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Transcript
NUESTRA AMÉRICA
PENSAMIENTO Y ACCIÓN
HOMENAJE
AL 150º ANIVERSARIO DE LA UNIDAD DE ITALIA
BICENTENARIO DE LA INDEPENDENCIA
DE LA REPÚBLICA ARGENTINA
1
Presentación
En 1949, en la Argentina, en la Universidad Nacional de Cuyo, se realizó el Primer
Congreso Nacional de Filosofía. Dicho Congreso fue inaugurado por el Presidente Juan
Domingo Perón que presentó su ponencia “La comunidad organizada”.
El historiador napolitano, Benedetto Croce envió su ponencia denominada “La
filosofía como historicismo”, en la cual reafirma su concepción de la identidad entre
filosofía e historia y el rechazo a cualquier concepción filosófica metafísica o teologizante
predeterminada o apriorística de la historia, como la filosofía de la historia hegeliana o
materialista, confirmando su planteo de la historia como hazaña de la libertad.
El pensador mexicano, José Vasconcelos, que había recibido la influencia de
Benedetto Croce junto con otros mexicanos como Antonio Caso y Alfonso Reyes, que
conformaron el Ateneo de la Juventud, envió dos ponencias: “La filosofía de la
coordinación” y “La filosofía como vocación y servicio”.
En el 150º aniversario de la Unidad de Italia y del Bicentenario argentino y
mexicano, queremos homenajear a Benedetto Croce, reimprimiendo su ponencia en el
Primer Congreso Nacional de Filosofía en 1949 en la Argentina, “La filosofía como
historicismo” (anexo 1); la presentación de Juan Domingo Perón en el mismo Congreso,
donde plantea la Tercera Posición justicialista en su ponencia “La comunidad organizada”
(anexo 2); las dos ponencias enviadas por el pensador mexicano José Vasconcelos: “La
filosofía de la coordinación” (anexo 3) y “La filosofía como vocación y servicio” (anexo 4)
y algunos artículos de Croce en la revista Crítica (anexo 5), desconocidos por la amplia
mayoría de los estudiantes universitarios y por las academias latinoamericanas y europeas.
Si bien Perón, Vasconcelos y Croce no coincidieron físicamente en el Congreso, ya
que Croce envió su ponencia, al igual que Vasconcelos, sin pretender realizar un examen
filológico, encontramos en dichas ponencias y pensamientos muchas influencias y
coincidencias.
En el caso de las ponencias y la bibliografía crociana y peronista, ambos autores
niegan la predeterminación de la historia, el apriorismo conceptual y abstracto de los
aconteceres históricos planteados tanto por el idealismo como por el materialismo. Ambos
se apartan de los modelos societales propuestos por dichas teorías, marcando la necesidad
de entender la particularidad e individualidad de las distintas realidades y negando la
legitimidad de las leyes universales para la historia. Perón presenta su Tercera Posición, en
el Congreso de Filosofía, que denomina colectivismo de base individual.
Croce había sostenido en Ética y política1 (1931), diferenciando el “liberismo” del
“liberalismo”, que sería lícito hablar de “socialismo liberal”, ya que el liberalismo es una
postura ética y moral, como un ideal para el conjunto de la sociedad y no una teoría
1
Croce, Benedetto: Ética y política, Ed. Imán, Buenos Aires, 1952.
2
económica como el “liberismo”. Para él, “será posible sostener, con la más sincera y
vívida conciencia liberal, ciertas medidas y expedientes que los teóricos de la economía
abstracta clasifican como socialistas, e incluso será lícito hablar, paradójicamente de un
socialismo liberal. La única oposición valedera de principio al socialismo es la que a la
ética y la política autoritaria, que está en su fondo, presentan la ética y política liberal”.2
La búsqueda de la ecuación armónica entre equidad y libertad recorre el
pensamiento y la acción de Croce y de Perón, Ambos se oponen a los totalitarismos y a la
concepción teológica o heterónoma de la historia de la humanidad e identificaron filosofía
con historia, concepción para la cual toda historia es contemporánea. También coinciden en
entender la verdad como realidad, en tanto procesos realizados por el hombre. Croce,
siguiendo a Giambattista Vico, sostenía que el Verum ipsum factum es la verdad como
realidad, como lo hecho por los hombres o el hecho. Perón sostenía: la única verdad es la
realidad.
El verum et factum convertuntur viquiano significa que la verdad y lo que se hace
son convertibles. Porque solo podemos conocer lo que hemos hecho.
Uno no puede conocer lo que no ha creado, sostiene Vico, por lo tanto el único
objeto real de la ciencia humana es el mundo de las naciones y de las instituciones hechas
por el hombre. Entender que la realidad o la historia (el mundo de las naciones y la
sociedad civil) es creada por los hombres, es al mismo tiempo ser concientes que se puede
transformar. El verum ipsum factum surge como oposición al escepticismo y al positivismo
así como a la concepción escolástica que concibe la verdad como dada y al intelecto como
contemplación pasiva.
Vasconcelos, en las ponencias enviadas al Congreso Nacional de Filosofía, expone
su pensamiento diciendo: “La verdad es armonía de pensamiento y realidad”3 y
“afortunadamente, en nuestros pueblos, el filósofo ha sido, por lo menos en la etapa
heroica de nuestra formación nacional, un héroe de la idea; un creador de cultura” (...)
cada nueva doctrina filosófica se convertía en el alma de una cruzada de inmediata
aplicación social”.4
Pretendemos mostrar que en Nuestra América, la filosofía no surge como
contemplación pasiva y postrera, sino que aparece en el amanecer, como aurora, como gallo
de América, que anuncia la creación heroica de una realidad y no como el búho de Minerva
en el crepúsculo, como sostiene Hegel.
Para Hegel, la filosofía llega siempre tarde. En su famosa frase del Prefacio a los
Lineamientos fundamentales de la filosofía del derecho sentencia: “Por lo demás, para
2
Ibídem.
Vasconcelos, José: “La filosofía de la coordinación”, en Actas del Primer Congreso Nacional de Filosofía,
Universidad Nacional de Cuyo, Buenos Aires, 1950.
Vasconcelos, José: “La filosofía como vocación y servicio”, en Actas del Primer Congreso Nacional de
Filosofía, Universidad Nacional de Cuyo, Buenos Aires, 1950.
3
4
3
decir aún una palabra sobre su pretensión de enseñar cómo debe ser el mundo, la filosofía
llega siempre demasiado tarde. Como pensamiento del mundo, sólo aparece en el tiempo
después de que la realidad ha cumplido su proceso de formación y se ha terminado (...).
Cuando la filosofía pinta su gris sobre gris entonces ha envejecido una figura de la vida, y
con gris sobre gris no se deja rejuvenecer sino sólo conocer: el búho de Minerva sólo
levanta su vuelo al romper el crepúsculo, o sea, al anochecer”.5
En América Latina, la filosofía se entendía como sostenía el filósofo argentino José
Ingenieros en 1915, cuando decía: “Ningún pensador argentino tuvo los ojos en la espalda
ni pronunció la palabra ‘ayer’; todos miraron al frente y repitieron sin descanso
‘mañana’. ¿Qué raza posee una tradición más propicia para su engrandecimiento?”.6
Pero, en la Argentina, en 1955, el golpe de Estado y la posterior dictadura hizo
desaparecer toda la bibliografía peronista, y se tergiversaron tanto su pensamiento como su
accionar durante sus presidencias. También se secuestraron sus textos y los dictadores
calificaron de “tiranía” la presidencia de Perón, mientras la izquierda estalinista lo
calificaba de “fascista”. Aún hoy, la incomprensión de los movimientos populares
revolucionarios en América Latina hizo que muchos intelectuales los continúen etiquetando
como populistas, demagógicos o fascistas.
Por otra parte, los textos de los pensadores italianos, traducidos al castellano durante
los años 40, no se volvieron a reeditar. Entre ellos se encuentran los libros de Benedetto
Croce que cuestionaba no sólo al fascismo sino también al materialismo histórico. Recién
en este siglo comienzan a aparecer algunas ediciones de ellos. Varios de los firmantes de la
Protesta contra el manifiesto de los intelectuales fascistas escrita por Croce vinieron a la
Argentina durante el gobierno peronista.
Creemos que es necesario rescatar los textos desconocidos para la mayoría de las
academias italianas y argentinas, y ponerlos a disposición de los investigadores; más aún
cuando en la Argentina la inmigración italiana, ya en los años cuarenta, constituía el 10%
de la población total del país. Su aporte social y cultural es por lo tanto una parte
insoslayable de la formación de nuestra cultura e identidad nacional. El afectuoso apodo
para todos los italianos en la Argentina de “tanos” se refiere a la importante inmigración de
napolitanos donde nació Benedetto Croce y Giambattista Vico así como Rodolfo
Mondolfo, quien migró a la Argentina y enseñó en las universidades de Córdoba, Tucumán
y Buenos Aires, donde murió a los 99 años.
La Universidad Nacional de Lanús está siguiendo los consejos de Leopoldo
Marechal, al recuperar y reeditar aquellos textos de pensadores que fueron ocultados,
prohibidos, olvidados o tergiversados por las diferentes dictaduras que sufrió nuestro país.
Marechal nos había dicho: “Muchachos... el pueblo recoge todas las botellas que se tiran
al agua con mensajes de naufragio. El pueblo es una gran memoria colectiva que recuerda
5
Hegel, Guillermo Federico: Principios de la Filosofía del Derecho, Sudamericana, Buenos Aires, 1975.
Ingenieros José: La formación de una raza argentina, en Rossi, Alejandro (selección), Revista de Filosofía,
Universidad Nacional de Quilmes, Buenos Aires, 1999.
6
4
todo lo que parece muerto en el olvido. Hay que buscar esas botellas y refrescar la
memoria”.
5
1. LA HISTORIA EN LOS AÑOS SESENTA SEGÚN NUESTROS PENSADORES:
COPIAR O CREAR
“No veo la gloria, ni en el propósito de desnaturalizar el carácter de los pueblos, su genio
personal, para imponerles la identificación con un modelo extraño al que ellos sacrifiquen
la originalidad irreemplazable de su espíritu; ni en la creencia ingenua de que eso pueda
obtenerse alguna vez por procedimientos artificiales e improvisados de imitación. Ese
irreflexivo traslado de lo que es natural y espontáneo en una sociedad al seno de otra,
donde no tenga raíces ni en la naturaleza ni en la historia…”
José Enrique Rodó
(1900)
“Así se establece una relación dialéctica entre el ayer, el presente y el porvenir. En el
pasado buscamos afirmación, antecedentes, claves. Pero sabiendo que los desafíos
históricos son constantes y renovados, y que cada generación debe responder a los suyos.
La historia no está escrita por anticipado y el mundo se nos ofrece como inacabado para
que lo construyamos en medio de la contingencia y el riesgo: está en nosotros que deje de
ser un mundo de ignominia.”
John William Cooke
Era el espíritu de la época, al decir de Hegel, o las pasiones generales y dominantes,
para Tocqueville, o el paradigma vigente según Kuhn: el materialismo dialéctico en los
sesenta.
Para Tocqueville, en La democracia en América, la primera de las pasiones
generales y dominantes en una sociedad democrática es negativa, es la irreligiosidad. Las
pasiones por la libertad y la igualdad son las pasiones democráticas de los intelectuales.
Para él, las fórmulas de legitimidad ideológicas son combinaciones que asocian por una
parte pasiones y sentimientos y por otra creencias dogmáticas. Y las creencias dogmáticas
son necesarias en las democracias para legitimar las pasiones transformándolas en
exigencias de la Razón.
A mediados de los años 60, no existían diálogos, discusiones, revistas culturales,
intelectuales, académicos o estudiantinas, en el mundo occidental, que no discurriera en
términos filosóficos sobre el materialismo dialéctico o histórico o sobre el marxismo en
términos políticos.
Sin embargo, los recién llegados a las aulas universitarias comenzamos
precisamente en esa época a comprender la historia argentina y ese “hecho maldito de un
país burgués” que es el peronismo, fundamentalmente de la mano de Rodolfo Puiggrós,
Arturo Jauretche, Hernández Arregui o Scalabrini Ortiz.
A pesar de las innumerables citas de la bibliografía marxista acerca del carácter
histórico y dialéctico de las categorías conceptuales, el marxismo mecanicista u ortodoxo,
como lo denomina Lukács, siempre pretendió extrapolar esquemas, modelos de
6
organización o teorías puras y abstractas de la revolución o del socialismo, cosificando los
procesos sociales y buscando homogeneizarlos urbi et orbi.
Por eso, el error fundamental, como dice Puiggrós, de las izquierdas argentinas, fue
analizar la historia y la política con categorías extrapoladas de otras historias y geografías
de las cuales habían surgido, de otras realidades, de otras contradicciones internas de otras
situaciones nacionales, al mismo tiempo que priorizaba políticamente las contradicciones
internacionales frente a las contradicciones internas.
Al decir de Rodolfo Puiggrós en Las izquierdas y el problema nacional: “La
costumbre de conceptuar conceptos extraídos de libros e informes, o de conceptuar
experiencias ajenas, en vez de analizar la realidad social sobre la que se pretende actuar,
explica la desconexión de las izquierdas latinoamericanas de los movimientos de masas de
sus países. Reemplazan las contradicciones sociales por etiquetas que las ocultan o las
deforman (...) conceptúan conceptos y temen conceptuar a la realidad, porque no quieren
correr el riesgo de sumergirse en ella para transformarla”.7
Ello implicaba, para los teóricos y políticos que se decían materialistas dialécticos
en la Argentina, que no fueran ni materialistas ni dialécticos a la hora de analizar la historia
nacional; que se confundieran al tomar las categorías abstractas, los conceptos filosóficos e
históricos como si fueran entes metafísicos, atemporales y ahistóricos, que se podrían
utilizar omnímodamente para analizar cualquier historia y tomar decisiones políticas en
consecuencia. Por eso, decía Puiggrós que a los intelectuales les gustaba conceptuar
conceptos en vez de conceptuar la realidad. Eso no sólo sucedió en nuestro país, sino en
general con la izquierda en toda América Latina.
Las reflexiones filosóficas y políticas en la primera mitad del siglo XX, no podían
dejar de estar impregnadas por la contradicción entre los sistemas económicos y políticos
del comunismo y el capitalismo, las posiciones entre el idealismo y el materialismo, así
como la presencia en el mundo occidental de los sistemas estalinistas y nazistas. Los
debates por lograr una ecuación armónica entre la justicia social y la libertad recorrían las
academias y los ámbitos intelectuales y políticos.
América Latina se debatía entre la creación de un modelo político, cultural,
económico y social autónomo, desprovisto de tutorías ideológicas y de los poderes
centrales y la dependencia para su desarrollo y construcción nacional o la traslación de
modelos europeístas de diverso signo. Por otra parte, el eurocentrismo de las visiones
intelectuales y académicas tendía a catalogar las experiencias inéditas en nuestra América
con las categorías de las ciencias políticas y sociales europeas.
En realidad podríamos sintetizarlo diciendo que la izquierda admiraba a los
“sanscoulottes” de la revolución francesa, o burguesa, pero despreciaba a los descamisados
de la revolución peronista. Eran bováricos, como denominaba el filósofo mexicano Antonio
Caso a quienes se creían otros y negaban su propia realidad. Para nuestros bováricos se ve
7
Puiggrós, Rodolfo: Las izquierdas y el problema nacional, CEPE, Buenos Aires, 1973.
7
que era más revolucionario no tener pantalones que no tener camisa como los
descamisados.
El historiador napolitano Benedetto Croce se preguntaba en 1933: ¿Adónde va el
mundo?, y nuestro historiador Rodolfo Puiggrós se preguntaba en 1972: ¿Adónde vamos
argentinos?
Croce se contestaba “el mundo ha marchado siempre hacia algo o sea hacia nuevas
afirmaciones, pero no se llega jamás a prever cuáles son ellas (…) no se va nunca más allá
de la afirmada posibilidad de ciertas formas genéricas o abstractas que, en concreto,
pueden rellenarse con los más diversos contenidos (…) pero bajo estos esquemas del futuro
resultan posibles las más opuestas y diversas realidades morales humanas, las más
diversas concepciones y actuaciones de la vida; y lo que importa, o lo que importará, serán
siempre esas realidades y no aquellos esquemas sociológicos o filosóficos”.8
Puiggrós nos enseñaba en los sesenta que los acontecimientos históricos, con
movimientos de liberación no ortodoxos, ni previstos por ninguna ciencia ni abecedario
marxista o idealista, que se daban en distintas regiones del mundo, nos demostraban el
carácter nacional e histórico de las revoluciones y de los movimientos políticos de
liberación. Las recientes revoluciones como la china o la cubana, las luchas de liberación en
el África, o la liberación de Argelia, nos mostraban día a día que no existían ni recetas ni
etapas prefiguradas escatológicamente de emancipación de los pueblos en la lucha por su
libertad.
Hace pocos meses, Fidel Castro sostenía que el error más importante que cometió la
revolución cubana “era creer que alguien sabía de socialismo, o que alguien sabía de cómo
se construye el socialismo”. Para Castro, aunque estuviera documentada científica y
teóricamente la factibilidad del socialismo y hubiera experiencia práctica en los intentos de
construcción en otros países, la edificación de la nueva sociedad es como el primer viaje al
espacio, es un viaje a lo ignoto, a lo desconocido.
El cuestionamiento al estalinismo en los sesenta, como contrario al carácter
dialéctico de la propia revolución, también colaboró con la desmitificación de la ideología
marxista como panacea política. Las categorías de análisis del marxismo ortodoxo ya se
demostraban inútiles para concebir o explicar las luchas libertarias de nuestra América
Latina y sus movimientos nacionales revolucionarios. A poco de andar, los epítetos o
clasificaciones esgrimidas por el comunismo al peronismo al igual que al varguismo o al
cardenismo, que iban desde “populismo” hasta movimientos “nazifascistas” comenzaron a
desalojar las academias y el espíritu de la época. Muchos intelectuales como Puiggrós, de
origen marxista, rompieron con el Partido Comunista y apoyaron el movimiento peronista.
Por primera vez, en la Argentina, los universitarios se hicieron peronistas.
La historia argentina comenzó a transfigurarse ante los ávidos ojos lectores de los
estudiantes; los movimientos populares comenzaron a resignificarse desde nuevas
8
Croce, Benedetto: Veinte años de lucha, Interamericana, Buenos Aires, 1944.
8
interpretaciones y, finalmente, el método dialéctico se asentó en el movimiento de las
contradicciones concretas de nuestra realidad y no en recetarios para todo momento y todo
lugar, que nos iban a decir, como en años anteriores, quiénes éramos, con qué adjetivo se
calificaban las experiencias inéditas revolucionarias latinoamericanas o cuál era el destino
manifiesto de nuestras naciones.
Puiggrós coincidía en los años sesenta, con el filósofo napolitano, en que el
materialismo histórico era un canon de interpretación y no un recetario para cualquier
tiempo y país. La historia de los latinoamericanos volvió a entenderse como hazaña de la
libertad, como la entendieron nuestros Libertadores Simón Bolívar y José de San Martín.
Pasión y épica, pensamiento y acción, signaron los años siguientes en la búsqueda de la
liberación.
En 1973, el pueblo argentino volvió a elegir a Perón presidente, después de
dieciocho años de exilio. Pero nuevamente a poco de morir Perón, las Fuerzas Armadas
dieron otro golpe de Estado, instalando la dictadura más sangrienta de la historia argentina.
Durante los siete años de vigencia, no sólo secuestraron y desaparecieron libros por
“subversivos” sino que asesinaron y desaparecieron a sus autores entre las 30.000 víctimas
del genocidio.
9
2. PENSAMIENTO Y ACCIÓN
“Si la Historia de la humanidad es una limitada serie de instantes decisivos, no cabe duda
de que, gran parte de lo que en el futuro se decida a ser, dependerá de los hechos que
estamos presenciando. No puede existir al respecto divorcio alguno entre el pensamiento y
la acción, mientras la sociedad y el hombre se enfrentan con la crisis de valores más
profunda acaso de cuantas su evolución ha registrado.”
Juan Domingo Perón
Desde las revoluciones libertarias y las declaraciones de independencia de América
Latina, se debía crear una nueva Nación, un nuevo Estado, imaginado por los primeros
criollos que habitaban la región. Todo estaba por hacerse en nuestra tierra con los
habitantes autóctonos, los inmigrantes y los primeros criollos.
Así se planteaba la situación cuando Simón Bolívar decía en la Carta de Jamaica, en
1815: “No somos indios ni europeos, sino una especie media entre los legítimos
propietarios del país y los usurpadores españoles: en suma, siendo nosotros americanos
por nacimiento y nuestros derechos los de Europa, tenemos que disputar éstos a los del
país y que mantenernos en él contra la invasión de los invasores; así nos hallábamos en el
caso más extraordinario y complicado; no obstante que es una especie de adivinación
indicar cuál será el resultado de la línea de política que la América siga, me atrevo a
aventurar algunas conjeturas, que, desde luego, caracterizo de arbitrarias, dictadas por un
deseo racional y no por un raciocinio probable”.9
La filosofía original surge también como necesidad y seguirá siendo perentoria su
misión de seguir interrogando su propia realidad. Debe asumir el compromiso de indagarse
como sociedad y proponer soluciones a sus propios problemas. Deberá a su vez
transformarse en acción para sortear los obstáculos que impiden nuestra propia realización
nacional y humana.
Transcurridos sólo treinta y dos años de la Revolución de Mayo en la Argentina,
Juan Bautista Alberdi, en 1842 sostenía: “Es un deber de todo hombre de bien que por su
posición o capacidad pueda influir sobre los asuntos de su país, mezclarse en ellos; y es
del deber de todos aquellos que toman una parte de ilustrarse sobre el sentido en que
deben dirigir sus esfuerzos. Pero no se puede llegar a esto sino por el medio que hemos
indicado, es decir, averiguando dónde está el país y dónde va; y examinando para
descubrirlo, dónde va el mundo, y lo que puede el país en el destino de la humanidad”.10
9
Bolívar, Simón: “Carta de Jamaica”, en Zea, Leopoldo (comp.): Fuentes de la cultura latinoamericana,
Tierra Firme, México, FCE, 1995.
10
Op. cit.
10
Parecería que los auténticos pensadores y gobernantes latinoamericanos se han
empeñado en descifrar lo que hemos llamado el “logaritmo nacional”; o sea, descubrir
cómo llegar a la potencia, conociendo la base, la realidad de nuestros países. Y la potencia
que plantea Perón es, en este caso, la armonía que permitiría la plenitud de la existencia,
entendiendo que al “principio hegeliano de realización del yo en nosotros, apuntamos la
necesidad de que ese nosotros se realice y perfeccione por el yo”11. La potencia es la
armonía entre el progreso material y los valores espirituales y proporciona al hombre una
visión ajustada de la realidad.
En 1969, el filósofo mexicano Leopoldo Zea sostenía en su libro La filosofía
americana como filosofía sin más, citando a Simón Rodríguez (tutor de Simón Bolívar):
“La América nuestra no debe imitar (…) ni a Europa que es ignorante en política,
corrompida en sus costumbres y defectuosa en su conjunto; ni a los Estados Unidos, cuyas
circunstancias son enteramente distintas…”.12
Para este autor, la filosofía es original en América Latina, porque es una expresión
del hombre, por su origen, por su concreta personalidad, por su individualidad. Tiene un
carácter original no porque se creen nuevos sistemas sino porque “trata de dar respuesta a
los problemas que en una determinada realidad y en un determinado tiempo se han
originado”.13
Zea, citando a Juan Bautista Alberdi, reitera: “Cada país, cada época, cada filósofo
ha tenido una filosofía peculiar (…) porque cada país, cada época y cada escuela ha dado
soluciones distintas a los problemas del espíritu humano”.14
Veinte años antes de la publicación de Zea, se realizó en la Universidad Nacional de
Cuyo el Primer Congreso Nacional de Filosofía en nuestro país. En este Congreso, Juan
Domingo Perón expuso su pensamiento en el trabajo titulado “La comunidad organizada”15
y Benedetto Croce tituló su ponencia “La filosofía como historicismo”.
La originalidad del pensamiento de Perón se refiere a su particular enfoque para
resolver los problemas del hombre en la sociedad argentina. Como ya lo señalamos,
consideramos que toda filosofía ha emanado de las necesidades más imperiosas y de los
problemas de cada período y de cada país. En este sentido, Perón hizo lo que Juan Bautista
Alberdi proponía en el siglo XIX, o sea estudiar la “filosofía aplicada a los objetos de
interés más inmediatos para nosotros (…) la filosofía política, la filosofía de nuestra
11
Op. cit.
Zea, Leopoldo La filosofía americana como filosofía sin más, Siglo XXI, México, 1975.
13
Ibídem.
14
Ibídem.
15
Perón, Juan Domingo: La comunidad organizada, Instituto Nacional “Juan Domingo Perón”, Buenos Aires, 2006.
12
11
industria y riqueza, la filosofía de nuestra literatura, la filosofía de nuestra religión, de
nuestra historia”.16
Es por la originalidad del pensamiento de Perón y su propuesta para resolver los
problemas del hombre en la sociedad argentina siendo gobernante, y porque aún hoy sigue
vigente y continúa siendo defendida por la mayoría de los argentinos, que creemos
necesario estudiarla y reflexionar a propósito de ella. No debe tomarse como un homenaje
póstumo sino como propuesta concreta de filosofía de la práctica, o filosofía de la acción,
para la cual el pensamiento es inescindible de la acción.
También para el pensador mexicano José Vasconcelos, el filósofo americano no es
de “aquellos que se gastan en la preocupación de plantear el problema (...) sino de
aquellos otros, más resueltos que se consideran obligados a comprometerse apuntando,
marcando soluciones. El planteamiento es tan sólo una primera posición del filósofo, que
se queda estéril si no viene seguido de la valiente aceptación de la responsabilidad que
supone adoptar decisiones y señalar rutas”.17
Es por eso que es necesario estudiar la unidad entre pensamiento y acción en la
propuesta realizada en 1949 en “La comunidad organizada”. Esta ya se había plasmado en
la Constitución Nacional en ese mismo mes durante el primer mandato presidencial de
Perón, reflejando la voluntad política y el compromiso de un pueblo para su organización
política y social, enfrentándose racionalmente a los problemas que planteaba nuestra propia
realidad, pasando de la teoría a la acción, entendiendo la identidad de la filosofía con la
historia y de ésta como hazaña en la lucha por la libertad.
La propuesta de “La comunidad organizada” y de la denominada Tercera Posición
plasmada en la Constitución Nacional es una auténtica filosofía, no porque hubiera surgido
precisamente en el crepúsculo, como el búho de Minerva, como pensaba Hegel, ni porque
hubiera sancionado y coronado los hechos consumados, sino porque fue capaz de
desencadenarlos y promoverlos, a fin de superar la condición de subdesarrollo a través de
transformaciones sociales, políticas y económicas.
Constituye así esa “nueva actitud filosófica, preocupada más por la acción que por
la teoría. Una filosofía que muestra las posibilidades de esta acción y de su no menos
posible eficacia”, como sugiere Zea.18 Y esta filosofía de la acción ha tenido como función
“no sólo hacer consciente nuestra condición de subordinación, sino también la forma de
superar esta condición”.19
16
Zea, Leopoldo: Alberdi, Juan Bautista: “Ideas para un curso de filosofía contemporánea”, en Zea, Leopoldo
(compilador): Fuentes de la cultura latinoamericana, Tierra Firme, FCE, México, 1995.
17
Vasconcelos, José: “La filosofía como vocación y servicio”, en Actas del Primer Congreso Nacional de Filosofía,
Universidad Nacional de Cuyo, Buenos Aires, 1950.
18
Op. cit.
19
Ibídem.
12
La actitud filosófica latinoamericana parece caracterizarse así por ser prolegómeno
y no epílogo o epígrafe, por ser introducción y no conclusión de la historia. Parece ser
necesidad y voluntad de hacer la historia y no de narrarla, ya que nuestra corta historia en la
cultura occidental debía autocrearse más que reproducirse, emular o plagiar pensamientos
surgidos de otras realidades y de otras necesidades en otros momentos históricos.
El pensador peruano José Carlos Mariátegui, que en su formación en Italia se había
vinculado a Croce y a Gobetti, sostenía en 1928: “No queremos ciertamente que el
socialismo en América sea calco y copia, debe ser creación heroica. Tenemos que dar vida,
con nuestra propia realidad en nuestro propio lenguaje, al socialismo indoamericano. He
aquí una misión digna de una generación nueva”.20
Para Perón, el movimiento nacional argentino, que llamó “justicialismo”, tiene una
doctrina nacional que encarna los grandes principios teóricos. A su vez, al modelo societal
que propone en la comunidad organizada lo llama “colectivismo con base individualista”,
asume una profunda fe en el hombre; y la comunidad a la que se aspira es aquella donde la
libertad y la responsabilidad son causa y efecto.
20
Mariátegui, José Carlos: Antología de José Carlos Mariátegui, Costa ACIC, México, 1966.
13
3. LA FILOSOFÍA DE LA ACCIÓN
“¿Qué se hace en todas partes cuando se filosofa? Se observa, se concibe, se razona, se
induce, se concluye. En este sentido, pues, no hay más que una filosofía. La filosofía se
localiza por el carácter instantáneo y local de los problemas que importan especialmente a
una nación, a los cuales presta la forma de sus soluciones. Así la filosofía de una nación
proporciona la serie de soluciones que se han dado a los problemas que interesan a sus
destinos generales. Nuestra filosofía será, pues, una serie de soluciones dadas a los
problemas que interesan a los destinos nacionales: o bien, la razón general de nuestros
progresos y mejoras, la razón de nuestra civilización; o bien la explicación de las leyes,
por las cuales debe ejecutarse el desenvolvimiento de nuestra nación; las leyes por las
cuales debemos llegar a nuestro fin, es decir, a nuestra civilización, porque la civilización
no es sino el desarrollo de nuestra naturaleza, es decir, el cumplimiento de nuestro fin (…)
Así, pues, libertad, igualdad, asociación, he aquí los grandes fundamentos de nuestra
filosofía moral”.21
Juan Bautista Alberdi
“Los problemas de la filosofía surgen de presiones y reacciones que se originan en la vida
de la comunidad misma en que surge una filosofía determinada y que, por tal razón, los
problemas específicos de la filosofía varían en consonancia con los cambios que se
producen constantemente en la vida humana, los que, en determinados momentos, dan
lugar a una crisis y forman un recodo en la historia de la humanidad”.
Paul Ricoeur
A pesar de ser calificado muchas veces como idealista y seguidor de la filosofía
especulativa, fundamentalmente por el materialismo histórico, ya Benedetto Croce en 1930
se diferenciaba de los filósofos tradicionales proponiendo la disolución del concepto de la
filosofía como sistema cerrado, pedantesco y abstruso. Afirmaba: “La filosofía debe
resolver los problemas que el proceso histórico, en su desenvolvimiento, presenta cada vez
(…). Por lo tanto, el pensamiento filosófico no es concebido como un desenvolvimiento –de
un pensamiento a otro– sino como un pensamiento de la realidad histórica”.22
Adolfo Sánchez Vázquez, en su Filosofía de la praxis, sostiene que la historia de la
teoría “(del saber humano en su conjunto) y de la praxis (de las actividades prácticas del
hombre) son abstracciones de una sola y verdadera historia: la historia humana”.23
21
Op. cit.
Gramsci, Antonio: El materialismo histórico y la filosofía de Benedetto Croce, Nueva Visión, Buenos Aires, 1984.
23
Sánchez Vázquez: Filosofía de la praxis, Grijalbo, México, 1967.
22
14
Sin embargo, la determinación de la práctica o de la realidad sobre la teoría, o la
práctica como fin de la teoría, no implica su permanente posteridad, ya que hay una
anticipación ideal de lo que no existe aún, pero queremos que exista. La práctica determina
a la teoría en tanto fin y es por esta razón que debe haber conciencia de la necesidad.
De esa manera, la práctica determina a la teoría porque plantea los problemas y le
exige soluciones y, por otra parte, porque le impone a la teoría el fin deseado.
Al explicar la utilización del término griego praxis que significa acción de llevar
algo a cabo, Sánchez Vázquez sostiene que se refiere a una acción que tiene su fin en sí
misma. Mientras, que la acción que engendra un objeto exterior al sujeto y a sus actos se le
denomina en griego póiesis, en tanto producción o fabricación. Por las connotaciones de
“práctica” como algo utilitario y de “poesía” en el lenguaje ordinario que no denota la
práctica como acción, se eligió la palabra praxis para designar la actividad práctica.
Sin embargo, la “filosofía de la praxis” se entendió generalmente como aquella
surgida de lo que se denomina, entre las ciencias sociales, el “hegelianismo de izquierda”,
fundamentalmente a partir de las “Tesis sobre Feuerbach” de Marx, en La ideología
alemana,24 donde se rechaza la posibilidad de conocer al margen de la actividad práctica del
hombre.
Dicha filosofía plantea que se conoce gracias a la actividad práctica humana, entre
el hombre y la naturaleza o el hombre y el mundo. La práctica brinda tanto el objeto de
conocimiento como el criterio de verdad. El concepto fundamental en contra del
pensamiento especulativo se encuentra en la “Tesis XI sobre Feuerbach” que dice: “Los
filósofos se han limitado a interpretar el mundo de distintos modos, de lo que se trata es de
transformarlo”.25
En 1948 se edita El materialismo histórico y la filosofía de Benedetto Croce, en el
cual Antonio Gramsci, polemizaba con Benedetto Croce por sus críticas a la filosofía de la
praxis y por su carácter especulativo (fundamentalmente en su libro Materialismo histórico
y economía marxista), Gramsci sostenía que había que arreglar cuentas con la “filosofía de
Croce”.26
Sin embargo, para ambos autores, todo hombre es un filósofo y el pensamiento
filosófico no se concibe como el desenvolvimiento de un pensamiento a otro, sino como
pensamiento de la realidad histórica.
Más allá de su crítica, Gramsci valora que Croce, habiendo hecho el camino inverso
a la filosofía de la praxis, retradujo “al lenguaje especulativo las adquisiciones de la
24
Marx, Carlos y Engels, Federico: La ideología alemana, Pueblos Unidos y Grijalbo, Barcelona, 1970.
Ibídem.
26
Op. cit.
25
15
filosofía de la praxis”.27 Considera que hay huellas aun en Croce de trascendencia y
teología, a pesar de que Croce haya negado que el pensamiento produzca abstractamente
otro pensamiento, y afirmado que “los problemas que el filósofo debe resolver no son una
filiación abstracta del pensamiento filosófico precedente, sino que son propuestos por el
desarrollo histórico actual, etcétera”.28
Para Gramsci, la filosofía de Croce es considerabilísima por su “retraducción al
lenguaje especulativo” del historicismo realista de la filosofía de la praxis y por lo tanto,
podría ser una premisa para renovar la filosofía de la praxis que surgió como traducción del
hegelianismo al lenguaje historicista.
Concluye Gramsci que el valor instrumental de la filosofía de Benedetto Croce es
haber llamado la atención sobre “la importancia de los hechos de la cultura y del
pensamiento en el desarrollo de la historia, sobre la función de los grandes intelectuales en
la vida orgánica de la sociedad civil y el Estado, sobre el momento de la hegemonía y del
consentimiento como forma necesaria del bloque histórico concreto”.29
Croce en realidad iba más allá y sostenía en Cultura e vita morale que siempre
“merced a la historia, la filosofía se aúna con la práctica, o sea con los problemas que la
vida presenta y que debemos resolver con nuestra acción (...) Cada individuo y cada
pueblo debe recorrer su propio camino, movido por las condiciones de hecho en las cuales
se encuentra y que son el resultado de la historia”.30
Entre las condiciones que sostiene Croce para que exista en Italia un despertar
filosófico, es que ésta esté a la altura de los tiempos, o sea “muestre la capacidad de
dominar y resolver todos los problemas que hasta ahora se ha propuesto el espíritu
humano y de dominarlos y resolverlos mejor que cualquier otro sistema del pasado”.31
Sintetizando el pensamiento gramsciano, la filosofía de la praxis implica la igualdad
o ecuación entre “filosofía y política”, entre pensamiento y acción. “Todo es político,
incluso la filosofía o las filosofías, y la única filosofía es la historia en acción, es decir la
vida misma.”32
En América Latina se planteó la vinculación de la filosofía a la historia, se postuló a
la filosofía no como corolario, sino como preámbulo de la acción. La filosofía se propuso
no como un sistema “abstracto, cerrado y abstruso” al decir de Croce, sino como
instrumento de transformación de la sociedad y definición de su morfología. Podemos citar
a los mexicanos Antonio Caso, José Vasconcelos, Justo Sierra, al peruano José Carlos
27
Ibídem.
Ibídem.
29
Ibídem.
30
Croce, Benedetto: Cultura e vita morale, Laterza, Bari, 1926.
31
Ibídem.
32
Ibídem.
28
16
Mariátegui, Augusto Salazar Bondy o al uruguayo José Enrique Rodó en el siglo XX o a
Juan B. Alberdi en el siglo XIX, entre tantos pensadores latinoamericanos que buscaron
encontrar caminos originales para nuestras naciones.
En ello, coinciden con Croce en que la “filosofía de una época no es la filosofía de
tal o cual filósofo, de tal o cual grupo de intelectuales, de tal o cual sector de las masas
populares; es combinación de todos estos elementos, que culmina en una determinada
dirección y en la cual esa culminación se torna norma de acción colectiva; esto es, deviene
‘historia’ concreta y completa (integral)”.33
Por otra parte, Perón, en la Argentina, sostiene que la doctrina justicialista se funda
en “la filosofía propia de la acción del Gobierno, que no es de abstención total como en el
individualismo, ni de intervención total como en el colectivismo, sino de conducción de las
actividades sociales, económicas y políticas del Pueblo”.34
Lo que diferencia a las posiciones del colectivismo y del individualismo es que cada
una posee una filosofía de la acción distinta a la otra, ya que es la filosofía de la acción la
que le da “carácter democrático a una monarquía o carácter totalitario a una república”.35
Explica en la presentación del Segundo Plan Quinquenal de su gobierno que la
filosofía de la acción del individualismo es netamente liberal y por lo tanto la acción de
Gobierno debe prescindir de intervenir en las actividades sociales, económicas o políticas
del pueblo, trayendo como consecuencia la anarquía política, el capitalismo en lo
económico nacional e internacional y la explotación del hombre por el hombre en lo social.
Por otra parte, el colectivismo cuya filosofía de la acción es antiliberal, entiende que
el Gobierno debe asumir la dirección de todas las actividades políticas, económicas y
sociales. Esa filosofía trajo como consecuencia la dictadura política, el intervencionismo
económico y la explotación del hombre por el Estado en lo social.
El justicialismo como filosofía de la acción implica en “lo político, como un
régimen de libertad en función social; en lo económico, como economía social, y en lo
social como dignificación del hombre y del Pueblo”.36
El Gobierno para Perón es “gobierno de conducción”. Y la conducción es un difícil
arte que como tal implica toda una filosofía de la acción, ya que como todo arte es universal
e indivisible y todo de ejecución. Se puede perfeccionar, conocer su doctrina, su teoría y su
técnica, pero lo demás es pura acción.
33
Ibídem.
Perón, Juan D.: “Perón, su pueblo y el Segundo Plan Quinquenal”, Presidencia de la Nación, Secretaría de
Informaciones, Bs. As., 1953.
35
Ibídem.
36
Ibídem.
34
17
Toda conducción exige que mediante la unidad de concepción (surgida de una
doctrina, una teoría y las correspondientes formas de ejecución) se logre la unidad de
acción a través de la persuasión, el auspicio y el fomento del pueblo y no a través de la
coerción.
Para él, puede haber doctrina y teoría sin plan o formas de ejecución, pero no puede
existir un plan sin doctrina y teoría. Para la doctrina peronista los fines inmutables de la
comunidad organizada son “la felicidad del Pueblo y la grandeza de la Nación”; por ello,
el Segundo Plan Quinquenal contiene una doctrina, una teoría y las formas de ejecución de
las tareas que surgen de ellas.
18
4. FILOSOFÍA LATINOAMERICANA: CÓMO PENSAR Y HACER LA NACIÓN
Y LA PATRIA GRANDE
“Nuestra filosofía, pues, ha de salir de nuestras necesidades. Pues según estas
necesidades, ¿cuáles son los problemas que la América está llamada a establecer y
resolver en estos momentos? Son los de la libertad, de los derechos y goces sociales de que
el hombre puede disfrutar en el más alto grado en el orden social y político; son los de la
organización pública más adecuada a las exigencias de la naturaleza perfectible del
hombre, en el suelo americano.”
Juan Bautista Alberdi
Desde los orígenes de la filosofía, muchos pensadores intentaron darle forma a la
sociedad, buscando idealmente cuál sería la morfología más cercana a sus ideales.
Platón imaginó su República con sus Leyes, San Agustín delineó La ciudad de Dios,
Campanella pensó La ciudad del sol, Bacon imaginó La nueva Atlántida y los llamados
utopistas, diversas formas sociales en las cuales los valores esenciales eran la libertad
humana y la igualdad.
Sin embargo, la mayoría de ellos no se plantearon –dado que por otra parte no
gobernaban– darle un topos o un lugar a sus utopías. Ubicaban sus fantásticos “no lugares”
en un “lugar inexistente”, en un espacio y tiempo ideal. Por esa razón, no tendrían sus
utopías un valor político.
En América Latina, por el contrario, pensadores y filósofos originales debían y
querían constituir ese sueño en su tierra, conscientes de que era una sociedad en formación.
Muchos de ellos fueron pensadores-gobernantes o filósofos-reyes, como quería Platón para
poder gobernar y hacer su república ideal. Esto les otorgó sentido y valor político-histórico
a sus “utopías”.
Sabían que debían darle forma a sus deseos: construir una patria, una nación en la
cual primara el bien social, la libertad y la equidad. Debían establecer sus propias normas,
su axiología particular. Y para pasar de la teoría a la acción, reconocían la necesidad de la
política como herramienta transformadora, como mediación para poder llevar las ideas a la
práctica.
En los primeros cincuenta años del siglo XX, existía un mundo bipolar con dos
modelos opuestos en la resolución de la ecuación entre libertad y justicia. Para Perón, era
necesario buscar una sociedad que pudiera lograr la armonía. Coincidía con Aristóteles en
que cuando se le quita al hombre su rango supremo, y se desconoce sus altos fines
19
“siempre el sacrificio es en beneficio de entidades superiores petrificadas”.37 Es en esta
instancia en la que se define la Tercera Posición.
En su ponencia “La comunidad organizada”, Perón recupera también el
pensamiento de Aristóteles cuando dice: “El hombre es un ser ordenado para la
convivencia social; el bien supremo no se realiza por consiguiente en la vida individual
humana, sino en el organismo superindividual del Estado; la Ética culmina en la
Política”38. Perón concluye que lo que le faltaba al mundo griego, en pleno nacimiento del
Estado, era la trascendencia de los valores individuales. Para él, dicho reconocimiento, el
de la libertad como posibilidad universal, fue lo que aportó el cristianismo a la concepción
griega.
Sostiene entonces que, para predicar y realizar un evangelio de justicia y progreso,
es necesario fundar su verificación en la superación individual como premisa de la
superación colectiva.
El problema del pensamiento democrático del futuro está, para él en “resolvernos a
dar cabida en su paisaje a la comunidad, sin distraer la atención de los valores supremos
del individuo; acentuando sobre sus esencias espirituales, pero con las esperanzas puestas
en el bien común”.39
Para Perón, la deificación del Estado propuesta por el pensamiento hegeliano y por
sus sucesores e intérpretes, trae como consecuencia la necesaria “insectificación” del
individuo. No se puede abdicar las individualidades en poderes externos para la realización
social. Por eso, tanto el idealismo como el materialismo concluyen con la anulación del
hombre, y su desaparición progresiva frente al aparato externo del progreso, el Estado
fáustico o la comunidad mecanizada.
