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Este artículo analiza la aplicación del concepto de
“entorno sonoro” en el ámbito musical, señalando un
conjunto de antecedentes relativos a la constitución
de la realidad auditiva en general, y de la percepción
musical en el ser humano.
Se propone que el oído “natural” nos orienta hacia
la fuente emisora o lugar de origen de las ondas
sonoras; el oído “musical”, en cambio, constituye una
modalidad perceptiva que otorga sentido personal
a la construcción imaginaria de la sucesión sonora,
orientándonos hacia una sensación anímica particular.
También expone algunos presupuestos conceptuales
y evidencias científicas que deberían considerarse al
analizar cómo se integra el artificio o “invención” de
la música al ámbito de existencia cotidiana del ser
humano, situado en un espacio o entorno.
Finalmente, propone que la experiencia individual de la
música va transcurriendo en el espacio imaginario de
nuestra mente-cuerpo, en correspondencia “gestual”
con la dinámica de nuestras emociones. Considerando
una extensión de este modelo, se propone que los
fenómenos sonoros del entorno físico se despliegan en
el ámbito psicofísico de la mente como paisaje interior
y subjetivo, como una analogía en clave sonora de la
relación con nuestro entorno. Todo ello nos permite
comprender que la música, como experiencia sonora,
es, ante todo, un fenómeno transitivo.
This article analyzes the application of the concept
of “sonorous surrounding” in the musical context,
pointing to a number of antecedents related to the
constitution of the auditory reality in general, and of
musical perception in the human being.
The point is made that the “natural” ear orients us
towards the emitting source or place of origin of the
sound waves; the “musical” ear, in turn, constitutes
a perceptual mode that gives personal sense to the
imaginary construction of the audible sequence,
orienting us toward a particular state of mind.
It also presents some conceptual assumptions and
scientific evidences that should be considered when
analyzing how the artifice or “invention” of music is
integrated to the sphere of everyday existence of the
human being placed in a space or surrounding.
Finally, it is proposed that the individual experience of
music occurs in the imaginary space of our mind-body
in a “gestural” correspondence with the dynamics
of our emotions. Considering an extension of this
model, it is proposed that the sonorous phenomena
of the physical environment are laid out in the
psychophysical sphere of the mind as an internal and
subjective landscape, like an analogy in audible key of
the relation with our surrounding. All this allows us
to understand that music, as a sound experience, is,
before anything, a transitive phenomenon.
Entorno sonoro _ imaginación sonora _ objeto sonoro
oído musical _ gesto musical _ música y naturaleza
música y tiempo
Sonorous surrounding _ auditive imagination _ sonorous object
musical ear _ musical gesture _ music and nature
music and time
Música y entorno sonoro:
Entre el sonido de los objetos y el
gesto imaginario
Sergio E. Candia _ Intérprete Musical y Psicólogo, Pontificia Universidad Católica de Chile _ Profesor e
Investigador Instituto de Música y Director del Estudio MusicAntigua, Pontificia Universidad Católica de Chile.
Poco después del silencio
Podemos iniciar la reflexión acerca del llamado “entorno sonoro” enfocándonos en un momento
de la experiencia intrauterina. En ese punto de nuestra constitución individual encontramos una
temprana forma de conexión con lo que está más allá de nuestro cuerpo, una de las primeras experiencias de “lo interno” y de “lo externo”, inscrita en la sutil trama del registro mental de lo sonoro.
Dicha experiencia precede a la vista, al olfato; quizás roce sutilmente las sensaciones táctiles y
pulsátiles, desplegando con ellas una difusa danza en un espacio limitado sólo por las tenues
(¿o gigantescas?) señales de su propio movimiento. Bajo esta imagen podríamos considerar que el
sonido nos permite sentirnos vinculados a lo que está más allá de nuestros difusos límites: surgiría así una conexión psicofísica inicial, desplegándose al mismo tiempo un gesto —casi reflejo—
de autolimitación, que nace en relación dinámica con el naciente “territorio” o espacio del mundo.
50 DISEÑA DOSSIER
51
Pero, ¿puede esta memoria sonora inicial —o, si se quiere, este registro corporal de
lo sonoro— ser una experiencia genuina de lo que ocurre “afuera” del sujeto, de lo
que “rodea” a nuestro cuerpo-conciencia? Cabe examinar algo más esta condición,
desde la experiencia cotidiana de un mundo que suena.
