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REVISTA FEMINISTA
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N.° 6 FEBRERO 1 9 8 8
¿EXISTE UNA SEXUALIDAD
FEMINISTA?
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ÍNDICE
Página
PRESENTACIÓN
/
FEMINISMO Y LESBIANISMO, Raquel Osborne
9
LA CUESTIÓN «FEM», Joan Nestle
21
3
NOTA BIOGRÁFICA
Raquel Osborne, nacida en Las Palmas, es socióloga. Ha estudiado en la Universidad de Nueva York, en los E.E.U.U., interesándose por temas en debate dentro del feminismo, especialmente en torno a la sexualidad. Es autora de diversos trabajos
sobre prostitución (Sistema, septiembre 1986), pornografía (Sistema, noviembre 1983) e ideología feminista (Desde el feminismo, nQ 0, 1985). Tiene listo para su publicación un libro titulado La encrucijada de la sexualidad y actualmente prepara su
tesis doctoral, en la línea de los trabajos antes citados.
5
PRESENTACIÓN
Desde que empezamos a publicar nuestra revista quisimos
que sirviera de plataforma para proponer debates de interés
teórico-político dentro del movimiento feminista. Vale la pena
recordarlo, particularmente en esta ocasión, dada la naturaleza
de las cuestiones que se plantean en este NOSOTRAS, /79 6. Se
trata de dos artículos que, estamos seguras, van a suscitar
debate, discusión, polémica.
El primero de ellos es la contribución de Raquel Osborne a la
mesa redonda que el Colectivo organizamos con ocasión de la
última Jornada de liberación de lesbianas y homosexuales.
Una contribución que pensamos valia la pena que fuera conocida, no sólo por quienes asistimos a aquel acto. El segundo
artículo, de Joan Nestle (traducido por la propia Raquel Osborne)
es el testimonio personal de la autora, feminista lesbiana norteamericana, presentado en unas jornadas sobre sexualidad, en
el Barnard College de Nueva York, en 1982.
Como podréis comprobar, se trata de dos artículos muy distintos. En el primero, Raquel Osborne nos presenta a grandes
trazos las repercusiones que está teniendo el movimiento antipornografía de los Estados Unidos y las respuestas críticas que
ha suscitado en amplios sectores del movimiento feminista de
aquel país y, específicamente, entre las lesbianas norteamericanas. A lo largo del artículo, Raquel va reflexionando sobre algunos de los aspectos de la sexualidad que están siendo objeto de
grandes polémicas, en el movimiento feminista norteamericano
en los últimos años. Como ella misma dice en algún momento:
«Lo positivo en estos debates, manifestaciones y contramanifestaciones es que ha aireado toda una serie de cuestiones nuevas
en torno al tema de la política sexual feminista. Hay más preguntas que respuestas, hoy por hoy, pero es que no estamos
sino en los albores de un terreno nuevo para las mujeres.»
Los puntos de vista que Raquel expone en su artículo acerca
de algunas cuestiones de la política sexual del movimiento
feminista suscitan las más diversas reflexiones sobre nuestras
concepciones feministas en materia de sexualidad. Al margen
7
de nuestras opiniones sobre sus puntos de vista (opiniones
variadas, porque variadas son las sensibilidades que hacia estas
cuestiones tenemos en el Colectivo) su forma de enfocar estos
asuntos nos ha parecido muy valiosa. Para nada se trata de discusiones que presente como acabadas, como cerradas. O en las
que escamotee la magnitud, la transcendencia de lo que se vential para una cada vez más acertada política sexual feminista. Su
defensa de la variedad del placer sexual entre las lesbianas, de
la pluralidad de las expresiones de nuestra sexualidad, más allá
de los gustos o preferencias de cada cual; su preocupación por
desterrar entre nosotras las reacciones estigmatizadoras, anatemizadoras de los comportamientos sexuales que no se corresponden con los que hemos venido manifestando; su insistencia
por mantener un enfoque que intente analizar, entender, explicar, discutir seriamente y huya de los ataques frontales y sin
matizaciones; su rechazo al establecimiento de jerarquías basadas en el comportamiento sexual (cuestión que, por otra parte,
tan celosamente defiende nuestro Colectivo); todo ello nos
parece que puede ayudar, sin duda, en las discusiones que provoca el artículo, discusiones que «remueven» nuestras concepciones sobre la sexualidad.
El segundo artículo, el de Joan Nestle, intenta explicar en
qué consisten las relaciones butch-fem entre las lesbianas
feministas norteamericanas, saliendo al paso de las críticas y
descalificaciones que este tipo de relaciones de algunas lesbianas han provocado entre otras feministas, y particularmente en
el movimiento antipornografía. La particularidad del texto es
que se trata de un testimonio directo, ya que Joan Nestle
—como ella misma dice— «Soy una fem y lo he sido durante
veinticinco años...» «Vivir una vida de butch-fem no ha sido para
mí ün ejercicio intelectual, ni tampoco un conjunto de teorías...»
«...lo que sigue es la comprensión, por una lesbiana, de su propia experiencia.» Lo hemos incluido porque creemos que, tratándose de las reflexiones de una de las protagonistas de los
debates y polémicas del feminismo norteamericano, puede ser
muy útil para la discusión de las cuestiones que se plantean en
el artículo de Raquel Osborne.
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LESBIANISMO Y FEMINISMO
por RAQUEL OSBORNE
Mi charla, titulada lesbianismo y feminismo, tratará de algunos de los debates que sobre política feminista en torno a la
sexualidad se han venido desarrollando en los Estados Unidos
en los últimos años, cuya exposición considero que podría resultar de algún interés para las que estamos aquí reunidas esta
tarde.
