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¿Cómo funciona el poder político?
Hay dos tipos de poderes, de facto y de jure. ¿Por qué debería de interesarnos aprender de política y
entenderla? Porque ayuda a entender las decisiones que se toman, a promoverlas o incluso a
detenerlas. Juan Carlos Pane analiza a profundidad el poder político.
Para responder esta pregunta hagamos algunas asunciones que no necesariamente reflejan la realidad
pero nos ayudan a abstraer el mundo en un modelo de pensamiento más práctico. Asumamos que hay
dos grupos o actores políticos en la sociedad, las elites y los ciudadanos, en donde la relación será
conflictual.
Por ejemplo, en un modelo hipotético, si las elites son relativamente individuos ricos ellos se opondrán
a los impuestos sobre sus bienes; mientras que si los ciudadanos que serán relativamente pobres
estarán en favor de los impuestos que re distribuirán los recursos hacia ellos. En términos más
generales, las políticas del estado que benefician a las elites serán diferentes a las políticas que
benefician a los ciudadanos.
Norberto Bobbio lo define como “...una relación entre dos sujetos, de los cuales uno le impone al otro
su voluntad y le determina a su pesar el comportamiento...” (Bobbio, 1.993, pág. 1.216).
Asimismo, es relevante incorporar en el análisis la noción de política, la cual se conecta actualmente
con el conjunto de actividades que tienen como referencia al Estado.
En tal sentido, Max Weber postula que “...por política habremos de entender únicamente la dirección o
la influencia sobre la trayectoria de una entidad política, esto es en nuestros tiempos, el
Estado...”(Weber, 1.992, pág. 43).
Ese autor considera que es una entidad política imposible de ser definida por el contenido de su
actividad, sino que se caracteriza por un medio que le es propio, la violencia física, la cual no es el
medio más normal ni el único que utiliza el Estado para el logro de sus fines, pero si el específico.
El autor alemán señala que el Estado “...es una comunidad humana dentro de los límites de un
territorio establecido(...) que reclama para sí con el triunfo asegurado el monopolio de la legitima
violencia física...”( Weber, 1.992, pág. 43).
¿Quiénes pertenecen a las elites?
Esto depende mucho de los diferentes contextos político/históricos de cada país. En muchos casos es
útil pensar a las elites como el grupo económicamente rico como fue el caso de Inglaterra y Argentina
en el siglo 19. Sin embargo, no siempre es el caso; por ejemplo en Sudáfrica, la elite estaba formada
por los blancos, que hace referencia a criterios étnicos, frente a una población negra.
En muchas otras sociedades como Argentina, Brasil, Chile y Paraguay durante la era de las últimas
dictaduras las elites estaban conformadas por los militares. De acuerdo con Mills (1) la mayoría de los
hombres son ordinarios y muy pocos ocupan posiciones de poder, gracias a la información y al poder
centralizado, desde donde toman decisiones que afectan la vida de las personas ordinarias, crean y
definen la vida de las personas ordinarias. Ocupan las posiciones más altas en las organizaciones de la
sociedad, gobiernan las corporaciones, manejan el estado, el poder militar, y ocupan las posiciones
estratégicas en la estructura social donde se encuentra la riqueza, el poder, y desde donde disfrutan la
fama. Y ellos son definidos como miembros de la elite en una sociedad.
Relación de conflicto
Ahora supongamos que estos grupos tienen intereses opuestos sobre diferentes políticas públicas, pues
ellos reconocen que cada una de ellas conlleva diferentes resultados.
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La pregunta que surge es: ¿Cómo esta sociedad, que asumimos tiene dos actores, resuelve los
conflictos políticos en la práctica? Hagamos más concreta la pregunta. Supongamos que hay dos
políticas públicas una que favorece a las elites y los ciudadanos. ¿Cuál de ellas es adoptada por la
sociedad en general? Porque no hay una manera de hacer felices a los dos grupos por igual, la política
pública debe favorecer solo a uno de ellos. Podemos pensar entonces que el grupo que es favorecido
está determinado por quien tiene el poder político. Así surge la siguiente pregunta:
¿Qué es el poder político?
Daron Acemoglu (2) define al poder político como la capacidad de un grupo en obtener su política
favorita en contra de la resistencia de otros grupos. Y porque siempre hay conflicto de intereses,
siempre estamos en el campo del conflicto político. Y porque siempre estamos en el campo del
conflicto político, siempre estamos ante la sombra del poder político. Cuánto más poder político tenga
un grupo, más se verá beneficiado con las políticas y acciones del gobierno.
Pero, ¿de dónde viene el poder político? Para responder estas preguntas es importante distinguir
entre dos tipos de poder político: poder político de facto y poder político de jure.
Imaginen el estado natural de la sociedad que describe Thomas Hobbes en (3) donde considera que no
hay leyes y que el hombre no se puede diferenciar de las bestias.
Hobbes considera esta situación para argumentar que este estado de anarquía es altamente no deseable,
y que el estado, como un Leviathan (un monstruo del mar) es necesario para monopolizar la fuerza y
obligar a que los ciudadanos cumplan las reglas. Hay un ejemplo de Hobbes que me gusta mucho para
ilustrar la distribución del poder. Supongamos que estamos en un estado de naturaleza puro. Si hay una
fruta que puede ser consumida por uno de dos individuos, ¿quién se queda con ella? La respuesta es
clara: porque no hay leyes, cualquiera quien es más poderoso, quienquiera tenga fuerza bruta mayor, se
quedará con la fruta. Esto es referido como el poder de facto.
Sin embargo, este no es el único tipo de poder político. Hoy, diferentes partidos políticos toman
decisiones importantes en el gobierno no porque utilizan la fuerza bruta, sino porque pudieron colocar
esa fuerza bruta en un sistema que llamamos sistema político (fue votado en una elección) Como
resultado, entre las políticas públicas conflictuales, estos diferentes partidos pueden elegir aquellas que
más les convengan a sus intereses. Llamamos a este tipo de poder, Poder Político de Jure o de derecho.
