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Antonio GÓMEZ RAMOS
Sobre enseñar filosofía fuera de las
Facultades de Filosofía
Antonio GÓMEZ RAMOS
Universidad Carlos III de Madrid
Pretendo en esta breve intervención reflexionar sobre lo que puede significar enseñar
filosofía en una facultad de Humanidades, para estudiantes que, en principio, no van a ser
filósofos, o no se lo han propuesto. Pero, de paso, como se verá, esa reflexión implica detenerse
en la enseñanza misma de la filosofía y el lugar social de la filosofía.
1.
En el punto de partida podemos situar la imagen del profesor de filosofía “exiliado” en una
Facultad de Humanidades. Cuando da clase, tiene que simplificar: no puede empezar a hablar de
la dialéctica y del saber absoluto, sino que, a la altura de cuarto de carrera, a veces tiene que
andar explicando quién era ese señor llamado Hegel, y exponer las nociones más elementales de
la filosofía alemana después de Kant (podría valer cualquier otro ejemplo). Contará, sin
embargo, con que sus estudiantes pueden tener una mayor familiaridad con los cambios sociales
y culturales que tienen lugar en Europa por esa época. Tal vez por eso le ocurre, a veces, que
produce algo de envidia entre los colegas y amigos que dan clases de filosofía en la facultad de
filosofía. A estos les pasa que están cansados de algunos estudiantes resabiados por su entrega
incondicional a alguna corriente filosófica, o por su incapacidad para concebir una realidad
Actas I Congreso internacional de la Red española de Filosofía
ISBN 978-84-370-9680-3, Vol. XX (2015): 19-27.
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Sobre enseñar filosofía fuera de las Facultades de Filosofía
distinta de la de los textos de filosofía. El profesor en la Facultad de Humanidades, piensan,
tiene más libertad, puede ser más creativo, echarle más imaginación, salirse de los cánones,
hablar de política, literatura y de arte, combinándolas con filosofía. Sus oyentes se sitúan en una
paleta de sensibilidades más amplia, y la filosofía de verdad ha existido casi siempre así. Y hay
algo de verdad en todo eso. Pero la realidad se impone. A pesar de lo que pueda prometer eso de
enseñar filosofía fuera de la facultad de Filosofía (en los grados en Humanidades, en cursos
interdisciplinares, en cursos de verano, en la calle misma, en los florecientes cursos para
mayores), el resultado es una mezcla de frustración –pues no se puede ir más allá de una somera
presentación de los autores y los problemas- y de desconcierto –puede que los estudiantes
tengan interés, pero no se sabe si les llega algo realmente-. O bien, pueden tener interés, y ser
buenos chicos, hasta buenos estudiantes, pero no parecen tener esa vena filosófica que está
dispuesta a tolerar ciertas preguntas, a plantear cuestiones que solo se plantean en filosofía. En
todo caso, el trabajo es, en principio, distinto. La pregunta es si ese trabajo es una mera
divulgación, un barniz filosófico para gentes de letras, o si consiste en una suerte de
proselitismo para futuros adeptos, o si se trata de introducir la forma filosófica de preguntar en
cualquier actividad que vayan a realizar luego ellos. ¿Es una adaptación de la filosofía tout
court, la filosofía en las facultades de Filosofía?
1.1.
Cuando se aborda este tema, conviene no olvidar, que, durante la mayor parte de la historia,
los filósofos han hablado y enseñado para gente que no iba a ser filósofo, sino otra cosa. Por
recurrir a ejemplos conocidos para todo el mundo: la inmensa mayoría de quienes se formaban
en la Academia o en el Liceo, los oyentes de Kant en Königsberg, y no digamos los de Hegel en
la nueva universidad humboldtiana, no iban a dedicarse profesionalmente a la filosofía, ni lo
pretendían. Su camino estaba en la política, en la administración, en la ciencia, o en el arte.
