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Transcript
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ESPECULACIÓN Y ANÁLISIS EN LA
FILOSOFÍA DE LA HISTORIA
Lic. Blithz Y. Lozada Pereira, M.Sc.1
Sostengo que en la filosofía de la historia universal existen múltiples variantes que pueden
ser ordenadas dentro de dos matrices: por una parte, la matriz especulativa que incluye, al
pensamiento teleológico, al utopismo y a la visión cíclica; y, por otra parte, la matriz analítica, donde se han desplegado los enfoques neopositivista, idealista e historicista. En esta
exposición, además de justificar la conveniencia teórica de emplear la sistematización que
sostengo, división que incluye tanto a la filosofía occidental articulada de manera técnica y
estandarizada en sus reflexiones sobre la historia, como a diversas expresiones del pensamiento cultural; expondré brevemente las nociones de algunos filósofos que se constituyen
en modelos de la matriz especulativa de la historia.
En particular, me detendré brevemente en san Agustín, Marx y Habermas como filósofos
que especulan sobre la historia desde una perspectiva teleológica; Marcuse será otra estación de parada donde se descubre su deslizamiento a una posición utópica; y, finalmente,
Nietzsche es apreciado como el filósofo profundamente contrario al utopismo y a la teleología, que especula sobre la historia asumiendo una visión cíclica, compartida, por lo demás, como una noción recurrente en varias culturas y tradiciones de pensamiento.
En lo concerniente a la segunda matriz, la matriz analítica de la filosofía de la historia, una
breve presentación de las tres perspectivas indicadas, el neopositivismo, el idealismo y el
historicismo, será suficiente. Reservándome para el futuro trabajar con más detenimiento
dicha matriz y sus perspectivas, aunque ya tengo opiniones formadas sobre algunos filósofos, como Michel Foucault por ejemplo.
FILOSOFÍA ESPECULTATIVA DE LA HISTORIA
La filosofía especulativa de la historia desarrollada en la cultura occidental incluye tres tendencias. Por una parte, se encuentra el pensamiento teleológico que sea en la versión religiosa
o en sus manifestaciones seculares diversas, ha predominado en la historia con particular
incidencia en la modernidad y en los tres últimos siglos. Su primera manifestación cabe
situarla a inicios del siglo V de nuestra era, momento que adquirió una relevancia notoria
radicada en la fuerza persuasiva del pensamiento de filósofos de renombre universal. Precisamente por tal relevancia, en el siglo XX, como parte del contexto cultural de la postmodernidad, surgió la crítica a los “meta-relatos” y la descalificación de toda pretensión
de afirmar un telos universal para la historia.
En segundo lugar se distingue la visión utópica de la historia. Se trata de un doble movimiento, un carácter simultáneo y complementario que consiste en la denuncia de la realidad fáctica y en el anuncio de un añorado ideal. La importancia de esta perspectiva radica
1
Blithz Lozada ha estudiado Filosofía, Economía y Ciencias Sociales. Tiene Maestrías en Filosofía, Ciencias Políticas y Gestión de la Investigación Científica. Es docente investigador de postgrado y pregrado en
las Facultades de Humanidades y Derecho de la Universidad Mayor de San Andrés. Ha publicado 15 libros, 42 artículos especializados y cumplió funciones de Director en importantes instituciones educativas.
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en su larga duración que se remonta al siglo VIII antes de Cristo y que inclusive en el siglo
XX, aparece de modo específico. En el siglo XX, una versión invertida de dicha perspectiva
es la llamada “utopías negras”. Denuncian lo que se precipita como un futuro indeseable y
catastrófico relativamente inmediato, habida cuenta de la tendencia actual anunciada como una situación que debería cambiar.
Por último, la tercera perspectiva de la filosofía especulativa de la historia se encuentra en
varias expresiones culturales y reúne diversos rasgos. Se trata de nociones construidas en
contra de la teleología y las pulsiones excluyentes de verdad. Manifiestan el pensamiento
cíclico, el eterno retorno de lo mismo, el cambio circular y el movimiento inocente, azaroso y
deambulatorio de historias y mundos paralelos que transitan según un despliegue universal sin sentido y hacia ninguna meta.
LA PERSPECTIVA TELEOLÒGICA
Desde el siglo V de nuestra época, san Agustín, el obispo de Hipona, fundamentó los rasgos de una visión teleológica de la historia consistente en suponer que ésta sigue un curso
determinado hacia un final –es decir, hacia un telos (
). La teleología considera a la historia desde una perspectiva universal; cree que existe un decurso sucesivo e ineluctable
marcado por necesidad ontológica, un proceso de los acontecimientos invariable, concerniente al presente y el futuro de la humanidad. La meta lejana daría sentido universal al
transcurrir contingente de los acontecimientos parciales y los hechos locales.
Pese a que el concepto de “filosofía de la historia” se verbalizó por Voltaire recién en el
siglo XVIII, la reflexión teleológica se dio mucho antes. Por primera vez, la labor intelectual
de san Agustín hizo consideraciones sobre el principio y el final de la historia universal,
asumió la creencia en la existencia de un plan estructural que marcaría el curso invariable
del progreso hacia una meta trascendente, y estableció el valor de los sucesos según el
momento de dicha marcha. También expresó fe en la centralidad de un sujeto con protagonismo extraordinario, en un contexto en el que el cristianismo apenas había conquistado
su legalidad, marcando para el futuro, una influencia profunda, tanto en el pensamiento
clerical como laico e inclusive ateo.
Siendo testigo del desmoronamiento del imperio romano de Occidente, san Agustín pensó
a la historia como un horizonte que dejaba ver el telos. Lo humano y natural, lo sagrado y
profano, lo contingente y pasajero, la historia y el mundo, adquirieron sentido en cuanto
quedaban sometidos al tiempo. Pero el tiempo se somete a la vez a Dios. Dios lo creó simultáneamente cuando creó el mundo; por consiguiente, no existe un “antes” de la creación y el poder de Dios se da también sobre el tiempo2. Dios no subsiste dentro del tiempo
ni espera que transcurra para saber qué sucederá, su omnisciencia se basa en que está fuera de él, conoce en detalle hasta el minúsculo ápice de la realidad, inclusive en el último
día de la historia cuando el tiempo muera y la humanidad creyente alcance la vida eterna.
2
La obra clásica de san Agustín que expone la concepción cristiana y teleológica de la historia es La ciudad
de Dios. Biblioteca de Autores Cristianos. Barcelona, 1986. Sobre la creación del tiempo, véase Confesiones. Editorial Sopena S.A. Barcelona, 1977, pp. 370 ss.
3
Sólo a partir de san Agustín la historia adquiere carácter universal. Es visualizada siguiendo un procurso marcado por una escisión crucial, se trata del cisma por el que la recurrente
búsqueda de reconciliación que Dios promovió con los hombres y que reiterativamente
fuera traicionada por el pecado original, finalmente alcanza su fin en la redención mediante la crucifixión y la resurrección de Cristo. San Agustín le otorgó un inicio único y un final
revelado, fundiendo los componentes parciales en un todo inseparable. Esto implica conceptualizarla de manera tal que une la narración sagrada del Antiguo Testamento, particularmente desde el Génesis y el Éxodo, con las noticias profanas que Heródoto, los historiadores antiguos, especialmente griegos y latinos, proveyeron a la cultura occidental.
San Agustín habría otorgado un sentido religioso y moral a la historia al dotarla de finalidad. Se trata de la confianza, la fe como una albricia de Dios a los creyentes en algo invisible (pistis), inexistente y que daría fundamento a la vida: la creencia en el final. Esa creencia permitiría regocijarse en la obra de la creación divina, magnánima y sabia que descubriría el esplendor y la belleza del mundo. Así, el telos del cristianismo se opondría a la
desesperanza, a la miseria, a la engañosa felicidad y a la abominable y hostil doctrina de
los ciclos eternos ensalzada por el mundo antiguo3. La esperanza en dicho final (eschaton),
siendo una concesión divina, una gracia, refiere una espera con certidumbre en que el final
se consumará, pero también implica deberes religiosos inclusive cuando las circunstancias
son difíciles y se dan apremiantes obligaciones al hombre que cree en Dios.