Hay en lo audible cierta condición paradojal, pues comúnmente nos orienta hacia
algo situado más allá de lo que parece delimitarnos. Pero la continuidad misma de
su vivencia (experimentamos el sonido como sucesión o transcurso) nos remite a
un extraño territorio, en donde el límite que surge del “yo-escucho-aquello” (lo que
me circunda) parece diluirse en la apenas advertida sensación del “me-escucho-enesto” (lo que me constituye).
Esta circunstancia originaria y enigmática de lo que aparece como mundo sonoro, en
los seres humanos dotados de audición, es señalada por Pascal Quignard:
“Antes del nacimiento y hasta el último instante de la muerte, hombres y mujeres oyen sin un
instante de pausa.
No hay sueño para la audición. Por eso los instrumentos que despiertan apelan al oído. Para el
oído es imposible ausentarse del entorno. No hay paisaje sonoro porque el paisaje supone distancia
ante lo visible. No hay apartamiento ante lo sonoro.
Lo sonoro es el territorio. El territorio que no se contempla. El territorio sin paisaje.”1
Propongo al lector un pequeño experimento. Antes de seguir leyendo estas
palabras, cierre los ojos y atienda durante un minuto a los sonidos que acontecen en su entorno. Anótelos y descríbalos brevemente.
(…)
Es muy probable que al considerar cada
una de sus anotaciones se encuentre con
descripciones tales como éstas: “rumor de
vehículos que pasan por la calle”, “el tictac del reloj”, “el sonido de mi respiración
y de mis intestinos (creo que tengo hambre…)”, “un murmullo como de voces a lo
lejos; gente que conversa”, “el ladrido de
un perro acercándose”, “música que sale
de alguna radio en la casa vecina”, y así
muchas otras posibles.
¿Qué podemos distinguir como elemento común en estos relatos, aparte de
que se refieren a sonidos?
Como ocurre en la mayoría de los casos
de esta experiencia, nuestras descripciones habituales de lo sonoro hacen referencia a dos atributos o condiciones que
distinguimos casi instintivamente en el
fenómeno: la fuente emisora y la ubicación espacial de la misma; es decir, ubicamos la procedencia de las perturbaciones
sonoras en un determinado entorno, en
algún punto del espacio que nos circunda,
o en la topografía anatómica de nuestro
propio cuerpo. Además, será muy común
encontrarnos con descripciones que denotan la percepción simultánea de distintas fuentes emisoras.
Esta distinción, común a la experiencia
humana de lo sonoro, no resulta tan sorprendente si consideramos que en realidad se corresponde con la función biopsicológica de adaptación y supervivencia. No es difícil imaginar que tal fenómeno auditivo haya sido de vital importancia para el ser humano en las primitivas
circunstancias de lucha por la supervivencia animal. Incluso las actividades de
la caza, la protección del grupo de eventuales amenazas a su integridad física
y la comunicación dentro de cualquier
situación social básica, suponen la capacidad de identificar estos dos atributos
del sonido. Y cuanto más eficientemente
se ejerza esta función de reconocimiento
perceptivo, aumenta la probabilidad de
éxito en nuestra historia de adaptación y
preservación como individuos. Así, podemos afirmar que cuando percibimos cualquier fenómeno acústico, en términos de
la fuente generadora y su ubicación en
nuestro entorno, estamos haciendo uso
de lo que podríamos denominar nuestro
“oído natural”.
Nuestras descripciones
habituales de lo sonoro hacen
referencia a dos atributos o
condiciones que distinguimos
casi instintivamente en el
fenómeno: la fuente emisora
y la ubicación espacial de la
misma; es decir, ubicamos
la procedencia de las
perturbaciones sonoras en un
determinado entorno.
1 Quignard, Pascal: El odio a
la música. Santiago, Andrés
Bello, 1998, p.108.
52 DISEÑA DOSSIER
Nadie Quiere Morir. Paula de Solminihac. Ensayo (19:36:34 - 19:47:51) de la serie: 2008, páginas 50, 51 y detalle de la obra en página 53.