Estos filósofos lo sabían; seguramente, les hubiera asustado que las cosas fueran de modo
diferente. La idea de la Filosofía como especialidad profesional practicada y transmitida en
centros instituidos a tal efecto –llamados facultades de filosofía- es un fenómeno histórico
reciente, ligado a una forma de organización estatal, la del Estado nación moderno, el cual, por
razones tanto humanistas como de control ideológico y cultural, tomaba a su cargo la
planificación, constitución y fomento de las ciencias humanas.
2.
Ahora bien, ¿qué era la filosofía en las facultades de filosofía en España? Al menos, ¿qué ha
sido durante durante los últimos decenios? Desde luego, ha habido una gran variabilidad en la
calidad, el rigor y los contenidos, que podían ser de altísimo nivel, o muy bajo, dependiendo,
sobre todo, del profesor. Pero, al margen de eso, observada desde el exterior, la actividad de una
facultad de filosofía funcionaba como un circuito prácticamente cerrado. En él, unos profesores
de filosofía, que habían estudiado Filosofía en una Facultad de Filosofía, y habían hecho un
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doctorado y una oposición ante catedráticos de Filosofía, enseñaban Filosofía (esto es: Historia
de la Filosofía, Metafísica, Lógica, Estética, Ética, …) a unos estudiantes jóvenes durante cinco
años –últimamente cuatro. Éstos habían entrado allí voluntariamente, con una vocación (a veces
ilusoria) o unas preguntas despertadas en el bachillerato. Sus perspectivas, una vez acabada la
carrera, eran ser a su vez profesores de filosofía. Podía ser, tras las correspondientes
oposiciones, en la enseñanza secundaria (donde ellos mismos le había cogido gusto a la filosofía
en su adolescencia tardía); o bien, si eran lo bastante estudiosos y sabían relacionarse en el
mundo académico y además tenían suerte, podía ser en la propia Facultad de Filosofía. Esto
último se considera el mayor éxito. En más de un caso personal, terminar en la enseñanza
secundaria tiene un cierto regusto a fracaso. De modo que en las facultades de filosofía unos
profesores enseñan filosofía a unos alumnos que en su día enseñarían filosofía; los más
sobresalientes o afortunados de ellos, a otros futuros profesores de filosofía. Los menos, al
común de los mortales. Conviene hacer notar aquí, aunque sea de pasada, que en todo este
circuito de la filosofía española, por absurdo que parezca, jamás se planteó la idea de introducir
alguna didáctica de la filosofía en los planes de estudio. Sólo muy recientemente han empezado
los profesores de filosofía españoles a reflexionar abiertamente sobre las formas de enseñanza. 1
Desde luego, la descripción de este circuito no agota la realidad. Siempre había estudiantes
que no terminaban en la enseñanza de la filosofía, sino que se dedicaban a otra cosa, en función
de su vocación o de lo que les destinase la vida: al arte, a los negocios, a la política, a ser
auxiliares de vuelo; algunos se mudaban a otra ciencia de objetos más tangibles, fuera la
psicología, historia, o la filología. En unos casos, consideraban los años en la facultad de
filosofía como un tiempo perdido, en otros, consideraban que esos años habían sido decisivos
para su formación como sujetos –aunque hubo quizá demasiados libros, o demasiada erudición,
o demasiado de esto y muy poco de lo otro. Todo esto tampoco está fuera de lo común. Y, de
todos modos, un buen desengaño de la filosofía puede ser también una vía para encontrar la
propia verdad. No siempre se daba ese circuito; y menos aún podrá darse ahora, en que la salida
profesional a la enseñanza secundaria o superior está prácticamente cerrada. Pero lo cierto es
que las facultades de filosofía en España, al menos desde los años 50, están concebidas según el
modelo de ese circuito.
2.1.
El circuito tenía algo de claustrofóbico. Suponía que la filosofía era algo para consumo
interno de los filósofos, de la cual trascendían hacia la sociedad sólo unos efluvios superficiales.
