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ARTÍCULO ESPECIAL
Paradojas en las decisiones al final de la vida
Humberto Kessel Sardinas
Especialista en Geriatría. Hospital Torrecárdenas. Almería.
En los últimos setenta años la ciencia médica ha avanzado
más que durante todo el camino recorrido en los setenta siglos precedentes. Tres grandes acontecimientos han permitido esta transformación: la revolución terapéutica iniciada con
las sulfamidas en 1936, puerta de la era antibiótica; la revolución biológica, que inspiró el concepto de patología molecular
y el descubrimiento del código genético, y la revolución tecnológica que, a través de procesos informatizados, ha acelerado todos los procedimientos diagnósticos, de intercambio
de información, de investigación, de análisis de resultados y
sus conclusiones. Microchips, ordenadores, técnicas sofisticadas de imagen, técnicas gammagráficas de captación selectiva, diseño de medicamentos más eficaces, internet, etc.,
todo esto ha permitido que la investigación y la práctica médica hayan dado un salto inimaginable para Pasteur desde su
laboratorio, hace relativamente pocos años atrás.
Todos estaremos de acuerdo, en que estas «revoluciones»
han cambiado también la vida de los seres humanos. Nuestra batalla contra la enfermedad es más eficaz, las armas de
prevención son más efectivas, y la enfermedad como ente
se va doblegando a nuestro paso.
Pero aunque hemos conseguido, gracias a la erradicación
de temibles enfermedades infecciosas, a los más sofisticados equipos de diagnóstico, a los trasplantes más espectaculares, a las manipulaciones genéticas que parecen sacadas de la ciencia-ficción, a los antibióticos de más amplio
espectro y a las unidades de cuidados intensivos mejor dotadas, alargar la expectativa de vida a casi más de 4 veces
el tiempo que tardamos en madurar, siempre llegará el momento en que tengamos que encontrarnos cara a cara con
la muerte, porque ningún avance ha sido lo suficientemente
efectivo para que podamos superar este paso. La inmortalidad es una quimera inalcanzable para los seres vivos y, posiblemente, lo sea durante mucho, mucho tiempo.
Y la mayoría de las veces, a esta reunión con la muerte, los
médicos estaremos invitados.
En febrero del 2000, el New England Journal of Medicine
nos sorprendió con la publicación, en un mismo número,
de cuatro artículos singulares: un informe especial con el
análisis de los resultados del segundo año de la puesta en
marcha de la iniciativa Oregón1, las experiencias de los médicos en el control de los pacientes que se suman a esta iniciativa2, el análisis de los problemas clínicos de la aplicación
de la eutanasia y el suicidio asistido en los Países Bajos3 y
un reflexivo análisis del Dr. Sherwin B. Nuland, en forma de
editorial, que no solamente contrasta los puntos de vista de
los precedentes, sino que nos abre los ojos hacia el futuro4.
No es casual que en mismo número del Journal, aparezcan
cuatro artículos juntos tratando este tema, ni que el Dr. Nuland los catalogue como «de debate nacional». El coste del
aumento de los años vividos se cifra en incremento de enfermedades degenerativas, incapacitantes y sus consecuencias. Si sumamos la mayor cultura sanitaria de la población
Correspondencia: Dr. H. Kessel Sardinas.
Melilla, 17, 2.o A. 04007 Almería.
Correo electrónico: [email protected]
Recibido el 6-11-2000; aceptado para su publicación el 17-11-2000
Med Clin (Barc) 2000; 116: 296-298
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general, magnificada además por los medios de comunicación, la creencia de que la ciencia puede ser capaz de resolver casi todos los problemas de salud, la participación de
los pacientes en la toma de decisiones y la pluralidad de la
sociedad en que vivimos, con el reforzamiento de la democracia y las libertades individuales, podemos con toda
seguridad enfrentarnos a demandas de nuestros enfermos
también insospechadas, y más a la hora de afrontar el
acontecimiento último de la vida: la muerte.
