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MEDICINA PALIATIVA: DEL DOLOR AL SUFRIMIENTO
M. González Barón
Servicio de Oncología. Hospital Universitario La Paz. Universidad Autónoma. Madrid
La palabra paliar viene del latín palliare, palium, capa o manto,
indicando la idea de encubrir, disimular o tapar la violencia procesos, mitigar o moderar el rigor o la violencia. La Oncología Paliativa se ocupa de dos objetivos fundamentales, como son mejorar la
calidad de vida y aliviar los síntomas, atendiendo a la patología
sindrómica y sintomatológica asociada y la "colaboración activa
del apoyo emocional, social y psicológico" que los pacientes y sus
familiares necesitan. Añadiríamos también que se ocupa del apoyo
espiritual de los pacientes.
La vida humana y el destino de las personas incluyen la capacidad de sufrir y aceptar las limitaciones. El médico –el oncólogo clínico también– debe saber decirlo a sus pacientes y debe
ayudarles, y debe saber transmitir a las nuevas generaciones de
especialistas en formación que el hombre está hecho para soportar las heridas –físicas y anímicas– que la enfermedad es capaz
de abrir. Que la aceptación de esas limitaciones es parte del proceso de humanización. Y que el médico, el oncólogo en este caso, está para ayudarle a superar estas limitaciones. No se es ver -
daderamente humano si no se acepta un cierto grado de flaque za en uno mismo y en los demás. Y para tratar de ayudar a sobrellevarlo y tratar todo esto es necesaria la Medicina Paliativa, y
en Oncología, al menos, ésta tiene que estar presente desde que
comienza el proceso de atención clínica. Desde el diagnóstico
de neoplasia maligna y en todos los casos: en aquellos poten cialmente curables y en aquellos que no lo van a ser.
Así como el objetivo de la Medicina Curativa es el estudio de
los procesos nosológicos, su historia, etiología, anatomía patológica, fisiopatología, patogenia, clínica, diagnóstico, tratamiento
y prevención. En Medicina Paliativa el objeto de estudio es el
hombre enfermo y la preservación, respeto y dignidad de su dignidad durante la enfermedad. Pero el hombre enfermo y la promoción de su dignidad durante la enfermedad llevan consigo
una formación muy compleja y un profundo interés por la entidad o los distintos procesos nosológicos que le afectan. Es un
contrasentido lo uno sin lo otro. De ahí que estas dos concepciones, la curativa y la paliativa, nunca puedan ser excluyentes, si-
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no todo lo contrario. Tiene que ser dos concepciones comple mentarias y deben ser dos actitudes asistenciales sincrónicas.
La Medicina Paliativa es una concepción muy interesante y
antigua de la Medicina con una gran dosis de antropología médica que tiene como objeto de su estudio y de su actuación el hombre enfermo. No es antagónica a la actitud curativa, sino complementaria a ésta. Muchos de sus aspectos en Oncología
constituyen una terapéutica de soporte importantísima para lograr incluso la curación. No es exclusiva del paciente terminal ni
hay que asociarla necesariamente a él. Los llamados "Cuidados
Paliativos del paciente terminal" representan una sola parte de
ella, aunque es un aspecto muy importante dentro del panorama
de la Medicina Paliativa Oncológica, que abarca numerosas facetas además del tratamiento del dolor. La Medicina Paliativa
debe estar presente en la actitud médica desde el diagnóstico de
la enfermedad y desde el comienzo del tratamiento, y supone, en
conjunto, una parte de extraordinaria importancia en el pano rama asistencias y en el curriculum de la Oncología Clínica.
Desde el momento del diagnóstico en el enfermo con cáncer,
se entretejen y solapan los distintos niveles de paliación, a saber:
1. Paliación especifica: son los tratamientos quirúrgicos, radioterápicos o quimioterápicos dirigidos contra la enfermedad o
alguna de sus complicaciones, para resolver síndromes o síntomas que deterioran la calidad de vida.
