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V I DA
E L NORT E - Domingo 26 de Marzo del 2006
PERFILES E HISTORIAS
Editora: Rosa Linda González
Daniel de la Fuente
Los recuerda en sueños. Se le aparecen sanos o en las condiciones dolorosas en que los vio partir.
David Gómez Almaguer no oculta la realidad: aunque no es equivalente la cifra de los que se curan a los
que se van –aquélla es más alta–, la
leucemia es un enfermedad feroz, sobre todo si se diagnostica tarde.
El jefe del Departamento de Hematología del Hospital Universitario
habla de los curados, de los arrebatados a la muerte, pero también de
aquellos cuyo organismo no encontró
jamás la salida del padecimiento.
Son éstos los que lo impulsan
más a seguir en su combate contra la
leucemia, cáncer común, por ejemplo,
entre los niños.
“Hay casos en los que te quedas
pensando que debiste haber hecho
más y no lo hiciste”, explica David,
de 53 años, bajo y menudo, quien pese a su pelo entrecano aparenta menos edad.
Y es que, aunque se pensaría que
un médico como él, con años de experiencia, ha salvado ya la barrera y
sabe lidiar con la muerte, la verdad es
otra: le entristece, sí, y le motiva.
“Momentos como ésos, la partida
de un paciente, son mi razón, los que
me dicen ‘sigue adelante. Sigue’”, afirma David y en sus ojos hay un brillo
de fortaleza.
I
David es la autoridad en el área de hematología. Con respeto, los residentes se le acercan para alguna revisión;
con serenidad, él cruza medio encorvado la recepción en la que esperan
los enfermos.
De sus labios delgados, que forman una línea recta en su rostro sin
arrugas, emanan frases corteses para los pacientes. Se refiere a ellos por
sus nombres, no olvida los cuadros
clínicos de cada uno.
Algunos habrán de morir, dado el
avance de sus enfermedades. Pero los
atiende como si todas las esperanzas
estuvieran allí, abiertas, infinitas.
Su compromiso contra la leucemia, que le ha impulsado a erigir uno
de los centros más modernos contra
la enfermedad, en el Hospital Universitario, proviene de su padre, Álvaro
Gómez Leal, hematólogo pionero.
Emigrados españoles, los padres
de Álvaro intentaron en vano hacer
dinero en el campo cubano, por lo
que viajaron a Tampico en 1920.
En el puerto nació Álvaro, en
1925. Tras morir su padre, su madre
lo trajo a Monterrey, pero aquí la mujer falleció.
“Huérfano, sin apoyos familiares,
papá hizo lo que pudo para estudiar
medicina en la Ciudad de México”,
cuenta David con su voz pausada, su
mirada tranquila. “Como necesitaba dinero y tenía buena voz, entró
a radio como locutor de comerciales. Allí conoció a mamá, actriz de
radionovelas”.
De raíz norteña y ya casada con
Álvaro, Margarita Almaguer trajo a su
esposo a Monterrey al concluir los estudios de éste. No parecía un mal lugar: todo estaba por hacerse.
“Trabajó años en el Seguro Social,
donde lo apoyaron para especializarse en hematología, y años después se
dedicó sólo al Hospital Universitario
y a su consulta”.
De cuatro hermanos, David nació
el 11 de noviembre de 1952. Tras una
infancia feliz en el barrio de Mitras
Centro, en 1969 entró casi por inercia a la Facultad de Medicina.
“Simpatizaba con la justicia social
y la anticorrupción en el gobierno, pero eso no me hizo socialista, entonces lo ‘in’, ni participar en el activismo político o en las huelgas universitarias que duraban meses”, dice en
torno a los días juveniles.
Era un junior y lo reconoce. Prefirió dedicarse al futbol como defensa en la selección de la facultad y hasta en la Tercera División con Jabatos,
y tocar el bajo eléctrico en un grupo
que duró la época universitaria: Secta Banda.
“Estaba formado por gente que
hoy son médicos, abogados, arquitectos. Tocábamos canciones de Chicago y Earth, Wind and Fire en bailes y quinceaños, para ganar dinero
y conocer gente”, comenta con humor. “Después de La Tribu y Macho éramos como la tercera banda
de la ciudad”.