Y a los acuerdos sociales y políticos que ubican el poder de Jure llamamos Instituciones Políticas.
En síntesis, para lograr nuestros objetivos no solo debemos entender el poder político sino practicarlo,
analizarlo, y estudiarlo. Y para terminar voy a referirme a Ortega y Gasset cuando dice: "Jóvenes,
haced política, porque si no la hacéis se hará igual y muy posiblemente en vuestra contra".
Poder político
La antiquísima prerrogativa de mandar, imponer los designios de la propia voluntad, dar órdenes y
exigir su cumplimiento, en el seno de la sociedad políticamente organizada, ha conservado a través de
los siglos su prestigio y atracción.
En todas las culturas fue igual: en torno al poder se arremolinaron las multitudes. En los diversos
idiomas la palabra poder —potestas, pouvoir, power— conservó su vieja y fascinante significación.
Desde las remotas épocas en que el caudillo de la horda, el clan o la tribu reunió en sí todos los
poderes de dominación social y fue, al propio tiempo, el líder político, el legislador, el jefe militar, el
juez y el sacerdote o hechicero, hasta nuestros tiempos en que se ha dado un alto grado de
descentralización de la autoridad pública y se la ha rescatado del puro influjo personal que antes la
envolvía, para someterla a cánones institucionales, el poder ha sido y es el gran objetivo de la lucha de
los hombres y de los pueblos.
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A lo largo de los siglos se han eclipsado los caudillismos por obra del progreso político de las
sociedades, que tienden cada vez con mayor definición a regir sus destinos bajo el influjo impersonal
de las leyes, pero los fulgores del poder no se han opacado.
Diversas explicaciones se han dado a través del tiempo para el fenómeno del poder. Se lo atribuyó a la
voluntad de los dioses en las comunidades primitivas. Después vinieron las explicaciones metafísicas.
Más tarde el <contractualismo, en sus ramas autoritaria y democrática, formuló una interpretación
humana y no divina del poder. Los seguidores de la escuela estructuralista, por su parte, sostuvieron
que el poder no se dirige por las voluntades de agentes individuales sino que responde a sistemas
socioeconómicos consolidados en los cuales los individuos figuran sólo como oficiantes de roles, por
lo que son intercambiables y remplazables, sin que ello afecte la esencia, la naturaleza y el origen del
poder.
Se han propuesto muchas explicaciones acerca de él, sin embargo de lo cual la disputa conceptual ha
sido y será inacabable.
1. Las diferentes formas del poder. El hombre está movido por la incesante búsqueda de
poder, en cualquiera de sus modalidades: mando político, prestigio, fama, riqueza, conocimientos,
fuerza física. Ellas no son más que diferentes expresiones del poder que anhela. Naturalmente que la
más eficaz de todas es el poder político, que tiene una proyección totalizadora y que está asistido de la
capacidad de emplear la fuerza para respaldar sus decisiones y para imponer la obediencia a sus
designios.
Siempre resultó muy atractiva para el hombre la facultad de influir, mandar, implantar su voluntad, dar
órdenes y exigir su cumplimiento sobre la sociedad políticamente organizada.
El afán por el poder ha sido una característica permanente del ser humano a lo largo de los tiempos.
Todo se resume y explica en función de su anhelo de dominio, desde el sacerdocio de las antiguas y
modernas religiones, cuyos miembros asumieron en nombre de los dioses autoridad sobre los hombres,
hasta el poder por antonomasia que es el poder político, pasando por la acumulación de riqueza o el
acopio de conocimientos que son otras formas de poder.
El filósofo, poeta y filólogo alemán Friedrich Nietzsche (1844-1900), cuyo pensamiento ha sido
considerado como uno de los más ricos y sugerentes del siglo XX, creó la teoría del superhombre,
encarnada en un individuo independiente, seguro de sí mismo, fuertemente impulsado por la “voluntad
de poder” y capaz de desgarrar las tradiciones y de crear nuevos valores. El filósofo alemán sostenía
que todo acto o proyecto humano está motivado por la “voluntad de poder”, que no es solamente el
poder sobre otros sino también el poder sobre sí mismo. Y en contraste con el superhombre están las
masas —a las que Nietzsche denominaba “rebaño”, “manada” o “muchedumbre”— sempiternamente
sometidas a la tradición y a la rutina.
El pensador alemán consideraba que, centrándose en el mundo real antes que en las recompensas
futuras prometidas por las religiones, el superhombre afirma la vida y asume el sufrimiento, los riesgos
y el dolor que conlleva la existencia. Emancipado de las ataduras de lo humano, “envilecido” por la
docilidad cristiana, es un creador de valores y un dechado de “eticidad maestra”. Tiene la fuerza y la
independencia de criterio para conducirse y hacer las cosas a su manera.
El superhombre de Nietzsche es un ser lleno de creatividad, de individualismo, de voluntad autónoma
y de valentía. El filósofo alemán citó a algunos personajes históricos que podrían servir como modelos:
Sócrates, Jesucristo, Leonardo da Vinci, Miguel Ángel, William Shakespeare, Johann Wolfgang von
Goethe, Julio César y Napoleón. Ellos, sin duda, representaron diversas formas del poder: desde el
poder del conocimiento y de la sensibilidad hasta el poder político o militar.
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Muchas cosas han girado alrededor de ese ímpetu o impulso humano que Nietzsche llamaba la
“voluntad de poder”. Para algunos hombres esa “voluntad de poder” ha tenido rasgos patológicos: ha
sido una expresión compensatoria de sus propias debilidades o la revancha ante la vida por pasadas
humillaciones o carencias. La lujuria de poder, en muchos casos, tiene esta explicación. Hay una gran
diferencia entre el uso que da al poder el hombre equilibrado y el que da el inseguro, el apocado o el
neurótico. La historia muestra muchos ejemplos de ello. Pero éste es un tema que dejo a la psiquiatría.
Lo que me interesa establecer es que, desde épocas inmemoriales, la organización humana se hizo en
torno al poder. Los que la promovieron, en cualquier época y bajo cualquier sistema, buscaron siempre
la regimentación de voluntades bajo la invocación de una idea motivadora —sea religiosa, política,
étnica, bélica o de cualquier orden— lo suficientemente fuerte para movilizar a la gente en torno a un
propósito común.