Siendo Cristo el centro de la historia, plenitud del mensaje religioso y patencia del estado
adulto, la Iglesia que él fundó se constituiría en la ciudad de Dios. Agustín piensa dicha
ciudad como un reino en construcción, una colectividad histórica que peregrina hacia su
consumación espiritual y mística, hacia su salvación en el final de los tiempos. En ella imperaría la regeneración sobrenatural inspirada en el orden divino. Seguidora de Abel en la
tierra, procuraría la inmortalidad, practicaría la “común unión” de los fieles y realizaría
entre quienes gozan de la fe otorgada por Dios, un gobierno de justicia fundado en las
leyes eternas y divinas (Ordo ordinans). Se trataría de la ciudad de cristianos que actúan
según su fe en el Plan de Dios esperando su salvación y resurrección.
En oposición a dicha ciudad, la ciudad terrena, se caracterizaría por el orgullo y la ambición.
Se trata de un reino temporal pletórico de corrupción en el que imperan la separación y la
falta de comunidad espiritual. Seguidora de Caín, recrearía constantemente el pecado,
haciendo de su propio gobierno un sistema regido por hombres carentes de gracia y que se
han instituido a sí mismos, en sus propios jueces (Ordo ordinatus). Es la ciudad condenada
a ser abandonada por Dios el día del Juicio Final.
La teleología de la filosofía agustiniana de la historia se caracteriza por aspectos que han
constituido, posteriormente, sea en las versiones eclesiásticas más o menos heterodoxas, o
sea en las filosofías seculares tradicionales y clásicas de Occidente, un modelo de filosofía
especulativa de la historia: la perspectiva teleológica marcada por lo siguiente:
3
En El sentido de la historia, Karl Löwith refiere una cita literal de san Agustín señalando lo siguiente: “La
doctrina correcta conduce a una meta futura, mientras que los perversos caminan en círculo”. Véase la bibliografía, p. 187. Como autores principales de la visión cíclica antigua, Löwith menciona a Heráclito, Empédocles, Aristóteles, Eudemo, Nemesio, Marco Aurelio y Séneca.
4
Visión universal de la historia.
Presunción en un inicio único.
Connotación disfórica del principio.
Confluencia de lo local, particular e individual en lo general.
Decurso universal con tribulaciones.
Movimiento hacia el final.
Momentos categoriales del proceso como un todo.
Articulación de las categorías.
Cisma o clivaje histórico que marca el inicio del fin.
Centralidad de algún sujeto histórico.
Protagonismo de personajes determinados.
Relevancia de entidades, instituciones o actores.
Tribulaciones cerca al telos.
Mesianismo.
Inevitable consumación del telos.
Determinación de sujetos secundarios.
Esperanza colectiva e individual en el sentido del proceso
Diferencia del tiempo lineal sucesivo y el tiempo estático eterno.
Existen muchas variaciones eclesiásticas a la visión agustiniana de la historia, dadas no
sólo dentro del cristianismo medieval, sino también en el contexto del protestantismo moderno, la contrarreforma católica y en las tendencias contemporáneas de la Iglesia. Pero
también el pensamiento agustiniano ha influido, con mayor o menor incidencia, por ejemplo, en filósofos que secularizaron los contenidos religiosos del cristianismo, sea desde
posiciones tradicionales, o sea a partir de concepciones críticas o relativamente distintas.
Voltaire, por ejemplo, en el contexto de la Ilustración, siendo autor de magníficas obras
históricas referidas especialmente a su época, aparte de crear el concepto de “filosofía de la
historia”4, creía que ésta la permitiría visualizar los hechos humanos iluminándolos desde
una perspectiva racional. Así, la “filosofía” refrenaría verter sobre el conocimiento del pasado las supersticiones, las fábulas, los prejuicios o los intereses religiosos y políticos que
habrían impedido, hasta antes de la Ilustración, una valoración ecuánime de la historia.
Se trataría de una labor de construcción “filosófica”, entendiendo el decurso verosímil del
devenir, comprendiendo la naturaleza humana como causa de los hechos sociales singulares, articulando, de modo conexo y razonable, la historia de los imperios. Así, con abundante material de primera mano, es decir con un método histórico basado en fuentes primarias, la filosofía permitiría articular el devenir de modo inteligible y verdadero, destacando los procesos, relacionando los hechos y descubriendo en las vicisitudes que acontecieran, el fondo racional de la historia, encaminado en último término, hacia la ilustración y
la culminación de su sentido.
4
En Filosofía de la historia, Voltaire ofrece una visión racional y secular de la historia que trata desde los
contextos en los que se asentaron las diversas razas, hasta los rasgos culturales de las más importantes
civilizaciones antiguas. Véase la bibliografía.
5
No sólo en Francia sino especialmente en Alemania, se desarrollaron de manera intensa y
diversificada, varias reflexiones y esfuerzos notables por sistematizar la historia como parte del conocimiento filosófico. Autores como Johann von Herder, Immanuel Kant, Johann
Gottlieb Fichte y, particularmente, Georg Wilhelm Friedrich Hegel, establecieron de forma
propia y original, el sentido, el valor, la finalidad y el contenido que debía desarrollarse en
toda reflexión filosófica sobre la historia. Por lo demás, la secularización ha llegado inclusive a proyectar aparentes antítesis al pensamiento agustiniano, sin que, sin embargo, sea
posible desprenderse del contenido teleológico fundamental. En efecto, inclusive el materialismo histórico de Karl Marx y Friedrich Engels que es un pensamiento ateo, sigue siendo a todas luces desde una perspectiva objetiva, una variante filosófica que visualiza a la la
historia desde una perspectiva teleológica5. Así, hoy, todos estos autores, junto, por ejemplo,
a Auguste Comte o Jürgen Habermas, con Voltaire, Rousseau y otros ilustrados, son considerados, connotados pensadores de la “filosofía teleológica de la historia”.
Tanto en el siglo XIX como en el XX6, finalmente, se han dado autores que con mayor o
menor claridad, explicitaron una visión especulativa en la que, sea un telos liberal, una
meta ilustrada, el final de la historia, el reino de la libertad, el Estado cosmopolita, la paz
perpetua, la autoconciencia absoluta, el comunismo universal o el estadio científicopositivo proclamado por Auguste Comte, resulta inobjetable que muchas mentes, de las
más brillantes de Europa, pensaron la historia dentro del modelo agustiniano cambiando
solamente el contenido y el ropaje de una estructura anquilosada e invariable.
A modo de ejemplo resulta interesante comparar las características de la visión materialista de la historia, es decir, la que corresponde al marxismo, con los puntos que proceden de
la perspectiva ideológica del pensamiento teológico y eclesiástico de Agustín. Tales coincidencias radican en lo siguiente7:
La visión marxista de la historia es universal.
El principio de todo, incluida la historia, es la materia que cambia dialécticamente.
La propiedad privada es causa disfórica del Estado, la explotación y la familia monógama.
El capitalismo es inevitable confluencia general de lo local, particular e individual.
La “revolución” social es producto de la violencia, partera de la historia.
5
Véase, al respecto, lo que W. H. Walsh afirma en su obra Introducción a la filosofía de la historia. Según
él, la filosofía especulativa de la historia con evidente contenido teleológico se desarrolló en el contexto de
la Ilustración. Fueron Kant, Herder, Hegel, Marx y Comte, en los siglos XVIII y XIX, quienes se constituyeron en los más importantes representantes de esta tendencia. Siglo XXI. México, pp. 142 ss. Por su parte,
Robin George Collingwood en su libro Idea de la historia, al referirse a los pensadores más destacados
que elaboraron concepciones teleológicas, indica a Herder, Kant, Schiller, Fichte, Schelling, Hegel, Marx y
a Comte. Fondo de Cultura Económica, México, 1979, pp. 92 ss.
6
R.G. Collingwood, al referirse a los pensadores del siglo XX que han continuado la reflexión filosófica
sobre la historia, menciona, de Inglaterra, a Bradley, Bury, Oakeshott y Toynbee; de Alemania, a Windelband, Rickert, Dilthey y Spengler entre otros; de Francia destaca, por ejemplo, a Henry Bergson y Benedetto Croce sería el más importante de Italia. Idea de la historia, pp. 136 ss.
7
La exposición respecto de la visión materialista de la historia está basada, naturalmente, en las obras de
Marx y Engels. Sin embargo, en el siglo XX se ha desarrollado una gran variedad de interpretaciones que
siguen diversas corrientes marxistas. Como referencias, tanto primarias como secundarias, se remite a las
obras citadas en la bibliografía. Aparte de las obras de Karl Marx y Friedrich Engels véanse, por ejemplo,
los textos escritos por autores de la Escuela de Frankfurt, las interpretaciones efectuadas por Louis Althusser y Georg Lukács, además de los textos escritos por los funcionarios de la Academia de Ciencias de
la ex Unión Soviética.