Aunque pueda parecer que las fronteras geográficas y culturales nos hacen ajenos a este problema planteado en los
Estados Unidos, sería recomendable analizar su experiencia, compararla con la nuestra y, en último caso, reflexionar
sobre aspectos que más parecen atañer a la moderna sociedad de consumo que a posiciones personales de algunos
individuos. Es preciso reflexionar sobre el terreno en que
nos estamos moviendo, sobre las demandas que una sociedad llena de nuevos retos tecnológicos, y también humanos
y éticos (retos que nunca antes se habían sucedido tan vertiginosamente como hasta ahora), nos pone delante como
profesionales y científicos que trabajamos día a día, con personas con diferentes interpretaciones de la realidad, con diferentes visiones filosóficas sobre la vida y la muerte.
Dar la espalda a las situaciones relacionadas con el final de
la vida sería como no reconocer que hemos conseguido
alargarla, pero siempre la muerte estará allí, al final del camino, esperando por nuestros enfermos y por nosotros.
En la actualidad, tres situaciones principales centran el debate bioético sobre el final de la vida: el testamento vital, el suicidio asistido y la eutanasia, aunque estos aspectos se podrían
englobar conjuntamente dentro de las decisiones a considerar
en la asistencia al enfermo terminal y al moribundo.
¿Estamos los médicos preparados para atender las situaciones y decisiones al final de la vida de nuestros pacientes?
¿Contamos con alguna normativa que ampare estas decisiones? ¿Qué marco legal establece los límites? ¿Hasta dónde
podemos llegar con lo que nuestros pacientes nos soliciten
en estos sus últimos momentos?
Cuando estos temas se someten a discusión entre colegas,
con mucha facilidad el debate se circunscribe a «eutanasia
sí, eutanasia no», lo que además de hacer los análisis poco
productivos, sólo sirve para que cada uno se atrinchere en
sus posiciones filosóficas, defendiéndolas a ultranza con argumentos que nacen desde los principios personales y la
forma de ver cada uno al hombre. La visión que cada cual
tenga de la vida será el condicionante de las respuestas que
se den a semejantes interrogantes. Al final, nuestras pasiones y emociones terminan por imponerse. Si queremos encontrar luz y empezar a plantearnos estos temas, que preocupan a nuestros pacientes, lo primero que deberíamos
hacer es restar pasión y emoción y añadir más razón, restar
fuego y dar más luz.
El llamado testamento vital, sin marco legal vigente, nos
pone delante de la primera paradoja. La propia palabra testamento está cuestionada como definitoria de hechos que
deben considerarse en vida. Quizá una declaración de preferencias en caso de aplicación de medidas de soporte vital,
con carácter vinculante y cobertura legal, permitiría que
cada cual eligiera la posibilidad de aplicación de procedi-
H. KESSEL SARDINAS.– PARADOJAS EN LAS DECISIONES AL FINAL DE LA VIDA
mientos médicos, en caso de no poder dar consentimiento
verbal o escrito. Por otra parte, la familia en ocasiones no es
capaz de asumir la decisión que verdaderamente satisfaría
al paciente. Este instrumento nos evitaría enfrentarnos a decisiones que los médicos «deben asumir», y están sujetas a
múltiples condicionantes, muchas ajenas a la verdadera voluntad del enfermo. En otros países desarrollados ya existe
experiencia sobre estos aspectos, que deberíamos analizar
para establecer si son aprovechables.
El caso índice en nuestro país, para comenzar a reflexionar
sobre el suicidio asistido y la eutanasia, es el de Ramón
Sampedro. Estoy seguro de que si este caso, con la importancia que implicaba ser el primero que se difunde a través
de los medios de comunicación, se hubiera producido en
los Estados Unidos, como motivador de debate entre la población general y los profesionales implicados hubiera sido
mucho más trascendental, y sus consecuencias más provechosas. Baste recordar la polémica generada por los casos
Quinlan, Cruzan y Bland, que llega hasta los momentos actuales, la legislación en el territorio norte de Australia o la
propia iniciativa Oregón, ya referida, que escasamente han
ocupado algunas líneas en algún periódico de nuestro país.
Durante los días sucesivos a la muerte del Sr. Sampedro,
discutimos la noticia en nuestro trabajo, en la cafetería, en
los pasillos y con los amigos, como si fuera un caso único e
irrepetible, como una rareza, sin analizar sus consecuencias, sus implicaciones y, sobre todo, sin darnos cuenta de
que nos puede tocar atender a algún caso similar, porque
estos casos siempre han estado aquí y el problema es antiquísimo. Sófocles manifestó en el año 406 a.C.: «La muerte
no es la peor de las enfermedades: es peor el deseo de morir y no poder consumarlo». Séneca decía en el año 4 de la
era cristiana: «La muerte es un castigo para algunos, un regalo para otros y para muchos un favor» y, en realidad, la
afirmación incontestable de Descartes («Pienso, luego existo») debería sustituirse por la única certeza objetiva de que
disponemos: «Si vivo, moriré».