MÚSICA Y ENTORNO SONORO
Naturaleza y artificio
53
No estamos aún ante una vivencia genuinamente musical, pues ésta implica
atender, distinguir y caracterizar perceptivamente una experiencia sonora en
términos de otros atributos y modalidades
de cognición, que son propios de una organización especial de los sonidos. Por ejemplo, si entre las descripciones de nuestro
experimento de audición encontramos
afirmaciones del tipo “varios sonidos agudos y graves que se alternan y repiten cada
cierto tiempo, cada vez con mayor velocidad”, o “el ruido de las hojas de los árboles
que se entremezclan con el pulso de mi
respiración formando un rumor somnoliento”, o “voces que parecen imitarse en
eco creciendo y decreciendo”, etc., ya nos
encaminamos hacia una experiencia de lo
sonoro que va más allá de la identificación
de la fuente, esto es, más allá de su primaria función adaptativa.
En estos y otros casos hemos atendido
—en el nivel consciente o en el subconsciente— a nuestro entorno acústico, distinguiendo, organizando o relacionando
los sonidos en una sucesión de acontecimientos que se van configurando como
una entidad sonora significativa, situada
también en un espacio. Pero, ¿de qué espacio se trata?
Podemos convenir en que este tipo de
fenómenos ocurre en un espacio imaginario o mental, pues advertimos que los atributos y el sentido con que dotamos a tales
experiencias auditivas no vienen dados del
todo desde un “afuera” o entorno que nos
rodee: se generan en la relación que, como
perceptores dotados de imaginación, construimos entre los sonidos que escuchamos.
En efecto, se trata de un esfuerzo de relación —la mayoría de las veces muy sutil—
que va configurando las diversas características o atributos que distinguimos en
nuestra experiencia auditiva musical.
Dicho en términos más directos, proponemos que mientras el oído “natural”
corresponde a la experiencia del oír sonido, el oído “musical” constituye una modalidad perceptiva que nos vincula con
el artificio —hasta ahora propiamente
humano— de la música, esa construcción
imaginaria de la sucesión sonora que no
nos orienta principalmente hacia su fuente emisora o lugar de origen, sino más bien
hacia un sentido.
¿En qué términos entonces podríamos referirnos a una “música de la naturaleza”? ¿Cómo se integra el artificio
o “invención” de la música al ámbito de
existencia cotidiana del ser humano, situado en un espacio o entorno?
No es intención de este breve artículo
dar respuesta exhaustiva a preguntas
tan amplias, pero podemos apuntar en
algunas direcciones que nos permitan
avanzar en la comprensión del fenómeno sonoro y luego musical, algo que
parece tanto más elusivo cuanto más
atendemos a su efectiva manera de darse en nuestras personales experiencias
cotidianas.
Por lo pronto, al menos algunas cuestiones deben ser establecidas en relación a nuestra percepción de los sonidos.
En el plano psicofisiológico, es posible
demostrar que en gran parte cada experiencia de audición se corresponde con
una configuración específica de estados
de actividad neuronal, y estos estados se
encuentran determinados por la estructura del sistema nervioso y su modo de
operar en relación con el medio2 . Dicho
sistema incluye a la vía auditiva, desde
las estructuras del oído externo y medio hasta la compleja y sutil estructura
del oído interno y sus imbricaciones con
los distintos centros cerebrales que procesan las perturbaciones u ondas sonoras. Es esta particular estructura y su
funcionamiento lo que posibilita la formación de imágenes auditivas. Debido a
ello, la experiencia del sonido no queda
determinada sólo por las características
físicas de las ondas sonoras, sino que es
nuestro sistema psicofisiológico el que
determina la posibilidad de que desarrollemos un curso de interacciones dentro
del espacio fenoménico de las ondas
sonoras, interacciones que calificamos
como auditivas. Estos son, en su realidad
mental, los sonidos.
En consideración a lo expuesto, podemos concebir al sonido como el fenómeno resultante de un proceso que se
activa al entrar nuestro organismo en
interacción con determinadas perturbaciones del medio atmosférico (medio
externo) y también con fenómenos ocurridos en el espacio de nuestro propio
cuerpo (medio interno).