Quería comenzar relatando muy someramente una experiencia, o el contacto que tuve con una experiencia que se viene
realizando en Nueva York desde hace más de diez años y que,
como feminista, no pudo dejar de impresionarme: me refiero al
centro de mujeres de nombre Lesbian Herstory Archives, algo
así como «Archivos de la historia de las mujeres lesbianas».
(Nótese la poco ortodoxa, pero altamente simbólica, «feminización» de la palabra his-tory (historia), como si his significara aquí
un posesivo masculino (la historia de él), y su sustitución por la
palabra her-story, queriendo indicar que, en este caso, se habla
de ella, de la mujer.)
Estos Archivos significan un intento, en palabras de sus
creadoras, de «redescubrir nuestro pasado, controlar nuestro
presente y hablar a nuestro futuro. Intentamos preservar poara
el futuro todas las expresiones de nuestra identidad —escrita,
hablada, dibujada, filmada, fotografiada, grabada, etc.—». Pero
no son sólo una biblioteca, o un lugar de investigación, sino un
centro de encuentro, de lesbianas entre sí, funcionando como
grupo de cara a la comunidad más amplia —feminista, gay,
etc.—, organizando grupos de discusión, lecturas de poesía, fiestas, bailes, etc., y participando en los debates que tienen lugar
dentro del feminismo, siendo parte activa de los mismos.
Yo aparecí por allí en busca de una bibliografía que, por ser
considerada demasiado marginal, no encontraba en las más
importantes bibliotecas de Nueva York, y cuál no fue mi sorpresa
al descubrir que todo el montaje de este grupo, que ha reunido
9
una biblioteca única y tiene un importante peso específico en el
panorama feminista neoyorkino, se ubica en la vivienda particular de una pareja de mujeres. La explicación es que, si hubieran
esperado a contar con los medios para obtener un local, todavía
estarían esperando. Así pues, en esta vivienda particular, cuyas
inquilinas viven ya en un rincón con una cama y poco más, se
desarrolla una de las más importantes organizaciones de mujeres lesbianas, yo diría que de los Estados Unidos, basada en el
trabajo de infinidad de voluntarias, que editan un boletín periódico, han preparado shows de diapositivas con los que difunden
su historia y su actividad —a la par que constituyen una fuente
de ingresos—, mantienen conexiones con un sinnúmero de grupos dentro y fuera de los Estados Unidos, etc.
Si menciono todo esto es por varias razones: 1) Porque gracias a su trato cordialísimo y a su ayuda desinteresada, recibí
todo tipo de facilidades para realizar mi investigación en un
ambiente que ellas sabían hacer grato. 2) Porque creo que
siempre es interesante dar a conocer otras experiencias afines a
las actividades de un Colectivo como el que organiza este acto,
contando así quizá con la posibilidad de establecer contactos,
intercambiar información, etc. Y 3} porque este grupo bien organizado, con gran representatividad e incluso liderazgo —válgasenos la expresión— dentro de la comunidad lesbiana, muy
dedicado a la búsqueda teórica y práctica de su historia, de su
identidad, de su sexualidad, etc., se ha enfrentado, ha chocado
en un momento dado con otras facciones del movimiento feminista, en concreto con el movimiento antipornografía, no ya sólo
por sus planteamientos en general, sino también por los que
conciernen a la sexualidad y al lesbianismo, cuestiones que más
ampliamente podemos considerar de política feminista.
Como es bien sabido, un debate sobre pornografía nos lleva
siempre a hablar de sexualidad, que es el verdadero debate que
tras él se esconde. En los Estados Unidos, paralelamente a la
consecución de la legalización del aborto en 1973, se desarrolló
un amplio movimiento contra las violaciones, las agresiones y
los malos tratos que sufren las mujeres. El siguiente paso se
centró en el análisis de las imágenes que se consideran muestran dichas agresiones, escogiéndose como objetivo la pornogra10
fía. En contra de la misma se creó el movimiento antipornografía.
Puesto que no nos vamos a centrar añora en este movimiento, sino en algunos aspectos relacionados con él, diremos
únicamente a título indicativo que redefine el contenido de la
pornografía como violencia contra las mujeres, desponjándola
de sus connotaciones sexuales, afirmándose así que legitima
una cultura que favorece dicha violencia. Al mismo tiempo se
establece que la sexualidad masculina es agresiva, irresponsable, orientada genitalmente y potencialmente letal. La sexualidad femenina es, por el contrario, tierna, difusa y orientada a las
relaciones interpersonales. A la primera se le llama pornografía,
y a la segunda erotismo.
Quienes no están de acuerdo con estos planteamientos reiteran el carácter sexual de la pornografía: está hecha para excitar.
Por otra parte, se señala que uno de los principios inherentes a
la pornografía es el de expresar los tabúes que circundan la
sexualidad y adentrarse en el terreno de lo prohibido, porque,
querámoslo o no, ello excita. No olvidemos que la pornografía
refleja un mundo de fantasías, cuyos límites son difíciles de
discernir.
Claro que, desde el momento en que la pornografía está
hecha por hombres y para hombres, en una sociedad patriarcal
con un fuerte contenido sexista y misógino, las fantasías representadas en la pornografía no podían dejar de mostrar este
carácter.
En la práctica, y al decir de sus críticos, los presupuestos
sobre los que se basa el movimiento antipornografía han dado
lugar a algunas consecuencias no deseadas:
— la consideración de la pornografía como el principal foco
de violencia real contra las mujeres; ello distrae esfuerzos en
otras direcciones, como puede ser incluso la lucha contra la violencia que padecemos; por otra parte,
— al centrar todas sus actividades en contra de la pornografía, se ha acabado viendo a ésta como el principal factor de
nuestra subordinación, descuidando el análisis y la lucha contra
todas las instituciones, estructuras, ideologías, etc., es decir, los
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mecanismos esenciales de mantenimiento de una sociedad patriarcal; asimismo,
— la promoción de la censura puede llegar a ser un arma de
doble filo, que puede volverse en contra de los grupos que la
han promovido en su defensa, especialmente cuando estos grupos no controlan su uso, debiendo, además, de tener en cuenta
el contexto de reacción conservadora en que nos movemos;
— por último, al definir como aceptable una sexualidad que
se ha dado en llamar erótica, se llega a que todo lo que se salga
de este cauce normativo es calificado de incorrecto, de patriarcal
y, en definitiva, de pornográfico.