Entre las canciones predilectas
de David figuran “Vehículo”, de Idus
de Marzo; “Beginnings”, de Chicago,
y “The Letter”, de Joe Cocker. Sin
embargo, como a veces se dormía en
las guardias, tuvo que ir dejando poco a poco la música.
Tenía buen promedio, así que eligió el sitio para su servicio social. Escogió hematología, área que presidía
su padre. No le despertaba demasiada emoción, pero le era familiar.
“Elegí el área para seguir teniendo tiempo para mis hobbies. Recuerdo que éramos papá y yo para hematología en todo el hospital”.
El área, aledaña al laboratorio,
era apenas una oficinita con un microscopio y sillas metálicas.
Con la
vocación
en la sangre
con el patronato y lo convenció para
conseguir recursos y abrir una unidad bonita, bien equipada, que a la
vez que atrajera a la gente adinerada
pudiera atender al sector de escasos
recursos a bajos costos.
Rotarios respondió también. Así,
el ímpetu de David y un grupo de patrocinadores erigió una unidad contra la leucemia que en 1998 obtuvo el
Premio Nuevo León a la Calidad.
Por si fuera poco, el Conacyt la
designó la única de alto nivel en el
País no sólo por sus calificaciones en
equipo y estructuras, sino por los récords de sus profesores, la producción científica, los reconocimientos.
Claudia Susana Flores
d Sus logros contra la
leucemia hacen de David
Gómez Almaguer uno
de los hematólogos más
reconocidos en el País
perfi[email protected]
d La incansable lucha de David Gómez Almaguer ha salvado muchas vidas y logrado que la ciudad sea reconocida a nivel nacional.
“Con papá aprendí a no desesperar”, concluye. “Hoy diagnosticas células leucémicas en 15 ó 20 minutos,
pero en ese tiempo tardabas días. Todo era lento, penoso. En el mejor caso acompañabas a la gente en el buen
morir. Toda esa época me marcó”.
II
En 1977 David vendió su bajo eléctrico por 3 ó 4 mil pesos e ingresó al
Instituto Nacional Salvador Zubirán,
en el DF, para especializarse.
“Tuve que quemar naves. Aquella era una institución prestigiada, los
médicos tenían un sistema militar. Al
principio me sorprendió el encierro,
las guardias. A mis 25 años me pregunté qué estaba haciendo allí hasta
los fines de semana, viendo tanta gente sufriendo”.
En esa época aprendió a tomar
decisiones difíciles. Una sucedió una
noche cuando él era encargado de la
guardia y llegó una mujer trasplantada de riñón con la arteria reventada.
“El cirujano iba a tardar hora y
media en llegar”, recuerda. “La mujer
iba a morir si no se le transfundía sangre, pero examinarla con todo el protocolo quitaría mucho tiempo”.
David ordenó corroborar el tipo
sanguíneo y transfundió en el acto.
“Eso se hace en situaciones de
guerra. La mujer salvó la vida. Eso
minimizó la crítica que se me venía
encima. Estuve a punto de ser sometido a juicio en el Instituto”.
Amigo de David en esos días fue
el médico Guillermo Ruiz-Argüelles.
Desde Puebla, donde tiene su clínica, evoca la personalidad del regiomontano.
“A David lo amas o lo detestas, no
ASÍ LO DIJO
Momentos como ésos,
la partida de un paciente, son
mi razón, los que me dicen
‘sigue adelante. Sigue’”.
Me hubiera gustado
dedicarme a la música, pero
sentí que era mejor en medicina”.
hay intermedios”, comenta. “Tiene
una inteligencia y un humor negro
tal que muchos residentes a su cargo no le entendían los chistes a veces sádicos. Además, era muy enérgico con sus demandas”.
Tras su especialidad, David volvió al Universitario en 1981. Encontró a su padre con algunos hematólogos más, pero las condiciones
seguían difíciles: hematología era
poco socorrida y no había medicamentos porque resultaban demasiado costosos.