6
El avance universal de la historia es hacia el socialismo y el comunismo.
Los “modos de producción” son las categorías de comprensión de la historia.
Las fuerzas y las relaciones de producción conforman los modos de producción.
El cisma o principio del fin del capitalismo es la dictadura del proletariado.
El proletariado es el sujeto histórico que revoluciona el capitalismo.
Cada modo de producción tiene protagonismos de sujetos revolucionarios.
Los cambios en la historia incluyen los ámbitos económico y político.
El final del capitalismo requiere incrementar la violencia revolucionaria.
El proletariado es la clase mesiánica.
El socialismo y el comunismo son inevitables en la historia consumada.
Sólo se puede estar a favor o en contra de la revolución que triunfará pese a quien pese.
El socialismo justifica todo sacrificio y exceso del presente.
La revolución proletaria erradica toda explotación y opresión de modo irreversible.
Que el telos sea el final de la historia, el punto omega, la segunda venida de Cristo, la
muerte del tiempo, o un eschaton (esperanza en los últimos días) precedido por el Apocalipsis, que el telos se visualice como el Estado racional y liberal que expresaría al mejor
mundo posible, cosmopolita y definitivo, un Estado benefactor o mínimo, e inclusive la
negación anárquica del Estado, no tiene relevancia desde el punto de vista formal. La razón en el Estado, la paz perpetua, el comunismo universal, el estadio “científico” de la
historia o la “sociedad positiva” se constituyen dentro de la misma estructura epistemológica que fue constelada por la teología cristiana.
Por otra parte, recientemente, Jürgen Habermas desarrolló un discurso en el que, aparte de
las pautas de crítica a la sociedad y a ciertas visiones de la historia, además de diferenciar
la tradición de la modernidad; el filósofo alemán presenta una concepción teleológica de la
historia. En este caso, el final aparece como la consumación de la teoría de la acción comunicativa, la superación de la razón instrumental y de las contradicciones políticas y culturales del mundo de hoy: culminación de expectativas filosóficas respecto de la posibilidad
de que los seres humanos busquemos el entendimiento y el acuerdo, la evaluación racional, universal e inteligible de nuestras acciones particulares, y la verosimilitud que justifica
la libertad para actuar de cierta forma.
Habermas insta y motiva a procurar el tránsito de lo posible y latente en el ser humano en
el sentido filosófico más fuerte, hacia una totalidad social, real, concreta y singular diferente. Se trata de la plasmación más cara de la promesa de la filosofía: el telos de la historia
que alcanza la concreción de un mundo de vida “racional”. Un telos dibujado como una
nueva historia en la que el final se hace visible gracias al discernimiento de la reflexión
filosófica esclarecida y racional. Habermas analiza, comprende y critica “nuestras” posibilidades y limitaciones respecto de la labor civilizatoria, dialógica y constructiva del futuro
que realizamos o negamos con tolerancia u obcecación, aquí y ahora.
Critica a las sociedades en las que el fascismo levanta la cabeza veladamente. Identifica las
raíces pre-modernas del neo-fascismo justificado en argucias como la “revolución cultural” o el protagonismo incuestionable de ciertas facciones. Su crítica hace posible leer y
explicar con solvencia y racionalidad, partes de la realidad política actual, arribándose con
libertad, a inferencias y conclusiones probables. Se focaliza en objetos como el capitalismo,
el socialismo, las sociedades fascistas del siglo XX y los agregados sociales tradicionales
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con contenido pre-moderno. Respecto de la racionalidad instrumental, critica, siguiendo la
cultivada posición de la Escuela de Frankfurt, aspectos como la ciencia, la tecnología y la
destrucción del planeta. Piensa que la tecnología sirve para la vigilancia y el castigo de los
individuos, que la ciencia cierne sobre la humanidad el riesgo de dramáticas alteraciones
del medio ambiente donde apenas se cobija la vida con precariedad, que la sociedad no
detiene la producción de armas de destrucción masiva, que los instrumentos de deterioro
del entorno natural son cada vez más sofisticados y que las consecuencias de la acción
occidental precipitan desastres ecológicos globales. Hoy como en ningún otro momento de
la historia de la humanidad, el hombre sería incapaz de utilizar el conocimiento que dispone para beneficio colectivo ni para enfrentar los problemas de la tragedia que vive más
de la mitad del planeta.
Frente a tal irracionalidad de la historia en el mundo presente, Habermas reivindica el
sueño maduro, el control efectivo de las tendencias destructivas y una comprensión “racional” del mundo con pretensión “universal”. El filósofo alemán cree que la verdad y la
justicia no pueden relativizarse, que deben prevalecer en las acciones individuales y colectivas, los derechos de los demás y que es inaceptable la intolerancia culturalista. Ésta última es la actitud soberbia de una facción étnica que se atribuye todo derecho de aplastar a
lo que es distinto a ella misma, so pretexto de reivindicar una cultura propia, auténtica o
históricamente explotada y silenciada.
La manera de que impere la tolerancia del otro y el respecto a sus derechos es desplegando
una actitud racional, esto es, si el hablante quiere ante todo, comunicarse con los demás
para entenderse sobre algo. Entenderse implica que el individuo esté dispuesto a reconocer
y apreciar la validez de la argumentación que el interlocutor presente, sea que se trate de
estados de cosas existentes en el mundo (verdad de las afirmaciones); sea que se refieran
intervenciones que habría que efectuar en el mundo (eficacia de las propuestas); o sea expresando valoraciones, intenciones, fines, propósitos y deseos subjetivos (transmisión de
manifestaciones). En todo caso, para entenderse se requiere argumentar y que los interlocutores puedan reconocer y apreciar lo que el otro dice, teniendo la posibilidad de cambiar
sus puntos de vista iniciales.
Entender al otro implica desplegar una actitud hermenéutica. Es decir, es suponer que
ninguna comprensión agota la variedad de sentidos que se pueden dar respecto de lo que
significan quienes se comunican. Aunque la hermenéutica no allana de modo concluyente
las distancias existentes entre las clases sociales, las culturas y las épocas que separan al
hablante y al oyente, aunque las distancias persisten incluso dentro de la comunidad que
comparte la misma lengua, el entendimiento es posible y gracias a él se llega a acuerdos
con los demás. Se reconoce de modo intersubjetivo y racional, la solidez de los motivos
que justifican la acción; se construyen imágenes del mundo y se da cuenta universal de las
formas de vida que se abren a cualquier tipo de crítica, precisamente porque pueden ser
resistidas con un saber cultural moderno.
La sociedad es “moderna” en la medida que realiza, según Habermas, un grado de racionalidad y un tipo de comprensión manifiestos en sus imágenes del mundo. En oposición,
es “arcaica”, es decir, de “carácter pre-moderno”, si los mitos cumplen la función de crear
una unidad ideológica que dé cuenta de la imagen del mundo. Tales imágenes míticas no
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orientan acciones racionales y son la “antítesis” de la modernidad. La razón en Occidente
se ha impuesto desde la época de Sócrates en la antigua Grecia y a partir de lo que Cristo
representa en el imaginario colectivo. Sócrates refiere la racionalización que dio comienzo
al pensamiento filosófico, disolvió la vida arcaica, generó una confianza ilimitada en la
capacidad humana para iluminar soluciones a cualquier problema, y destruyó una forma
de vida asentada en el mito. Por su parte, Cristo es el símbolo de la sociedad moderna por
ser el fundador del monoteísmo eclesiástico, con él se inició la vida institucional de la Iglesia y se articuló una visión religiosa sobre la divinidad coincidente con la teología natural.
Por lo demás, la sociedad se ha modernizado por la empresa capitalista, base de organización de la economía, y gracias al Estado entendido como un aparato racional que, basado
en un sistema de control centralizado y estable, dispone de poder militar, monopoliza el
derecho, hace uso legítimo de la fuerza y organiza la administración burocrática de la sociedad. Ambos se complementan y se estabilizan mutuamente. Sin embargo, Occidente ha
atravesado crisis, y en particular, la crisis de la razón.