2. Paliación como soporte: son todas las medidas terapéuticas encaminadas a reducir o eliminar los efectos secundarios y
aumentar la tolerabilidad a los tratamientos específicos. Así como el tratamiento de la patología asociada.
3. Paliación inespecífica: son las actuaciones dirigidas a mejorar el estado general y el alivio sintomático. Comprende al paciente, la familia y su entorno. Abarca tanto medidas físicas, como sociales y espirituales.
4. Cuidados paliativos del enfermo terminal: se identifica
con la última fase evolutiva y comprenden todas las acciones
que se dirigen al cuidado para el bienestar del paciente con gran
deterioro funcional y encuadrado en la definición de enfermo
terminal. Todo lo que se puede hacer por este tipo de enfermo es
sólo "cuidados paliativos".
Se calcula que aproximadamente del 30 al 40% de las camas de los Servicios de Oncología están ocupadas por pacientes en los que sólo cabe realizar paliación. Más del 50% de
tiempo real, que dedicamos a la asistencia clínica oncológica
10 hacemos como terapéutica paliativa. Esto es válido tanto
para la actuación de la Oncología Radioterápica como de la
Oncología Médica. Existe un contraste entre el espacio dedicado a la investigación clínica, la docencia y las reuniones
científicas en las actitudes curativas frente a las actitudes paliativas, aun cuando esta actitud paliativa incluya armas terapéuticas específicas de la Oncología Clínica, como cirugía,
radiaciones o terapéutica médica (quimioterapias, inmunoterapia y bioterapias). Si consideramos las paliación inespecífica, la desproporción es todavía mucho mayor. Podríamos preguntamos: ¿a qué es debida esta desproporción? ¿Es que
existe un código oculto o tácito para no considerar la Oncología Paliativa como materia interesante en estas reuniones
científicas, en el currículum docente o en la inquietud investigadora? ¿Es que realmente la Medicina Paliativa Oncológica
en toda su extensión –no sólo los cuidados paliativos del paciente (terminal)– también es hija de un dios menor?, en feliz
expresión de Duque. ¿A tal grado de desinterés por nuestros
pacientes llegamos los oncólogos clínicos sólo preocupados
por los nuevos fármacos, las nuevas técnicas, nuevas combinaciones terapéuticas? ¿Hay algo más que nos preocupe, además de la curación o el aumento de supervivencia, cosa muy
loable ciertamente? ¿Se nos ocurre en algún momento que
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esos objetivos podrían conseguirse con un menor coste en sufrimientos físicos y morales? ¿Qué lugar ocupan en nuestros
afanes y en nuestras inquietudes otros aspectos del soporte
que no sean exclusivamente aquellas medidas encaminadas a
aumentar la tolerancia hematológica o gastrointestinal para
poder así tratar más intensamente con radioterapia o quimioterapia a pacientes en fase avanzada o diseminada, potencialmente no curables? Ello sin dejar de considerar la importancia
principal que ha supuesto la aparición de los factores estimuladores de células hematopoyéticas y los antieméticos antiserotoninérgicos modernos, gracias a los cuales los pacientes
pueden tolerar mucho mejor las dosis y en los tiempos convenientes las terapéuticas activas necesarias.
Todas estas preguntas y muchas más nos pueden asaltar y es
conveniente hacer algún tipo de reflexión para saber cuál es
nuestro papel ante nuestros pacientes, ante nuestros médicos
jóvenes en formación de las especialidades oncológicas y ante
nosotros mismos. En esta Reunión se hablará de todos estos
aspectos ampliamente, pero permítanme que aquí haga unas
reflexiones sobre el sentido del dolor y del sufrimiento que en marcan todo el contenido de la Paliación en Oncología: aunque muchas veces, al hablar de dolor y sufrimiento, utilizamos
indistintamente estos términos (por ejemplo aquí), parece más
correcto distinguirlos.