Interiormente, dentro del circuito, entre los participantes con ambición, producía una especie de
ansiedad: se entraba en él para llegar muy arriba, a catedrático de universidad, o para fracasar y
quedarse en la Secundaria. Se parecía en eso a la dinámica de los conservatorios de música
cuando estos se conciben para formar futuros concertistas, virtuosos de éxito; lo que sólo podían
ser, claramente, un uno o dos por ciento de los estudiantes. El resto, que emprendía una larga y
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Valga como ejemplo el reciente congreso sobre Didáctica de la Filosofía en la Universidad Complutense, del 3
al 7 de noviembre de 2015.
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dura carrera de un instrumento para constatar que nunca sería un intérprete profesional, ni como
solista ni tocando en una orquesta, se conformaba con enseñar lo más elemental en
conservatorios o escuelas de música. Y ya era asunto de su propia sabiduría personal decidir si,
como profesor de música, era un instrumentista fracasado o era alguien que enseñaba música a
la gente por que la música es bella y es bueno que la gente sepa música. Una pregunta parecida
se ha de formular alguna vez quien aspiró a ser un filósofo de gran proyección académica o
incluso mediática, y se ve hablando de Aristóteles o de Husserl a unos jóvenes desconcertados.
Los mismos que, en la universidad o en el instituto, comprueban, sin embargo, que las grandes
vedettes de la filosofía, una vez en el aula, no transmiten más ni enseñan mejor que más de un
profesor del día a día.
2.2.
Por lo demás, la consecuencia de ese circuito ha sido un particular enclaustramiento de la
filosofía en España, cuyas discusiones apenas trascendían hacia la sociedad y la cultura del país.
Las razones para ese encapsulamiento interior son muy complejas. Está el bajo nivel cultural de
las clases media y alta españolas, están los bajos niveles de lectura, la escasa cultura científica y
de debate; y está que este no ha dejado de ser un país de charanga y pandereta. Nada de eso
favorecía que la filosofía saliese de su cápsula, o que alguien se asomase a ella. Tampoco con el
exterior conseguía comunicarse mucho la filosofía española, salvo para recibir ideas, a veces
modas, en traducciones de las que no podía devolver nada. Sin embargo, cualesquiera que sean
las razones de ese encapsulamiento, no evitan que se plantee una de las preguntas más difíciles e
incómodas que tiene que hacerse el gremio de los filósofos “profesionales” en España: ¿cómo
es posible que, habiendo tenido en sus manos durante los últimos cuatro decenios 2 a todas las
generaciones de bachilleres españoles, los cuales han pasado dos cursos por sus aulas, a razón
de tres o cuatro horas semanales, la Filosofía tenga una presencia tan pobre en la sociedad
española: en la cultura de la gente, en las librerías, en los medios, en las discusiones sociales?
¿Por qué en otras naciones de Europa, o en los propios Estados Unidos, donde la presencia de la
filosofía en la enseñanza media es proporcionalmente mucho menor, se encuentran muchos más
libros de filosofía en las librerías, o es más probable encontrarse con que un político, un
periodista, un artista, un literato, un ciudadano en un bar, un discutidor en un foro de internet, un
participante en un programa de radio o hasta de televisión, haga un argumento que denota una
cierta familiaridad con la filosofía?
2
Me refiero sólo al período democrático, a los años del BUP, y de la posterior ESO y Bachillerato de la LOGSE.
Entendiendo que, durante la dictadura franquista, la filosofía, aunque obligatoria en el bachillerato, estaba en
general demasiado supeditada al nacionalcatolicismo imperante.
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3.
