabla:
«Desde hoy ni un paso atrás.» El 10 de julio los aliados invadían Sicilia. El 25 de aquel
mes el Gran Consejo Fascista destituía y arrestaba a Mussolini.
El 8 de septiembre se rendía Italia a los aliados y el 13 de octubre declaraba la
guerra a Alemania, aunque las SS rescatarían a Mussolini y el Duce formaría la llamada
7
Para la noche triste de Franco, con la intempestiva llegada de Hayes y Beaulac a casa de Jordana, las
angustiosas llamadas de Jordana a Franco y Doussinague y la carta de Roosevelt a Franco, véase Hayes,
90-92; Beaulac, 19-20 y Doussinague, 90-93. La nota de Pereira a Salazar acerca de Franco, rezando ante
el Santísimo, en Preston, Franco. «Caudillo de España», 592.
República Social Fascista Italiana -al dictado de Hitler y a orillas del lago Garda-, que
en verdad no significaba nada ni sobreviviría al asesinato del dictador italiano. El 22 de
enero de 1944 los aliados atracaban en Anzio y el 4 de junio caía Roma, después de ser
declarada ciudad abierta. A los dos días, de nuevo a las órdenes de Eisenhower, la
mayor armada que viera o volvería a ver el mundo desembarcaba en Normandía.
Aunque Hitler sobrevivió al atentado de Klaus von Stauffenberg, en julio de
aquel año, seguía perdiendo la guerra catastróficamente. El 25 de agosto los aliados
entraban en Paris y el 3 de septiembre en Bruselas. Nueve días después las fuerzas de
Montgomery alcanzaban los Países Bajos. Acusado de conspiración con Stauffenberg,
el 14 de octubre se suicidaría Rommel. El 16 de diciembre el Führer emprendía su
última ofensiva en las Ardenas, aprovechando las nieblas y nevadas que impedían el
despegue de la aviación aliada. Al mes Eisenhower retomaba la iniciativa en todo el
frente, mientras un ejército de tres millones de rusos invadía la Prusia Oriental.
Dispuesto a morir, aunque todavía aguardaba un milagro imposible, Hitler
regresó a Berlín. Sin embargo, fue Roosevelt el fallecido de un súbito derrame cerebral
el12 de abril. A los dos días caía Viena en poder del ejército soviético y el 21 de abril
las tropas de la URSS pisaban los aledaños de Berlín. El 30 de abril Hitler y su mujer,
Eva Braun, con quien acababa de casarse, se suicidaban en los sótanos de la Cancilleria.
El 7 de mayo el almirante Doenitz, nombrado sucesor del Führer en su testamento,
ordenaba a Jodl que se firmase la rendición sin condiciones. Acababa de concluir la
Segunda Guerra Mundial en una Europa casi enteramente asolada.
En mitad de la crisis abierta en España por la Operación Torch, Franco parecía
casi tan incapaz de anticipar todos aquellos acontecimientos, o la inevitable victoria
aliada, como lo fue en 1939 al decirle a Peter Kemp que nunca habría una Segunda
Guerra Mundial. Aunque le hubiera impresionado profundamente el desembarco aliado
en el Magreb, que él había descartado por imposible en presencia de Carlton Hayes,
todavía se negaba a creer lo que ya temía con casi entera certeza,
En el primer Consejo de Ministros después de afianzadas las fuerzas de
Eisenhower en África, los titulares de Ejército y Trabajo, y el ministro secretario de
FET y de las JONS -Asensio, Girón y Arrese-, en una muestra conjunta de ceguera
política y militar aconsejaban la inmediata rotura de hostilidades con los Estados
Unidos, el Reino Unido y la URSS. Los rebatieron Jordana, Moreno y Vigón, aunque el
último todavía esperase la victoria del Eje a largo plazo. Un dudoso y enmudecido
Franco los observaba a todos impasible.
No obstante, en un discurso del 7 de diciembre al Consejo Nacional de Falange,
volvía a sentenciar la muerte de las democracias valiéndose del plural mayestático:
«Estamos en posesión de la Verdad.» El 10 de febrero de 1943 rubricaba Franco un
protocolo secreto con el Reich y se comprometía a combatir una hipotética invasión
aliada a cambio de armamento alemán. Aquel acuerdo, jamás implementado, no añadía
absolutamente nada al luego desaparecido protocolo de Hendaya.
El 14 de febrero de 1944 decía Franco a su embajador en Londres, el duque de
Alba, que la guerra concluiría en 1950 o 1951 por agotamiento de los contendientes. Y
creía que todos solicitarían entonces sus servicios para tramitar la paz. En otras palabras,
reiteraba su ilusoria posición de componedor internacional, que ya ofreció a Samuel
Hoare en 1940, cuando supuso a la Gran Bretaña de Winston Churchill inminente y
vergonzosamente vencida.
Después del desembarco en Normandía renovaba los presagios, para
exasperación de Alba, quien creía vencida a Alemania en el plazo de unos meses. Según
Franco, todavía ocultaba Hitler ochenta divisiones y las incorporaría a la lucha en el
momento oportuno. Además le constaba la existencia de un «rayo cósmico» alemán que
podía invertir la situación bélica en ambos frentes, el oriental y occidental, de la noche a
la mañana.