Basados en esta línea de análisis del
mundo sonoro que percibimos, podemos
afirmar entonces que no escuchamos
los “sonidos” del mundo “de afuera”, de
un entorno diferenciado de nuestros
límites como sujetos. Se diría que, más
bien, percibimos nuestro “espacio acústico”, el mundo de objetos y sucesos sonoros ocurriendo en un “entorno interiorizado”, inscrito en nuestro sistema
mente-cuerpo.
La sonoridad del entorno y la
música humana
En relación a la antípoda “sonido natural” - “sonido musical”, Anthony Storr
establece:
“Mientras que aún existe una importante
polémica relativa al origen, finalidad y
significado de la música, el consenso es
generalizado al afirmar que está relacionado
sólo de forma remota con los sonidos y los
ritmos de la naturaleza.”3
Cabe preguntarse, entonces, si los sonidos de nuestro entorno, sea éste “natural”
o “artificial” —el sonido del trueno, de la
brisa, del crepitar del fuego en la rama, de
motores encendidos, de la ambientación
acústica de tiendas y gimnasios— son
preexistentes a nuestra experiencia perceptiva. Dicho de otra manera, ¿no viene
su cualidad de “algo sonoro” ya desde su
origen mediada por nuestra versión/
interpretación iterativa de la experiencia acústica, ordenada de acuerdo al tipo
de interacciones que establecemos mediante la función de nuestro sistema auditivo con los fenómenos vibratorios del
entorno físico?
Si así fuere, podemos transitar desde
una conceptualización del sonido de los
objetos a otra que se afinca más bien en
la sonoridad del mundo, ese territorio
virtual, sin paisaje y con un espacio imaginario en permanente expansión, radicado esencialmente en nuestra memoria
de lo sonoro.
En ese territorio, imaginario y circunscrito por la conciencia humana, el
sonido puede llegar a ser música. Allí, Janequin o Messiaen han hecho “cantar” al
pájaro4; allí el aterrorizante ulular de las
El sonido de la naturaleza, plasmado bellamente en la alegoría del canto de los pájaros, puede devenir en
54 DISEÑA DOSSIER
sirenas en las guerras de nuestro tiempo
ha infiltrado la “Ionisation” de Varèse5;
también el gemido lastimero de una madre frente al cuerpo de su hijo muerto se
ha hecho música en el “Pianto della Madona” de un Monteverdi o un Pergolesi6.
En ese mismo territorio, el paisaje de las
alturas de Machu Picchu ha saltado a
las palabras del poeta y luego otra vez al
canto de los músicos y al eco de sus instrumentos…
Al enfocarnos en el proceso de constitución de ese territorio en la historia personal de cada uno, no son pocos los investigadores que consideran que los sonidos,
organizados musicalmente, aparecen en
la evolución filogénica y ontogénica del
ser humano como el resultado de un juego surgido en los balbuceos y las primeras
vocalizaciones del lenguaje verbal7, una
especie de entretención placentera en la
libre combinatoria sonora vocal que realizamos los humanos al poco tiempo de
nuestro nacimiento. Más aún, otros estudios proponen incluso una especie de función adaptativa de este fenómeno:
“Sonidos ‘musicales’ sencillos y sucesiones
rítmicas de sonidos (tales como los
vocalizados por la madre) llaman la atención
del bebé a escuchar, analizar y almacenar
sonidos como preludio a la adquisición del
lenguaje. Esto puede haber conducido a la
aparición de una motivación por escuchar,
analizar, almacenar y también vocalizar sonidos
musicales, así como a una reacción
emocional, o recompensa del sistema límbico,
cuando eso se hace”.8
Podríamos convenir en que si bien la
música exhibe unas características que
la distinguen de los sonidos de la naturaleza y de aquellos emitidos por otros
seres vivos dotados de audición, hay en
esto un fundamento común, dado por la
condición biológica de los sistemas auditivo y fonador, condición que al mismo
tiempo se especifica de modo particular
al emerger las distintas formas de comunicación humana mediadas por lo
auditivo, desde el balbuceo a la palabra
y luego al canto, en un ir y venir que va
conformando el mundo sonoro de cada
cual, como un magma de sonidos en per-
manente cambio. Cambio que no es sólo
del tiempo y lugar en que ocurren los
sonidos, sino —y por sobre todo— una
permanente movilidad del sentido que
otorgamos a esta experiencia.