Cuando Gramsci critica a Croce por su concepto de que la política era “la expresión
de la pasión” y que la pasión de la cual se da una explicación doctrinaria, también es
disipada, concluye que el mundo no puede ser justificado sino por el concepto de lucha
permanente, por la cual la “iniciativa” es siempre apasionada. Hegel ya había aseverado
que “Nada grande se ha hecho en el mundo sin una gran pasión”.40
A su vez, cuando Gramsci habla del error de los intelectuales, afirma que dicho
error es creer que se puede saber sin comprender y, especialmente, sin sentir ni ser
apasionado (no sólo del saber en sí, sino del objeto del saber). “Esto es, que el intelectual
pueda ser tal (y no un puro pedante) si se encuentra separado del pueblo-nación, o sea, sin
37
Op. cit.
Op. cit.
39
Op. cit.
40
Hegel, Guillermo Federico: Principios de la filosofía del derecho, Sudamericana, Bs. As., 1975.
38
20
sentir las pasiones elementales del pueblo, comprendiéndolas y, por lo tanto, explicándolas
y justificándolas por la situación histórica determinada; vinculándolas dialécticamente a
las leyes de la historia, a una superior concepción del mundo (…) No se hace políticahistoria sin esta pasión, sin esta vinculación sentimental entre intelectuales y pueblonación. En ausencia de tal nexo, las relaciones entre el intelectual y el pueblo-nación son o
se reducen a relaciones de orden puramente burocrático, formal; los intelectuales se
convierten en una casta o sacerdocio…”.41
Otros pensadores latinoamericanos y pensadores-gobernantes que pensaban en
cómo forjar una Nación independiente con su propio modelo societal, con su propia
propuesta para resolver la ecuación entre libertad e igualdad, han sido calificados
peyorativamente de “populistas” o “fascistas”, por parte de algunos seguidores del propio
Gramsci, o por el pensamiento liberal, por haberse acercado pasionalmente al pueblonación y realizado una propuesta surgida de la propia realidad. De esa forma, se utilizaron
para la crítica categorías sociológicas y políticas surgidas en otras latitudes y con otros
problemas en su propia realidad, contradiciendo tanto al materialismo histórico como al
realismo historicista de Croce.
El pensador-gobernante peruano Víctor Raúl Haya de la Torre, para lo que él llama
Indoamérica dice: “Dando al significado de Patria un nuevo valor inseparable del sentido
continental, importa subrayar dos conceptos que en política son fundamentales y cuya
aplicación práctica deciden la solidez y perdurabilidad de un Estado: la justicia social y la
libertad individual.
”Europa ha dado muchas fórmulas de realización y afirmación para estos
enunciados que son anhelos motores de la historia. Pero quizás lo más trascendente del
‘nuevo lenguaje político’ de Indoamérica será demostrar que fuera y contra de los cánones
europeos pueden nuestros pueblos hallar sus propios postulados de justicia y libertad”.42
Precisamente, lo que hace original la propuesta de Perón en “La comunidad
organizada” fue la creación de ese “nuevo lenguaje político” y esa propuesta de ecuación
entre la justicia social y la libertad individual que implementó durante sus gobiernos. Dicha
propuesta, que implica la llamada Tercera Posición, también es original en un momento en
que las naciones estaban alineadas a un mundo bipolar.
Para Perón, Hegel había convertido al Estado en Dios, sacrificando la vida ideal y
espiritual a la Providencia estatal. El comunismo constituía una comunidad tiranizada, el
individuo había abdicado y quedaba “insectificado” en el estado a que pertenece. Sostiene
que el problema del pensamiento democrático está en “resolvernos a dar cabida en su
41
Ibídem.
Haya de la Torre, Víctor Raúl: “El lenguaje político de Indoamérica”, en Zea, Leopoldo: Fuentes de la cultura
latinoamericana, Tierra Firme, FCE, México, 1995.
42
21
paisaje a la comunidad, sin distraer los valores supremos del individuo; acentuando sobre
sus esencias espirituales, pero con las esperanzas en el bien común”.43
Reafirma que la “sociedad tendrá que ser una armonía en la que no se produzca
disonancia ninguna, ni predominio de la materia ni estado de fantasía. En esa armonía que
preside la norma puede hablarse de un colectivismo logrado por la superación, por la
cultura, por el equilibrio. En tal régimen no es la libertad una palabra vacía, porque viene
determinada su incondición por la suma de las libertades y por el estado ético y la
moral”.44
Restablecer la armonía entre los valores espirituales implica también entender que
se debe superar al capitalismo con el individuo solo cegado por sus intereses y provisto de
una irrefrenable ambición. Para Perón ambas propuestas, la del capitalismo y la del
comunismo, atentan contra la elevada idea del hombre y la humanidad. Denomina entonces
a su propuesta colectivismo cuya base es de signo individualista, y su raíz una “suprema fe
en el tesoro que el hombre, por el hecho de existir, representa”.
Distingue en distintos planos la ética, los ideales y principios y las medidas que se
toman en la realidad diciendo: “Pero en lo que respecta al carácter del ideal comunista y
del ideal liberal, cuando se lo refiere a la meditación del filósofo y del historiador,
percíbese el grueso error en que de costumbre nos dejamos enredar, y no sólo por parte de
los sostenedores de uno de los bandos, sino también por los del otro”.45
“El error consiste en que se toman los dos principios, que animan los dos diversos
ideales y rigen los dos sistemas diversos, el de la libertad y el de la igualdad, y
colocándolos en el mismo nivel, se procura vencer al uno con el otro, de poner en fuga al
uno por el otro. Ahora bien, ni los dos principios están en el mismo nivel, ni el uno podrá
jamás suplantar al otro. La humanidad tiene sed de igualdad, que es lo que se llama
justicia; y el esfuerzo de igualar y de afirmar siempre con mayor firmeza la justicia es la
labor incesante de la legislación y de la civilización. Pero la humanidad no tiene menos
necesidad de la desigualdad, de diversidad en las actitudes, de diferenciaciones sociales,
de jerarquía en los valores, y de jerarquía en lo social, del individuo que acepta lo existente, y del que no lo acepta, y que lo torna a poner en movimiento, del contraste entre
conservadores y revolucionarios en todos los campos, desde el del pensamiento hasta el de
la política, de todas las cosas, en suma, que forman la historia, y que se reflejan en la
concepción liberal, histórica en grado sumo. Dicha historia, sin duda alguna, no está en el
mismo nivel, sino más arriba de la necesidad de igualdad, a la que satisface vez por vez,
como puede, como le conviene para sus propios fines de enaltecer a la humanidad, y
siempre más ampliamente, pero siempre limitadamente, porque no se puede pensar que esa
43
Perón, Juan D.: La comunidad organizada.
44
Ibídem.
Ibídem.
45
22
necesidad pueda ser plenamente actuada, sin pensar, cosa absurda, que con ello la vida se
detendría, ni vendría a substituirla el ansiado mecanismo de los iguales, que es una
abstracción, y no una posibilidad”.46
Croce plantea que el liberalismo se refiere a lo que es bueno o malo, mejor o peor,
en lo que concierne a lo civil y lo moral, pero distingue entre “liberismo” y “liberalismo”.
El liberalismo puede sostener medidas que se clasifican teóricamente de socialistas y le
parece lícito hablar de un “socialismo liberal”.
El problema del liberalismo, para él, es determinar según el lugar y el tiempo si una
medida es liberalista (mera o abstractamente económica) o sea si es cuantitativamente
productiva, o si es cualitativamente estimable. Se puede rechazar una libertad pequeña por
una más grande. Niega la “moral utilitaria” que contaminó el liberismo. El principio del
dejar hacer y dejar pasar, para él es una máxima empírica que no puede tomarse “de
manera absoluta y es necesario limitar”.
La dificultad aparece cuando el “liberismo” económico pretende tener valor de ley
social y se lo compara con el liberalismo ético y político. De legítima teoría económica
pretende convertirse en teoría ética y plantea una moral hedonista y utilitarista que consiste
en la máxima satisfacción de los deseos, del capricho individual o de la sociedad
“entendida como conjunto y término medio de los individuos”. La dificultad desaparecerá
cuando se entienda la primacía del liberalismo ético y los problemas económicos se traten
en función del primero. El repudio del liberalismo ético hacia la regulación autoritaria de la
economía no puede admitir que los bienes y la riqueza se entiendan como los medios de
satisfacer el capricho individual en vez de entenderse como instrumentos de elevación
humana.
Las disputas teoréticas se refieren a qué actividad ha de ejercer el Estado y cuál los
individuos. La evaluación se hará de acuerdo a si las medidas que se tomen son moralmente
buenas o malas. Las medidas podrán considerarse en algunos aspectos socialistas y en otros
“libelistas”47.
También encontramos en Croce, en su Discorsi di varia filosofía de 1945, la
reflexión sobre La terza via de Röpke que critica precisamente por ser una posición
puramente económica y no referirse a la sociedad humana en su conjunto.
Croce sostiene que Wilhelm Röpke busca la tercera vía para salir de la crisis
económica social y política entre el socialismo (o comunismo o economía racionalizada) y
el capitalismo, pero la propone a través de la restitución de la economía de mercado (la
elección del consumidor de los bienes a producir, la formación de los precios que resulta de
la competencia de los productores, la obtención de las ganancias según el riesgo que corre
46
Ibídem.
47
Croce, Benedetto: Ética y política, Imán, Bs. As, 1952 (primera edición, 1930).
23
el productor y todo lo que acarrea ese sistema) que se corrompió en su desarrollo durante el
siglo XIX. Para el filósofo napolitano, ambos extremos, el comunismo y el “liberismo”, son
dos formas distintas de ordenamiento económico, dos concepciones éticas, y se podría decir
religiosas; la primera con trasfondo religioso materialista mal dialectizada al estilo de Hegel
y la segunda con trasfondo religioso en la “bondad de la naturaleza”.
Croce, entonces, que rechaza los supuestos y la ética implícita de ambas posiciones,
considera que ninguna tiene la fuerza ni el derecho de dominar y gobernar la sociedad y la
vida humana, ya que la sociedad humana no es puramente económica, sino moral y ética.
La concepción liberal es así una conciencia de vida.
Para él, ambas posiciones no están en el mismo plano. Por ello, distingue bien entre
libertad y “liberismo”. Todos los métodos y propuestas económicas son relativos frente a la
libertad que es un absoluto, frente al sistema ético-político. La sociedad es siempre una
totalidad política, económica y cultural. En realidad para él, el socialismo no es una
contradicción entre ética y política sino entre dos éticas opuestas, una de la conciencia
moral o de la autonomía y la otra de la heteronomía dirigida desde el exterior. Cuando el
socialismo se inclina hacia la primera, la contradicción se aplaca; cuando se dirige hacia la
segunda, se degrada en el totalitarismo comunista y se rebaja a un nivel inferior en la no
ética de un materialismo pesado.
“La tercera vía, para salir del problema entre los dos extremos y opuestos, sólo se
resuelve en un ascenso al principio superior, que comprenda, subordine y resuelva en sí el
principio inferior. No puede estar en el mismo plano, por eso reafirma el concepto de
libertad que no es un atributo de la conciencia moral, sino ella misma en su proceso de
concreción”.48
Para Alberto Filippi, las condiciones históricas en las cuales escribió Croce le
impidieron ver la posible vinculación entre la tradición liberal de los derechos individuales
y la socialista de los derechos sociales, la conjunción teórico-política entre justicia y
libertad, entre socialismo y liberalismo, vínculo que analizó Norberto Bobbio de gran
influencia en la actualidad.49
Norberto Bobbio sostiene que su idea de que el fundamento de una buena república
es la virtud de los ciudadanos antes que las buenas leyes ya estaba en Croce cuando
invitaba a contraponer a la política la fuerza no política con la cual la buena política debe
rendir cuentas.
48
Croce, Benedetto: Discorsi di varia filosofía, Laterza, Bari, 1945.
Ver Filippi, Alberto: La filosofía de Bobbio en América Latina y España, FCE, Bs. As., 2002 y Norberto Bobbio y
Argentina: los desafíos de la democracia integral, UBA y La Ley, Bs. As., 2006.
49
24
Para Bobbio, en la política italiana desde Croce prevalece la teoría de la política
como “razón de estado” que daba por resuelto el problema de la relación entre ética y
política sosteniendo la amoralidad de esta última.
El problema en la teoría política para Bobbio es si tiene algún sentido pensar en la
ilicitud o licitud moral de una acción política.
En esta dualidad entre norma moral y política, Bobbio se pregunta cuál prevalece y
sostiene que para la filosofía práctica de Croce es la moral. Y continúa: “Pero para Croce
economía y ética son distintas, no se oponen ni están en el mismo plano. La ética es
superior a la economía porque es un momento del Espíritu que supera al inferior de la
política que pertenece a la esfera de la economía. La ética para Croce es axiológicamente
superior pero no queda claro cuáles son las consecuencias”.50
Croce sostiene que no se debe escoger entre vida moral o vida política porque la
vida política o prepara para la moral o es un instrumento de ella.
En su capítulo sobre Benedetto Croce, en Etica e politica, Bobbio sostiene que el
filósofo “se mueve entre dos polos, la afirmación por un lado de que la actividad política
es actividad económica y fuerza vital autónoma con respecto a la moral, con sus propias
razones y leyes y la identificación por otro lado de la libertad como fuerza moral que
dirige en última instancia la política y con la cual la buena política debe rendir cuentas”.51
Según Bobbio, Croce, de acuerdo a los tiempos, acentuó el Estado potencia en la primera
guerra y exaltó durante el fascismo el ideal de libertad.
A pesar de los cambios de actitud, Croce tenía la idea constante de que los hombres
de la cultura tienen una responsabilidad y función política en cuanto tales y que no se
pueden sustraer a esta responsabilidad, ya que derivan de su conciencia de que “a la
cultura le espera una función de control, de crítica, de vivificación y creación de valores,
que tarde o temprano, es una función política sobre todo en tiempos de crisis y
renovación”52.
Croce, estudió el problema de la política de la cultura que vivió profundamente a lo
largo de su vida, la función política de los intelectuales, la relación entre filosofía y política,
la responsabilidad civil del filósofo.
Bobbio distingue tres períodos en el pensamiento de Croce: 1) Los años de estudio
del marxismo hasta la guerra mundial. 2) Los años de la guerra mundial y la posguerra. 3)
Los años del fascismo.
Para el historiador napolitano, la filosofía pertenece a la esfera teorética y la política
a la esfera de la práctica. Una y otra son dos formas de actividad espiritual.
50
Bobbio, Norberto: Etica e politica, Scritti di impegno politico, Mondadori, Milán, 2009.
Ibídem.
52
Ibídem.
51
25
Pero no cesó de polemizar sobre la confusión de filosofía y política ya que
confundirlas es cretinismo filosófico, decía el pensador político. La vida civil de una nación
solo obtenía ventajas del avance de la cultura, del esclarecimiento de los conceptos y la
historia que hacen los estudiosos.
Croce valora su época de la revista Crítica donde cree haber realizado una obra
política, no como en los tiempos en que buscaba una justificación práctica de su distancia
respecto a los hombres políticos y ciudadanos socialmente operativos. En esa época, Croce
cree ver que la obra política del filósofo no es sólo el estudio sino su identificación con la
historiografía. El filósofo que es a su vez histórico, trae alimento a su filosofía de la pasión
civil. Su obra está formada por la materia incandescente de los problemas que la historia le
pone al hombre para resolver, hombres que tienen intelecto para comprender y pasión para
comprometerse. En 1925, comenta Croce: “No se puede cultivar los estudios, filosofía,
crítica, historia sin poseer al mismo tiempo vivo el sentido de la política y el afecto
ardiente por la sociedad y la patria, y hacer por lo tanto en modo especializado también
política”.
En la Historia del reino de Nápoles,53 sostiene que los que hacen la gran historia
más allá de la política contingente son los hombres de la cultura. Allí definitivamente
concluye la importancia de la función histórica de los intelectuales, que terminará por ser la
conciencia moral de la humanidad. A los hombres de la cultura les esperaba ser la
salvaguarda de los valores de la cultura, distintos de los valores empíricos.
En una primera época, para Croce, la función política del hombre de la cultura era la
cultura misma ya que tarde o temprano ejercería influencia.
En una segunda etapa, durante la guerra, se añade que el hombre de la cultura debe
elaborar la verdad, enunciarla y, por otra vía, el práctico combatiría, y el filósofo no debía
traicionarla poniéndola en un amor a la patria mal colocado.
En un tercer momento, el hombre de la cultura es también combatiente pero en un
campo muy vasto; debe defender la verdad, su propia verdad, frente al error,
particularmente la que surge de las pasiones políticas, pero abraza el valor supremo de la
libertad que se identifica con la moral. No es más el especialista clarificador de conceptos
ni el devoto de la verdad sino el defensor de la libertad. La cultura tiene una suprema
función política propia que es la defensa de la libertad.
De la conciencia frente al totalitarismo político está la moral, y la moral es lo mismo
que el ideal de libertad. La teoría crociana liberal “no es una teoría política sino
metapolítica que se viene desarrollando en el pensamiento moderno ligada al
inmanentismo, al idealismo, al historicismo, y llega a su máxima expresión en el
romanticismo que es la religión de la libertad. La historia es la historia de la libertad en
cuanto la libertad es el principio explicativo de la historia y el ideal moral de la
humanidad que no se identifica con ninguna clase económica ni política sino que es
53
Croce, Benedetto: La storia del regno di Napoli, Adelphi, 1992.
26
patrimonio de todos los hombres y particularmente de a quienes se confía la defensa y
promoción de la civilización y la dirección de la sociedad, los hombres de la cultura que
constituyen un partido, el partido de los hombres de la cultura frente al partido de la
servidumbre. Aparece el pedagogo de la humanidad, la guía espiritual”.54
Según Bobbio, Croce “no se arrogó los méritos de haber personificado como
intelectual la fuerza no política que la política no puede suprimir radicalmente y que
reaparece siempre nueva en el pecho del hombre defendiendo la libertad en un período de
opresión”.55
54
55
Bobbio, Norberto: Etica e política. Scritti di impegno político, Mondadori, Milán, 2009.
Ibídem.
27
5. EDUCAR PARA FORMAR VOLUNTADES
“Sólo la educación impone obligaciones a la voluntad”
Simón Rodríguez
“Cuando el joven sea hombre, es preciso que la universidad o lo lance a la lucha por la
existencia en un campo social superior, o lo levante a las excelsitudes de la investigación
científica; pero sin olvidar nunca que toda contemplación debe ser el preámbulo de la
acción; que no es lícito al universitario pensar exclusivamente para sí mismo, y que, si se
pueden olvidar en las puertas del laboratorio al espíritu y la materia… no podremos
moralmente olvidarnos nunca ni de la humanidad ni de la patria.”
Justo Sierra
Inauguración de la Universidad Nacional de México
(1910)
“No es posible abandonar la columna, ni arrojar los estandartes porque caigan en el
camino los rendidos o desalentados o los escépticos; no habría conquista en la vida si
admitiésemos tal posibilidad, y en los procedimientos de la ciencia se explicarían menos
tan perniciosas intermitencias de hastío y cobardía. Los estudiosos, los letrados, los
profesionales del saber, tienen la misión de los oficiales en la marcha del ejército
simbólico; ellos son estímulo perenne para el soldado de fila, son un ejemplo vivo e
infatigable de voluntad y de acción. En nuestra joven y aún informe nacionalidad sería una
falta imperdonable la prédica del descreimiento y la vacilación; los que siguen sus estudios
en las aulas, tras la enseñanza y conducción de los maestros, y los que van a ocupar su
puesto en la labor pública del oficio confiados en su propio esfuerzo, todos son
responsables de su parte en la labor de salvar la integridad del patrimonio moral de la
Nación.”
Joaquín V. González
Fundador de la Universidad Nacional de La Plata en Argentina
(1914)
El tutor de Simón Bolívar, Simón Rodríguez, sostenía que educar es crear
voluntades y que sólo la educación impone obligaciones a la voluntad. Para formar
hombres y mujeres para la patria, al decir de Jauretche, debemos formar voluntades y no
sabihondos ya que hay un país que nos está esperando y una esperanza pendiente de una
acción, como sostenía Scalabrini Ortiz.
En el libro de José Ingenieros, Las fuerzas morales, el filósofo argentino sostiene
que serán dichosos los pueblos de América Latina “si los jóvenes de la Nueva Generación
descubren en sí mismos las fuerzas morales necesarias para la magna Obra: desenvolver
la justicia social en la nacionalidad continental”.56
56
Ingenieros, José: Las fuerzas morales, Fausto, Bs. As., 1993.
28
Es necesario revisar la discusión sobre el desarrollo histórico y a aquellas
propuestas de pensadores de América Latina en la segunda mitad del siglo XX, para
entender la propia realidad y su forma de conceptualizarla en la formación política de los
jóvenes.
Para ello, abordamos algunos de los paradigmas vigentes en dicho período
provenientes de concepciones dominantes en las ciencias sociales de la región, la relación
entre ética y política, la ideología, la cultura, la filosofía de la praxis y el problema
nacional.
Sucede muchas veces que los clásicos del pensamiento filosófico se leen a través de
sus hermeneutas o intérpretes y no por sí mismos. Críticos y seguidores nos demuestran la
imposibilidad de la “neutralidad situacional” en la filosofía política, ya que la interpretación
conlleva la sesgada visión de acuerdo a la concepción ideológica propia de cada intérprete
en su propia época y en su propia situación.
Uno de los más claros ejemplos de lo antedicho es el conocimiento de Benedetto
Croce a través de Antonio Gramsci a partir de su libro El materialismo histórico y la
filosofía de Benedetto Croce. Los cientistas sociales, en los años sesenta, en las academias
latinoamericanas leyeron el texto gramsciano desconociendo los textos de Croce, por ser
catalogado como idealista o hegeliano, dada la vigencia del paradigma del materialismo
histórico en las academias.
Ese desconocimiento también se puede entender como resultado de las pasiones
dominantes y no precisamente científicas entre los intelectuales y académicos, que
prejuiciosamente descartaban textos catalogados como idealistas o positivistas. El
paradigma del materialismo histórico estaba vigente en todas las academias que formaban
politólogos, sociólogos y otras disciplinas de las llamadas ciencias sociales.
Gramsci, coetáneo de Benedetto Croce, establece un diálogo y un contrapunto con
el autor entre otras obras de La historia como hazaña de la libertad, Materialismo histórico
y economía marxista, Ética y política o Filosofía práctica, en las cuales el filósofo
napolitano cuestiona el paradigma del materialismo histórico, así como el carácter
científico que pretende establecerse para comprender y explicar el desarrollo histórico.
Según Croce, para entender la historia, es necesaria una concepción realista de la historia y
no pretender hacer de ella una filosofía de la historia, teleológica y escatológica, ya sea a
través del desarrollo de la Idea o de la Materia en la historia.
En Filosofía práctica (el libro en italiano se llama Filosofia della prattica), Croce
cuestiona la aproximación científica uniformadora y afirma el valor de la particularidad o
individualidad en el campo práctico: “Todos los pedantes de la abstracta regularidad, con
quienes, y con no poco fastidio, chocamos en la vida a cada instante; he aquí la moderna
manifestación de los ‘apatistas’, los cuales, así como en la teoría del acto volitivo
propugnan una acción abstracta conducida por la mera voluntad racional en el vacío de
29
las pasiones, en la teoría de los hábitos volitivos, propugnan un abstracto hábito racional,
un modelo de humana actividad al que todos los hombres debemos ajustarnos”.57
El espíritu de la época en el siglo XX, con el mundo bipolar en sus relaciones de
poder, pero también en sus concepciones e ideologías, hizo que en nuestra América Latina,
en el ámbito de las ciencias sociales se leyera a Croce a través de Gramsci y se
desconociera no sólo el pensamiento de Croce, sino sus posicionamientos políticos en una
época determinada.
Acusado de diversos “pecados” teóricos, ideológicos y políticos, se desconoce que
fue Croce quien escribió la “Protesta de los intelectuales italianos” contra el “Manifiesto de
los intelectuales fascistas” en su revista Crítica que editó durante veinte años. Dicho
documento fue suscripto por centenares de estudiosos y profesores universitarios italianos.
Fue por ser ya el filósofo representante de la cultura italiana que escribió la protesta a
pedido de Giovanni Amendola el 20 de abril de 1925. Croce asumió el compromiso ese
mismo día ya que le parecía oportuno, explicando que su respuesta sería breve para que no
fuera académica y no aburrir a la gente.
El rechazo del fascismo después de su vigencia en la realidad italiana, así como la
desintegración de la Unión Soviética y el decaimiento del socialismo real de fines de siglo,
implicó también la pérdida progresiva en las ciencias sociales de la vigencia del marxismo
como advenir inevitable y “preestablecido científicamente por la historia”.
Así también sucedió con la supuesta antinomia entre idealismo y materialismo,
entre la concepción de la regularidad de las leyes históricas y la voluntad de los pueblos que
no necesariamente eran, ni se autoconcebían, como producto necesario del desarrollo de la
“astucia de la Razón o la Idea en la historia” o de la “Materia o relaciones de producción”.
Para quienes concebimos que las ideas no caen del cielo, sino que surgen del desarrollo
histórico, de las circunstancias, que a su vez transforma el hombre, el desenlace en las
modificaciones conceptuales a partir de las transformaciones de la realidad no resulta
sorpresivo.
Nos decía John William Cooke: “La conciencia nacional es también conciencia
histórica, es decir, sentido de que la Historia no es una fuerza misteriosa que se abate
como una fatalidad sobre nosotros, sino la designación que damos a la actividad humana;
no un desarrollo externo al hombre, sino el resultado de lo que hace el hombre”.58
Comenzó así, en los años finiseculares, la búsqueda de otras visiones acerca de
cómo se llega al poder y cómo se ejerce en términos políticos, así como una nueva
interpretación de las múltiples experiencias históricas con ensayos de posturas teóricas
heterodoxas en cuanto al socialismo y la democracia popular en economías capitalistas.
57
58
Croce, Benedetto: Filosofía práctica, Anaconda, Buenos Aires, 1942.
Cooke, John William: Cuadernos de Crisis, Nº 5, Buenos Aires, 1974.
30
La distribución del poder económico, cultural y social, la búsqueda de la armonía
social, sumergida en las contradicciones de la sociedad civil, obligaron a los cientistas
sociales a encontrar otras miradas en distintas latitudes que sirvieran para interpretar la
situación actual.
Nuestros países latinoamericanos ya habían realizado experiencias de nacionalismos
populares y economías sociales en distintas épocas, como el cardenismo, el peronismo, el
varguismo o el aprismo, que fueron tildadas de “populistas”, “demagógicas”, “caudillistas”
“retardatarias de la revolución” etcétera, por los seguidores del materialismo histórico. En
la actualidad, la historia comienza a definir otro advenir en términos ideológicos, culturales
y políticos en gran parte de nuestra América.
Escarbando en distintas posiciones ideológicas del siglo XX en el mundo
occidental, surgidas del proceso histórico, con sus guerras mundiales, con sus experiencias
socialdemócratas, comunistas, socialistas, nazistas o fascistas, creemos que en América
Latina no sólo se quisieron copiar modelos económicos, políticos y sociales surgidos en
otras latitudes, sino que conllevaban posturas ideológicas ajenas a nuestra propia realidad.
Hoy más que nunca resuenan las palabras de Simón Rodríguez, el tutor de Simón
Bolívar, cuando sostenía que el que copia se equivoca. Hay que inventar, hay que crear
nuestra propia visión del mundo de acuerdo con la situación en que nuestros países se
desarrollan y al futuro que deseamos y queremos construir.
Croce, al igual que Simón Rodríguez para América Latina, se refirió también a la
falta de apego de los intelectuales italianos a su propia realidad, a aquellos que pretendían
entender a su país a través de pensadores ajenos a él, y sostiene que en los momentos en
que la literatura italiana más hablaba de la “Nación” se refería en realidad a un espíritu
ajeno a la tradición y cultura italiana ya que se nutrían de “la ideología nacionalista de los
libros de Maurras o de Barrés o de cualquier otro extranjero. La imagen de la Italia con
que sueñan y que sugieren no tiene nada de Italia que surge antigua y nueva en los
siglos”.59
En su libro Historia de Europa en el siglo XIX, también nos advierte Croce citando
a Miljukov cuando sostenía que mientras Lenin construía en su patria “sobre el sólido
terreno de la buena y antigua tradición autocrática” rusa, “proyectaba ‘castillos en el
aire’ en otros países”. Por ello, concluye Croce que si ocurriera en Europa “ocurrirá que
ese pseudocomunismo transferido a países diversos por religión, civilización, cultura,
costumbres, tradición y, en fin, de diversa historia, bajo nombre y apariencias similares se
convertirá en algo totalmente diferente, o se producirá un tiempo más o menos prolongado
de oscura gestación de cuyo seno volverá a germinar, tarde o temprano, la libertad, es
decir, la humanidad”.60
59
60
Croce, Benedetto: Veinte años de lucha, Interamericana, Buenos Aires, 1944.
Croce Benedetto: Historia de Europa en el siglo XIX, Ariel, Barcelona, 1996.
31
Croce se pregunta en Italia “¿Qué se entiende, en sentido elevado, por Nación o
conciencia nacional?”. Y se responde: “Es una voluntad, una tendencia hacia un estado
ético, una pasión de ideal, que en circunstancias particulares, para ciertos problemas
particulares, toma esos colores, revístese con esas fisonomías, se designa por un pueblo,
parece identificarse con el alma de ese pueblo. En sus reflejos expresivos, esta tendencia
origina poesía (épica o lírica o novelesca como quiera que se llame) y oratoria (en todas
sus formas, desde la apoteosis a la invectiva, desde la conmoción de los afectos sublimes a
las sátiras y a las chanzas). Mas no puede dar origen a historia que, como tal no es poesía
ni oratoria, sino crítica y verdad y tiene como principio constitutivo, no la pasión sino el
pensamiento”.61
Hernández Arregui nos decía en su libro Qué es el ser nacional: “La Universidad,
en lugar de servir al desarrollo nacional, se acoraza en el ideal ecuménico de la cultura
que es el modo abstracto e impersonal de mirar al país con el prisma agrisado de las ideas
extranjeras. Tal idea cosmopolita de la cultura universitaria es la forma institucionalizada
de la alienación cultural del coloniaje, y en su almendra, la Universidad misma del
imperialismo, empeñoso en romper todo proyecto de nacionalización cultural en los países
dependientes. Así se aparta a las generaciones estudiantiles –que también son oriundas en
alta proporción de las clases medias– de la realidad nacional que se transforma, no por la
acción de la Universidad, sino por las fuerzas sociales que las luchas nacionales de los
pueblos engendran en su seno”.62
El filósofo mexicano Antonio Caso, que fue quien tradujo a Croce en México,
también critica la falta de conciencia nacional y nos habla del “bovarismo nacional de los
pueblos latinoamericanos”. Para Caso, “el bovarismo es la facultad de concebirse diferente
a los que se es. Bovarista es quien niega lo que es, creyéndose otro. Los pueblos también
pueden ser bovaristas. Preocupados por ser distintos a sí mismos finalmente terminan
imitando modelos y negando su propia realidad”.63
El término lo toma de la novela de Flaubert, Madame Bovary, “la heroína que
sacrifica la realidad a los sueños y, al hacerlo, queda en el vacío de los mismos”. Para
Caso, el ideal latinoamericano “estriba en acometer empresas desmesuradas, en el sentido
caballeresco y absurdo de la vida, donquijotismo generoso en verdad, ilógico, sin
tendencia crítica ni ponderación filosófica”.64
Nos propone “alas y plomo”, alas para perseguir los ideales y plomo para aferrarse a
la santa realidad, ya que copiando modelos políticos, sociales o económicos se ha
conculcado u obstruido la realización del modelo nacional, y concluye: “¡Más nos habría
valido saber lo que hay en casa que importar del extranjero tesis discordantes con la
palpitación del alma mexicana!”.65
61
Croce, Benedetto: Veinte años de lucha, Interamericana, Buenos Aires, 1944.
Hernández Arregui: ¿Qué es el ser nacional?, Hachea, Bs. As., 1963.
63
Caso, Antonio: “IX Discursos a la Nación Mexicana”, en Obras Completas, UNAM, México, 1970.
64
Ibídem.
65
Ibídem.
62
32
Para América Latina nos propone “…ni jacobinismo ni positivismo. Ni
donquijotismo irrealista ni sanchismo positivista. Ni ideales irrealizables, ni subordinación
indiscrepante a la realidad imperfecta, sino alas y plomo (…) fuerza para vencer las
causas contrariantes del ideal, e ideales amplios y humanos que no se vean negados al
ponerse en contacto con la vida”.66
Bovárico o bovarista es aquel que pretende apropiarse y asimilarse a los resultados
de un esfuerzo que no ha realizado. Para construir la Nación hay que ir más allá del
bovarismo, del soñar, del vivir dentro de los sueños.
Para Manuel Ugarte la Patria Grande debe ser una patria única. Patria Grande, nos
explica, tiene dos significados. “Geográficamente, sirve para designar el conjunto de todas
las repúblicas de tradición y civilización ibérica. Desde el punto de vista cultural, evoca,
dentro de cada una de las divisiones actuales, la elevación de propósitos y la preocupación
ampliamente nacionalista (…) La patria grande en el mapa sólo será un resultado de la
patria grande en la vida cívica”.67
El pensador argentino, en 1924, en su libro La patria grande, sostiene que las
nuevas generaciones debían perseguir la democracia verdadera y la patria final. Nos decía:
“No hay que perseguir la política que favorece el encumbramiento de las personas o de las
pequeñas entidades, ni la que ofrece el triunfo a una generación, ni la que anuncia el auge
dentro de un radio limitado, sino la que sobre el dolor de nuestros propios sacrificios
asegure el triunfo y la perdurabilidad de la patria”.68
También el filósofo peruano, Augusto Salazar Bondy, sostiene que en
Hispanoamérica se observa un defecto de cultura al hablar de las filosofías como
conciencia “ilusoria del propio ser” y nos dice que nuestra filosofía debe ser “teoría y a la
vez aplicación, concebidas y ejecutadas a nuestro modo propio, de acuerdo a nuestras
pautas y categorías, así como la ciencia que, pese a su neutralismo declarado, comporta
sobre todo en las disciplinas sociales, un ingrediente de interpretación e ideología y debe
ser elaborada por nosotros, como teoría según nuestros propios patrones y aplicada de
acuerdo a nuestros fines”.69
Hernández Arregui sentenciaba en 1973, en su libro Imperialismo y Cultura:
“Hispanoamérica revela la presencia de todos los elementos substantivos y adjetivos de
una cultura. América Hispánica es una cultura. Sólo falta saber si la conciencia histórica
de su destino futuro –es decir, la capacidad de trascender fuera de sí– está también
presente”.70
El sino mundial de la América Hispánica no podrá realizarse sin la voluntad de sus
grupos nacionales integrantes organizados sobre una conciencia común de los problemas.
Tal política debe ser la moral en grande del continente. Hispanoamérica se convertirá en
66
Ibídem.
Ugarte, Manuel: La patria grande, Capital Intelectual, Bs. As., 2010 (PG).
68
Ibídem.
69
Salazar Bondy, A.: ¿Existe una filosofía de nuestra América?, Siglo XXI, México, 1976.
70
Ibídem.
67
33
potencia mundial, cuando las energías nacionales de sus pueblos se integren en un plan
continental capaz de conferirle la categoría de superpotencia. Las desarmonías que
obstaculizan esta unión no se fundan ni en antinomias culturales ni en repulsas históricas,
sino en la incomprensión fomentada o en la interferencia de fuerzas ajenas al derrotero de
América Hispánica”.71
Nosotros nos preguntamos, entonces, entendiendo que es la realidad la que
determina siempre las concepciones sobre la misma y que no es una supuesta Idea Absoluta
o la Materia Absoluta la que va definiendo los aconteceres históricos ni su porvenir
escatológicamente definido, ¿cómo se entiende la historia en nuestros países? ¿Existe un
destino inexorable para nuestros países definido por leyes históricas? ¿O son los pueblos a
través de su conciencia nacional y social, sus pasiones y su voluntad de liberación los que
van construyendo su destino imprevisible e impredecible pero asequible? ¿Por qué se
aceptaron ideas surgidas en otras latitudes para entender y conceptualizar nuestra realidad?
¿No será porque las relaciones de poder que imponen ciertas ideologías, conceptos y teorías
políticas no se circunscriben a las fronteras nacionales? ¿No queda claro que si existe la
voluntad de emancipación de los pueblos es porque están dominados, política, económica y
culturalmente por otros y a su vez los que dominan tienen sus socios internos que ejercen el
poder y que muchas veces son intelectuales?
Se nos ocurre que para formar voluntades entre los jóvenes debemos revisar algunas
teorías que no han perdido su total vigencia sobre nosotros y que provienen de
universalismos abstractos como la libertad, la igualdad y la fraternidad de la revolución
francesa, o el igualitarismo absoluto a través de la dictadura del proletariado, o el
individualismo absoluto promovido por el capitalismo dominante.
Razones y pasiones fueron cobrando preponderancia paradigmática alternativamente en
períodos históricos diversos. La ilustración, el utopismo, el positivismo, el idealismo, el
materialismo histórico, el cientificismo o el romanticismo, entre otras corrientes y doctrinas,
plagaron las aulas de discusiones entre la ciencia, la academia y la política en nuestra América.
El propio Gramsci que critica a Croce por el carácter especulativo de su filosofía,
sostiene: “La política según Croce es la expresión de la pasión. La ciencia política debe
explicar que la iniciativa política sea defensiva y por tanto apasionada u ofensiva. La
pasión justifica teóricamente la política, el mundo es una lucha permanente y la iniciativa
es siempre apasionada (…) no puede haber pasión sin antagonismo y antagonismo entre
grupos de hombres porque en la lucha entre el hombre y la naturaleza la pasión se llama
ciencia y no política. Por lo tanto en Croce, el término pasión es un seudónimo de lucha
social”.72
También para Gramsci, en el país hace falta una estructura cultural que se apoye
en la universidad. Este ha sido uno de los factores del éxito de la pareja Croce-Gentile,
antes de la guerra, cuando se constituyó un gran centro de vida intelectual nacional; entre
71
72
Hernández Arregui: Imperialismo y cultura, Plus Ultra, Bs. As., 1973.
Op. cit.
34
otras cosas ellos luchaban también contra la insuficiencia de la vida universitaria y la
mediocridad científica y pedagógica (a veces también moral) de los docentes oficiales”.73
No desconoce la importancia de estudiar a Croce, pero nos recomienda que para
estudiarlo: 1) No se debe buscar un problema filosófico general, sino ver en su filosofía el
problema o serie de problemas que interesan en ese momento, que son para él la
historiografía, la filosofía de la práctica, la ciencia de la política, y la ética; 2) Estudiar los
escritos menores; 3) Hacer una biografía filosófica de Croce, y 4) Estudiar los críticos de
Croce.
La concepción crociana que sostenía que la filosofía y la historia no respondían a un
plan predeterminado ni a leyes o destinos inexorables, que no era ni el desarrollo de la Idea
Absoluta hegeliana ni de la Materia, como sostenía el materialismo histórico, sino que era
la hazaña de la libertad, coincide con Arturo Jauretche, que nos decía: “Se trata de partir
de los hechos como son y no como se quiere que sean y de ahí inducir nuestras propias
leyes. Es tarea de gran humildad, porque las verdades de nuestro mundo no están escritas
ni enunciadas en perfectos doctrinarismos que satisfacen la vanidad del intelectual en
perjuicio del verdadero saber”.74
73
74
Ibídem.
Jauretche, Arturo: Los profetas del odio, Peña Lillo, Bs. As., 1992.
35
6. LAS PASIONES POLÍTICAS Y LA HISTORIA
Las pasiones que fundamentalmente causan las diferencias de talento son principalmente
el mayor o menor deseo de poder, de riquezas, de conocimiento y de honor. Todas las
cuales pueden reducirse a la primera que es el deseo de poder.
Hobbes
La pasión no es ni buena ni mala: esta forma expresa solamente que un sujeto ha puesto en
un único contenido todo el interés viviente de su espíritu, del ingenio, del carácter, del
goce. Nada grande se ha realizado ni puede ser realizado sin pasión.
Hegel
El arte de nuestros enemigos es desmoralizar, entristecer a los pueblos. Los pueblos
deprimidos no vencen. Por eso venimos a combatir por el país alegremente. Nada grande
se puede hacer con la tristeza.
Arturo Jauretche
Para Hobbes, la causa de la diferencia de talentos en los hombres estriba en las
pasiones. Las pasiones a su vez difieren por los caracteres de los hombres así como por la
diferencia de costumbres y de educación. Un hombre que no tiene gran pasión por el poder,
un hombre indiferente, que puede ser un buen hombre, no podrá poseer ni una gran
fantasía, ni mucho juicio, ya que, los pensamientos son para las pasiones “como
exploradores y espías dispuestos al exterior de sus fronteras para encontrar el camino
hacia las cosas deseadas, de donde procede toda firmeza de movimiento de la mente y toda
su rapidez”.75
Un hombre sin deseo es un hombre muerto, tener pasiones débiles es torpeza, tener
pasiones por todo indistintamente es disipación y distracción y tener pasiones muy fuertes
y vehementes por cualquier cosa es lo que se llama locura. Hay tantas clases de locura
como de pasiones.76
Para Hobbes, la guerra es de todo hombre contra todo hombre. Y las nociones de
justicia o injusticia allí no tienen cabida. Tampoco las pasiones y los deseos humanos son
en sí mismos pecados como tampoco lo son las acciones que cometen a partir de ellos hasta
que haya una ley que las prohíba.
La posibilidad de salir de esta “penosa condición” para él estriba en parte en las
pasiones y en parte en la razón. Después de analizar las diversas pasiones concluye que las
pasiones que inclinan a los hombres a la paz son “el temor a la muerte; el deseo de
aquellas cosas que son necesarias para una vida confortable; y la esperanza de obtenerlas
por su industria”. La razón a su vez colabora a través de las llamadas leyes de la
naturaleza. Para que haya paz debe haber poder común al que temer y no hay poder común
sin leyes.
75
76
Hobbes, T.: Leviatán, Editora Nacional, Madrid, 1983.
Ibídem.
36
Parece ser que las pasiones son fundamentales en cualquier ejercicio intelectual
sobre el poder, así como también protagonistas de la lucha política y de las
transformaciones históricas.
Si bien Hegel se constituyó en el paradigma del idealismo filosófico, debido a su
concepción de la historia como el desarrollo de la Idea o de la astucia de la razón, nos dice
claramente en su Filosofía del derecho que la “filosofía (…) es la aprehensión de lo
presente y de lo real, y no la indagación de un más allá, que sabe Dios dónde estará, y del
cual, efectivamente, puede decirse bien donde está, esto es, en el error de un unilateral
raciocinar”.77
Para Hegel la filosofía es comprender lo que es (que para él es la razón). Cada
individuo es hijo de su tiempo y la filosofía “es el propio tiempo aprehendido con el
pensamiento” y sería insensato pensar que se puede anticipar a él.
Para el filósofo “las pasiones, los fines del interés particular, la satisfacción del
egoísmo, son, en parte, lo más poderoso; fúndase su poder en que no respetan ninguna de
las limitaciones que el derecho y la moralidad quieren ponerles, y en que la violencia
natural de las pasiones es mucho más próxima al hombre que la disciplina artificial y
larga del orden, de la moderación, del derecho y de la moralidad”.78
La libertad se produce en el mundo a través de las acciones de los hombres “como
naciendo de sus necesidades, de sus pasiones, de sus intereses y de las representaciones y
fines que se forjan, según aquéllos, pero también naciendo de sus caracteres y talentos (…)
Entre estos intereses está no sólo el de las propias necesidades y voluntad, sino el de la
propia manera de ver y convicción o, por lo menos, el de la creencia y opinión propias, si
en efecto la necesidad del razonamiento, de la inteligencia, de la razón ha despertado
ya”.79
Pero para trabajar por una causa los hombres exigen que le agrade de acuerdo a la
convicción de su bondad, de su “legitimidad, de su utilidad, de la ventaja que representa
para ellos, etcétera”.