Dicha crisis se expresa en países capitalistas desarrollados y en el Tercer Mundo, pero
también en la experiencia colectiva del socialismo colapsado. En este caso porque creyó
que era posible crear condiciones de vida “solidaria” a partir del uso auto-validado de la
violencia con la instrumentación política del poder estatal. Por lo demás, el siglo XX ha
madurado otras pústulas en la piel de la razón. La más virulenta, indeseable y ponzoñosa
sea posiblemente, el fascismo, en especial el que se teje en el siglo XXI con expresiones políticas populistas, desbordantes de osadía, ignorancia e irracionalidad, inorgánicas hasta lo
inefable y absolutamente carentes de un sentido histórico más allá de la megalomanía de
sus líderes plebiscitarios: nuevas erupciones repletas de veneno para matar otra vez a la
razón y a sus sueños realizables
Ante este cuadro, subsiste el pesimismo. Aunque, no muere la esperanza de que dicha
crisis de la razón tal vez anticipe un mesianismo idílico que busca el rejuvenecimiento, que
pretenda restituir la solidaridad perdida, que anhele la purificación estética en rechazo de
toda adherencia teórica y moral, que busque la emancipación y la liberación de los sujetos
retornando a los orígenes provistos por los poderes mágicos, más acá de la presencia de un
dios único. Que la filosofía sirva para espabilar la conciencia y la inteligencia, intensificando nuestras críticas, significa que, con Habermas, intervengamos en el presente, hagamos
historia tratando los grandes temas del día, desde nuestro punto de vista propio, cultural,
profesional y científico, alejado por principio de la zalamería que hace eco a las consignas
políticas, y que construye el futuro racional de la humanidad.
UTOPISMO Y UTOPÍAS NEGRAS
Los profetas antiguos de la religión judía desarrollaron un pensamiento utópico desde el
siglo VIII antes de nuestra era, denunciando con energía su presente intolerable y anunciando en éxtasis un futuro de salvación en medio de sucesos catastróficos, terribles y extremos. En medio de trances y éxtasis, hacían evidentes ante sus contemporáneos, las vivencias místicas que experimentaban mostrando ser los mediadores de un poder espiritual
9
sobrehumano8. Es curioso que casi tres milenios después, en medio de un entorno filosófico y político marcado por el marxismo y el psicoanálisis, la revolución estudiantil y la
postmodernidad, Herbert Marcuse, exponga con un optimismo candoroso, la utopía de los
años 60 en el siglo XX: una sociedad libre, una cultura no represiva y una vida individual y
colectiva plenamente satisfecha y realizada.
En las religiones, los mitos y otras fuentes culturales variadas, desde los albores de la humanidad, han existido discursos que se problematizaron sobre el futuro concebido en la
perspectiva del pasado y el presente, han subsistido construcciones intelectuales que aseveraron la historia desplazándose entre fabulaciones y creaciones, conceptos y cuentos,
nociones e imágenes. En ellas, el destino de los hombres, el sentido de la vida y el lugar de
los individuos en el mundo dando razón a su existencia, han sido explícitamente verbalizados. En efecto, desde el nacimiento de la historia como una disciplina con identidad
gracias a la labor de Heródoto en el siglo V antes de nuestra era, se ha desarrollado en la
humanidad una variedad significativa de ideas acerca de qué es la historia, cómo se alcanza conocimiento del pasado, qué valor tiene, cuáles son los principales problemas que es
necesario superar para desarrollarla y con qué metodología es aconsejable hacerlo. Durante más de dos milenios y medio, se han dado nociones que incluyen visiones utópicas.
Las manifestaciones culturales del pensamiento utópico más antiguo en la cultura occidental es posible identificarlas con un doble movimiento, sucesivo y reactivo: tanto, en primer
lugar, de denuncia de la situación moral, insostenible e insoportable, propia de la realidad
del momento; como, en segundo lugar, del anuncio de una utopía idealizada, la que sería
alcanzada después de un proceso siniestro y universal de connotación apocalíptica. Los
llamados “profetas del pueblo” como Jeremías, Jonás e Isaías se sintieron obligados a denunciar la relajación moral del pueblo judío, su orgullo, su desmesura, injusticia e idolatría
como las causas que precipitarían una purga espiritual9. La historia local aparece en el
pensamiento utópico como parte de un movimiento que involucra al presente y alcanza a
la humanidad en sentido amplio. Los hombres y las naciones serán juzgados por su calidad moral, en tanto que la labor del profeta consiste en anunciar una combinación escatológica que reúne, en primer lugar, los rasgos del apocalipsis con connotación catastrófica
y, por otra, el mensaje de esperanza para los hombres justos.
Los hombres arrepentidos, quienes se sometan a la ley divina y quienes profesen una vida
buena de fe y amor esperando al Mesías, agradarán a Dios, serán salvos y después del
Juicio Final, gozarán, en el final de la historia, de la eterna gracia, libre del mal y con una
espiritualidad plena. Mientras tanto, en el mundo de las tribulaciones y de la maldad, la
esperanza en el ungido (Christos, el elegido por Dios), alienta a los justos a luchar en contra
de todo lo que atenta en detrimento del bien empleando como arma espiritual principal, la
prédica utópica, de denuncia y anuncio, que bullía de los profetas hebreos10.
8
Véase, al respecto, de Israel Mattuck, El pensamiento de los profetas. Fondo de Cultura Económica, Colección Breviarios. México, 1971, pp. 17 ss.
9
Cfr. para esta parte, el libro referido de Israel Mattuck. Cap. XII, pp. 165 ss.
10
Jacques Derrida, interpretando a Kant, emplea el término “mistagogos escatológicos” para referirse a
quienes, habiendo descubierto un misterio profundo y secreto, instan a los hombres a la reconvención, a
que se re-conduzcan teniendo en cuenta que el fin, el extremo, el límite, el término o lo último, “aquello
10
Una visión sucinta del utopismo muestra que después de las expresiones judías, en la Grecia clásica del siglo IV a.C., Platón habría desarrollado especialmente en La República, una
concepción marcada también por la denuncia y crítica de la democracia ateniense de su
tiempo, contrastándola con una evidente valoración de la oligarquía castrense de rasgos
socialistas, régimen sugerido por la organización de la polis opuesta a su ciudad natal:
Esparta. Si bien, cabe destacar que en la antigüedad y hasta los primeros siglos de nuestra
era prevaleció la suposición de la historia asumiéndola como un movimiento cíclico, una
construcción humana, local y relativa, pronto esa noción se diluiría siendo perceptible la
influencia notoria de Platón en la visión occidental del mundo. En efecto, dicha influencia
se dio a través de la difusión y modificación de sus ideas que se proyectaron con profundas repercusiones en la Edad Media y que a través del Renacimiento y la Edad Moderna,
llegaron hasta la modernidad e inclusive hasta el siglo XX.
Hay pensamiento utópico, por ejemplo, en el milenarismo medieval y también en ciertos
rasgos de las teorías de Joaquín de Fiore quien instituía en la historia una idealizada “edad
de los monjes”. El utopismo se percibe, asimismo, en la teología del siglo XIII y en los movimientos religiosos radicales protagonizados, por ejemplo, por los flagelantes, fanáticos
itinerantes que purgaban sus pecados torturándose a sí mismos debido a que el inminente
apocalipsis ya se había anunciado con la peste negra en medio de la histeria y el desasosiego universal. También hubo sueños de igualitarismo en las acciones políticas y la convulsión que generó Tomas Münzer durante el siglo XVI precipitando a Alemania y a la
región en una crisis profunda.
En la misma época, en Inglaterra, Thomas Moro escribió su más importante libro, Utopía,
publicado en Lovaina en 1516 y cuyo título explicitaría el término que caracterizaría esta
tendencia filosófica sobre la historia11. Moro mostró que fueron las condiciones sociales y
políticas de los siervos que presenciaban la crisis de un régimen feudal agonizante, tanto
como las dramáticas circunstancias de explotación que en medio de la sangre y el lodo
dieron lugar a que surgiera el capitalismo, el contexto histórico que, de modo ineludible,
intelectuales comprometidos con su realidad, tenían el deber de denunciar.
Thomas Moro, como los demás utopistas de su tiempo, describió con detalle la organización y vida cotidiana en su isla idealizada. Entre los principales rasgos que muestran el
contraste con la realidad de Inglaterra, en la isla Utopía no existía el dinero, tampoco cerraduras en las casas, puesto que el crimen y el delito eran extraños a los ciudadanos que
se complacían en realizar actividades solidarias para beneficio de la comunidad. Todos se
educaban en las buenas costumbres y en una moral ajena al emprendimiento y la explotación capitalista. Las condiciones geográficas de la isla favorecían las relaciones comerciales
fuera de ella, relaciones que serían administradas por el Estado, el que, además, efectuaba
otras tareas de escasa importancia.
que viene in extremis a clausurar una historia”, es inminente y está cerca. Véase Sobre un tono apocalíptico adoptado recientemente en filosofía, pp. 21 ss.
