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FACULTAD DE FILOSOFÍA Y LETRAS  UNIVERSIDAD NACIONAL DE CUYO
Abelardo LEVAGGI.
La Iglesia y sus relaciones con el Estado.
Nueva Historia de la Nación Argentina, Buenos Aires, Planeta,
2000, Tomo V, pp. 313-327.
Numerosos hechos ocurrieron en el siglo XIX en materia de relaciones del Estado
con la Iglesia Católica, tanto en el nivel nacional como en el provincial. El motivo
fue el gran esfuerzo de adecuación que debieron realizar ambas potestades para
adaptarse a la nueva situación política creada por la Revolución de Mayo. La
mentalidad regalista del siglo anterior se proyectó en este período,
imprimiéndole su sello característico, exacerbada por la influencia creciente de
las ideas agnósticas y materialistas que llegaron a su culminación en las últimas
décadas. De ese cúmulo de hechos sólo se incluirán en este capítulo aquellos que
tuvieron mayor repercusión o que pueden ser considerados una muestra
representativa de situaciones que alcanzaron cierta generalidad.
Incomunicación con Roma a partir de la Revolución de Mayo
Por el patronato que el rey de España ejercía sobre la Iglesia indiana, el sumo
pontífice no tenía comunicación directa con ésta sino sólo a través de aquél. El
monarca era el intermediario obligado en esa relación y, sin él, no había
comunicación posible. Desde que la Revolución de Mayo afectó los vínculos del
Río de la Plata con España, quedaron también interrumpidos con Roma. La Iglesia
local se encontró aislada, separada de hecho de la Iglesia universal.
El Papa siguió considerando a Hispanoamérica como parte de la monarquía
española y todo intento americano por salir del aislamiento fue inútil. Si la Santa
Sede aceptaba abrir un camino de comunicación directa era como negar a España
sus derechos tradicionales. Aun cuando las nuevas repúblicas se hubieran
adelantado a declarar solemnemente su independencia decisión que demoraron
en tomar el papado no se consideraba libre de obrar contra los intereses de la
Nación que había sido uno de los baluartes más sólidos del catolicismo y a la que
le debía importantes servicios.
El rey español, por medio de su embajador en Roma, vetó todo conato de
aproximación hispanoamericana a la corte pontificia, que se redujo a mantenerse
a la espera de los acontecimientos. Este fue el significado que tuvieron las
encíclicas dirigidas en los años al clero americano: la de Pío VII de 1816 y la de
León XII de 1824.
En este contexto hay que situar las relaciones con la Iglesia durante las primeras
décadas de vida independiente. Fuera del mismo no podría comprenderse la
conducta del papado” (...).
Provisión de la Diócesis de Buenos Aires en Mariano Medrano
El 10 de octubre de 1832 el gobernador Juan José Viamonte tomó la iniciativa,
junto con su ministro Tomás Guido de escribir al sumo pontífice. Le comunicó su
disposición sincera para concordar sobre un plan de comunicación entre ambas
potestades y le solicitó un obispo para Buenos Aires, al menos con el título de in
patribus infidelium, pero autorizado competentemente para reformar, reparar y
revalidar lo que era conveniente y no estaba en contradicción con las leyes del
país. Acompañó la súplica con los nombres de dos candidatos: Diego Estanislao
Zavaleta y Mariano Medrano, en este orden.
Accediendo a la solicitud, pero sin mencionarla, Pío VIII, por el breve del 10 de
marzo de 1930, instituyó a Medrano sólo vicario apostólico de Bueno Aires, pese a
que ya había expedido los títulos de obispo diocesano para otras repúblicas. Poco
antes, el elegido había sido honrado con la dignidad de obispo de Aulón in
partibus. Se consagró en Río de Janeiro y desde allí remitió al nuevo gobernador,
Juan Manuel de Rosas, los documentos habilitantes para que les diese el
exequátur.
Oficiaba de fiscal Pedro José Agrelo. Regalista en extremo, cuestionó la reserva
que se había hecho Medrano de las facultades espirituales y el juramento de
fidelidad al papa que había tenido que prestar, y reclamó que sobre éste, jurase
solemnemente guardar, cumplir y hacer guardar y cumplir todas las leyes,
costumbre y regalías de la Nación y sus iglesias, y los derechos de patronato y
protección del gobierno sobre éstas, sin admitir derogación ni perjuicio algunos
por cualquier persona que fuese.
Juan Ramón Balcarce, que ejercía el gobierno delegado, por decreto del 31 de
enero de 1831, refrendado por el ministro Tomás Manuel de Anchorena, desoyó el
pedido del fiscal y ordenó que Medrano fuese puesto en posesión del cargo con el
solo juramento de guardar las leyes e instituciones de la provincia. Lo notable del
documento, obra de Anchorena, es que, expresamente, negó que la provincia
tuviera los títulos especiales que favorecían a los reyes de España relativamente
al patronato que ejercían en las Américas, apartándose así de la tesis regalista
sostenida hasta entonces.
Como el senado del clero, que no simpatizaba con Medrano, le negase las
facultades para gobernar la diócesis, Rosas, otra vez en el gobierno, quiso cortar
la discusión, reconociéndolo expresamente vicario apostólico con todas las
facultades propias de un vicario capitular con sede vacante (...).
El decreto de Rosas sobre el exequátur de 1837
Se ha comprobado que hasta las tesis menos regalistas incluían entre los derechos
soberanos el de pase o exequátur de los documentos eclesiásticos. No debe
extrañar mucho, por lo tanto, que Rosas, molesto por la comunicación directa
que se había establecido entre las provincias cuyanas y la Sede Apostólica,
dictase el decreto del 27 de febrero de 1837.