La idea se exterioriza en la voluntad y la libertad humanas, donde la voluntad es la
base abstracta de la libertad, pero su producto es la “existencia moral entera de un pueblo.
El primer principio de la idea es en abstracto, el otro es la pasión humana. La idea como
tal es la realidad y, para el filósofo, las pasiones son el brazo con que se extiende”.
Continúa aclarando que las pasiones, desarrollándose, cumplen sus fines conforme a
su determinación natural, levantan el edificio de la sociedad humana y le proporcionan al
derecho y al orden poder contra ellas. Mientras que las pasiones son el elemento activo y
realizan lo universal donde lo racional es un elemento y las pasiones otro.
77
Hegel, J. G. F.: Filosofía del derecho, UNAM, México, 1975.
Hegel, J. G. F.: Lecciones sobre la filosofía de la historia universal, Revista de Occidente, Buenos Aires, 1946.
79
Ibídem.
78
37
Lo activo, las pasiones es lo individual, uno es lo que es en la acción, pero lo
universal se realiza mediante lo particular. Sólo existe un hombre en particular, no en
general y el carácter expresa la determinación de la voluntad y la inteligencia.
En la pasión, la individualidad se entrega por completo con todas las fuerzas de la
voluntad a su objeto, concentrando todos sus apetitos y energías. La pasión por lo tanto es
el lado subjetivo de la energía de la voluntad, como de la convicción la evidencia y la
certeza. Pero hay que ver si el contenido que persigue es de naturaleza “verdadera”. Si lo
fuera, para que exista y sea real, hace falta el factor de la voluntad subjetiva “que
comprende todo eso: la necesidad, el impulso, la pasión, lo mismo que la propia evidencia,
la opinión, la convicción”.
Por ello concluye el filósofo que “nada grande se ha realizado en el mundo sin
pasión (…) A los grandes hombres de la historia le reprochan como malas sus pasiones.
Fueron hombres de pasiones y en su fin pusieron todo su carácter y genio. Aquellos
grandes hombres parecen seguir sólo su pasión, sólo su albedrío; pero lo que quieren es lo
universal. Este es su pathos. La pasión ha sido justamente la energía de su yo. Sin ella no
hubieran podido hacer absolutamente nada”.80
“El fin de la pasión y de la idea es, por lo tanto, uno y lo mismo. La pasión es la
unidad absoluta del carácter con lo universal”.81
“El hombre que realiza algo grande pone toda su energía en ello. No tiene la
mezquindad de querer esto o aquello; no se disipa en tantos y cuantos fines, sino que está
entregado totalmente a su gran fin. La pasión es la energía de este fin y la determinación
de esa voluntad. Hay una especie de instinto, casi animal, en el hecho de que el hombre
ponga así su energía en una cosa. Esta pasión es lo que llamamos también entusiasmo. Sin
embargo, usamos la expresión entusiasmo sólo cuando los fines son de naturaleza más
ideal y universal. El hombre político no es entusiasta; necesita tener esa clara perspicacia
que no es atributo de los entusiastas. La pasión es la condición para que algo grande
nazca”.82
Para Hegel “la vulgaridad psicológica” da a la pasión el nombre de ambición y
ponen bajo sospecha la moralidad de los grandes hombres presentando las consecuencias de
sus obras como fines inmorales de ambición y gloria.
Para el filósofo, el interés particular de la pasión es inseparable de lo universal, pero
es finito y debe sucumbir. Llama a dicha situación el ardid de la razón, ya que “la razón
hace que las pasiones obren por ella y que aquello mediante lo cual la razón llega a la
existencia, se pierda y sufra daño (…) Los individuos son sacrificados y abandonados. La
idea no paga por sí el tributo de la existencia y de la caducidad; págalo con las pasiones
de los individuos”.83
80
Hegel, J.G.F.: Lecciones sobre la filosofía de la historia universal, Revista de Occidente, Buenos Aires, 1946.
Ibídem.
82
Ibídem.
83
Ibídem.
81
38
Hegel sostenía que el estado del mundo no es todavía conocido; que el fin es
producirlo; y ese es el fin de los hombres históricos, que en ello encuentran su satisfacción.
Ellos no eligen la dicha, sino el esfuerzo, la lucha y el trabajo para su fin. “Cuando llegan a
alcanzar su fin no pasan al tranquilo goce, no son dichosos. Lo que son, ha sido su obra.
Esta su pasión ha constituido el ámbito de su naturaleza, todo su carácter”.84
Hasta para el idealismo hegeliano, son las pasiones de los individuos las que
realizan la historia, las que luchan en la realidad, logran su satisfacción o sucumben. Pero
nos advierte que la Razón o la Idea no paga por ello. Sería lo mismo que nos dijo un
humorista: “La realidad no se hace responsable por la pérdida de sus ilusiones”.85
Croce se pregunta si queremos arrancar las pasiones y sustituirlas por la apatía y nos
dice que ya los estoicos se empeñaron en ello y que el resultado terminó significando a la
apatía como depresión, disminución de la vitalidad o ausencia de ella. Para él, debemos
disponer de la política, de la política hacia nosotros mismos y de la política de la virtud,
para poder hacer valer la moralidad entre las pasiones, con las pasiones y sobre las
pasiones.
Para Croce, sólo queda un partido “que descienda la moral entre las pasiones, se
apasione con las pasiones, trate con las pasiones sin pretender suprimirlas ni trastornar su
naturaleza, oponiendo cuando sea preciso las unas a las otras, combatiendo ya contra
unas ya contra otras, uniéndose a veces a unas, a veces a otras. La verdadera, la voluntad
moral, es creadora y promotora de vida; por eso en modo alguno teme contaminarse al
utilizar la vida con vistas a una vida mayor”.
Debemos aceptar las pasiones, pero no dejarlas moverse libremente a su capricho.
Concluye Croce: “El esfuerzo, arrogante y estéril, de la pura voluntad moral contra las
pasiones puede, sin duda, hacer las veces de símbolo de la voluntad ética y de su
autonomía; pero traducido en realidad, o desmiente el dicho con el hecho, o se aniquila en
la imposible lucha y se vuelve una especie de estoicismo útil, quizás para aprontarse a la
muerte togada pero no para la vida eficaz”.86
84
Ibídem.
Croce, Benedetto: Ética y política, Imán, Bs. As., 1952.
86
Ibídem.
85
39
7. BENEDETTO CROCE: LA HISTORIA COMO PENSAMIENTO Y ACCIÓN
“Las cosas grandes del mundo no son obra de ‘sabios’ ni de ‘filósofos’, ni de quienes
hábilmente logran surcar el mar de la vida sin demasiadas tempestades, sino de las almas
apasionadas y enérgicas que desafían las tempestades.”
Benedetto Croce
LA EDUCACIÓN DE LA VOLUNTAD
Para Croce, hay una diferencia entre desear y querer y nos dice: “Todo el que lleve
una vida activa y se vea obligado a convertir a los demás en colaboradores suyos o
quitarlos del medio porque obstaculizan la obra que cumple tiene a diario ocasión de
reparar, con no poco desagrado, enojo y pesar, en hombres que parecen aquejados de
parálisis de voluntad”.87
Estos hombres aquejados de parálisis de la voluntad los define como “el hombre
fantástico: el que urde fácilmente designios y proyectos pero los abandona cuando están a
punto de cumplirse y se irrita con ellos o los encuentra triviales”88. A este hombre le falta
firmeza.
Otro hombre paralizado es el “hombre perplejo o temeroso: el que ante cualquier
acción que deba cumplir se llena de fantasmas sobre las consecuencias que su acción
puede acarrear, que como son infinitas, no se resuelve a actuar. Le falta valor”89.
Finalmente está “El hombre abatido por las desventuras: aferrado al pasado,
inadaptado al presente, inerte ante lo actual. Le falta amor a la vida”.
“Si no consiguen actuar no tienen nada y ésta es la razón de la angustia. No van
más allá de contemplar, meditar sin poder obrar prácticamente.”90
“He dado a este momento el nombre de momento de los deseos, definiendo el deseo
como la voluntad de lo imposible. El deseo, que no es ya contemplación, sino pensamiento,
tampoco es voluntad: al contrario, en el proceso volitivo representa lo que no puede ni
debe quererse.”91
Para el filósofo napolitano el deseo es lo opuesto a la voluntad, es el “pecado”. Sólo
cuando es reprimido o superado aparece en la voluntad efectiva. Y el hombre moral sólo
realiza su moralidad actuando políticamente y aceptando la lógica de la política; por lo
cual, la educación del hombre moral exige la educación política, “el culto y el ejercicio de
las virtudes prácticas, la prudencia, la sagacidad, la paciencia y el coraje”.92
87
Ibídem.
Ibídem.
89
Ibídem.
90
Ibídem.
91
Ibídem.
92
Ibídem.
88
40
El problema político es un problema práctico, individual, de invención y de
creación. Todos los conocimientos son útiles, pero “ninguna cognición me dirá nunca qué
debo hacer, porque ese es el secreto de mi ser y el descubrimiento de mi voluntad”.93
Continúa diciendo lo siguiente sobre el tema de la voluntad: “Creer que el individuo
moral debe hacer lo que el intelecto le señala como bien históricamente factible es
transformar otra vez un problema práctico en uno teórico que es insoluble. Porque lo
históricamente factible es el producto dialéctico de la concorde discordia entre individuos.
Y las necesidades de la historia se personifican en individuos”.94
Para Croce, la educación de la voluntad no se hace a través de teorías ni
definiciones, ni de cultura estética o histórica “sino por el ejercicio mismo de la voluntad:
enseñando a querer como se enseña a pensar, fortaleciendo e intensificando las
disposiciones naturales, y por eso con el ejemplo que mueve a la imitación, con las
dificultades (problemas prácticos) que se proponen con el despertar de la iniciativa
enérgica y con el disciplinamiento de la persistencia”.95
El pensamiento debe obligar a la mente a convertirse en acto y la voluntad es
pensamiento sólo si se traduce en acción. Por eso sostiene Croce que en la formación
política se puede comenzar promoviendo la cordura, la prudencia y la conciencia moral ya
que sólo el sentimiento del deber “impele y constriñe a conducirse como políticos aun a
quienes por naturaleza estarían poco dispuestos a ello”.96
Sin embargo, concluye: “No se puede cultivar los estudios, filosofía, crítica,
historia, sin poseer por añadidura, un vivo sentido de la política, y un ardiente amor por la
sociedad y por la patria y hacer, por lo tanto, dentro de ese modo especializado, también
política”97.
EL DESINTERÉS POR LA COSA PÚBLICA
Croce siguiendo con su distinción entre el deseo y el querer, entre los observadores
deseantes y los protagonistas que se comprometen continúa diciendo: “Quienes se
angustian por el ‘mundo que anda mal’, por la falta de regularidad, de lógica y justicia
que advierten por doquier, no son los hombres políticos sino los otros, los contempladores
poéticos y reflexivos, los hombres de la justicia, el deber, el sacrificio, o sea las almas
buenas y dedicadas al bien”.98
En consonancia con la polémica generada por el libro de Julián Benda La traición
de los intelectuales que sostenía que eran traidores aquellos que se comprometían con las
93
Ibídem.
Ibídem.
95
Ibídem.
96
Ibídem.
97
Ibídem.
98
Ibídem.
94
41
cosas terrenales frente a Paul Nizan que decía que quien no se compromete con los
problemas terrenales es por lo menos un desertor si no un traidor, Croce se plantea la
contradicción y concluye: “Conocemos a los sabios de la historia que se apartaron del
pueblo a que pertenecían para consagrarse a los estudios, que no anhelaban ni buscaban
más que la inmovilidad propicia a su quietud: una paz cualquiera, aunque proviniera de
manos del déspota, si éste podía ofrecerla; y conocemos a los monjes y canónigos que se
desentendieron del peso del mundo, que se desentendieron de veras (porque los monjes
valientes, como los llamaba Tomasso Campanella, no aceptaron esa renuncia e
ignorancia)”.99
“No es necesario aguardar apariciones raras y los prodigios para cumplir la unión
de la política con las demás formas de la actividad humana, porque la unión está en la
realidad de cada una de esas formas mismas”.100
La discusión sobre la función que deben tener los intelectuales en la sociedad no
tiene sentido para Croce. Para él, los intelectuales que la defienden son hombres tan
materiales y tan materialmente ocupados como aquellos contra los cuales protestan.
Concibe la historia de la filosofía como la historia de los problemas que el espíritu
humano se propuso y las soluciones que le ha dado ya que la filosofía se encuentra con la
práctica, con los problemas que la vida le presenta y debe resolver en la práctica.
EL ESTADO ÉTICO Y LA NÁUSEA POR LA POLÍTICA
Ya para la época de Croce había un supuesto hastío de la política como la desazón
sobre la política muchas veces generalizada en nuestro país. Al respecto nos dice: “Solemos
oír que ‘la política es cosa sucia’. La política es la mayor y más notoria manifestación de
la lucha humana. Siempre habrá quien esté dispuesto a reemplazarla por cualquier cosa
que, aunque carente de sentido, tenga a la vez el sentido de negar la lucha y acariciar con
palabras el ideal de la pereza: la justicia social e internacional, la igualdad, la
fraternidad, la armonía de clases, la unión de los pueblos (…) Y la acción política (…) está
directamente opuesta al ideal de la paz, del reposo y la tranquilidad”.101
“Los hombres de la política incapaces de cambiar rápidamente el estado de ánimo
del vulgo, se ven obligados a aceptarlo y aprobarlo con sus palabras y a negarlo con sus
actos procurando ocultar esa contradicción con sofismas, ardides y expedientes oratorios
de diversa especie.”102
Croce sostiene que los hombres pueden ser heroicos, pero los Estados no lo son.
Mientras que el individuo moral está obligado a mantener su dignidad, la dignidad del
Estado es el afianzamiento de la fuerza sin límites salvo la propia, del modo más útil y
conveniente.
99
Ibídem.
Ibídem.
101
Ibídem.
102
Ibídem.
100
42
Para el filósofo, hay dos conceptos de Estado y ambos son exactos, el del Estado
meramente político y amoral y el del Estado ético. Dichas concepciones responden al
utilitarismo ético y el moralismo abstracto. Y para salir de la contradicción hay que pensar
dialécticamente.
“A los que concebían el Estado como institución moral se le respondía que el
Estado no se gobierna con los padrenuestros, exigen una virtud distinta de la virtud
cristiana que es la virtud política. El moralismo iluminista sometía la política de Estado a
las virtudes no cristianas de la libertad, igualdad y fraternidad.”103
Con respecto a la honradez que se le exige a los políticos, Croce afirma: “Es
extraño que para las cuestiones políticas no se exijan políticos sino hombres honrados,
provistos a lo sumo de aptitudes de otra índole. La honradez política no es más que la
capacidad política. Es evidente que los defectos que pueda tener ocasionalmente un
hombre provisto de capacidad y genio político, si se relacionan con otras esferas de la
actividad lo harán inepto para dichas esferas, mas no para la política”.104
“Un hombre dotado de genio o capacidad política se dejará corromper en
cualquier actividad, pero no en la que concentra su pasión, su amor, su gloria. Si
sucumbiera hace mala política.”105
“Toda institución reformada o creada de nuevo, si quiere vivir debe transformarse
en el interés de los individuos: sentimiento, afecto, recuerdo, esperanza, ídolo, poesía: todo
lo que para el racionalista abstracto es una contaminación, pero en realidad es elegir la
vida en lugar de lo abstracto. Y al concretarse de tal modo, cualquier institución correrá el
riesgo de volverse egoísta y anticuada; pero ésta es la suerte de todas las cosas humanas.
Y ciertamente morirá algún día; pero habrá vivido.”106
“El dolor y las desdichas son necesarios porque educan (…) y la alegría se
encuentra en obrar conforme a nuestro ser, que es la celebración de nuestra libertad.”107
Perón sostiene en su ponencia “La comunidad organizada” que la angustia de
Heidegger se transforma en náusea por el desencanto, por haber perdido la finalidad y la
norma. Por eso, para devolverle al hombre su combatividad, su actitud combativa “se le
debe devolver la fe en su misión, individual, familiar y colectiva”.
La comunidad organizada políticamente mediante leyes proveerá la norma ética. Sin
embargo, para el reino interior, para la personalidad, sólo existe una norma: la educación,
que es la que afirma en nosotros una actitud conforme a moral.
103
Ibídem.
Ibídem.
105
Ibídem.
106
Ibídem.
107
Ibídem.
104
43
Para el “gobernante-pensador”, la teoría de Platón sobre la integración recíproca
entre el hombre y la colectividad a la que pertenece es fundamental; así como la virtud
suprema es la justicia y el Bien es orden, armonía y proporción.
Perón combate no sólo la insectificación del hombre sino también el desencanto
weberiano de la racionalización occidental capitalista. Comienza “La comunidad
organizada” sosteniendo: “El hombre y la sociedad se enfrentan con la más profunda crisis
de valores que registra su evolución” y concluye diciendo: “Esta comunidad que persigue
fines espirituales y materiales, que tiende a superarse, que anhela mejorar y ser más justa
y más feliz en la que el individuo puede realizarse y realizarla simultáneamente, dará al
hombre futuro la bienvenida desde su alta torre con la noble convicción de Spinoza:
Sentimos, experimentamos, que somos eternos (…) La náusea está desterrada de este
mundo, que podrá parecer ideal, pero que es en nosotros un convencimiento de cosa
realizable”.108
La náusea es la novela que Jean Paul Sartre publicó en 1938. De rápida divulgación
y aceptación, planteaba el escepticismo, la melancolía y el absurdo existencial y sin
embargo, aparecía como literatura de agitación o rebelión social, a pesar de que el
personaje de la novela no mostraba en ese momento ningún compromiso social, ni interés
político, y que su aparición se dio contemporáneamente al triunfo del nazismo en
Alemania, el ascenso del fascismo y la guerra civil española.
El propio Sartre reconoció años después en una entrevista al diario Le Monde que su
náusea metafísica era un lujo: “El universo sigue siendo negro. Somos animales siniestros
(…) pero bruscamente descubrí que la alienación, que la explotación del hombre por el
hombre, la subalimentación, relegaban a segundo plano el mal metafísico que es un lujo,
mientras que el hombre, ese sí, es un mal. (...) El mal económico y social, creo y deseo que
pueda remediarse. Con un poco de suerte, esta época puede conseguirlo. Estoy del lado de
los que piensan que las cosas irán mejor cuando el mundo haya cambiado”.109
Era otro filósofo que depositaba en otros, o en la suerte, la transformación del
mundo. No era ni el “filósofo-rey” al que aspiraba Platón para su República ni tampoco
parece partidario de la “filosofía de la acción”. Su pasión era padecimiento y no lucha
política. Tampoco hubiera coincidido con Perón cuando dijo –lejos del escepticismo– que
mejor que decir es hacer, y mejor que prometer es realizar. De allí que destierra la náusea,
con su escepticismo y nihilismo inactivos.
108
109
Ibídem.
Ibídem.
44
EL MATERIALISMO HISTÓRICO
Croce sostiene que los filósofos que ofrecen esquemas de historia universal
deducidos racionalmente son voces que claman en el desierto, “a quienes puede dejarse el
consuelo de considerarse apóstoles solitarios de una grandiosa verdad desconocida”.110
Ante la frase de Marx que afirma que Hegel coloca la historia sobre su cabeza y que
había que ponerla sobre sus pies, como si esto fuera la inversión del idealismo, Croce
sostiene que la inversión real sería decir que “la historia no es un proceso de la Idea, o sea
una realidad racional trascendente, sino un sistema de fuerzas: a la concepción
trascendente se opondría la concepción inmanente”.
Reconociendo fecundos descubrimientos en el materialismo histórico, el mejor
elogio que se le podría hacer no es sostener que es la última y definitiva filosofía de la
historia, sino establecer que no es una filosofía de la historia y citando a la Labriola, plantea
que no es otra cosa que un método, negando que sea una teoría.
Finalmente sostiene que prefiere designar al materialismo histórico como
“concepción realista de la historia”, que señala “las oposiciones a todas las teologías y
metafísicas en el campo de la historia”.111
Cree ver en los coqueteos de Marx con la terminología hegeliana parte de culpa por
los malos entendidos con respecto al materialismo histórico como teleología y fatalismo.
“Frente a la tendencia a reconstruir una filosofía materialista de la historia, sustituyendo
a la omnipresente Idea la omnipresente Materia, conviene reafirmar la imposibilidad de
este género que, cuando no se pierde en lo arbitrario, se resuelve en una mera
superficialidad y tautología”112.
Surgido de la necesidad de percatarse de una determinada configuración social, para
Croce el materialismo histórico no tuvo el propósito de buscar “los factores de la vida
histórica”, sino que se “constituyó en la cabeza de políticos y de revolucionarios, y no en
las fríos y pacientes de biblioteca”.113
En El materialismo histórico y la economía marxista, Croce también cuestiona el
carácter científico de la ley de la caída tendencial de la tasa de beneficio, así como el
concepto de valor trabajo y sostiene que las investigaciones de Marx son intrínsicamente
abstractas. Para comprender el pensamiento de Marx “es menester salir de la economía
pura”. Después de dedicarse al estudio de la doctrina marxista sostiene que en ella “se
mezclan lo verdadero y lo falso”.
110
Croce, Benedetto: El materialismo histórico y la economía marxista, Imán, Bs. As., 1942.
Ibídem.
112
Ibídem.
113
Ibídem.
111
45
Para el filósofo napolitano, lo verdadero consiste en “haber llevado con fuerza a la
conciencia la condicionalidad social del beneficio”. Y concluye: “Llevar a la conciencia,
no es lo mismo que descubrir una ley científica: es, simplemente llevarla a la
conciencia”.114
LA SOCIEDAD DE CULTURA POLÍTICA
Croce define su liberalismo como idealismo que exige experiencia y meditación, lo
cual implica finura mental y moral. El liberalismo, para él, es el partido de la cultura; ya
que liberal fue el Resurgimiento, en el cual confluyeron cultura y amor a la patria. “El
socialismo y el autoritarismo son partidos extremistas, que contienen no poco de abstracto
y de simple y por eso son fácilmente admitidos por los espíritus y mentes juveniles, y
presentan también los signos de la cultura escasa y unilateral”.115
En su discurso en la Sociedad de Cultura, Croce plantea cómo deberían dividirse los
estudios de teoría de la política. Para el filósofo ellos deberían dividirse en tres partes:
1. La teoría propiamente dicha o filosofía de la política que investiga la naturaleza de
la actividad política y determina sus relaciones con las otras formas o actividades
del espíritu humano
2. La historia política o historia de los Estados que se interpreta con los conceptos de
la teoría.
3. La ciencia empírica de la política que se funda en la historia y de forma inductiva
forma los tipos de las constituciones de los Estados y de las operaciones de la vida
pública, los clasifica y pone en relación y deduce las leyes empíricas de
concomitancia y sucesión, de causa y efecto.116
Si bien propone cómo deberían plantearse los estudios políticos, reafirma que no se
puede estudiar política sin pasión política: “Quien no ha participado en la política activa,
por lo menos con el sentimiento y el afecto, no está en condiciones de dar la teoría de ella,
faltándole el indispensable interés y experiencia”.117
En su discurso, tiene la esperanza de que en la “sociedad de la cultura” los jóvenes
ascenderán desde la esfera práctica y pasional a la esfera del pensamiento y sabrán
superarse a sí mismos. Para ello, se requiere negar la “pasionalidad y la particularidad
políticas” para llegar a una teoría y una historia verdadera.
También será necesaria la negación de la teoría para pasar a la eficaz obra práctica,
que es “toda ella obra de sentimiento y de voluntad, y no ya de contemplación y de crítica.
La pasión política se destila en teoría y la teoría genera una nueva obra factible”.118
114
Ibídem.
Croce, Benedetto: Ética y política, op. cit.
116
Ibídem.
117
Ibídem.
118
Ibídem.
115
46
“Cuando se estudia la política hay que saber que no es la serenidad de la sapiencia
ni la divina sonrisa del arte sino que tiene de lo duro y de lo prosaico. El recinto de la
política es el de la utilidad, de los asuntos, de los negociados, de las luchas ora insidiosas,
ora abiertas, de la fuerza, como se dice y de la guerra. Guay con mecerse en ilusiones,
particularmente desde que han resonado en el mundo político las palabras que serían
sublimes si no fueran, en ese uso, ridículas o, peor, hipócritas, de Igualdad, Fraternidad y
Libertad”.119
Croce sostiene que no hay que moralizar la política y que se debe aceptar al genio de
Maquiavelo como fundador de la ciencia política. Pero la política no es todo el hombre, y
no existiría la política si no existiera el hombre moral. Concluye que “la vida política
prepara para la vida moral o es ella misma instrumento o forma de vida moral, y en
ninguno de estos casos es concebible contraste y conflicto”.120
EL HISTORICISMO COMO HUMANISMO
Para Croce, el historicismo es “creación de la acción propia, del propio
pensamiento, de la propia poesía, a partir de la conciencia presente de lo pasado; cultura
histórica es el hábito o virtud conquistada de pensar y obrar así; educación histórica, la
formación de este hábito”.121
Croce sostiene que si bien la aparición del humanismo, parecía ser un movimiento
contra la escolástica y fundamentalmente ligado al campo del arte, en realidad lograron
avances de la cultura y el pensamiento. Para el pensador, fue una renovación de la filosofía,
de las disciplinas morales, “la ética, la política y la teoría del arte, y la metodología de las
ciencias”.122
Sostiene que el historicismo es heredero de ese humanismo y contiene “la
liberación de toda guisa, la afirmación de la vida moral, política y económica, el relieve
dado a la pasión y a la poesía, el rejuvenecimiento de la vida intelectual y moral, la
dialéctica que es el nuevo órgano lógico”. Por otra parte, esas son condiciones necesarias
“sin las cuales no es posible pensar verdaderamente en la historia”.123
Concluye Croce, que la indiferencia del humanismo hacia las ciencias naturales,
físicas y matemáticas es una forma de defenderse contra el determinismo y el materialismo.
La realidad es historia y por lo tanto sólo se la puede conocer históricamente. Las ciencias
la pueden medir y clasificar, pero no conocen la realidad, ni es su misión u oficio conocerla
“intrínsecamente”.
119
Ibídem.
Ibidem.
121
Croce, Benedetto: La historia como hazaña de la libertad, FCE, México, 1942.
122
Ibídem.
123
Ibídem.
120
47
El historicismo identificado como humanismo de los nuevos tiempos es a su vez una
contraposición y alejamiento del positivismo que en esos momentos, en los cuales escribía
Croce, pretendía imponerse en América Latina como método de análisis de la realidad
social, vaciada de problemas éticos, políticos, ideológicos o pasionales, emulando a las
ciencias naturales.
LA HISTORIA COMO PENSAMIENTO Y ACCIÓN124
Croce nos explica que la actividad práctica supone la teorética, ya que no es posible
la voluntad sin conocimiento: “Cual es el conocimiento, tal es la voluntad”.
Si bien las formas del espíritu son distintas, no están separadas: “El pensar es
conjuntamente un acto de vida y de voluntad, que se llama “atención”. Todo conocimiento
surge del tronco de una volición. La voluntad se define por apetición esclarecida por el
conocimiento”.125
La relación entre el conocimiento histórico y la acción tienen un nexo que no es ni
causal ni determinista: “La acción tiene por precedente un acto de conocimiento, la
solución de una particular dificultad teórica, la remoción de un velo que tapaba el rostro
de la realidad; pero en cuanto acción, surge tan sólo de una inspiración original y
personal de cualidad enteramente práctica, de práctica genialidad”.126
Cree en el progreso perpetuo ya que no hay en la historia jamás decadencia que no
sea a la vez formación y preparación de nueva vida y por lo tanto progreso.
Pero afirma que el concepto de causa es ajeno a la historia, nació en el terreno de las
ciencias naturales y sirve para ellas, pero dicho concepto, en la historia constituye un
prejuicio determinista que hace que el hombre pierda de vista que es quien hace la historia a
través de su acción.
También refuta la otra sentencia teleológica que explica la historia no como hecha
por las acciones humanas sino como un programa heterónomo por el cual se inicia, se
desarrolla y termina. Así la tarea del historiador sería descubrir la matriz escondida bajo
hechos aparentes. Dicha matriz sería el concepto de Idea o Espíritu o Materia. Para Croce
dichos programas o designios son disfraces de un dios trascendente que sería el que
impondría a los hombres la historia. Dicho Dios (Espíritu o Materia) también es extraño a
la historia.
En la historia, la moralidad para realizarse prácticamente, “se hace pasión, voluntad
y utilidad y piensa como el filósofo, plasma como el artista, trabaja con el agricultor,
ejerce la política, etcétera”.127
124
El libro de Croce La storia come pensiero e azione fue traducido al castellano como La historia como hazaña de la
libertad.
125
Croce, Benedetto: La historia como hazaña de la libertad, FCE, México, 1942.
126
Ibídem.
127
Ibídem.
48
También la filosofía se vuelve historia, “filosofía en cuanto historia declarando la
identidad del universal y lo individual, del intelecto y la intuición, por lo cual toda
separación es arbitraria e ilegítima”.128
Para el pensador napolitano, los juicios a priori no son juicios de verdad (de la única
verdad que es historia, sino abstracciones de uso práctico, definiciones ahistóricas, que no
son verdades sino ficciones. Tampoco son juicios de verdad los juicios puramente a
posteriori que pertenecen a las ciencias positivas, que trabajan con los datos de la
experiencia y construyen generalidades, también de uso práctico.
Para Croce, aún hoy estigmatizado por muchos como idealista, el idealismo
absoluto de Hegel es una metáfora de una teofanía y de un sistema teológico, en el cual la
idea no es más verdaderamente pensamiento, el pensamiento que es crítica, sino un Dios,
que es su escuela se revistió muchas veces del carácter de Dios personal, creador del cielo y
de la tierra. Para él sería conveniente que la filosofía despida y ponga a disposición de los
científicos la palabra “idealismo” nacida y crecida equivocada cuyos no siempre fueron
buenos129.
El pensamiento es tan activo como la acción, “que no es copia ni receptáculo de
realidad, ni nos provee de un conocimiento de la realidad a ese propósito; que su obra
consiste en el planteamiento y resolución de problemas, y no en el acoger pasivamente
dentro de sí trozos de realidad. El pensamiento no está fuera de la vida, sino que es función
vital”.130
Por lo cual no hay hombres exclusivamente teóricos o prácticos, el hombre práctico
es al mismo tiempo teórico, “que contempla, cree, piensa, lee, escribe y ama la música y
las otras artes”.131
El conocimiento es necesario para la praxis como la praxis es necesaria para el
conocer, “No se puede cancelar la distinción entre estos dos momentos del espíritu, se
destruirían a la par el pensamiento y la acción. La distinción entre conciencia y voluntad,
pensamiento y acción sigue intacta”.132
El conocimiento es siempre situacional, de un hombre particular en condiciones
particulares ya que el conocimiento proviene de “experiencias particulares de la vida, de la
vida práctica y moral de los hombres, de sus afectos y acciones. Luego el pensamiento se
transforma en una fe que condiciona la nueva acción”.133
Para Croce, la historia es hazaña de la libertad y por lo tanto: “Las angustias por la
libertad perdida, las invocaciones, las esperanzas desiertas, las palabras de amor y de
128
Ibídem.
Croce, Benedetto: Discorsi di varia filosofía, Laterza, Bari, 1945.
130
Croce, Benedetto: La historia como hazaña de la libertad, op. cit.
131
Ibídem.
132
Ibídem.
133
Ibídem.
129
49
furor en ciertos momentos de la historia no son verdades filosóficas ni históricas, ni
errores ni sueños: son movimientos de la conciencia moral, historia que se está
haciendo”.134
134
Ibídem.
50
8. ANEXO I: PONENCIA PRESENTADA POR BENEDETTO CROCE EN EL
PRIMER CONGRESO NACIONAL DE FILOSOFÍA ARGENTINO. 1949
LA FILOSOFÍA COMO HISTORICISMO
Procuraré brindarles brevemente, pero con precisión y orden, información acerca
del punto al que ha llegado la filosofía en Italia, la filosofía de la gran línea, que va desde
Bruno y Vico hasta Kant y Hegel, que no es la tradición de una verdad a defender y a
mantener intacta, sino un surgimiento encadenado, permanente, de nuevos problemas que la
vida trae.
“Filosofía como historicismo” es una palabra que se lee mucho actualmente en los
libros y revistas italianas, pero que yo mismo –al que le gusta filosofar sin título, al
contrario de aquellos que muestran títulos sin filosofía– adopté sólo tardíamente, casi
forzado por las cosas mismas, para designar el lugar en el que había trabajado
espontáneamente y el camino que había seguido por más de cincuenta años.
En cierto sentido, este modo de tratamiento es, si no propiamente la negación de la
filosofía tradicional, una corrección radical de ella y de la figura del filósofo que la
representa. Porque si en la antigüedad greco-romana el filósofo reunía en sí mismo al
científico naturalista y al sabio prudente y moral, en el Medioevo cristiano tenía un fuerte
acento de teólogo, cuando aceptó que la filosofía fuera la sierva de la teología, pero
también cuando, reivindicando una cierta independencia, empezó a concebir teológica y
metafísicamente el asunto de filosofar. Esta concepción permaneció sustancialmente intacta
en los primeros siglos de la Edad Moderna, que pretende ser la investigación del problema
supremo, que contenía y gobernaba a todos los demás, el problema de la realidad y de la
relación de la realidad con el pensamiento, que, en nueva terminología, era siempre el
problema del mundo y de Dios.
Sin embargo, el historicismo responde claramente al derecho a la existencia de un
problema único y supremo o general o preliminar del filosofar, volviendo a la historia de la
filosofía, desde la cual se tiene la confirmación de que los filósofos han tratado siempre
problemas particulares, en intrínseca relación de parentesco de cada problema con todos los
demás, pero ya no como irradiación del único problema, que toma un lugar entre los otros,
inter pares, y se puede resolver, o declararlo insoluble porque está mal planteado, o
abandonado u olvidado, según la suerte común a todos los otros. Supremo sólo es el
pensamiento, que no es un problema sino el autor y el que define los problemas.
Continuando la indagación de esta zona del espíritu, el historicismo se dio cuenta
de que los problemas de la filosofía no sólo no se someten jerárquicamente a uno de ellos,
así como no pueden definirse numéricamente, pues responden a exigencias lógicas de la
mente humana. Ellos son inagotables e infinitos porque nacen siempre nuevos e
51
individualizados del impulso de la historia, que ofrece la materia particular a cada
pensador.
Este reconocimiento de la infinita individualidad de los problemas y de su
surgimiento en el curso histórico fue sospechado por el escepticismo, allí justamente donde
se pone fin a las instancias escépticas, porque el fundamento histórico brinda realidad a los
problemas y a sus soluciones, que componen el legado que se transmite del pasado al
presente y desde el cual el pensamiento actual reanuda su propio trabajo; legado que
continuamente, como se puede observar en nuestros discursos, resulta provechoso. Y en el
presente, o sea, nosotros que vivimos y pensamos, no podemos hacer otra cosa que
continuar tejiendo, por nuestra parte, aquella misma tela que tejieron los hombres durante
siglos, con la sola diferencia de que somos más conscientes de la historicidad del
pensamiento, del nuestro como de todo el curso de pensamiento; y, habiendo disipado la
pesadilla del problema supremo, del teologismo, de la metafísica, somos libres de
orientarnos a todos aquellos problemas que el espíritu plantea práctica y moralmente,
nuestra mente recoge y es huella de él, sin excluir, aunque lleguen negativamente, los
problemas metafísicos y teológicos.
Pero, sin embargo, esta ocasión histórica del filosofar (recuerden que Wolfgang von
Goethe decía que “cada verdadera poesía es de ocasión”), esto en referencia a una situación
histórica que cada proposición filosófica lleva consigo y en sí misma, y hace que esa
proposición sea como una luz que aclara la situación misma; es decir, ninguna otra cosa que
una historia nace del regazo de la filosofía: la afirmación, o sea el juicio del hecho. ¿Por
qué entonces filosofía e historia se tomaron como dos formas de pensamiento distintas y
diversas entre sí, o una inferior y la otra superior? ¿Es, quizás, aquello que se llama historia
o historiografía, noticia de los hechos sin pensamiento, sin juicio? Así, en verdad, fue
considerada comúnmente a lo largo de la historia, alabándola de una objetividad de mala
herencia; todavía, por otra parte, se solían resaltar las diferencias de la historia de la crónica
inanimada, o de la novela y del poema, y se repetía que ella es, y debe ser, luz de verdad,
vida de la memoria, maestra de la vida, etcétera. Y, recorriendo y reexaminando la historia
de la historiografía y sin mirar exclusivamente o primordialmente las tendencias políticas y
de otro tipo que en los volúmenes de historia frecuentemente se mezclan, pero mirando a su
esencia, a su calidad puramente teórica y lógica, siempre se observó más que los
historiadores, con mayor o menor vigor y riqueza, plantean en la construcción de sus relatos
un complejo de conceptos sobre la vida humana y su realidad que son su filosofía. Por lo
cual, haciendo, por así decir, de esta manera desciende la filosofía, que en un tiempo estaba
en el cielo, hacia la tierra, y por otro lado, elevando la historia desde la tierra hacia el cielo,
se llegó a un punto en el cual las dos se encontraban y se iluminaba perfectamente la
identidad de la filosofía y la historia.
Esta identidad es una realidad y al mismo tiempo un ideal, porque la conciencia
adquirida de la única naturaleza de las dos nos aconseja y exhorta a cultivar y promover una
52
y otra, respecto de la cual siempre debe ser celebrada su sustancial unidad. Por lo cual,
resulta un nuevo programa educativo para el historiador y para el filósofo: para el
historiador, de quien se espera que integre siempre mejor la historia con la filosofía, y que
discierna dónde se plantea el problema verdaderamente historiográfico y dónde el problema
es en cambio de mera erudición y filología, y que haga más vigorosos, ricos y conscientes
los conceptos que adoptan en la interpretación y en la construcción de la historia; para el
filósofo, que debe apropiarse todo lo que pueda de la realidad que se despliega delante o lo
confunde alrededor, la realidad de que todo es historia, poniéndose en relación y en
recambio con este aspecto del espíritu, antes que con cualquier otro, y sin olvidar que las
ciencias naturales o naturalizadas son una elaboración abstracta y práctica de la historia,
dirigida y disciplinada por las matemáticas. Sólo otra forma del espíritu tiene derecho a
estar junto a la historia y a la filosofía; no es la ciencia físico-matemática, sino el arte y la
poesía, la fantasía que abre el camino a la alianza sintética del pensamiento; en ella se
encuentra el antiguo dicho de que la historia está próxima a la poesía, y es el quid de la
poética a su alrededor.
Si las condiciones presentes de la historiografía y de la filosofía responden en la
enseñanza académica a este ideal pedagógico y didascálico, no diré aquí, donde me es lícito
sobrentender el juicio que estimo justo, sólo restringiéndome a dar a entender que, mientras
la preparación de los estudiosos de historia ha recibido, al menos en nuestra Italia, una
beneficiosa eficacia filosófica, los maestros de filosofía de la universidad, cuando no se
ladean hacia el psicologismo y el cientificismo, más aún se vuelven a la figura, vuelta ya
exangüe, del filósofo teologizante, son ignorantes y faltos de curiosidad y frígidos hacia el
mundo de la realidad y de la historia. Anticuados en los métodos y en la cultura, o mal
modernizados, se dejan llevar por las modas de los tiempos y con ellas torpemente trenzan
giros de danzas. Y es de conceder que lo que ahora se les pide requiere, de su parte, de un
esfuerzo no menor y que supone el ejercicio de la modestia, la renuncia a perezosos hábitos
como cualquier conversión fundamental.
A la pregunta acerca de qué se puede hacer y de cómo es que la filosofía en cuanto
historicismo, con el correlativo reconocimiento de la historiografía como filosofía concreta,
no haya tenido relieve en el transcurso de la Edad Moderna y sólo ahora formule su
programa, la respuesta quizás ya está contenida en las señales que nos fueron dadas en su
génesis lógica. La comparación instituida por Aristóteles en la Poética entre filosofía,
poesía e historia sirvió para no dejar apagar en el siglo decimosexto un concepto más alto y
vigoroso de la poesía frente a la débil teoría, generalmente aceptada por entonces, que
hacían una didáctica y oratoria revestidas de aleros sensuales, y sirvió para depositarla en
un tiempo futuro en el que el acercamiento de filosofía y poesía hubiera recibido un
desarrollo más adecuado y propio.
No fue fructífero para la teoría y la historia, que había sido presentada en aquella
comparación aristotélica como noticia simple y afilosófica de hechos particulares, y así
53
quedó en el teorizar de aquel siglo, puesta quizás en relación de dependencia de la filosofía
civil y moral, a la cual hubiera proveído de una suerte de ejemplificación, y por otro lado, la
filosofía continuaba entre naturalista y teologizante o metafísica. Y cuando a fines del siglo
diecisiete y principios del dieciocho un gran filósofo dotado de un ingenio histórico
original, Hegel, entendió que filosofía e historia debían unificarse, y aportó el pensamiento
dialéctico, esa unión falló su signo, porque Hegel unió la filosofía, no con la historiografía,
sino con la construcción a priori, que tenía el nombre de “filosofía de la historia”, extendida
por él a la historia política y moral y también a la historia del arte y a la misma historia de
la filosofía; y su historicismo y el de otros idealistas alemanes y sus seguidores era de una
historicidad con diseño predeterminado, una mitología con vestimenta filosófica e histórica.
En cambio, franco en su original naturaleza había sido el historicismo de Vico que
no interponía aquella suerte de mitología entre filología y filosofía, y unificaba las dos,
cumpliendo una con la otra; pero Vico no hizo escuela y no tuvo continuadores, como
tampoco de la síntesis a priori de Kant se trajeron ni se extendieron las consecuencias,
proviniendo de ella el concepto del juicio como juicio histórico.
El historicismo ha tenido su justificación y su fundamento teórico en una nueva
teoría lógica del juicio, declarado en su verdadera y única forma, juicio histórico, y
conteniendo siempre una afirmación histórica, aun cuando en apariencia se presenta en
forma de definición de términos conceptuales, lo cual es siempre la implícita remoción de
una dificultad, y una dificultad se liga siempre a una situación de hecho, y a resolverla en el
acto mismo, que es clarificar y cualificar aquella situación, y al cualificarla,
existencializarla. Pero ello ha sido objeto de un especial trabajo (La lógica como ciencia del
concepto puro), al que estoy obligado a reenviarla para la demostración de la teoría
enunciada, pero aquí basta con haberla vuelto a citar.
Se debe advertir, por último, que la figura tradicional del filósofo, junto con el
oficio teologal o metafísico, está acompañada normalmente por aquello de dar paz a la
tormentosa pregunta acerca de si la vida es un bien o un mal, y si es necesario aceptarla o
evadirse, con la ascesis monástica o con el suicidio estoico: que es el motivo del recurso
que, a quien tiene fama de filósofo, usan las almas afanosas, volviendo a poner en él una fe
y una esperanza que a él le provocan sonrojo y embarazo.
El dilema de si la vida es un bien o un mal es, en efecto, falto de sentido, porque
bien o mal son los dos términos dialécticos que componen la unidad de la vida; ella no
puede excluir a uno de los dos, sin excluir su propio concepto. Así, como los hombres están
ligados entre ellos y con el mundo todo, la conciencia moral prohíbe evadirse, de cualquier
manera de la vida, y la educación que el hombre se da consiste fundamentalmente en
armarse para sostener y sobrepasar el dolor.
54
Todo ello será pura filosofía, pero también es virtud de buen sentido y evidencia de
acuerdo con la realidad; y, si la filosofía tuviese el fin de enseñar sobre eso, habría
cumplido rápidamente con su deber. Pero el historicismo le confía otro bien mucho más
grave y continuo, que es el de mantener, perfeccionar y acrecentar permanentemente los
conceptos donde se interpreta la vida, a la cual no se puede renunciar, y que viene a darnos
licencia y reposo cuando le hemos servido suficiente y en el momento en que estima útil
para sí canjear calidad de obra y de obreros.