El caso de Ramón Sampedro nos podría hacer dirigir la mirada hacia una serie de posibles contradicciones con las
que convivimos en estos temas tan poco claros en nuestro
medio, pero que ni siquiera nos planteamos analizar, porque todos consideramos que sabemos lo que necesitamos
saber. Quizá esta mirada sería la primera acción que nuestros pacientes nos agradecerían.
Analizar tan sólo el campo de las definiciones sería una vorágine insoportable, donde se confundirían la cosmética, la
dialéctica, la parcialidad, la manipulación y la trampa con el
objetivo de defender las posiciones de unos y otros grupos,
a veces creando confusas paradojas.
En un curso realizado en 1986, Mariano Fernández, fiscal
jefe de la Audiencia de Segovia exponía: «No existe una regulación jurídica específica cuyo objeto sea el paciente terminal, y ello porque los aspectos de su problemática que
pueden interesar al derecho no son exclusivos de esta clase
de enfermos». Y más adelante «... la certeza de su limitada
esperanza de vida no implica especialidad jurídica relevante, y sólo se traduce en la actualización de las normas relativas al derecho sucesorio o en mayor demanda de algunas
instituciones, como el mandato o el poder, de especial eficacia para tales personas»5. En sendas resoluciones del
Juzgado y la Audiencia Provincial de Barcelona, ante las demandas del Sr. Sampedro, se insiste en que «si quiere, el
Sr. Sampedro se puede dejar morir de hambre» y en que
«ésta es una facultad natural y esencial integrada en el contenido jurídico de la propia persona»; más adelante se expone: «No es función de los tribunales suplir o llenar vacíos u
omisiones del ordenamiento jurídico»6.
Visto así, y aun a la luz del nuevo Código Penal, me plantearía que nuestra legislación está desfasada con respecto a
los retos éticos que deberíamos asumir y asimilar, en tanto
que la técnica se nos va por delante y nos lo exige, que se
reconoce el vacío del ordenamiento jurídico, y que se está
quedando rezagada y muda ante determinadas demandas
de una parte de la población.
La Iglesia católica es tajante al expresar: «...cualesquiera que
sean los motivos y los medios, la eutanasia directa... es moralmente inaceptable». Alternativamente, «el uso de analgésicos para aliviar los sufrimientos del moribundo, incluso con
riesgo de abreviar sus días, puede ser moralmente conforme
a la dignidad humana, si la muerte no es pretendida».
Y este planteamiento, que con ligeros matices es básico para
todas las religiones monoteístas, me crea la pregunta de saber cómo enfocamos el asunto con un budista, que bastantes y notorios tenemos, o un agnóstico, o a un ateo, que no
se sienten vinculados a las exigencias y normas dictadas por
las religiones para su comunidad de creyentes, y viven en el
marco de una sociedad no confesional como es la nuestra.
Sus patrones de moral y dignidad quizá no sean los mismos.
Por otra parte, el problema no empieza cuando al paciente le
quedan días u horas de vida; se inicia con el primer síntoma,
porque desde ese momento piensa y vive lo que le sucede.
El Código de Ética y Deontología de la OMC plantea: «La eutanasia u homicidio por compasión son contrarios a la ética
médica. En caso de enfermedad incurable y terminal el médico debe limitarse a aliviar». La revisión del año 1999, recientemente publicada, no ha modificado este planteamiento.
Y me pregunto ¿qué es aliviar?, ¿incluye este concepto la satisfacción de la demanda del paciente para erradicar lo que
considera su sufrimiento principal?, ¿especifica los límites?,
¿puede la compasión suplir a la honestidad? Posiciones tan
diferentes y tan reales en la práctica médica diaria, como
encontrarse con individuos que optan por la ética del deber
o por la finalista, podrían ubicarnos a veces en conflictos
que el primum non nocere no resuelve, porque podría ser
bastante superficial suponer que porque no se hace nada
por adelantar la muerte no se sea partícipe de ella. En estos
casos pienso que no hacer nada ya es hacer algo, es decidir
la conducta a seguir, igual que en cualquier acción. Entonces ya estaríamos situados en uno de los lados.