11
A.L. Morton dice que antes de la publicación de Utopía, vio la luz otro libro que ofrecía una visión todavía
más idealizada que la que describiría después el Canciller inglés. Se trata del texto De Orbe Novo escrito
por Peter Martyr que idealizaba la vida de los indígenas de las Antillas. Véase Las utopías socialistas. Ediciones Martínez Roca. Barcelona, 1970, pp. 44 passim.
11
Entre los ciudadanos no había propiedad privada. En cambio, prevalecía una organización
rigurosa del trabajo colectivo basado en la disciplina, el cumplimiento y la igualdad. Todas
las personas tenían el derecho a disfrutar de los bienes que el trabajo proveía disponiendo
también del tiempo suficiente para el ocio. Los magistrados y los sacerdotes eran elegidos
democráticamente, sin embargo, no constituían una clase social privilegiada destacándose
sólo por ser letrados. No se acumulaba riqueza, el gobierno lo constituían los mejores
hombres, y existía el deseo de difundir las concepciones políticas e ideológicas de la isla,
inclusive al precio de hacer la guerra a los regímenes tiránicos de la región vecina12.
Aparte de Moro, hasta el siglo XVII, se sucedieron varios autores que fortalecieron el
anuncio de las utopías como la verbalización de los deseos compartidos emergentes con
un mismo origen: la génesis de sentimientos populares en Inglaterra y el resto de Europa.
Así, tales escritores expresarían los sueños de actores históricos y sus oníricos deseos de
paraísos donde habrían desaparecido la opresión, la injusticia y la indigencia. Los utopistas recogieron estos sueños en forma literaria, presentaron países, reinos, islas o mundos
con rasgos ideales y dieron expresión verbal a los sueños populares con imágenes “socialistas”: proyecciones utópicas que fueron la negación teórica y práctica del mundo feudal
en agonía y también, del mundo capitalista en vigorosa erección.
Autores como Tomasso Campanella en su libro La ciudad del Sol, Francis Bacon en La Nueva
Atlántida además de otros como Jonathan Swift y William Morris impulsaron con energía
el pensamiento utópico con contenido socialista13. El utopismo instituyó una condición de
tal tendencia: la distancia entre la realidad presente y el ideal imaginado. Por lo demás, los
autores utópicos nunca indicaron estrategia “política” alguna para realizar el programa de
acción colectiva según su visión ideal de la historia. En contraste, fueron muy prolíficos en
describir con detalle los rasgos, contenido y belleza de los sueños que interpretaban individualmente, a partir de las aspiraciones más profundas constatadas como anhelos compartidos por personas que conformaban la mayor parte de la sociedad. Que dicho utopismo se haya expresado desde los albores del capitalismo como una exaltada denuncia de
las contradicciones de tal régimen, explica que la imagen general que adoptaron los sueños utópicos, inclusive en el siglo XIX, esté marcada o pueda ser caracterizada con la forma socialista. Entre los socialistas que proclamaron una “utopía” cabe destacar, por ejemplo, al conde de Saint-Simon, a Charles Fourier y a Robert Owen.
A partir del movimiento intelectual generado hacia el siglo XVI y que se prolongó con
fuerza inclusive en el siglo XIX, es posible afirmar con A. L. Morton14, que el pensamiento
utópico nació como expresión de los deseos colectivos frente a los problemas sociales. Así,
se puede elaborar el resumen de las características de las utopías de Inglaterra y Europa
remarcando un rasgo inequívoco: el gesto de denunciar los problemas de la realidad con12
Véase la descripción de Utopía que ofrece el libro de Jean Touchard, Historia de las ideas políticas. Editorial Tecnos. Barcelona, 1979, pp. 211 ss.
13
Cfr. el libro referido de A.L. Morton. Especialmente, los capítulos 3 y 6, pp. 60 ss., 151 ss.
14
Las utopías socialistas. pp. 11 ss. Además del recuento que hace A.L. Morton de los autores que habrían
proclamado utopías socialistas, se refiere también a los movimientos culturales que dieron lugar a crear
tradiciones compartidas, imágenes míticas y símbolos análogos a los de Utopía, el más característico es,
sin duda, “el país de Cucaña”.
12
creta y anunciar el ideal. Por lo mismo, los autores utópicos se situaron en una situación
tal, en la que no sólo expresaron los deseos y los ideales de los grupos subalternos y las
clases explotadas, sino que pusieron en evidencia las críticas al poder prevaleciente, hicieron escarnio de la sátira social y descalificaron lo que se había constituido en su contexto,
habida cuenta de las inequidades intolerables y de la explotación imperante.
Herbert Marcuse en el siglo XX expresa también el utopismo. Critica la sociedad industrial
avanzada de los años 60, tanto del capitalismo como de las sociedades socialistas. Siendo
integrante de la Escuela de Frankfurt, el filósofo berlinés ha plasmado en sus textos y conferencias la teoría crítica descubriendo las contradicciones monstruosas y, sin embargo, a
veces invisibles, que reprimen al individuo asfixiando sus posibilidades de liberación y
aplastando las opciones de su existencia.
La crítica a las sociedades industriales avanzadas de contenido capitalista abarca múltiples
dimensiones. El primer mundo ha logrado que el sujeto reproduzca en su conciencia la
ideología del despilfarro, que asuma al trabajo como un designio incuestionable, al descanso y a la diversión como marginales pero imprescindibles para compensar el desgaste
psíquico de la actividad laboral, creyendo que sólo en este mundo se realiza la libertad: un
contexto de necesidades que aparecen tan falsas como irrefrenables. Es un mundo unidimensional que idiotiza y que promueve la frustración individual a escala masiva, un
mundo de consumismo y ausencia de libertad, de productividad unida irremisiblemente a
la escasez, y de una autodeterminación ficticia que degusta el trabajo alienado practicando
el ocio para el embrutecimiento.
El segundo mundo, el orbe socialista, es criticado por Marcuse también con acidez. Tal
mundo niega la negación capitalista, pero ha naufragado las esperanzas de superación del
modo de producción signado por la libre concurrencia. Ideológicamente, el marxismo ha
sido acartonado por los burócratas corruptos, políticamente, sus dirigentes se han convertido no sólo en los nuevos amos con irrestrictos privilegios, sino en dictadores más o menos grandes o pequeños, angurrientos de poder y carentes de todo escrúpulo. Las esperanzas de la humanidad de revolucionar el capitalismo, de lograr igualdad con dignidad,
libertad y sólo gracias a la satisfacción universal de las necesidades apremiantes, han sido
carcomidas por una atmósfera de oprobio dictatorial, dirigida desde la URSS y realizada
con más o menos matices, por los reyezuelos de los países satélite.
El primer y segundo mundo se convirtieron en un universo cerrado, un condicionamiento
pertinaz y efectivo de la lógica del discurso, y la hegemonía de una estrategia tecnológica
que depreda la naturaleza, contamina el medio ambiente y encamina a la ecología a la
destrucción global. Cualquier resquicio en este universo político cerrado representa un
riesgo que eliminarse. Así, el conjunto de energías materiales y espirituales, intelectuales y
corporales, económicas y culturales se dirige a preservar y proyectar como omnicomprensivo, el mundo prevaleciente, cerrando el paso a cualquier alternativa sospechosa.
Es una sociedad represiva que domina con exceso; es decir, despliega tácticas que colonizan
al individuo haciendo que crea que es feliz o que puede llegar a serlo, que vive en el mejor
mundo posible, el cual inclusive se autocorrige, y que sólo debe reprimir sus instintos, su
psique y sus tendencias para acomodarse y ascender. En el capitalismo, respecto de la re-
13
presión instintiva, resulta curioso que en una sociedad que pone a disposición de los usuarios, la más variada colección de artículos de consumo, que ha comercializado la libido
hasta el extremo y que ha multiplicado las formas de satisfacer las pulsiones sexuales; una
sociedad que ha “de-sublimado” la libido, es decir la ha descarriado, también la reprima
inmediatamente. Es decir, esa aparente libertad y omni-lateralidad libidinal son sólo, finalmente, inocuas y hasta folklóricas manifestaciones de la opulencia: impotentes políticamente, apenas expresan la represión omnisciente sin que incidan en ningún cambio que
sea el resultado de la crítica a las formas sociales de lo establecido.