Muchas cosas, por supuesto, se me están quedando en el
tintero. Pero lo que resulta obvio hasta aquí es que los comentarios críticos del movimiento antipornografía que acabo de mencionar responden al desacuerdo con muchos de sus planteamientos y estrategias por parte de amplios sectores del movimiento feminista.
Por parte de las lesbianas, este enfrentamiento actual entre
grupos feministas se remonta a los años setenta, en que, al
calor del feminismo, la definición del lesbianismo en tanto que
cuestión de preferencia sexual fue dejada de lado a favor de una
definición del lesbianismo como acto político. Se intentó identificar a las lesbianas con todas las mujeres, redefiniendo el lesbianismo como la quintaesencia del feminismo, constituyendo
los posibles nexos de unión la opresión, la cólera contra el hombre, la amistad entre mujeres, por citar sólo algunos, pero no
necesariamente el vínculo sexual.
Si ello contribuyó a acentuar la similitud entre la feminista
heterosexual y la lesbiana, también tuvo como contrapartida la
desexualización de la identidad lesbiana. Subyacentemente, existía un cierto enfrentamiento entre un estilo más de clase media,
que tendía a suavizar el aspecto sexual en relación con características relacionadas con los roles sexuales, y otro más, digamos, «proletario», más relacionado con los bares y las calles,
cuya tradición de rebelión erótica tenía más que ver con una
utilización poco ortodoxa de dichos roles.
12
Volviendo a nuestros días, y como ya hemos mencionado,
ciertos presupuestos sexuales sostenidos por el movimiento
antipornografía han provocado como respuesta una política feminista que subraya la variedad del placer sexual. En concreto,
ciertos grupos de lesbianas —entre ellos el grupo al que nos
referimos al comenzar esta charla, el denominado LHA— apoyan a aquellas de sus miembros que han decidido no avergonzarse y reivindicar aquellas actitudes que acabamos de relacionar con un lesbianismo que calificábamos de «proletario» entre
comillas; asimismo, apoyan a las que han comenzado a experimentar con formas eróticas consideradas tabúes, como puede
ser el sadomasoquismo, desafiando las nociones que prescriben
lo que a las mujeres les gusta sexualmente.
Respecto a la primera de estas cuestiones, que en inglés se
denomina de butch/femme, cuya traducción desconozco, pero
que aquí creo que se puede denominar de roles sexuales en las
relaciones entre lesbianas, ya hemos entrevisto que sólo resulta
admisible cuando se trata de un lesbianismo ajeno al movimiento feminista. En cuanto se habla de lesbianismo feminista,
este tipo de actitudes, conductas o apariencias, que de todo hay,
13
no se aceptan por parte de otras féminas, y en el caso que
estamos analizando, por parte del movimiento antipornografía
(donde, a su vez, militan numerosas lesbianas). ¿Por qué, nos
preguntaríamos?
— La respuesta inmediata sería porque reproduce los roles
sexuales contra los que lucha el feminismo, imita actitudes
patriarcales, etc. Cuestión conflictiva, evidentemente.
— De una manera implícita, subyacente, lo que este modo
de
vivir la sexualidad lesbiana cuestiona es el modelo prescrito
f
como el ideal para las mujeres, tomado precisamente del modelo desexualizado de lesbianismo a que nos referíamos anteriormente: el de unas relaciones dulces, tiernas, igualitarias,
más ligadas al sentimiento que al sexo (lo que se denominaba
una relación erótica y por lo tanto, permitida), opuestas a lo que
se considera el modelo masculino: agresivo, genital, más orientado al sexo y no a los sentimientos (esto es, relaciones de signo
pornográfico, condenables sin más).
Las relaciones de butch/femme, o que responden a los roles
sexuales, no se ajustan, obviamente, a esta idealización candorosa de la sexualidad femenina, lesbiana; la reacción ante estos
comportamientos por parte de sus oponentes no parece ser la de
intentar reconocer una pluralidad y variedad de expresiones de
la sexualidad, aun cuando dicha expresión no sea la más acorde
con las propias preferencias de estos otros sectores en desacuerdo. La reacción, más bien, es de anatema y de estigmatización como desviadas.
Las defensoras de esta opción subrayan como lo más importante el aspecto sexual de la misma, el de su definición y/o presentación como seres activos sexualmente que van proclamando una sexualidad al margen del hombre (recordemos que el
hombre siempre ha asignado a las mujeres una serie de roles
—como seres asexuados, o de virgen, puta, como adorno, etc.—
en tanto que definidores de nuestra sexualidad, pero nunca al
margen de sí mismos. Por supuesto que la heterosexualidad
está definida en torno al hombre, pero incluso la homosexualidad femenina es concebida, en algunos casos, al servicio masculino, como ocurre en la fantasía masculina sobre relaciones
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lesbianas reflejada, por ejemplo, en la pornografía). Por ello,
este tipo de lesbianismo es rechazado de plano no sólo por otras
mujeres, sino por el hombre, que de alguna manera encontraría
más aceptable a una lesbiana ^femenina» (a este propósito me
comentaba un miembro de nuestro colectivo hace unos días
que, para un programa de televisión a realizar próximamente
sobre el tema de la homosexualidad, se había pedido la asistencia de algún miembro del Colectivo que no tuviera mucha pluma). Este otro tipo de lesbiana, al decir de sus protagonistas,
desafía los límites impuestos por la cultura dominante al poder
femenino, mostrando una resistencia a la invisibilidad, que es la
única manera en que el patriarcado tolera a la lesbiana.