Por eso el poder ha merecido consideraciones psicoanalíticas y sociológicas. Desde el punto de vista
de la psicología muchas de las neurosis se explican por la frustración del apetito de poder. El complejo
de inferioridad encuentra en el poder su compensación. El ansia de poder dirige muchos de los
procesos psicológicos de la personalidad.
La psicología tiene mucho que ver con el poder, hasta el punto de que algunos de los acontecimientos
de la <historia se explican por la deformación de la personalidad de quienes lo han ejercido. Por eso
pienso que uno de los errores de la Ciencia Política, al afrontar el tema, ha sido prescindir de las
teorías psicológicas del poder.
Resulta interesante atender la opinión de quien, como Fidel Castro, ostentó el poder político
indisputado por casi medio siglo en Cuba, con grandes resonancias en el exterior. Dijo el líder cubano:
“quizá la lucha más importante que tiene que librar alguien que tenga poder es la lucha contra sí
mismo, la lucha por autocontrolarse” (Ignacio Ramonet, “Cien horas con Fidel”, 2006).
2. La lucha por el poder. Desde el punto de vista sociológico, el ansia de poder ha sido en el
curso de la historia la fuerza impulsora más importante de las acciones humanas. La lucha por el poder
ha sido permanentemente la razón de ser de la >política. En la vida social el poder fue siempre visto
como la posibilidad de imponer la voluntad propia a los demás por algún medio: el conocimiento, la
inteligencia, la fuerza, la riqueza, el dogma religioso o cualquier otro factor que sirva para impulsar o
constreñir a los demás a hacer lo que, en otras circunstancias, no lo harían.
La obediencia, por eso, tiene matices que van desde la persuasión al forzado acatamiento.
Bajo este orden de cosas, lo mismo el sacerdote que el dirigente deportivo, el líder político que el jefe
sindical, el presidente de un club social que el conductor de una entidad de beneficencia buscan poder.
Lo hacen consciente o inconscientemente. La búsqueda de poder es una de las grandes constantes de la
historia. A veces cuesta trabajo descubrir sus móviles, que en ocasiones están ocultos en la compleja
trama de las motivaciones profundas de la conducta humana. Pero al penetrar en ella siempre se
ubicará la arcana motivación de dominio que alienta los actos de los hombres, aun aquellos que menos
visos de dominación tienen, como lo ha descubierto François de la Rochefoucauld (1613-1680), para
quien las virtudes humanas no son sino diversas formas del amor propio y del egoísmo.
Detrás de cada sistema de ideas siempre estuvieron agazapadas ambiciones de poder. Detrás del
<confesionalismo tradicional están hombres de carne y hueso que, con la instrumentación de la idea
religiosa, logran preeminencia social y mando; detrás del proceso de estatificación de los instrumentos
de producción se parapetaron personas que, obrando a nombre del Estado, aspiraron a sustituir a las
plutocracias tradicionales en el manejo de la riqueza y en el ejercicio de la dominación social que ella
conlleva; detrás de la >privatización tan de moda en nuestros días, están quienes anhelan recuperar ese
poder perdido o incrementar el que ya tienen.
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Todas estas, y muchas otras, no son en el fondo más que diversas formas de la lucha por el
poder.
3. El mando social. En medio de la discusión resulta bastante claro que no puede admitirse la
existencia de una sociedad humana, por sencilla y rudimentaria que sea, que no tenga dispositivos de
gobierno. Un grupo humano cualquiera, encerrando en su seno tantas voluntades particulares como
miembros, no podría desenvolverse sin adoptar un sistema de conducción capaz de condensar el querer
general y convertirlo en actos concretos de gobierno y administración. Las acciones aisladas y
dispersas de sus miembros lo llevarían al desbande general. La función de gobierno satisface una
necesidad social y no puede prescindirse de ella.
El poder cumple la función muy importante, yo diría que vital, de dar coherencia al grupo social, de
mantenerlo unido, de hacer de él una comunidad. Sin el poder —y el sistema de interrelaciones que él
implica— la sociedad se disgregaría.
En este sentido, el poder político es uno de los elementos esenciales del Estado juntamente con el
>pueblo, el >territorio y la >soberanía.
Con excepción de los anarquistas, los teóricos de todas las ideologías están de acuerdo en que el
Estado requiere una voluntad dominante e investida de autoridad para dirigir la actividad social y
coordinar los esfuerzos individuales. Discrepan en la forma de hacerlo, en los alcances del poder, en la
amplitud de los derechos de las personas, en el grado de concentración de la autoridad y en otros
factores, pero no en que las funciones de mando social son ineludibles.
A esa voluntad dominante dentro del Estado, capaz de hacerse obedecer compulsivamente, se llama
poder político o poder público y al conjunto de los órganos que la ejercen se denomina <gobierno.
4. El origen del poder. Platón, en el diálogo de los dos primeros libros de la República, afronta la
cuestión del origen de la polis y, por ende, del poder político. Allí suscita varias teorías. El filósofo
griego hace decir a los sofistas Trasímaco y Clitofón que el orden social y la justicia no son otra cosa
que la voluntad de quien tiene la fuerza para hacerse obedecer. Este es el germen de la teoría de la
fuerza como origen del poder. En cambio, Glaucón y Adimanto, para complacer a Sócrates, sostienen
la tesis contractualista del poder y afirman que los hombres, venciendo y sufriendo derrotas, se ponen
de acuerdo en un momento dado a fin de instaurar la paz, para lo cual establecen las leyes y consensos
sociales que consideran útiles. Este es el antecedente de la teoría del consenso como origen de la
autoridad pública, en el marco de una sociedad que se presenta como un hecho natural, según lo que
escribe Aristóteles en el primer libro de su "Política".
