Download De la Sabiduría (divina) a la Dialéctica (trágica)
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De la Sabidur ía (divina) Por Claudio Véliz (Director) En la primera edición de La tela de la araña, rastreamos la presencia del mito, la locura y la poesía en los albores del pensar filosófico. Nos proponemos, ahora, iniciar un recorrido que, partiendo de las “revelaciones” de los primeros sabios nos sumerja en los fascinantes laberintos de la filosofía hasta arribar a las problemáticas estaciones del siglo XXI. El texto que sigue, puede leerse, entonces, como el primer capítulo de nuestro ambicioso recorrido. a la Dial éctica (tr ágica) La matriz sacrificial de la sabiduría Platón había sugerido establecer ciertas diferencias entre la idea de sabiduría y la de filosofía (es decir, entre el saber y el amor por el saber). Si la primera remitía a una tradición oral, enigmática y evanescente; la emergencia de la segunda respondía a una intención pedagógica, a una necesidad de recuperación y reconstrucción (escrita) de los saberes signada por una forma literaria: el diálogo. En este tránsito, en esta encrucijada, emerge un dilema crucial: ¿cómo conjurar el misterio mediante una interpretación filosófica/racional?, o para decirlo de otro modo, ¿es posible pensar el caos desde algún “afuera” del logos, poniendo entre paréntesis el lenguaje filosófico como condición necesaria para evitar una decadente falsificación/domesticación/condi- Filosofía cionamiento del saber? En esta (im)posibilidad reside, sin duda, la recurrente tragedia de la filosofía. Para poder explicar el ocaso de la tragedia griega, Nietzsche se había remontado hasta sus orígenes rituales y religiosos, procurando hallar las fuentes de una plenitud (dionisíaca, vital, pulsional, poética) cuya decadencia habría precipitado el crepúsculo del momento trágico. Si la genealogía nietzscheana se detenía en el ritual sacrificial de las ceremonias dionisíacas (el término tragoedia alude a la ofrenda orgiástica en que se sacrifica el tragos –macho cabrío–), el recorrido ascendente por el sendero de la sabiduría –que aquí proponemos–, también nos confronta, de un modo muy similar, con la crueldad de un dios. Claro que, en este último caso, no es el desmesurado Dionisos el que sale a nuestro encuentro, sino el (pretendidamente) temperado Apolo. Es la violencia apolínea la que libera la potencia extática de la locura, la que instaura la urgencia mitopoética por eludir el caos, descifrar los enigmas y nombrar lo innominado. Para decirlo brevemente: así como muchos pensadores creyeron pertinente rastrear en los rituales sacrificiales dionisíacos el más remoto antecedente de la Tragedia; otros autores eligieron internarse en los igualmente inquietantes misterios de la violencia apolínea para explicar la emergencia de la sabiduría. Para entonces, aún no habían comenzado a insinuarse las fronteras entre el saber (la razón), la locura, el mito y la poesía. Quizá 26. UTN . La tela de la araña los textos platónicos constituyan los primeros testimonios del tan celebrado “pasaje” del mito al logos (aunque Platón no deje de recurrir, una y otra vez a las construcciones míticas). Lejos de la armoniosa luminosidad que le asignaba Nietzsche para contraponerla al éxtasis dionisíaco, la divina palabra apolínea es ambigua, oscura, enigmática; como si Apolo (suspendiendo el ilusorio esplendor estetizante capaz de aliviar el dolor) no le quisiera brindar a los humanos demasiadas pistas sobre un saber que conserva celosamente. En tanto saber inobjetable, la palabra divina es un enigma difícil de interpretar y, por lo tanto, un elemento perverso y cruel que demanda un complejo ejercicio adivinatorio. El accionar de este dios que “hiere de lejos” y que “destruye totalmente” termina por convencernos de que el parto (trágico) de la sabiduría (de un modo similar al de la Tragedia) está signado por la violencia y la crueldad. Según el filósofo italiano Giorgio Colli, “Apolo y Dionisos tienen una afinidad funda- mental, precisamente en el terreno de la ‘manía’; juntos, abarcan completamente la esfera de la locura, y no faltan apoyos para formular la hipótesis –al atribuir la palabra y el conocimiento a Apolo y la inmediatez de la vida a Dionisos– de que la locura poética sea obra del primero, y la erótica del segundo” (1996). Te- niendo en cuenta a) que para acceder al origen de la sabiduría debemos arribar hasta el oráculo délfico, b) que sólo a través de la adivinación podremos descifrar la palabra divina, y c) que el éxtasis y la “manía” son las piezas esenciales del ritual adivinatorio, Colli concluye afirmando que “la locura es la matriz de la sabiduría” (ibíd.). Descubrimos así, que la