Nuestra formación profesional, y la filosofía asistencial que
hemos adquirido durante la misma, incorpora la muerte
como un fracaso, no incluyéndose en el período de formación de pre y posgrado, ni en los libros de texto, los argumentos docentes que nos preparen a la hora de enfrentarnos al tratamiento de los últimos momentos de la vida,
excepto en el caso de que el paciente sufriera una parada
cardiorrespiratoria, susceptible de reanimación cardiopulmonar. Inconscientemente, esta situación nos aboca a rechazar estos asuntos y limitarnos a ofrecer la opción del servicio religioso, donde a semejanza de los antiguos médicos
de cabecera del siglo XVII, son los sacerdotes los que sostienen la mano del moribundo, porque a veces, y sobre todo
en el medio hospitalario, los familiares «deben» abandonar
la habitación en este momento de despedida.
Por otra parte, quizá tendríamos que empezar a hablar más
de situaciones terminales que de enfermos terminales, siendo
necesario tipificar y adaptar este concepto a cada circunstancia en el contexto individual, y rechazando la idea del terminal
que muchas veces por razones técnicas, evoca al paciente
canceroso, sin posibilidad terapéutica curativa, a veces, sin
capacidad para decidir y en espera de la muerte a corto plazo.
Entonces, en el mejor de los casos, nos planteamos «que no
sufra», y tanto médico como familiares quedamos psicológicamente compensados. Y otra vez estaríamos tomando partido.
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MEDICINA CLÍNICA. VOL. 116. NÚM. 8. 2001
Pero cuando el dolor físico y mental es crónico, y dura años,
cuando la cabeza funciona bien y, por tanto, no podemos
dormir al enfermo si él no lo desea, cuando la aflicción moral
corroe la existencia, cuando no hay medidas eficaces para
tratar la enfermedad de base, cuando las complicaciones repiten los ingresos, y las punciones venosas, y los sondajes,
cuando se han agotado todos los tratamientos antidepresivos,
o el enfermo los rechaza porque su problema no se resuelve
con fetiches terapéuticos y él lo sabe, cuando la morfina se
maneja poco, mal, salvando trabas para su dispensación, y a
criterio personal de los médicos, y cuando el paciente se dedica a meditar mes tras mes mirando el mismo paisaje, hasta
que pide que se acabe con una vida que considera inútil
para sí mismo, que se dé fin a lo que él entiende como su sufrimiento, tenemos al Sr. Sampedro y además un problema.
El debate sobre las decisiones del final de la vida, en cualquiera de sus vertientes, seguro que será largo y escabroso.
Muchos somos los implicados y muchas las situaciones que
hay que definir. Sin embargo, ya tenemos contradicciones
fehacientes. Y si no, a ver cómo se entiende que se distingan situaciones en que la vida se convierte en un valor digno de ser ponderado e incluso desplazado por intereses
materiales o necesidades sociales, como en los supuestos
de la legítima defensa, y la muerte en guerra defensiva. El
suicidio tampoco está penado en nuestro país. Si un individuo supuestamente sano decide acabar con su vida, y el intento se consuma o falla, nadie le pide explicaciones. Ahora
bien, si un enfermo en situación terminal se plantea esta
decisión, pero está incapacitado físicamente para llevarla a
cabo por si mismo, y alguien «colabora» en su deseo, se
ejerce la «justicia» de la sociedad.
Alguien podría pensar que si una persona sabe que tiene
cianuro en la boca, y que eso mata, y lo mastica y se lo traga
sin escupirlo, él sabrá qué hace; el ejercicio de los derechos
y la autodeterminación no deberían ponerse en tela de juicio.
¿No es esto un suicidio y basta, aunque se esté enfermo o
sano? Claro, si el que da la pastilla es un amigo, lo condenamos por colaboración; si es el médico, lo condenamos por
eutanasia, y si en vez de cianuro usamos cloruro de potasio
en vena, aunque el paciente active el dispositivo, nos llaman
«Dr. Muerte», y en cualquier caso nos condenan por homicidio, y lo peor es que desde el punto de vista del enfermo
quizá no sabría quién lo ha hecho bien, mal o peor.