El dolor biológico, físico, se podría definir como un daño sentido, que se manifiesta como reacción a un estímulo sensitivo perjudicial y que se presenta como un intruso punzante que más desorganiza la relación del hombre con su cuerpo; en el dolor, la
corporalidad se percibe como impuesta, como un pesado fastidio
atenazante, frente al que uno ya no es dueño de sí.
Pero la experiencia dolorosa es mucho más rica y compleja
que la mera sensación de dolor. Esta última es simple dolor
exterior, causado por un mal presente, que es contrario al
cuerpo y percibido por los órganos corporales; mientras que la
quiebra y el desgarro íntimo del afligido son dolor interior, sufrimiento.
La diferencia está en que en el sufrimiento, o dolor interior,
intervienen la memoria, la imaginación y la inteligencia, y por
eso puede extenderse a muchos más objetos que el dolor meramente físico o exterior, puesto que incluye el pasado y el futuro,
y lo físicamente ausente, pero presente al espíritu. Cuando sufre,
el hombre se duele por anticipado o por un dolor ya pasado que
se recuerda. En la capacidad de representarse e imaginarse grandes males, y tener miedo de ellos, radica la posibilidad humana
de aumentar el dolor real.
El dolor en sí mismo es un mal, es la privación de un bien
que no es deseable y hay que hacer todo lo razonablemente
posible para suprimirlo o aliviarlo. Pero, por mucho que hagamos, el dolor y el sufrimiento acaban apareciendo siempre
–de una forma u otra– en la vida de cualquier persona y es importante que nos encuentren debidamente preparados. Además, los médicos nos enfrentamos muy a menudo con el sufrimiento de muchas personas que esperan de nosotros una
ayuda. Ypara poder ayudarlas adecuadamente es fundamental
que hayamos reflexionado personalmente sobre el sufrimiento
y su sentido: si no, será fácil que nos desconcertemos y tendamos instintivamente a rehuir el trato cercano con la persona
que sufre. En estas líneas vamos a intentar esbozar unas reflexiones desde un punto de vista antropológico, pero partiendo
de una premisa: el sentido del sufrimiento tiene mucho de mis terio y seguramente nunca llegaremos a captarlo en toda su
profundidad. Vamos a tratar de comprender algo que para muchas personas supone una dura prueba, pero que –a la vez–
puede ser para ellas una ocasión de madurar y perfeccionarse
como personas.
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ELSUFRIMIENTO EN NUESTRA CULTURAACTUAL
"Estamos en una cultura en la que sufrir tiene mala prensa. El
dolor es hoy un disvalor" (A. Polaino). Tenemos muchos medios
para combatirlo, pero nos faltan motivos para soportarlo cuando no podemos esquivarlo. La actitud de huir del dolor a toda
costa a veces genera más ansiedad y sufrimiento que el propio
dolor; y con facilidad configura personas inmaduras y que se derrumban fácilmente ante cualquier adversidad. La disminución
de la capacidad de soportar el dolor suele aumentar el sufrimiento.
Además, esa actitud hace disminuir la capacidad de compadecerse de los que sufren. "Quien se dedica a la ficción hedonista de acumular la mayor dosis de placer con el menor esfuerzo posible, acaba por perder toda sensibilidad ante el dolor de
los demás y por ignorarlos. Por el contrario, quien ha asumido
positivamente el sufrimiento propio es más capaz de comprender el ajeno y de procurar aliviarlo" (Barrio Maestre J.M.
1996).
La generalización de esas actitudes hace más necesaria que
nunca la respuesta a estas preguntas: ¿qué sentido tiene el dolor? ¿Cabe pensar que sirva para algo? ¿Acaso se puede hacer
algo más que huir de él? ¿Puede tener algún sentido una vida
llena de sufrimiento?