exaltación, la violencia y la desnudez no eran atributos privativos de Dionisos, ya que en Apolo convivían con la ensoñación, la armonía y el ornamento. Esta duplicidad intrínseca de la naturaleza apolínea nos remite –según este autor– a la fractura entre el mundo de los dioses y el de los hombres (entre la unidad divina y la multiplicidad humana). Templo de Apolo Filosofía Entre el oráculo y el ágora Con anterioridad al surgimiento de la polis, el ex-tasis adivinatorio era un don reservado para unos pocos elegidos (epoptés); además, el complejo ritual interpretativo transitaba por sendas ajenas a la razón (locura, manía) y cercanas al delirio místico. Tras la emergencia de los primeros sabios, el desciframiento de la enigmática palabra de Apolo demandará experiencias similares. Sectas, cofradías, misterios y sociedades iniciáticas sobrevivirán al culto público y a la publicidad de la palabra. El develamiento de los secretos seguirá constituyendo un ejercicio de inspiración divina tendiente a la salvación personal, y de ningún modo una herramienta de transformación social. La verdad que los sabios les revelan a los ciudadanos pertenece al mundo divino al que sólo aquéllos pueden acceder. Por consiguiente –como dice Jean-Pierre Vernant– “la primera sabiduría se constituye (...) en una suerte de contradicción, en la cual se expresa su naturaleza paradójica: entrega al público un saber que ella proclama al mismo tiempo inaccesible a la mayoría (...) La sabiduría revela una verdad tan prestigiosa que debe pagarse al precio de duros esfuerzos y que continúa estando, como la visión de los epoptés, oculta a las miradas del vulgo; aunque expresa el secreto y lo formula con palabras, el común de la gente no puede captar su sentido. Lleva el misterio a la plaza pública; lo hace objeto de examen, de un estudio, pero sin que deje de ser, sin embargo, un misterio” (1983:46). Del mismo modo en que los héroes, profetas y semidioses protegían, celosamente, los accesos a las verdades (divinas) vedadas al vulgo a través de los complejos ritos de iniciación, los primeros sabios decidieron sembrar de obstáculos el siempre tortuoso camino hacia la sabiduría: insistieron con las prácticas adivinatorias, las experiencias extáticas y los comportamientos manía- cos. La necesidad de articular, ampliar y enriquecer los saberes dio lugar a una actividad que podemos considerar –ahora sí– decididamente filosófica. Por consiguiente, podemos afirmar que la tarea primordial de la filosofía consistió en abordar ese nudo conflictivo, ese dilema ¿insoluble? entre los misterios iniciáticos y los combates del ágora, entre la revelación divina y el diálogo de iguales, entre el éxtasis místico y el debate público, entre el mithos y el logos, la poesía y el drama, la locura y la razón. Y quizá por ello, los primeros filósofos se mostraron vacilantes a la hora de decidir entre el compromiso con las tareas políticas que demandaba la ciudad, y la búsqueda de un refugio privado e incontaminado. Muchos creyeron y afirmaron hasta el hartazgo, que el notable despliegue de la reflexión filosófica respondía, exclusivamente, al acelerado desarrollo económico, comercial, político y jurídico de las ciudades jonias del siglo VII a.C.; lo asumieron como el mero resultado de una necesidad (realmente existente) de cálculo, mensura y adecuada estimación (racionalidad finalista), contribuyendo a ocultar, de este modo, que otros elementos tales como el éxtasis, el asombro, la locura, y la poesía también habían dejado una huella indeleble en el rostro bifronte de la filosofía (aunque varias generaciones de filósofos se hayan ocupado –con mayor o menor éxito– de disimularlo). Así, la filosofía –en tanto necesidad de reflexionar sobre (y dialogar con) los saberes– estaba signada por un dilema trágico, un origen ambiguo y un rostro bifronte; y sin duda, en la doble naturaleza apolínea podemos hallar el germen de esa tensión que caracterizará al pensamiento filosófico (y también al arte trágico): el eterno problema de lo Uno y lo Múltiple –dioses/hombres, o i k o s / p o l i s , unidad (divina)/diversidad (humana), orden /caos, totalidad/particularidad, etc., etc.– La crisis de la soberanía impulsada, entre otros factores, por la invasión de los dorios (año 1200 a.C.) y la consecuente caída de la monarquía micénica fue preparando el terreno para la emergencia del pensar filosófico. Una vez desaparecido el poder divino, ordenador y aglutinador del ánax, surgían nuevos problemas relativos a las formas (políticas, pero también religiosas y culturales) de organizar la vida comunitaria. El conflicto entre la aristocracia guerrera y las comunidades aldeanas –apenas disimulado/ reprimido por el divino velo arbitral del rey todopoderoso– retornaba para poner en evidencia la fragilidad del consenso monárquico. La necesidad de constituir un orden unitario (sentimiento de pertenen- La tela de la araña . UTN . 