El estudio del origen del poder es uno de los capítulos más interesantes de la Ciencia Política. El hecho
de considerar a la sociedad y al Estado como un problema de conciencia condujo siempre a los
hombres a indagar la cuestión del origen del poder político. ¿De dónde viene el poder? ¿Cuál es la
fuente de la autoridad pública? ¿Por qué unos hombres tienen el derecho de mandar y otros la
obligación de obedecer?
No se trata, sin embargo, de averiguar el hecho del poder, pues eso no satisface nuestra inquietud ética,
sino el derecho que asiste a unos hombres para obligar a otros a la obediencia. Siendo todos iguales,
ninguno tiene una facultad originaria para mandar a los demás. Entonces, ¿cómo se justifica,
moralmente, el derecho de unos a mandar y la obligación de otros a obedecer?
Varias teorías se han propuesto a lo largo de los siglos para explicar esta cuestión. La primera fue la
teocrática.
a) El pensamiento teocrático. Las sociedades más antiguas explicaron por la vía supersticiosa la
facultad de mando. El sistema totémico de los grupos primitivos partió de la creencia de que el poder
venía de la divinidad. Las cosas no cambiaron sustancialmente en los tiempos posteriores aun cuando
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los dioses se sofisticaron con el avance de los conocimientos humanos. De los dioses rústicos
esculpidos en piedra o en madera se pasó a dioses mejor presentados. Pero la idea de fondo fue la
misma. El faraón egipcio fue considerado como un dios, el rey de Babilonia como el descendiente de
la divinidad, los gobernantes de los hebreos eran los señores “ungidos” que derivaban su autoridad del
cielo. Fueron los tiempos en que la religión y la política eran la misma cosa.
Las raíces prehistóricas del pensamiento teocrático se remontan a los albores de la vida humana y se
pierden en la oscura maraña de la magia y la hechicería. Su elaboración razonada sólo se presentó más
tarde con el advenimiento del monoteísmo judeo-cristiano. Fue entonces cuando se empezó a elaborar
una teoría mejor articulada del origen divino del poder. En la vertiente católica, su explicación se
inspiró originariamente en las palabras de san Pablo, contenidas en su Epístola a los Romanos, de que
“no hay potestad que no provenga de Dios”. Esta afirmación fue después desarrollada y completada,
especialmente en la alta Edad Media, por los padres y doctores de la Iglesia, y más tarde por muchos
otros pensadores y teólogos católicos.
En la doctrina teocrática convergen la idea del origen divino del poder, que deriva la autoridad pública
de la “gracia de Dios” o de cualquier otra representación metafísica, y la idea de que el Estado es un
medio para el cumplimiento de los fines religiosos.
Las ambiciones de poder de la Iglesia Católica perturbaron durante dilatado tiempo la vida política
europea. Largamente prevaleció la vieja teoría de “las dos espadas”, expuesta por el papa Gelasio I en
el año 494 y confirmada más tarde por Bonifacio VIII, en la bula Unam Sanctam de principios del
siglo XIV, en el sentido de que “en esta Iglesia y en su poder existen dos espadas: una espiritual y
otra temporal”, y que ambas están “en poder de la Iglesia; una debe ser empuñada por la Iglesia, la
otra desde la Iglesia; la primera por el clero, la segunda por la mano de reyes y caballeros, pero según
la dirección y condescendencia del clero, porque es necesario que una espada dependa de la otra y que
la autoridad temporal se someta a la espiritual”.
La mencionana bula de Bonifacio VIII, expedida el 18 de noviembre de 1302 bajo la influencia del
teólogo Egidio Romano (1243-1316) y de su obra "De ecclesiastica sive de Summi Pontificis
potestate", fue uno de los documentos vaticanos más discutidos y discutibles de la Edad Media. El
papa se propuso subordinar el poder temporal de la sociedad política bajo la férula de la Iglesia
Católica y reivindicar para la autoridad religiosa la facultad de instituir la autoridad política y juzgar
sus actos. En el documento se afirmaba “la sumisión de toda criatura humana al Romano Pontífice” y
se sometía la autoridad temporal de los gobernantes a los mandatos del papado. Esto se produjo dentro
del conflicto de poderes surgido entre el pontífice romano y el rey Felipe IV de Francia a raíz de la
detención del obispo Pamiers Bernard Saisset ordenada en el año 1301 por el monarca francés bajo la
acusación de traición a la patria, detención que el papado consideró violatoria de los privilegios
eclesiásticos.
b) La teoría de la fuerza. Otra explicación que se dio históricamente fue la de la fuerza, que afirmó
que el fuerte debe gobernar al débil porque esa es la ley natural. Explicó el hecho y el derecho del
mando social con la tesis de que siempre los poderosos dominaron a los débiles y les colocaron bajo su
autoridad, en acatamiento de una especie de dictado de la naturaleza.
Para esta teoría la propia sociedad política está fundada en la coerción y en la amenaza de sanciones.
La ciencia política alemana, con sus exponentes Carl Schmitt (1888-1985) y Ralf Dahrendorf (19292009), llegó a la conclusión de que la política es esencialmente una cuestión de lucha, hostilidad y
conflicto entre grupos y personas. Dentro de este marco, “el soberano” es quien, por ser más fuerte,
puede imponer su voluntad al grupo, dictar el derecho, ejercer el control sobre las sanciones y ostentar
la autoridad.
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Esta teoría fundamentó la autoridad en la superioridad natural de unas personas respecto de otras.
Avaló su afirmación con la experiencia histórica de que casi siempre el poder fue fruto de la
imposición violenta y con el hecho de que, aún hoy, con frecuencia se alinea al Derecho con los más
fuertes batallones.
Derivaciones de esta teoría fueron los planteamientos de la “predestinación” de los mejores o de las
“minorías selectas” que formularon los fascistas como justificación de su autoritarismo.