Para tratar de responder a las preguntas que apuntábamos
arriba, vamos a analizar siguiendo a R. Yepes ( Fundamentos de
Antropología, 1996), las tres principales funciones antropológicas del dolor:
1. Lo primero que se necesita para saber qué hacer con el dolor es aceptarlo como algo que está ahí y que tenemos que encarar: es el momento dramático de nuestra existencia. Sin embargo, quien acepta esa situación, convierte el hecho doloroso
en una tarea: la de reorganizar la propia vida contando con esa
dramática verdad que se ha hecho presente dentro de nosotros.
El dolor es –en palabras de A. Polaino– "el banco de pruebas de
la existencia humana, el fuego de la fragua donde, como los
buenos aceros, el hombre se ennoblece y se templa. Y, sin embargo, para los hombres frágiles y pusilánimes, el dolor puede
ser ocasión de desmoronamiento definitivo".
Cuando sufrimos una enfermedad, un cautiverio, un ultraje o
una desgracia, no somos libres de sufrirlos o no, ya que vienen
impuestos; pero sí podemos adoptar ante ellos una actitud positiva o negativa, de aceptación o rechazo. En esa libertad radica
la posibilidad de enriquecerse con el dolor. Sufrir, cuando se
transforma en actitud de aceptación y en una tarea libremente
asumida, es algo que nos hace más libres respecto de las circunstancias externas, nos abre los ojos al verdadero valor e importancia de las cosas; se advierten entonces –como dice
Frankl– "panoramas de profundidad porque el sufrimiento hace
al ser humano más lúcido y al mundo más diáfano". Por eso,
como continúa diciendo, "el verdadero resultado del sufrimiento es un proceso de maduración"; pues "la maduración se basa
en que el ser humano alcanza la libertad interior, a pesar de la
dependencia exterior" respecto de lo que lo atenaza. En suma,
aceptar el dolor ayuda al hombre a crecer y madurar, porque le
hace ser fuerte (conviene recordar que la fortaleza no se demuestra tanto en la capacidad de agredir como en la capacidad
de resistir ante la adversidad).
Está comprobado que el dolor puede ser fuente de humanización personal y de solidaridad social. La persona que sufre y
acepta su sufrimiento llega a ser más humana, pues comprende
y hace suya una dimensión básica de la vida que ayuda a hacer
más rica la personalidad; además, probablemente se hará más
madura, más paciente, más compresivo con los demás: con sus
limitaciones, con sus defectos y con sus sufrimientos. Segura-
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mente habremos podido comprobar alguna vez cómo la adversidad estimula las mejores fibras del hombre: muchas veces resulta sorprendente la altura que una persona puede alcanzar
cuando debe enfrentarse con el sufrimiento: la verdadera grandeza de una persona se mide en el momento en que se encuentra ante la enfermedad y el sufrimiento, y, a la vez, es frecuente
observar cómo la enfermedad de alguien despierta en los que le
rodean sus mejores sentimientos, su abnegación, su generosidad para ayudarle. En este sentido podríamos decir que el dolor
nos hace más humanos, mejores personas; el enfermo doliente
es siempre una oportunidad para que los que le cuidan se hagan
mejores (lo que A. Pascual ha denominado "el privilegio de cuidar"): puede ser como un arado que rompe la capa reseca de
nuestro egoísmo y hace aflorar lo mejor que hay dentro de nosotros.
2. La segunda función antropológica del dolor, íntimamente
unida a la primera, es una cierta elevación o purificación. En
efecto, el hombre doliente experimenta con más intensidad que
los demás la faceta de la finitud, "se encuentra en un momento
especialmente importante de su vida, un momento en el que, a
la luz de esa experiencia, puede comprender, con luces nuevas,
la distinción entre lo verdaderamente importante y lo que no lo
es". El dolor nos hace menos dependientes de nuestros caprichos; nos eleva por encima del interés, porque aprendemos a renunciar a aquello que en la nueva situación no podemos tener:
por ejemplo, libertad de movimientos y fuerzas para trabajar.