55
9. ANEXO II. PONENCIA INAUGURAL DEL PRIMER CONGRESO NACIONAL
DE FILOSOFÍA DE JUAN DOMINGO PERÓN
La comunidad organizada
I
El hombre y la sociedad se enfrentan con la más profunda crisis de valores que
registra su evolución
Está en nuestro ánimo la absoluta conciencia del momento trascendental que
vivimos. Si la Historia de la humanidad es una limitada serie de instantes decisivos, no cabe
duda de que, gran parte de lo que en el futuro se decida a ser, dependerá de los hechos que
estamos presenciando. No puede existir a este respecto divorcio alguno entre el
pensamiento y la acción, mientras la sociedad y el hombre se enfrentan con la crisis de
valores más profunda acaso de cuantas su evolución ha registrado.
Las conclusiones de los congresos últimamente celebrados en el mundo prueban en
cierto modo la universalidad de esta persuasión. El Congreso Internacional de Roma de
1946, el III Congreso de las Sociedades de Filosofía de Lengua Francesa de Bruselas en
1947, el de Edimburgo de 1948 y el de Ámsterdam, evidencian que la inquietud intelectual
ha llegado a un momento decisivo.
Es posible que la acción del pensamiento haya perdido en los últimos tiempos
contacto directo con las realidades de la vida de los pueblos. También es posible que el
cultivo de las grandes verdades, la persecución infatigable de las razones últimas, hayan
convertido a una ciencia abstracta y docente por su naturaleza en un virtuosismo técnico,
con el consiguiente distanciamiento de las perspectivas en que el hombre suele
desenvolverse.
Acaso sobre el gran fondo filosófico que es la verdad, haya prevalecido una
cuestión de tendencias, ajenas al ansia de conocimiento a cuya satisfacción debería
consagrarse toda fuerza creadora. En ausencia de tesis fundamentales defendidas con la
perseverancia debida, surgen las pequeñas tesis, muy capaces de sembrar el desconcierto.
II
El hombre puede desafiar cualquier mudanza si se halla armado de una sólida
verdad
Los problemas sustantivos no han sido resueltos en el tiempo, tal vez porque existe
un problema y una verdad demostrable para cada generación. Quizá, para cada generación,
sean siempre los mismos tal problema y tal verdad.
56
Los griegos de Sócrates se formulaban grandes preguntas: el ser, el principio, la
virtud, la belleza, la finalidad, y trataron de formular debidamente sus tablas de Moral y sus
principios de Ética. No es lícito dar tales problemas por juzgados para permitirnos después
extraviar al hombre, que ignora las viejas verdades centrales con nuevas verdades
superficiales o con simples sofismas. El hombre está hoy tan necesitado de una explicación
como aquellos para quienes Sócrates, tantos siglos atrás, forzaba sus problemas.
A los pueblos han sido descubiertos hechos de asimilación no enteramente sencilla.
Se ha persuadido al hombre de la conveniencia de saltar sin gradaciones de un idealismo
riguroso a un materialismo utilitario; de la fe a la opinión; de la obediencia a la
incondicionalidad.
La libertad, conquista máxima de las modernas edades, no se produjo acompañada de
una previa restructuración de sus corolarios. Es posible que hubiese cierta improvisación en
tal victoria, porque siempre resulta difícil establecer el orden entre las tropas que se
apoderan de una ciudad largamente asediada.
La edad del materialismo práctico, por otra parte, ha correspondido con un gigantesco
progreso económico. Una de sus características ha sido la de reducir las perspectivas
íntimas del hombre. Este no posee la misma medida de su personalidad a la sombra del
olmo bucólico que junto al poderío estruendoso de la máquina. Debemos preguntarnos si, al
sobrevenir las radicales modificaciones de la vida moderna, se produjeron las oportunas
orientaciones llamadas a equilibrar al hombre conmovido por la violenta transición al
espíritu colectivo.
Preclaros cerebros han intentado advertir al mundo del peligro que supone que el hecho
no haya tenido un prólogo ni una preparación; de que no se haya adaptado previamente el
espíritu humano a lo que había de sobrevenir. El hombre puede desafiar cualquier
contingencia, cualquier mudanza, favorable o adversa, si se halla armado de una verdad
sólida para toda la vida. Pero si ésta no le ha sido descubierta al compás de los avances
materiales, es de temer que no consiga establecer la debida relación entre su yo, medida de
todas las cosas, y el mundo circundante, objeto de cambios fundamentales.
En tal coyuntura la filosofía recupera el claro sentido de sus orígenes. Como misión
pedagógica halla su nobleza en la síntesis de la verdad, y su proyección consiste en un
“iluminar”, en un llevar al campo visible formas y objetos antes inadvertidos; y, sobre todo,
relaciones. Relaciones directas del hombre con su principio, con sus fines, con sus
semejantes y con sus realidades mediatas.
De los elevados espacios, donde las razones últimas resplandecen, procede la norma que
articula al cuerpo social y corrige sus desviaciones.
III
Si la crisis medieval condujo al Renacimiento, la de hoy, con el hombre más
libre y la conciencia más capaz, puede llevar a un renacer más esplendoroso
57
Entra en lo posible que las tradiciones muertas no resuciten. Si el pensamiento humano,
considerado como tesoro de conceptos, se mira a través del ritmo vertiginoso y febril de la
vida actual, puede que aparezca como un campo desolado, escenario de patéticas batallas.
Es posible también que muchas tradiciones caídas no sean adaptables al signo de la
presente evolución y que otras hayan perdido incluso su objeto. En cierto modo era éste el
panorama de la humanidad en los albores de la Edad Media: se consideraban
suficientemente definidas algunas verdades, pero aun éstas aparecían cerradas y
custodiadas, y el pueblo se alimentaba sólo de fe. La verdad socrática, la platónica y la
aristotélica, no fueron textos prácticos para el Medioevo, que habían perdido, en el fragor
de una terrible crisis, todo contacto con la continuidad intelectual del pasado. Es cierto que
no resucitaron entonces muchas tradiciones, pero con los restos del naufragio, el
pensamiento humano elaboró, a la luz de la fe, que es indeclinable, una nueva mística, con
un nuevo contenido.
El Renacimiento prueba que el camino es un factor asequible al hombre en todo
momento. No es el rigor de nuestra crisis el que debieron arrostrar las islas pensantes de la
Edad Media: el nuestro es, simplemente, un rigor de otra clase. No tiene ante sí, o no cree
tenerlo, un infinito. No da la sensación de producirse para el tiempo, sino para el momento.
Se diría de algunos, que les preocupan menos las verdades que las apariencias, y menos
la visión de lo último y lo general que lo inmediato y personal. La marcha fatigosa y rápida
de la evolución social, como de la económica, han trastornado los habituales paisajes de la
conciencia.
No es frecuente hallar seres que posean una perspectiva completa de su jerarquía. La
conquista de derechos colectivos ha producido un resultado ciertamente inesperado: no ha
mejorado en el hombre la persuasión de su propio valer. Esa miopía para la nobleza de los
valores procede, posiblemente, de una deficiente pedagogía.
Caracteriza a las grandes crisis la enorme trascendencia de su opción. Si la actual es
comparable con la del Medioevo, es presumible que dependa de nosotros un Renacimiento
más luminoso todavía que el anterior, porque el nuestro, contando con la misma fe en los
destinos, cuenta con un hombre más libre y, por lo tanto, con una conciencia más capaz.
El gran menester del pensamiento filosófico puede consistir, por consiguiente, en
desbrozar ese camino, en acompasar ante la expectación del hombre el progreso material
con el espiritual.
IV
La preocupación teológica
La primera preocupación fue necesariamente la teológica. El conocimiento precisaba luz
con que enfocar los objetos, o un espacio iluminado donde situarlos para su examen
posterior. El Origen era el factor supremo y natural de este proceso previo. Las inquietudes
teológicas satisfacían en parte una necesidad primaria y, después, condicionaban
categóricamente toda otra traslación de juicio sobre el existir.
58
La cultura condujo a distinguir con mayor claridad las relaciones existentes entre lo
sobrenatural y el conocimiento; pero el carácter de aquella necesidad era consustancial al
alma humana, como vocación de explicaciones últimas o como una conciencia de hallarse
encuadrada en un orden superior. Las comunidades más avanzadas razonaban sobre el
problema y, a su modo, llegaron a humanizar en una mitología su presentimiento, mientras
que las atrasadas, necesitadas igualmente de una explicación, adoraron al Ser Supremo en
las cosas y objetos inanimados. Respecto a la explicación de ese estado de necesidad, unido
a la razón teológica por impalpables vínculos, y por lo que toca a señalar su vigencia, es
indiferente la visión especificada de las razas o grupos superiores o la tendencia primitiva y
panteísta de las tribus; ambas prueban, por igual, el carácter de esa necesidad.
Lo inexplicado residía sobre objetos distintos, porque antes de que otras tradiciones
estableciesen conceptos terminantes sobre una inquietud universal, se optaba sólo sobre el
objeto de la veneración. Así los eleatas, ensayaban un principio de adoración en torno a su
ser sustancial e inmutable y, en el mecanismo de Demócrito, opera en la teoría sobre el
movimiento de los átomos actuantes lo que él creía una explicación material plausible a un
problema formulado de un modo general. Para Parménides hay ya un solo Dios, el mayor
entre los dioses y los hombres, que ni en su figura ni en su pensar se parece a los mortales.
La humanidad empezaba a escrutar ambiciosamente el silencio de los cielos. El
pensamiento no se conformó con la alegre orgía de los dioses mitológicos. Lo que el
hombre no podía hallar en la corte de Zeus, ejemplaridad y principios absolutos, debía
buscarlo por otros caminos. Platón, en el Eutifrón, concretará más tarde ese “estar alerta”
de Sócrates ante la máxima virtud, considerada como resplandor de un Ser fuente del orden
cósmico. El abismo de la Teogonía de Hesíodo y el απειρον, lo ilimitado, de Anaximandro,
empezaban a poblarse de luz ante la inquieta pupila humana. La fuerza que genera en lo
infinito será al principio el Amor, símbolo inmediato de la acción de crear asequible a
nuestros sentidos, y más tarde su representación última en la Omnipotencia.
¿Quién es Dios para que le ofrezcamos sacrificios?, pregunta el Rig-Veda. Padre del
Universo, Prajapati llama a este ser, al que todo aparece subordinado. Idéntica
preocupación se nos formula en el λoγος griego, la palabra primera, la primera voz, fuerza
que encabeza posteriormente el Antiguo Testamento. Era necesario ese “verbo” para
diferenciar a su luz el bien del mal, como era necesario Prajapati para reconocer luego en
su poder el atman hindú, el alma, el “yo mismo”.
Cuando Platón afirma que Dios es la medida de todas las cosas, cobra altura el hombre
medida de todas las cosas de Protágoras, porque entre ellas se hallan muchas a las que el
hombre no halla en la Naturaleza una explicación razonable. Muchos siglos después, un
ilustre cerebro había de explicar con admirable sencillez el proceso de esa inquietud. No
tenía necesidad por cierto de apoyarse Víctor Hugo en la teoría de los druidas, dos mil años
antes de Jesucristo, según los cuales “las almas pasan la eternidad recorriendo la
inmensidad” para preguntar, sobre la necesidad de un orden supremo, lo siguiente: ¿Y no
hay Dios? ¿Cómo el hombre, perecedero, enfermo y vil, tendría lo que le falta al universo?
¡La criatura llena de miserias tendría más ventajas que la creación llena de soles!
¡Tendríamos un alma y el mundo no! El hombre sería un ojo abierto en medio del universo
ciego. ¡El único ojo abierto! ¿Y para ver qué? ¡La nada!
59
No es imposible distinguir en esas frases la enunciación feliz del problema del
pensamiento antiguo.
V
La formación del espíritu americano y las bases de la evolución ideológica universal
Cuando el Renacimiento lucha por levantar de las ruinas los valores sustanciales, no se
apoya sólo en la Revelación ni en la disposición religiosa congénita del hombre. El camino
abierto por los griegos será método para los escolásticos y punto de referencia para la
reacción posterior. El Credo ut intelligam de Santo Tomás informa toda una Edad humana.
Centra sobre un fin la esencia y el existir; condiciona una ética y una moral y, acaso, por
primera vez, se relacione con ésta, en jerarquía de necesidad, el libre albedrío, la libertad de
la voluntad, como requisito de la Moral. La tomística, cualquiera sea el curso ulterior del
pensamiento, centró al hombre en un momento decisivo ante un panorama hasta entonces
confuso. Le centró con poder suficiente para negar los propios principios de que esta
situación procedía. En cierto modo, los adversarios del tomismo, por lo que a la definición
de los valores humanos respecta, son fruto suyo. Cuando el romanticismo de Spinoza
califica a lo Supremo de sustancia del Universo, se halla estructurado ya un mundo de
valores, que servirá a la humanidad para lanzarse a uno de sus más tremendos y eficaces
esfuerzos. Lo planteado habrá sido la crisis del espíritu europeo, la formación del espíritu
americano y la evolución ideológica universal posterior. A través de las ideas religiosas del
Renacimiento y de principios de la Edad Moderna el hombre recibe del pensamiento
helénico, como Israel desde el Sinaí, una tabla de valores. Pero observemos que el resultado
indirecto de tales valores, al situar al ser humano ante Dios, fue definir la jerarquía del
hombre.
Poco después, Descartes habrá desviado el ancho y ambicioso cauce en sentido vertical,
para ofrendar a una ciencia naciente y progresista la preocupación inicial del mundo
antiguo. El “pienso, luego existo”, dará como supuesto previo un orden, una naturaleza
establecida, un hombre. Y será indiferente a esta enunciación la pertinaz pregunta última
del hombre.
La filosofía empezará a fragmentarse; aparecerá una alta especulación científica,
consumada en especialidades, dorada por los profundos intentos del racionalismo kantiano,
y otra de matices más prácticos, más directos, pero de contenido inferior. En adelante, las
preocupaciones serán inmediatas o específicas.
No existe punto ninguno de contacto entre los problemas de Sócrates y los de Voltaire.
La tendencia ha cambiado de dirección. Lo que era movimiento vertical es ahora traslación
horizontal.
Comte verifica un hábil escamoteo de objetivos: sustituye el culto de Dios por el culto
de la humanidad. Será, rigurosamente, el principio de una edad distinta pero,
entendámonos, de una mutación históricamente necesaria y útil.
Se opera una revolución total, grandiosa en sus aspectos materiales, pero tal vez mal
acompañada de una visión correcta de las perspectivas de fondo. Estas empiezan a
60
esfumarse de las operaciones intelectuales y con ellas se esfuma insensible y
progresivamente también la medida del hombre; la que éste poseía de su situación y de las
cosas, a través de sí, como reflejo de fuerzas superiores. El progreso se acentúa en la
técnica y en el movimiento social, pero no se puede decir que vigorice por sí solo parcelas
íntimas antaño regadas por la intuición de las magnitudes cósmicas.
VI
El reconocimiento de las esencias de la persona humana como base de la dignificación
y del bienestar del hombre
Cuando llegamos a Darwin y a sus conexiones con la filosofía, advertimos de
pronto que estamos ya muy lejos del mundo de Sócrates y sus figuras pensantes. La
evolución se nos ofrece como una teoría biológica que no desease sostener trato de ninguna
especie con otro linaje de cuestiones. Y por debajo del mundo científico, se plantea el
problema de si el alma humana puede digerir la sustitución de su culto elemental y
tradicional, por una exégesis puramente científica.
En último término esta orientación no nos produce resultados positivos en orden a la
organización de la vida común. No podemos deducir de ella el clima de una nueva Ética y
mucho menos el de una nueva Moral. Es un problema biológico lo preferido; un suceso de
orden físico, del que es más que difícil extraer consecuencias para la vida espiritual de los
pueblos. No es posible fundar sobre una ley técnica, desconectada de las razones últimas,
una ley positiva, ni siquiera un tratado de buenas costumbres.
Elevada una explicación semejante a lo general, el hombre, la sociedad o el Estado, se
ven obligados a inventar de pronto una escala nueva de valores, una nueva Moral. En el
apogeo de una edad de ambiciones materiales, después de un largo espacio, casi siglo y
medio, de desechar todo razonamiento metafísico, el pensamiento no sabe permanecer
indefinidamente refugiado en criterios marginales, ni gusta de trasladar sus cultos para
proveerse de los mismos resultados.
Desde una esfera rectora, al considerar la posibilidad de proveer a los pueblos de buenas
condiciones materiales de vida, el problema deja de ser abstracto, para convertirse en una
necesidad apremiante. El hombre que ha de ser dignificado y puesto en camino de obtener
su bienestar, debe ser ante todo calificado y reconocido en sus esencias.
VII
La realización perfecta de la vida
Entendemos en la virtud socrática la realización perfecta de la vida. Esto es:
comprensión de la propia personalidad y del medio circundante que define sus relaciones y
sus obligaciones privadas y públicas.
Cuando Leibniz nos dice: Quien lo hubiera contemplado todo, lo lejano y lo cercano, lo
propio y lo extraño, lo pasado y lo futuro, con la misma claridad y distinción, con lo cual
por supuesto desaparecería la diferencia de cercano y lejano, propio y extraño, pasado y
61
futuro, ese tal, libre de pecado, sólo querría y realizaría el bien, alude al arquetipo de
virtud que puede producir el desdén ante lo perecedero.
No sería una actitud, sino una escéptica o una apostólica inhibición. La virtud socrática
era actuante, tan batalladora como había de ser después la cristiana; contemplaba el mundo
práctico y lo sabía lleno de tentaciones y dificultades.
Virtuoso para Sócrates era el obrero que entiende en su trabajo, por oposición al
demagogo o a la masa inconsciente. Virtuoso era el sabedor de que el trabajo jamás
deshonra, frente al ocioso y al politiquero.
En el Eutifrón nos dice Platón que no hay una virtud específica, un ideal específico para
cada cual, sino un ideal del hombre que no es acaso más que una disposición para resolver
las ecuaciones vitales con arreglo a una estimativa ética.
VIII
Los valores normales han de compensar las euforias de las luchas y las conquistas y
oponer un muro infranqueable al desorden
El bien y el mal obran sobre el hombre como sobre la sociedad. De lo individual a
lo colectivo sus momentos oscilan entre arrebatos místicos y paroxismos pavorosos. Una
postura moral procedente de un fondo religioso sólido o de una refinada educación ética
intenta estipular los límites entre posibles y tentadores extremos. El hombre, en la
desgracia, tiende a la introversión como tiende a la extraversión en la prepotencia. La duda
y la soberbia son los extremos máximos de esa oscilación, producida en ausencia de
medidas suficientes.
La ciencia puede resolver en la abstracción los problemas, partiendo de premisas
igualmente abstractas, pero en la vida de las comunidades los efectos de esas oscilaciones
suelen ser muy otros. Cuando un pueblo se aproxima a un momento grave, sus cerebros de
primera fila se preguntan si el ánimo estará debidamente preparado para las horas que se
avecinan.
Pues bien; es forzoso plantearse la misma pregunta cuando se trata de llevar a la
humanidad a una edad mejor. Incumbe a la política ganar derechos, ganar justicia y elevar
los niveles de la existencia, pero es menester de otras fuerzas. Es preciso que los valores
morales creen un clima de virtud humana apto para compensar en todo momento, junto a lo
conquistado, lo debido. En ese aspecto la virtud reafirma su sentido de eficacia. No será
sólo el heroísmo continuo de las prescripciones litúrgicas; es un estilo de vida que nos
permite decir de un hombre que ha cumplido virilmente los imperativos personales y
públicos: dio quien estaba obligado a dar y podía hacerlo, y cumplió el que estaba obligado
a cumplir.
Esa virtud no ciega los caminos de la lucha, no obstaculiza el avance del progreso,
no condena las sagradas rebeldías, pero opone un muro infranqueable al desorden.
62
IX
El amor entre los hombres habría conseguido mejores frutos en menos tiempo del que
ha costado a la humanidad la siembra del rencor
Necesariamente ha debido ser larga la época de la revolución social, a la que caracterizó
un adusto ceño. Todavía no puede considerársela realizada, pero es preciso que aquella
interpretación de la virtud socrática esparza, junto a la conciencia de la dignidad humana,
otra clase de valores. Junto al imperativo categórico kantiano se ofrece al mundo un campo
ilimitado. Obra en todo momento como si las máximas de tu conducta particular debieran
convertirse en leyes generales. Kant proclamó ante la expectación de la humanidad un
credo que sólo podría hallar precedentes en los principios cristianos del amor mutuo, con la
diferencia de que en este caso la enunciación afecta el rigor de la disciplina.
El trasladar a lo colectivo lo que se desea en lo íntimo, es insinuar la superación de
cuanto hubo de aislamiento y desdén en una época de gloriosos intentos.
Leemos en Empédocles que las alternativas en el predominio del amor y del odio
engendran los diversos períodos en el mundo. Puede muy bien ser cierto, aunque
Empédocles no buscase la misma conclusión, porque la humanidad ha conocido entre
épocas de odio otras de un vivir con los brazos abiertos hacia todas las posibilidades de la
humana naturaleza. Bajo ese imperio de místicos frutos se vislumbran mundos nuevos, se
educan nacientes nacionalidades, se destruyen las barreras.
Pero es sintomático que tales resultados se hayan obtenido sólo ante la presencia de un
enemigo común y de un modo poco duradero: una desolada experiencia armó la tesis del
pesimismo.
Algo falla en la naturaleza cuando es posible concebir, como Hobbes en el Leviathan, al
homo hominis lupus, el estado del hombre contra el hombre, todos contra todos, y la
existencia como un palenque donde la hombría puede identificarse con las proezas del ave
rapaz. Hobbes pertenece a ese momento en que las luces socráticas y la esperanza
evangélica empiezan a desvanecerse ante los fríos resplandores de la Razón, que a su vez
no tardará en abrazar al materialismo. Cuando Marx nos dice que de las relaciones
económicas depende la estructura social y su división en clases y que por consiguiente la
Historia de la humanidad es tan sólo historia de las luchas de clases, empezamos a divisar
con claridad, en sus efectos, el panorama del Leviathan.
No existe probabilidad de virtud, ni siquiera asomo de dignidad individual, donde se
proclama el estado de necesidad de esa lucha que, es por esencia, abierta disociación de los
elementos naturales de la comunidad. Al pensamiento le toca definir que existe, eso sí,
diferencia de intereses y diferencia de necesidades, que corresponde al hombre disminuirlas
gradualmente, persuadiendo a ceder a quienes pueden hacerlo y estimulando el progreso de
los rezagados.
Pero esa operación –en la que la sociedad lleva ocupada con dolorosas vicisitudes más
de un siglo–, no necesita del grito ronco y de la amenaza y mucho menos de la sangre, para
rendir los apetecidos resultados. El amor entre los hombres habría conseguido mejores
frutos en menos tiempo, y si halló cerradas las puertas del egoísmo, se debió a que no fue
63
tan intensa la educación moral para desvanecer estos defectos, cuanto lo fue la siembra de
rencores.
X
El grado ético alcanzado por un pueblo imprime rumbo al progreso, crea el orden y
asegura el uso feliz de la libertad
Esa virtud nos sitúa de plano en el campo de lo ético. La actitud se enfrenta con el
mundo exterior. Se trata de ver hasta qué punto es susceptible de perfeccionar los módulos
de la propia existencia.
Aristóteles nos dice: El hombre es un ser ordenado para la convivencia social; el
bien supremo no se realiza, por consiguiente, en la vida individual humana, sino en el
organismo super-individual del Estado; la ética culmina en la política. El proceso
aristotélico nos lleva a un punto más alejado del proyectado. Deseamos referirnos sólo a la
imposición de la convivencia sobre las proyecciones de la actitud individual. Nuestra virtud
no será perfecta hasta ser complementada por esa ética, que mide los valores personales.
La vida de relación aparece como una eficaz medida para la honestidad con que cada
hombre acepta su propio papel. De ese sentido ante la vida, que en parte muy importante
procederá de la educación recibida y del clima imperante en la comunidad, depende la
suerte de la comunidad misma.
Habrá pueblos con sentido ético y pueblos desprovistos de él; políticas civilizadas y
salvajes; proyección de progreso ordenado o delirantes irrupciones de masas. La diferencia
que media entre extraer provechosos resultados de una victoria social o anegarla en el
desorden, corresponde a las dosis de ética poseídas
Tales dosis caracterizan los diversos períodos de la Historia. Hacen glorioso el triunfo y
soportable el fracaso; atenúan las calamidades; prestan fuerzas de reserva.
El progreso está, por lo demás, en absoluta relación de dependencia con el grado ético
alcanzado, establece la moral de las leyes y puede interpretarlas sabiamente. Para la vida
pública esto significa el orden, la acción y el uso feliz de la libertad.
Permítaseme decir que la libertad posee carta de naturaleza en los pueblos que poseen
una ética, y es transeúnte ocasional donde esa ética falta. Santo Tomás dice: La libertad de
la voluntad es un supuesto de toda moral; solamente las acciones libres, derivadas de una
reflexión racional, son morales. Es cierto que sólo esas acciones pueden alcanzar el
calificativo de morales cuando se han producido con arreglo a ciertos requisitos.
La libertad fue primariamente sustancia del contenido ético de la vida. Pero, por lo
mismo, nos es imposible imaginar una vida libre sin principios éticos, como tampoco
pueden darse por supuestas acciones morales en un régimen de irreflexión o de
inconsciencia.
64
XI
El sentido último de la ética consiste en la corrección del egoísmo
Spencer nos dice que el sentido último de la Ética consiste en la corrección del
egoísmo.
El egoísmo, que forjó la lucha de clases e inspiró los más encendidos anatemas del
materialismo, es al mismo tiempo sujeto último del proceder ético. Corresponde
seguramente una actitud ante esa disposición cerrada que produce la sobrestimación de los
intereses propios. La enunciación de tal cosa corresponde en la Historia a una sangrienta y
dura evolución, cuyo fin no podemos decir que se haya alcanzado aún.
Si la felicidad es el objetivo máximo, y su maximación una de las finalidades centrales
del afán general, se hace visible que unos han hallado medios y recursos para procurársela y
que otros no la han poseído nunca. Aquéllos han tratado de retener indefinidamente esa
condición privilegiada, y ello ha conducido al desquiciamiento motivado por la acción
reivindicativa, no siempre pacífica, de los peor dotados. El egoísmo estaba destinado, acaso
por designio providencial, a transformarse en motor de una agitada edad humana. Pero el
egoísmo es, antes que otra cosa, un valor-negación, es la ausencia de otros valores, es como
el frío, que nada significa sino ausencia de todo calor. Combatir el egoísmo no supone una
actitud armada frente al vicio, sino más bien una actitud positiva destinada a fortalecer las
virtudes contrarias; a sustituirlo por una amplia y generosa visión ética.
Difundir la virtud inherente a la justicia y alcanzar el placer, no sobre el disfrute privado
del bienestar, sino por la difusión de ese disfrute, abriendo sus posibilidades a sectores cada
vez mayores de la humanidad: he aquí el camino.
XII
La humanidad y el yo. Las inquietudes de la masa
Cuando Eurípides pone junto al yo clamante la masa que, desde el coro, expone las
inquietudes y pareceres colectivos, extiende junto al yo la dilatada llanura de la humanidad.
Descubre en ella un elemento perfecto de medición. El ser individual halla su proporción
vertical y horizontalmente.
Al exponer Humboldt el ideal de humanidad, se gesta, en el campo histórico, el ideal del
hombre universal, erigido en representante supremo de la civilización. Comte lo cimentó al
afirmar que la Sociología es la base necesaria de la Política. Hegel llevó a sus últimas
consecuencias filosóficas esa certera intuición. Afirmó del espíritu, que existe por sí mismo,
que sólo podrá llegar al pleno ser en sí en la medida en que el yo se eleve al nosotros o, con
sus palabras, al yo de la humanidad. El racionalismo poskantiano había trasladado
asimismo su campo visual desde el individuo a la sociedad, desde el hombre a la
humanidad.
65
Los chispazos de una revolución político-económica, con la erección del industrialismo
y el capitalismo, generados por el Progreso en las entrañas de la Revolución liberal,
provocaron la expansión de los valores individuales hacia los contornos públicos, o mejor
dicho, el contorno filosófico del ser empezó a apreciarse mejor en su dintorno.
El individuo se hace interesante en función de su participación en el movimiento social,
y son las características evolutivas de éste las que reclaman atención preferente. Para
derribar las defectuosas concepciones de la etapa de los privilegios fue necesario un
implacable desdoblamiento de la fortaleza-unidad del individuo. Pero apresurémonos a
reconocer que tal mutación debe considerarse precedida de una larga etapa teórica. La
práctica corresponde a nuestro siglo y está en sus comienzos.
Ello tiene una explicación hasta cierto punto sencilla. Cuando decimos que el tránsito
efectuado derivó del viejo estado histórico de necesidad al moderno de libertad, pensando
mejor en el individuo que en la comunidad, enunciamos una visión oblicua de la evolución.
La etapa preparatoria, o teórica de realización del yo en el nosotros, fue, cabalmente, una
fase apta para permitir la cesión de los principios rectores que, sin caer todavía sobre la
masa, facilitaba a los nuevos grupos dirigentes el suspirado desplazamiento del poder.
La libertad entonces proclamada precisa un esclarecimiento si ha de considerarse su
vigencia. Si por sentido de libertad entendemos el acervo palpitante de la humanidad, frente
al estado de necesidad dictado por el imperio indiscutido de una fracción electoral,
deberemos plantearnos inmediatamente su problema máximo: su incondición, y, sobre
todo, su posibilidad de opción.
Libre no es un obrar según la propia gana, sino una elección entre varias posibilidades
profundamente conocidas. Y tal vez, en consecuencia, observaremos que la promulgación
jubilosa de ese estado de libertad no fue precedido por el dispositivo social, que no
disminuyó las desigualdades en los medios de lucha y defensa ni, mucho menos, por la
acción cultural necesaria para que las posibilidades selectivas inherentes a todo acto
verdaderamente libre pudiesen ser objeto de conciencia. El fondo consciente que presta
contenido a la libertad, la autodeterminación popular, sobreviene a muy larga distancia en
el tiempo del prólogo político de la cuestión. Cuando el ideal de humanidad empieza a
abrirse paso, cuando la crisis de los hechos produce la revolución de las ideas, advertimos
que los antiguos enunciados no ensamblan de un modo perfecto con el signo de la
evolución. Son esbozos, o reflejos imperfectísimos, de un ideal mucho más antiguo: el
griego.
XIII
Superación de la lucha de clases por la colaboración social y la dignificación humana
La lucha de clases no puede ser considerada hoy en ese aspecto que ensombrece toda
esperanza de fraternidad humana. En el mundo, sin llegar a soluciones de violencia, gana
terreno la persuasión de que la colaboración social y la significación de la humanidad
constituyen hechos, no tanto deseables cuanto inexorables. La llamada lucha de clases,
como tal, se encuentra en trance de superación. Esto en parte era un hecho presumible. La
situación de lucha es inestable, vive de su propio calor, consumiéndose hasta obtener una
66
decisión. Las llamadas clases dirigentes de épocas anteriores no podían sustraerse al hecho
poco dudoso de sus crisis. La humanidad tenía que evolucionar forzosamente hacia nuevas
convenciones vitales y lo ha hecho. La subsistencia de móviles de violenta inducción ofrece
el espectáculo de un avance hacia la descomposición por el desgaste o hacia la adopción de
fórmulas estériles. La aspiración de progreso social ni tiene que ver con su bulliciosa
explotación proselitista, ni puede producirse rebajando o envileciendo los tipos humanos.
La humanidad necesita fe en sus destinos y acción, y posee la clarividencia suficiente para
entrever que el tránsito del yo al nosotros, no se opera meteóricamente como un exterminio
de las individualidades, sino como una reafirmación de éstas en su función colectiva. El
fenómeno, así, es ordenado y lo sitúa en el tiempo una evolución necesaria que tiene más
fisonomía de Edad que de Motín. La confirmación hegeliana del yo en la humanidad es, a
este respecto, de una aplastante evidencia.
XIV
Revisión de las jerarquías
Importa, seguramente, no perder de vista al hombre en esta nueva contemplación
revisionista de las jerarquías. No es perfectamente imposible disociar el todo de las partes o
acentuar exclusivamente sobre lo colectivo, como si fuese por entero indiferente a la
condición de los elementos formativos. La sublimización de la humanidad no depende de
su consideración preferente como del hecho de que el individuo que la integra alcance un
grado que la justifique. La senda hegeliana condujo a ciertos grupos al desvarío de
subordinar tan por entero la individualidad a la organización ideal, que automáticamente el
concepto de humanidad quedaba reducido a una palabra vacía: la omnipotencia del Estado
sobre una infinita suma de ceros.
Como podemos entender al hombre, o divisarle mejor, en el marco de esa humanidad
que lo realiza, será, en su jerarquía propia, atento a sus propios fines y consciente de su
participación en lo general.
Sólo así podremos hablar del problema de la redención como de una perfección
realizable por elevación, en la vida en común.
Puede que D’Alembert acertase al pronosticar la subordinación del pensamiento-luz a la
técnica y hemos visto que los problemas inmediatos, sociales, políticos y económicos,
produjeron un grado de obnubilación suficiente para desvanecer en la zozobra colectiva los
sagrados fines del individuo.
En el seno de la humanidad que soñamos, el hombre es una dignidad en continuo
forcejeo y una vocación indeclinable hacia formas superiores de vida. Tales factores no
operan, por cierto, en una consideración simplemente masiva de la biología social. De su
ignorancia o de su sojuzgamiento depende precisamente el éxito de nuestra época.
Sólo en este punto podemos examinar con mejores garantías de acierto la gran
posibilidad de ese ideal de humanidad. Si no lo buscamos a través de esta misma, como una
expresión de bloque con necesidades de bloque, sino a través del individuo, hallaremos
enseguida sus dos características esenciales: humanidad como crisol de la dignidad y como
atmósfera de libertad.
67
Si recordamos a Antístenes, veremos que su ideal de libertad no era en absoluto
compatible con ningún ideal razonado de humanidad. Hay una libertad irrespetuosa ante el
interés común, enemiga natural del bien social. No vigoriza al yo sino en la medida que
niega al nosotros, y ni siquiera se es útil a sí misma para proyectar sobre su actividad una
noble calificación. Kant insinúa cuál podrá ser el alto sentido de la libertad al situarla en el
campo de la ley moral y en el espacio del destino. Nada nos impide considerar como
destino no sólo la finalidad individual, o la suma de sus probabilidades, sino la suma de las
probabilidades generales. La misma ley moral no será considerada como ente aislado, como
principio personal, sino como visión máxima del ideal de conducta universal. Con arreglo a
ambas fuerzas presupone Kant la capacidad de autodeterminación y la llama casualidad
libre. La existencia de esa personalidad es un postulado de la razón práctica. Pero Fichte va
más lejos todavía: El grado supremo sólo llega a lograrse –nos dice–, cuando sobre ese
ciego deseo de poder y sobre la arbitrariedad del individuo se sobrepone en uno la
voluntad de libertad, de soberanía del hombre, la voluntad racional. El hombre no es una
personalidad libre hasta que aprende a respetar al prójimo.
La conclusión de que sólo en el dilatado marco de la convivencia puede producirse la
personalidad libre, y no en el aislamiento, puede ser el agregado indispensable al ideal
filosófico de sociología, cuya expresión más simple sería la de que nos es grato llegar a la
humanidad por el individuo y a éste por la significación y acentuación de sus valores
permanentes.
XV
Espíritu y materia: dos polos de la filosofía
Desde los primeros tiempos el tema magno de las tareas filosóficas fue una cuestión de
acentuación. Su campo ofrecía distintas y aun opuestas probabilidades según que el acento,
la visión preferente, recayese sobre el espíritu o sobre la materia. La disociación se
caracterizó por un conflicto con la esencia religiosa, paladín de la inmortalidad del alma y
consecuentemente de su primacía. El problema de los valores individuales y de los sociales
dependió en todo momento de esa acentuación, no debida, por cierto, a caprichosas
veleidades.
En la larga y laboriosa investigación en que el pensamiento mundial ha consumido sus
mejores energías, se han producido, como chispazos inesperados, revelaciones que
sostienen hoy el eterno templo del saber. Pero en el orden de sus consecuencias importa
sobremanera comprender que del hecho de subrayar, quiero decir, del lado en que
decidamos situarnos para contemplar las cuestiones propuestas, depende nuestra
calificación ulterior de lo vital.
Inclinarse hacia lo espiritual o hacia lo material pudo ser una actitud selectiva de índole
pensante o de génesis científica cuando aparecía pura en un grado anterior de la evolución.
No es ésa la situación del mundo actual, ciertamente. Los problemas presentes, la
superpoblación, la presencia de las masas en la vida pública, la traducción política de las
doctrinas, confieren aguda responsabilidad al hecho, en apariencia intrascendente, de tomar
partido en la suprema disputa.
68
XVI
Cuerpo y alma: el “cosmos” del “hombre”
Acaso corresponda el mérito de su iniciación al pensamiento oriental. Cuando hallamos
en los Vedas la severa afirmación de que, con carácter sustancial, se hallan en abierta
oposición alma y cuerpo o, dicho con propiedad, espíritu y naturaleza, experimentamos la
sensación de haber chocado con una duda larvada desde el Génesis. La pugna por reprimir
la rebeldía de la materia y subordinarla por entero al espíritu que supone la práctica del
Yoga y su tendencia por liberar el alma de las apetencias y dolores del cuerpo, nos advierte
que la cuestión había sido enérgicamente planteada en los albores mismos de la
civilización.
Para Aristóteles el universo constituye una serie, en uno de cuyos extremos se encuentra
la pura materia y en otro la pura forma. Claro está que en su pensamiento la forma, la causa
formal del ser, su contenido, no era otro que el alma. Pero esa polaridad enuncia con la
necesaria evidencia el carácter distinto de ambas fuerzas. Importa no perder de vista la
visión aristotélica, sobre la que descansa en lo sucesivo la visión espiritualista mundial que
ha de sucederle.
Para Platón, el problema consiste en el vencimiento por el alma de las potencias
inferiores. El cristianismo agrega a la visión helénica la fe. El temor a la disociación, en el
supuesto de la inmortalidad, desaparece en él por la purificación.
En la escuela tomista se opera la fusión del pensamiento cristiano con la dualidad
aristotélica. Descartes, primero en encaminar a la filosofía por una senda nueva, ignorada
hasta entonces, parte también de las bases tradicionales. Su exposición del proceso
partiendo de la existencia de Dios, el cuerpo y el alma, constituye el prólogo de una
posterior explicación mecánica del universo. Fue ésta y no su prólogo lo que la disputa
general recogió. Sólo en Pitágoras podríamos hallar una preocupación, o una tendencia, de
parecido carácter, pero la influencia cartesiana gravitó con enormes fuerzas en el desarrollo
de las investigaciones.
Berkeley y D’Alembert parecen situados, aunque la imagen no sea perfecta, en los dos
extremos de esa serie aristotélica. La vigorosa acentuación se convertirá en un hecho de
hondas repercusiones. Descartes dejó abandonada, como al azar sobre el tapete, su teoría de
la casualidad y ésta, en otras manos, proliferó la conversión de las jerarquías espirituales en
extrañas opacidades.
Parece incomprensible que la indiferencia de un hombre dotado de tan grave desprecio
hacia la masa como Voltaire, ejerciese tan demoledora influencia sobre los principios en
que aquélla podría sustentar su línea de valores.
La disciplina científica nos aleja ya de la visión de las esencias centrales. Kant nos
situará ante los conceptos, el espacio y el tiempo, que Bergson convertirá en materia y
memoria. Para el romanticismo de Schelling la serie aristotélica se sostiene en el dualismo,
pero sobre el pensamiento alemán gravita ya la época. Esas fuerzas, además, se hallan en
69
permanente tensión. El marxismo convertirá en materia política la discusión filosófica y
hará de ella una bandera para la interpretación materialista de la Historia.
Hemos pasado de la comunión de materia y espíritu al imperio pleno del alma, a su
disociación y a su anulación final. Ciertamente, pese al flujo y reflujo de las teorías, el
hombre, compuesto de alma y cuerpo, de vocaciones, esperanzas, necesidades y tendencias,
sigue siendo el mismo. Lo que ha variado es el sentido de su existencia, sujeta a corrientes
superiores.
Esa acentuación oscilante lo mismo puede someterle como ente explotable al despotismo
de individualidades egoístas, que condenarle a la extinción progresiva de su personalidad
en una masa gobernada en bloque.
En los hegelianos existió una derecha y una izquierda. Tan pronto como esa escuela se
reflejó en el poder asistimos a la formación de sociedades de índole diversa: el hombre
apareció anulado en unas, frente a los imperativos estatales, o con vagas posibilidades de
redención en otras, condicionadas por el equilibrio entre el interés común y la jerarquía
individual. En ambos casos no nos está permitido dudar de la trascendencia de Hegel en la
liquidación de la disputa. Si la derecha hegeliana puede derivar hacia un teísmo conservador, la izquierda se desliza necesariamente a un materialismo no filosófico y, me
atrevería a sostenerlo, no humano. Por distintos caminos, se alcanza la pendiente marxista.
Cuando este forcejeo por la interpretación de la verdad produjo un estado de hecho,
ocasionando la crisis de los valores sociales, surge una nueva explicación. Acaso resulte
prudente considerarla. En Heidegger y en Kierkegaard observamos un cierto esfuerzo por
retomar la vía de la antigua comunión. Obligados a sacrificar algunos principios para
caracterizarla, intentan sin embargo la rectificación. Cuando Heidegger expone la necesidad
de que ésta llegue a realizarse, a lograr una plenitud, establece su divorcio con la corriente
que bajo la arquitectura del bloque amenazaba aniquilar al hombre. Kierkegaard
proporcionó un sentido igualmente elevado a la exposición de tales ideas restituyendo a la
controversia su sentido vertical, al relacionar nuevamente espíritu y alma con su causa y su
finalidad.
Keyserling había observado el fondo del problema atentamente al decir que el esfuerzo
de los siglos XVIII y XIX fue unilateral, pues habían dejado el alma al margen del
progreso. Klages llegó a decir que bajo la influencia destructora del espíritu llegará a su
ocaso, en un día no lejano, la vida terrenal oponiéndola en su esencia al alma. En
semejantes tiempos ya no resultaba popular el hombre de Vico, un conocer, un querer y un
poder que tiende al infinito. Víctor Hugo, otra vez, el genial pensador francés, lanzará en la
plaza pública, frente al monumento de Septiembre unas frases imperecederas: “...Si no hay
en el hombre algo más que en la bestia pronunciad sin reír estas palabras: Derechos del
hombre y del ciudadano, derecho del buey, derecho del asno, derecho de la ostra:
producirán el mismo sonido. Reducir el hombre al tamaño de la bestia, disminuirle en toda
la altura del alma que se le ha quitado, hacer de él una cosa como otra cualquiera; eso
suprime de un golpe muchas declaraciones acerca de la dignidad humana, de la libertad
humana, de la inviolabilidad humana, del espíritu humano y convierte todo ese montón de
materia en cosa manejable. La autoridad de abajo, la falsa, gana todo cuanto pierde la
autoridad de arriba, la verdadera. Sin infinito no hay ideal, sin ideal no hay progreso, sin
70
progreso no hay movimiento; inmovilidad, pues statu quo, estancamiento: Este es el orden.
Hay putrefacción en ese orden. Preguntad a la jaula lo que piensa del ala. Os contestará:
el ala es la rebelión...”.