Pero la fuerza no constituye Derecho ni es fuente de legítima autoridad. La imposición de la fuerza
puede tener, bajo determinadas circunstancias, resultados efectivos más no una justificación ética. Por
eso el gobierno del más fuerte ha cedido progresivamente su lugar al gobierno del Derecho y el poder
político ha cobrado un valor eminentemente jurídico, capaz de obligar moralmente la voluntad de los
gobernados.
c) La escuela contractualista. Como consecuencia de la actitud mental del hombre del Renacimiento,
que deseaba buscar y descubrir nuevas verdades, el <contractualismo surgió como explicación
racional del origen del poder. Desechó todas las teorías anteriores. Rehusó la idea teocrática, descartó
que la naturaleza diera a los hombres autoridad alguna sobre sus semejantes y rechazó la tesis de que la
fuerza pudiese ser el origen del mando político. Afirmó, por tanto, que el poder legítimo sólo puede
surgir de la voluntad libremente expresada de los miembros de la comunidad.
El razonamiento capital de la teoría contractualista es el siguiente: puesto que las lucubraciones
metafísicas acerca del origen del poder no tienen asidero racional y dado que la naturaleza no da a los
hombres mando sobre la sociedad ni es la fuerza la que lo consagra, la autoridad política sólo puede
provenir legítimamente del consenso mediante el cual los individuos erigen un poder social y se
someten a él bajo ciertos límites y condiciones.
Sólo si se concibe así el origen del poder puede éste justificarse moralmente y reclamar de los
ciudadanos obediencia, atento el hecho de que ellos están moralmente obligados a prestar acatamiento
a un poder que concurrieron a formar para la garantía de sus intereses.
Para desarrollar esta tesis los contractualistas partieron de tres nociones fundamentales: el estado de
naturaleza, el estado de sociedad y el contrato social.
Dicen los creadores de esta teoría que los hombres estuvieron sometidos originalmente al <estado de
naturaleza, en el cual no existían organización social, ni autoridad legítima, ni leyes, ni justicia, ni
derechos humanos y la vida estaba condenada a la extinción por los obstáculos que la naturaleza le
oponía y cuya remoción no podía lograrse sino con el concurso ordenado y dirigido de todas las
fuerzas individuales. En estas circunstancias la lucha era de todos contra todos, puesto que, como dijo
Hobbes, el hombre era el lobo del hombre. Al ser humano no le quedó, entonces, más que un solo
camino para su conservación: formar por agregación un cúmulo de fuerzas capaz de vencer la
resistencia opuesta por la naturaleza y ponerlas en movimiento bajo una voluntad de mando surgida
del consenso general. En esta forma, mediante una especie de convención o <contrato social, los
hombres abandonaron el estado de naturaleza e ingresaron al estado de sociedad, en el que, “dándose
cada cual a todos, no se da a nadie en particular; y como no hay socio alguno sobre quien no se
adquiera el mismo derecho que uno le cede sobre sí, se gana en este cambio el equivalente a todo lo
que uno pierde y una fuerza mayor para conservar lo que uno tiene”, según la sabias palabras de
Rousseau.
Pero la “convención” o el “contrato social” que ellos mencionaron no fueron un instrumento jurídico al
estilo de los que utilizan los juristas sino un postulado de la razón, un principio normativo, que indica a
los hombres cómo deben entender el Estado y su gobierno para que los derechos de las personas no
naufraguen en la vida social. Solamente suponiendo al Estado y al gobierno como formados por un
acto de voluntad general es posible establecer obligaciones y derechos recíprocos en la vida
comunitaria.
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El paso del estado de naturaleza al estado de sociedad, esto es, de la <anarquía al orden, se produjo
por la renuncia de los individuos a la facultad natural e irrestricta de usar su propia fuerza para
defender sus intereses y por la erección de un poder dirimente capaz de poner orden en el grupo y de
respaldar sus decisiones mediante el uso de la fuerza.
d) La concepción estructuralista. El marxismo sostiene que el modo de producción de los bienes
económicos determina la manera de ser de una sociedad y que a cada modo de producción de las cosas
que el hombre necesita para vivir —alimentos, vestido, herramientas, vivienda, etc. — corresponde
una específica forma de organización social y cada cambio de aquél produce en ésta un cambio
correlativo. De esta manera, afirma Carlos Marx, "el molino movido a brazo engendra la sociedad de
los señores feudales; el molino de vapor, la sociedad de los capitalistas industriales".
Los marxistas llaman estructura al modo de producción y superestructura a la organización social —
con sus leyes, gobierno, tribunales, conceptos políticos y morales, ideologías políticas y convicciones
religiosas— y sostienen que a todo cambio estructural corresponde un cambio superestructural.
Esta es la tesis fundamental de la interpretación materialista de la historia.
Según ella, está probado por la secular experiencia histórica que la forma como en cada época los
hombres produjeron los bienes y servicios necesarios para su pervivencia —estructura— determinó
siempre el modelo de organización social —superestructura—, que fue primero colectivista, luego
esclavista, más tarde feudal y finalmente capitalista.
En esta línea de pensamiento, el estructuralismo de corte marxista sostiene que los procesos políticos y
culturales de un país están determinados por sus estructuras económicas. Afirma, en consecuencia, que
el poder no nace de las voluntades de agentes individuales ni se ejerce por ellas sino que responde a los
sistemas socioeconómicos establecidos en una comunidad, en los cuales los individuos figuran sólo
como oficiantes de roles, por lo que pueden ser sustituidos e intercambiados sin que por ello se afecte a
la esencia o a la naturaleza del poder.
El origen del poder político, por consiguiente, debe buscarse en los intereses económicos a los que éste
obedece y de cuya custodia está llamado a encargarse. Para los seguidores de esta teoría todas la demás
explicaciones del origen del poder resultan puramente “metafísicas”. Carecen de contacto con la
realidad. Son obra de la imaginación humana cuando no de los intereses creados. En todo caso, no
tienen vinculación con los hechos reales. La verdad, que no siempre se afronta con valentía, es —
según ellos— que el origen del poder está dado por la trama de intereses económicos concretos
situados en la base de la “superestructura” política de un Estado. El poder —y quienes lo ejercen— no
son más que una suerte de “comité de vigilancia” de esos intereses. En cada caso concreto que se
examine, dicen, se encontrará que las leyes y el poder son manejados por los sectores dominantes de la
sociedad, en su propio beneficio.
