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MUNDOS DE PAPEL
Las difusas fronteras entre ficción y filosofía
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Colección Fronteras
Director Juan Arana
Con el patrocinio de la Asociación
de Filosofía y Ciencia Contemporánea
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José María Torralba (Ed.)
MUNDOS DE PAPEL
Las difusas fronteras entre ficción y filosofía
BIBLIOTECA NUEVA
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grupo editorial
siglo veintiuno
siglo xxi editores, s. a. de c. v.
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Mundos de papel : las difusas fronteras entre ficción y filosofía
/ José María Torralba (ed.). – Madrid : Biblioteca Nueva, 2014
270 p. ; 23 cm (Colección Fronteras)
ISBN 978-84-16095-74-2
1. Filosofía 2. Literatura 3. Límites 4. Humanismo 5. Sueños
6. Locura 7. Verdad 8. Freud 9. Joyce 10. Proust 11. Borges 12. Zenón
13. Máximo el Confesor 14. José Gaos I. Torralba, José María, ed. lit.
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© Los autores, 2014
© Editorial Biblioteca Nueva, S. L., Madrid, 2014
Almagro, 38
28010 Madrid
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ISBN: 978-84-16095-74-2
Depósito Legal: M-15.717-2014
Impreso en Lável Industria Gráfica, S. A.
Impreso en España - Printed in Spain
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distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con la
autorización de los titulares de propiedad intelectual. La infracción de los derechos
mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (arts. 270
y sigs., Código Penal). El Centro Español de Derechos Reprográficos (www.cedro.org)
vela por el respeto de los citados derechos.
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ÍNDICE
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Presentación, José María Torralba ..........................................................
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Primera parte
REALIDAD E IRREALIDAD
El sueño y las ensoñaciones, Alejandro Llano ...............................
La filosofía y su objeto. Algunas reflexiones iniciales,
Carlos Llinás ...............................................................................................
Cuentas y cuentos. Vivir la filosofía en la ambivalencia,
Jorge Úbeda .................................................................................................
Sobre el embrujo de realidad de los sueños. Freud, Joyce
y Proust, Lourdes Flamarique .............................................................
Los muertos. Ficción y realidad, Amalia Quevedo .....................
Alteridad y límites: El papel de la locura en la concepción
de la razón, Marcela García ................................................................
La encrucijada entre conocimiento científico y actividad
onírica, Pedro Jesús Teruel ...................................................................
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Segunda parte
LITERATURA Y VERDAD
Literatura, verdad e imaginación, Margarita Mauri .................
La experiencia estética: Un encuentro entre libertades,
Dolores Conesa ..........................................................................................
«Beauty is truth, truth beauty». Apuntes sobre los sentidos de la relación entre la belleza y la verdad con
ocasión de unos versos de John Keats, Rogelio Rovira .....
Un ejemplo de interacción entre expresión filosófica y
expresión literaria: Borges y las paradojas de Zenón,
Juan Arana ...................................................................................................
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Índice
Entre actores y máscaras. Algunos aspectos de la discusión contemporánea acerca de la persona, Marta Mendonça .............................................................................................................
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Tercera parte
LA FICCIÓN EN LA FILOSOFÍA
Persona, sentido y artificio. A propósito de Máximo el
Confesor, Jesús de Garay .....................................................................
El rendimiento cognoscitivo de la imaginación o el arte
de conjeturar para hacer verdad, Claudia Carbonell .......
Autoconocimiento, terapia y escritura: Una provocación
socrática, Héctor Zagal ......................................................................
Autobiografía y búsqueda filosófica. El caso José Gaos,
Agustín Serrano de Haro .........................................................................
La expresión bidimensional de la vida humana. Notas para
una antropología de las polaridades, Luciano Espinosa
La ficción y la falsedad. Una reflexión sobre un texto de
Clifford Geertz, Francisco Rodríguez Valls ................................