Por descontado que no estoy negando que el debate es más
amplio y que la cuestión de la posible reproducción de los roles
resulta importante y polémica. Sólo he pretendido señalar que
hay otras formas de enfocar el asunto que normalmente se descuidan, o no se tienen en cuenta.
La segunda cuestión que ha desatado una enorme controversia y que cité hace unos minutos tiene que ver con la de las
relaciones sadomasoquistas entre lesbianas. Si las relaciones
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de butch/femme son rechazadas porque se dice que reproducen
los estereotipos masculino/femenino en las relaciones sexuales, las relaciones sadomasoquistas son anatemizadas como
representación de todos los pecados que una feminista puede
cometer: asunción explícita de relaciones de dominación-sumisión, aceptación de comportamientos fetichistas, reivindicación de una cierta violencia en las relaciones sexuales, etc. En
resumen, sus defensoras son consideradas unas traidoras al
feminismo, se les niega por tanto esa denominación y se adopta
ante ellas una postura represiva.
Las mujeres que propugnan esta posibilidad no se quedan
calladas, argumentando:
— que las relaciones de dominación, o mejor, de sujeto/objeto, no desaparecen porque sí, de una manera mágica, por el
hecho de ser lesbianas. Existen en la realidad, y tienen una de
sus expresiones en la sexualidad;
— asimismo, sostienen que se trata de la realización consensuada de fantasías sexuales. (A este propósito, recuerdo un
día los comentarios de una amiga argentina que decía que había
estado no hace mucho con unas feministas norteamericanas y
que venían comentando con horror las nuevas tendencias del
sadomasoquismo lesbiano, relacionándolas con el fenómeno de
la tortura, los nazis y yo no sé qué más, ante lo cual mi amiga se
mostarba muy preocupada por problemas éticos que ello le provocaba al pensar, por su parte, en los problemas de tortura y de
violaciones de los derechos humanos en Argentina. Lo que esta
anécdota refleja es que la manipulación ante la existencia de
este tipo de comportamientos es tan grande que oscurece y acalla totalmente una cuestión fundamental de las mismas, yo diría
que la cuestión fundamental, y es que se trata de conductas
consensuadas);
— se señala también que estos nuevos comportamientos
reflejan una actitud que intenta la exploración de nuevas posibilidades sexuales para las mujeres, limitadas hasta hace muy
poco a la más pura negación de su sexualidad.
Pero como ya anunciamos, la reacción del movimiento antipornografía ha sido de total intolerancia. No se intenta analizar,
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entender, explicar, discutir seriamente, no. El ataque ha sido
frontal y sin matizaciones, llegándose a un grave enfrentamiento y división del movimiento feminista. Quizás la manifestación
más graves de este enfrentamiento tuvo lugar en 1982, durante
el Noveno Simposio de encuentro entre la Universidad y el
feminismo en el Barnard College de la Universidad de Columbia,
en Nueva York, dedicado ese año a la sexualidad.
Por p t r t e de las organizadoras de este Simposio se entendía
la sexualidad simultáneamente como un terreno de restricción,
represión y riesgo, así como también de exploración, placer y
acción. Considerando esta doble dimensión como importante, no
había intención alguna debilitar la crítica a los aspectos peligrosos de la sexualidad. Más bien, lo que se pretendía era la
ampliación del análisis sobre el placer, con el fin de movilizar las
energías de las mujeres e intentar crear un movimiento capaz
de organizarse a favor del placer sexual, de igual forma que ya
se había hecho en contra de los peligros que encierra la sexualidad para las mujeres sometidas bajo el patriarcado.
Pero militantes del movimiento antipornografía, por medio de
llamadas telefónicas a la dirección de la Universidad y de un
panfleto que repartieron a las participantes en el Simposio,
denunciaron, con nombre y apellido, como antifeministas y pervertidas, como moralmente inaceptables y como transgresoras
de la permisibilidad feminista, a algunas mujeres identificadas
con opiniones o prácticas sexuales controvertidas, como las aquí
expuestas, o que simplemente se mostraban críticas con el
movimiento antipornografía.
Las consecuencias no se hicieron esperar: la dirección hizo
retirar de la circulación un libro-folleto que se editaba cada año
para repartir al principio del Simposio, a causa de las denuncias
de que el contenido de sus imágenes era muy violento (al decir
de otras mujeres, sin embargo, dicho libro, de un estilo «punky»
y poco convencional, se oponía a un estilo de «feminismo realista», con un diseño innovador y provocativo, constituyendo quizás uno de los documentos más originales del movimiento feminista en la fecha de su publicación). Por su parte, la Fundación
que financiaba anualmente este Simposio retiró su aportación,
lo que, según creo, ha impedido su realización en fechas poste17
riores. Además, algunas de las mujeres denunciadas tuvieron
problemas en sus lugares de trabajo y/o en su entorno familiar.
Por otra parte, algunas feministas que han emprendido este
camino de exploración de la sexualidad, han comenzado la
publicación de revistas feministas de contenido erótico, sexual o
pornográfico, como se las quiere llamar, considerándolas una
alternativa a las revistas «masculinas» al uso que no les satisfacen y un intento a la vez de procurarse las fuentes de placer
sexual que consideran legítimas. Pues bien, la presión en contra
de estas manifestaciones ha logrado que muchas librerías de
mujeres se nieguen a vender estas revistas.