Bajo las condiciones expuestas, el sonido
de la naturaleza, plasmado bellamente en
la alegoría del canto de los pájaros, puede
devenir en música para el hombre, aunque
no escape al destino de toda lengua, según
nos refiere el poeta Juan Luis Martínez:
“los pájaros no cantan: los pájaros
son cantados por el canto: despajareándose
de sus pájaros el canto se des-en-canta
de sí mismo: los pájaros reingresan al
silencio: la memoria reconstruye en sentido
inverso ‘El canto de los Pájaros’:
los pájaros cantan al revés.”9
En este permanente movimiento, o trémulo de los seres y su entorno, todo mundo sonoro puede llegar a ser música y, a
la inversa, toda música puede regresar al
mundo sonoro como simple ruido —esa
sonoridad que obstaculiza el hallazgo de
algún sentido para lo auditivo— o bien
como virtuoso silencio.
En condiciones humanas normales, estamos permanentemente abiertos a lo sonoro. Pero esta misma condición natural
de apertura auditiva al entorno nos encamina también a una apertura ontológica,
aquella apertura que es “el ámbito del ser”
que se nos hace presente en la música10.
Basta que nos dirijamos a considerar
la presencia de la música en nuestras
vidas para caer en la cuenta de su omnipresencia, una especie de “fondo”
permanente en el cual nos movemos
cotidianamente, considerándolo casi
como al aire que respiramos: sólo tomamos conciencia de su ubicuidad cuando
nos falta o se enrarece. Y esto también
podría estar en relación con la función
primariamente biológica, adaptativa
o “natural” de la audición. Como bien
apuntaba hace unas décadas el compositor Murray Schafer, los oídos no tienen
párpados11 .
David J. Hargreaves se refiere particularmente a la omnipresencia de la
música en los espacios de convivencia
social humana:
música para el hombre, aunque no escape al destino de toda lengua.
Lengua de los Pájaros,
Verónica Barraza.
Imágenes para CD, 2009.
2 Para profundizar en el entendimiento de la experiencia
perceptiva, recomendamos,
junto a otras obras de
divulgación más recientes,
consultar la publicación de
Maturana, H. y Varela, F.:
El árbol del conocimiento. Las
bases biológicas del entendimiento humano. Santiago, Ed.
Universitaria, 1986.
3 Storr, Anthony: La música y
la mente. Barcelona, Paidós,
2002, p.20.
4 Clément Janequin (ca. 14851558): Le chant des oiseaux;
Olivier Messiaen (1908-1992):
Oiseaux exotiques y varias
otras obras con referencias
ornitológicas.
5 Edgard Varèse (1883-1965):
Ionisation, para conjunto de
percusión y dos sirenas.
6 Claudio Monteverdi (15671643): Pianto della Madona:
Iam moriar mi fili; Giovanni
Ba"ista Pergolesi (1710-1736):
Stabat Mater.
7 Son ilustrativos al respecto
los estudios de Howard Gardner y su equipo de investigación de las inteligencias en el
“Zero Project” de Harvard.
8 Roederer, Juan: Acústica y
Psicoacústica de la Música.
Buenos Aires, Ricordi Americana, 1997, p. 2004.
9 Juan Luis Martínez: Martínez, Juan Luis. “Observaciones relacionadas con la
exuberante actividad de
la ‘confabulación fonética’
o ‘lenguaje de los pájaros’
en las obras de J. P. Brisset,
R. Roussel, M. Duchamp y
otros”. Nota 5. Observaciones sobre el lenguaje
de los pájaros. Véase: La
literatura. La nueva novela.
Santiago: Ediciones Archivo, 1985.
10 Rivera, Jorge: ¿Qué es lo que
oímos cuando oímos música?,
en: Revista Resonancias,
Santiago, Instituto de Música, Pontificia Universidad
Católica de Chile, 1997, Nº 1.