27 28. UTN . La tela de la araña Una dialéctica trágica Pero ¿cómo podemos entender este pasaje de la adivinación a la reflexión, del éxtasis al debate, de la locura a la razón, del mithos al logos? “Si el origen de la sabiduría griega –dice Colli– está en la ‘manía’, en la exaltación pítica, en una experiencia mística y mistérica ¿cómo se explica, entonces, el paso de ese fondo religioso a la elaboración de un pensamiento abstracto, racional, discursivo?” (1996:63). Pero renglón seguido, dispara una respuesta contundente: “Lo que hizo posible todo eso fue la dialéctica” (ibíd.). La dialéctica, en su sentido originario (es decir, como el arte de la discusión entre dos o más personas), “es uno de los fenómenos culminantes de la cultura griega, y uno de los más originales” (Colli, ibíd.). Y si –tal como venimos diciendo– sólo podemos hablar de “filosofía” en sentido estricto a partir de la emergencia de la discusión racional, del combate oratorio, del diálogo entre iguales (y he aquí su diferencia respecto de la sabiduría), debemos concluir que es la filosofía la que nace dialéctica, y que, por consiguiente nunca logrará conjurar definitivamente sus tensiones constitutivas. Si con la Tragedia se pone “en escena” un dilema irresoluble, con la Dialéctica (es decir, con la filosofía misma) se logra poner en palabras una tragedia cuya trama insoluble no le impedirá (y he aquí uno de los blancos predilectos de sus críticos más acérrimos) ensayar posibles (aun- que efímeras e inseguras) respuestas salvíficas. El enigma, que las fuentes designan –siguiendo a Colli– como próblema, constituye el oscuro magma religioso del que brota la dialéctica, una prueba, un obstáculo que se proyecta hacia adelante, un nudo conflictivo que obliga a hallar alguna respuesta y, por consiguiente, a reflexionar, a dialogar, a confrontar; “aparece –dice Colli– como el fondo tenebroso, la matriz de la dialéctica (...) es la intrusión de la actividad hostil del dios en la esfera humana, su desafío, al igual que la pregunta inicial del interrogador, es la apertura del desafío dialéctico, la provocación a la emulación” (ibíd.:67); por consiguiente, la búsqueda milenaria del phar ma k o n ha sido, desde el momento mismo de su nacimiento, la obsesión del pensamiento dialéctico. Si la Sabiduría es hija de la violencia de un dios que hiere de lejos, la Dialéctica lo es de la humanización de esa misma violencia, del mismo enigma (problema), de un conflicto que se presentaba como irresoluble pero que ella intentaba remediar de alguna manera. Para decirlo de otro modo: la Dialéctica nació para dar una respuesta (poco importa si como intento desesperado, como gesto provisorio y efímero o como certeza absoluta) a una pregunta/ interpelación ineludible, fundamental. Bibliografía citada Colli, Giorgio (1996): El nacimiento de la filosofía, Tusquets, Barcelona Vernant, J-P (1983): Los orígenes del pensamiento griego, Eudeba, Bs. As. Dionisos (o Baco) según Tintoretto, 1576 cia a una comunidad) convivía con el conflicto y la rivalidad inherentes al desacuerdo respecto de las formas posibles de articular dicha unidad. El combate velado (reprimido, soterrado, disimulado) por la “cultura monárquica” afloraba una vez más tras la crisis del artilugio soberano. La rivalidad (eris) se consagraba, así, como un elemento constitutivo del deseo unitario (philia); por consiguiente, para los ciudadanos libres, sólo quedaban dos alternativas: involucrarse en el combate o huir de la ciudad en busca de un refugio alejado de aquellas (dialécticas) batallas (aunque esto último resultara impensable para un ciudadano griego de aquella época). Si bien este espíritu agonal se manifestó en todos los terrenos (la guerra, la religión, el derecho, etc.), fue en el ámbito del combate político, en el espacio de la plaza pública, donde logró plasmarse de un modo contundente. El advenimiento de la polis (siglos VIII y VII a.C.) coincidió con la instauración de la palabra como el más adecuado y efectivo instrumento de poder. Su potencia persuasiva y su aura sagrada no podían dejar de evocar a las revelaciones divinas y a las fórmulas rituales cuya eficacia apenas comenzaba a ser desplazada por la discusión y las estrategias argumentativas. Claro que, en el universo de la polis, la decisión sobre la validez de un discurso dependía de una elección humana, sin que esto signifique un triunfo definitivo del diálogo sobre la revelación (la/s Tragedia/s se encargará/n de despejar las dudas al respecto).