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Lo positivo en todos estos debates, manifestaciones y contramanifestaciones, es que ha aireado toda una serie de cuestiones nuevas en torno al tema de la política sexual feminista.
Hay más preguntas que respuestas, hoy por hoy, pero es que no
estamos sino en los albores de un terreno nuevo para las mujeres. ¿Cuál es, por ejemplo, la relación entre sexualidad y género?
¿Qué sentido tiene el mantenimiento de una rígida dicotomía
entre les géneros, en cuanto a temperamento y conductas
sexuales se refiere? La fuente de las agresiones sexuales contra
las mujeres, ¿reside en una naturaleza masculina intrínsecamente agresiva o violenta, o más bien en las condiciones patriarcales que socializan la sexualidad masculina hacia la agresión y la sexualidad femenina hacia la conformidad y la sumisión? ¿Cuál es la relación entre la fantasía y los actos sexuales? ¿Pensamos que debería existir una ética sexual que se
extienda a las fantasías? ¿Resulta inevitable que a veces veamos
- a nuestras parejas como objetos en el juego sexual y no sólo
como sujetos?
Y en relación con las divisiones y enfrentamientos aquí relatados cabría preguntarse: ¿quién tiene el monopolio de la verdad
feminista? Incluso, ¿qué sentido tendría hablar de una «sexualidad feminista» si consideramos que la sexualidad, en la medida
que posee componentes de expresión personal, no puede ser
costrenida a una fórmula preestablecida? ¿No está relacionado
el feminismo con el derecho de las mujeres a su propia autonomía? ¿Cómo encorsetar en un esquema monolítico a todas las
mujeres, con sus diversos bagajes y experiencias, en una era en
que, por primera vez en la historia, las mujeres como un todo
están comenzando a poder descubrir y experimentar su sexualidad o, mejor dicho, sus sexualidades, cual si fuera un terreno
cuasi virgen?
Si consideramos el debate desde la óptica del derecho a ejercer la libertad de expresión en el terreno de la sexualidad por
parte de las mujeres, la cuestión no sería tanto la de si estos
comportamientos son políticamente correctos o no, sino más
bien la de si, como parece, forman parte de las manifestaciones
sexuales de algunas mujeres y tenemos, por tanto, derecho a
pretender eliminarlos. ¿Por qué habríamos de hacerlo? ¿Porque
no nos gustan? ¿Porque chocan con nuestras concepciones?
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La sexualidad ha sido tradicionalmente —y continúa siéndolo
hoy en día—un factor de opresión, lo que ha dado lugar al establecimiento de jerarquías basadas en el comportamiento sexual.
Las ideologías al uso clasifican algunos tipos de actividad sexual
consensuada como superiores, adecuados, merecedores de mayor estima o privilegios. Otras actividades consensuadas de la
sexualidad humana son, en cambio, catalogadas como inferiores, insanas, peligrosas, constituyendo un terreno abonado para
el hostigamiento rutinario por parte de la sociedad y convirtiendo a sus protagonistas en carne de cañón de sanciones legales y reprobaciones sociales. La homosexualidad es el ejemplo
más conocido. No olvidemos que en este terreno las mujeres
han pagado tradicionalmente más que los hombres, los homosexuales más que los heterosexuales, los «desviados» más que
los «normales». En el caso que aquí nos ocupa, ¿vamos a dejar
que la censura provenga de las lesbianas más convencionales y
se ejerza sobre las que practican el sadomasoquismo? Según
este principio, las feministas heterosexuales podrían sentirse
superiores a las lesbianas y, ya por rematar, la derecha tradicional a todo el resto.
La línea divisoria más nítida y más clara es la que debería
establecerse entre la actividad sexual consensuada y la activi
dad sexual por la fuerza. A partir de ahí lo que está en juego es
la redefinición de una serie de comportamientos y actitudes ante
la sexualidad que por primera vez podemos intentar realizar
nosotras mismas y no, como hasta ahora, el hombre por nosotras. ¿Seremos capaces de aceptar el reto? ¿Venceremos las
tentaciones a lo Torquemada en las que, mal que nos pese, nosotras también caemos? Confiemos en que así sea.
20
LA CUESTIÓN «FEM»
por JOAN NESTLE '
Desde hace largos años, he estado intentando imaginar cómo
explicar la especial naturaleza de las relaciones de butch-fem
(un cierto tipo de roles sexuales, para entendernos) 2 a las feministas en general, y a las feministas lesbianas en particular, que
consideran las relaciones de butch-fem como una reproducción
de los modelos heterosexuales, y por lo tanto descartan tanto a
las comunidades lesbianas del pasado como a las del presente
que reafirman este estilo. Antes de continuar, mi editora quiere
que defina el significado de butch-fem, y me siento abrumada
por la complejidad de la tarea. Vivir una vida de butch-fem no ha
sido para mí un ejercicio intelectual, ni tampoco un conjunto de
teorías. En el fondo de mí misma yo sé lo que ser una fem ha
significado para mí, pero resulta muy difícil expresar esta identidad de forma que haga justicia a su amplia naturaleza y que, a
la vez, responda a las preguntas de una lectora llena de curiosidad. Básicamente, butch-fem representa una forma de mirar, de
amar y de vivir que puede ser expresada por una persona, por
las parejas o por una comunidad. En el pasado, la mujer butch
ha sido tachada de forma harto simplista como la parte masculina de la relación y la mujer fem como su contrapartida femenina. Este etiquetamiento olvida a dos mujeres que han desarrollado sus respectivos estilos por especificas razones eróticas,
emociona/es y sociales. Las relaciones de butch-fem, tal y como
yo las experimentaba, eran complejas manifestaciones eróticas
y sociales, no falsas réplicas heterosexuales. Estaban llenas de
un lenguaje profundamente lesbiano referido a la postura, al
vestido, al gesto, al amor, al coraje y a la autonomía. En los años
cincuenta, sobre todo, las parejas butch-fem formaban la primera línea de las combatientes contra la intolerancia sexual. A
causa de su manifiesta visibilidad, sufrían con más fuerza la violencia callejera. La ironía del cambio social ha hecho que una
manifestación radical, social y política propia de los años cincuenta se nos aparezca hoy como una experiencia reaccionaria,
no feminista. Mis propias raíces se hunden profundamente en la
21
realidad de esta costumbre de las lesbianas y lo que sigue es la
comprensión por una lesbiana de su propia experiencia.