11 Es recomendable la lectura de
las ingeniosas publicaciones
de Schafer, que se inscriben
en una especie de “didáctica
del escuchar”, todas ellas en
versiones en español editadas
por Ricordi Americana, de
Buenos Aires: Limpieza de
oídos (1982), El compositor en
el aula (1983), El rinoceronte
en el aula (1984), Cuando las
palabras cantan (1984), y El
nuevo paisaje sonoro (1985).
55
“Mucha gente escucha música todos los días
de su vida. La mayoría de los hogares
occidentales del siglo XX poseen radio, televisión
y equipos para grabación y reproducción de
casetes, y la música está siempre presente en
negocios, en estaciones de tren, en cafés, en salas
de espera, etc. La música, tanto en vivo como
grabada, es ubicua y, en consecuencia, el espectro
potencial y la diversidad de la experiencia
musical de cada individuo es vasta. La gente
no escucha en el vacío: elige diferentes tipos
de música adecuados a distintos quehaceres y
entornos, y escucha activa o pasivamente con
grados de atención variables. En otras palabras,
las ‘respuestas musicales’ cubren un espectro
muy amplio de la experiencia humana”.12
Al respecto, en una publicación ya clásica13, el compositor Aaron Copland propuso considerar diversos “planos de audición” de la música. El primer plano a que
se refirió es el sensual, que corresponde
a escuchar música por “puro placer”, es
decir, sin examinar sus características o
su modo de darse. Un segundo plano es el
expresivo, que consiste en atribuir significados al suceder de los sonidos. Si estos
significados quedan determinados por
quien hace o inventa la música, por quien
la está escuchando, o por el conjunto de
circunstancias físicas y condicionantes
culturales que rodean al fenómeno musical —o a la conducta musical— es una larga cuestión que no desarrollaremos aquí.
Por último, este compositor distingue lo
que denomina el plano de audición “puramente musical”, que es donde “la música
existe verdaderamente en cuanto a las
notas mismas y su manipulación”.
He aquí, por tanto, un permanente desafío para el propósito diseñador del entorno,
particularmente el de nuestro cotidiano
cultural, sea éste urbano, rural o globalizado. Tal dilema puede formularse preguntándonos cómo proponer alternativas a la
actual Babel de motores y ruidos, a la deshumanización y pérdida de la dimensión
auditiva del hombre sensato de la Arcadia.14
La música como trayectoria y su
inscripción en el gesto
En cualquiera de los casos anteriores
volvemos, sin embargo, sobre la cuestión
de la música como un fenómeno que se
hace presente en la experiencia individual
de cada uno, el acto —consciente o subconsciente— de escucha, que se va desplegando en el espacio imaginario de nuestra
mente-cuerpo, y que va configurando la
imagen musical en una misteriosa correspondencia, que puede denominarse “gestual”, con la dinámica de nuestras emociones o “afectos”.15
¿Podemos entonces —en cuanto unidad cuerpo-mente normalmente dotada
para oír, gestualizar, imaginar— sustraernos a la vivencia de la música?
Volvamos a una de las meditaciones de
Quignard, ya antes citado, esta vez enfocándose sobre la temprana experiencia
del sonido en el niño:
“La polirritmia corporal y cardíaca
—después aullante y respiratoria, luego
hambrienta y gritona, más tarde motora y
balbuceante, en fin lingüística— es tanto
más adquirida cuanto parece espontánea: sus ritmos son más miméticos y sus
aprendizajes más contagiosos que voluntariamente desatados. El sonido no se
emancipa nunca del todo del movimiento
del cuerpo que lo causa y amplifica. La
música jamás se disociará por completo
de la danza cuyos ritmos anima.”16
En relación al origen de la musicalidad
en el temprano desarrollo del niño, Michel
Imberty aventura la sugerente hipótesis de
que el gesto del cuerpo —y particularmente el de la vocalización— ofrece a nuestra
mente un primer modelo para la conformación de una estructura musical como entidad imaginaria. El gesto, constituido por
una tensión inicial seguida de una energía
que se va resolviendo en el movimiento
hasta llegar a un reposo, sería el análogo del
desarrollo de una imagen musical:
“Todo el dinamismo de una progresión
musical está ya presente, juego de equilibrio