Cuando el 3 de agosto falleció el conde de Jordana, fulminado de muerte
repentina por una angina de pecho, Franco lo sustituyó por su embajador en Vichy, José
Félix de Lequerica. Serrano Suñer, quien todavía pasaba por haber sido «el hombre de
Alemania», no comprendía semejante nombramiento, el de un tránsfuga del
monarquismo como Lequerica, pronazi e íntimo amigo de Pierre Laval (el primer
ministro de Pétain), si no era por razones de conveniencia personal de Franco.
Al revés de la consistencia mostrada en la crisis de Hendaya, Franco se
contradecía ahora de manera patética y aun ridícula. No sólo retiraba el mayor
contingente de la División Azul en 1943 y reconvertía la no beligerancia española en
neutralidad. También creía ver un posible acercamiento a Londres a raíz de un discurso
de Churchill en los Comunes, el 24 de mayo de 1944, duramente criticado en el Reino
Unido y por toda la oposición española: «En los días más sombríos de la Guerra
Mundial fue muy beneficiosa la actitud del Gobierno español, negando el paso al
enemigo a través de España. Sobre todo a la hora de la liberación del norte de África.»
El 18 de octubre de 1944, escribía Franco una larga carta al duque de Alba para
Winston Churchill. Felicitaba al Premier por su intervención en la Cámara de los
Comunes y le recordaba que de joven combatió a favor de España en la guerra de Cuba.
Probablemente redactó aquel texto con ayuda de Carrero. Sin embargo, su espíritu y
sobre todo su estilo resultaban característicos del Caudillo. España era un país «sólido,
viril y caballeroso». Sólo otros dos podían comparársele: Inglaterra y Alemania. Pero
Alemania iba a ser destruida, dejando vacío en mitad de Europa que ya ambiciona la
poderosa Rusia. Vergonzosamente derrotadas y cuarteadas Francia e Italia, consolidada
la posición de los Estados Unidos en el Atlántico y el Pacifico, España era el único
posible aliado «en verdad viril» que le quedaba al Reino Unido.
En su respuesta reiteraba Churchill cuanto ya dijo en la Cámara acerca de la
actitud española, después de la caída de Francia y a la hora de la invasión del Magreb.
Sin embargo, la Falange, fundamento de la estructura política nacional, se identificaba
con el nazismo y el fascismo. Por su parte, mantendría Londres la alianza con la URSS
dentro del marco de la futura organización internacional. No creía Churchill que las
Naciones Unidas admitiesen a España ni que el Gobierno británico permitiera su
colaboración en los preparativos para la paz. De pasada se decía más partidario del
futuro que del pasado y expresaba la esperanza de que mejoraran las relaciones entre el
Reino Unido y España.
Se aproximaba el triunfo aliado, en mitad de una crisis nacional donde la sola
convicción de Franco era retener el «mando» hasta la muerte. Ya le dijo a Asensio que
su única salida del poder sería con los pies por delante. Pero todo ello no impedía su
servil aproximación a los Estados Unidos. El 2 de diciembre de 1944 firmaban
Lequerica y Hayes un acuerdo bilateral que entrada inmediatamente en vigor y tendría
una duración indefinida. España aceptaba el establecimiento de tres líneas aéreas, desde
Nueva York y Miami a Barcelona, Madrid y puntos ulteriores de Europa y África.
Enseguida empezó a llegar a Barajas el más moderno material para la construcción de
pistas adecuadas a los cuatrimotores.
La prensa celebró el acuerdo, pero en Madrid se preguntaban Ramón Garriga y
Agustín de Foxá por que se cedieron aquellas pistas por nada, absolutamente por nada,
cuando los aeropuertos eran indispensables a los estadounidenses para acelerar el
traslado de fuerzas y material de guerra a los Estados Unidos y al Pacífico. De tal
arreglo, última consecuencia del desembarco aliado en el Marruecos francés dos años
antes, deducían correctamente que otro día vendría un pacto para la entrega de bases
militares a los Estados Unidos. Si bien, paradójicamente, tanto se opusieron Serrano y
Franco a Ribbentrop cuando pedía un asentamiento alemán en Canarias. Al despedirse
concluyó el mordaz Agustín de Foxá, encogiéndose de hombros: «Cuando empezó esta
guerra gritábamos "¡Gibraltar para España!" Ahora que termina cantamos a coro:
"¡Barajas para los americanos!".»8
8
La Conferencia de Casablanca, en Gelb, 284-291; Layton, 112; Ambrose, 89-90; Stafford, 197-203 y
Morales Lezcano, 211-214. El Consejo de Ministros, inmediatamente después de la Operación Torch, con
el apoyo a la entrada en la guerra de España aliada a Alemania por parte de Asensio, Arrese y Girón, así
como el discurso de Franco acerca de su mayestática posesión de la verdad, en Preston, Franco.
«Caudillo de España», 594-596. En sus memorias Girón ni siquiera menciona aquel Consejo ni habla
para el caso de la Guerra Mundial, si no es a propósito de la División Azul. El acuerdo negociado con
Berlín, en Garriga, La España de Franco. De la División Azul al pacto con los Estados Unidos, 31. Las
predicciones de Franco al duque de Alba, en Serrano Suñer, Entre el silencio y la propaganda, la historia
como fue. Memorias, 358. La carta de Franco a Churchill, a través del duque de Alba y la respuesta de
Churchill, en Hoare, 305-310. Para el acuerdo de Lequerica y Hayes, así como las consideraciones de
Foxá y Garriga acerca de aquel trato, Garriga, La España de Franco. De la División Azul al pacto con los
Estados Unidos, 257-259.