Repudiando la ideología de la muerte, analizando, por ejemplo, la represión ontogenética
y la filogenética que se despliegan sincrónicamente con la asunción que el sujeto realiza
del principio de realidad, Marcuse descubre las oprobiosas faces de la represión. Pero, su
recorrido intelectual no termina aquí, conduce también a su auditorio a un horizonte expectable, impulsa una actitud instintiva e intelectualmente reactiva, insistiendo en el Gran
Rechazo. Rechazar la sociedad industrial avanzada en su versión capitalista y socialista no
es sólo una necesidad instintiva, es también un corolario teórico compromisorio que el
filósofo octogenario ayuda a descubrir. Se trata de ver a la historia y a la sociedad como
nunca fueron vistas conteniendo un horizonte de esperanza, de realizar una trascendencia
filosófica inédita, de solidarizarse con los marginales, los desdeñados, las minorías, los
parias y los que sufren, para oponerse al principio de actuación, para irrumpir en los escenarios políticos, para destruir la agresividad y la brutalidad de la organización social. Se
trata de erotizar el cuerpo y la vida, de instituir al amor como principio, de buscar la felicidad en la realización de la sexualidad, de practicar efectivamente la libertad, de afirmar
la autenticidad en la diferencia, de dar rienda suelta a la imaginación, de teñir la propia
existencia de actitudes lúdicas con olores libidinosos, gratificaciones sensuales y lúbricas,
priorizando la vivencia estética lasciva, la fantasía y el culto del cuerpo; rompiendo las
cadenas del trabajo y los tentáculos opresores que condiciona y asesina la cultura.
En lo concerniente a la visión utópica que Marcuse pone en evidencia respecto del futuro
de la historia, cabe referir el corolario político de la propia teoría crítica. Se trata de que la
labor intelectual sea un catalizador para acelerar las transformaciones sociales, de que la
teoría extreme los sentidos latentes en el rechazo a la sociedad opulenta y carnívora, de
que los intelectuales y estudiantes perciban instintiva y espontáneamente la represión extendida en el cuerpo social, y se comprometan para reorientar tales sentidos, fortaleciéndolos y dotándoles de un contenido teórico que permita construir nuevas sociedades en un
contexto en el que el tiempo y el mundo sean también diferentes.
En resumen, el pensamiento de Marcuse es una filosofía utópica de la historia. Sus denuncias vigorosas y sistemáticas son sólo el anverso que se completa con un conjunto de anuncios románticos, su crítica es sólo un lado de la medalla en la que sus ilusiones y anhelos
constituyen el otro lado; su rechazo a la sociedad moderna es sólo un gesto contrastado
con su actitud profética y candorosa. Su trabajo sociológico y riguroso de diseccionar el ser
del capitalismo y del socialismo es sólo un momento en su labor intelectual esperanzada
en expresar certezas sólidas respecto de cómo debe ser la historia en el futuro.
Por lo demás, en el siglo XX se ha constelado otra forma de concebir las utopías, una variante invertida del utopismo: las llamadas “utopías negras”. Denuncian lo que aparece
14
como un futuro inminente, indeseable, catastrófico y resultado de la tendencia del presente. Éste, en consecuencia, es anunciado con signos de advertencia: si la realidad del presente no cambia, será inevitable que se precipite el futuro que queda advertido. Especialmente, dicho pensamiento se ha expresado de manera fantástica y literaria. Aparte de la herencia cinematográfica de las últimas décadas, cabe señalar los orígenes de las “utopías negras” en escritores como Herbert Georges Wells, Aldous Huxley y Georges Orwell.
Las novelas de ciencia ficción de Herbert George Wells contienen descripciones proféticas
sobre la tecnología, la política y los horrores de las guerras del siglo XX. Varias de sus novelas se convirtieron en películas. La primera fue La máquina de explorar el tiempo; le siguieron El hombre invisible, La guerra de los mundos y Las cosas del futuro. Adoptó una fisonomía
pesimista más y más terrorífica. En sus obras Del 42 al 44 y El destino del homo sapiens criticó
a la mayoría de los líderes mundiales de la post-guerra y expresó dudas sobre la sobrevivencia de la raza humana. Otras de sus obras expresan la defensa que hizo de los derechos
de las mujeres, su crítica al capitalismo y la reacción del ciudadano inglés a la Segunda
Guerra Mundial. Aldous Leonard Huxley escribió en 1923, Heno antiguo y, posteriormente,
Contrapunto. En ambas obras muestra el clima nihilista de los años 20. Su novela más importante fue Un mundo feliz en la que hace evidente una visión deshumanizada y utópica
del futuro. Describió una sociedad en la que los habitantes viven un mundo ilusorio, reducidos a la condición de robots. En los años 50, publicó obras en las que narra sus propias
experiencias con drogas alucinógenas. Escribió también crítica científica, filosófica y social,
habiéndose interesado por el misticismo y la parapsicología.
Eric Arthur Blair escribió con el pseudónimo de George Orwell. Enfermo, paso varios años
de pobreza tratando de afirmarse como escritor, primero en París y después en Londres.
Nació en India en 1903, pero se lo considera un escritor británico, estuvo políticamente
comprometido y sus obras ofrecen un brillante y apasionado retrato de su vida y de su
época. Participó como miembro de la Policía Imperial India y tomó parte en la Guerra Civil española. En su novela Homenaje a Cataluña hace responsable al Partido Comunista
Español y a la Unión Soviética de la destrucción del anarquismo en España y el consecuente triunfo del falangismo de Franco. En El camino a Wigan Pier hace una crónica desgarradora sobre la vida de los mineros sin trabajo en el norte de Inglaterra. Pero sus novelas
más satíricas que advierten y condenan a las sociedades totalitarias son de mediados del
siglo XX. En Rebelión en la granja plasma una ingeniosa fábula de carácter alegórico basada
en la traición de Stalin a la Revolución Rusa, mientras que en la novela satírica 1984 ofrece
una descripción aterradora de la vida bajo la vigilancia constante del “Gran Hermano”.
Murió de tuberculosis en 1950.
LA VISIÓN CICLICA DE LA HISTORIA
El pensamiento griego y la labor de Heródoto en el siglo V antes de nuestra era, si bien
han dado lugar al nacimiento de la historia como una disciplina específica, no la visualizaron como un conjunto articulado de acontecimientos orientados según un sentido que les
dé valor universal. Si bien Heródoto representa la superación de la leyenda en el quehacer
histórico, si bien supone que son los hombres los principales actores del acontecer y busca
encontrar respuestas verosímiles a preguntas específicas que posibiliten comprender la
15
naturaleza humana; su visión filosófica y cultural no le permitió pensar la historia como
universal constituyendo una totalidad con sentido15.
Karl Löwith16 piensa que entre los griegos prevaleció la idea espontánea del eterno retorno, influida, entre otras razones, por los ciclos siderales y meteorológicos. Es decir, la
repetición cada cierto tiempo de las estaciones, el infinito fluir de los días y las noches, la
renovación multiforme de la vida y la agricultura entre otras observaciones y realizaciones
culturales, no dieron lugar a pensar la noción de “progreso” con sentido finalista, ni a suponer “avances” según una dirección determinada. Al contrario, las contingencias sociales
y políticas que acontecían en los más disímiles contextos de las polis y que se repetían de
manera azarosa, dieron lugar a pensar que los procesos, las relaciones causales y el orden
de series políticas y culturales debía repetirse de alguna manera, seguiría una secuencia,
constituiría un movimiento cíclico.
En opinión de Robin Georges Collingwood17, la filosofía clásica griega y el pensamiento
latino posterior, debido a la focalización etnocéntrica de su propia visión cultural, no pudieron desarrollar una visión universal de la historia. Consecuentemente, tampoco la pensaron como un todo articulado, conexo y sistémico con un inicio compartido, por el mismo
camino de “progreso” y con la misma finalidad de consumación anticipada desde el inicio.