Pensar la filosofía in partibus infidelium convoca, entonces, a pensar y practicar la filosofía
fuera de ese circuito cerrado. Puede haber muchas vías para ello. En cierto momento, a partir de
los años noventa, los nuevos grados –entonces licenciaturas- en Humanidades surgieron como
un impulso en esa dirección. Desde luego, esos nuevos grados adolecían de una grave
indefinición. Nacían al calor de lo “interdisciplinar”, que, por razones que merecerían un
estudio lingüístico y sociológico, se convirtió por entonces en una palabra de moda. Pero
también obedecían a las exigencias, o expectativas, de adaptar la enseñanza universitaria a los
nuevos requisitos del mercado. La reunión de varias especialidades en una sola titulación
ofrecía la ilusión de formar de una tacada a futuros profesores capaces de explicar cualquier
asignatura de “letras” en una enseñanza media de contenidos rebajados. De manera que la
licenciatura en Humanidades obedece al nuevo orden político-económico neoliberal imperante,
como también las antiguas licenciaturas en Filosofía, Historia, Filología, etc. habían servido al
orden del Estado-nación. Sin desmentir de lo anterior, en la creación de las licenciaturas en
Humanidades estaba para algunos el impulso de recuperar las antiguas Letras, las de las viejas
facultades de Filosofía y Letras, con dos años de comunes, antes de que la especialización y
división de las facultades en España empezara a producir licenciados que estudiaban cinco años
de Filosofía (filosofía pura, se decía) sin haber leído un libro de Historia o de Teoría Literaria
(ni digamos literatura), y viceversa. Pero este noble impulso, que permitiría recuperar algo muy
valioso que se había perdido en la cultura, se quedó diluido entre otros que se entendían más
acordes con los tiempos, y favorecidos por ellos. Así, había quienes asociaban las Humanidades
con el humanitarismo, y explícitamente consideraban que esa titulación debería formar a futuros
integrantes de ONGs. Después de todo, durante gran parte la Modernidad, en los países
desarrollados, la formación en letras ha preparado a muchos funcionarios de la administración
de turno, y las ONG, sin desmentir nada de su valor, forman también parte de la administración
de un capitalismo paroxístico y globalizado. O había, finalmente, quienes asociaban las
Humanidades con esa rama secundaria del sector servicios denominada Gestión Cultural, y
pensaban que debían orientar el adiestramiento (más que la formación) de los estudiantes en esa
dirección.
Las indefiniciones no son necesariamente negativas. Desde luego, en este caso, ha impedido
que la titulación de Humanidades pueda establecerse como una carrera con una sustancia propia
(como tal vez la tengan todavía las titulaciones más clásicas), y ha hecho que funcione para sus
titulados como una vía de transición hacia disciplinas más concretas, o hacia las nuevos campos
de estudio que van surgiendo asociados a la imagen, la comunicación o los estudios culturales, o
como vía asequible para obtener un título superior con el que entrar en el llamado mercado
laboral. En todo caso, formaba parte de trayectorias biográficas que divergían en función de las
capacidades individuales y de la suerte de cada cual. En general, no eran un punto de llegada,
sino de paso, del que, según dicen las encuestas, los antiguos estudiantes no solían arrepentirse.
Para la filosofía universitaria española, para un número ya no tan pequeño de sus profesores,
esa titulación en Humanidades, con toda su indefinición, ha significado la experiencia de salir
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del circuito y dirigirse abiertamente a estudiantes que no van a ser profesores de Filosofía, o que
no se lo proponen. Es verdad que esa experiencia ya se daba en los muchos cursos que los
profesores de Filosofía daban en otras titulaciones –en general, Historias de la Filosofía
impartidas en otras carreras de letras, o de Pedagogía, etc.-; o incluso en los florecientes cursos
de las Universidades de Mayores, que ofrece casi cada universidad de España y que han
aportado un número no despreciable de oyentes en los que no falta el entusiasmo. Pero ahora
dejaba de ser una simple Historia de la Filosofía, y se planteaba como una invitación a cruzar
fronteras. Desde luego, no se podría ofrecer un curso monográfico sobre la Fenomenología del
espíritu de Hegel (tampoco en la facultad de filosofía es ya cosa fácil); pero sí dedicarle la
misma atención a un relato de Melville y a un texto de Kierkegaard para abordar un problema.
Los resultados que se obtuvieran ahí eran inciertos, desde luego.