Semejante desafío no está dirigido a la conciencia filosófica, sino al mundo político,
pero estamos lejos de permitirnos afirmar que en estos momentos, de tan fina sensibilidad,
resulta factible una sólida disciplina intelectual sin repercusiones en el desarrollo de la vida
social... ¿No debemos, acaso, formularnos el problema, con ambición de eficacia, de si esa
acentuación no deberá ser objeto de una cuidadosa definición antes de referirla a los fines
comunes? Un pensador moderno ha escrito lo siguiente: Hay un trabajo sin alegría, un
placer sin risa, una virtud sin gracia, una juventud sin suavidad, un amor sin misterio, un
arte sin irradiación... ¿Por qué?...
Esa pregunta terrible acaso no esté todavía pendiente sobre la vida actual. Pero puede
gravitar sobre nuestro futuro si no llegamos a relacionar y defender debidamente las
categorías y valores de ese sujeto de la vida toda, de nuestras preocupaciones y nuestros
desvelos, que es el Hombre.
Sin el Hombre no podemos comprender en modo alguno los fines de la naturaleza, el
concepto de la humanidad ni la eficacia del pensamiento...
XVII
¿La felicidad que el hombre anhela pertenecerá al reino de lo material o lograrán las
aspiraciones anímicas del hombre el camino de la perfección?
De que importa activar la génesis de un pensamiento susceptible de contemplar la futura
evolución humana da pruebas el sentido de la vida actual.
Existe una laboriosa tarea en pleno desarrollo, encaminada a modificar sustancialmente
las condiciones de vida en pro de la felicidad general. Es importante saber si esta felicidad
pertenece al reino de lo material, o si cabe pensar que se trata de realizar las aspiraciones
anímicas del hombre y el camino de perfección para el cuerpo social. Pero cuando
volvemos a preguntarnos si la dirección de ese pensamiento ha de ser ejercida en un sentido
horizontal, o si cabrá imprimirle al mismo tiempo verticalidad, debemos antes examinar,
siquiera en busca de indicios, el panorama que se ofrece a nuestros ojos.
Advertimos enseguida un síntoma inquietante en el campo universal. Voces de alerta
señalan con frecuencia el peligro de que el progreso técnico no vaya seguido por un
proporcional adelanto en la educación de los pueblos. La complejidad del avance técnico
requiere pupilas sensibles y recio temperamento. Si tomamos como símbolo de la vida
moderna el rascacielos o el trasatlántico, deberemos enseguida prefigurarnos la estatura
espiritual del ser que ha de morar o viajar en ellos. Ante esta cuestión no caben retóricas de
fuga, porque lo que en ella se ventila es, ni más ni menos, la escala de magnitudes con
arreglo a la cual puede el hombre rectificar adecuadamente su propia proporción ante el
bullicio creciente de lo circundante.
71
La vida que se acumula en las grandes ciudades nos ofrece con desoladora frecuencia el
espectáculo de ese peligro al que unos cerebros despiertos han dado el terrorífico nombre
de “insectificación”. Es cierto que lo físico no mengua ni aumenta la proporción íntima,
porque ésta consiste justamente en la estimación de sí mismo que el hombre posee; pero
puede suceder que, en ausencia de categorías morales, acontezca en su ánimo una
progresiva pérdida de confianza y un progreso paulatino del sentimiento de inferioridad
ante el gigante exterior.
Frente a un complejo semejante, que en último término es un problema de cultura y de
espíritu, son contados los medios de autodefensa. La civilización tiende a complicarse y no
parece que por el camino de lo exterior pueda resolverse esta incógnita íntima.
El materialismo intransigente contaba sin duda con el signo mecánico e implacable del
progreso, sospechando que privado de su sombra cósmica el hombre acabaría por sentirse
minúsculo y víctima de la monstruosa trepidación vital. Seguro de ello, proveyó a su
individuo de un sustitutivo de la proporción espiritual: el resentimiento. Previamente había
sustituido también las tendencias supremas por fuerzas inferiores, por esa “gana” que ayer
integraba el cuerpo de una teoría sumamente interesante y que hoy, defraudada y
desencantada, han convertido sus discípulos en la “náusea”. Náusea ante la moral, ante la
herencia de la vida en común, náusea ante las leyes y los procesos inexorables de la
Historia, náusea biológica.
Es hasta cierto punto poco comprensible que hayamos pasado con tan peligrosa
brevedad intelectual de la decepción del ser insectificado a esa náusea con que, a espaldas
de sagradas leyes, se pretende orientar la comprensión de la existencia colectiva. Lo
sintomático de este modo de pensar está en que no es una abstracción, como tampoco lo
era, pongo por ejemplo, el marxismo. Este operaba sobre un descontento social. La náusea
–como entelequia– opera sobre el desencanto individual. Es la “angustia” abstracta de
Heidegger en el terreno práctico: corresponde a una sociedad desmoralizada que ni siquiera
busca una certidumbre para reclinar la cabeza. No es por tanto la teoría lo deplorable, sino
la realidad, la deformación postrera de aquella “insectificación”; sólo que esta vez el
individuo insectificado ha querido aislarse de la catástrofe con una mueca cínica.
Reconozcamos que ésta era la consecuencia necesaria y obligada del doloroso extravío
de la escala de magnitudes. Armado con ella podía el hombre enfrentarse no sólo con la
áspera y poco piadosa vicisitud de su existencia sino con la crisis que una evolución tan
terminante había de suscitar en su intimidad. Saberse ligado a reinos superiores a las leyes
materiales del contorno, le facilitaba una generosa concentración de fuerzas para entrar con
biológica alegría en un cielo en que todos los fenómenos parecen desbordarse. En una
célebre fábula de Goethe le acontece a un hombre desdichado verse compelido a una
elección extraordinaria. Melusina, reina del país de los enanos, le invita a reducir su tamaño
y compartir con ella su elevada jerarquía. Le ofrece amor, poder, riquezas, sólo que en un
grado inferior: será rey, pero entre enanos. Trasladados al país donde las briznas de hierbas
son árboles gigantescos, este hombre, el más mísero de los mortales, añora su forma
anterior. Y la añora, suponemos, porque su escala de magnitudes le advierte que en la
72
prosperidad o en el infortunio su estado anterior era inimitable. En el hecho complejo del
existir, el hombre es, sin más, una entidad superior.
La fábula de Melusina puede ser igualmente trasladada a otros paisajes, y
preferentemente a ésos donde la desintegración y la heterogeneidad de la vida moderna han
reducido principios absolutos e ideales en provecho del esplendor material. Se ha producido
el milagro de la fábula pero a la inversa: al hombre no le ha sido dado elegir con arreglo a
su proporción, y aquel que no poseía un grado de fe en sus valores espirituales, sustituyó la
altiva reacción por la resignación o por el descontento, la difuminación gradual de las
perspectivas que padece quien no posee una conciencia justa de su jerarquía, la
“insectificación”.
Pero semejante desviación no es consecuencia del auge de los ideales colectivos. Que el
individuo acepte pacíficamente su eliminación, como un sacrificio en aras de la comunidad,
no redunda en beneficio de ésta. Una suma de ceros es cero siempre; una jerarquización
estructurada sobre la abdicación personal, es productiva sólo para aquellas formas de vida
en que se producen asociados el materialismo más intolerante, la deificación del Estado, el
Estado Mito y una secreta e inconfesada vocación de despotismo.
Lo que caracteriza a las comunidades sanas y vigorosas es el grado de sus
individualidades y el sentido con que se disponen a engendrar en lo colectivo. A este
sentido de comunidad se llega desde abajo, no desde arriba; se alcanza por el equilibrio, no
por la imposición. Su diferencia es que así como una comunidad saludable, formada por el
ascenso de las individualidades conscientes, posee hondas razones de supervivencia, las
otras llevan en sí el estigma de la provisionalidad, no son formas naturales de la evolución,
sino paréntesis cuyo valor histórico es, justamente, su cancelación.
En la consideración de los supremos valores que dan forma a nuestra contemplación del
ideal, advertimos dos grandes posibilidades de adulteración: una es el individualismo
amoral, predispuesto a la subversión, al egoísmo, al retorno a estados inferiores de la
evolución de la especie; otra reside en esa interpretación de la vida que intenta
despersonalizar al hombre en un colectivismo atomizador.
En realidad operan las dos un escamoteo. Los factores negativos de la primera, han sido
derivados, en la segunda, a una organización superior. El desdén aparatoso ante la razón
ajena, la intolerancia, han pasado solamente de unas manos a otras. Bajo una libertad no
universal en sus medios ni en sus fines, sin ética ni moral, le es imposible al individuo
realizar sus valores últimos, por la presión de los egoísmos potenciados de unas minorías.
Del mismo modo, bajo el colectivismo materialista llevado a sus últimas consecuencias, le
es arrebatada esa probabilidad, la gran probabilidad del existir, por una imposición
mecánica en continua expansión y siempre hipócritamente razonada.
El idealismo hegeliano y el materialismo marxista, operando sobre necesidades y
calamidades universales que han influido profundamente en el ánimo general, constituyen
direcciones cuya resultante será prudente establecer. De la Historia, y aun de sus excesos,
extraemos preciosas enseñanzas ante las que en modo alguno podemos ni debemos
permanecer insensibles. Mientras el pensamiento creía poder sostenerse en lo fundamental,
en espacios puramente teóricos, el mundo obraba por su cuenta; pero, si lo fundamental
73
declinó, la fijación práctica de lo abstracto puede ejercer una influencia perniciosa en la
existencia común. Resulta entonces necesario detenernos de nuevo a examinar nuestros
absolutos y a limpiar de excrecencias y añadiduras superfluas un ideal apto para servir de
polo al sentido lógico de la vida.
XVIII
El hombre como portador de valores máximos y célula del “bien general”
En esta labor se nos antoja primordial la recuperación de la escala de magnitudes, esto
es, devolver al hombre su proporción, para que posea plena conciencia de que, ante las
formas tumultuosas del progreso, sigue siendo portador de valores máximos; pero para que
lo sea humanamente, es decir: sin ignorancia.
Sólo así podremos partir de ese “yo” vertical, a un ideal de humanidad mejor, suma de
individualidades con tendencia a un continuo perfeccionamiento.
Sugerir que la humanidad es imperfecta, que el individuo es un experimento fracasado,
que la vida que nosotros comprendemos y tratamos de encauzar es, en sí y en sus formas
presentes, algo irremediablemente condenado a la frustración, nos hace experimentar la
dolorosa sensación de que se ha perdido todo contacto con la realidad. Lo mismo tenemos
cuando se fía a la abdicación de las individualidades en poderes extremos una imposible
realización social.
Si hay algo que ilumine nuestros pensamientos, que haga perseverar en nuestra alma la
alegría de vivir y de actuar, es nuestra fe en los valores individuales como base de
redención y, al mismo tiempo, nuestra confianza de que no está lejano el día en que sea una
persuasión vital el principio filosófico de que la plena realización del “yo”, el cumplimento
de sus fines más sustantivos, se halla en el bien general.
XIX
Hay que devolver al hombre la fe en su misión
Hoy, cuando la “angustia” de Heidegger ha sido llevada al extremo de fundar teoría
sobre la “náusea” y se ha llegado a situar al hombre en actitud de defenderse de la cosa,
puede hacerse de ello polémica simple, pero es conveniente repetir que no han sido teorías
fundadas en sugestiones sino en un parcial relajamiento biológico. Del desastre brota el
heroísmo, pero brota también la desesperación, cuando se han perdido dos cosas: la
finalidad y la norma. Lo que produce la náusea es el desencanto, y lo que puede devolver al
hombre la actitud combativa es la fe en su misión, en lo individual, en lo familiar y en lo
colectivo.
Ahora bien; va anexo al sentido de norma el sentido de cultura. Nuestra norma, la que
tratamos de insinuar aquí, no es un cuadro de imposiciones jurídicas, sino una visión
individual de la perfección propia, de la propia vida ideal... En ese aspecto no cabe duda de
que su eficacia depende enormemente de nuestra comprensión del mundo circundante
como de nuestra aceptación de las obligaciones propias. El solo intento de trazar un cuadro
comparativo entre las posibilidades culturales de la Antigüedad y las actuales resultaría
74
descabellado. El progreso, el incremento de relaciones, la complejidad de las costumbres,
han ampliado el paisaje en términos indescriptibles.
Es lógico pensar, por consiguiente, que la dilatación del panorama haya redundado en
limitación proporcional de la conciencia de situación. Cuando nuestro tiempo se plantea
cuestiones de Moral o de Ética –acaso las más sustantivas e inaplazables que debemos
formularnos hoy–, no ignora que en la confusión de muchos valores desempeña un activo
papel el signo vertiginoso del progreso. La evolución humana se ha caracterizado, entre
otras cosas, por lanzar al hombre fuera de sí sin proveerle previamente de una conciencia
plena de sí mismo. A ese estar fuera de sí puede atender mediante leyes la comunidad
organizada políticamente, y tendremos entonces un aspecto de la norma ética. Pero para su
reino interior, para el gobierno de su personalidad, no existe otra norma que aquella que se
puede alcanzar por el conocimiento, por la educación, que afirma en nosotros una actitud
conforme a moral.
De que esta norma llegue a constituir un sistema ordenado de límites e inducciones
depende absolutamente el porvenir de la sociedad. Ni siquiera nos es posible comprender
ese porvenir como suma de libertad y de seguridad sino podemos prefigurar en él la
existencia de normas. Y no somos de los que pensamos que es preferible resolver
quirúrgicamente el problema encomendando la libertad irresponsable al imperio vigilante
de la ley. Las colectividades que hoy deseen presentir el futuro, en las que la
autodeterminación y la plena conciencia de ser y de existir integren una vocación de
progreso, precisan, como requisito sustancial, el hallazgo de ese camino, de esa “teoría”,
que iluminen ante las pupilas humanas los parajes oscuros de su geografía.
XX
La comunidad organizada, sentido de la norma
Así como en el examen que nos está permitido aparece la voluntad transfigurada en su
posibilidad de libertad, aparece el “nosotros” en su ordenación suprema, la comunidad
organizada. El pensamiento puesto al servicio de la Verdad, esparce una radiante luz, de la
que, como en un manantial, beben las disciplinas de carácter práctico. Pero por otra parte
nos es imposible comprender los motivos fundamentales de la evolución filosófica
prescindiendo de su circunstancia.
Desde Platón a Hegel la civilización ha consumado su azarosa marcha por todos los
caminos. Las circunstancias han variado sin tregua y, en ciertos dilatados plazos, se diría
que volvían y vuelven a producirse con desconcertante semejanza. La sustitución de las
viejas formas de vida por otras nuevas son factores sustanciales de las mutaciones, pero
debemos preguntarnos si, en el fondo, la tendencia, el objetivo último, no seguirán siendo
los mismos, al menos en aquello que constituye nuestro objeto necesario: el Hombre y su
Verdad.
Cuando advertimos en Platón el Estado ideal, un Estado abstracto, comprendemos que
su mundo, en relación con el nuestro y en su apariencia política, era infinitamente apto para
una abstracción semejante.
75
Las ideas puras y los absolutos podían fijarse en el panorama, aprehender y configurar
éste, cuando menos en su eficacia intelectual. Podía crearse un mundo en que valores
ideales y representaciones prácticas eran susceptibles de producirse con cierta familiaridad.
Platón afirmaba: el Bien es orden, armonía, proporción; de aquí que la virtud suprema sea
la justicia. En tal virtud advertimos la primera norma de la Antigüedad convertida en
disciplina política. Sócrates había tratado de definir al hombre, en quien Aristóteles
subrayaría una terminante vocación política, es decir, según el lenguaje de entonces, un
sentido de orden en la vida común. La idea platoniana de que el hombre y la colectividad a
que pertenece se hallan en una integración recíproca irresistible se nos antoja fundamental.
La ciudad griega, llevada en sus esencias al imperio por Roma, contenía en fenómeno de
larvación todos los caminos evolutivos.
Cuando los hechos se producían en fases simples y en estadios relativamente reducidos,
era factible representarse la sociedad política como un cuerpo humano regido por las leyes
inalterables de la armonía: corazón, aparato digestivo, músculo, voluntad, cerebro, son en el
símil de Platón, órganos felizmente trasladados por sus funciones y sus fines a la biología
colectiva: un Estado de justicia, en donde cada clase ejercite sus funciones en servicio del
todo, se aplique a su virtud especial, sea educada de conformidad con su destino y sirva a
la armonía del todo. El Todo, con una proposición central de justicia, con una ley de
armonía, la del cuerpo humano, predominando sobre las singularidades, aparece en el
horizonte político helénico, que es también el primer horizonte político de nuestra
civilización.
Todavía en el crepúsculo de la mitología pagana, no aparecen claros los fines últimos del
hombre. Se le concibe adscripto a la ciudad, y más interesante quizá que su persona, es la
virtud abstracta que es susceptible de representar. No existe, por cierto, un ideal de
humanidad, aún para la clara visión de los filósofos.
El Cefiso y el Eurotas no son límites geográficos o militares, sino también intelectuales.
Al otro lado del Ponto existe la barbarie y las sombras que Alejandro rasgará años después.
El sol es un globo de fuego un poco mayor que el Peloponeso.
La certera inteligencia de Aristóteles, que proporcionará el método cuando los espacios
nos hayan revelado gran parte de sus misterios, se desenvuelve también en esa concepción
de la jerarquía humana. Hay hombres libres y esclavos y no parece que todos se rijan por
leyes idénticas. Hay mundos en luz y mundos en sombras.
Nada de particular tiene que en tal situación, la ciudad, objetivada y armónica,
predomine con carácter irreductible sobre las desigualdades humanas, que son
desigualdades sin vocación reivindicativa. Ello nos permitirá observar que cuando al
hombre se le priva de su rango supremo, o desconoce sus altos fines, el sacrificio se realiza
siempre en beneficio de entidades superiores petrificadas. El hombre es un ser ordenado
para la convivencia social –leemos en Aristóteles–; el bien supremo no se realiza, por
consiguiente, en la vida individual humana, sino en el organismo superindividual del
Estado; la Ética culmina en la Política.
Los pensamientos citados definen con carácter suficiente la fisonomía del mundo
helénico, y es preciso tener en cuenta que eran filósofos y filósofos idealistas los que la
76
habían trazado. Sócrates intuyó la inmortalidad, pero sobre ella no pudo fundar un sistema.
Platón y Aristóteles debían encargarse de situar a ese hombre, que divisaba con angustiada
preocupación el problema último, ante la vida en común.
Nacía el Estado, aunque la comunidad cuya vida trataba de organizar adolecía de una
insuficiente revelación de la trascendencia de los valores individuales. La idea griega
necesitaba para ser completada una nueva contemplación de la unidad humana desde un
punto de vista más elevado. Estaba reservada al Cristianismo esa aportación. El Estado
griego alcanzó en Roma su cúspide. La ciudad, hecha imperio, convertida en mundo,
transfigurada en forma de civilización, pudo cumplir históricamente todas las premisas
filosóficas. Se basaba en el principio de clases, en el servicio de un “todo” y, lógicamente,
en la indiferencia o el desconocimiento helénicos de las razones últimas del individuo.
Una fuerza que clavase en la plaza pública como una lanza de bronce las máximas de
que no existe la desigualdad innata entre los seres humanos, que la esclavitud es una
institución oprobiosa y que emancipase a la mujer; una fuerza capaz de atribuir al hombre
la posesión de un alma sujeta al cumplimiento de fines específicos superiores a la vida
material, estaba llamada a revolucionar la existencia de la humanidad. El Cristianismo, que
constituyó la primera gran revolución, la primera liberación humana, podría rectificar
felizmente las concepciones griegas. Pero esa rectificación se parecía mejor a una
aportación.
Enriqueció la personalidad del hombre e hizo de la libertad, teórica y limitada hasta
entonces, una posibilidad universal. En evolución ordenada, el pensamiento cristiano, que
perfeccionó la visión genial de los griegos, podría más tarde apoyar sus empresas
filosóficas en el método de éstos, y aceptar como propias muchas de sus disciplinas. Lo que
le faltó a Grecia para la definición perfecta de la comunidad y del Estado fue precisamente
lo aportado por el Cristianismo: su hombre vertical, eterno, imagen de Dios. De él se pasa
ya a la familia, al hogar; su unidad se convierte en plasma que a través de los municipios
integrará los estados, y sobre la que descansarán las modernas colectividades.
Roma no era la Grecia cerrada, atenta sólo al fenómeno exterior de la barbarie persa. Ha
integrado en su existencia la de otros pueblos de costumbres, pensamiento y creencias
distintas. Las necesidades de su comunidad fueron muy superiores también. Le fue
sumamente difícil proporcionarse una idea abstracta sobre la concepción del Estado, porque
éste se había tornado proporcionalmente complejo. Su historia es un continuo proceso de
crecimiento y asimilación que, cuando alcanza la cúspide, se interrumpe por la violencia.
Lega al mundo sus instituciones, su gloria, su civilización. Antes del ocaso, añade a esta
herencia colosal la confirmación de la dignidad humana.
La libertad, expropiable por la fuerza antes de saberse el hombre poseedor de un alma
libre e inmortal, no será nunca más susceptible de completa extinción. Los tiranos podrán
reducirla o apagarla momentáneamente, pero nunca más se podrá prescindir de ella: será en
el hombre una “conciencia” de la relación profunda de su espíritu con lo sobrehumano. Lo
que fue privilegio de la República servida por los esclavos, será más adelante un carácter
para la humanidad, poseedora de una feliz revelación.
77
Al sobrevenir la crisis, la civilización conoció siglos amargos. El derrumbamiento del
imperio, sin parangón en la historia, devuelve el mundo a la oscuridad. Pero ésta habría
sido espantosa si el crepúsculo romano no hubiese prendido en la noche siguiente la llama
inextinguible de aquella revelación. Lo que permitirá que el hilo de oro del pensamiento
continúe a través del abismo de hogueras y sangre, es el milagro magnífico de que el puente
de las ideas religiosas no sucumbiese al chocar el hierro de los bárbaros con el agrietado
mármol de Roma.
Las nuevas monarquías aparecidas al galope poseían ciertamente una notable capacidad
de asimilación, pero su proyección cultural era sumamente reducida y el imperio de la
fuerza en que debían apoyarse hizo todavía más limitada esa posibilidad. Europa se
convirtió en una necesidad armada: así como las zonas habitadas se polarizaban en torno a
los puntos estratégicos y a los fosos de los castillos, la humanidad se distribuyó en torno a
jefes militares, caudillos y señores. Poco o nada subsistirá de cuanto había impreso su
fisonomía a la existencia general. El principio de autoridad cae en manos de la fuerza, en
razón de ese estado de necesidad aludido. Los mismos reyes ven menguar sus atribuciones
y privilegios a medida que se ven obligados a recurrir al poder de sus ricos señores y a
solicitar su alianza para sus empresas militares.
El saber se refugia junto a los altares. En las abadías y en los conventos se conserva
inextinguible la llama que más tarde volverá a iluminar al mundo. Y lo que preserva de la
gigantesca crisis el acervo de los valores espirituales mentarse bajo el trono. Montesquieu
advirtió a la monarquía que sería heredada en la República y Rousseau coronó el pórtico de
la naciente época. Se caracterizó por el cambio radical del acento. Acentuó sobre lo
material, y esto se produjo indistintamente, lo mismo si el sujeto del pensamiento era el
individuo, en cuyo caso se insinuaba la democracia liberal, que si lo era la comunidad, en
cuyo caso se avistaba el marxismo.
Es muy posible que las edades Media y Moderna hayan verificado su elección con un
exclusivismo parcial en beneficio del espíritu, pero es innegable que el siglo XVIII y el
XIX lo hicieron, con mayor parcialidad, en favor de la materia. El estado de la cultura en
esos siglos pudo prever las consecuencias, pero debemos estimar necesario en toda
evolución lo mismo lo que nos parece dudoso que lo acertado. Rousseau cree en el
individuo, hace de él una capacidad de virtud, lo integra en una comunidad y suma su poder
en el poder de todos para organizar, por la voluntad general, la existencia de las naciones.
Para Kant, lo vital en lo político era el principio de “libertad como hombre”, el de
“dependencia como súbditos” y el de “igualdad como ciudadanos”. Rousseau llamará
pueblo al conjunto de hombres que mediante la conciencia de su condición de ciudadanos
y mediante las obligaciones derivadas de esta conciencia, y provistos de las virtudes del
verdadero ciudadano, acepten congregarse en una comunidad para cumplir sus fines.
La Revolución Francesa fue un estruendoso prólogo al libro, entonces en blanco, de la
evolución contemporánea. Hallamos en Rousseau una evocación constructiva de la
comunidad y la identificación del individuo en su seno, como base de la nueva
estructuración democrática. Esta concepción servirá de punto de partida para la
interpretación práctica de los ideales en las nuevas democracias. Pero resulta hasta cierto
punto conveniente examinar si en la concepción originaria no se produjo, por la dinámica
78
misma de la reacción, la supresión innecesaria de toda una escala de valores. Podemos
preguntarnos, por ejemplo, si fue decididamente imprescindible para derivar el poder
absoluto a la voluntad del ciudadano, cegar antes en éste toda posibilidad espiritual. En
segundo lugar es preciso tener en cuenta el largo paréntesis que el Imperio abrió entre el
prólogo y la continuación del libro de la evolución política.
XXI
La terrible anulación del hombre por el Estado y el problema del pensamiento
democrático del futuro
En ese paréntesis, el ideal que el pensamiento había abandonado a la intemperie es
rescatado del arroyo por fuerzas opuestas, que combatirán con extremada violencia en el
futuro. No tratarán de fijar sus absolutos en la jerarquía del hombre, en sus valores ni en sus
posibilidades de virtud; los fijarán en el Estado, o en organizaciones de un característico
materialismo.
Todavía Fichte crea un amplio espacio donde el individuo, subordinado al todo social,
puede realizarse. Hegel convertirá en Dios al Estado. La vida ideal y el mundo espiritual
que halló abandonados los recogió para sacrificarlos a la Providencia estatal, convertida en
serie de absolutos. De esta concepción filosófica derivará la traslación posterior: el
materialismo conducirá al marxismo, y el idealismo, que ya no acentúa sobre el hombre,
será en los sucesores y en los intérpretes de Hegel, la deificación del Estado ideal con su
consecuencia necesaria, la insectificación del individuo.
El individuo está sometido en éstos a un destino histórico a través del Estado, al que
pertenece. Los marxistas lo convertirán a su vez en una pieza, sin paisajes ni techo celeste,
de una comunidad tiranizada donde todo ha desaparecido bajo la mampostería. Lo que en
ambas formas se hace patente es la anulación del hombre como tal, su desaparición
progresiva frente al aparato externo del progreso, el Estado fáustico o la comunidad
mecanizada.
El individuo hegeliano, que cree poseer fines propios, vive en estado de ilusión, pues
sólo sirve a los fines del Estado. En los seguidores de Marx esos fines son más oscuros
todavía, pues sólo se vive para una esencia privilegiada de la comunidad y no en ella ni con
ella. El individuo marxista es, por necesidad, una abdicación.
En medio se alza la fidelidad a los principios democráticos liberales que llena el siglo
pasado y parte del presente. Pero con defectos sustanciales, porque no ha sido posible
hermanar puntos de vista distintos, que condujeron a dos guerras mundiales y que aún hoy
someten la conciencia civilizada a durísimas presiones. El problema del pensamiento
democrático futuro está en resolvernos a dar cabida en su paisaje a la comunidad, sin
distraer la atención de los valores supremos del individuo; acentuando sobre sus esencias
espirituales, pero con las esperanzas puestas en el bien común.
79
En lo político parte muy importante de tal crisis de las ideas democráticas se debe al
tiempo de su aparición. La democracia como hecho trascendental estaba llamada a suceder
ipso facto a los absolutismos. Sin embargo, sufrió un largo compás de espera impuesto por
la persistencia de monarquías templadas y repúblicas estacionarias que, para subsistir,
creyeron necesario aplicar en leves dosis principios propios de la democracia pura,
preferentemente aquellos que podían ser adaptados sin peligro. Tal operación dulcificó la
evolución, pero sustrajo partes muy importantes de personalidad al nuevo orden de ideas,
que a su advenimiento pleno halló, frente a colosales enemigos, muy disminuida su
novedad. Sucedió así que los pueblos que pudieron establecerla en su momento han
alcanzado con ella los caminos de perfección necesarios, y los que no lo consiguieron, han
optado por el empleo de sustitutivos, los extremismos, con tal de hacer efectivo por
cualquier vía, el carácter trascendental.
Y sin embargo lo trascendental del pensamiento democrático, tal como nosotros lo
entendemos, está todavía en pie, como una enorme posibilidad en orden al
perfeccionamiento de la vida.
En varias ocasiones ha sido comparado el hombre al centauro, medio hombre, medio
bruto, víctima de deseos opuestos y enemigos; mirando al cielo y galopando a la vez entre
nubes de polvo.
La evolución del pensamiento humano recuerda también la imagen del centauro:
sometido a altísimas tensiones ideales en largos períodos de su historia, condenado a
profundas oscuridades en otros, esclavo de sordos apetitos materiales a menudo. La crisis
de nuestro tiempo es materialista. Hay demasiados deseos insatisfechos, porque la primera
luz de la cultura moderna se ha esparcido sobre los derechos y no sobre las obligaciones; ha
descubierto lo que es bueno poseer mejor que el buen uso que se ha de dar a lo poseído o a
las propias facultades.
El fenómeno era necesario, de una necesidad histórica, porque el mundo debía salir de
una etapa egoísta y pensar más en las necesidades y las esperanzas de la comunidad. Lo que
importa hoy es persistir, en ese principio de justicia, pero recuperar el sentido de la vida
para devolver al hombre su absoluto.
Ni la justicia social ni la libertad, motores de nuestro tiempo, son comprensibles en una
comunidad montada sobre seres insectificados, a menos que a modo de dolorosa solución el
ideal se concentre en el mecanismo omnipotente del Estado. Nuestra comunidad, a la que
debemos aspirar, es aquella donde la libertad y la responsabilidad son causa y efecto, en
que exista una alegría de ser, fundada en la persuasión de la dignidad propia. Una
comunidad donde el individuo tenga realmente algo que ofrecer al bien general, algo que
integrar y no sólo su presencia muda y temerosa.
En cierto modo, siguiendo el símil, equivale a liberar al centauro restableciendo el
equilibrio entre sus dos tendencias naturales. Si hubo épocas de exclusiva acentuación ideal
y otras de acentuación material, la nuestra debe realizar sus ambiciosos fines nobles por la
armonía. No podremos restablecer una Edad-centauro sólo sobre el músculo bestial ni
sobre su solo cerebro, sino una “edad-suma-de-valores”, por la armonía de aquellas fuerzas
80
simplemente físicas y aquellas que obran el milagro de que los cielos nos resulten
familiares.
Los monjes de la Edad Media borraron el contenido de los libros pagarnos para cubrirlos
con los salmos. La Edad Contemporánea trató de borrar los salmos, pero no añadió nada
más que la promesa de una vaga libertad a la sed de verdades del hombre. En 1500 la
humanidad concentró sus dispersas energías para empresas gigantescas y nos dio nuevos
mundos y formas de civilización. En 1800 reprodujo el intento y creó febrilmente,
generosamente, una época. ¿No será el nuestro, acaso, el momento de hacer acopio de las
energías humanas para conformar el período supremo de la evolución? Cuando pensamos
en el hombre, en el yo y en el nosotros, aparece claro ante nuestra vista que nuestra
elección debe ser objeto de profundas meditaciones.
La sociedad tendrá que ser una armonía en la que no se produzca disonancia ninguna, ni
predominio de la materia ni estado de fantasía. En esa armonía que preside la norma puede
hablarse de un colectivismo logrado por la superación, por la cultura, por el equilibrio. En
tal régimen no es la libertad una palabra vacía, porque viene determinada su incondición
por la suma de libertades y por el estado ético y la moral.
La justicia no es un término insinuador de violencia, sino una persuasión general; y
existe entonces un régimen de alegría, porque donde lo democrático puede robustecerse en
la comprensión universal de la libertad y el bien general, es donde, con precisión, puede el
individuo realizarse a sí mismo, hallar de un modo pleno su euforia espiritual y la
justificación de su existencia.
XXII
Sentido de proporción. Anhelo de armonía.
Necesidad de equilibrio
Para el mundo existe todavía, y existirá mientras al hombre le sea dado elegir, la
posibilidad de alcanzar lo que la filosofía hindú llama la mansión de la paz. En ella posee el
hombre, frente a su Creador, la escala de magnitudes, es decir, su proporción. Desde esa
mansión es factible realizar el mundo de la cultura, el camino de perfección.
De Rabindranath Tagore son estas frases: El mundo moderno empuja incesantemente a
sus víctimas, pero sin conducirlas a ninguna parte. Que la medida de la grandeza de la
humanidad esté en sus recursos materiales es un insulto al hombre.
No nos está permitido dudar de la trascendencia de los momentos que aguardan a la
humanidad. El pensamiento noble, espoleado por su vocación de verdad, trata de ajustar un
nuevo paisaje. Las incógnitas históricas son ciertamente considerables, pero no retrasarán
un solo día la marcha de los pueblos por grande que su incertidumbre nos parezca.
Importa, por tanto, conciliar nuestro sentido de la perfección con la naturaleza de los
hechos, restablecer la armonía entre el progreso material y los valores espirituales y
proporcionar nuevamente al hombre una visión certera de su realidad. Nosotros somos
colectivistas, pero la base de ese colectivismo es de signo individualista, y su raíz es una
suprema fe en el tesoro que el hombre, por el hecho de existir, representa.
81
En esta fase de la evolución lo colectivo, el “nosotros”, está cegando en sus fuentes al
individualismo egoísta. Es justo que tratemos de resolver si ha de acentuarse la vida de la
comunidad sobre la materia solamente o si será prudente que impere la libertad del
individuo solo, ciega para los intereses y las necesidades comunes, provista de una
irrefrenable ambición, material también.
No creemos que ninguna de esas formas posea condiciones de redención. Están ausentes
de ellas el milagro del amor, el estímulo de la esperanza y la perfección de la justicia.
Son atentatorios por igual el desmedido derecho de uno o la pasiva impersonalidad de
todos a la razonable y elevada idea del hombre y de la humanidad.
En los cataclismos la pupila del hombre ha vuelto a ver a Dios y, de reflejo, ha vuelto a
divisarse a sí mismo. Si debemos predicar y realizar un evangelio de justicia y de progreso,
es preciso que fundemos su verificación en la superación individual como premisa de la
superación colectiva. Los rencores y los odios que hoy soplan en el mundo, desatados entre
los pueblos, y entre los hermanos, son el resultado lógico, no de un itinerario cósmico de
carácter fatal, sino de una larga prédica contra el amor. Ese amor que procede del
conocimiento de sí mismo e, inmediatamente, de la comprensión y la aceptación de los
motivos ajenos.
Lo que nuestra filosofía intenta restablecer al emplear el término armonía es,
cabalmente, el sentido de plenitud de la existencia. Al principio hegeliano de realización
del yo en el nosotros, apuntamos la necesidad de que ese “nosotros” se realice y
perfeccione por el yo.
Nuestra comunidad tenderá a ser de hombres y no de bestias. Nuestra disciplina tiende a
ser conocimiento, busca ser cultura. Nuestra libertad, coexistencia de las libertades que
procede de una ética para la que el bien general se halla siempre vivo, presente,
indeclinable. El progreso social no debe mendigar ni asesinar, sino realizarse por la
conciencia plena de su inexorabilidad. La náusea está desterrada de este mundo, que podrá
parecer ideal, pero que es en nosotros un convencimiento de cosa realizable. Esta comunidad que persigue fines espirituales y materiales, que tiende a superarse, que anhela mejorar
y ser más justa, más buena y más feliz, en la que el individuo puede realizarse y realizarla
simultáneamente, dará al hombre futuro la bienvenida desde su alta torre con la noble
convicción de Spinoza: “Sentimos, experimentamos, que somos eternos”.
82
10. ANEXO III. PONENCIA PRESENTADA POR JOSÉ
VASCONCELOS EN EL PRIMER CONGRESO NACIONAL DE
FILOSOFÍA
LA FILOSOFÍA COMO VOCACIÓN Y SERVICIO
En honor de Enrique José Varona
Si fuésemos a juzgar a los pensadores representativos de las etapas formativas de la cultura
americana con criterio académico de profesor de filosofía, nuestro dictamen se limitaría a
señalar las influencias de Europa que en cada uno se manifiestan, como quien intentase
formular un cuadro de aprovechamiento de escolares más o menos distinguidos.
Y los extranjeros ante proeza tan ingenua tendrían razón de sonreír. Pero si colocamos al
filósofo americano en relación con su ambiente y el poder que su voluntad ilustrada tuvo
para modificar, mejorar ese ambiente, nos encontramos entonces con un tipo de filósofo
venerable y fecundo que se parece más al sabio de la antigüedad que al moderno erudito y
técnico de la problemática metafísica. Al primer tipo, de intelectual vivo y activo pertenece
nuestro Enrique José Varona.
Afortunadamente, en nuestros pueblos, el filósofo ha sido, por lo menos en la etapa heroica
de nuestra formación nacional, un héroe de la idea; un creador de cultura. Y no es que haya
actuado en sociedades rudimentarias, ni porque haya sido improvisado autodidacta. No es
primitiva una sociedad como la hispanoamericana de la época de la emancipación, que
disfrutó durante varias centurias los beneficios incalculables de la educación tomista
impartida en Liceos y Universidades, de México a Lima y más tarde a Buenos Aires y
Córdoba. Sólo la mala fe científica o seudocientífica puede afirmar que fueron estériles los
siglos de la dominación española que hoy, al contrario, parecen gloriosos para todo el que
es legítimo heredero de las verdades eternas; siglos que plasmaron el alma
hispanoamericana, merced al proselitismo encendido de frailes filósofos, que lo mismo
enseñaban las artes manuales que la metafísica medieval; metafísica tan completa, tan
superior a tantas metafísicas hoy en boga y que ni siquiera cuentan con la justificación de
su época, puesto que, deliberadamente, se desarrollan, como por ejemplo la fenomenología,
a espaldas de la rica experiencia de nuestra edad, la experiencia científica, que según
confesión propia es puesta, con toda la realidad. . ., "entre paréntesis".
El problema de los pensadores que intentaron organizar la conciencia americana de acuerdo
con los nuevos moldes del sistema liberal republicano adoptado por todas nuestras
naciones, fue de los más arduos. No se desenvolvían dentro de una barbarie, en la cual toda
improvisación resulta útil; sino que debían transformar haciendo uso de valiosos elementos
ya conquistados: la lengua culta, la tradición escolástica, los sentimientos cristianos de una
sociedad que no abdicaba ni de sus viejas creencias, ni de sus hábitos civilizados y
humanos, refinadamente europeos y cristianos.
Resultó entonces que el objetivo del filósofo era mejorar lo existente y no, como se ha
supuesto, sembrar en tierra totalmente virgen, menos aún en conciencias desiertas. El vino
83
era viejo y sólo era menester acondicionar odres nuevos para guardarlo, sin que dejase de
existir el peligro de echar a perder el vino en el transvase.
En los pensadores de la época de Varona, cada nueva doctrina filosófica se convertía en el
alma de una cruzada de inmediata aplicación social. Y el filósofo, más preocupado de la
calidad de lo que predicaba que de la manera cómo lo sabía, se desentendió, casi del todo,
de problemas epistemológicos, se estableció en la plaza pública para difundir la verdad, con
plena conciencia de todos los riesgos que supone la pelea al aire libre, en todas las latitudes.
Por eso, un recio carácter ha sido la condición constitutiva de casi todos estos intelectuales
que conquistaron influencia en nuestro medio: un Hostos, un Martí, el más bien dotado de
todos, un Varona, un Sarmiento, un Rodó.
La filosofía que cultivaba Varona, el positivismo de los finales del siglo XIX, ha sido muy
discutida, y de ella no fue Varona un simple repetidor. Personas entendidas han señalado la
capacidad inventiva de Varona que, en su psicología, manifiesta atisbos de temas que más
tarde se desarrollan en la gran ciencia de la psicología, de Norte América. Pero su obra,
como la de todos sus contemporáneos intelectuales, alcanza mayores resonancias en la
educación y en la política.
84
11. ANEXO IV. PONENCIA PRESENTADA POR JOSÉ
VASCONCELOS EN EL PRIMER CONGRESO NACIONAL DE
FILOSOFÍA
LA FILOSOFÍA COMO COORDINACIÓN
JOSÉ VASCONCELOS
Biblioteca de México
Preámbulo
El silencio es al sonido lo que la luz blanca al color. De la luz natural salen todos los colores cada
vez que opera el sortilegio del prisma. Del silencio emergen sones cada ocasión en que las cosas se
mueven y chocan. De la entraña del silencio arrancan gritos de angustia, o acentos de dicha y
esperanza, los seres vivos, siempre que se agitan y actúan.
En vez de la nada del sonido, su negación, el silencio, es la matriz de todos los clamores. Sin
silencio no habría notas así como no habría colores si no existiese la luz. Y así como la luz es
armonía y fusión de todos los colores, el silencio es armonía y fusión de todos los sonidos.
Se equivocaron los pitagóricos al afirmar que la música de las esferas suena; la música perfecta es
silencio; tal y como el color se disuelve en la armonía que es la luz.
No hay en la suma de los colores o en la síntesis aplacadora de los sonidos, que es el silencio,
ningún resabio de la unificación de tipo abstracto. Las notas, los tonos diversos, los sonidos
diferenciados no se reducen, como si fueran casos particulares de un mismo género a una sola
esencia que sería el sonido. Entre sí y dentro de sus conjuntos, las notas y los colores son
individuaciones; no es posible traducirlas unas a otras, ni siquiera conceptualmente; para desarrollo
de color o sonido es indispensable que subsista cada uno, la nota y el color, fieles a sí mismos. Las
imágenes rápidas que usa el cinematógrafo son invariables, de otra manera no engendrarían la
traslación que, por continua y diversa, es creadora de algo que simula vida. El movimiento gráfico
significativo, nace de una concurrencia de heterogéneos, no de la simia de sus partes.
El orden que sin embargo liga colores y notas es muy distinto de un común denominador
cualesquiera. Si los colores no se conservasen auténticos, no engendrarían la maravilla de la luz; si
las notas no poseyesen estructura vibratoria invariable, su entrecruzamiento armonioso no
engendraría la ventura del silencio. Se trata, pues, de fusión y unión de tipo no discursivo sino
armónico, no analítico, sintético: no aditivo sino heterogéneo y coherente.
Las formas específicas del conocer como acción
Formas elementales y específicas del conocimiento, se nos manifiestan en la actividad de todo lo
que nos rodea. Examinemos la manera cómo se desenvuelve el movimiento en los seres vivos. La
primera condición del movimiento creador, es el ritmo. En él hallamos un modo de la acción y
también un modo del conocimiento. Analicemos la marcha del hombre: consiste de dos impulsiones
desemejantes que producen avance corpóreo. Adelántase el pie izquierdo y le sigue el pie derecho;
85
los dos impulsos heterogéneos se resuelven en la unidad que llamamos un paso. Nos hallamos
frente a una contradicción palmaria de la matemática que nos dice que uno y uno son
necesariamente dos; en el paso humano, uno y uno combinados, nos dan uno, un paso. Y si
observamos un caballo que trota, veremos que la acción acompasada de cuatro patas engendra un
salto; de suerte que el concurso de cuatro elementos dinámicos heterogéneos nos da una unidad que
es el salto. ¿Quién podrá negar, entonces, que cuatro ya no es aquí igual a cuatro? ¿Qué haremos
ante la evidencia desconcertante de que cuatro es igual a uno? Lo cierto es que nos hallamos ante un
modo sui generis de conocimiento.
Postulamos en consecuencia una ley propia de la constitución del vivir, el ser, a diferencia de la sola
extensión geométrica. Uno y uno si son diferentes en calidad como lo izquierdo y lo derecho, no
dan dos, sino una unidad nueva que engloba ambos y genera acción. Uno más uno, más uno, más
uno, o sean cuatro unos, diferentes en calidad, pero concurrentes en un propósito vivo, vuelven a
dar uno; pero un uno de género superior, vital, activo.