De este modo, desde los albores de la historia como una disciplina, ésta habría tenido apenas cierta relevancia instrumental: la antigüedad le otorgó solamente un valor pragmático
por cuanto gracias a la repetición era posible, en cierta medida, predecir o anticipar las
posibilidades de prosecución de series dadas y probables. Por otra parte, los estudios antropológicos y comparados de los pueblos llamados “primitivos” y de las sociedades denominadas “arcaicas” han mostrado que en diferentes contextos culturales es frecuente la
noción que Mircea Eliade llama “nostalgia del tiempo mítico”. Se trata de la anulación de
la historia como el devenir encaminado en una determinada dirección y, por consiguiente,
la negación del avance de la historia según un sentido progresivo y lineal: es la regeneración
ritual de un tiempo que retorna.
Eliade dice que en la mayor parte de las sociedades “primitivas” el Año Nuevo coincide con
el momento transitorio en el que el tabú deja de ser prohibido. La comunidad proclama
que en esa fecha puede comer lo que normalmente es dañino y constituye una trasgresión
a lo sagrado. Dicho día es, consiguientemente, el reinicio de un ciclo, implica posesionarse
e influir sobre el principio de un nuevo movimiento, el cual se activa gracias al rito. En las
civilizaciones históricas18, se trata de la absolición de la historia, es decir, la repetición del
acto cosmogónico; una nueva y necesaria “creación”.
15
Véase de Robin George Collingwood, Idea de la historia. Fondo de Cultura Económica. 6ª reimpresión.
México, 1979, p. 27.
16
El sentido de la historia: Implicaciones teológicas de la filosofía de la historia. Editorial Aguilar. Colección
Historia y Cultura. 4ª ed. Madrid, 1973, pp. 181 ss.
17
Idea de la historia. pp. 50 ss.
18
El trabajo de Mircea Eliade en El mito del eterno retorno y en otras obras que han adquirido la cualidad de
ser monumentales logros intelectuales y científicos, se centra en la comparación de las religiones, las
creencias y los mitos. Sin que medie ningún obstáculo contrasta, por ejemplo, las antiguas religiones hindúes con las creencias míticas que forjaron la identidad de la Grecia antigua, también recurre a la religión
16
Eliade hace referencia a cómo los pueblos primitivos y las sociedades arcaicas niegan la
visión teleológica, remarca que rechazan que los acontecimientos sean irreversibles y que
ejerzan una acción corrosiva sobre la conciencia individual y colectiva19. Tales pueblos y
sociedades, mediante sus ritos, vuelven a actualizar un instante intemporal en el que se
identifica el principio mítico de sus identidades y de la creación del mundo con el inicio de
periodos determinados que retornan. De esta manera, se reactiva cíclicamente el comienzo
del cosmos auspiciándose con el gesto ritual, la llegada de un tiempo que, por una parte,
ahuyente los males, expulse a los demonios, los pecados y las enfermedades, y, por otra
parte, promueva el bienestar de la comunidad con un nuevo nacimiento. Para que el ciclo
renazca y sea auspicioso, la actitud ritual se constituye en la clave principal.
Para Eliade, los ritos tienen eficacia en la medida en que repiten un modelo mítico. Los
ritos no sólo recuerdan sino que reproducen la acción originaria de los dioses, los héroes o
los antepasados en el comienzo de los tiempos, de manera que así se da lugar, otra vez, a
la “creación cósmica” representada, por ejemplo, mediante la unión del cielo y de la tierra.
En este caso, se trata de la “hierogamia” que recuerda los vínculos del mundo sagrado con
el profano reactivando con la misma acción, el momento en que el caos salvaje se convirtió
en un orden efectivo, el orden que otorgó formas determinadas al mundo.
La hierogamia que retorna es una consecuencia de la vuelta del tiempo. El rito pone a la
colectividad en una situación anterior a la creación; así, la habilita a que recree el mundo,
permite que el hombre participe del acto cosmogónico renovado. Los ritos y el retorno al
tiempo mítico tienen eficacia para las sociedades arcaicas en la medida en que las acciones
originarias se recrean con propiedad influyendo en el decurso del ciclo que comienza,
marcado también por el azar y la contingencia. Se trata de influir en lo que tiene relación
con la agricultura y la fecundidad, pero también la colectividad busca interceder en el futuro inmediato, de modo que ciertas situaciones concernientes a las curaciones, el matrimonio, los nacimientos, la purificación colectiva, la confesión de los pecados y las licencias
sexuales sean propicias. Así, la regeneración del tiempo constituye la repetición de la creación20.
Que el tiempo se regenere implica, en opinión del estudioso rumano de las religiones y las
creencias míticas, que las sociedades “primitivas” están imposibilitadas de convertirlo en
hebrea más remota, a las concepciones que se advierten entre los persas, los babilónicos y en varias tribus africanas, a las creencias compartidas en los pueblos nórdicos de Europa y a las ideas religiosas estudiadas en el sur de Asia.
En fin, su enfoque comparativo no tiene restricción espacial ni temporal alguna, y en su obra señala símiles entre las civilizaciones indoeuropeas (eslavos, iranios, hindúes y grecolatinos) y otros grupos culturales
habitualmente considerados “distintos”. Las ideas centrales que desarrolla en el estudio comparado de las
religiones y las creencias son los modelos cosmogónicos del mundo, la abolición de la historia que irrumpe
por los mitos y las leyendas primitivas, además del empleo de la religión como una explicación de las manifestaciones de lo sagrado en el mundo. Las obras monumentales del investigador rumano son el Tratado
de historia de las religiones publicado por primera vez en 1949 y los tres volúmenes de Historia de las
creencias y las ideas religiosas publicado en 1985.
19
El mito del eterno retorno: Arquetipos y repetición. Alianza Emecé. Madrid, 1980, pp. 28 ss., 72 ss.
20
Mircea Eliade dice en El mito del eterno retorno. p. 63: “…todo lo demás no es sino la aplicación, en planos diferentes, y en respuesta a necesidades diferentes, del mismo ademán arquetípico, a saber, la regeneración del mundo y de la vida por la repetición de la cosmogonía”.
17
“historia”. Es decir, estas sociedades han construido paraísos arquetípicos en los que el
registro del tiempo apenas es una constatación de los cambios biológicos que acontecen;
pero, de ningún modo, implica un proceso de marcha irreversible de los hechos. Para tales
sociedades el tiempo no puede dañar su conciencia colectiva, no puede corroer su certidumbre de que todo mal, todo pecado, todo acontecimiento indeseable que promueve
consecuencias adversas para las personas y los grupos, es reversible, se puede conjurar e
invertir procurando el bienestar y un nuevo ciclo radiante. El rito hace que el tiempo retorne, que la creación se reditúe, que se promueva sagrada y fervientemente, la regeneración del mundo y de la vida, tanto de las personas como de la sociedad.
En Occidente, el pensador que ha proclamado con pasión y rigor filosófico el “eterno retorno” es, sin duda, Friedrich Nietzsche. Dicho filósofo alemán desarrolló esta concepción
en oposición a las tendencias teleológicas y utopistas de la historia. Según él, se trata de
una revelación, un desvelamiento que hace el profeta Zaratustra21. En la obra por la que
Nietzsche pensaba que sería considerado en Alemania como un loco, en Así hablaba Zaratustra, el personaje central es el profeta que anuncia la muerte de Dios y proclama la verdad del superhombre. Es un espíritu creador que apetece cosas grandes como la revelación
del secreto del eterno retorno, mostrándolo como el destino ineluctable de todas las cosas:
la restauración que hace que todo vuelva a ser lo mismo.
Del superhombre Zaratustra habla a todos los hombres que encuentra, de la muerte de Dios
sólo a algunos; en cambio, del eterno retorno, sólo reflexiona para sí mismo. Zaratustra no
puede degustar la sabiduría que ha acumulado en la montaña solo, trata de compartirla.
Quiere que el mundo lo escuche, el mensaje es para todos, aunque sabe también que nadie
será capaz de realizarlo: el superhombre no existe aún y es poco probable que exista pronto.
Por lo demás, pensar el eterno retorno es llegar a la altura suprema, a lo más hondo, al fondo
que envuelve la realidad en lo más insondable del mar del tiempo.
El eterno retorno patentiza de modo recurrente, las múltiples expresiones históricas de la
voluntad de poder. A la vez, ésta hace evidente que Dios ha muerto y que, por lo tanto, es
un imperativo que todo ser humano asuma la interpelación a constituirse en superhombre.
Sin embargo, éste no existe ni existirá y los hombres están demasiado ocupados en
banalidades para entender el mensaje del profeta sin que puedan realizar lo que la gente
considera, son los devaneos de un loco22.