“Tampoco había enfermos, porque o se iban al Seguro o se morían”,
explica David, quien por ese tiempo contrajo matrimonio con Sylvia
de León Ascorve, de cuyo matrimonio nacieron David, hoy de 22 años, y
Andrés, de 18.
“Es curioso”, ríe. “Llegué del DF
y volví a trabajar con papá aún siendo soltero, por lo que le pedí en broma a una amiga que me consiguiera
una chica lista, joven, linda”.
Le presentó a dos. Una era Sylvia,
una joven química del Universitario,
que a David le robó el corazón.
“Cuando nos casamos ella siguió
trabajando, hasta que nació nuestro
segundo hijo, pero me ayuda en las
investigaciones, en mis pendientes.
Es mi compañera ideal”.
Una gran pérdida para David, sin
embargo, fue la de su padre, quien
se retiró en 1984 y en el 87 falleció
de enfisema.
“Perderlo fue uno de mis momentos más difíciles”, explica, sombrío.
“Todavía hoy lo extraño”.
Así, sin la compañía del padre, en
un hospital pobre y con gente que no
podía pagar, David debía hacer continuas peticiones para allegarse recursos, sin dejar de atender pacientes.
El médico Óscar González,
quien desde 1986 trabaja con David en el HU, afirma que su carácter propositivo no encuentra obstáculos y tiene incluso beneficios
en los enfermos.
“La mayoría, hasta los de situaciones difíciles, agradecen su ánimo”,
comenta. “Él siempre destaca lo positivo y eso ayuda a que sobrelleven sus
problemas. Además, él no hace distinciones por clase social, trata parejo, aunque a estas alturas ya le ‘saca’ a
tratar niños, pues es doloroso”.
III
Por aquellos días, David se encontraba sumido en la desesperación. No
podía ver a enfermos, sobre todo niños, rondando día tras día en busca
de ayuda, y él sin poderla brindar.
Convencido, fue con Alberto
Brunell, director del Canal 28, y le
pidió un espacio en “No Estamos Solos”, un programa de ayuda social para uno de los niños con leucemia. Requería 3 mil pesos para medicinas.
Encarrilado, David aprovechó para decir que le llevaría un niño por semana, pero el funcionario le explicó
que aquello era imposible. La agenda
del programa era reducida.
“Muy bien. Mira, entonces yo te
los voy a traer y tú los corres”, advirtió, enfurecido.
Brunell lo miró con aprecio.
“Estás desesperado, ¿verdad?”.
“No tienes ni idea”, le dijo.
El funcionario tomó el teléfono y
le habló a alguien que David presume
fue el entonces Gobernador Alfonso
Martínez Domínguez. Brunell habló
de la creación de un patronato contra
la leucemia, en plena crisis económica, que apadrinaría el canal.
La noticia salió al aire. Pronto,
manos generosas comenzaron a donar dinero. Francisco Santos de Hoyos fue de los primeros: dio 30 mil
pesos, monto considerable en aquel
tiempo. Otros lo imitaron.
La aventura del patronato duró
10 años. Se benefició a mucha gente,
pero el problema seguía: la falta de
equipo, la ausencia de prestigio. Fue
con Jesús Zacarías Villarreal, director
del Universitario, y le explicó el proyecto de una unidad médica.
“No tengo dinero”, le dijo. “Pero
allí está medio piso del viejo edificio
de enfermería. Arréglalo”.
Entusiasmado, el médico habló
IV
Gracias a la profesionalización que
implementó, David preside hoy la
Unidad de Hematología del Hospital
Universitario, que cuenta con equipo propio, bancos de células madre
y cordón umbilical, lo que permite la
investigación y salvar muchas vidas.
“Nuestro reto mayor fue simplificar procedimientos en los trasplantes de médula ósea”, explica. “En 1997
nos acercamos a investigaciones publicadas como novedades, hablamos
con sus autores. Vimos una tendencia a usar menos quimioterapia y poner más células del donador”,
Así, se dejaba atrás la tradición de
hacer hasta 200 punciones en las caderas del donador para sacar en dos
horas y media un litro de sangre.