¿Cuáles son las consecuencias filosóficas de estas verdades evidentes como las de la matemática,
sin embargo totalmente diferentes en sus resultados? En seguida veremos que para explicarlas se
hace necesario un cambio radical de los métodos usuales de la filosofía.
La filosofía de la coordinación
De suerte que el gran predecesor de los que hoy investigamos el problema de la filosofía de la
coordinación es Empédocles. El habló, el primero, de la combinación de los cuatro elementos; allí
está el secreto del ser, en la “combinación” de sus elementos constitutivos.
Dijo también Empédocles: “No intentes reducir la cualidad”. Una filosofía de calidades es la
nuestra, en oposición a las filosofías abstractas que, para abstraer, prescinden de las cualidades y los
caracteres que constituyen los seres.
La verdad es armonía de pensamiento y realidad; si tengo sobre la mesa dos peras y dos manzanas y
pretendo informar al que no las mira, en forma simplificada, qué es lo que tengo sobre la mesa, diré:
tengo cuatro objetos, cuatro frutas. En este momento filosofo, si por filosofía se entiende pensar por
géneros, pero renuncio a concebir la realidad conforme el orden que hace existir las cosas. Al decir
cuatro objetos, confieso el fracaso del lenguaje, el fracaso de la razón, el fracaso de la abstracción.
No quiero hablar de cuatro cosas; mi verdadero deseo es comunicar al oyente el placer que me
causan las dos manzanas de tamaño desigual, de color peculiar, las dos peras de lustrosa corteza
apetecible. Tantas, preciosas particularidades, que se contienen en cada cosa, tengo que sacrificarlas
para decir cuatro objetos.
Si esto es hablar filosóficamente, hay que renunciar a la filosofía y, sin embargo, ésta ha sido la
filosofía: un sistema de esquematizaciones, falsificaciones de la realidad. Sostengo que el modo de
expresión del artista, que pinta las manzanas, según el consejo de Empédocles, sin sacrificar la
cualidad, reproduciendo en imágenes la cualidad, es más filosófico que el del intelectualista, que lo
reduce todo a entes y números. El lenguaje de imágenes se sobrepone, cuando interviene el artista,
al lenguaje de las ideas abstractas y la expresión se perfecciona, se complementa. Afirmo que el
filósofo ha de ser el intérprete de todas las expresiones, la conceptual, la pictórica, la musical, la
expresión sentimental, derivada de las conexiones de la cosa o el ser con nuestra vida. Para lograr
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esta suprema síntesis no basta la razón; hacen falta los aparatos varios de que dispone la conciencia
para conocer: aparatos que quizás se reducen a las tres categorías: a priori mental racional, a priori
ético, constituido por juicios de valor, y el a priori estético que responde a las formas estéticas
específicas: ritmo, melodía, contrapunto. El contrapunto, ya lo hemos dicho, es el silogismo de la
estética, pero no equivale al silogismo, no puede ser reducido a silogismos.
De donde resulta que esta filosofía estética que postulo, lejos de ser confusa, aclara la confusión.
Expresa la cosa en si, el elemento irreductible a razón. El irracional que otros filósofos dejan
sumergido en tinieblas, nosotros lo deslindamos según categorías específicas, las categorías de la
estética. El orden de la belleza se construye en nuestro sistema según el ritmo, la melodía, la
armonía y su finalidad. La finalidad se revela juzgando con la inteligencia y con la ética y la,
estética.
Se alcanza así la finalidad absoluta que es belleza divina, en donde se realiza la armonía de la dicha,
infinita y eterna.
Factor de coordinación
¿Cuál es el tipo de unidad que alcanza nuestra filosofía? Una unidad no matemática, una unidad
compleja pero sostenida y organizada, la unidad que da a nuestro vivir la conciencia.
Hay en la conciencia una raíz de orden sobrenatural. En ella lo natural es participación, no es
origen. La conciencia es un compuesto trino y uno de pasado, presente y futuro; memoria, atención
y previsión; al mismo tiempo, quietud y movimiento; a un tiempo, noción de cambio y certidumbre
de fijeza. Este contrasentido original es la causa de todas las perplejidades del pensamiento y todas
ellas se aclaran si logramos arrojar alguna luz en el misterio que nos permite vivir según pasado,
presente y futuro. La vida es acción y es también permanencia y reposo. Es ésta una de las
determinaciones de la Trinidad que es ley intrínseca de todo lo creado. La Trinidad es el primer
sistema impar y conforme a él se construye todo lo que tiene existencia.
Por eso la verdad, toda verdad, es trina y una; por eso también la verdad es coordinación, no
identificación, a lo idealista.
Si reducimos la cambiante fijeza de la conciencia a su elemento fijo, haremos idealismo y
llegaremos a la absurda conclusión hegeliana de que “el ser es la idea”; si nos quedamos con el
cambio, caeremos en el escepticismo de Heráclito que declara imposible la verdad. Pero si hacemos
filosofía de la coordinación, que respeta cada factor y le busca el proceso concurrente, advertiremos
que el cambio tiene su estructura y su ley. Lo mismo en el orden físico del cambio que en el orden
psicológico del fluir de la existencia en el tiempo; los momentos del cambio canalizan en las
normas eternas de la razón, la moral, la belleza. El ser resulta de la combinación, la armonización
de elementos dispares, en origen trinos. Luego, el ser se desenvuelve dentro de los otros
irreductibles que son: el cambio y la fijeza; la idea y la sensación; la imagen y su armonía. Las
imágenes expresan la realidad mejor que las ideas; pero las ideas mantienen entre sí la conexión que
les da la lógica; las imágenes para hacer sentido deben acomodarse al orden del Universo. No se
rigen las imágenes por las asociaciones mentales que imaginaba Hume, sino por las leyes de los
cuerpos que simbolizan; las imágenes que responden a los cuerpos físicos, se gobiernan por las
leyes de la física; las que corresponden a la vida obedecen a las leyes de la biología y así
87
sucesivamente, el Universo es un sistema de zonas diferentes que actúan una sobre otra y sin
reducirse una a la otra. El sistema actúa según armonía y proporción subordinadas a un fin. La
realización del fin último requiere que cada quien ejercite su función propia, a fin de cumplir un
destino venturoso. El Cosmos no obedece al Uno abstracto de Parménides, sino a la Persona Divina,
persona compleja dueña de la plenitud de la existencia y que a nosotros se nos manifiesta según la
Trinidad de Padre, Hijo y Espíritu Santo; el Creador, el Redentor y el Verbo perenne que es sostén
de los mundos.
88
12. ANEXO V. ARTÍCULOS DE BENEDETTO CROCE EN LA REVISTA CRÍTICA
CONTRA EL FASCISMO Y CONTRA EL COMUNISMO135
CONTRA EL FASCISMO
1. HECHOS POLÍTICOS E INTERPRETACIONES HISTÓRICAS
¿Para qué sirve la cultura histórica? Para entender el presente; y esta proposición resulta una simple
reciprocidad de la otra en que se afirma que la condición necesaria para entender el pasado es el
presente, un interés del presente, y que toda historia verdadera es historia contemporánea. Entender
el presente en su origen histórico significa entenderlo según la verdad y a fondo.
¡Sin embargo, cuán a menudo esta interpretación se descuida o se sustituye por otras enteramente
fantásticas! Antes al contrario, la tendencia de los que realizan ciertas acciones parece consistir
precisamente en velar la génesis y el proceso, y sustituir la historia genuina por una historia
fantástica y una leyenda. Mirad a vuestro alrededor, poneos a escuchar, y recogeréis, de esto que os
digo, ejemplos en abundancia. Cosa ésta natural, por otra parte; pues quien realiza una acción es
también abogado de la misma, y por ello no elude ninguna excogitación que sirva para darle una
decorosa y bella apariencia, y hacerla aceptar. El historiador es llamado a corregir los efectos de esa
necesidad de la más o menos consciente falsificación histórica: y verdad es que cuando cumple con
su deber, molesta siempre a alguno o a muchos. Pero este alguno o muchos tendrían que pensar que
sería peor si no hubiese alguien en el mundo que cuidase de la verdad histórica, como otros cuidan
de otros intereses.
Leí no sé dónde, pero creo que fue en más de un lugar, que la forma en que yo he razonado con
respecto a la reimplantación de la enseñanza de la religión católica en las escuelas primarias era
circunstancial, acomodaticia, burguesa, y otros calificativos similares. Si, señores, así es,
justamente; y ése y no otro debiera ser el carácter de esa reforma, según mi parecer: de medida
transitoria; porque yo, filósofo, me avergonzaría de renegar de mi fe en el pensamiento, capaz de
generar por sí mismo su propia religión, mi fe en lo que comúnmente se llama pensamiento “laico”
o “moderno”. Pero como he leído además que se exalta esa reintegrada y reavivada enseñanza como
un triunfo del “catolicismo”, y, mejor dicho, del “espíritu italiano”, siempre (conforme se afirma)
“profundamente católico”, contra el “germanismo” y el “protestantismo”, a mí, como historiador,
me incumbe la misión de oponerme y de advertir que, en tal caso, esa medida es, por carácter y por
origen, marcadamente protestante.
El protestantismo, en efecto, apresuró, aunque sin abrigar esa intención, el proceso por el cual de la
religión y de su teología se va pasando poco a poco, con continuos profundizamientos y
afinamientos, a la filosofía, convirtiendo los dogmas en filosofernas: lo cual hizo posible una suerte
de eutanasia de la religión, y, conjuntamente, la herencia intelectual y moral de las religiones,
conservada en la historia filosófica moderna. Pero el catolicismo, en cambio, definiéndose y
haciéndose rígido en la Contrarreforma, reprimiendo y conculcando la filosofía y la ciencia
modernas, se encontró luego frente a encarnizados enemigos, armados de racionalismo, ateísmo,
135
Los artículos fueron tomados directamente del libro traducido por Gherardo Marone: Croce, Benedetto:
Veinte años de lucha contra el fascismo y el comunismo, Interamericana, Buenos Aires, 1944.
89
materialismo, iluminismo, masonería y las otras cosas que se conocen: de donde resultó la lucha sin
cuartel entablada por los “librepensadores” contra los “creyentes” en los países católicos, y que tuvo
por consecuencia los males que todos lamentamos, así en la educación moral como (y aun más) en
la seriedad mental. Ahora bien, cualquiera que se disponga, en nuestros países latinos y católicos, a
colmar el hiatus entre religión y filosofía, a hacer que se tornen amigas y a reunirlas como madre e
hija (que también significa anciana y joven, moribunda y heredera), está imbuido de espíritu
protestante y adopta, de modo reflejo, métodos que el protestantismo ha venido forjando y
experimentando de manera espontánea.
De modo, pues, que yo, leyendo los escritos y las polémicas que a ello se refieren, no sé de qué
maravillarme más, si de los evangelistas (porque también hay evangelistas en Italia), que combaten
esa medida como católica y reaccionaria, o de los nacionalistas, que la celebran como una renovada
aserción de latinidad y de italianidad. A mí me parece (dicho sea con todo respeto) que tanto unos
como otros dan pruebas de escasa orientación histórica. Los únicos que parecen haberlo
comprendido son los católicos, ya sea que (tal como lo hiciera una parte de ellos) protestasen y
murmurasen contra el espíritu anticatólico de la reimplantada enseñanza, o bien (como otra parte de
los mismos, la más práctica, y por ello más ávida de cosas útiles que desdeñosa en cuanto a las
cualidades y tendencias ideales de las mismas) que la aceptasen, callando, y declarándose
satisfechos por lo menos “por ahora”.
Por lo demás, si se quiere otra prueba del origen germánico y protestante de la reforma escolar en
torno a la cual se discurre, considérese que ella deriva recto trámite de la famosa tríada hegeliana
del Espíritu absoluto: Arte, Religión y Filosofía, a la cual Gentile se mantuvo siempre fiel y que
ahora ha puesto en práctica, Menos fiel me conservé yo, que destrocé esa tríada negando la
coherencia de sus miembros integrantes, y rehíce, a mi modo, la relación existente entre el arte y la
filosofía y entre la religión y la filosofía. Y es la razón por la cual en las palabras de Gentile y de
sus escolares se ha asomado, por momentos, la idea de que el maestro, aunque no sea católico, o ya
no católico, tendría la obligación de impartir la enseñanza religiosa, al igual que la de interpretar las
poesías de Homero y de Dante; mientras que el infrascrito nunca se halló frente a esa duda y a esa
dificultad (por no decir ese absurdo), pues habiendo concebido de modo diverso esas dos relaciones
aludidas siempre pensó que la enseñanza católica, para ser católica (y aunque sea solamente católica
“tolerada” en las escuelas del Estado), debe ser impartida únicamente por quien se siente y es
católico.
Y, a propósito de reformas escolares, de hechos políticos y de interpretaciones históricas, quiero
destacar además que, del mismo modo que considero que tienen razón esos católicos que olfatean el
anticatolicismo, o sea el protestantismo, en la medida del ministro de Instrucción Pública, considero
también que tiene razón el jefe de los futuristas italianos, el señor Marinetti, cuando, al oponerse a
una opinión del jefe de gobierno y alzar contra ella una protesta amistosa, declaró que la reforma
escolar de Gentile es “pasatista y antifascista”. ¡Vive Dios! ¡Esto significa tener conocimiento de
los orígenes! ¡Bravo, señor Marinetti! Bravo con sinceridad, como no he dicho ni diré jamás a los
que se esfuerzan por dorar con blasones al fascismo y se sirven a este propósito de Gioberti y de
Mazzini y del idealismo filosófico y del idealismo actual y de otras tantas cosas y nombres, todos
los cuales se quedan sobremanera maravillados de la nueva compañía en la que fueron traídos a la
fuerza.
90
Verdaderamente, para quien tenga sentido de las conexiones históricas, el origen ideal del
“fascismo” se encuentra en el “futurismo”: en esa su resolución de bajar a la plaza pública, de
imponer el propio sentir, de taparles la boca a los disidentes, de no temer tumultos y grescas, en esa
su sed de lo nuevo, en ese ardor por romper toda tradición, en esa exaltación de la juventud, que fue
propia del futurismo136, y que habló luego a los corazones de los que venían de las trincheras,
indignados, por los engaños de los viejos partidos y por la falta de energía de que daban prueba con
respecto a las violencias o las insidias antinacionales y contrarias al Estado. Y no quisiera que con
esto, recordando mi constante frialdad y aversión contra el futurismo (que por ello llegó, incluso, a
organizar, en los primeros años anteriores a la guerra, una algarada en un teatro de Roma contra
Roma eterna y contra el infrascrito137, siendo guía el entonces futurista señor Papini), recordando mi
completa desconfianza con respecto a la fecundidad de ese movimiento, se pensara que yo, al
afirmar los orígenes futuristas del fascismo, pretenda extender el mismo juicio de reprobación del
uno al otro. Mis negaciones, como las de todo hombre razonable, son siempre secundum quid, y no
excluyen que lo que sea reprobable por cierto aspecto sea admirable por otro, que lo que sea inútil
para cierto orden de efectos sea útil para otros. Negaba yo entonces que con el futurismo,
movimiento colectivo y volitivo, bullanguero y callejero, se pudiera generar poesía, que es algo que
nace en raros espíritus solitarios y contemplativos, en el silencio y en la sombra; pero no negaba,
antes bien, reconocía, el carácter práctico o practicista del movimiento futurista. Una cosa es hacer
poesía y otra es dar puñetazos, creo yo; y quien no triunfa en el primer oficio, no es forzoso que no
pueda triunfar de maravillas en el segundo, y menos si la eventual lluvia de puñetazos no resulte, en
ciertos casos, útil y oportunamente suministrada138.
Y conviene formular aquí otra advertencia, esto es, que el origen ideal de un movimiento no es el
criterio único o resolutivo mediante el cual se juzga el propio movimiento en su discurso, pues es
evidente que, una vez determinado el mismo, confluyen en ese movimiento otros movimientos; por
la senda abierta se precipitan otras necesidades que reclaman y obtienen reconocimiento y
satisfacción, hasta llegar a veces a restar importancia y casi a comprimir o a destruir, sin rodeos, las
razones originarias del movimiento. Por eso todo movimiento tiene sus “puros”, los que quisieran
hacerlo proseguir conforme a su primera irrupción, que consideran corruptela o bazofia las
contribuciones aportadas por otras fuerzas, y que reclaman su vuelta a los orígenes; y por ello,
volviendo a nuestro caso, el señor Marinetti, que es un “puro”, siente como extraña al espíritu
primitivo, como “antifascista y pasatista”, la reforma escolar acogida por el gobierno, y que, a decir
136
Leo en el reciente libro de F. T. Marinetti, Futurismo y fascismo (Foligno, Campitelli, 1924) p. 1: “El futurismo es un
gran movimiento antifilosófico y anticultural de ideas intuiciones puñetazos puntapiés y bofetadas rejuvenecedoras
purificadoras innovadoras y valorizadoras, creado el 20 de Febrero de 1909 por un grupo de poetas y artistas italianos
geniales”. P. 16: “Vittorio Veneto y el ascenso al poder del fascismo constituyen la realización del programa mínimo
futurista”. P. 18: “El Fascismo, nacido del intervencionismo y del futurismo, se nutre de principios futuristas”. Etc. , etc.
Como es notorio, existe un diario fascista en Italia que pone de manifiesto esa estrecha ligazón y armonía con el
futurismo: lleva por título “El imperio”.
137
Discurso contra roma y Benedetto Croce (Florencia 1913) También Marinetti (ob.cit p. 97) “A Mommsen y a
Benedetto Croce oponemos el scugnizzo italiano”.
138
De lo cual se ve cómo mis buenos amigos futuristas (los llamo así, porque como hce tanto tiempo que los tengo
encima, he acabado por considerarlos amigos, se equivocan en lanzar contra mí su grito de batalla y de asalto que, por otra
parte, es poco obedecido. Después de aquella oración, recordada poca antes, contra Roma y contra mí, se renovaron varias
veces estas instigaciones; y en época reciente leí, con estupor, en el segundo volumen de una colección sobre problemas
del Facismo, esta frase: “Nuestra revolución, medítese, iba y es dirigida más contra B. C. que contra Buozzi (un
sindicalista) y Modigliarni (un socialista)”. Marchar en contra mío. ¿Y por qué? De todos modos, advierto a esos
valerosos jóvenes que se trataría de perseguirme, no en roma, sino en el polo de la lógica en donde ya me aclimate un
tanto, mientras que ellos, mucho me temo, se morirán helados.
91
verdad, ha sido preparada por estudiosos y profesores, ni futuristas ni fascistas. Por otra parte, estas
otras fuerzas de origen diverso, como ocurre siempre, no renuncian a su ser y a sus ideales, y los
mismos revolucionarios de la primera hora aprenden a conocer mejor, ya sea con la práctica del
gobierno, o bien en la misma lucha, las necesidades y exigencias reales de las situaciones que les
toca afrontar; y de ahí esa incesante ampliación y esa aceptación de conceptos nuevos, y asimismo
de nuevos problemas, que a los “puros” les parecen corruptela y bazofia.
Tal es el choque que se está desarrollando actualmente en Italia y en torno al cual no agregaré
palabra, porque esta revista no es un diario político. Únicamente a quien preguntase si la victoria
será de los “puros” o de los “impuros” respondería, sin extralimitarme, que de cierto no será de los
“puros”, porque nada puede repetirse, y lo que una vez fue espontáneo, no se rehace
artificiosamente, y las propias repeticiones, o (como las llaman) las “segundas oleadas”, no son las
mismas del principio, y dado que triunfen o triunfen en algo (cuando no resulten del todo un
fracaso) reciben también ellas la mancha de la “impureza”, vale decir, de las condiciones y de las
razones nuevas entre las cuales y de las cuales han surgido.
2. LIBERALISMO
Con particular insistencia se oye repetir en estos días que la obra del liberalismo está ya agotada y
que tanto el presente como el porvenir pertenecen al antagonismo y a la lucha entre las dos
tendencias fundamentales, el socialismo o comunismo por una parte, y la forma reaccionaria o
“fascismo” por otra.
Que esta aseveración no encierra ningún valor doctrinal es cosa que no merece siquiera ser
demostrada; las tentativas realizadas por algunos filósofos en el sentido de construirla
doctrinalmente mediante los conceptos del Estado fuerte y el Estado ético son filosóficamente
ilegítimas y desembocan en el sofisma y en el equilibrismo verbal. Y en cuanto a su valor de
previsión o de profecía, el mismo no supera el valor de todas las previsiones o profecías históricas,
todas ellas harto inseguras y expuestas a inesperadas e irónicas desmentidas.
Pero es menester reconocer que el dicho en cuestión formula, con suficiente exactitud, los términos
en que está planteada la actual lucha política en Italia, y no sólo en Italia. Socialismo y forma
reaccionaria (o nacionalismo o “fascismo”) se han alzado, ambos, como ante un enemigo común,
contra el liberalismo; y no es un fenómeno de ahora, por lo menos para quien conozca los
documentos del socialismo y aquello que Marx ya decía en el apéndice del Manifiesto Comunista,
con referencia a la crítica feudal hecha a la burguesía, y la casi simpatía del propio Marx por el
viejo conservadurismo y por la aristocracia, con la que se ponía mayormente en evidencia su odio
hacia la burguesía industrial y mercantil. Actitud psicológica, que se renovó espontáneamente en
Francia en la persona de Georges Sorel, apóstol del sindicalismo revolucionario, el cual, aun
despreciando y aborreciendo al liberalismo burgués, se inclinó durante algún tiempo hacia los
jóvenes monárquicos, que soñaban con restauraciones de un absolutismo tipo Luis XIV. En Italia,
en época reciente, se ha podido observar el traspaso de numerosos marxistas y sindicalistas
sorelianos al nacionalismo cínicamente reaccionario: traspaso inmediato, es decir, sin que aquéllos
pasaran, en ningún momento, a través del liberalismo. Y en verdad, a deprimir en Italia el
92
sentimiento liberal, aun más que la hinchada literatura nietzscheana-dannunziana, contribuyó la
educación espiritual que recibió del socialismo la generación que ahora está en el escenario político;
y cuando se leen en los periódicos socialistas sus protestas por las libertades conculcadas y sus
suspiros y sus invocaciones a la libertad, no es posible dejar de pensar que ahora los socialistas,
después de haber hecho la prueba de lo contrario, reclaman lo que durante largo tiempo no estuvo
en sus corazones, y lamentan, sin darse cuenta de ello, las consecuencias de la que fue su propia
obra.
No quiero decir con esto que el socialismo y la forma reaccionaria carezcan de fundamento; afirmo,
por el contrario, que tanto uno como otra, al igual que toda tendencia y partido político, expresan
necesidades eternas de la sociedad humana; el socialismo, que en el fondo es democracia extrema,
la necesidad de poner en práctica condiciones de hecho exentas de los privilegios debidos a
ordenamientos económicos; el autoritarismo, la del gobierno desde lo alto, que mantenga la
disciplina, fuerce al trabajo regulado y garantice la compatibilidad y el vigor del Estado. Pero una
necesidad, no menos respetable, de las sociedades humanas, se expresa y se afirma en el
liberalismo: la necesidad de dejar, tanto como sea posible, libre juego a las fuerzas espontáneas e
inventivas de los individuos y de los grupos sociales, porque sólo de estas fuerzas se puede esperar
el progreso mental, moral y económico, y sólo en su libre juego se traza el camino que debe recorrer
la Historia.
El esfuerzo del socialismo, como el de toda democracia no ha sido ni será jamás estéril, los ideales
que persigue, fueron puestos en práctica y continúan siendo puestos en práctica, si bien no
exactamente según los esquemas excogitados por sus teóricos o utopistas. Ni es vano o perjudicial
el esfuerzo del autoritarismo o forma reaccionaria, que en ciertos momentos interviene para salvar a
la sociedad mediante las dictaduras y las restricciones a la libertad. Pero la obra del liberalismo es
infinitamente más vasta y de función continua, pues no se concentra solamente en una parte de la
vida social sino que mira hacia lo interior, y no es sólo útil en caso de desórdenes y de trastornos,
sino que concierne a la vida que se llama normal, cuyos contrastes regula en forma que resulten
fecundos y cuyos peligros atenúa reduciendo al mínimo las pérdidas ocasionadas por los mismos.
Se ha puesto ahora de moda vituperar la vida italiana de los decenios que precedieron a la guerra,
hablando de ellos como de un período de relajamiento y de vileza. Pero aquellos que, como yo, se
formaron a sí mismos, durante aquellos decenios, en la libre competencia, y que han formado a
otros con la energía del pensamiento y con la práctica del discutir y convencer, no aceptarán ese
juicio ligero, esa fácil condenación, ese indigno vituperio; y amonestarán para que se observe mejor
y se reconozca que todo cuanto tenemos todavía de bueno ha sido producido o preparado en aquel
tiempo de libertad, aunque desordenada en su aspecto, y, a veces, en el hecho.
Como partido medio, como idealismo que exige experiencia y meditación, sentido histórico y
sentido de las cosas complejas y complicadas, y en suma, finura mental y moral, el liberalismo es el
partido de la cultura; y liberal fue nuestro Resurgimiento, en el cual confluyeron cultura y amor de
patria. El socialismo y el autoritarismo, en cambio, en cuanto partidos extremistas, contienen no
poco de abstracto y de simple: y por ello, así como son fácilmente admitidos por los espíritus y las
mentes juveniles, presentan también los signos característicos de la cultura escasa o unilateral. No
pretendo agraviar con ello a los publicistas italianos del socialismo, pero cabe recordar que, no bien
en Italia las doctrinas marxistas atrajeron la atención y la pasión de hombres procedentes del
93
liberalismo y de la cultura, como el malogrado Antonio Labriola, el más grande de los marxistas
italianos, comenzó el examen severo y la disgregación de las mismas: bajo los golpes de crítica de
aquellos hombres, que se acercaron al marxismo con fe y con amor, cayeron, unas tras otras, la
teoría del valor y de la plusvalía, la de la tendencia a decrecer la tasa de ganancias, la de la historia
como lucha de clases y la del materialismo histórico. Es verdad que el socialismo, precisamente con
ese Marx egresado de una universidad alemana, procuró hacerse docto e histórico; pero, ¡qué visión
histórica la suya, reducida a la de un afanoso bregar del género humano, luego de la pérdida del
paraíso terrestre, o sea del comunismo primitivo, a través de la esclavitud, del servilismo y del salario fijo, para llegar a la cesación de la historia con la cesación de la lucha y con la entrada en el
paraíso celeste del comunismo terminal! En sustancia, era una visión teológica y medieval,
fuertemente coloreada de apocalipticismo judaico. Y mucho menos pretendo agraviar a los
nacionalistas italianos; éstos, empero, en su primera época, vinieron en gran parte de la simple
literatura, de la hermosa literatura que amaran, y que a todos, o a casi todos, traicionara, no
poseyendo ellos otra cultura que la literaria. Recuerdo que entonces un amigo mío, brillante filólogo
y literato, envió su adhesión al diario nacionalista, expresada poco más o menos en los siguientes
términos: “Queridos señores, nunca comprendí nada de política; pero el nacionalismo lo
comprendo; por lo tanto, me declaro nacionalista”. Algún tiempo más tarde, habiéndolo encontrado
en Florencia, le pregunté, bromeando, por qué no había desarrollado más correctamente su
silogismo, que debería haber planteado así: “Nunca he comprendido nada de política; pero el
nacionalismo lo comprendo; por lo tanto, el nacionalismo no es política, sino esa misma literatura
que siempre he comprendido”. Y era literatura, y harto vacía y retórica.
Después el nacionalismo, con la experiencia, y sobre todo con la ayuda del “fascismo”, realizó
muchos progresos en el terreno de la realidad; sin embargo, no se puede menos que notar la
unilateralidad y la superficialidad de su cultura en parangón con la del liberalismo. Baste para ello
citar sólo dos de sus características: nunca nadie habló tanto de historia y de necesidad histórica
como los escritores nacionalistas, y nunca, como por ellos, fue tan ignorada la historia, la cual
debiera haberles enseñado, en primer lugar, que los regímenes autoritarios duran sólo en los pueblos
en decadencia, y que, para los que están en movimiento y ascenso, ellos no son perdurables; y que
la presión no hace sino preparar explosiones más terribles de esas fuerzas que convenía no
comprimir sino dejarlas desarrollar entre las oposiciones que suscitan o que llevan dentro de sí
mismas. Y nunca se habló tanto de “nación”, y sin embargo, nunca se ha observado, como en esos
escritores, un espíritu tan ajeno con respecto a la tradición nacional italiana, de la cual, en verdad,
no se nutrieron, satisfechos de haber aprendido la genérica ideología nacionalista en los libros de
Maurras o de Barrés o de cualquier otro extranjero. La imagen de la Italia con que sueñan y que
sugieren no tiene nada de la Italia que surge, antigua y nueva, de los siglos; y quizá será la Italia de
Gabriel D’Annunzio, pero no es la de Giosué Carducci, en el cual precisamente vivía nuestra
tradición, que ardía en el fuego de la poesía.
¿Y cómo podría el liberalismo haber sido destruido o superado, de modo definitivo, por el
comunismo o el autoritarismo nacionalista o “fascista”? Por de pronto, este segundo partido que
ahora gobierna no ha demostrado ser capaz de crear (si bien con retardo y artificialmente se
esfuerce por hacerlo, con sus comisiones y academias de los quince y de los dieciocho) nuevas
formas constitucionales: el “Estado Nacional”, con el que aquél se jacta de haber sustituido al
“Estado Liberal”, no es más que el mismo Estado liberal gobernado y a veces violentado por un
94
partido político. Y mientras el liberalismo marcha al encuentro del futuro, el autoritarismo lleva
impreso, en cada uno de sus actos, el carácter de lo transitorio y provisional. Y mientras a un liberal,
verdaderamente consecuente, le resulta imposible convertirse al ideal autoritario y reaccionario, o al
ideal comunista, porque ya los contiene en sí, dentro de los límites en que son aceptables, y es
igualmente contrario ya sea al ideal de la abolición del Estado, que se encuentra en la primera
tendencia, como a la “Estadolatría” de la segunda tendencia, es un hecho natural la conversión de
socialistas y autoritarios al liberalismo a medida que la experiencia y la reflexión se abren camino
en sus espíritus o recobran su dominio. Si fuera posible mirar en el fondo de la conciencia, ¡cuántas
de las que pertenecen a partidarios del nuevo régimen, a aquellos que van recitando la necrología
del liberalismo se verían interiormente conturbadas y perplejas!
Contaba Francesco de Sanctis, en una de sus lecciones napolitanas de 1874, que cuando él se
encontraba en los calabozos del castillo Dell’Uovo, en el período consecutivo a la reacción del
cuarenta y ocho, había compuesto ciertas estrofas a la Libertad, con un modesto estribillo, que decía
así: “¡Siempre vence, siempre vence, y perdiendo vence aún!”; y lo canturreaba para consolarse. Un
día, mientras hacía resonar los muros de la celda con aquel estribillo, se abrió de par en par la puerta
e irrumpió el comisario de policía, que preguntó, irónico: “¿Quién vence?” Y De Sanctis: “¿¡Qué sé
yo!?” Y luego, para sí mismo: “¡Ciego! ¿No comprendes que quien vence siempre, aun perdiendo,
es la Libertad?”
3. POR UNA SOCIEDAD DE CULTURA POLÍTICA
Señores:
La sociedad de cultura política, de la que sois promotores, me parece que responde verdaderamente
a una necesidad, necesidad que yo muchas veces he sentido y que me llevó a desear y a aspirar algo
semejante a lo que ahora procuráis realizar. No creo afirmar algo paradójico al decir que, en el
curso del siglo decimonoveno, particularmente en nuestros países latinos, la conciencia política se
había velado algún tanto y la teoría de la política había perdido su antiguo vigor. El vago moralismo
y humanitarismo de las democracias, por una parte, y por la otra el hábito de las ciencias abstractas
y empíricas, debían producir tal efecto, y la política fue superada por las ciencias de tendencia
matemática y mecánica, como la economía, y naturalistas o de todo punto positivistas, como la
sociología. Ahora bien, en el general despertar que se ha verificado del pensamiento especulativo e
histórico, la teoría de la política ha sido repensada filosóficamente y reanudada a sus mejores
tradiciones; y conviene que en torno a los nuevos conceptos se reúnan los estudiosos para
aprenderlos, discutirlos, perfeccionarlos, modificarlos y traducirlos en juicios concretos a fin de
entender mejor la vida presente y la vida histórica.
Y mi deseo era, más particularmente, que tal sociedad surgiera, como surge ahora, en Nápoles,
porque aquí ha habido en el pasado una severa tradición de estudios políticos, que sólo después de
1860 se ha venido apagando, y es aquí casi una deuda de honor reencender la antigua antorcha.
Quisiera recomendaros, por ello, no descuidar en vuestros estudios a los viejos escritores políticos
de esta tierra, y antes bien, de valeros de ellos como de un punto de reanudación y de referencia al
extenderos a los escritores de todos los pueblos y de todos los tiempos. No se trata solamente de un
95
empeño de piedad que nos corresponde cumplir hacia nuestros antepasados, sino de una real fuerza
que nos viene de mantener vivos la historia y el pensamiento nacionales, regionales y municipales.
Y, si no más, conociendo los libros de esos hombres, evitaréis el riesgo de que ellos (quiero decir
sus efigies que, en forma de estatuas, de bustos o de pinturas adornan nuestros ateneos), al oír agitar
los problemas de la política con terminología modernista o forastera, os amonestan sonriendo:
“¡Pero estas cosas ya las habíamos dicho nosotros!” O, si no: “¡Esas cosas nosotros las habíamos
dicho mejor que como las decís vosotros ahora!”
Los estudios de teoría de la política se dividen en tres partes: la primera es la teoría propiamente
dicha o filosofía de la política, que investiga la naturaleza de la actividad política y determina sus
relaciones con las otras formas o actividades del espíritu humano, asignando el verdadero
significado a los conceptos concernientes a las cosas políticas, como son los de Estado, gobierno,
soberanía, autoridad, libertad, fuerza, consenso, igualdad, mayoría, Estado jurídico, Estado ético,
partidos económicos, partidos políticos, ideales e ideologías políticas y otros semejantes. Son
conceptos que retornan cotidianamente y sobre los cuales giran disputas a menudo de grave
consecuencia práctica, y que conviene, por ello, definir y deducir con lógica exactitud y poseer de
modo claro y seguro.
La segunda es la historia política o historia de los Estados, que se interpreta, se construye y se
piensa gracias a los conceptos que la teoría elabora críticamente; y es la teoría misma en su
concreción y realidad, la teoría que vive en los hechos y los torna transparentes a la luz de lo
verdadero. La tercera, finalmente, es la ciencia empírica de la política, que, fundándose en la
historia y trabajando con proceder inductivo, forma los tipos de las varias constituciones de los
Estados y de las varias operaciones de la vida pública, y los clasifica y los pone en relación y
deduce de ellos leyes empíricas de concomitancia y de sucesión, de causa y de efecto. En estas tres
partes se agota toda consideración de la política propiamente dicha; y todas las demás ciencias y
disciplinas que se suelen agrupar bajo el nombre de estudios políticos, o, examinadas de cerca, se
resuelven en las precedentes, o no tienen con la política otra relación que la que cada uno de los
ramos de estudios tiene con todos los demás. Y estas tres partes en unidad las tendréis siempre en
mira como el fin verdadero y propio de vuestras indagaciones y de vuestra colaboración, y no os
dejaréis desviar de ellas. Si debiera recomendaros más particularmente una de estas tres partes, sería
la segunda, la del medio, la Historia, en la que la teoría se traspasa en juicio de hecho y a la cual
conviene perpetuamente volver a llevar los esquemas de la ciencia empírica de la política, para que
hallen su verdadero significado y para reformarlos según las nuevas circunstancias. ¿Qué suerte de
teoría o filosofía de la política sería la que luego no estuviera en condiciones de explicar la historia,
de hacer entender las cosas humanas? ¿Y qué suerte de ciencia empírica de la política sería la que,
en vez de servir a los conocimientos históricos y de atesorar sus resultados y de ayudar a
recordarlos con eficacia y oportunidad, se sobrepusiera a la historia como un castillo de
abstracciones y generalidades, de preconceptos y prejuicios? Desgraciadamente, esto ha ocurrido
muchas veces, o sea siempre que se ha perdido la visión del carácter subordinado y limitado de la
ciencia empírica, de sus clasificaciones y de sus leyes.
Estrictamente teórico, pues, es el intento que vuestra sociedad se propone, y por ello habéis
excluido de vuestras reuniones la política activa. ¿Mas cómo se ha de entender esta exclusión? No
ciertamente en el sentido que fue habitual en el positivismo, y por el cual se requería de la ciencia
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una especie de neutralidad y de frigidez, como si fuera posible estudiar política sin pasión política,
poesía sin pasión poética. Se llegó, en un tiempo, tan allá en esta extravagancia, que yo recuerdo
haber oído, precisamente aquí en Nápoles, hace ya una veintena de años, la declaración de uno de
los famosos sabios de esa escuela: que, puesto que él, el buen positivista, no amaba ni sentía la
música, consideraba hallarse en condiciones de perfecta objetividad para juzgar el talento de
Giuseppe Verdi. Claro es que quien no ha participado en la política activa, por lo menos con el
sentimiento y el afecto, no está en condiciones de dar la teoría de ella, faltándole el indispensable
interés y la indispensable experiencia. Mas esa exclusión quiere decir simplemente que los
componentes de vuestra sociedad, jóvenes encendidos de entusiasmo y ardientes de odios y amores
u hombres expertos de las asambleas y de los asuntos de gobierno, demócratas o autoritarios,
liberales o socialistas, cumplirán, al colaborar en la sociedad, el debido esfuerzo de ascender de la
esfera práctica y pasional a la esfera del pensamiento, y sabrán superarse a sí mismos; esto es, las
posiciones de combate que cada uno asume en la lucha del presente que varían según los grupos y
los individuos; contemplarse como objetos entre los objetos, colocándose entre los demás en el todo
y juzgándose a sí mismos y a los demás como partes del todo. Es un esfuerzo idéntico al que,
señalando una pausa en el tumulto de la acción, se cumple el propio examen de conciencia; esto es
muy saludable.
Igualmente necesaria es tal enérgica negación de la pasionalidad y la particularidad políticas para
obtener una teoría y una historia verdaderas, tanto como es necesaria la inversa negación de la
teoría para pasar a la eficaz obra práctica, que es toda ella obra de sentimiento y de voluntad, y no
ya de contemplación y de crítica. Digo negación, porque éste es el término que se emplea en el
lenguaje especulativo: negación que no es un frívolo hacer y deshacer, sino el resorte mismo de la
actividad espiritual, porque, para negar, es menester antes fijar y poseer, y negando no se arroja la
posesión, como estorbo de que nos habíamos cargado por error, sino que se convierte esa posesión
en íntima virtud de la nueva posesión, y la pasión política se destila en teoría y la teoría genera una
nueva obra factible. Si ocurriera lo contrario, si se rompiera este nexo vivo, la teoría decaería en
pedantería y academia, y la práctica en materialismo.
Y otra advertencia quisiera haceros o, mejor dicho, agregar otra dilucidación. El aspecto en que se
presenta la política, el aspecto en el que es menester estudiarla porque es el suyo propio, no es la
divina sonrisa del arte, o la serenidad de la sapiencia, o la dulzura austera de la bondad, sino que
tiene de lo duro y de lo prosaico. El recinto de la política es el de la utilidad, de los asuntos, de los
negociados, de las luchas, ora insidiosas, ora abiertas, de la fuerza, como se dice, y de la guerra, y
en esta continua guerra individuos y pueblos y Estados están alertas contra individuos, pueblos y
Estados, contraídos a mantener y promover la propia existencia, respetando la ajena sólo en cuanto
convenga a la propia, y, en todo otro caso, asaltando y destruyendo la ajena o sometiéndola. ¡Guay
con olvidar esta realidad de la política! ¡Guay con mecerse en ilusiones, como muchas veces ha
ocurrido, particularmente desde que han resonado en el mundo político las palabras, que serían
sublimes si no fueran, en ese su uso, ridículas o, peor aún, hipócritas, de Igualdad, Fraternidad y
Libertad! Para no salir del terreno teórico, es notorio que al dominio de las teorías democráticas y
humanitarias en política correspondió la reacción de las unilaterales y exageradas doctrinas
imperialistas y nacionalistas, y aun sindicalistas y comunistas. Por lo demás, desde hace un decenio
ya los acontecimientos que se han sucedido han constreñido un poco a todos a volver a sí mismos y
a reflexionar sobre la realidad de la política.
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Sin embargo, aun aseverando y no perdiendo nunca de vista esta realidad de la política, conviene
cuidarse de un error común, que es el de separar entre sí las formas de la vida y de la actividad
humanas, aislarlas, y estimar así de haberlas potenciado y hecho más fuertes y seguras, cuando, en
cambio, se han cortado las raíces de las que asciende a ellas la nutritiva linfa. Rechácense las
descabelladas moralizaciones de la política; celébrese como genio de verdad y como el verdadero
fundador de la ciencia política a Nicolás Maquiavelo, mas nunca se olvide que la política no es el
hombre todo, y que ella misma no sería si no estuviera en ella todo el otro hombre, el hombre
moral. Y téngase por falsa a priori toda disensión que se crea advertir entre la política y la moral, ya
que la vida política prepara para la vida moral o es ella misma instrumento o forma de vida moral, y
en ninguno de ambos casos es concebible contraste y conflicto. Antes bien, para desenvolver con
coherencia y persistencia la misma acción política, ¿qué fuerza mayor hay que la de la conciencia
moral que la hace sentir como deber? Por ello, en la efectiva educación política se puede así
comenzar por promover la cordura y la prudencia, como por promover la conciencia moral, y en
cierto sentido, es de considerar fundamental esta segunda instancia, si es verdad que el sentimiento
del deber impele y constriñe a conducirse como políticos aun a quienes por naturaleza estarían poco
dispuestos a ello.
Estas cosas no os corresponde a vosotros sino aclararlas y demostrarlas en el terreno teórico, y
valeros de ellas como de principios explicativos de la vida de los individuos y de las sociedades
humanas; y también en estos límites, que os han sido trazados por vuestro asunto, daréis no escaso
beneficio, el beneficio que radica en la adquisición de ideas claras y de la aptitud para juzgar bien.
Y lograréis una contribución eficaz, si no a la formación (porque sería injusto decir que no se haya
formado todavía o que no exista), sí al acrecimiento y consolidación de la clase inteligente y
dirigente del pueblo italiano, que debe ser y es la verdadera autora de la política italiana. Una
contribución de pensamiento y de crítica, porque el resto pertenece ciertamente a la práctica y a la
educación práctica, y sobre todo a esa educación del hecho y del ejemplo, que forma y cimenta la
tradición de un pueblo. Pero vosotros podréis, en todo caso, traer al pensamiento y a la meditación
los ejemplos de esta suerte, de que abunda la historia italiana del Resurgimiento, y no sólo, como se
acostumbra, ejemplos de actos extraordinarios y sublimes, de heroísmos, sino, lo que acaso
convendría más, ejemplos de modesta, de humilde probidad. Hegel observaba con razón que los
héroes son admirables y estupefacientes, pero son necesarios a los Estados en sus orígenes y en sus
desventuras y en sus crisis, pero en la vida fisiológica y normal, o sea en la mayor parte de los
casos, se hace menester disponer de hombres capaces y honestos; y demasiado a menudo ocurre
que, soñando heroicas conquistas, se descuide el pan cotidiano, aquello de que se vive.
Para explicar mejor mi pensamiento sobre este punto, diré que entiendo bien la admiración y la
reverencia que se prueban por un hombre como Silvio Spaventa, al recordar su obra en 1848 y el
ánimo con que afrontó el proceso, la condena a muerte y la decenal cárcel, pero que, pues por
fortuna no siempre nos encontramos en el trance de conspirar y de rebelarnos contra malos reyes, y
no siempre se puede pretender a lo que Stendhal llamaba la más aristocrática condecoración
política, es decir, una condena a muerte, y es en cambio asaz frecuente el caso de deber administrar
la cosa pública y disponer de los dineros públicos, me parece más útilmente educativo leer un
pequeño pasaje de una carta suya, que tengo entre manos. Fue escrita al hermano, en enero de 1863,
desde Turín, cuando fue llamado allí al gobierno como subsecretario en el Ministerio del Interior.