Según esta teoría, las diversas formas del poder político —del mismo modo que las ideas religiosas, la
cultura, las ideologías, la organización social y los demás elementos de la vida comunitaria—
obedecen, en último término, a factores estructurales de orden económico.
Su tesis central es, por tanto, que las deformaciones y desajustes sociales —tales como el
subdesarrollo, la pobreza, la injusticia económica, la marginación, las desigualdades y privilegios— se
originan en las estructuras productivas que imperan en un país. Y establece una suerte de determinismo
económico entre esas estructuras y las deficiencias sociales, de modo que para corregirlas hay que
acudir a las causas que las originan, es decir, a las estructuras económicas e introducir en ellas las
modificaciones que se reflejen en la superación de las taras superestructurales de la sociedad y del
gobierno.
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Ello tuvo en mente el <marxismo al propugnar la expropiación de los instrumentos de producción y
transferirlos a manos del Estado. Quiso eliminar el poder económico privado, tan abusivo y pernicioso.
Pero no obstantes sus buenas intenciones, la fórmula no le salió bien porque al amparo de la
estatificación se formó una nueva clase social dominante de altos funcionarios, encumbrados
dirigentes políticos, tecnócratas y militares que acumuló la suma del poder político más la totalidad del
poder económico. En esas condiciones el remedio resultó peor que la enfermedad. Y todo desembocó
en una monocracia de poderes ilimitados, que terminó por hundirse en la última década del siglo XX
bajo el peso de sus ineficiencias.
5. El poder político. Dentro de la constelación de poderes brilla con luz propia el poder
político, que es la facultad de mando sobre el Estado. El escritor y dramaturgo búlgaro Elías Canetti,
en su interesante e imaginativo libro “Masas y Poder” (2000), apunta que no hay imagen más
representativa ni más vívida del poder político que la del director de orquesta. Solo, erguido, de pie en
medio de gente sentada, impone el ritmo e imparte órdenes con la mano o con la batuta. Le basta un
pequeño pero enérgico movimiento para despertar voces apagadas. Lo que él quiere que enmudezca,
enmudece. Tiene poder de vida y de muerte sobre los instrumentos. Desde su posición hegemónica
mira a todos, coordina sus movimientos y hace de la orquesta una unidad colectiva, en la cual cada uno
de sus miembros contribuye al éxito del conjunto. Todos los integrantes de la orquesta le miran y le
obedecen. Él sabe lo que cada cual tiene que hacer y vigila que lo haga.
Las características principales del poder político son dos: la primera, que es un poder de carácter
territorial, es decir, que está referido a un territorio determinado; y la segunda, que es el único que
puede ejercer la coacción física legítima para hacerse obedecer. Todos los demás poderes —sociales,
ideológicos, económicos, religiosos o de cualquier otra índole—, aparte de ser poderes de carácter
personal, que por tanto no mandan sino a las personas que se han sometido voluntariamente a ellos,
están impedidos de utilizar la fuerza para lograr obediencia.
La fuerza, ya como amenaza de su uso, ya como empleo actual de ella, es un elemento específico y
diferencial del poder político. Allí reside su distinción fundamental con todos los demás órdenes de
poder que existen en una sociedad.
El otro elemento del poder político es también muy importante. Al tener un carácter territorial, él
manda sobre todas las personas y corporaciones que habitan el territorio estatal. Por el solo hecho de
pisar su suelo ellas quedan sometidas a su obediencia. Esto lo distingue del poder ejercido por las
demás sociedades menores insertas en el territorio del Estado. Ellas no pueden exigir obediencia sino a
quienes, por un acto de adhesión personal, han querido someterse a su autoridad. Y esa obediencia no
es más que un acto moral. No es exigible coactivamente. Los clubes, las iglesias, las corporaciones, las
asociaciones de diversa clase no tienen otra fuerza coercitiva que la que el poder del Estado quiere
darles.
Con la revolución electrónica ha emergido una nueva forma de poder: el poder de la tecnología de la
información, en sus diversas ramas. Es, por supuesto, un poder fáctico porque no está reglado ni
autorizado por las leyes, no obstante lo cual su fuerza es determinante en la toma de las decisiones de
orden público. Internet se ha convertido en el “ágora virtual” de la democracia de nuestros días, donde
los ciudadanos discuten pública y libremente los asuntos de interés general. Los gobiernos, a su vez, la
utilizan como tribuna de información, de rendición de cuentas y de contacto con los gobernados. La
prensa se vale de la red para informar y manipular. Los empresarios privados organizan a través de ella
sus intercambios. Todo gira en torno de la gigantesca interconexión de ordenadores a escala global.
Hasta el crimen organizado y el narcotráfico se valen de sus bits para sus operaciones. En la sociedad
surgida de la revolución digital, que el profesor Doménico Fisichella de la Universidad de Roma
denominó tecnitrónica, definida por Zbigniew Brzezinski como una “sociedad cultural, psicológica,
social y económicamente plasmada en el fuerte influjo de la tecnología y de la electrónica”, los
técnicos se han convertido en actores políticos de primera línea, ya que, anteponiendo las categorías
tecnológicas a las ideologías políticas, señalan los fines sociales y definen los medios y estrategias para
alcanzarlos.
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Nacida de la aplicación de la información científica global a los procesos sociales, la sociedad del
conocimiento —que algunos pensadores denominan sociedad digital, sociedad cibernética, sociedad
tecnitrónica o sociedad de la información— tiene una extremada racionalización de la organización
social, de su gobierno, del proceso de la producción y del trabajo colectivo para obtener los mejores
rendimientos.
6. El poder: expresión de fuerza y juridicidad. En concordancia con las diferentes tendencias
doctrinales, unas veces se ha entendido el poder político como simple factor de dominación, con el
énfasis puesto en su elemento “fuerza”, y otras se ha conferido mayor importancia al elemento
“Derecho” y se lo ha visto como un poder jurídico. Es cuestión de óptica. Depende de los puntos de
vista doctrinales de cada persona. Para los demócratas la autoridad se funda en el Derecho, no obstante
que eventualmente debe acudir a la fuerza para lograr obediencia. La esencia del poder político es para
ellos la autoridad que dimana de la ley y que se ejerce dentro de ella. Es la sustancia jurídica la que le
da el verdadero sentido institucional, en virtud del cual se genera para unos el “derecho” de mandar y
para otros el “deber” de obedecer.