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Presentación
En un primer acercamiento, los conceptos de ficción y verdad parecen opuestos y mutuamente excluyentes. La verdad comparece en el conocimiento de la realidad, mientras que la ficción se suele entender
como el ámbito de lo irreal. La tradicional distinción académica entre
filosofía y literatura parece confirmar esa divisoria. Aunque, a pocos pasos que alguien dé en su formación intelectual, la frontera rápidamente
se difumina, no es infrecuente encontrar personas que consideran
arriesgado o peligroso que se desdibujen dichos límites. Las actitudes
racionalistas siguen presentes en la universidad y quienes las promueven
parecen no ser conscientes de que con su afán limitador lo único que
consiguen es dar alas a quienes precisamente pretenden diluir los conceptos de verdad y realidad. Sostener que la verdad es un «hecho» o
algo que está ahí, «dado», no es otra cosa que proporcionar munición
a quienes desean darla por superada. La pretensión de una verdad pura,
objetiva o completa es una empresa imposible. Lo que hay es la verdad
sin adjetivos, es decir, la que alcanzamos diariamente por medio de
nuestro conocimiento y de nuestras acciones.
Las contribuciones que componen el presente libro, aunque diversas en su enfoque y temática, poseen cierto parecido de familia en el
modo de abordar la relación entre ficción y verdad. Por ejemplo, la imaginación aparece como el eje que permite articular lo verdadero y lo real,
precisamente porque nuestro acceso al mundo —o, mejor dicho, nuestro estar en él— requiere cierta capacidad interpretativa o de mediación. En esta misma línea, se pone de manifiesto que el cultivo de la
fantasía a través del arte y la literatura amplían nuestras posibilidades de
actuación moral, tanto en número como en calidad.
Cuando se superan las innecesarias barreras, el sueño no es visto
tanto como una fuente de engaño, sino más bien de conocimiento e
inspiración. Y lo irracional ya no se desprecia como lo opuesto a lo ra-
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José María Torralba
cional, sino como su sustrato. Desde esta perspectiva, la belleza, que con
facilidad es considerada la menor de la tríada «lo bueno, lo verdadero,
lo bello», cobra renovado protagonismo. Es en la belleza donde la experiencia de la libertad se hace patente con especial fuerza. La libertad del
intelecto en la contemplación de lo bello puede guiar la libertad de la voluntad en la acción moral. De modo similar, el conocimiento de la verdad solo se da propiamente cuando va acompañado de una experiencia
de libertad.
Todo lo cual hace posible una nueva manera de pensar la relación
entre ficción y verdad. Se trata de acercarse a la filosofía y a la literatura
sin parapetarse tras la comodidad del canon académico, ni limitarse a la
labor de exégesis o comentario. La principal virtud de los trabajos aquí
reunidos es que en ellos se habla en primera persona. El ejercicio del
pensamiento así lo requiere.
La presente publicación es el resultado de la invitación que la Asociación Filosofía y Ciencia Contemporánea (AFyC) hizo a un grupo de
profesores universitarios, de Europa y América, para reflexionar sobre
estas cuestiones. Los días 26 y 27 de junio de 2013 los trabajos fueron
presentados en el Simposio que la asociación celebra anualmente en
Ribadesella. Merece sincero agradecimiento dicha iniciativa, promovida
por Alejandro Llano, Juan Arana y Lourdes Flamarique, que para muchos de nosotros es como un oasis intelectual en medio del desierto tecnocrático. Agradezco muy particularmente el empeño de Lourdes Flamarique y Javier García Clavel para que esta publicación llegara a buen
puerto, y a este último además su eficaz trabajo editorial.
José María Torralba
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Primera parte
REALIDAD E IRREALIDAD
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El sueño y las ensoñaciones
Alejandro Llano
Universidad de Navarra
El mayor «escándalo de la filosofía» estriba en la continuidad de su
propia presencia: en que la filosofía siga existiendo después de veinticinco siglos durante los cuales parece que sus cultivadores no han conseguido algunos de sus más elementales objetivos. A finales del siglo xviii se
lamenta Kant del Skandal der Philosophie, consistente en que todavía
no se haya dado una demostración de la existencia del mundo exterior.