“¿Qué fruto resultará de mi obra? (le decía al hermano). No lo sé. Pero sé que tengo una fortísima
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voluntad de hacer el bien sin inclinarme hacia ningún lado, y veo ante mí la recta vía y avanzo por
ella seguro. En cuanto a las recomendaciones que me has transmitido, veré lo que se puede hacer.
Sabes que a nadie escucho que me pida cosa injusta o nociva al Estado. Por eso, no tomes a mal si
no te escucho siquiera a ti, cuando te hacen pedirme cosas no útiles al Estado”. En verdad, cuando
se ve con qué ligereza y tosquedad se suelen aceptar, solicitar, más bien, los cargos públicos, y con
qué disposición quererlos para la propia satisfacción y goce y en provecho de la propia clientela, y
cuán poco escrúpulo se prueba en todo ello, se siente todo el valor de tales propósitos, sencillos,
ciertamente, pero hechos en serio, y luego seriamente mantenidos, y expresados aquí en una carta
familiar y confidencial, y por lo tanto no para lustre y pompa, sino sólo para confirmar el propio
ánimo. ¡Tal vez palabras como éstas podrán, con su eficacia de contraste, obrar como medicina
moral, por lo menos en aquellos espíritus humanos que son capaces de depurarse y de hacerse
dignos!
Y es tiempo ya de que cierre mi discurso: no sin haber presentado, además, a la Sociedad que hoy
inicia su obra, un augurio. ¿Y cuál es este augurio? Que en los años venideros, próximos o remotos,
algunos o muchos de aquellos que tengan entonces parte activa en la política de nuestra patria y
cuyos destinos guíen, retornando con sus pensamientos a sus años juveniles, puedan complacerse
con el recuerdo de las horas pasadas en esta Sociedad, de los hombres que en ella conocieron, de las
conferencias y discusiones a las que asistieron, y del estímulo y de la enseñanza que en ella
recogieron para la formación de su intelecto y de su carácter político.
4. LA POLÍTICA DE LOS NO POLÍTICOS
A propósito de mi libro Elementos de política, leo en los diarios “fascistas” críticas bibliográficas
benévolas, demasiado benévolas, en las cuales se manifiesta sorpresa de que quien, como el autor
de ese trabajo, siempre sostuvo el carácter original y propio de la política con respecto a la ética, sea
personalmente un liberal, y conciba de esta suerte una “teoría mejor que la práctica” y peque de
“incoherencia”. Respondo a ello que me place sobremanera que sea precisamente mi propio caso
personal el que plantee un ejemplo, extraído de lo vivo, de la diversidad entre la teoría (que es puro
conocimiento y sirve para explicar la realidad de la Historia y tiende a elevar a todos los partidos
por igual en el conocimiento y en la cultura) y la práctica, que es la apreciación de una sola
situación histórica a través de una individualidad históricamente conformada. También la
enunciación de esta diversidad figura entre mis “teorías” más elaboradas.
Censuro, y siempre he censurado, a los que confunden estos dos aspectos o momentos distintos del
espíritu humano y abusan de la filosofía para justificar sofísticamente una práctica que no debería
justificarse de otro modo sino, como suele decirse, sacando uno mismo la cara, empeñando la
propia responsabilidad, y no la de la filosofía. No quiero juzgar cuál es su política: será quizás
excelente, como es mediocre la que yo, humildemente, sigo. Pero la verdad es que ellos emponzoñan y corrompen la filosofía cuando razonan, por ejemplo, en torno al “fascismo” como “ética
concreta”, o rechazan al “liberalismo” como “materialista”. Materialismo y ética concreta son
conceptos que nada tienen que ver con la diferenciación de los partidos políticos y con sus
contrastes. O bien, para formular de modo diverso el mismo concepto, dichos partidos son todos
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“materialistas” y todos “ética concreta”, lo cual significa que ninguno de ellos puede reivindicar
para sí mismo uno de esos calificativos contra el otro139.
Renuncio, pues, sin lamentarlo, a la alabanza con que me amenazan esos benévolos articulistas al
considerarme como el filósofo que “habría preconizado el nuevo Estado fascista”. Toda entera la
cedo a esos otros filósofos que tienen la melancolía de admirarse con complacencia dentro de la
figura del “precursor” y del “profeta”. Yo, como filósofo, no me complazco en nada más que en ver
surgir de vez en cuando, merced a mis esfuerzos y a la buena voluntad e inteligencia de los que me
leen, un poco de luz en las mentes de los demás con respectó a este o aquel problema teórico e
histórico, y pensar al efecto: “Yo he contribuido a ello”. Si ciertos críticos fascistas quisieron
hacerme el excesivo honor de exaltarme como profeta, otros me arrebatan ese poco de honor, que
es, sin embargo, necesario, y me describen como a una especie de individuo indiferente a las cosas
de la política y de la patria: porque muchas veces he dicho que no es correcto que un hombre de
sincero ingenio y de sincera vocación cumpla más de un menester en la vida. Así, en verdad, me
enseñaron en los tiempos de mi juventud, y las observaciones, experiencias y meditaciones de
largos años lo remacharon luego en mi mente. Con lo cual no quiero decir que no se deba, en caso
de necesidad, meter mano también en los menesteres de los demás o bien encargarse de ellos algún
tiempo y practicarlos como mejor se pueda. Algunas veces me ocurrió tener que cocerme un par de
huevos, y no por ello me consideré un cocinero; o de asir las riendas de un coche, del cual había
descendido el cochero, y no por eso me sentí convertido en un automedonte. Ni tampoco quiero
decir (para volver a la política de nuestro país) que no debemos concurrir a las elecciones e ingresar
en los partidos como afiliados, sirviéndolos con fidelidad, y ayudar a los esfuerzos que
consideramos buenos. Pero los hombres “universales” o “totales”, versátiles manejadores de la
especulación y de la acción, pertenecen, como los precitados profetas, a la mitología de la ambición
y la vanidad humanas. En el mejor de los casos es menester recalcar que una de las dos vocaciones
no es verdaderamente profunda.
Por otra parte, es extraño que esta tacha de abstencionismo y de indiferentismo me sea atribuida por
aquellos que a cada instante se llenan la boca con la “unidad del espíritu humano”, todos los cuales
tendrían que comprender que la especialización es la única y sola universalidad posible, y que no se
puede cultivar los estudios, filosofía, crítica, historia, sin poseer, por añadidura, un vivo sentido de
la política y un ardiente amor por la sociedad y por la patria, y hacer, por lo tanto, dentro de ese
modo especializado, también política. Permítaseme formular un ejemplo que podrá parecer
inmodesto, y que, en cambio, ha sido sugerido únicamente por el deseo de brevedad demostrativa.
¿Creen, acaso, esos censores baratos que yo no haya hecho política al escribir, por ejemplo, mi
Historia del reino de Nápoles, que no habría salido jamás a la luz sin mi pasión política por el
pasado y por el presente? ¿Y creen que me habría comportado más útilmente si me hubiese
139
Lo más gracioso que he leído en un diario fue escrito por un filosofo (porque sólo los filósofos tienen ciertas
ingenuidades); es a saber que, habiendo yo comentado la teoría viquiana de las alternativas, según la cual, de la extrema
civilización se desemboca en la barbarie, ¡tendría el deber de unirme ahora a la barbarie renovada, representada por el
fascismo! Dejando de lado aquí la simpleza en la interpretación y en el uso de las proposiciones de Vico, lo antedicho
equivaldría a decir que, si yo hubiese sido romano en el siglo quinto, durante la invasión de los Ostrogodos, tendría que
haberme hecho ostrogodo, en homenaje a la teoría viquiana, y no persistir en mi romanizad para romanizar, en la medida
de lo posible, a los mismos ostrogodos. L a acción bárbara podrá ser útil, pero no se adapta a mis aptitudes o costumbres
inveteradas; y, por lo tanto, tolérese que continúe poniendo en ejecución aquella que mayormente se me adapta y que
quizá en la pequeña parte que le corresponde, se tornará útil, no por cierto para mí, personalmente, sino para el porvenir
de nuestra patria.
100
entrometido con los hombres de la política, o de la politiquería cotidiana, adaptándome a sus
personas, a sus actos, a sus gestos, a su modo de hablar, y disputando con ellos?; ¿o si me hubiese
puesto a reformar los fundamentos del Estado sin poseer al respecto una experiencia directa y
prolongada, y particular competencia, sin la seguridad de una mirada ejercitada? ¿O si, en el mejor
de los casos, hubiese emprendido con retardo el noviciado de la política? Y en este caso, ¿quién habría escrito después la Historia del reino de Nápoles? ¿Y la sociedad y la patria habrían ganado o
perdido en este cambio mío de ocupación, la ocupación en que soy menos inhábil por aquella en
que soy más inhábil? ¿Sería ésta una buena economía de las fuerzas sociales? ¿Comportaría ello,
por parte mía, un buen sentimiento del deber? Mientras tanto, este libro mío va penetrando en las
mentes y en las almas, y lo veo citado continuamente, por fascistas y no fascistas, en torno a los
problemas que conciernen a la vida cotidiana y a las condiciones imperantes en la Italia meridional.
He aquí (por encima de la que me corresponde cumplir como a todo ciudadano probo) mi mejor y
más continua “obra política”.
5. LA PROTESTA CONTRA EL “MANIFIESTO DE LOS INTELECTUALES FASCISTAS”
Los intelectuales fascistas, reunidos en congreso en Bologna, acaban de dirigir un Manifiesto a los
intelectuales de todas las naciones para explicar y defender ante ellos la política del partido fascista.
Al acometer tamaña empresa, esos animosos caballeros no deben haber recordado un famoso
manifiesto similar que en los comienzos de la guerra europea fue dirigido al mundo por los
intelectuales alemanes: un manifiesto que recogió, entonces, la reprobación universal, y más tarde
fue considerado como un error por los mismos alemanes. Y en verdad, los intelectuales, o sea los
cultores de la ciencia y del arte, si, como ciudadanos, ejercen su derecho y cumplen su deber
inscribiéndose en un partido y sirviéndolo fielmente, como intelectuales tienen el solo deber de
dedicarse, con la obra de las investigaciones y de la crítica y con las creaciones del arte, a elevar por
igual a todos los hombres y a todos los partidos hacia una más alta esfera espiritual, a fin de que,
con efectos siempre más benéficos, libren las necesarias luchas. Sobrepasar los límites de la
incumbencia que les fuera asignada, contaminar la política y la literatura, la política y la ciencia, es
un error que cuando, como en este caso, se lleva a cabo para patrocinar deplorables violencias y
prepotencias, y la supresión de la libertad de prensa, no podría ni siquiera calificarse de error
generoso.
Y el de los intelectuales fascistas no es tampoco un acto que refleje un sentir muy delicado hacia la
patria, cuyas dificultades no es lícito someter al inicio de los extranjeros, despreocupados (cosa que,
por otra parte, es natural) de contemplarlos fuera de los diversos y particulares intereses políticos de
sus propias naciones.
En sustancia, ese escrito es una composición escolar en la cual a cada paso se advierten confusiones
doctrinales y raciocinios mal hilvanados: como cuando se confunde el atomismo de ciertas
construcciones de la ciencia política del siglo XVIII con el liberalismo del siglo XIX, vale decir, la
antihistórica y abstracta y matemática democracia con la concepción sumamente histórica de la
libre competencia y del alternarse de los partidos en el poder, de modo que, merced a la oposición,
se pone en práctica, casi graduándolo, el progreso; o como cuando, con fácil acaloramiento retórico,
101
se celebra la debida sumisión de los individuos al Todo, cual si fuese éste el asunto en cuestión, y
no en cambio la capacidad de las formas autoritarias para garantizar la más eficaz elevación moral;
o bien cuando se usa de perfidia, en el peligroso indiscernimiento entre instituciones económicas,
como lo son los sindicatos, e instituciones éticas, tales como las asambleas legislativas, se aspira a
la unión, o mejor dicho, a la mezcolanza de los dos órdenes, lo cual llevaría a una recíproca
corrupción, o por lo menos, a un recíproco impedimento. Y dejemos de lado las ya notorias y
arbitrarias interpretaciones y manipulaciones históricas.
Pero los malos tratos infligidos a la doctrina y a la historia son de poco valor, en ese escrito,
comparados con el abuso que se hace de la palabra “religión”; porque, según los señores
intelectuales fascistas, nosotros, en Italia, nos veríamos deleitados por una guerra de religión, por
las gestas de un nuevo evangelio y de un nuevo apostolado en contra de una vieja superstición, que
rechaza la muerte por la que está acosada y a la cual deberá, sin embargo, rendirse; y presentan
como prueba el odio y el rencor desencadenados, ahora como nunca, entre italianos e italianos.
Llamar choque de religiones al odio y al rencor que se encienden en un partido el cual niega a los
componentes de los otros partidos el carácter de italianos y los injuria tachándolos de extranjeros, y
con este acto mismo se revela él a los ojos de esos otros partidos corno extranjero y opresor, e
introduce así en la vida de la patria sentimientos y costumbres propios de otros conflictos;
ennoblecer con el nombre de religión las sospechas y la animosidad diseminadas por doquier, que
hasta a los mismos jóvenes de la universidad arrebataron su antigua y confiada fraternidad en los
comunes y juveniles ideales, y les mantienen a los unos contra los otros con semblantes hostiles, es
algo que suena, a decir verdad, como una chanza harto lúgubre.
En qué consistiría el nuevo evangelio, la nueva religión, la nueva fe, no se llega a entenderlo a
través de las palabras del verboso manifiesto; y, por otra parte, el hecho práctico, en su muda
elocuencia, muestra al observador sin prejuicios una incoherente y estrambótica mezcolanza de
llamamientos a la autoridad y de demagogia, de proclamada reverencia a las leyes y de violación de
las mismas, de conceptos ultramodernos y de antiguallas enmohecidas, de actitudes absolutistas y
de tendencias bolcheviques, de incredulidad y de galanteos a la Iglesia Católica, de aborrecimientos
de la cultura y de conatos estériles hacia una cultura exenta de sus premisas, de desmayos místicos y
de cinismo. Y si bien ciertas medidas plausibles han sido puestas en práctica o encaminadas por el
actual gobierno, no existe en las mismas nada que pueda vanagloriarse de llevar un sello original,
como para dar indicios de un nuevo sistema político que tome su nombre del fascismo.
Por esta caótica e inaferrable “religión” nosotros no nos sentimos inclinados, por lo tanto, a
abandonar nuestra vieja fe; la fe que desde hace dos siglos y medio ha sido el alma de la Italia que
resurgía, de la Italia moderna; esa fe que se compone de amor a la verdad, de aspiración a la
justicia, de generoso sentido humano y civil, de solicitud hacia la libertad, que es fuerza y garantía
de todo adelanto. Volvemos nuestros ojos a las imágenes de los hombres del Resurgimiento, a
aquellos que por Italia trabajaron, padecieron y murieron; y nos parece verlos ofendidos y con el
rostro conturbado ante las palabras que pronuncian y los actos que cumplen nuestros adversarios
italianos; y en actitud grave y amonestadora para con nosotros porque mantenemos firmemente
empuñada la que fue su bandera. Nuestra fe no es una excogitación artificiosa y abstracta, o un
desvarío del cerebro, provocado por dudosas o mal comprendidas teorías, sino que es la posesión de
una tradición, convertida en disposición del sentimiento, en conformación mental y moral.
102
Repiten los intelectuales fascistas, en su manifiesto, la trillada frase de que el Resurgimiento de
Italia fue obra de una minoría; pero no advierten que en esto, precisamente, estribó la debilidad de
nuestra constitución política y social; antes bien, casi parece que se complacen en la indiferencia
moderna, por lo menos aparente, de gran parte de los ciudadanos italianos ante los contrastes entre
el fascismo y sus opositores. De semejante cosa nunca se han complacido los liberales, los cuales se
esforzaron, a más no poder, en ir llamando a la vida pública a un número cada vez mayor de
italianos; y en ello reside el origen principal de algunos de sus actos más discutidos, como el
establecimiento del sufragio universal. Incluso la misma aprobación con que fue recibido el
movimiento fascista en sus primeros tiempos por muchos liberales tuvo, entre sus recónditas
razones, también la esperanza de que, merced al fascismo, nuevas y frescas fuerzas entrarían en la
vida política; fuerzas de renovación y ¿por qué no? también fuerzas conservadoras. Pero jamás
abrigaron el pensamiento de mantener en la inercia y en la indiferencia al grueso de la nación,
satisfaciendo tan sólo algunas de sus necesidades materiales, porque sabían que de este modo
hubiesen traicionado las razones del Resurgimiento italiano y reanudado las malas artes de los
gobiernos absolutistas y quietistas.
Aun hoy, ni esa comprobada indiferencia e inercia, ni las trabas impuestas a la libertad nos inducen
a desesperar o a resignarnos. Lo que importa es que se sepa lo que se quiere y que se quiera algo
cuya bondad sea intrínseca. La actual lucha política en Italia vendrá, por razones de contraste, a
reavivar y hacer entender a nuestro pueblo, en forma más profunda y más concreta, el mérito de los
mandatos y de los métodos liberales, y a hacer que sean amados con afecto más consecuente. Y
quizás un día, contemplando serenamente el pasado, se juzgará que la prueba que ahora estamos
soportando, áspera y dolorosa para nosotros, era una etapa que Italia debía recorrer para vigorizar su
vida nacional, para cumplir su educación política, para sentir, en forma más severa, sus deberes de
pueblo civilizado.
6. “IMPERIALISMO ESPIRITUAL”
Entre las cosas que más me ofenden en estos tiempos no muy amenos se halla la arrogancia –
lamentable y ridícula arrogancia, pero arrogancia al fin– de los que se han asignado a sí mismos el
oficio de excitadores y promotores del pensamiento, de la literatura y del arte italianos, así como de
agentes para la exportación al exterior de dichos productos y para su “valorización” (como dicen
ellos), a fin de fundar el “Imperio Espiritual Italiano”, en adición al económico y político o a falta,
provisoria o definitiva, del mismo.
¿Y puede existir algo más ofensivo que esto de ver considerados y tratados a la par de mercaderías
que se fabrican, nuestros más delicados y celosos movimientos interiores, las obras que responden a
las más profundas necesidades de nuestra alma, esas obras que se realizan, ante todo y directamente,
para nosotros mismos, y son como las oraciones religiosas con las cuales nos ponemos y volvemos
a ponernos de continuo en unidad con el pasado, con el Universo y con Dios?
Verdad es que esas obras son, al mismo tiempo, obras sociales, porque la vida humana es
comunión; pero ¿de qué modo puede ayudarlas la sociedad? Sólo acompañándolas con simpatía,
respondiendo a la trepidación moral con la trepidación moral, a la finura intelectual con la finura
103
intelectual, a las ansias de búsqueda y a la expectación, con el ansia y la expectación; y esto
acontece de modo eminente, en ciertos períodos o momentos felices, en la “edad de oro” (como han
sido denominados) de las letras y de las artes, cuando pensadores y artistas gozaron del consenso y
del favor de los príncipes y de los pueblos, de la despierta curiosidad y del interés general, del freno
y el aguijón de la sutil sensibilidad estética y hasta de las palpitaciones del corazón y de la
inteligencia femenina.
Y verdad es que en esas obras existe una fuerza expansiva, y, si bien aquéllas no tienen necesidad
del mundo, el mundo tiene necesidad de ellas; y por eso no sólo se extienden a todo el pueblo entre
el cual han nacido, sino que se diseminan fuera de ese pueblo, en la cultura mundial; y cuando esto
no ocurre, o no ocurre con la rapidez que agradaría, ni en la medida que sería útil, culpa es de los
pueblos y de las culturas, perezosas y cerradas por prejuicios, con lo cual se dañan estos pueblos y
estas culturas, y no esas obras que, como va dijimos, no tienen necesidad de ellos. Si yo disfruto de
una verdad de la cual no disfrutan otros, si Italia disfruta de una ventaja mental en la cual no
participan o rehúsan participar los otros pueblos, dígaseme ahora: ¿quién tendría que emplear mayor
diligencia en encontrar el remedio, yo o los otros, Italia o los otros pueblos? El cariño por las ideas
que nos son caras, el celo por la suerte de la verdad, podrán impulsarnos hacia cierto apostolado,
que será menester, empero, poner en práctica en forma harto diversa y con mesura y dignidad un
tanto superiores a las que suelen adoptar, en la colocación de sus productos mercantiles, los viajantes de comercio. Porque el apostolado tiene sus límites, no sólo en la observancia del decoro
antedicho, sino también en la reflexión que nos advierte acerca de la dificultad y la escasa fecundidad para inculcar modos de pensamientos y de arte con respecto a los cuales no haya surgido
en los otros una necesidad espontánea, o, por lo menos, cierto deseo. No se puede hacer tragar por
la fuerza a los otros pueblos las doctrinas que juzgamos verdaderas, las poesías que nos parecen
más hermosas, como a los niños enfermos y rebeldes los medicamentos y los alimentos.
¿Qué podrían pedir, pues, al actual régimen, el pensamiento y la literatura y el arte italianos?
Precisamente lo contrario de lo que éste les ofrece; porque lodos los días, con violencias, con
atropellos, con palabrotas, con escarnios, con paradas y bambollas, con la exaltación de las proezas
ciclísticas y automovilísticas y aeronáuticas por encima de las obras del corazón, de la fantasía y del
intelecto, e inculcando en los jóvenes el desprecio por estas obras, ese régimen se opone a la
formación del ambiente que les es favorable o va destruyendo ese ambiente que antes existía en
Italia. No llegará, es verdad, a destruir con ello el trabajo tenaz de los hombres bien dispuestos, de
los espíritus nobles, de las mentes vigorosas y críticas y cautas; y quizá, al hacerles difícil la vida
(como, según el dicho que corre de boca en boca entre los hombres del régimen, es menester hacer
con respecto a los adversarios), hará que ese trabajo se torne más concentrado y férvido, y más
selecto; y ésta será, por lo tanto, una eficacia benéfica, si bien no buscada.
Y en cuanto a los servicios que los intelectuales del régimen prometen y se aprestan a efectuar a los
efectos de la propaganda en el exterior y la colocación de los productos espirituales italianos, es el
caso de suplicar a esas egregias personas que no se hagan mofar por los extranjeros como torpes
provincianotes, enviando productos intelectuales y artísticos con el salvoconducto fascista; o aun
admitiendo en ellos las mejores y más amplias intenciones, rogarles se abstengan de tales fatigas,
las que, en cualquier caso, serán superfluas. Séale devuelta a Italia un poco de calma interna;
consiéntase en que a la disipación, que ha perdurado ya demasiado tiempo, suceda el necesario
104
recogimiento; déjese que la gente, forzada ahora al urgente deber de ocuparse de política, o bien
perjudicialmente distraída por diversas seducciones, vuelva a los estudios del ingenio; déjese libre
acción a los editores de libros y a los comerciantes de obras de arte, y esa divulgación y colocación
en el exterior se obtendrá del mejor modo, o en el único posible.
Que los precitados “valorizadores” y “exportadores”, ignorantes de la naturaleza y del modo de
obrar de las cosas espirituales, sean igualmente inexpertos en las cosas más particularmente
italianas, es un hecho demasiado cierto. El mismo articulista que, accidentalmente, me proporcionó
la ocasión de formular esta protesta, tendría que aprender, a mi modo de ver, algo más de cuanto
sabe con respecto a la historia y a la literatura italianas; y, por ejemplo, no llamar Resurgimiento al
Renacimiento, y no hablar de una “hegemonía” cultural italiana en el setecientos, cuando dicha
hegemonía fue inglesa y francesa e Italia se sometió a esas escuelas foráneas; y no afirmar luego,
contradiciéndose, que Italia “en el setecientos, exportó más canzonetas que Principios de ciencia
nueva, porque en aquel entonces Italia “exportó” los pensamientos de Giannone y de Filangieri y de
Verri y de Beccaria, y otras cosas que no eran canzonetas, sino dignos productos italianos del
movimiento imprimido por franceses e ingleses a la nueva cultura europea; y, en fin, no debería
asestarle a la verdad un golpe en pleno rostro aseverando que “la guerra ha modificado radicalmente
la situación, y podemos constatar cómo se impone a la consideración de todos los países un vasto
resurgimiento italiano en el campo de las artes, de las letras y de las ciencias”, porque, al contrario,
Italia se encuentra, ahora, en una verdadera condición de miseria; miseria ésta que es de temer habrá
de empeorar cuando poco a poco hayan desaparecido los hombres que habían aprendido a trabajar
en el campo intelectual y artístico en tiempos menos cercanos y más propicios.
7. ANTIHISTORIA
Poco más o menos entre todos los pueblos de Europa, en las varias esferas de la vida intelectual y
artística, moral y política, adviértase hoy día una suerte de decadencia del sentimiento histórico,
cuando no una franca y marcada postura antihistórica. Esta decadencia y esta resuelta antihistoria se
presentan de dos modos diversos, y más bien opuestos, cuyo origen es, empero, común, y que por
igual revelan una tendencia a aproximarse, a mezclarse y a intercambiar sus partes.
El primer modo, que encierra algo de impetuoso y revolucionario en el aspecto, recibiría quizá su
designación propia si a su totalidad se extendiese ese nombre que es una de sus manifestaciones
literarias y artísticas particulares, y que fuera pronunciado, años atrás, por primera vez en Italia:
“futurismo”.
Éste, en efecto, idolatra un futuro sin pasado, un marchar adelante que es un saltar, una voluntad
que es un arbitrio, un valor que, para conservarse impetuoso, se torna ciego; y adora la fuerza por la
fuerza, el hacer por el hacer, lo nuevo por lo nuevo, la vida por la vida, a la cual no corresponde
mantener el vínculo con el pasado e inscribir su obra sobre la obra del pasado, por cuanto no le
importa ser vida concreta y determinada, sino abstracta o mera vitalidad, no el contenido sino la
vacía forma del vivir, la cual se coloca como si fuera un contenido. De ahí pues la impaciencia, la
antipatía, la aversión, el desprecio, la befa contra la tradición histórica, que si en los futuristas
literarios confluía ruidosamente en jubilosas instancias al arrasamiento de los monumentos,
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destrucción de las pinacotecas y museos e incendio de las bibliotecas y de los archivos y en la
profesada y aconsejada ignorancia de toda historia, en los futuristas prácticos y políticos dan
igualmente señal de vida en su escasa devoción, indiferencia e irreverencia, no sólo hacia la
memoria de los que, con fatiga, formaran en los siglos eso que ahora llamamos civilización, y que
no es un hecho natural sino una creación histórica, sino también con respecto a sus ascendientes
próximos, sus abuelos y sus padres, con la inconciencia del trabajo y del valor encerrados en los
conceptos, en los sentimientos, en las costumbres, en las instituciones existentes, con la creencia de
que el pasado sea lo muerto, en tanto que, para quienes tienen ojos para ver, aquél es el presente
eterno y viviente.
De manera diversa de este primer modo de extremada actividad, el cual, si bien rechaza la historia
pasada, parece admitir una historia futura –una historia, a decir verdad, que no es historia, sino una
carrera a desnucarse, o un frenesí de ebrio–, el segundo modo de la antihistoria aborrece, en la idea
misma de la historia, el imperio de lo relativo y de lo contingente, de lo móvil y diverso, de lo vario
e individual, y suspira y aspira y pugna hacia lo absoluto, lo firme, lo único, y a arrojarse fuera de la
historia, a superar lo histórico para adquirir seguridad y paz. Con respecto a la vida social, este segundo modo de pensar dispone su ideal en fundamentos que suprimen la intervención individual, y
con ello la competencia, la emulación, la lucha, e imponen la “regla”, ya sea que la regla
propugnada se infiera de nuevas excogitaciones y se configure en nuevos ordenamientos
económicos, sociales y estatales, o bien que se la recorte de algunas de las edades y de las
sociedades del pasado histórico, cumpliendo así una especie de restauración; lo cual es la más
flagrante negación de la historia que, por su misma lógica, excluye esas restauraciones materiales,
ni tampoco se presta a dejarse arrancar trozos de sí misma, desprendidos del propio organismo y de
su propio e íntegro decurso, y declarados sólo ellos válidos y hermosos y ejemplares. Como la
actividad extrema en el futurismo estético, esta concepción refléjase en la literatura y en el arte en
los conatos de retorno al clasicismo de los géneros fijos, de los modelos y de la academia, vale
decir, a una edad particular de la historia literaria y artística, la cual, exaltada de ese modo, resulta
asimismo falsificada; o bien en las modernas recetas mediante las cuales se fabricarían las obras
maestras de la poesía y del arte, al servicio de la sociedad y del Estado, sin necesidad de inspiración
y de genio personal. La germinación sobre el terreno histórico, el lento madurar y el rápido irrumpir
de lo nuevo sobre lo antiguo, de lo diverso sobre lo similar, la obra en que la fantasía y el
pensamiento y la voluntad se encuentran al mismo tiempo disueltos y vinculados, libres y
necesitados, se los pretende sustituir, con ventaja, por la acción de la autoridad que, sobre un terreno
desbrozado de las trabas, del íncubo y de las seducciones del pasado, dispondría y ordenaría lo que
se debería hacer, conforme a la norma ideal constante, trazando sus planes y dirigiendo su
ejecución.
Y como ambos modos, según se dijo ya, tienen de común el origen en su común repulsa de lo
histórico y sólo se oponen en su diferente concepción (uno en forma anárquica, otro en forma
autoritariamente disciplinada) acerca de la obra que le toca cumplir al hombre, no es de
sorprenderse que de vez en cuando los anarquistas, aburridos de la anarquía, se conviertan en
autoritarios, los futuristas en clasicistas y académicos, los negadores de la divina vida de la historia
en católicos, y especialmente en católicos de la Contrarreforma o del Sílabo, los revoltosos y
exaltados en restauradores, los demagogos en gendarmes y polizontes; o que, al contrario, los
aseveradores de lo absoluto, de lo firme, de lo único, hastiados de la inmovilidad a que se habían
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forzado, se rebelen contra sí mismos y comiencen a estirarse los miembros entumecidos,
participando en la danza báquica del futurismo literario, político y moral.
Son conversiones y reconversiones que observamos diariamente, como es dable observar
diariamente hombres y hechos que responden, desde todo punto de vista, a los tipos que hemos
delineado, o que, más o menos, nos conducen a ellos, o que llevan su sello, o se encuentran de algún
modo así viciados. No es el caso, por tanto, de dar ejemplos a las ilustraciones y pruebas en
confirmación de lo que se ha dicho, no sólo por cuanto los ejemplos y las pruebas, con las censuras
y las sátiras inherentes a ellas, serían aquí poco convenientes, sino también porque creemos que se
tornarían superfluos, no pareciéndonos probable que por alguien que haya mirado a su alrededor
preguntándose cómo está hecho el mundo en que vive y qué razones ideales lo conforman, se
quieran poner en duda la realidad del deshistoricismo o la antihistoria, sobre la cual se ha discurrido, y también acerca de los dos modos diversos en que aquél se divide y se opone y se conjuga.
Pero la antihistoria, el desasimiento de todo el pasado y el aborrecimiento del movimiento histórico
por sí mismo, el sentimiento que la historia verdadera comience ahora y que ahora sólo, finalmente,
se surja de las estrecheces y del tumulto de la historia, no es una aparición nueva; y, para referirnos
a los casos más importantes y más notorios, ello se presentó ya en la postura de los cristianos ante el
mundo antiguo, y en la de los iluministas hacia toda la historia hasta ellos, cuando se exaltaba la
Raison para iluminar los intelectos y escapar de las ilusiones y de las supersticiones de la historia.
En estos casos, así en el cristianismo como en el iluminismo, fue la repercusión del nacimiento de
un nuevo mundo, de nuevos conceptos, nuevo sentir y nuevas configuraciones sociales y nuevas
instituciones, una repercusión que era un ímpetu rebasando el liminar, pero que, sin embargo, no
pudo no rebasarse, no pudo no irrumpir alguna vez en violencias, tan fuertes eran los obstáculos que
le tocaba afrontar y superar. De donde, a los ojos del historiador, esas mismas exageraciones, esas
crudezas, esas violencias se idealizan y trasuntan algún rayo de belleza, porque esos ojos disciernen,
a través de lo negativo, lo positivo, a través de los errores y desviaciones y males particulares, que
fueron más tarde corregidos y subsanados, la nueva verdad y el nuevo bien, que se iban organizando
y reforzando, y trataban de extender su campo de acción. La barbarie, o la barbarización –que, en
esencia, es antihistoria–, ha sido, por tales consideraciones, redimida, no porque ella no sea
barbarie, y como tal siempre repugnante, sino porque se la contempla en relación a la nueva y más
alta civilización que se forma, casi juzgada enfermedad inevitable de una crisis de crecimiento.
Ahora bien, el problema planteado a quienes se esfuerzan por comprender ese reciente pasado que
se llama el presente es, a saber, si la antihistoria, que ha sido descripta anteriormente, tiene o no un
contenido positivo, si en su involucración de extravagancias y de absurdos anida un fruto de verdad
y de bien, si en su abatir y destruir actúe al mismo tiempo un construir, y una nueva espiritualidad
se prepare, o esté ya delante de nosotros sin que nos hayamos percatado de ella o sin que nos hayamos dado bien cuenta. Verdad es que nada ocurre que no tenga su buen motivo, y lo real, como
decía el filósofo, es siempre racional; pero rememorar este principio universal, y satisfacerse con
ello, equivaldría a quedarse en lo genérico y no responder verdaderamente al problema propuesto.
El cual no pide ya el genérico reconocimiento de que la rebelión antihistórica de este o de aquel
individuo, de este o de aquel grupo social de una parte más o menos amplia de la sociedad humana,
y tal vez de su mayor parte, sea un medio necesario para la educación de ciertos individuos y grupos
y sociedades, para esa fatigosa y complicada educación del género humano, de la que hablan
107
asimismo los filósofos; antes al contrario, inquiere si la misma deja ver o entrever una nueva vida
espiritual, una humanitas nova, henchida de conceptos más vigorosos y fecundos y comprensivos.
Para dar un ejemplo, el Segundo Imperio, sin duda, fue una necesidad y una necesidad racional para
Francia, dada la incapacidad de que diera pruebas la clase política francesa en cuanto a gobernar y a
adaptar la monarquía liberal de Julio a las nuevas exigencias, y su aun peor incapacidad y debilidad
para implantar, en lugar de ella, la república, y el desorden, el descontento y el temor que suscitó y
no frenó; y, en cuanto a necesidad racional, el Segundo Imperio fue también benéfico, no sólo por
lo que produjo de bienes materiales, como suele decirse, promoviendo la producción económica y
acreciendo la riqueza del pueblo francés, sino también, y sobre todo, porque se debió a esta
experiencia que Francia se aferrara luego fuertemente a las instituciones liberales y, en la Tercera
República, impidiera firmemente que tuvieran más efecto los conatos de restauración, que se
manifestaron muchas veces, de imperios y de monarquías legitimistas y de clericalismo, y, en suma,
dio un gran paso adelante en su educación pública. Mas no por ello se ha de juzgar jamás el
Segundo Imperio como forma políticamente progresista y capaz de desenvolvimiento desde lo
interior, lo cual no creyó ni siquiera el mismo emperador, Luis Napoleón, que favoreció y sostuvo
con su acción de política exterior independencias y libertades de pueblos y terminó por reformar su
imperio autoritario en imperio liberal, sustituyendo o conmoviendo las bases sobre las cuales se
fundara primeramente. ¿Existe, repitamos la pregunta después de haberla así determinado y
aclarado, en el movimiento antihistórico moderno la delineación, siquiera sea aun vaga e
indeterminada, de nueva y más alta vida espiritual?
Esto es, precisamente, lo que no se llega a vislumbrar, por más que se aguce la vista, y cuya
presencia y vecindad no se sienten en las formas en que siempre se advierte la presencia y la
vecindad de lo nuevo y de lo genial y creativo, y que son el estremecimiento, la emoción, la
atracción y, en una palabra, el amor. ¡Cuán poco amor hay en el mundo en nuestros días!
¡Cuán poca alegría, y cuánto mezquino entusiasmo! ¡Cómo suenan lasas y falsas las cuerdas del
amor si llega a pulsarlas, como ocurre algunas veces, la retórica de los energistas y de los
autoritarios! ¡Y cómo resuenan, en cambio, ásperas y fuertes, las de la prepotencia, de la befa, del
sarcasmo, del necio y sombrío fanatismo! ¡Cómo se oye con frecuencia el ensalzamiento de la “barbarie”, y del modelarse sobre bárbaros, de modo diverso de lo que ocurría entre los bárbaros
verdaderos, los bárbaros ingenuos, inconscientes de ser tales, y que quizá si alguno les hubiese
vuelto conscientes de ello, se habrían avergonzado! El cristianismo antihistórico aportaba la virtud
de las caritas, el iluminismo antihistórico se suavizaba de humanitarismo y de sensiblería; pero la
moderna antihistoria es todo frenesí de egoísmo o dureza de mando, y parece que celebra una orgía
o un culto satánico.
Si de esta primera impresión se pasa a examinar el concepto, regido por antihistoria similar, se torna
más clara y más determinada la percepción del vacío que hay en el fondo. Como ya se ha mostrado,
en lugar de un concepto unitario, se encuentra en él la división en dos y opuestos conceptos, que no
permanecen quietos cada uno en su lugar correspondiente, sino que uno penetra en el otro, y sale
fuera del otro, deponiendo y retomando su faz, lo cual es siempre grave indicio de nulidad lógica.
En efecto, ¿qué es el primero de los dos conceptos, el de los formalistas de la energía, de los celosos
propugnadores de la vida por la vida misma, del futuro sin pasado, del hacer sin ideales, sino la
posición, conocida y condenada en filosofía, en la fenomenología del error, bajo el nombre de
108
irracionalismo, negación de los valores espirituales? ¿Y qué es el segundo, en que se predica la
construcción o reconstrucción de la vida humana seccionada de la vida misma, que es la historia, la
imposición desde lo alto del ritmo de la vida, la regla de que, en vez de ser creada por el hombre
como instrumento suyo, ella deba crear al hombre; qué es sino la posición, también conocida y
condenada en filosofía, del racionalismo abstracto, que no niega directamente los valores
espirituales, sino que los materializa y torna inertes haciéndolos trascendentes? Son éstas dos
posiciones tantas veces reaparecidas en diversas cataduras, y tantas veces criticadas desde la
antigüedad que, en verdad, no pueden prometer nada nuevo.
Por este resultado negativo de las investigaciones sumariamente señaladas, el problema propuesto al
principio cede lugar al otro que trae aparejado ese resultado: no buscar más un contenido y un valor
en donde no los hay y buscar por qué razones esas añejas posiciones erróneas han surgido y ocupan
tanto espacio en nuestros días. La respuesta a esta última pregunta no podría ser plena si no se
remonta el curso de la historia, y en particular la del siglo XIX, y más particularmente aún en lo que
va del último tercio del mismo hasta nuestros días, de donde se vería que no se elevó ningún nuevo
ideal de vida espiritual y humana, después del que culminó merced a la obra conjunta de la
Revolución Francesa y de la filosofía idealista e histórica, y que ese ideal, en su desenvolvimiento,
encontró múltiples y graves dificultades en el estado de los espíritus y en los nuevos espíritus
suscitados por el movimiento económico y social, tales como para dar lugar a detenciones y
desviaciones que, por importantes que se consideren, son detenciones y desviaciones, y de ningún
modo ideales, y si, en las convulsiones que logran provocar, pretenden equipararse a ideales,
aquéllas se traducen en las antedefinidas aserciones de irracionalismo y de racionalismo abstracto.
Son éstas, sin duda, y así deben ser, fórmulas filosóficas, pero bajo ellas se encuentran hechos harto
concretos y macizos, se mueven las dramatis personae de la más moderna lucha política, tales
como el imperialismo y el nacionalismo, el socialismo marxista, el estatismo que se engalana con el
nombre de “ético”, el resurgimento católico y clerical, y así siguiendo. Hechos que existían antes de
la última Gran Guerra y que en parte la prepararon, pero que la guerra ha exasperado, porque
debilitó momentáneamente las fuerzas de oposición y de freno que los enfrentaban. Cuando se
considere que, no solamente en la guerra destructora cayó la flor y nata de la juventud europea, la
más valiente, la más generosa, la más inteligente (y cada uno de nosotros, en su círculo de
relaciones personales, evocará tristemente estas fuerzas caídas, estas esperanzas truncadas), sino
también que se cultivó, por necesidad, durante largos años, la disposición hacia la violencia y, en
razón del mando y de la disciplina soldadesca, la deshabituación de las luchas civiles, que reclaman
la industria y la inventiva individual; y por necesidad -y también fuera de la necesidad- se deshizo o
se desestimó el áureo hábito crítico, con tanta severidad y delicadeza de cuidados educado en los
años de paz, y se dio largamente el ejemplo de prostituir lo Verdadero presentándolo como falso
según los intereses, y lo falso presentándolo como verdadero; y se promovió la credulidad hacia
todas las patrañas que se creyó útil meter en danza, y se favoreció la espera de lo extraordinario, de
lo improvisado, de lo prodigioso y de lo imposible; cuando se consideren éstas y tantas otras cosas,
no es ya de maravillarse que las condiciones mentales y morales del mundo sean lo que son, sino
que no sean aun peores; y uno se pone a contemplar con gratitud las tenaces fuerzas de resistencia,
que también han avanzado por dondequiera, y que han impedido e impiden lo peor, dándonos
confianza en el porvenir.
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La antihistoria moderna, por lo tanto, parece que sea, no ya un revés y un símbolo negativo de
nueva salud, sino un empobrecimiento mental, debilidad moral, eretismo, desesperación, neurosis y,
en suma, una enfermedad, que se ha de dominar, como todas las enfermedades, con paciencia y con
constancia. De éste su carácter de enfermedad, puede recabarse confirmación con respecto al otro
hecho que, junto con la antihistoria, nos ocurre observar, y que, intrínsecamente, forma un todo con
ella: la decadencia del ideal liberal, que en algunos países tuvo también por efecto la formación de
regímenes antiliberales, pero que se advierte un poco por todas partes en las palabras y en los actos,
en los libros y en los métodos políticos, y más aún en los deseos inquietos. El sentimiento histórico
y el sentimiento liberal son, en verdad, indivisibles, y tanto es así que no se ha podido dar otra
definición mejor de la historia que la de “historia de la libertad”, por cuanto solamente de ésta
recaba aquélla un sentido y solamente por ella se hace inteligible. Es indudable que en la historia se
ven, asimismo, regímenes teocráticos y regímenes autoritarios, regímenes de violencia y reacciones
y contrarreformas y dictaduras y tiranías; pero lo que sólo y siempre resurge y se desenvuelve y
crece es la libertad, la cual, ora en esas varias formas se forja sus medios, ora los adapta como instrumentos suyos, ora se vale de sus aparentes reveses como de estímulo de su propia vida. Y es
también indudable que en el pasado la palabra “libertad” fue algunas veces escarnecida y
maldecida; pero ello ocurría por parte de hombres y grupos sociales que se veían amenazados en sus
privilegios y trastornados en sus costumbres, o bien por parte de toscas turbas, instigadas por sus
sacerdotes; y lo que es, en cambio, singular en nuestros días, es que esto provenga no de los
privilegiados o de las turbas, o no sólo de dichas partes sino también de la de los intelectuales,
procreados por la libertad, y que no se percatan de que, al negarla, se niegan a sí mismos: signo
cabal, como ningún otro, de proceso morboso. Y aun otra confirmación se podría extraer del criterio
dado, volviendo un momento la atención a un estado de ánimo de importancia menor y anecdótica,
pero sin embargo significativo, que es el que recibió, asimismo, su bautismo en Italia y se le ha
denominado “antieuropa”. Es evidente que el sentido histórico coincide con el sentido europeo, por
cuanto en Europa se concentra la más rica y noble historia humana, Europa produjo el ideal liberal y
se impuso a sí misma la misión de la civilización en el mundo todo, y no existe en Europa una
historia de pueblos y de Estados solos que pueda entenderse por separado fuera de la vida general
del organismo del que son miembros. La misma guerra, en vez de acentuar las diferencias, hizo
resaltar esta común humanidad europea con virtudes comunes y comunes vicios y defectos, con
problemas comunes. Desarraigarse de Europa luego de haberse desarraigado de la historia es, en
verdad, un cometido enteramente coherente; pero con esa coherencia que se admira en los locos
que, a su modo, también razonan.