Incluso relativizamos la importancia de satisfacciones y necesidades que creíamos irrenunciables, y hasta llegamos a sufrir
más allá del límite que nos creíamos capaces de aguantar. Muchos habremos comprobado, con asombro, cómo puede aumentar la capacidad de prescindir totalmente de ellas, llevando
nuestra capacidad de soportar en un enfermo grave; por eso tenemos que ser cautos a la hora de valorar los índices de "calidad de vida" pues podemos considerar como intolerable o insoportables -desde nuestra situación de salud aceptable- algunas
limitaciones que el enfermo puede llevar con serenidad e incluso con alegría.
El dolor eleva al hombre por encima de sí mismo porque le
enseña a distanciarse de lo superfluo y de sus deseos.
La mujer o el hombre dolientes se ennoblecen si han aprendido a ser fuertes para sobrellevar su dolor (primera función).
Esto además les ayuda a tomar en serio aquello que verdaderamente lo es (segunda función). Las personas que han sufrido
tienen una conciencia más profunda y real de sí mismas y de lo
que las rodea: están vacunadas contra la insensatez y la superficialidad, y se les nota, en su talante sereno y difícilmente alterable, en un cierto poso interior y capacidad de aguante que las
hace más dueñas de sí.
3. La tercera función antropológica del sufrimiento es la posibilidad de encontrarle un sentido y ponemos en una situación
especialmente apta para preguntamos en profundidad sobre el
sentido de la vida.
Toda persona tiene necesidad de encontrar un sentido para
su propia existencia. El hombre es esencialmente un ser que se
interroga, un ser empeñado en la búsqueda del sentido de su
existencia y de lo que le sucede. Por eso, la pregunta acerca del
sentido de la vida es una cuestión que nos afecta a todos, estemos o no enfermos; pero no cabe duda de que hay situaciones
que nos llevan a pararnos y nos facilitan hacernos esta pregunta
con una especial profundidad. Tal puede ser la función del sufrimiento, pues –como hemos visto– nos ayuda a centrarnos en
lo esencial. “El dolor –como dice A. Polaino– es una cuestión
que interpela a cada persona de un modo singularísimo, cuestionándole acerca de lo que hace con su vida, hacia qué meta se
dirige y a qué destina su vivir”.
V CONGRESO DE LASOCIEDAD ESPAÑOLADELDOLOR
“El hombre –escribe Frankl, V (La voluntad de sentido)– al
interrogarse por el sentido de la vida, más que eso, al atreverse
a dudar de la existencia de tal sentido, sólo manifiesta con ello
su esencia humana; tal pregunta no es la manifestación de una
enfermedad psíquica, sino la expresión de madurez mental, diría yo. En la sociedad de la abundancia, el estado de bienestar
social prácticamente satisface todas las necesidades del hombre. Sólo hay una necesidad que no encuentra satisfacción y ésa
es la necesidad de sentido en el hombre” (sentido de la existencia). “Precisamente es eso –dice Polaino– lo que hace que el
dolor pueda contribuir al perfeccionamiento de la persona, pues
le ayuda a preguntarse por el sentido de su vida y, de esa forma,
puede colaborar a la felicidad personal”. Y continúa: “En realidad, el sentido del dolor es consecuencia del sentido de la vida
que se tenga; en cierto modo, el sentido del dolor remite y se resuelve en el sentido de la vida”.
Siguiendo a Frankl, Polaino distingue dos formas de enfrentarse al sufrimiento y –en general– de orientar la vida. De una
parte, la del homo faber; es decir, la que corresponde exactamente a lo que hoy llamamos una persona de éxito, que sólo
acepta dos categorías por las que se mueve y toma decisiones:
el éxito y el fracaso. Son personas para las que producir llena
de sentido sus vidas; que se entregan completamente al hacer, a
la fiebre de la producción y buscan realizarse únicamente a través de lo hecho.