4.
Ahora bien, la incertidumbre sobre el resultado de una clase de filosofía es un problema que
no sólo tiene el profesor en la titulación de Humanidades, sino cualquier profesor de filosofía.
Sólo que en aquel, que no sabe si no está hablando una lengua extranjera ante nativos de otro
sitio, la incertidumbre se presenta con más fuerza. Y recobran vigor viejas preguntas de la
filosofía y de su didáctica. Sobre todo, dos. La pregunta por lo que se debe transmitir, y la
pregunta por el lugar de la filosofía en la sociedad misma.
4.1.
Respecto a lo primero, está la vieja pregunta por si se trata de enseñar filosofía o de enseñar a
filosofar. Lo último es, sin duda, una de las expresiones kantianas que mejor fortuna han hecho;
y ello no deja de ser curioso, pues presumir de saber cómo filosofar, y encima de poder
enseñarlo, supone una audacia que pocos pueden permitirse sin riesgo. De todos modos, ya
Hegel le objetó a Kant que filosofar sin saber Filosofía, ni Historia de la Filosofía, es como
viajar sin mirar un mapa. Uno puede estar en el sitio, y hasta verlo y sentirlo, pero no se entera
nunca de dónde está ni de qué es lo que realmente ve.
Por eso, tampoco se trata de una tarea de divulgación, ni de simplificación, sopesando cuánto
introducir de Historia de la Filosofía, o cuánta profundidad en la práctica de filosofar se puede
tolerar. Hay un problema de hablar hacia fuera, en una lengua extranjera. Pero tan marciano
puede resultar un filósofo entre legos como un fenomenólogo entre filósofos analíticos, o un
filósofo analítico entre especialistas dedicados al Idealismo alemán. Todo eso es un problema de
lenguaje.
Ahora bien, el problema no está en el lenguaje, o no debería estarlo, sino en una determinada
sensibilidad que se trata de transmitir. En cierto modo, hay una sensibilidad para la filosofía,
una disposición particular del espíritu, como la puede haber para la música, para el deporte o
para el arte. A algunas personas, esa sensibilidad les resulta más familiar que a otras, pueden
tenerla ya de un modo casi natural; mientras que otras pueden ser perfectamente refractarias
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a ella. Hay quienes parecen –y lo son- negados para la música, para el placer musical incluso, o
para el arte. Y del mismo modo, hay personas que pueden ser absolutamente negadas para el
asombro ante lo obvio con que se despiertan las preguntas filosóficas, y negadas ante el juego
de conceptos en que ese asombro se elabora. De manera sucinta, podría decirse que un filósofo
tiene dos características propias. La primera es, desde siempre, la capacidad de preguntar, de
poner en cuestión lo que parece obvio para ir más allá y sacar lo inmediatamente a la vista y
producir una articulación conceptual que explique la realidad y permita tratar con ella de otro
modo. Es esa capacidad de preguntar lo que se llama, por otro lado, la crítica, con la que los
filósofos se sienten tan bien identificados. Un filósofo es quien sabe criticar aquello en lo que
nadie repara por cotidiano; y quien sabe que cualquier concepto de los que se usan para
estructurar el mundo y la acción no es algo dado y acabado, sino que se engarza en una historia
y en una red de relaciones semánticas, ontológicas y lógicas que lo ponen en conflicto con
cualquier realización concreta. Para un lego, la clavícula, por ejemplo, es un hueso que anda por
cerca del hombro. El médico sabe, en cambio, la enorme cantidad de condicionamientos
anatómicos, fisiológicos, histológicos, físicos y químicos que confluyen en ese simple hueso.