Ello no obstante, toda vez que se dice que el hombre de estudio, el filósofo y el científico deben
poseer el esprit de doute –y yo, en cuanto a mí, sé decirles que procuro no hacerme indigno de ese
nombre que honra–, formularé la hipótesis de que la interpretación histórica que he ofrecido en
cuanto a la antihistoria moderna no corresponde a la verdad, y que yo, ya sea por poco sutil, o bien
por tener los ojos velados por las dulces imágenes del pasado y la mente arraigada en viejas
convicciones, no consiga discernir el quid maius que se está preparando entre la tosquedad y la
barbarie de ese movimiento, y confunda por depresión lo que es elevación, por enfermedad una
fructífera labor espiritual, por terrenal locura la sacra demencia de la cruz. Dada esta hipótesis,
supuesto el caso de que una nueva civilización esté en elaboración, ¿qué deber nos correspondería a
nosotros, filósofos e historiadores, que vemos, en el ínterin, echar por la borda, con desprecio, todo
cuanto encierra, para nosotros, un mérito supremo, nuestros conceptos acerca de las vías necesarias
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de lo verdadero y del bien, y el carácter sagrado de la obra realizada por las generaciones humanas?
¿Deberemos, por un quid maius presunto y que bien merece esta vez ir acompañado del nescio,
coadyuvar en la obra de destrucción y abandonar nuestro puesto de lucha para seguir a las turbas
enemigas hacia una meta que no conocemos? Formularé este interrogante en un ejemplo, y con
imágenes históricas que quizá tornarán más fácil su comprensión y su solución y preguntaré si,
concedido que el nuevo pueblo, la nueva historia y la nueva civilización italiana nacieron, como se
afirma, de las invasiones de los bárbaros, ¿hubiera vivido uno de nosotros, cultores de la verdad, en
el quinto o en el sexto siglo, en tiempos de los godos o de los longobardos, habría escogido su
puesto al lado de un Totila y de un Alboino, y no más bien al de un Boezio y de un Gregorio? A
estos últimos, que continuaron la tradición romana, y no a aquéllos, que saquearon y degollaron y
devastaron con los godos y con los toscos longobardos, se debe que estos bárbaros dejaran, poco a
poco, de ser bárbaros y, dando y recibiendo, concurrieran a generar a los italianos de las Comunas y
del Renacimiento.
Para nosotros, filósofos e historiadores, lo histórico que significa civilización y cultura es el valor
que se nos ha confiado y que tenemos el deber de defender, fortalecer y ampliar: lo histórico,
ligamen del pasado con el porvenir, garantía de seriedad de lo nuevo que surge, escarnecido como
la libertad, pero que, como la libertad, siempre tiene razón ante el que se revuelve contra ella.
Federico Hebbel decía, a propósito de sus poesías no aceptadas por sus contemporáneos, aún
cuando los hombres no quisieran más vestir prendas de sedas, el pobre gusanillo continuaría
lanzando y envolviendo su hilo, y nosotros, filósofos e historiadores, podríamos decir, en todo caso,
lo mismo. Pues, así como la humanidad no puede hacer ameno de la poesía, tampoco podría
dispensarse de la historia y de sus tradiciones y de la libertad que las anima y enciende los espíritus.
Esta es la postrera religión que le queda al hombre, la postrera, no en sentido que sea una postrera
avanzada, sino en el otro sentido de que es la mas elevada que se puede alcanzar, la única que
permanece firme y que no teme a los vientos contrarios, y al contrario los recibe dentro de si misma
y con ella se vigoriza; no elude, antes al contrario busca la critica, y es ella misma, al mismo
tiempo, critica y construcción, pensamiento. Aquellos que la ignoran o la niegan son, dentro del
mundo moderno, los verdaderos ateos, los irreligiosos: irreligión y ateismo, que no es lo que menos
ofenden en las palabras y en los actos de los antihistóricos, energúmenos de lo nuevo y vacíos
restauradores de lo antiguo. Quién abre su corazón al sentimiento histórico no está más solo, sino
unido a la vida del universo hermano e hijo y compañero de los espíritus que ya obran en la tierra y
viven de la obra que realizaran, apóstoles y mártires, genios creadores de belleza y de verdad,
humilde gente buena que esparcieron el bálsamo de bondad y guardaron la nobleza humana; y a
ellos todos se dirige a invocar, y de ellos les llega, sostén en sus trabajos y afanes, y en su seno
aspira a reposar, volcando su obra en la obra de ellos.
8. El DISCURSO IMPERIAL
No he visto ninguna crítica bibliográfica de este libro, el cual propugna un concepto de la historia
contrario a la verdad, pero que, sin embargo, está escrito con calor y, si no me engaño, con
sinceridad de persuasión. El autor no cree que pueda existir otra forma más digna de historia que la
que han realizado los hombres de una nación en servicio de la propia nación; y se lamenta que una
historia semejante no se haya escrito todavía en Italia, “hoy –dice– que la idea del Imperio golpea a
sus puertas”. En consideración a la bona fides del autor, no me parece inútil esclarecer, una vez
111
más, el sofisma o el equívoco sustentado por él. ¿Qué es lo que se llama, en sentido elevado, nación
o conciencia nacional? Una voluntad, una tendencia hacia un ideal ético, una pasión de ideal, que en
circunstancias particulares, para ciertos problemas particulares, toma esos colores, se reviste con
esas fisonomías, se designa por un pueblo, parece identificarse con el alma de ese pueblo. En sus
reflejos expresivos, esta tendencia origina poesía (épica o lírica o novelesca o como quiera que se
llame) y oratoria (en todas sus formas, desde la apoteosis a la invectiva, desde la conmoción de los
afectos sublimes a la sátira y a las chanzas).
Pero no puede dar origen a historia que, como tal, no es ni poesía ni oratoria, sino ciática y verdad,
y tiene como principio constitutivo, no la pasión volitiva, o sea el sentimiento, sino el pensamiento.
Todo esto es obvio. Y efectivamente, en los libros de los historiadores –que son hombres, como son
hombres los poetas, los filósofos y todos los demás y por ello, como hombres, complicados, y
también con debilidades junto a la virtud – la crítica discierne siempre lo siguiente: 1º) lo que existe
en ellos de imaginación o de mito; 2º) lo que hay en ellos de partido o de oratoria política; y 3º) lo
que existe en ellos de verdaderamente histórico, de explicativo, de esclarecedor, de superior a los
partidos y a las pasiones; y tanto más grande juzga a un historiador, cuanto más encuentra en él esto
que es su verdadero elemento. Por eso el historiador no puede ser jamás nacional, debiendo ser
universal y humano; y no puede ser nacional por su propio deber de hacer justicia también a su
“nación” y a los valores ideales que ésta representa o ha representado. Otras veces he dado ejemplos
de cómo los historiadores “germanómanos”, queriendo estudiar a Goethe a la luz de la pasión de
ellos, lo destruyeron como poeta, vale decir que destruyeron aquella que, sin embargo, consideraban
“gloria alemana”. Y la misma demostración es factible realizar para todos los grandes hombres que
han creado algo y que fueron todos, sean cuales fueren sus orígenes nacionales, héroes de la
humanidad. La desviación de la historia de su fin intrínseco predicada hoy día aun por buena gente,
bajo el certificado de historia nacional, se debe principalmente al influjo del llamado “nacionalismo”, materialista y cínico en su naturaleza, que extiende las manos a todas las cosas sagradas para
valerse de ellas a favor de sus fines, los cuales no son éticos sino libidinosos, de libidinosidad varia,
sueños de violencia, prepotencia, conculcamiento de otros pueblos, sangre, rapiña y otras
bestialidades similares. ¿Debemos acaso maravillarnos que el mismo ose extender las manos
también hacia la historia?
Por otra parte, si este gesto suyo es disgustante, resulta, asimismo, vano y necio, por cuanto la
historia, como la verdad, como la belleza, como todo valor espiritual, tiene esto que le es propio;
que, cuando se trata de ejercer violencia sobre ella para doblegarla y desnaturalizarla, se yergue
luego con mayor fuerza y se vuelve más clara en sus rasgos distintivos, mostrando, a plena luz, su
verdadero e inalterable semblante
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9. “EL MUNDO VA HACIA...”
He aquí una de las fórmulas que ahora se oyen con más frecuencia en todos los países; y cualquier
conversación que se escuche, cualquier revista que se abra, cualquier vidriera de librería que se
mire, ofrecen la pregunta y la respuesta de “¿adónde va el mundo?” Y sin embargo, a la primera
reflexión, el problema se presenta asaz vacío, por cuanto la historia nos enseña que el mundo ha
marchado siempre hacia algo, o sea hacia nuevas afirmaciones, pero que no se llega jamás a prever
cuáles son ellas o, cuándo a ello se llega (siempre en el sentido de que el “prever” es un “ver bien el
presente”), no se va nunca más allá de la afirmada posibilidad de ciertas formas genéricas o
abstractas que, en concreto, pueden rellenarse con los más diversos contenidos. Por ejemplo, en
cuanto a lo que se refiere a este segundo caso, se podrá prever, con mayor o menor fundamento, que
el mundo moderno marcha hacia el predominio de la economía regulada o regida por el Estado por
sobre la libre iniciativa y competencia; y se podrá prever que, entre las viejas religiones
trascendentes, ninguna poseerá ya la fuerza de gobernar y enderezar los espíritus y la voluntad de
los mejores; pero bajo estos esquemas del futuro resultan posibles las más opuestas y diversas
realidades morales y humanas, las más diversas concepciones y actuaciones de la vida; y lo que
importa, o lo que importará, serán siempre esas realidades y no aquellos esquemas sociológicos y
filosóficos. De modo que tanto cuanto importa saber, históricamente, hacia dónde ha marchado el
mundo en los siglos, importa poco, en verdad, y es decididamente estéril y engorroso divagar en
torno a fantásticas conjeturas o perderse tras abstracciones.
Pero la cuestión que, de este modo, en las referencias teóricas, pierde consistencia y se disuelve,
merece la más grande atención bajo su aspecto moral; es decir que, en otros términos, detrás de la
insulsa cuestión teórica se descubre una cuestión moral. En efecto, estas proyecciones hacia el
futuro nacen, o pronto se convierten en modos e instrumentos de lo que en el antiguo y dantesco
idioma se llamaba viltate (vileza): viltate en el doble sentido de servilismo hacia los demás, para no
realizar, bajo la propia responsabilidad, esfuerzos de voluntad y de pensamiento, y en el de
desfallecimiento y envilecimiento pesimista. El esquema, la imagen, vaga y malamente determinada
de “hacia dónde va el mundo”, aparece como una realidad ineluctable, como un hecho que es y al
cual nos amoldamos; o no nos amoldamos y nos sentimos impelidos hacia la angustia y la
desesperación, y caemos en el abatimiento; y por cierto que de la especie de gente que quiere
amoldarse y seguir la senda más cómoda, o sea el descenso, y de la que se siente inclinada a dejarse
llevar por el desaliento y a renunciar a la vida pública para alejarse a vivir, poco dignamente, la
llamada vida privada, existe siempre en abundancia. Los unos, para no marchar por “donde va el
mundo”, no se mueven ni un paso; los otros, para marchar por “donde va el mundo” se mueven detrás de esa enseña, se mueven a guisa de carneros que no saben o no preguntan el porqué; los unos
dejan ver la poquedad de su vis humana, los otros, la bajeza real de su sentir, la carencia de ideales
y de fe, el cuidado medroso de eludir luchas y peligros so color de obedecer a una presunta
necesidad histórica cuando el caso requiere que se obedezca, únicamente, a una no presunta sino
efectiva necesidad moral. La cual, dada la oscuridad en que nos encontramos con respecto hacia
dónde marcha el mundo o, como concesión máxima, en el conocimiento que se posee del esquema
genérico relativo a la afirmación de que el mundo se conquista, nos ordena que nos empeñemos,
con todo celo y a todo costo, en tutelar y promover los valores humanos y las virtudes humanas, la
valentía de lo verdadero, la pureza de las intenciones, el respeto de la personalidad, el decir no al
mal y sí al bien, todo aquello que, en suma, se llama culto de la libertad; la cual, por eso mismo, es
113
inmortal y es el principio directivo hacia el cual siempre es menester recurrir. Cualquiera sea el
esquema de “hacia dónde marcha el mundo”, ese esquema se llenará de hombres, y será real sólo en
los pensamientos, en los sentimientos y en los actos de los hombres, y tendrá esa realidad que ellos
le proporcionen, y será tanto mejor cuanto mejores sean esos hombres. Por lo tanto, no os
preocupéis de hacia dónde marcha el mundo, sino de hacia dónde es preciso que marchéis vosotros
para no pisotear cínicamente vuestras conciencias, para no avergonzaros de vosotros mismos. Cosa
ésta que, bajo cierto aspecto, resulta más difícil que la de seguir por dónde marcha el mundo; pero,
bajo otro aspecto, es harto más sencilla, porque, si la primera senda no carece de perplejidades y
sorpresas, la segunda, por más áspera que sea, es, por lo menos, cierta y segura.
10. EL FIN DEL ESTADO ÉTICO
Cual atento observador, como lo he sido siempre, de los movimientos de pensamiento que se
desarrollan en Italia, puedo ahora –transcurrido el lapso que la prudencia aconseja dejar pasar antes
de aseverar un hecho– anunciar que el llamado “Estado ético” nos ha librado de su gofa presencia y
se ha ido con Dios, acaso a hacer la felicidad de otros pueblos más crédulos. Hace unos quince
años, al oír a un profesor italiano que merecía ser dantescamente llamado el “amoroso galán” de la
fe estatal o gubernamental, quien, descargando puñetazos sobre la mesa y gritando como un obseso,
vociferaba que el Estado es el deber y es Dios, que ante él hay que postrarse reverentes y esperar
obedientes sus órdenes; que celebrando al Estado se celebra a la verdadera Libertad; que hacerle
oposición es no sólo delito jurídico sino violación del sentido ético; y terminaba con la, si no lírica,
ciertamente enfática exaltación del gran Leviatán, la gente se quedaba entre asombrada y
trastornada, y casi resignada, aunque sin comprender bien, a dejarse aplastar bajo el peso de un
imaginado pensamiento potente. Mas aquellos que entendían, que habían leído a Hegel, sonreían,
reconociendo en esa fraseología el detrito de la doctrina hegeliana, esa parte de la doctrina que se
halla entre las menos aptas para ser lógicamente defendida, y que aquí era, en cambio, no sólo repetida, sino exagerada e inflada. Me reduje entonces, por mi parte, a rebatir pacatamente, con
sentimiento y pensamiento cristianos, que “no obstante estas exaltaciones y este dionisíaco delirio
de Estado o gubernamental, es necesario sostener y considerar al Estado por lo que verdaderamente
es: forma elemental y estrecha de la vida práctica, de la cual la vida moral sale fuera por todos lados
y desborda, esparciéndose en arroyos copiosos y fecundos; tan fecundos al punto de deshacer y
rehacer perpetuamente la vida política misma y los Estados, constriñéndolos a renovarse conforme a
las exigencias que ella plantea” (Ética y política, p. 233). Ahora bien; ¿cómo es que no se habla ya
del “Estado ético”? ¿Es éste el efecto producido por nuestra crítica? ¿O es el natural efecto del
fastidio y de la falta de interés en que desembocan las fórmulas privadas de sentido, retóricamente
inculcadas, mecánicamente recitadas? ¿O también, y principalmente, del espectáculo que hoy ofrece
el mundo, viéndose cotidianamente a los Estados hacer la más cruda, la más dura, la más
despreocupada política y nada más que política, que todo lo abate ante sí y lo trastorna? Cualquiera
que sea la parte que uno u otro proceso mental haya tenido en ello, lo cierto es que el “Estado ético”
no pertenece ya a los conceptos de la ciencia y no entra para nada en las controversias doctrinales.
¡Parce sepulto!
114
CONTRA EL COMUNISMO
1. RUSIA Y EL COMUNISMO
El contraste entre individualismo económico y economía regulada, entre capitalismo y socialismo, y
el choque político de liberalismo y comunismo revisten, actualmente, la forma de un debate en
torno a las condiciones inherentes a la nueva vida rusa: si son paradisíacas o infernales, tolerables o
intolerables, si se enderezan hacia un seguro porvenir o si van hacia una necesaria transformación y,
por consecuencia, si es preciso tomarlas como modelo o si hay que rechazarlas. De los libros el
debate pasa a la conversación cotidiana, y en casi todos los cerebros se agitan fantasmas de diversas
semblanzas, admirados o aborrecidos, invocados y maldecidos; el sí y el no se oponen, resueltos y
agresivos, pero poco fructuosamente. En efecto, la nueva forma del problema no es una nueva
forma, sino una deformación, una mezcla de cuestiones heterogéneas, la imaginación que toma el
lugar del concepto, y la cola colocada en el sitio de la cabeza. Cuáles son las condiciones de la
Rusia moderna es una cuestión histórica; cuál sea el carácter del ideal liberal y el del comunista es
una cuestión teórica, de ética y de filosofía del espíritu; y de la primera no existe forma de pasar a la
segunda, no se puede deducir nada para la segunda; la primera se refiere a un material que hay que
interpretar; la segunda, a una búsqueda de criterios interpretativos, y es claro que lo que debe ser
interpretado no puede convertirse, él mismo, en criterio de interpretación. Las buenas o las malas
condiciones imperantes en Rusia no demuestran ni la bondad ni la maldad del comunismo como
ideal, y sí solamente aquello que el pueblo ruso es en esta etapa de su desenvolvimiento. En cuanto
a la utilidad de la economía individualista y regulada, del capitalismo y del socialismo, o como
quiera que se llamen, no se trata tampoco de una cuestión histórica, sino de una cuestión técnica,
cuya solución varía según el lugar y los tiempos, y según los lugares y los tiempos es más o menos
parcial. Diferenciemos, por lo tanto, estos tres problemas, y ahorraremos voz y aliento, lo cual será
mejor para todos. Sobre la interpretación histórica de los sucesos rusos desde 1917 en adelante,
comienzan a abundar libros de investigadores y de observadores serios y honestos, ávidos de
entender el proceso objetivo y las fuerzas que lo impulsaron y lo impulsan. Tentativas de economía
regulada no faltan casi en ningún país, y en algunos son múltiples y extensas, como no faltan las
exhortaciones contrarias exigiendo una recuperación liberal; y todo esto es política, y política en
acción. Pero en lo que respecta al carácter del ideal comunista y del ideal liberal, cuando se lo
refiere a la meditación del filósofo y del historiador, se percibe el grueso error en que de costumbre
nos dejamos enredar, y no sólo por parte de los sostenedores de uno de los bandos, sino también por
los del otro.
El error consiste en que se toman los dos principios, que animan los dos diversos ideales y rigen los
dos sistemas diversos, el de la libertad y el de la igualdad, y colocándolos en el mismo nivel se
procura vencer al uno con el otro, de poner en fuga al uno por el otro. Ahora bien, ni los dos
principios están en el mismo nivel, ni el uno podrá jamás suplantar al otro. La humanidad tiene sed
de igualdad, que es lo que se llama justicia; y el esfuerzo de igualar y de afirmar siempre con mayor
firmeza la justicia es la labor incesante de la legislación y de la civilización. Pero la humanidad no
tiene menos necesidad de la desigualdad, de diversidad en las actitudes, de diferenciaciones
sociales, de jerarquía en los valores y de jerarquía en lo social, del individuo que acepta lo existente
y del que no lo acepta, y que lo torna a poner en movimiento, del contraste entre conservadores y
revolucionarios en todos los campos, desde el del pensamiento hasta el de la política, de todas las
115
cosas, en suma, que forman la historia, y que se reflejan en la concepción liberal, histórica en grado
sumo. Dicha historia, sin duda alguna, no está en el mismo nivel, sino más arriba de la necesidad de
igualdad, a la que satisface vez por vez, como puede, como le conviene para sus propios fines de
enaltecer a la humanidad, y siempre más ampliamente, pero siempre limitadamente, porque no se
puede pensar que esa necesidad pueda ser plenamente actuada, sin pensar, cosa absurda, que con
ello la vida se detendría, ni vendría a sustituirla el ansiado mecanismo de los iguales, que es una
abstracción, y no una posibilidad.
¿Por qué escribí esta notícula? Por la vana esperanza de obtener que la “igualdad” y la “libertad” no
sean, como se suele hacer, ni paralizadas ni contrapuestas y sí concebidas en sus necesarias
relaciones funcionales, y que los unos cesen de negar la idea de la libertad y los otros la de la
igualdad. Digo vanas esperanzas, porque los razonadores de oído, dominados por las pasiones y la
imaginación, forman legión; mientras que los espíritus sutiles, los intelectos críticos, las mentes
comprensivas, son pocos. Pero en cualquier caso es conveniente que estos pocos tengan bien
presente y claro en qué consiste el error, entre ingenuo y sofístico, que ha seguido su curso en los
siglos, y que ahora parece haber ascendido a los honores máximos.
2. ACERCA DEL CARÁCTER NO TEORÉTICO DEL MARXISMO
Barbusse (Lénine et la philosophie, en La Commune, de París, “Revue de l’Association des
écrivains et des artistes revolutionnaires”, mai 1936, p. 1041-55) habla harto respetuosamente de la
filosofía de Lenin y de los vastos estudios realizados en torno a esta disciplina por el jefe de la
revolución rusa. Baste decir –nos informa el autor– que, antes de partir para el destierro, cuando se
encontraba aún en Rusia, Lenin poseía libros de Spinoza, Helvetius, Kant, Fichte, Schelling, Hegel,
Feuerbach, Plejanov: “Ouvrages –agrega un tanto cándidamente– dont la plupart seraient
aujourd’hui même dífficiles à trouver dans un pays occidental (!), et que certainement étaient des
raretés (?) dans la Russie de 1900” (p. 1024).
Sin embargo, cuando pasa a exponer la filosofía del autor cuya importancia quiere demostrar,
Barbusse no puede hacer más que transcribir proposiciones que Lenin, a su vez, transcribiera de
Marx y de Engels, como la siguiente: “Hegel había erigido las ideas a principio de explicación,
invirtiendo el proceso real, por cuanto las ideas no son sino la transposición y traducción del mundo
material en el espíritu humano” (p. 1044); o esta otra: “El viejo materialismo de Büchner, Vogt y
Moleschott pretendía interpretar el mundo, mientras que de lo que se trata es de cambiarlo” (p.
1045) ; y otras por el estilo. Y cuando elogia la grandiosa empresa de Lenin en el sentido de haber
combatido el empirocriticismo de Ernst Mach, o sea la nueva lógica de las ciencias naturales (p.
1049), y salvado y garantizado así, de daños futuros, la dialéctica hegeliana, no sospecha que quien
desarrollaba verdaderamente a Hegel, sin saberlo, y contribuía, sin quererlo, a tornar más
filosóficamente profunda y rigurosa la dialéctica era, precisamente, el propio Mach, por cuanto la
teoría económica de la ciencia comprobaba y confirmaba la crítica hegeliana tocante al “intelecto
abstracto”, que es lo que obra en las ciencias naturales, y de este modo allanaba el camino hacia el
reconocimiento de un pensamiento que no fuera abstracto y cómodo, sino concreto y real, Vernunft
y no Verstand, especulación, dialéctica. Coecus coecum ducit: Barbusse no entiende de filosofía,
como tampoco entendía Lenin y poco o nada estaba predispuesto a ella Karl Marx, uno de los
116
numerosos epígonos del hegelianismo de los años cuarenta, los cuales, de la esfera puramente
especulativa emigraron a la del apasionamiento político y de la acción práctica.
Pero precisamente por esta emigración, realizada por ellos, quiero defender a Marx y a Lenin contra
Barbusse y demás apologistas de la filosofía de ambos, toda vez que aquéllos, bajo el nombre de
“dialéctica”, de “teoría materialista de la historia”, de “crítica de la economía política”, etc., no
hacían en absoluto filosofía, sino que forjaban fórmulas mágicas de azuzamiento y de embriaguez
con respecto a la acción revolucionaria reclamada por ellos: fórmulas éstas tan potentes que
agitaron todos los últimos decenios del ochocientos y, con renovada energía, los años subsiguientes
a la Gran Guerra, generando por doquiera propósitos, esperanzas, partidos y métodos de lucha,
precipitándose en sucesos, o sea en nuevas formaciones estatales, varias y opuestas, pero, aun en la
oposición, animadas del mismo espíritu, gobernadas por los mismos conceptos materialistas o
“totalitarios”, como los llaman. Es menester considerar seriamente el aforismo arriba mencionado,
expresado por Marx en 1845, en torno a lo que debe ser la filosofía: “No se trata ya de entender el
mundo, sino de cambiarlo”. Considerémoslo seriamente, por cuanto aquí se afirma y se declara el
animus verdadero de Marx, ánimo no de indagador de la verdad, sino de hombre de acción; y, por
consecuencia, nos exime de considerar sus escritos y sus dichos como pertenecientes a la ciencia y
criticables o adoptables dentro de la esfera de la ciencia (veo ahora que Fischer, en el tercer
volumen de su magnífica Historia de Europa, tratando de Marx, recurre con el pensamiento a
Mahoma, cosa ésta que aplaudo). Esos escritos y esos dichos son actos prácticos, una realidad
efectual, la cual, quiérase o no, se halla delante de nosotros y con la que es forzoso hacer las
cuentas. Del mismo modo, ¿qué impulso llevó a Lenin a rechazar los “Análisis de la ciencia” de
Mach? ¿Quizá la inexactitud e inadecuabilidad lógica de esta doctrina en lo tocante a explicar los
procedimientos de las ciencias naturales? No, sino lo que Lenin discernía en ella y que llamaba el
“caractère réactionnaire de cette tendance”. “Ce fut quelques-uns des adhérents de la dite tendance
–escribía– qu’en 1907 et 1908, pendant que la plus atroce réaction sévissait en Russie,
développérent des idées défaitistes, impregnées de mysticisme. Tout le danger de cette propagande
apparut dans le fait qu’elle influença momentanément des bons révolutionnaires comme
Lunacharski et Maxime Gorki” (p. 1049). (¡Ah, Gorki, que me enviaba entonces como obsequio
Une Confession! ¡Ah, Lunacharski, contra el cual, en 1930, en Oxford, tuve que levantar mi
protesta por lo que afirmaba en materia de estética y de arte, y que tuvo a bien declararme, en un
coloquio confidencial, su íntimo, ardiente amor por la “historia” y por la “poesía”!). En efecto, el
libro de Lenin, sobre el Criticismo empírico y el materialismo se proponía “sauvegarder le parti
d’idées théoriques dangereuses” (p. 1050).
Y el autor, en el fondo, estaba en lo cierto. El partido poseía un catecismo, que incluía, asimismo,
una teoría dialéctica de las ciencias naturales, escrito por uno de los dos grandes autores del
socialismo científico, Engels; ¿y cómo podía tolerar aquél, por lo tanto, que entraran a conturbar o
confundir los cerebros del partido las teorías gnoseológicas de Mach, a cuya luz habría aparecido un
tanto pueril la “negación de la negación”, demostrada por Engels con los ejemplos del grano de
cebada, del huevo de mariposa, de lo menos y de lo más y de la elevación a potencia? Tan lejanas
como lo estaban de toda tendencia política, y siendo meramente científicas y lógicas, las doctrinas
empiriocríticas podían provocar molestias o trastornos a la propaganda y a la política del partido,
infiltrando la duda en torno a las palabras de Engels y perturbando la fe, que era menester mantener
firme, en su infalibilidad; y, por lo tanto, debían ser declaradas, sin vacilaciones, peligrosas y “re117
accionarias”. Condena eclesiástica, como bien se advierte, y perfectamente legítima bajo el aspecto
del interés eclesiástico del socialismo.
En 1897 (cuarenta años ha), en la Academia Pontaniana –antigua y benemérita academia
napolitana, suprimida recientemente– leí una de mis memorias, intitulada “Para la interpretación y
la crítica de algunos conceptos del marxismo”, la cual equivalió entonces (y no sólo en Italia) a la
liquidación teórica de esa economía y filosofía. Mas al demostrar, como hice, siguiendo el impulso
de la verdad, y no sin ir contra mis sentimientos juveniles, en modo alguno adversos al socialismo,
el no fundamento lógico de los conceptos de la supervaluación, de la caída de las tasas de rédito, de
la lucha de clases, del materialismo ético y demás expresiones conocidas, previne que, con ello, no
debía creerse criticada y disuelta la obra de Karl Marx, la cual se desarrollaba en el campo de la
política y no en el de la ciencia. Después de transcurridos cuarenta años, recogiendo el justo premio
de un razonamiento recto y honesto, puedo reafirmar exactamente lo mismo que afirmaba entonces,
y que confirmaron y confirman los acontecimientos.
Ello no obstante, si así están las cosas, convendrá preguntarse qué vienen a hacer, en medio de la
prensa comunista, “les écrivains” y “les artistes”, y su “Association”, conforme al título, que ya
citáramos, de la revista de Barbusse. ¿Por qué estos caballeros quieren ingeniarse y esforzarse en
dar forma de ciencia o de arte a lo que nada tiene que ver con la ciencia y con el arte, y que encierra
su propio fin y su propia fuerza? Si su espíritu los lleva a alistarse en las filas de los revolucionarios
y de los comunistas, cumple que tengan la dignidad y la humildad de figurar como tales, a la
manera de cualquier obrero o proletario, y que lean a Marx, Engels, Bebel y Lenin con la fe ingenua
y la pasión ardiente de quienes obran y no indagan. Leyéndolos así, les tomarán en su recto sentido
y, al mismo tiempo, demostrarán cierto respeto por la filosofía y el arte, con cuyos nombres se
engalanan, pero los cuales rechazan la confusión, la mezcolanza y la contaminación con cosas
extrañas. Su obra, como críticos, debería concurrir, en todo caso, a poner de manifiesto el carácter
“no teorético” del marxismo, del cual su autor, a ratos, tuvo conciencia, pero del que no logró jamás
adquirir un conocimiento razonado y, por ende, extraer de él sus últimas consecuencias,
substituyendo el sic est por el sic volo. La construcción laboriosa de El Capital, y el muchas veces
desafortunado intento de teorizar el materialismo histórico, dan prueba de las ilusiones en que se
movía el revolucionario frecuentador de la National Library del British Museum, que creía realizar
obra de filósofo y de historiador; él, que jamás se recogió a meditar serenamente sobre el alma
humana y a discernir en ella la múltiple y, no obstante, única historia; él, que no supo amar las
luchas y los dolores y las “glorias de la humanidad”, y que no ardió en entusiasmo por ninguno de
los grandes hombres que fueron los demiurgos y que refulgen como símbolos de esas luchas, de
esos dolores y de esas glorias y a quienes él redujo, con el ciego apasionamiento y con la indiferente
brutalidad del hombre de partido, a instrumentos o a súcubos de intereses económicos.
3. COMUNISMO Y LIBERTAD
Entre las cosas de que más se oye discurrir ahora figura la unión, o la unión progresiva, del
comunismo y de la libertad, señalándose con agrado, para confirmar este proceso en curso, algunas
libertades que, según informes de los diarios, habrían sido otorgadas en Rusia, tocantes a propuestas
y discusiones. No se sabe, en verdad, si las anunciadas reformas rusas son o no serias y por cuáles
118
intentos ha sido provocado este anuncio, y si las mismas han tenido efectos prácticos; pero los
hayan tenido o no, en ningún caso pueden hacer blanco lo negro, o redondo lo cuadrado, esto es,
forzar la lógica de los conceptos, a la cual siempre es bueno atenerse, cuidándose de no extraviar su
hilo conductor. En la actualidad se abusa demasiado en aguardar, de estos llamados experimentos,
la respuesta tocante a lo que no es materia de experimento, sino de lógica. ¿Quién querría realizar
un experimento enderezado a constatar si dos más dos son cinco?
El comunismo no es ya, como se cree sobre la base de reflexiones superficiales, un simple
ordenamiento económico, una transformación y reducción al mínimo o abolición del régimen de la
propiedad privada de los medios de producción: ordenamiento económico que, como tal, bien
podría coexistir con la más completa libertad de discusión, de deliberación y de determinación en
cuanto a la dirección moral, intelectual y política de la vida y con el pleno desenvolvimiento
individual y humano. El comunismo, en cambio, es la violenta imposición de cualquier nuevo
ordenamiento económico que, por consecuencia, se rige no por la libre discusión y aceptación, sino
precisamente por la constricción. Y, a los efectos de mantener dicha presión y darle una apariencia
de espontaneidad y de consenso, se ve necesariamente conducido a ejercer violencia sobre todas las
fases de la vida: la religión, la filosofía, la ciencia, el arte, el sentimiento; poniendo en práctica una
coherencia extrínseca e irguiéndose cual árido racionalismo materialista, o en sombrío fanatismo de
religiosidad materialista; y, en fin, en un dominio eclesiástico, con sus dogmas, sus tribunales y sus
hogueras.
Ahora bien, si un nuevo orden de carácter puramente económico no solamente no excluye la
libertad de discusión y decisión, sino que es una consecuencia de esa misma libertad, y de ella se
nutre, un sistema de fuerza resulta, como es manifiesto; fundamentalmente lo opuesto de la libertad,
y conduce a la servidumbre de todos, de los gobernados y de los propios gobernantes, y torna
mecánica e inhumana la vida.
Como prueba confirmatoria de esto basta considerar lo que se suele responder cuando se pregunta a
los esperanzados si, en esa presunta libertad otorgada poco ha por el comunismo en Rusia, es lícito
poner en discusión el propio comunismo. La respuesta es que esa libertad tiene por límite el
ordenamiento existente, intangible ante la crítica y ante la expresión nihil de principe. Respuesta
ésta que demuestra una conciencia, peor aun que imperfecta, inexistente, de lo que es
verdaderamente libertad de pensamiento y de palabra, por cuanto es propio de ella el no admitir
límite de ninguna especie y revocar en cuestión, vez por vez, todas las cosas, como lo reclama el
pensamiento sin prejuicios, para reconquistar y corroborar, vez por vez, merced a la rerum omnium
dubitatio y a la crítica las verdades que se dicen indubitables, y que son tales, por cierto, pero de
manera dinámica y no estática. Una libertad limitada, una discusión dirigida, una carrera abierta en
un recinto bien cerrado, podrá ser juego y astucia de regímenes tiránicos, pero no en modo alguno
libertad civil. Y por desventura, estos conceptos mutilados, estas creencias pueriles, estos
oscurecimientos en las distinciones esenciales de la conciencia se encuentran actualmente con
frecuencia entre las jóvenes generaciones y son consecuencia de un bajo nivel intelectual, suscitado
en el mundo por la guerra librada por sus padres. Al oír las disputas que se agitan, ya en pro, ya en
contra, sobre fundamentos tan débiles y vacilantes y defectuosos, quien se haya educado en otros
tiempos y posea todavía la guía de ciertas luces, se encuentra como el abate Galiani, cuando, en
medio de los disparates económicos formulados por los partidarios y por los adversarios del
119
comercio libre, se veía arrastrado a “se fácher”, no ya en pro o en contra de la exportación de los
cereales (no ya en pro o en contra del comunismo), sino en contra de la que estaba presenciando,
harto más grave: “L’exportation du sens commun!”
Y si se objeta que la violencia es, asimismo, un momento necesario en el desenvolvimiento de la
civilización humana, es menester cazar al vuelo esta palabra. “momento”, para puntualizar que la
violencia, si es un “momento”, no puede ser un “ordenamiento”, ni un “régimen”. El bajo nivel
mental señalado, y la consiguiente dispersión cultural, demuestran que los afirmadores modernos
del comunismo marxista no conocen, a este propósito, ni siquiera el pensamiento de Marx; el cual
(repitiendo una imagen empleada ya por Sócrates en la investigación de la verdad) aseveraba que la
violencia es la “partera de la historia”: la “partera”, y no la generadora, la madre, la nodriza, la
educadora, la directora de la vida. Puede darse a luz también sin comadrona, y la historia se
desenvuelve y sobrepasa sus crisis y completa, tácitamente, sus innovaciones, en largos lapsos, sin
esos opresivos derrumbes y ruinas que se llaman revoluciones y violencias revolucionarias. Con
todo, aunque sobrevengan estas últimas, la violencia, o la partera que sea, sólo es eficaz si y en el
grado en que se halla maduro el parto, esto es, si el nuevo orden se ha formado ya, en cierto modo,
en los espíritus, de suerte que la intervención de la violencia pueda ser rápidamente transitoria. Por
esta razón Marx, y he aquí otra ignorancia advertible en los que ahora se vanaglorian de marxistas,
concebía su comunismo o “instauración del reino de la libertad”, como un resultado del propio
movimiento del liberalismo y del creciente poder de los parlamentos, con sólo un rápido intermedio
de dictadura proletaria; y por ello pensaba que se pondría en ejecución, a su hora, de modo cabal y
sano, en los países anglosajones, latinos y germánicos, vale decir, en los pueblos más civilizados de
Europa, y no, en cambio, en los países atrasados, que aun necesitaban llegar a la madurez económica, social y políticamente hablando, de países modernos.
Mas aquí también se oye objetar que en los países modernos y desarrollados el proceso tiende a
prolongarse demasiado en razón de su misma gran diferenciación social, de la complicación de las
formas y de los intereses económicos, de su vasto afinamiento mental y crítico, y de su asaz
difundida cultura; y que por ello es menester cortar por lo sano y adoptar los métodos que
alcanzaron su finalidad en países atrasados, y casi asiáticos. Otra singular irreflexividad y
desconsideración, con la cual se viene a reconocer, sin percatarse de ello, de que el orden
económico auspiciado no es aún, en esos países, algo necesario, emergente de sus propias vísceras,
íntimamente persuasivo y concreta e históricamente racional, sino que es menester imponerlo
mediante un acto arbitrario o introducirlo con engaños. ¿Y qué significa un orden no querido, sino
impuesto, no debido a una necesidad reconocida, sino a un arbitrio ajeno? Además de la ya
mencionada presión, ejercida sobre todas las partes de la vida social, y el daño que ello infiere a la
civilización, cuya tradición interrumpe, eso comporta, en un tiempo más o menos cercano, en una
forma u otra, una reacción, que reconstituirá, con nuevos hombres, esas necesidades sociales que se
pensaba destruir (y ya se habla de una “nueva burguesía” que se estaría formando en Rusia). “Le
temps n’épargue pas ce qu’on a fait sans lui.”
120
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122
BENEDETTO CROCE: PRIMERAS EDICIONES EN ITALIANO
Croce, Benedetto: Materialismo storico ed economia marxistica, 1900.
Croce, Benedetto: Estetica come scienza dell'espressione e linguistica generale: teoria e storia,
Sandron, Milano, 1904.
Croce Benedetto: Ciò che è vivo e ciò che è morto della filosofia di Hegel: studio critico seguito da
un saggio di bibliografia hegeliana, G. Laterza & figli, Bari, 1907
Croce, Benedetto: Breviario di estetica: quattro lezioni, G. Laterza & figli, Bari, 1913
Croce, Benedetto: Cultura e Vita Morale, Leterza, Bari, 1914
Croce, Benedetto: Teoria e storia della storiografia, Leterza, Bari, 1920.
Croce, Benedetto: Storia d'Europa nel secolo decimonono, Laterza, Bari, 1925.
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Croce, Benedetto: Etica e politica, laterza, 1931.
Croce, Benedetto: Filosofia della practica, Laterza, Bari, 1932.
Croce, Benedetto: La storia come pensiero e come azione, Laterza, Bari 1938.
Croce, Benedetto: Discorsi di varia filosofía, Laterza, Bari, 1945.
123
ÍNDICE
PRESENTACIÓN
1. LA HISTORIA EN LOS AÑOS SESENTA SEGÚN NUESTROS PENSADORES:
COPIAR O CREAR
2. PENSAMIENTO Y ACCIÓN
3. LA FILOSOFÍA DE LA ACCIÓN
4. FILOSOFÍA LATINOAMERICANA: ¿CÓMO PENSAR Y HACER LA NACIÓN
Y LA PATRIA GRANDE?
5. EDUCAR PARA FORMAR VOLUNTADES
6. LAS PASIONES POLÍTICAS Y LA HISTORIA
7. BENEDETTO CROCE: LA HISTORIA COMO PENSAMIENTO Y ACCIÓN
8. ANEXO I: PONENCIA PRESENTADA POR BENEDETTO CROCE EN EL
PRIMER CONGRESO NACIONAL DE FILOSOFÍA ARGENTINO. 1949
9. ANEXO II: PONENCIA INAUGURAL DEL PRIMER CONGRESO NACIONAL
DE FILOSOFÍA DE JUAN DOMINGO PERÓN
10. ANEXO III: PONENCIA PRESENTADA POR JOSÉ VASCONCELOS EN EL
PRIMER CONGRESO NACIONAL DE FILOSOFÍA: La filosofía como vocación y
servicio
11. ANEXO IV: PONENCIA PRESENTADA POR JOSÉ VASONCELOS EN EL
PRIMER CONGRESO NACIONAL DE FILOSOFÍA: La filosofía como coordinación
12. ANEXO V: ARTÍCULOS SELECCIONADOS DE BENEDETTO CROCE EN LA
REVISTA CRÍTICA
CONTRA EL FASCISMO
1. HECHOS POLÍTICOS E INTERPRETACIONES HISTÓRICAS, de “La Crítica”,
año XXII, Fasc. III, mayo de 1924.
2. LIBERALISMO, de “La Crítica”, año XXXIII, Fasc. II, mayo de 1925.
3. POR UNA SOCIEDAD DE CULTURA POLÍTICA, Palabras pronunciadas en la
inauguración de una Sociedad de cultura política, promovida por excombatientes y
numerosos profesores de la Universidad de Nápoles, 19 de mayo de 1924. De
“Elementi di la política”, Laterza, Bari, 1925.
4. LA POLÍTICA DE LOS NO POLÍTICOS de “La Crítica”, año XXIV, Fasc. III,
mayo de 1926.
5. LA PROPUESTA CONTRA EL “MANIFIESTO DE LOS INTELECTUALES
FASCISTAS”, de “La Crítica”, año XXV, Fasc. II, marzo de 1927.
6. IMPERIALISMO ESPIRITUAL, de “La Crítica”, año XXV, Fasc. II, 20 de mayo de
1927.
7. ANTIHISTORIA, lectura tenida en el VII Congreso Internacional de Filosofía en
Oxford el 3 de septiembre de 1930. Publicada en “La Crítica” y después en el
“Ultimi Saggi”, p. 246-58
8. EL DISCURSO IMPERIAL, de “La Crítica”, año XXXI, Fasc. I, enero de 1933.
9. “EL MUNDO VA HACIA…”, de “La Crítica”, año XXXI, Fasc. I, marzo de 1933.
10. EL FIN DEL “ESTADO ÉTICO”, de “La Crítica”, año XXXVII, Fasc. IV, 20 de
julio de 1939.
124
CONTRA EL COMUNISMO
1. RUSIA Y EL COMUNISMO, de “La Crítica”, año XXXI, Fasc. III, 20 de mayo de
1933.
2. ACERCA DEL CARÁCTER NO TEORÉTICO DEL MARXISMO, de “La
Crítica”, año XXXV, Fasc. III, mayo de 1937.
3. COMUNISMO Y LIBERTAD, de “La Crítica”, año XXXV, Fasc. III, mayo de
1937.
125