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FILOSOFÍA PARA PROFANOS
1.- “No me considero filósofa”
Resulta de lo más sorprendente que un artículo sobre la vida y la
obra de una persona notable por su pensamiento contenga una alabanza
sobre la belleza de sus piernas. La sorpresa aumenta si además sabemos
que la autora de dicho comentario, Mary McCarthy, tuvo que poner a punto,
en tanto albacea testamentaria, la obra inconclusa de la destinataria de esa
admiración, Hannah Arendt, obra que lleva justamente por título La vida del
espíritu. Mary McCarthy rinde así un homenaje digno de su amiga, ya que
Arendt no se identifica con los filósofos que “adoptan el color de los
muertos”, esto es, que entienden que deben liberarse del cuerpo y situarse
al margen de la humanidad común y corriente.
Muchas anécdotas de la vida de Hannah Arendt contribuyen a
hacérnosla simpática. Por ejemplo, el modo en que vivió su condición de
judía alemana a principios del siglo XX. Su madre le enseñó a tener una
actitud de combate frente al antisemitismo: si algún profesor se permitía un
cometario antisemita, Hannah debía levantarse y abandonar la clase. Su
madre, entonces, redactaba una carta de protesta, pero Hannah ya no
volvía ese día al colegio. Y así un insulto, una vejación o una vergüenza se
transformaban en un día de fiesta.
Su juventud en Alemania, mientras iba tomando cuerpo el nazismo,
le aportó algunas convicciones firmes, de esas
que no se pierden y más
tarde acaban formando los surcos por los que discurren las ideas más
originales. Hannah Arendt observó con cuánta facilidad los intelectuales y
filósofos alemanes construían teorías para sostener a Hitler. Eran teorías
interesantes y sofisticadas, no tan sólo divulgaciones vulgares. Arendt
encontró todo ese asunto grotesco y se prometió a sí misma que no tendría
nunca más relación con ese tipo de sociedad.
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FILOSOFÍA PARA PROFANOS
No es de extrañar que Hannah Arendt no quisiera aceptar para sí el
título de filósofa, si lo identificaba con su maestro y amante, Heidegger,
considerado uno de los más grandes filósofos del siglo XX. Hannah Arendt
tuvo que huir de Alemania, vivir como paria en Francia durante diez años y
adoptar finalmente la nacionalidad americana, mientras Heidegger se
afiliaba al partido nazi y se convertía en rector de la universidad de
Friburgo, en el momento en el se ponían en vigor las leyes raciales que
impedían a los judíos acceder a los estudios unversitarios. Hannah Arendt
afirmará, en lo sucesivo, que su oficio no es la filosofía, sino la teoría
política.
Pero de toda esa historia extrajo igualmente una idea más positiva:
no sólo había visto cómo ser intelectual o profesor universitario no es
garantía suficiente para practicar un pensamiento crítico, sino que además
se había dado cuenta de que pensar –esa reflexión por la que uno dialoga
consigo mismo, se plantea cuestiones y trata de resolverlas- es una
actividad distribuida a lo largo y a lo ancho de las distintas capas sociales.
Independientemente del grado de cultura, siempre hay personas que
piensan por sí mismas y que en el momento decisivo no se comportan de
un modo obediente o crédulo frente al horror del totalirismo. Esta fue la
conclusión temprana de Arendt: por una parte, la incapacidad de pensar no
es estupidez, se puede encontrar entre gente muy inteligente y, por otra
parte, las buenas personas, capaces de oír a su conciencia porque están
habituadas a pensar por sí mismas, no son necesariamente personas
educadas o cultas.
Pensar no es tener una ideología; las ideologías como sistemas de
conceptos ya hechos son lo opuesto a pensar, ya que ofrecen respuestas
generales a circunstancias siempre cambiantes y particulares. No es fácil
saber a qué se pueda atribuir –y probablemente no sea sino una curiosidad,
una coincidencia azarosa-, pero el hecho es que tanto Hannah Arendt como
Simone Weil, dos de las más grandes pensadoras del siglo XX, eran
mujeres, judías y combatieron con valentía contra las ideologías en una
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FILOSOFÍA PARA PROFANOS
época en la que por ello debieron de ser consideradas diletantes, pequeñoburguesas, cuando no traidoras. Todavía hoy en día se puede oír, desde la
izquierda ortodoxa, ésa que sigue diciendo que las ideologías no tienen que
morir, que Hannah Arendt es una radical o una anarquista de derechas.
Ciertamente un discurso como el de Hannah Arendt –que defiende la
conciencia individual, la reflexión en soledad y en silencio y el juicio que
atiende a lo particular- debe de gustar bien poco a quienes la ideología
ofrece un refugio en el que fijar su pertenencia a un grupo y en el que
convertir el pensamiento en un ejercicio seguro, apoyado por andaderas
colectivas.
Poco ideológicas, desde luego, resultan las declaraciones de Arendt
cuando se le pregunta por su identidad nacional, política o religiosa. No se
considera
nacionalista,
dice
no
amar
a
los
alemanes,
ni
a
los
norteamericanos. Tampoco tiene ese sentimiento hacia la clase obrera y
mucho menos hacía los judíos. Con cierta tranquilidad y una buena dosis de
libertad, afirma que sólo es capaz de amar lo que le es cercano, a quienes
son sus amigos.
Hannah Arendt no habla de la amistad en términos de intimidad sino
más bien como un sentimiento político. Político en la medida en que es una
relación entre iguales, que capacita para entender puntos de vista
diferentes del propio. El diálogo entre amigos humaniza el mundo, hace que
el mundo adquiera un sentido mediante el relato que hacemos de nosotros
mismos y de nuestro lugar en él. Porque el diálogo –dice Arendt- “está
afinado en la clave de la alegría”, es la alegría la que hace hablar para
comprender el mundo. Llega a defender que por fidelidad a un amigo no se
esté dispuesto a someterse a una verdad- todo lo científica que esta verdad
puede ser-, si con ella se atenta contra la relación amistosa. Este es el
ejemplo que Arendt pone: si una teoría demostrara la superioridad de una
raza sobre otra, habría que rechazarla por muchas demostraciones que
aportara, por mucha erudición con la que contara, porque no se puede
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FILOSOFÍA PARA PROFANOS
aceptar que una doctrina niegue la posibilidad de amistad entre dos seres
humanos de raza diferente.
Efectivamente, el punto de vista de Arendt sobre la teoría científica
no participa del respeto con el que nuestra sociedad la reviste. La verdad le
parece coercitiva, tiránica, porque es aquello ante lo que nos sometemos.
Nuestro entendimiento no puede resistirse: si una demostración nos parece
irrebatible, nos inclinamos ante ella.
Arendt desautoriza a la verdad en todos los territorios en los que se
habla de las relaciones humanas, justamente porque la verdad rehúsa la
discusión, y ésta es la esencia misma de la política. Si dispusiéramos de la
verdad, nos advierte Arendt, no podríamos ser libres, libres de imaginar
cambios en el mundo, libres de introducirlos.
La gran sabiduría de Sócrates consiste en saber que los humanos no
pueden poseer la verdad y el gran acierto de Kant es establecer la verdad
como un horizonte –lo que impulsa a los filósofos a pensar-, pero nunca
como un resultado del pensamiento.
Hannah Arendt no considera tampoco que Sócrates sea un filósofo.
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