Si se seguía prescindiendo de su persona como encargado de las relaciones
exteriores de la Confederación, ésta se vería envuelta en un caos del que no
podría salir, y este desquicio haría impracticable todo concordato con Roma. Tal
su justificación, además de que calificó al derecho de exequátur de uno de los
principales y más importantes del encargado. Además de esas razones públicas,
un móvil oculto habría sido impedir la designación de clérigos que no fueran
adictos al sistema federal. El decreto prohibió reconocer o prestar obediencia a
las bulas, breves y rescriptos pontificios y cualquiera otra clase de documento
recibido en la República después del 25 de mayo de 1810, emanado de la curia
romana o autoridad delegada, sin el exequátur del encargado de las relaciones
exteriores. Los únicos exceptuados fueron los relativos al fuero de la penitencia o
interno de la conciencia.
Prohibió, también, reconocer los nombramientos y creaciones hechos en virtud de
aquellos documentos no autorizados, como era el caso del obispado de Cuyo, al
que el decreto alcanzaba retroactivamente. Los infractores a una y otra
prohibición serían castigados como perturbadores del orden público y atentadores
contra la soberanía e independencia de la República.
Rosas usó su decreto contra el obispo José Manuel Eufrasio de Quiroga Sarmiento,
preconizado a la diócesis de San Juan de Cuyo por pedido del gobernador Nazario
Benavides. Deliberadamente, demoró el pase de sus bulas, con el pretexto de la
oposición que hacía Mendoza a integrar esa provincia eclesiástica, y concluyó
reteniéndolas por supuesta falta de formalidad en su obtención. En el decreto
respectivo, que dictó el 18 de octubre de 1839, se reservó el derecho de recurrir
oportunamente a Roma para arreglar el procedimiento que se seguiría en esos
negocios.
Por el mismo decreto le otorgó el exequátur, con efecto retroactivo a la bula
ereccional del obispado de Cuyo, mas sólo en la parte que lo creaba, y dejó
salvos los derechos de Córdoba, Mendoza y San Luis. Estableció, por último, la
fórmula del juramento que debía prestar el prelado de esa Iglesia, que incluía, el
sometimiento a las leyes de la República, respeto al derecho de exequátur del
encargado de, las relaciones exteriores, sostenimiento del régimen federal y la
cooperación a que todos usasen la divisa punzó.
En la carta que Rosas le dirigió a Benavides para explicarle su decisión, llegó a
decir, para impresionarlo, que la exclusividad del culto católico a la que se había
comprometido San Juan, y que era una de las condiciones por las cuales se había
creado el obispado de Cuyo resultaba contraria al tratado con Inglaterra de 1825
y que esto podía ser causa justificada de una “guerra terrible”; que
“seguramente terminaba con la ruina total de la República”.
Quiroga Sarmiento sólo aceptó jurar según la fórmula del decreto con la reserva
de que lo hacía en cuanto no fuera contrario y sí compatible con el estado
sacerdotal y el ejercicio del episcopado.
El gobernador de Mendoza, Pedro Pascual Segura, rogó en 1847 al sumo pontífice
que nombrara un obispo sufragáneo en su provincia. Esta violación del decreto de
1837 determinó que lo alcanzase el brazo largo de Rosas y fuese depuesto. El
encargado informó, además, a la corte pontificia de la existencia de la norma y
de la necesidad de observarla, una actitud que fue muy mal recibida en Roma.
Ludovico Besi encabeza la segunda misión pontificia al Plata en 1851
Afligido por el curso de los acontecimientos en Cuyo y en Buenos Aires, Pío IX
resolvió, en 1850, enviar al obispo de Canopo, Ludovico Besi, en misión espiritual,
no diplomática. Antes había designado al obispo de Ungento, Francisco Bruni.
Besi arribó a Buenos Aires el 29 de enero del año siguiente. Fue recibido con
solemnidad en el puerto y conducido a la ciudad, a donde lo esperaba numeroso
público. Acudieron a su morada el obispo Medrano, los canónigos y los prelados de
San Francisco y de Santo Domingo, entre otros. Aceptó de mala gana las
demostraciones de afecto. No se sintió a gusto en Buenos Aires y el malestar que
experimentó influyó negativamente en el resultado de su misión.
Rosas, desde la primera entrevista que mantuvieron, situó el diálogo en unos
términos incómodos para el delegado, que acentuaron el disgusto que sentía.
Planteó un tema espinoso, cual era la candidatura de Mariano Escalada al
obispado bonaerense, y se quejó de que la Sede Apostólica hubiese comunicado el
fallecimiento de Gregorio XVI y la elección de Pío IX a otras repúblicas y no a la
Argentina.
Se atribuye al ministro Felipe Arana haber influido negativamente en Rosas y
contribuido al fracaso de la misión. Lo convenció de que abrazaba puntos muy
importantes que se rozaban con las regalías nacionales, la soberanía de la
República y la jurisdicción ordinaria del obispo diocesano, las que podían ser
invadidas y perturbadas si una gran prudencia en el delegado y una constante
vigilancia en el encargado no las sostenían y salvaban de un choque peligroso para
el Estado y la Iglesia.
La crisis política que vivía la Confederación, y los preparativos de guerra que se
hacían, volvieron más difícil aún la tarea de Besi. Rosas, por último, le hizo saber
que no era ese el momento oportuno para el arreglo de las delicadas cuestiones
que había pendientes y que convenía transferirlo para un futuro, de cuya llegada
él le avisaría. Comprendiendo que su permanencia en el Plata carecía de objeto,
emprendió el retorno a Roma el 27 de junio del mismo año de su arribo. Durante
su estancia había ocurrido el fallecimiento de Medrano” (...).
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