entre un pivote estable (intervalo de alturas
o de duraciones) y un relleno inestable: lo
encontramos a muy temprana edad, en las
primeras actividades sensorio-motrices y las
primeras producciones vocales del bebé.”17
y por otra parte la forma musical, puede ser
comprendida como una «proyección» del cuerpo
dentro de esta forma, y una capacidad natural,
una competencia particular de la especie
humana, que dará cuenta de esta mediación
interna y subjetiva de las formas por el gesto.18
Esta proyección psicológica de la experiencia corporal del gesto en la forma
musical es propuesta por Imberty como
el proceso estructurador fundamental de
lo que denomina nuestra “competencia
musical”. Así, el gesto proyectado bajo
modalidad sensorio-motriz en las formas
musicales, dota a nuestra audición de una
trayectoria orientada, permitiendo al sujeto apropiarse del sentido. Por ello, “el gesto constituye el resorte psicológico esencial de
todo el pensamiento musical.”19
Quizás estos hallazgos de la psicología
contemporánea nos lleven a replantearnos
muchas de las concepciones en boga —y
nada desprejuiciadas— sobre la cuestión de
la mímesis en la música, pues cuando ésta
se ha presentado en las formas, los estilos y
los comportamientos musicales de diversas
culturas se ha asumido, casi de entrada, una
referencialidad superflua y muy frecuentemente ligada a la idea de paisaje o pintura
sonora de las emociones o “afectos”.
Ahora, en cambio, gracias al modelo dinámico del gesto, nuestra vivencia musical ingresa al teatro de la mente como paisaje interior y subjetivo, construida como
analogía en clave sonora de la relación dinámica con el entorno. Nos alejamos, por
tanto, de la imagen de una postal sonora
y nos vamos apropiando de una realidad
codificada en nuestra mente, no como
palabra ni como imagen visible, sino más
bien como sentido de la transición. La
percepción musical es la vivencia de un
transcurso, la intuición corporeizada —es
decir, la escucha del espíritu mediante el
cuerpo— de lo que Compte-Sponville ha
denominado la “temporalidad”.20
Y agrega:
Música y temporalidad, o el
entorno como recorrido
“(…) el gesto y el movimiento constituyen en
el origen una gran parte de la representación
mental musical, pero una representación que es
en este caso de naturaleza dinámica y no ligada
directamente a los códigos de escritura del objeto
musical fijados por la partitura. Esta vinculación
entre, por una parte, el movimiento y el gesto
—evocado o algunas veces efectuado como
acompañamiento de la música—
Podemos colegir entonces que la música, como experiencia sonora, es, ante
todo, un fenómeno transitivo. Incluso
los modelos retóricos de la música hacen
referencia a la cualidad esencial de lo que
discurre. La dispositio del discurso musical es la constante histórica para la selección cultural o idioléctica que se haga
de las figuras y demás convenciones de la
expresión musical. En la medida en que
dichos recursos convencionales puedan,
en cierto grado, fluidificar la rigidez sintáctica de las formas musicales se habrá
cumplido su función esencialmente persuasiva, la complicidad empática entre el
que canta y el que lo escucha.21
Así, podemos considerar que, en el espacio imaginario de la música, tanto el objeto
como el entorno pierden su “objetualidad”,
pasando a conformar “un territorio sin
paisaje”, como ya nos señalaba Quignard.
En este punto de nuestra reflexión nos
encontramos con un entorno que es menos un “lugar” en donde se ubican (toman
distancia) los objetos sonoros y las fuentes
generadoras de la dimensión física del sonido (los fenómenos naturales vibratorios,
las máquinas, los instrumentos musicales…), y que, en cambio, es cada vez más
una experiencia de recorrido, de trayectoria imaginaria que en su propio despliegue
va generando el espacio que la contiene y
orienta: es el enigmático “espacio sonoro”
que sólo puede desplegarse en el escenario
subjetivo de nuestra mente-cuerpo.
Allí, nuestro “logos” del tiempo como secuencia pasado-presente-futuro se diluye,
dando paso a la vivencia de la “temporalidad” del acto y del gesto. Y ésta, según pare-
ce, se amplifica hasta alcanzar magnitudes
gigantescas en cada vivencia musical.