Y es, paradójicamente, el pensador idealista más caracterizado quien
acomete, en su Crítica de la razón pura, una Refutación del Idealismo.
Por su parte, Heidegger advierte en Ser y tiempo que el escándalo de la
filosofía estriba más bien en que se sigan intentando tales pruebas, que
por otra parte llegan demasiado tarde porque el ser humano en sentido
existencial —el Dasein— es siempre ya un ser en el mundo.
La duda universal cartesiana se suele presentar como la actitud más
radical y consecuente ante el escándalo de las opiniones en pugna. Pero
es bien sabido que esta duda tiene una índole exclusivamente metódica
y que su validez es solo provisional, de suerte que —prosiguiendo el orden de razones— Descartes llega a estar cierto de cosas de las que, como
dice irónicamente Peter Geach, mejor haría en seguir dudando.
Siglos antes, los sofistas fueron aún más radicales. Porque, en lugar
de intentar superar artificiosamente el inicial naufragio de la razón, se
abisman en él, y de él obtienen las últimas consecuencias. La conclusión
clave, entre todas ellas, no puede ser sino esta: realidad y apariencia son
lo mismo. La realidad es tal y como aparece a cada uno de los sujetos.
Desde luego, la actitud sofística no es remedio —según pretende serlo la
cartesiana— sino agudización de la enfermedad que, como vemos, la
filosofía padece desde sus mismos inicios.
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Alejandro Llano
Si hasta el día de hoy no se puede decir que la situación haya variado
sustancialmente, será porque a la filosofía —y a la mujer o al hombre
que la hacen— les persiguen sin cesar sus propias ensoñaciones. De manera que el problema radical de quien se pone a pensar es la apremiante
distinción entre el sueño y la vigilia, ya que una de las características del
soñar es que lo que en él se percibe parece real, pero luego —al despertar— resulta que no lo es.
¿Quién me puede asegurar, entonces, que lo que habitualmente experimento no es en sí mismo un sueño del que nunca se acaba de despertar? ¿No es, acaso, la realidad vivida en gran parte imaginada, fingida y,
al cabo, soñada? ¿No es cierto que en nuestro presunto conocimiento de
la realidad se proyectan decisivamente nuestros recuerdos, nuestras previas experiencias, nuestros anteriores sueños y, lo que es peor, nuestros
prejuicios y preferencias? Aun en el caso de que presumamos conocer la
realidad que nos circunda, ¿qué nos asegura que sea precisamente esta la
verdadera realidad? ¿No tenemos quizá más motivos para pensar, con
Platón, que la realidad real es otra, mientras que esta no es sino una
sombra, como se nos relata en la alegoría platónica de la caverna?
Según ha visto lúcidamente Fernando Inciarte, el enigma del sueño
de la razón cruza toda la historia de nuestra cultura. La poética se ha
visto tentada de adscribir a las ensoñaciones un carácter sagrado y de
pensar que en ellas pueden acontecer «revelaciones» que desvelen la
realidad verdadera, cubierta en la vigilia por velos impenetrables. La filosofía, en cambio, casi siempre ha aspirado a un despertar de la razón,
que disipe definitivamente las oscuridades del sueño. Pero aquí le acecha el riesgo decisivo, el auténtico sueño de la razón, que consiste justamente en tomar sus propias costrucciones racionales por la verdadera
realidad, de manera que entonces ni siquiera se intente despertar.
Hoy sabemos que no hay ensoñación más radical que el intento de
racionalizar por completo el mundo que nos rodea y a nosotros mismos.
Expresado de manera paradójica: el peor sueño de la razón es el que ella
misma introduce en la realidad, al intentar disipar todas nuestras imaginaciones y ficciones, todas las irrealidades sin las cuales sería imposible
dar un solo paso en la comprensión del ser de las cosas. Aunque Goya
diera otro sentido a su famoso Capricho, el sentido filosófico último de
este problema radical vendría enunciado por el dictum de tal pintura:
«El sueño de la razón produce monstruos».