Soy una fem y lo he sido durante veinticinco años. Conozco
la reacción que esta afirmación provoca ahora: muchas lesbianas me rechazan como a una víctima, una mujer que no pudo
hacer otra cosa porque no conocía nada mejor, pero la verdad de
mi vida revela una historia diferente. Nosotras las fems ayudamos a mantener unido un universo lesbiano en una época insegura. Vertimos más amor y lubricidad en los taburetes de nuestros bares y en nuestras casas de lo que se suponía que las
mujeres poseían. No tengo teorías para explicar cómo vino el
amor, por qué la tremenda atracción hacia esas oscuras y enjutas mujeres explotaba en mis tripas, intimidándome hasta el
punto de no poder hacer otra cosa que mirarlas tan fijamente
que acababan por alejarse...
Si pretendemos recomponer la historia profunda del feminismo y de las lesbianas, debemos comenzar por hacernos preguntas sobre las vidas de estas mujeres que no nos hemos
hecho hasta ahora y, para ello, tendremos que elevar la curiosidad a una posición muy por encima de lo que el concepto de una
sexualidad políticamente correcta nos permitiría nunca. El concepto de una sexualidad políticamente correcta es un concepto
paradójico. Una de las opiniones más firmemente sostenidas por
el feminismo es la de que las mujeres deberían ser autónomas y
autodirigirse a la hora de definir su deseo sexual y, sin embargo,
cuando una mujer dice «este es mi deseo», las feministas se
apresuran a decir: «No, no, es la polla en tu cabeza (it is the prick
in your head) la que habla; las mujeres no deberían desear ese
acto.» Pero todavía no conocemos lo suficiente acerca de lo que
las mujeres —cualquier mujer— desea. El problema real aquí es
que en el movimiento lesbiano y feminista dejamos tan pronto
de hacer preguntas que, con lo que parecían ser respuestas, nos
apresuramos a construir el formidable y rígido edificio con que
ahora contamos. Nuestra contemporánea falta de curiosidad
también afecta a nuestra visión del pasado. No preguntamos a
las mujeres butch-fem quiénes son; se lo decimos. No exploramos la vida social de los bares de lesbianas de las clases populares de los años cuarenta y cincuenta; simplemente afirmamos
22
•
que todas aquellas mujeres eran unas víctimas. El dar por sentado tales respuestas cerró nuestros oídos y frenó nuestro análisis. Las preguntas y las respuestas sobre las vidas de las lesbianas que se desvían del modelo feminista de los años setenta
golpean como una ola que choca contra los cimientos del movimiento y, sin embargo, esta nueva ola de preguntas es auténtica, procediendo de mujeres que han ayudado a crear el movimiento feminista y lesbiano que ahora están desafiando, impulsándolo a nuevo crecimiento. Si concluimos esta búsqueda,
estaremos obligando de nuevo a algunas mujeres a vivir sus
vidas sexuales en condiciones de vergüenza y culpabilidad, sólo
que esta vez se verán atormentadas al caer en la cuenta de que
no es que hayan faltado contra el código patriarcal, sino contra
el credo de sus propias hermanas que dicen que venían en son
de amor. La curiosidad construye puentes entre las mujeres y
entre el presentee y el pasado; en cambio, la opinión, una vez ya
consolidada, cristaliza en el poder de las unas sobre las otras. La
curiosidad no es cosa trivial; significa el respeto que una vida
muestra hacia otra vida. Entraña una amplitud de espíritu y de
corazón que se resiste a ceder ante el decoro o la desesperación. Y se hace más duro mantenerla viva en las épocas en las
que más se la necesita, épocas de inestabilidad, de agresión y
de odio. Con toda certeza éstos son los tiempos que corren.
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Cuando me presento ante una nueva generación de lesbianas y uso esta palabra fem me siento, a veces, muy vieja, como
una reliquia de un pasado sepultado tiempo,ha que acabase de
ser desenterrado y escupiese el polvo de su boca para romper a
hablar. La primera reacción suele ser de shock, después de risa
y también de confusión, cuando quienes me oyen se ven obligadas a aplicarme su comprensión estereotipada de esta palabra y,
no obstante, se enfrentan con el hecho de que yo soy una mujer
de alguna entidad que no ha dejado de aportar algo al nuevo y
arriesgado territorio del feminismo lesbiano. Pero mi audiencia
no es la única afectada por esas oleadas de reacciones. Yo también me pregunto cómo se me percibirá a través de los diversos
estratos de la historia. Una lesbiana activista de los años ochenta que se define a sí misma como una fem plantea de una
manera muy vivida el problema de nuestra situación como grupo
oprimido.
La colonización y la lucha en su contra dan lugar siempre a
una contradicción entre las apariencias y las supervivencias
más profundas. Existe la necesidad de devolverle al colonizador
la imagen que tenía de nosotros pero, al mismo tiempo, de mantener vivo lo que constituye una parcela importante de nuestra
cultura, a pesar de que ello pueda no ser comprendido por el
opresor que, de forma omnipotente, piensa que conoce aquello
que ve. Las relaciones de butch-fem llevan consigo toda esta
guerra cultural. Parecen incorporar elementos de la cultura
heterosexual en el poder; son rechazadas por algunas mujeres
que querrían manifestarse en contra de la omnipresencia de
este poder; y, sin embargo, resulta un estilo válido, madurado en
años de lucha, al que se acogen algunas de nuestras más
valientes representantes. El poder del colonizador impone no
sólo una devaluación cultural cotidiana, sino tiende asimismo
una trampa a la memoria, forzándonos a devaluar lo que era
resistencia en el pasado, en una batalla desesperada por no
quedar reducidas a aquello que dicen que somos.