Una persona así, ¿cómo podrá soportar la vida cuando, a
causa del sufrimiento, ni siquiera se le conceda la posibilidad
de tomar las riendas de su propio destino? En tal caso, cuando
ya no es posible acción alguna, parece lógico que el homo faber
se desespere ante el sufrimiento –un objetivo éste con el que no
había contado en su proyecto vital– y, en consecuencia, renuncie a seguir viviendo.
De otra parte nos encontramos con el homo patiens, aquel
que –por el contrario– ha optado por actitudes valiosas, en lugar de perseguir valores sólo productivos. El homo patiens es
consciente de que puede realizarse hasta en el fracaso más rotundo y en el descalabro más extremo. Para el hombre doliente, el hecho de no desesperarse constituye ya un modo de realización, y hace suya la afirmación de Goethe de que “no
existe ninguna situación que no se pueda ennoblecer por el actuar o por el soportar”.
El homo faber suele responder al sufrimiento rebelándose
con odio o renunciando a la lucha, por falta de coraje. En cualquier caso, no acepta lo que le sucede y, sobre todo, no saca de
ello ningún provecho. Cabría aplicarle aquello de que “ningún
viento sopla bien para quien no conoce su puerto”. La obsesión
de escapar a toda costa del sufrimiento agudiza la enfermedad y
arruina a la persona. En cambio el hombre doliente (homo pa tiens) descubre en el sufrimiento la posibilidad de realizarse
personalmente a través del sacrificio voluntario, donde se le revela la esencia de la persona. Es muy conocida una célebre frase de V. Frankl: “El hombre no se destruye por sufrir; el hombre
se destruye por sufrir sin ningún sentido”. Por eso se puede
afirmar con Nietzsche que “Cuando un hombre tiene un por qué
vivir soporta cualquier cómo”. Cuando un hombre tiene un “por
qué” vivir (algo que da sentido a su vida; desarrollarse, autorrealizarse, vivir una vida con plenitud, tratar de ser más perfecto,
conquistar la felicidad, ayudar a los demás),cualquier “cómo”
(la enfermedad, el dolor, la ansiedad, la irritabilidad, el sufrimiento psíquico, etc.).
No cabe duda de que las personas que han sufrido grandes
penalidades en su vida tienen una especial autoridad moral
cuando hablan o escriben sobre el sentido del sufrimiento y
merece la pena prestarles una especial atención a sus afirmaciones. Por ejemplo, Víctor Frankl –que estuvo recluido en un
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campo de concentración nazi– escribe: “El dolor debe ser eliminado siempre que sea posible. Pero existen dolores que no
se pueden eliminar; entonces, cuando no se puede cambiar nada de la situación, soy yo el que tengo que cambiar mi actitud
ante la situación que vivo, y cambiando yo mismo, creciendo,
madurando con esa situación, me hago más fuerte y valiente
para vivir el sufrimiento con fortaleza y dignidad” (...). “Los
que estuvimos en campos de concentración recordamos a los
hombres que iban de barracón en barracón, consolando a los
demás, dándoles el último trozo de pan que les quedaba. Puede que fueran pocos en número, pero ofrecían pruebas suficientes de que al hombre se le puede arrebatar todo salvo una
cosa: la última de las libertades humanas –la elección de la actitud personal ante un conjunto de circunstancias– para decidir su propio camino”.
Hay pacientes a los que se les puede hacer intolerable la idea
de depender de otras personas y de ser una carga para su familia.
La idea de depender de otros no se hace insoportable cuando
uno se siente querido. Y es que lo que humilla o hace sentirse
digno, no es la enfermedad, sino la actitud de los que rodean y
cuidan al enfermo.
Con un gesto, con el modo de mirar o de tocar, con nuestra
actitud, reafirmamos al enfermo su identidad, le hacemos afirmarse en su propia dignidad o le confirmamos que ya no es más
que un objeto desagradable o molesto. Y esto –como es fácil
comprender– tiene una enorme influencia en cómo esa persona
afrontará su enfermedad y su dolor.