Por ello mismo, cuanto más musical se
hace nuestra percepción y pensamiento de
lo sonoro, vamos abandonando las formas,
el trémolo de las palabras pronunciadas y
la gramática de un mundo sonoro discontinuo, dislocado por los objetos que escuchamos. Cuando atendemos al sonido musical
empezamos a participar en el transcurso
incesante e ilimitado que nuestro mundo
sonoro se va dando a sí mismo.
El regreso al silencio
Una vez superada la barrera establecida
por la percepción de objetos sonoros —lo
audible discontinuo—, estamos más cerca
del silencio. Pero ahora ya no es más ese
vacío irrepresentable que era antes de
nuestro nacimiento, cuando aún no teníamos la experiencia (apariencia) del sonido. Después de que hemos escuchado la
música, empezamos a intuir que el silencio es el sonido más amplio, aquel que está
colmado de todos los sonidos posibles, sin
llegar a tomar partido por ninguno: los
manifiesta a todos, como apertura a lo que
pueda llegar a sonar.
Después de todo, quizás
el artificio de la música,
como el de la palabra
humana, llegue alguna vez a
encontrarse con la inaudita
música de la naturaleza y
sus seres. ¿Estaremos allí
para escucharlo?
Escena forestal involuntaria, Patricia Domínguez, tondo de 140 cm, 2009.
56 DISEÑA DOSSIER
Quizás este aspecto metafísico de lo
sonoro musical haya rondado en las cavilaciones de los sabios de la antigüedad,
que llegaron a considerar a la música humana —el cantus, la armonía alcanzada
por el oído humano— como el imperfecto
reflejo de la “música de las esferas”, ese
sonido inaudito producido por los astros en su desplazamiento por la bóveda
celeste. Las vibraciones inmensamente
lentas y remotas ocurridas en ese gran
entorno quedaban por completo fuera del
campo audible del hombre. Es la armonía
del mundo orquestada por Dios o por los
dioses, según la concepción del místico o
del filósofo. Es el sonido que sólo es escuchado mediante la intuición del espíritu,
como ocurrió, según se relata en el Libro
de los Reyes, a Elías, que buscaba infructuosamente la voz de Yahveh en el huracán, en un temblor de tierra y en el fuego,
hallándola por fin en “el susurro de una
brisa suave”.22
Después de todo, quizás el artificio de
la música, como el de la palabra humana, llegue alguna vez a encontrarse con
la inaudita música de la naturaleza y sus
seres. ¿Estaremos allí para escucharlo?
DNA
12 Hargreaves, David: Música y
desarrollo psicológico. Barcelona, Graó, 2002, p.119.
13 Copland, Aaron: What to
Listen for in Music. New York,
McGraw-Hill, 1939.
14 La formulación de esta
interrogante se la debo a mi
colega Olivia Concha, de la
Universidad de La Serena.
15 A este aspecto se han
dedicado amplios estudios,
entre los que destacan las ya
clásicas investigaciones de
Susan Langer, Gisèle Brélet,
Leonard Meyer y Peter Kivy,
junto a muchos otros trabajos
más recientes.
16 Quignard, Pascal: op. cit.,
p.107.
17 Imberty, Michel: Nuevas
perspectivas en Psicología de
la Música. La problemática del
tiempo continuo y del tiempo
discontinuo en la música del
siglo XX. www.saccom.org.ar/
secciones/ primera/Papers/
Imberty/Imberty.htm. Traducido por Beatriz Sánchez y
Juan Casasbellas, (s/f): 3.3 – El
gesto musical en los niños.
18 Op. cit. 3.2.1 – Gesto y movimiento y forma.
19 Loc. cit.
20 Compte-Sponville, André:
¿Qué es el tiempo? Reflexiones
sobre el presente, el pasado y
el futuro. Ed. Andrés Bello,
Santiago, 2001.
21 Para una consideración
más detallada de la retórica
musical y su relación con el
acontecer o despliegue de las
formas del discurso musical,
recomendamos especialmente las publicaciones de
Gustavo Becerra (1998): La
posibilidad de una retórica
musical hoy. Revista Musical
Chilena. Año LII/1, pp. 36-53,
y de Rubén López Cano:
Música y retórica en el Barroco,
México, UNAM, 2000.
22 Cfr. Antiguo Testamento, 1 Re
19, 11-12.
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