Tan perentorio para la filosofía es este problema que Descartes lo
compara, en cuanto a su generalidad, a la discusión de la hipótesis del
«genio maligno». Leemos en la Meditación primera:
[...] Debo considerar aquí que soy hombre y, por consiguiente, que
tengo costumbre de dormir y representarme en sueños las mismas
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El sueño y las ensoñaciones
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cosas, y a veces cosas menos verosímiles, que esos insensatos cuando
están despiertos. ¡Cuántas veces no me habrá ocurrido soñar, por la
noche, que estaba aquí mismo, vestido, junto al fuego, estando en
realidad desnudo y en la cama! En este momento, estoy seguro de
que yo miro este papel con los ojos de la vigilia, de que esta cabeza
que muevo no está soñolienta, de que alargo esta mano y la siento de
propósito y con plena conciencia: lo que acaece en sueños no me resulta tan claro y distinto como todo esto. Y fijándome en este pensamiento, veo de un modo tan manifiesto que no hay indicios concluyentes que basten a distinguir con claridad el sueño de la vigilia, que
acabo atónito, y mi estupor es tal que casi puede persuadirme de que
estoy durmiendo (Descartes, 1977: 18).
Acontece así que la única certeza indubitable resulta de la posición
inmediata de algo frente a la conciencia. Pero esto implica que estamos
ante el triunfo del representacionismo. Porque
las representaciones se comportan neutralmente frente al sueño o la
vigilia, la realidad o la ficción. Esto es especialmente claro en Descartes, con su solipsismo metódico. El cogito ergo sum cartesiano (significa algo así: cuando sueño, aunque meramente estoy soñando, existo) obtuvo su seguridad única y exclusivamente de la neutralización
provisional de la oposición entre sueño y verdad, razón y locura, verdad y engaño (Inciarte, 2004: 33).
El carácter indudable de lo que se da inmediatamente ante la conciencia se refiere a la realidad del propio darse, pero no necesariamente
a aquello que se da en la correspondiente afección. Porque la posibilidad
de error surge inmediatamente cuando se pretende atribuir algo a
«aquello —dice Aristóteles en la Metafísica— de lo que es accidente la
afección» (Met., 1010b 15-26).
Desde el momento en que se pretende superar la inmediatez del
dato de conciencia y acceder a aquello que se da en algún aspecto de la
correspondiente ensoñación, incurrimos en el riesgo de que tal atribución sea falsa. Y la duda que surge de esta tesitura —con todas sus variantes— no se puede disolver desde un planteamiento representacionista, según el cual lo que se conoce no son propiamente aspectos de la
realidad sino supuestas representaciones de ella.
El único modo de no caer bajo el dominio de la duda sofística o
cartesiana consiste en distinguir el concepto de la representación. Porque el concepto no está propiamente por lo conocido, sino que el propio concepto es lo que intelectualmente se conoce.
Las representaciones son temporales y los conceptos supratemporales. Las representaciones surgen de inmediato. Surgen y pasan
instantáneamente. Los conceptos, en cambio, no surgen ni desapare-
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Alejandro Llano
cen; o son —como precisa Aristóteles a propósito de las formas (cfr.
Met. VII, 15, 1039b 26; VIII, 5, 1044b 21-29)— o no son sin surgir
ni pasar. Mi representación no es tu representación, pero mi concepto puede ser tu concepto. Y en diversas circunstancias yo puedo formar el mismo concepto, pero no la misma representación. La representación consiste en ser un estado de conciencia; el concepto, no.
En esto estriba la objetividad del concepto, a diferencia de la subjetividad de la sensación (Inciarte y Llano, 2007: 290-291).
Los conceptos no están por la realidad, sino que son ellos mismos
realidad: por eso no pueden sustituirla.