ALGUNAS CONSIDERACIONES FINALES
Sería un error considerar el dolor o el sufrimiento como y fisico algo abstracto, porque sólo existe en personas singulares. El
dolor es de los que lo padecen, de los que sufren. Por eso todo lo
que llevamos dicho habrá que intentar aplicarlo a cada persona
que sufre, con su modo de ser y sus circunstancias concretas, sin
limitamos a hacer teorías sobre el dolor y su sentido.
Los enfermos necesitan alivio y consuelo para su dolor y a
nosotros, como médicos, nos corresponde intentar proporcionárselo. Para ello no bastará nuestra pericia técnica, sino todo
lo que –como personas– podamos hacer para aportarles ayuda,
orientación y sentido en ese momento doloroso de su existencia. Tenemos que poner en juego toda nuestra voluntad, todo
nuestro acervo cultural y humanístico y todos nuestros cono cimientos médicos y no médicos para curar, aliviar o conso lar. Y, a la vez, nosotros mismos iremos encontrando el sentido del dolor precisamente gracias al ejemplo de esos enfermos
y al trato con ellos. Hemos de aprender a enriquecemos humanamente con esa experiencia, para poder ayudar después en lo
posible a otros enfermos a encontrar el sentido de su enfermedad. Lo que está claro es que nadie da lo que no tiene: cuanto
más logremos profundizar personalmente en el sentido del do lor, mejor podremos ayudar.
Es importante que en nuestro trato con los enfermos no tengamos una visión del dolor reducida a su dimensión corporal,
tolera olvidando el sufrimiento interior que tantas veces lo
acompaña. Por eso es fundamental que el profesional sanitario
tenga cono- cimientos profundos sobre el dolor físico, sobre su
etiología, patogenia, tipos y clínica, para poder tratarlo correctamente. Pero con la certeza de que todo dolor crónico -y el dolor
oncológico ciertamente lo es- tiene una vertiente terapéutica que
incide en la comprensión del sufrimiento y en las tres dimensiones antropológicas que hemos relatado anteriormente.
Por eso, los que tenemos la misión de cuidar y/o curar al enfermo no podemos contentamos con aliviar el dolor físico, sino
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V CONGRESO DE LASOCIEDAD ESPAÑOLADELDOLOR
que hemos de procurar atenuar también su sufrimiento interior,
ayudándole en la tarea de encontrar un sentido a su situación.
Y esto no se hace sólo con palabras bonitas, sino dando
motivos para sobrellevar la enfermedad, haciéndole sentir al
paciente –con nuestra actitud– que no es para nosotros una
carga inútil, sino que es una persona digna de nuestro cariño,
de nuestro profundo respeto y de todo nuestro esfuerzo para
curarle o al menos para aliviarle y cuidarle.
En resumen, la Medicina Paliativa forma parte de una
concepción antropológica de la Medicina que considera al
enfermo como un todo; como persona enferma que acude al
médico en busca de remedios. Éste tiene muy presente que la
terapéutica es la suprema actuación: el fin último de todas
sus preocupaciones, afanes y estudios, aunque su primera
consideración deba tender a la supresión de las causas. Como muy bien dice Rozman, “tratar a un paciente es algo que
no consiste únicamente en diagnosticar una enfermedad y
prescribir una terapia médica mente preestablecida. Tal enfoque no difiere del automatismo de un ordenador. El tratamiento correcto de un enfermo implica que el médico ha
comprendido de los efectos globales de una afección sobre
la persona enferma tanto los físicos como los psíquicos, económicos y sociales y que no sólo se percata de dichos efectos, sino que es sensible a ellos. Tal enfoque clínico del problema requiere una capacidad de comunicación eficaz, tanto
con el propio paciente como con su familia y su entorno social. El único modo de desarrollar correctamente la actividad
terapéutica es combinar el tratamiento medicamentoso, dietético con el debido apoyo psicológico derivado de una profunda comprensión humana que debería impregnar todo el
ejercicio de la Medicina, desembocando, en suma, en una terapia integral”.