De la misma manera, el ciudadano normal utiliza la palabra libertad con toda naturalidad, como
eslogan, como reivindicación, como afirmación, sea en la lucha política o en su vida privada. El
filósofo sabe lo intrincado de ese concepto, la densidad de sus relaciones con tantas otras
dimensiones de la vida humana, lo difícil que es decir “libertad” y ya está. Y para saberlo bien
no tiene que estudiar menos que el médico las clavículas. Pero, ciertamente, este último tiene
más fácil hacer creer los demás que la clavícula es algo muy complejo de lo que él sabe más que
el resto; mientras que al filósofo pocos le creen lo mismo respecto a la libertad. Es verdad que
no la arregla con una escayola (para eso están ciertos políticos), y que la palabra la pronuncia
cualquiera. Pero ya por eso vemos que el filósofo está en tierra de “infieles” no sólo en las
facultades que no son de filosofía pura, sino en todo el conjunto de la sociedad.
4.2.
Por eso, está también la cuestión de la relación entre filosofía y sociedad. Y, con ella, entre
filosofía y democracia. La tradición quiere que la democracia y la filosofía se lleven mal, y para
afirmarlo, le basta sacar a la luz las posiciones políticas de una buena mayoría de filósofos, de
Platón a Heidegger. De otro lado, los filósofos se quieren ver hoy a sí mismos como órgano
decisivo del funcionamiento y la cultura democráticas. Sin embargo, más que solucionar esa
disputa, se trata de reconocer todo su potencial, y todo el desfase que hay entre el filósofo y sus
conciudadanos, a los que aquel, a la vez que es algo aparte, se sabe inextricablemente vinculado,
como Sócrates a los atenienses. Pero la cuestión, entonces, es cómo de especial es el filósofo, si
representa una élite del espíritu o si está entre el común de los mortales. Eso tiene consecuencias
decisivas a la hora de plantearse la enseñanza y transmisión de la filosofía. ¿Es la filosofía para
unos pocos, o es para todos? Puede que todos los hombres sean filósofos, como se ha dicho
alguna vez, pero es verdad que una gran parte de ellos son perfectamente impermeables a las
cuestiones y sutilezas en las que los filósofos se enredan. Tienen, además, todo el derecho a
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serlo. Nietzsche, que defendía la rareza del filósofo, se reía de la concepción divulgadora,
“ciceroniana”, la llamaba, de la filosofía. Más bien, defendía él, el filósofo debe ser una planta
rara. O, al menos, reconocerse, como dice Hegel en las Lecciones de filosofía de la religión, en
una “casta sacerdotal de la razón”: una especie de santuario que garantice la razón y la
secularidad en la marcha de la sociedad moderna. Pero, también, la propia democracia
presupone un conjunto de ciudadanos críticos y capaces de pensar por sí mismos, que no
podrían serlo si no tuvieran una mínima vena filosófica. En realidad, hay una tensión irresoluble
entre, por un lado, la posición aristocrática que se atribuyen (y a veces reciben) los filósofos
dentro del espíritu y, por otro, ese impulso de Ilustración generalizada que, en cierto modo,
podría leerse como una oferta de elitismo para todos. Desde luego, no cualquiera puede pensar,
por más que todos tengan lenguaje y conceptos, ni todo el mundo tiene la sensibilidad
filosófica, la capacidad de asombro. Por eso, el pensamiento aparta a quien lo ejerce del espacio
social –mientras lo ejerce. Pero, de otro lado, todos tienen lenguaje y razón, y todos tienen la
potencialidad de ser filósofos, aunque sólo unos pocos lleguen a serlo. Esa potencialidad, dicho
sea de paso, es la que justifica la introducción de la filosofía como asignatura obligatoria en el
bachillerato. Hay un derecho a la Filosofía, por utilizar la expresión de Derrida, que no se le
puede negar a nadie. También para que luego pueda libremente negarse a pensar, una vez que ha
experimentado lo que significa eso. Sólo puede ejercerse el derecho a no pensar después de
haber tenido y probado el derecho al pensamiento. Por eso, al menos una vez en la vida, durante
su período de formación, todos los seres humanos deben tener contacto con la filosofía, igual
que lo tienen con la educación física –aunque no les guste el deporte ni lo vayan a practicar
luego nunca- o lo tienen con las artes plásticas –aunque sean unos negados para el dibujo, o les
de dolor de cabeza al entrar en un museo-.