Conocer la realidad tal como es significa sobre todo tener la capacidad de formar concepto, por ejemplo, el concepto de dolor, para
lo cual no son necesarias ni palabras ni sensaciones; para lo cual, en
principio, solo es necesario más bien el logro que puede rendir todo
hombre, aunque sea sordo o ciego, de constatar en sí mismo o en
otros que esto (por ejemplo un gemido o un gesto torcido en otros,
una punzada en su propio corazón) vuelve a ser lo mismo que aquello (Inciarte, 2004: 39).
Con todo, la ambigüedad de las ensoñaciones respecto a su valor de
verdad no puede superarse. De ahí que propiamente nuestros sueños no
sean ni verdaderos ni falsos. Y esto es así porque la irrealidad de los sueños va esencialmente unida a la apariencia, es decir, a su inevitable confusión con la realidad. Pero es que hay más. Es que la apariencia que está
en los sueños entreverada no solo es inevitable sino también insuperable
en sí misma, o sea, mientras que se esté soñando. Todos tenemos experiencia del «sueño dentro del sueño», es decir, de la posibilidad de salir
de un sueño —en cierta manera, de «despertar» de él— para pasar a
otro, en el que incluso comparezca el carácter onírico del primero. Pero
no hay en tal caso ninguna rectificación de la apariencia, porque el segundo sueño no es menos ilusorio que el primero.
En términos filosóficos, el motivo por el que en los sueños no hay
posibilidad de conocer la verdad estriba en la insuficiencia del modelo
meramente adecuacionista, puesta de relieve por Millán-Puelles en su
teoría de la reflexividad originaria, sin la cual es inviable la adecuación
veritativa (Millán-Puelles, 2014: 247-296). La ausencia en los sueños de
esta peculiar reflexividad —poseedora de una índole claramente intelectual— hace que la proposición «Quizá estoy soñando» no sea ni
verdadera ni falsa, sino que carezca de sentido1. De ahí que la pretensión
1
«Das Argument “Vielleicht träume ich” ist darum sinnlos, weil eben auch diese
Äusserung geträumt ist, ja auch das, dass diese Worte eine Bedeutung haben» (L. Wittgenstein, Über Gewissheit, Oxford, Basil Blackwell, 1979, n. 383; cfr. n. 667).
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El sueño y las ensoñaciones
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racionalista de disipar, de una vez por todas, las ilusiones cognoscitivas
desemboque en el moderno «sueño de la razón», que es insuperable
mientras que no se abandone el modelo representacionista, el cual —por
más que lo intente— no supera una teoría simplista de la verdad como
simple y mera adecuación. Si recordamos la distinción de MacIntyre
entre el paradigma de la certeza y el paradigma de la verdad (cfr. MacIntyre,
1990), advertiremos que el «sueño de la razón» fluye directamente del
primer modelo, ya que es propio de los sueños la situación de certeza
subjetiva sin asomo alguno de verdad.
La habitual alternativa humana de sueño y vigilia —característica
de una subjetividad que no se identifica con su conciencia— motiva que
la tajante distinción conceptual que se acaba de establecer entre uno y
otro estado no excluya las situaciones híbridas (como el estar «medio
dormido» o el «soñar despierto») en las que ambas tesituras se interpenetran y emulsionan.
Según Hans Blumenberg ha estudiado con abrumadora erudición
en su obra Hölenausgänge (1989), el carácter revelador de algunos sueños es un tópico que hace acto de presencia en las más antiguas culturas
y llega hasta la nuestra, como lo manifiesta, sin ir más lejos, el psicoanálisis. En terminología mítica, los sueños penetran en la mente por una
puerta de marfil o por una puerta de cuerno; los primeros son engañosos; los segundos, iluminadores. En este segundo caso —tan frecuente
en la Biblia, y que no está ausente ni en Platón ni en Descartes— sucede
que algunas representaciones han hecho en nosotros un impacto mucho más fuerte que el que inicialmente reconocimos y han encontrado
un eco inesperado en otras imágenes anteriores o posteriores. Cuando
en la configuración caleidoscópica de una ensoñación comparecen más
subrayadas y conexas esas imágenes, pueden revelarnos, por ejemplo, la
actitud realmente hostil de una persona que hasta entonces considerábamos amiga. Pero tal fulguración solo es retrospectiva, únicamente
acontece al despertar, porque en los sueños falta la dimensión reflexiva
imprescindible para hacerse cargo de la eventual realidad de aquel complejo representativo que después adquiere la categoría de una especie de
«visión».