Lo cual no significa que el poder quede inerme. Una cosa es el ejercicio democrático de la autoridad y
otra es la <anarquía. Sin duda que el poder político está formado por dos elementos: juridicidad y
fuerza. En ese orden y no a la inversa. Gracias a ellos el poder puede obtener una serie de grados de
obediencia, que van desde el consentimiento espontáneo de los gobernados hasta la forzada
observancia de sus disposiciones, impuesta compulsivamente. Esto significa que si los mandamientos
expedidos por el poder público, dentro de la ley, resultan ineficaces para obligar moralmente la
voluntad de los gobernados, tiene el recurso de la fuerza como última instancia para imponer su
cumplimiento. Siempre estará la coacción física en respaldo de la juridicidad. Juridicidad y fuerza, de
este modo, se conjugan en la operación del gobierno democrático.
Hay sociólogos que distinguen tres modalidades del poder: el persuasive power que, como afirma A.
Etzioni, acude a la manipulación de emblemas, banderas, símbolos y otros elementos de la semiología
política para ejercer el control social; el coercive power (correspondiente a las relaciones de fuerza en
la tipología de Bachrach-Baratz), que impone su dominio mediante el uso o la amenaza de la violencia;
y el utilitarian power, que utiliza las recompensas con bienes y servicios para hacerse obedecer. Pero
nada impide, en concepto de estos sociólogos, que en el ejercicio concreto del poder, esos elementos se
combinen en proporciones diferentes o vayan separados.
Pero los teóricos y prácticos del >totalitarismo tienen otros puntos de vista. Para ellos, menos
preocupados de que la autoridad tenga una fuerza moral para mandar, lo principal es la eficacia que
posea para hacerlo. Y esa eficacia no es independiente de la fuerza con que de hecho cuente para
imponer acatamiento. Para ellos la coerción no es la última instancia de la obediencia política sino la
primera. En este orden de valores, para ellos es la fuerza la sustancia del poder político. La cuestión
jurídica no cuenta, como no sea para cohonestar las decisiones arbitrarias de los gobernantes.
7. Poder político y soberanía. El pueblo, no obstante ser “el soberano”, no puede en la práctica
efectuar actos concretos de gobierno y administración. Su propia estructura se lo impide. Ente
multitudinario y heterogéneo, por lo mismo inhábil para las acciones técnicas y particularizadas en que
consiste el gobierno de un Estado, se ve precisado a delegar el ejercicio del poder a personas que obran
en su nombre. Se reserva, a lo sumo, la toma de las grandes decisiones de orden general, por la vía
plebiscitaria, electoral o de referéndum. En ningún caso le es dado ejecutar por sí mismo actos de
gobierno o de administración. Esta labor especializada y técnica está a cargo de sus representantes, a
quienes el pueblo inviste de la autoridad pública bastante para que sus decisiones posean valor
obligatorio y puedan se cumplidas eventualmente por medios coactivos.
Esa autoridad, como hemos visto, lleva el nombre de poder político y al conjunto de los órganos que la
ejercen se denomina <gobierno.
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Pero el poder que el grupo confiere a sus gobernantes no implica transferencia ni menos enajenación
de soberanía. Esta es inalienable y permanece invariablemente localizada en el pueblo.
Bien dice Rousseau, en su “Contrato Social”, que “no siendo la soberanía más que el ejercicio de la
voluntad general, nunca se puede enajenar, y el soberano que es un ente colectivo, sólo puede estar
representado por sí mismo: el poder bien puede transmitirse, pero la voluntad no”.
En otros términos, dentro del sistema democrático el pueblo otorga a sus gobernantes una mera
autorización temporal y limitada para que puedan gestionar los negocios públicos, pero no les entrega
la soberanía que es un atributo originario e inalienable de la sociedad.
De aquí la diferencia básica —que algunos autores no reconocen— entre soberanía y poder político.
La primera es la facultad inmanente del pueblo para organizar el Estado, crear su orden jurídico,
instituir el gobierno y designar las personas que deben ejercerlo. En cambio, el segundo es la mera
autoridad o facultad de mando otorgada periódicamente por el pueblo a un grupo de personas para que,
en nombre suyo, ejecuten actos concretos y particularizados de gobierno y administración de “la cosa
pública”.
De esto se sigue que, mientras la soberanía es una energía originaria e ilimitada, el poder político es
derivado y limitado.
Me interesa destacar el hecho de que la >soberanía es atributo irrenunciable del pueblo y que, por
consiguiente, los gobernantes no ejercen facultades soberanas sino sólo atribuciones de mando
limitadas y temporales. Afirmar que los gobernantes ostentan la soberanía estatal es retrotraer las cosas
a la etapa histórica absolutista. De ahí que conviene a los intereses de la libertad civil y política atribuir
exclusivamente al pueblo la potestad soberana, de modo tal que los gobernantes, considerados sólo
como representantes de aquél, dispongan de facultades de mando controladas por la sociedad.
8. El poder del Estado y el poder de otras sociedades. El poder político, que pertenece
exclusivamente al Estado, y los poderes de otras sociedades menores que existen dentro de su
territorio, tienen una característica común: haber surgido como respuesta a la necesidad de ordenar,
unificar y dirigir las acciones de los miembros del grupo con fines de utilidad general.
Tanto en el Estado como en las sociedades menores, que algunos autores llaman “imperfectas”, el
poder es el elemento que pone orden en el grupo y contrarresta la tendencia a la dispersión que se
marca porque cada individuo busca sus propias metas hasta el extremo de que el grupo pueda llegar a
tener tantas metas como individuos que lo integran.
Pero el poder del Estado, a diferencia de los que existen en las agrupaciones subalternas, está dotado
de una fuerza dominante, irresistible, que tiene el monopolio de la coacción física legítima. Ejercer ese
poder es estar en posición de coaccionar la ejecución de las órdenes dadas.