La filosofía se atraviesa, produce incomodidades y da lugar a complicaciones. Pero las
incomodidades y complicaciones se producen ya por sí solas, pues la realidad está siempre
dividida y es una continua producción de complicaciones y de conflicto. La filosofía brota como
la reflexión sobre las complicaciones. No para resolverlas, sino para señalarlas, ponerlas al
descubierto y para conocerlas. A veces, no es ella quien las señala y desvela: es esta una tarea en
la que los artistas, los literatos, los cineastas, los sociólogos o simplemente los periodistas
pueden tener más vista que el filósofo. Pero este debe saber localizar las contradicciones
conceptuales que ese conflicto encierra, y orientar la discusión, o aportar elementos clave para
ella. En ese sentido, la filosofía tiene un valor terapéutico mucho más bajo del que algunos le
quieren atribuir. La filosofía no cura, pero formula las preguntas teóricas con las que abordar el
conflicto: ¿qué nociones de “derecho” y de “humano” hay implícitas en el actual desastre de la
desigualdad global y la carnicería de las migraciones sur-norte?¿Qué noción de naturaleza y de
vida digna hay implícita en la catástrofe medioambiental? Son sólo dos ejemplos tan cercanos e
inmediatos que casi no parecen filosóficos. Hay textos de Marx, de Heidegger o de Aristóteles,
y especulaciones con menos nombres propios, que ayudan a formular y diseñar esas preguntas y
otras. Luego, es la propia sociedad la que resuelve –o no- esos conflictos, la que es capaz de
discutirlos o de soterrarlos.
Lo cierto es que, si la democracia es el régimen político que no tiene miedo a exponer
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abiertamente sus conflictos y sus contradicciones, la filosofía, como actividad que trabaja sobre
conflictos y contradicciones, sobre el asombro de estas, es inherente a la democracia. Ello no
implica que una y otra hayan de entenderse bien, o estar en armonía: lo contrario es muy a
menudo el caso. Ni que la filosofía sea una pieza funcional en el engranaje de resolución de
conflictos. Simplemente, está ahí cuando el conflicto se revela, y algo de ella flota en el
ambiente cuando el conflicto entra en su salida. Por eso, no es sólo, aunque también, una más
entre las varias materias que forma el acervo común al que todo ciudadano debe poder acceder.
Es también algo muy específico.
5.
Todo ello supone que la filosofía tiene una implicación social demasiado fuerte como para
estar enclaustrada en circuitos cerrados. Desde luego, es en ellos donde mejor puede refinarse y
sutilizarse, como en un laboratorio de ideas. Pero sólo en el contacto con el mundo es donde
esas ideas germinan, se desarrollan y modifican. Y, también, un mundo incomodado por ese
flujo de ideas es un mundo social y culturalmente más vivo. Desde luego, una comunidad donde
todos fueran filósofos sería insoportable, si es que llegara a sostenerse. Pero ya basta mirar a un
departamento universitario de filosofía para constatar que la convivencia entre sus miembros no
tiene nada de filosófica, sino que es humana, demasiado humana. Ahora bien, una sociedad
donde la discusión filosófica circule –en la cultura, en la política, en el arte-, cuyos ciudadanos
tengan un cierto nivel de reflexividad conceptual, es mucho más sana que una en la que no lo
haga. Si se permite el símil, igual que una sociedad cuyos miembros realicen regularmente
ejercicio físico es más sana que una en la que no hagan, incluso si en la última hay un buen
grupo de deportistas de élite. Mi sugerencia final es que la filosofía in partibus infidelium tiene
por efecto fomentar esa capacidad de reflexión conceptual en otros ámbitos sociales que los
cenáculos de filosofía. Y que eso es positivo para la sociedad y la política, a la vez que mejora a
la filosofía misma. Sin arreglar las relaciones entre aquellas y esta. Por fortuna para ambas.
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