Cuando un profesional convive todos los días con problemas similares que cada vez se alargan más en el tiempo, se
da cuenta que hay un abismo entre la teoría legal, la medicina organizada, la concepción religiosa y la realidad clínica
diaria que sufre el paciente.
En nuestra era posmoderna, deseablemente plural, en la que
no existe una razón universalmente aceptada, y con una tradición de dominio religioso considerado sectario ahora por muchos, se impone un pacto básico de lucidez entre todas las
partes implicadas, que dé solución a las demandas de todos.
Mientras más progresa la ciencia, más lentos parece que van
los saltos cualitativos que deberían acompañarla. Hasta ahora
van siempre primero los hechos, y después los planteamientos éticos. Esto hace necesario establecer una regulación jurídica y desarrollar una seria reflexión al respecto, si no queremos limitarnos a la adopción sistemática de un conjunto de
soluciones médico-pragmáticas, dictadas en virtud de las circunstancias, cosa que venimos haciendo hasta ahora.
Y la última paradoja se nos presenta cuando nosotros, los
profesionales implicados, permitimos que se manipulen por
la prensa sensacionalista situaciones como la de Ramón
Sampedro, y dejamos el asunto en comentarios entre bastidores. Quizá deberíamos exhortar a los legisladores y a nuestras organizaciones, planteando situaciones concretas, y sen-
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sibilizar a la opinión pública para que se tomen las medidas
oportunas de forma que sepamos a qué atenernos en cada
caso concreto; no sólo a la luz de nuestra propia conciencia,
sino con argumentos específicos. Pero el tema es tan incómodo que lo rechazamos consciente o inconscientemente, y
volvemos a los comentarios como si nunca nos fuera a tocar.
Y si el tema es tenebroso para nosotros, imaginemos cómo
será para los «Sres. Sampedro» que existen en España.
Posiblemente, deberíamos haber aprovechado la coyuntura
social del caso Sampedro para debatir, o al menos plantearnos, que los temas referentes a la muerte de nuestros enfermos en situación terminal, con evolución a largo plazo y con
conciencia de lo que les sucede a ellos y a su entorno, merecen un análisis serio y riguroso de las situaciones que se
nos pueden presentar, antes de que éstas ocurran. Es
nuestra obligación saber a qué atenernos, igual que tener
un protocolo del dolor, o debatir sobre el término calidad de
vida que, por otra parte, es ambiguo y exclusivo para cada
paciente. No deberíamos haber pasado por alto esta oportunidad de iniciar el debate y hacer oír nuestras opiniones sin
paños tibios. Si ignoramos el tema, estaremos ayudando a
suicidarse a los «Sres. Sampedro».
Si como médicos continuamos eludiendo la discusión de
cuestiones importantes como ésta, es muy posible que
nuestros enfermos terminen confiando más en los abogados
que en nosotros.
Aunque ofrezcamos a estos pacientes y a sus familiares la
información más veraz, abundante y rigurosa (planteamiento cuestionable), aunque manejemos situaciones, reforcemos el apoyo social y de voluntarios, las dinámicas de grupo, las comunidades terapéuticas y todos los mecanismos
que se nos puedan ocurrir, en mi opinión hay dos cosas
claras: que ninguno de estos recursos se dispensa durante
años y años y que, a pesar de ellos, algún paciente puede
pedir o solicitar de manera explícita que simplemente no
quiere vivir más en esas circunstancias. Y a ver qué hacemos; es otra opción respetable.
Y lo más confuso es que no podemos seguir viendo este
problema desde nuestra posición de individuos sanos y
competentes, juzgando con nuestras miras a nuestros enfermos, desde la idea de que estas circunstancias no se nos
pueden presentar a nosotros mismos, de que no podemos
convertirnos en Ramón Sampedro. Estoy seguro, vaya paradoja, de que al menos uno de nosotros, un jurista y un defensor del derecho a la vida, ha dicho en algún momento
que «para vivir en estas circunstancias mejor morirse».
Asumir un consenso básico como material inicial de trabajo,
con todas las partes, incluidos los enfermos, se convertirá a
muy corto plazo en una demanda irrefutable de nuestra población.
Además, no nos engañemos, si el Sr. Sampedro está ahora
en otro sitio, se está cuestionando nuestra eficacia y la de
nuestra sociedad, y si no lo está, también.
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