“Aprendimos que las células madre pueden ser atraídas en la circulación y trasplantadas sin destruir la
médula ósea del enfermo, ya que se
acomodan y abren espacio a otras”.
Todo esto, afirma David, implicó
no ver más enfermos con alta toxicidad en su cuerpo, internados por meses, emproblemados por costos por el
uso de unidades especiales.
Los procedimientos ambulatorios, que aceleran el tiempo para el
trasplante, se hacían en el mundo, pero no en América Latina. Por ello, David fue criticado por aplicarlos “prematuramente”.
La primera trasplantada fue Diana González, en 1998, una chica de 15
años con talasemia, exceso de hierro
en la sangre.
“Ya había recibido transfusiones,
pero su enfermedad no se detenía”,
explica David. “Moriría entre los 20
y los 25 años”.
Se le advirtió a la madre de los
nuevos métodos y sus riesgos. Aceptó.
Hoy, Diana tiene 22 años y acude sólo
cada seis meses para chequeos.
“Cuando conocimos al doctor David, en 1983, ni siquiera se sabía de los
trasplantes”, cuenta la mamá de Diana, Rosa Elia Becerra de González.
“Él nos ayudó mucho con las transfusiones, las cirugías. Conseguía el
dinero. Incluso, soy profesora y él fue
personalmente a mi sindicato y les dijo: ‘deben ayudar a esta familia’”.
Por ello, Rosa Elia enfatiza el cariño de la familia por el médico.
“Llevamos más de 20 años de conocerlo. Mi hija le dice ‘Mi David’.
Gracias a Dios y a él, mi hija lleva una
vida normal”.
En el 2004, la unidad a su cargo
hizo 30 trasplantes; en el 2005, 50.
“En el 2006 esperamos entre 70
u 80”, advierte, consciente del bajo
costo de un trasplante de médula en
el HU: apenas 200 mil pesos.
“Podríamos hacer uno diario”.
Por los bajos costos, pacientes
de Estados Unidos llegan con David, pero también por su alto nivel. Ruiz-Argüelles destaca el trabajo de David.
“Hemos hecho trabajo conjunto,
sobre todo al organizar el programa
de trasplantes de médula ósea más
grande del País, y lo que más destacaría es la escuela de hematología que
él preside en el Universitario y que es
la mejor del País”.
Ya en la cumbre como médico e
investigador, seis años atrás, David se
reunió de nueva cuenta con sus amigos de Secta Banda. Muchos destacaron profesionalmente en la música y ya venían de retirada.
Alguien propuso reunirse de
nueva cuenta. David argumentó estar oxidado, no recordar cómo tocar el bajo con sus manos de médico. Su cabeza, siempre llena de
datos y tratamientos, quizá ya no
retendría aquellas viejas canciones
de los 70.
“Nosotros te ayudamos”, le dijo
uno al calor de la tertulia y David pudo rocanrolear de nuevo.
“Me hubiera gustado dedicarme a
la música, pero sentí que era mejor en
medicina”, dice. “Como quiera, nos
seguimos juntando y nos presentamos en fiestas, reuniones. Cobramos
únicamente gastos de transportación.
Uno de los últimos eventos fue en la
posada del San José”.
También, se da tiempo para sus
juegos de tenis, deporte que le apasiona pero en el que su esposa, Sylvia, ya
le gana, así como para la lectura. Es
en libros de guerra e historia donde
el médico viaja a placer.
Y sin embargo, dice David, no deja de pensar en los pacientes que no
tendrán mejoría si las investigaciones
no avanzan o la cura no existe.
“No te resignas, la leucemia es
un mal terrible. Sabes que si ves
a 10 niños en un año vas a perder
a dos, porque el mal en la sangre
es terrible”, afirma. “Luchas, optas
por tratamientos, trasplantes, y ni
así los curas”.
Entonces se le aparecen en sueños, dice. Los oye, conversan lo ya hablado. Los mira sanos o enfermos.
Y persiste en su vocación, ésa que
lleva consigo como si corriera infatigable por la sangre.