Tanto las butches como las fems han derrochado históricamente ingenio en la creación de un estilo personal, pero, desde
el momento en que los elementos de este estilo provienen de
una cultura definida heterosexualmente, es fácil confundir un
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estilo innovador o de resistencia con una mera réplica de los
hábitos dominantes. Más una lesbiana de tipo butch que vestía
ropas masculinas en los cincuenta no era un hombre vistiendo
ropas masculinas; era una mujer que creaba un estilo original
para indicar a otras mujeres lo que era capaz de hacer: tomar las
riendas en el terreno erótico. En las posteriores décadas feministas, la fem es la lesbiana que plantea en un sentido profundo
el problema de una elección mal interpretada. Si nos vestimos
para gustarnos a nosotras mismas y a otras mujeres a las cuales
queremos anunciar nuestro deseo, muchas de nuestra propia
comunidad nos llamarán traidoras por parecerles que llevamos
las ropas del enemigo. El maquillaje, los tacones altos, las faldas, los trajes ceñidos, incluso ciertas maneras de colocar el
cuerpo, son interpretadas como capitulaciones ante el control
patriarcal del cuerpo de las mujeres. Ello sería una crítica certera si una mujer se siente incómoda u obligada a presentarse
de esta manera, pero no es esto lo que yo hago cuando me
siento poderosa sexualmente y quiero compartir este poder con
otras mujeres. Las fems son mujeres que han elegido, pero
necesitamos leer entre líneas culturales para apreciar su fuerza.
Las lesbianas deberían ser maestras en las discrepancias, conociendo como conocemos que la resistencia descansa en un
cambio de contexto.
El mensaje dirigido a las fem durante los años setenta consistía en tratar de hacernos creer que nosotras éramos los «tíos
Tom» del movimiento. Si yo me vestía con las prendas aceptadas
por el movimiento —robustos zapatos, monos, camisa de trabajo
y bolso-mochila—, entonces confiaban en mí, pero ésa no era
siempre la forma en que yo me sentía más fuerte. Si me pongo
esas ropas porque me da miedo la opinión de mi propia gente,
me estoy comportando como una clase diferente de traidora,
sólo que esta vez a mi propio sentido del estilo personal como
fem, desde el momento en que este estilo representa lo que yo
he escogido hacer con mi ser de mujer. No puedo esconderlo ni
cambiarlo por otra cosa sin perder mi pasión o mi fuerza. La
ironía más triste que se esconde tras este juicio erróneo sobre
las fems reside en que a muchas de nosotras nos ha costado
toda una vida conseguir el placer de nuestros cuerpos. Las
amantes butch, tranquilizadoras y amables, apasionadas e i ni 25
ciadoras, constituían para muchas de nosotras un puente que
nos traía de vuelta a la aceptación de aquello que la sociedad en
derredor nos había dicho que desdeñáramos: los cuerpos de
mujeres con grandes caderas y grandes culos. La idiosincrasia
de mi historia sexual me conduce a expresar mis victorias feministas a mi modo; otras mujeres, heterosexuales o gays, expresan e s f s victorias del estilo personal hacia adentro, dudando
demostrarlas públicamente, porque tienen miedo de la opinión
de la comunidad de mujeres. Nuestra comprensión de la resistencia queda, así, profundamente disminuida.
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En los años setenta y ochenta también se acusa a las fem del
delito de ocultarse, de intentar disociarse de la lesbiana de tipo
andrógino. En décadas anteriores, muchas fems utilizaron su
apariencia para asegurarse unos trabajos que permitirían a sus
amantes butch vestir y vivir de la forma que ambas querían que
lo hiciera. Su apariencia de fem le permitió introducirse en las
filas del enemigo con el fin de lograr la supervivencia económica. Pero, cuando estas butches y fems salían juntas, nadie
podía acusar a la fem de ocultarse. De hecho, cuanto más
extremadamente se comportara como una fem, tanto más obvio
era su lesbianismo y a tanto más peligro callejero tenía que
enfrentarse. Ahora, el estilo lesbiano se desarrolla en el contexto de una sociedad de apariencia cada vez más andrógina, y
el vestido de la fem se convierte en más problemático, si cabe. A
menudo se ve a una fem como una lesbiana que actúa como
una mujer heterosexual y que no es una feminista, una lectura
terriblemente equivocada de una autopresentación que convierte el lenguaje de un deseo liberado en un silencio colaboracionista. Toda una conversación erótica entre dos mujeres deja de
ser escuchada, y su preterición no se debe, esta vez, a los hombres sino a otras mujeres, muchas de las cuales se hacen las
sordas en nombre del feminismo lesbiano.
Cuando una transporta la identidad fem al terreno político,
los niveles de confusión aumentan. En la primavera de 1982,
Deborah, mi amante, y yo presentamos el show de diapositivas
del Archivo para la historia de las lesbianas (ver en pág. sobre
este archivo) en el campus de Stony Brook de la SUNY 3. Estábamos dirigiéndonos a unas cincuenta trabajadoras de sanidad,
cuatro de las cuales se habían identificado como lesbianas. Yo
vestía un traje largo color violeta que hacía que mi cuerpo se
sintiera a bien y a gusto y botas negras que me hacían sentir
poderosa. Deb vestía pantalones, camisa, chaleco y chaqueta de
cuero. Mantuve una discusión de dos horas lidiando con las
honestas expresiones homofóbicas de las mujeres, con sus miedos a mirar sexualmente sus propios cuerpos, y con las diferentes formas de tiranía a que tenían que enfrentarse como mujeres. Por último, una de las mujeres heterosexuales comentó
cuánto más fácil le resultaba hablar conmigo que con Deb, que
estaba sentada a un lado de la habitación. «Me parezco'más a
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ti», dijo señalándome. Ella también vestía un traje largo y botas.