CUIDADOS DE ENFERMERÍA EN LOS DISPOSITIVOS IMPLANTABLES
J. A. Yañez Santos
Hospital Regional Universitario Carlos Haya. Málaga
INTRODUCCIÓN
Una de las causas más frecuentes de la falta de confort del
ser humano es el dolor ya que como consecuencia de él se va a
producir una reducción en la calidad de vida de las personas
que la padecen. El dolor atraviesa todas las barreras; culturales,
raciales o religiosas, debido a este problema, a lo largo de la
historia se han utilizado numerosos métodos, tanto para el dolor
agudo como para el dolor crónico. Pero ha sido en la ultimas
décadas cuando hemos tenido dos de los avances de mayor
incidencia en la lucha contra el dolor. El primero de ellos ha sido la obtención de opioides libres de conservantes, ello ha permitido que puedan ser administrados por vía espinal (epidural e
intratecal) durante espacios de tiempo muy prolongados sin que
aparezcan complicaciones neurotóxicas secundarias a su administración, y el segundo de estos avances ha sido el desarrollo
de una serie de sistemas que han permitido la administración
espinal (epidural e intratecal) de estos fármacos en tratamientos
muy prolongados.
HISTORIA
Ya en 1901 los investigadores franceses Sicord y Cathelin
describen, por primera vez, la administración de inyecciones epidurales de anestésicos locales a través del hiato sacro, pero no
fue hasta 1921 cuando el español Fidel Pagés describe y publica
por primera vez la aplicación práctica de la vía epidural lumbar,
posteriormente, en 1931, Dogliotti difunde la técnica que fue seguida rápidamente por diversos clínicos, entre ellos Gutiérrez
quien describió la técnica llamada "de la gota pendiente".
Uno de los más importantes avances en medicina fue el descubrimiento de los receptores opiáceos y de su farmacología. La
identificación de esos receptores opiáceos en el cerebro y en la sustancia gelatinosa de la médula espinal propició que de una forma
experimental, se demostrara la asociación existente entre la administración intratecal de morfina y la aparición de una antinoci-
cepción potente y prolongada, dependiente de la dosis y reversible
con Naloxona. En 1970, Goldstein descubre los re-ceptores opioides, los cuales son aislados primero en el tejido nervioso, después
en el cerebro y posteriormente en la médula espinal. Como una
consecuencia de estos descubrimientos, se inició la administración
de opioides por ambas vías espinales (epidural e intratecal) persiguiendo el objetivo de modular el dolor en humanos, esta modalidad de administración de los opioides se utilizó, al principio, en el
dolor postoperatorio y más tarde se empezó en el dolor crónico de
origen oncológico resistente a otras alternativas de tratamiento, hacia finales de la década de los 80 se ha ido ampliando, poco a poco,
su administración en pacientes aquejados de dolor crónico de origen no oncológico en los cuales todas las demás alternativas terapéuticas habían fallado.
Sistemas de administración intraespinal de fármacos
Existen distintas formas para poder llevar acabo la administración intraespinal de fármacos de una forma continuada en el
tratamiento del dolor crónico. Los podemos clasificar de una
forma muy general en:
1. Sistemas externos, los cuales a su vez los podemos dividir
en:
—Catéteres percutáneos.
—Catéteres percutáneos tunelizados subcutáneamente.
2. Sistemas parcialmente externos; catéteres totalmente tunelizados y conectados a un reservorio subcutáneo.
3. Sistemas totalmente implantables, que a su vez se clasifican en:
—Sistemas de infusión de flujo fijo.
—Sistemas de infusión programable.
Cada una de estas tres modalidades presentan una serie de
pros y contras que serán los que al final nos van a decidir por
uno de ellos en cada una de las ocasiones.
1. Sistemas externos: universalmente, el sistema más utilizado desde el principio ha sido la simple colocación de un catéter
en el espacio epidural y su fijación directa a piel para, a través