Por todo ello, como dice Millán-Puelles en su Teoría del objeto puro,
No es de extrañar que en el tránsito de la vigilia al sueño lo real y
lo imaginario se entrelacen y compenetren mutuamente en su darse
ante la conciencia en acto. Las llamadas ‘imágenes hipnagógicas’ merecen que se las llame imágenes —en la estricta acepción de esa palabra— solo en la medida según la cual lo que en ellas se exhibe no
puede ser estimado con exactitud por quien pasa de la vigilia al sueño, ni por quien evoque en la memoria ese tránsito [...]. El carácter
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Alejandro Llano
globalmente imaginario de los híbridos en cuestión no se puede explicar únicamente por la proximidad al sueño, ya que el ejercicio de
la facultad imaginativa tiene lugar asimismo en situación de vigilia y
con no poca frecuencia; pero la proximidad del sueño o, por hablar
de un modo más riguroso, el efectivo estado de tensión hacia él, contribuye a disminuir la actividad de los sentidos externos y, por lo mismo, a perder el contacto con lo real sensible. La total desaparición de
ese contacto no llega a darse tampoco en los fenómenos de sonambulismo, a pesar de que en ellos el sujeto no se limita a encontrarse
en estado de tensión hacia el sueño. Aunque no está ‘quedándose
dormido’, sino que ya efectivamente se durmió, el sonámbulo ejecuta a su modo algunas actividades de la sensibilidad externa. Su situación, por tanto, es también híbrida de ensueños y percepciones,
quedando estas como impregnadas por aquellos, resultando un
conjunto elaborado en un clima de onírica irrealidad (MillánPuelles, 1990: 425-426).
Hemos de afirmar que las composiciones literarias están hechas de
la misma pasta de los sueños, no solo porque así hacemos justicia a la
certera sentencia de Shakespeare, sino efectivamente porque en ambos
casos se trata de secuencias de representaciones a las que no corresponde
una realidad cabal. Pero las diferencias de estos dos tipos de puros objetos
son ilustrativas para ambos términos de la comparación.
Por una parte, los sueños no se fingen voluntariamente ni en ellos se
sabe que son ficticios. En cambio, es esencial a las composiciones literarias que están forjadas por el arte de quien las escribe, mientras quien las
lee es consciente de tal carácter ficticio. En este aspecto de la cuestión, la
enseñanza hay que buscarla más en Cervantes que en Shakespeare. Así
como en Las meninas —obra típicamente barroca— se representa la
pintura dentro de la pintura, en El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la
Mancha se da la literatura reduplicativamente, es decir, la literatura dentro de la literatura. Pero, según señala Millán-Puelles, «la locura de don
Quijote se pone de manifiesto en su incapacidad para vivir de un modo
contemplativo lo irreal imaginario en cuanto tal, sin pretender llevarlo
a la realidad de su propio vivir activo» (Millán-Puelles, 1990: 428-429
y 449). Y, a su vez, al lector de El Quijote se le priva voluntariamente,
desde la primera línea del libro, de la información del nombre del preciso lugar de la Mancha donde dio comienzo aquella «verdadera historia», narrada originalmente por un autor cuya índole ficticia se revela
ya en un nombre tan curioso como el de Cide Hamete Benengeli. Y, sin
embargo, o quizá precisamente por ello, la obra de Cervantes contiene
verdades universales acerca de la condición humana más sustanciosas
que la mayor parte de los tratados de antropología filosófica (Véase
Rosen, 1993: 1-26; Cfr. Llano, 2000: 299-313).
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