En ese contexto, mi apariencia, que era realmente el fruto de
una comunicación erótica entre Deb y yo, estaba siendo transformada en una línea divisoria entre las dos. Caminé hacia Deb,
la rodeé con mis brazos y hundí su cabeza en mi pecho. «Sí»,
dije, «pero sóío las dos en conjunto hacemos que todo esté perfectamente claro». Entonces volví al centro de la habitación y
mentí: «Me puse este traje para que me escucharais, pero sólo
seremos verdaderamente libres el día en que pueda vestir un
traje de tres piezas y corbata y, aún así, oigáis mis palabras.» Me
encontré a mí misma frente a la paradoja de tener que luchar
por una libertad al precio de otra. El público se sintió más
cómodo conmigo porque yo podía eludir mi condición, pero su
equivocada comprensión de mi femineidad traicionaba su más
profundo significado...
Puesto que la tradición de butch-fem es una de las más
antiguas en la cultura lesbiana, fue investigada junto con todas
las otras cuando los sexólogos comenzaron su estudio de la desviación sexual. La mujer invertida, como se dio en llamar a las
fems, fue vista como una imperfecta desviada. La literatura
sexológica de 1909 afirmaba que «la verdadera mujer invertida
sentía como un hombre». Unos cuantos años más tarde, se describía a la fem como una «machorra afeminada». En los años
cincuenta, nuestra patología era explicada de la siguiente manera:
El tipo femenino de lesbiana es aquel que busca el amor
materno, que disfruta recibiendo mucha atención y afecto.
A menudo se preocupa por la belleza personal y es, hasta
cierto punto, narcisrsta... Es el tipo de persona que no se
emancipa, psicológicamente hablando, de la que a menudo
piensan que es una tonta, siendo tratada como tal por sus
mayores, sin darse cuenta de la deformada sexualidad que
impulsa sus acciones.
Y, a continuación, el médico añade el golpe final: «Es más
apta para ser bisexual, así como para responder favorablemente
a un tratamiento.» Aquí la lesbiana de tipo fem es despojada de
todo poder, convertida en una mujer estúpida que puede ser
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fácilmente atraída al campo correcto. Históricamente hemos
sido desheredadas, y no se nos ha visto ni como verdaderas
invertidas ni tampoco como verdaderas adultas...
Lo que confío que nos muestre este breve examen de un
ejemplo de la sexología es la gran necesidad que tenemos de
conocer, de cuestionar, de explorar. Las fems han sido vistas
como un problema durante décadas, tanto por aquellos que
nunca pretendieron ser nuestros amigos como también ahora
por aquellas que dicen ser nuestras camaradas. La protesta por
la inclusión de las relaciones de butch-fem en el Simposio sobre
sexualidad de Barnard 4 constituyó un shock para mí; durante
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diez años había esperado para que esta importante parte de mi
vida fuera tenida en cuenta seriamente en una reunión feminista. Me había manifestado, había dado conferencias, había
tirado panfletos, había participado en grupos de autoconcienciación durante los años setenta, llevando conmigo este pasado y
el de las mujeres que habían vivido en lo más hondo de mí, en la
creencia de que cuando tuviéramos algún territorio seguro podríamos comenzar a explorar el significado real de nuestras
vidas. Pero el solo planteamiento de la cuestión, el simple hecho
de dejar entrever la posibilidad de que globalmente no éramos
víctimas, sino que teníamos alguna idea de lo que estábamos
haciendo, era suficiente para estimular una condena al silencio
por parte de aquellas feministas que temían nuestras voces.
Cuantas de entre nosotras queremos retomar nuevamente la
palabra estamos lejos de constituir una reacción conservadora
contra el feminismo, que es como nuestras críticas gustarían de
descalificarnos. Por el contrario, significamos un paso adelante
en la tradición del mejor feminismo de una nueva era. Nos
esforzamos por hacernos preguntas en territorios hasta ahora
prohibidos. Y tratamos de comprender cómo en el pasado y en el
presente las mujeres han tenido la fuerza y el coraje de expresar
su deseo y su resistencia. Hacemos estas preguntas desde la
convicción de que las vidas de las mujeres, sin excluir la vida de
una fem, constituyen el mejor texto en que nos es dado expresarnos.
1
Texto incluido en el libro de Carole Vanee, comp., Pleasure and Danger:
ExpJonng Fema/e Sexuality, Routledge and Kegan Paul, 1984. Las notas a pie
de página del texto original han sido suprimidas por cuestiones de espacio,
así como algunas partes del texto original.
2
N. de la T.: Se me ocurre hacer una sugerencia para una posible traducción de los términos de buteh/fem:
puesto que la correspondencia más aproximadas al término de butch en nuestro idioma sería el de marimacho, se
podría acuñar el término de marihembra para su correlativo fem. Tan arbitra
rios —o pertinentes— podrían ser el uno como el otro.
3
N. de la T.: Universidad Estatal de Nueva York.
N. de la T. Este Simposio, que tuvo lugar en Nueva York, en 1982.
representó el primer punto importante de encuentro entre la Universidad y el
feminismo en un terreno considerado espinoso hasta el momento, la sexualidad. Fue boicoteado por el sector feminista al que continuamente se alude en
estas páginas.
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