En cambio, el poder de las sociedades especiales es restringido: está limitado al campo de sus
actividades específicas y su eficacia está condicionada por la permisión del poder estatal, que está
situado por encima de todas las unidades de mando que existen en el interior de su territorio.
Pero además de la distinción anotada, existe otra muy importante: el poder del Estado tiene el carácter
de dominación territorial a diferencia de la dominación personal que ejercen los poderes de los otros
grupos. De modo que el poder estatal se diferencia de cualquier otro no únicamente por la clase de
autoridad que aplica sino también por la específica relación de ella con el territorio.
Las decisiones adoptadas por los órganos estatales poseen obligatoriedad no sólo para los que son
jurídicamente miembros del Estado sino, en general, para todos los habitantes de su territorio. El
Estado es, por tanto, una unidad territorial de dominación a diferencia de las unidades de carácter
personal.
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De suerte que el poder del Estado es cualitativamente distinto de los poderes de las agrupaciones
menores, así porque es el único que puede acudir a la coacción física para hacerse obedecer como
porque constituye una fuerza de dominación territorial que genera deberes de obediencia sobre todos
quienes pisan el territorio estatal, sin consideración alguna a las condiciones personales de ellos.
Una organización especial cualquiera —sea la iglesia de algún culto religioso o una academia cultural
o bien un club deportivo— sólo tiene autoridad moral sobre las personas que, por un acto de su
voluntad, pertenecen a ella. Esa pertenencia implica una relación de orden personal entre la
organización y sus miembros, de la cual surge la autoridad de ella sobre éstos. Nadie más puede
sentirse obligado. Lo cual significa que el poder de este tipo de organizaciones no tiene relación alguna
con el territorio —de hecho, las iglesias o ciertos clubes transnacionales mandan por encima de los
lindes territoriales de los Estados— ni puede ser vinculante para quienes no pertenezcan a ellos.
9. La división de los poderes. No obstante que el poder político es uno, el movimiento
constitucionalista que se inició con la Revolución Francesa lo dividió funcionalmente y por razones de
protección de la libertad en tres grandes ramas: el poder legislativo, el poder ejecutivo y el poder
judicial. Y encargó a personas diferentes e independientes entre sí el ejercicio de las diversas porciones
de la autoridad pública: la de hacer leyes, la de administrar el Estado y la de impartir justicia.
Así se trató de evitar que la concentración del poder pudiese llevar al <cesarismo.
Esta <división de poderes tiene sus raíces en los principios del <enciclopedismo, tan celoso en la
defensa de la libertad humana, se plasmó por primera vez en las Constituciones norteamericana y
francesa de fines del siglo XVIII y de allí se extendió por el mundo civilizado.
El sistema funciona mediante un complejo mecanismo de equilibrio de poderes y de controles
recíprocos —un dispositivo de frenos y contrafrenos— que impide que alguno de ellos, extralimitando
sus facultades, pueda imponer un despotismo sobre la sociedad.
La concentración del poder entraña muchos peligros. No solamente es el despotismo sino también la
corrupción. Ya Lord Acton (1834-1902), en sus "Essays on Freedom and Power", lo dijo en
memorable frase: “Todo poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente”. Por eso en el
campo de la teoría política se buscó afanosamente desde hace mucho tiempo la desconcentración y las
restricciones del poder.
10. El poder económico. Hemos visto el poder político, pero hay también otras formas de
poder. Una de ellas es el poder económico, que puede pertenecer a las personas individualmente
consideradas o a los grupos organizados. Este poder se funda en la riqueza. Ella, como dije antes, es un
instrumento de dominación social. Por eso el hombre se afana tanto en alcanzarla. La propiedad de
ciertos bienes, generalmente escasos en la sociedad, otorga un tipo especial de dominación a quienes
los poseen e impone a los demás ciertos condicionamientos en su conducta.
Este es el poder del dinero, especialmente decisorio en el <capitalismo. La hegemonía social que de él
nace puede ser, bajo determinadas circunstancias, más eficaz que el propio poder político. Incluso
puede imponerse a éste. La fuerza de los <grupos de presión en las democracias de corte occidental es
de esta naturaleza. Ello tuvo en mente el <marxismo al expropiar los instrumentos de producción y
transferirlos a manos del Estado. Quiso eliminar el poder económico privado, tan abusivo y pernicioso,
pero no obstantes sus buenas intenciones, la fórmula no le salió bien porque al amparo de la
estatificación se formó una nueva clase social dominante de altos funcionarios, encumbrados
dirigentes políticos, tecnócratas y militares que acumuló la suma del poder político más la totalidad del
poder económico. El remedio resultó peor que la enfermedad.
Bajo el signo de la <globalización el ordenamiento del poder ha sufrido cambios sustanciales dentro de
los Estados y fuera de ellos. Los verdaderos “dueños del mundo” ya no son los personeros de los
poderes tradicionales —parlamentos, presidencias, partidos políticos, sindicatos— sino quienes
controlan las grandes corporaciones transnacionales, los mercados financieros, los grupos mediáticos
de alcance planetario, las autopistas de la información, las industrias de la cibernética. Y, en alianza
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con ellos, se ha establecido una especie de gobierno mundial en cuyo gabinete toman las decisiones de
alcance transnacional el Fondo Monetario, el Banco Mundial, la Organización Mundial del Comercio
(OMC) y la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE).
Asistimos a una nueva versión de la >soberanía limitada de Leonid Brezhnev (1906-1982). Sólo que
hoy esa limitación nace de las grandes empresas transnacionales que han alcanzado dimensiones
colosales por medio de las megafusiones, hasta el punto de que el volumen de sus negocios es superior
al producto interno bruto (PIB) de varios países desarrollados. La EXXON supera el PIB de Noruega y
la General Motors el de Dinamarca. Las potencias conquistadoras del mundo antes eran los Estados,
hoy son los >trusts, los conglomerados y los grandes grupos financieros e industriales transnacionales.
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