El eterno retorno es el misterio del tiempo, es la anulación de la diferencia entre el pasado
y el presente, el secreto revelado como la suprema y la más honda verdad. Siendo el tiempo infinito, pensar la finitud según un esquema que implique un principio y un final para
todo y para todos, además de ser restrictivo y una paupérrima combinación de posibilidades, es un engaño. Las filosofías teleológicas de la historia se han constituido en sus múltiples variantes, por el temor a la nada y por el rechazo al vacío. Pero es en el vacío que surge la infinitud, la ausencia de límites y de determinaciones; tal falta implica la repetición
21
Véase Así hablaba Zaratustra. Editorial Porrúa. México, 1983. “De la visión y del enigma”, pp. 86 ss. También El anticristo. Siglo XX. Buenos Aires, 1986. Fragmento 54, pp. 86 ss.
22
Así hablaba Zaratustra. “Los discursos de Zaratustra”, pp. 13 ss.
18
no una, sino múltiples e inclusive una infinita cantidad de veces, de lo mismo, puesto que
toda verdad es curva y el tiempo es un círculo.
Lo que acontece en el tiempo ha tenido que ocurrir antes y volverá a ocurrir de nuevo. En
el tiempo total, el presente se funde con el pasado como una serpiente que se muerde la
cola, pero no se devora hasta aniquilarse, sino que reaparece en la trama de otros anillos.
Detrás y delante del ahora yace una eternidad en la que nada es nuevo del todo; lo que
sucede ya pasó antes y volverá a acontecer de nuevo, y no sólo como un hecho aislado,
sino como una cadena de acontecimientos históricos que según el anillo que forma, muestra que antes esa misma cadena sucedió, volviendo a acontecer lo mismo23.
Nietzsche expresa que el eterno retorno de lo mismo se realiza como “el anillo de los anillos”
y a la historia como parte de éste. Señala los ámbitos de la realidad en los que, de acuerdo
a su temporalidad, todo retorna, volviendo a acontecer. En primer lugar, el ámbito cosmológico y físico barre el recorrido del anillo más comprensivo. Se trata de la tensión permanente de fuerzas y de la dinámica de los cambios que nunca llegan a un estado de equilibrio definitivo. En el mundo existen múltiples diagramas en los que se configuran y deslizan fuerzas activas y superiores, dominantes y subordinantes, definidas como tales por
oposición a las fuerzas reactivas e inferiores, dominadas y subordinadas. Pero, son fuerzas
que se trasforman, que se aplican de una y otra forma, que se vuelcan contra sí mismas y
mudan en escenarios variables, invierten sus cualidades y su sentido en un flujo inacabable que las disipa y reconstituye, un flujo que hace que transiten de un término a otro.
El mundo de la ética y de la historia constituye el segundo anillo de los anillos engarzado
también al anterior. Aquí, las fuerzas activas se encarnan en los sujetos dominantes y poderosos, en los señores que esclavizan y gobiernan; en tanto que las fuerzas reactivas dirigen la acción de los esclavos, de los individuos dominados y sometidos. Pero esto no es
definitivo, no implica una identidad inmutable ni una característica ontológica; en verdad,
las fuerzas se despliegan a través de varios giros produciendo un efecto sistemático de
conjunto: la historia que retorna.
Nietzsche concibe que el eterno retorno de lo mismo es la noción central de su filosofía de la
historia. Es absurdo atribuir al filósofo alemán que supuestamente haya proclamado alguna utopía, o que suponga que existe un determinado sentido en la historia orientándola
hacia un final explícito (aun cuando éste podría ser la realización del superhombre o la
trasmutación de los valores). Nietzsche despliega una labor intelectual que horada la concepción tradicional de la historia en sus dos matrices occidentales: desprecia la suposición
de que exista un final de alcance universal en la historia (noción teleológica), y pone en evidencia la ridiculez de un sinnúmero de descripciones idílicas sobre el mejor mundo posible: las utopías. Nietzsche, con el constante martillar de su crítica ácida destrozó desde la
concepción religiosa cristiana que se funda en la teología agustiniana de la historia, hasta
las variantes modernas, tanto políticas como ideológicas y filosóficas, del liberalismo y el
socialismo forjadas en el siglo XIX.
23
Véase mi artículo “Retorno y modernidad: La crítica nietzscheana de nuestro tiempo”. En Estudios Bolivianos Nº 1. UMSA. La Paz, 1995, pp. 251-319.
19
La disposición antigua que unía la bondad moral con la fuerza física, el poder político con
la entereza psicológica, la riqueza material con la belleza, dando lugar a la afirmación de
las aristocracias griega, romana, escandinava, germánica, árabe y japonesa, se subvirtió. El
fuerte terminó siendo detestado, vituperado y condenado por el débil que puso en acto su
propio impulso reactivo. La causa para que aconteciera tal cambio en Occidente fue el
cristianismo, ideología religiosa que, mediante la trasmutación de valores, terminó por
imponer el resentimiento, la mala conciencia y el ideal ascético. Cambio que, sin embargo,
retornará a la primera disposición pero para variar de nuevo. Tal, el eterno retorno de lo
mismo en la historia. Vaivén que no sólo se desplaza en el contexto de la sociedad o la cultura universal, sino que atañe a las naciones, a los grupos, a los individuos, tanto en lo más
grande de sus existencias como en lo infinitamente pequeño.
Nietzsche, gracias a su concepción del tiempo, a su teoría del eterno retorno y a la idea de
que Dios ha muerto sin que exista verdad definitiva alguna, vulnera los cimientos de la
filosofía occidental tradicional convirtiéndose en el destructor de la trascendencia, el detractor de la razón y el descubridor de la farsa escondida detrás de toda teoría que habla
del “mundo verdadero”. Que Nietzsche insista en la voluntad de poder es otra forma de
descubrir la mentira encubierta detrás del discurso del telos. Las variantes modernas de la
visión agustiniana de la historia, en especial el liberalismo y el socialismo del siglo XIX,
duramente criticados por Nietzsche, son coartadas que sustantivan contenidos falaces de
igualdad, justicia, libertad y fraternidad entre los hombres. Estos discursos son máscaras
que preservan renovadas formas de desigualdad, de dominio y de explotación.
Tanto como la moralidad ha constituido “el instinto de rebaño traspuesto en el individuo”24, las tendencias políticas e ideológicas que Nietzsche identifica y que son el sustento
de la modernidad, domestican las conciencias y delinean la acción colectiva recurriendo a
argucias filosóficas como la moral o Dios. De este modo, la modernidad pretende mostrar
la acción racional como el sentido de existencia individual, social y universal, siendo que
en verdad, se trata apenas de la “gazmoñería”25 que, desde Kant, ha pretendido aparecer
como inteligibilidad para el hombre y la cultura.
LA FILOSOFÍA ANALÍTICA DE LA HISTORIA
Dentro de la matriz analítica de la filosofía de la historia es posible identificar las perspectivas neopositivista, idealista e historicista. Expuestas brevemente y en conjunto, cabe concebir a tales perspectivas de la siguiente manera: La concepción neopositivista delinea una
historiografía explícita, paralela a la historiografía de algunos filósofos e historiadores
idealistas. Entre ambas perspectivas, sin embargo, existe otra perspectiva analítica que evita varias paradojas que acechan al pensamiento filosófico. Se trata del planteamiento historicista que ofrece perspectivas críticas y sugestivas.
En siglo XX, gracias al desarrollo de la epistemología neopositivista, por una parte, y gracias, por otra, a renovadas y vigorosas expresiones idealistas, algunos autores restringie24
La Gaia ciencia. Fragmento 116, p. 130.
25
El crepúsculo de los ídolos. “Pasatiempos intelectuales”. Fragmento 1, p. 77.
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ron el horizonte de la “filosofía de la historia” a la consideración de problemas relacionados con la teoría del conocimiento científico. Desde esta perspectiva, especular sobre la historia, por ejemplo, pretendiendo establecer con arbitrariedad extrema, cuál es su final o
qué sentido sigue, no deja de ser un despropósito de la presunción teleológica. Similares
despropósitos se advertirían, según esta perspectiva denominada “analítica”, en el pensamiento utópico y peor aún, en la visión cíclica de la historia que retorna. Así, para los discursos más o menos optimistas que abogan por hacer de la filosofía una “ciencia estricta”,
a la “filosofía de la historia” no le cabe otro futuro distinto que el de resolver los problemas del conocimiento de la historia, habiendo asumido a tal disciplina como científica.
Para el positivismo y el idealismo contemporáneo las preguntas que guiarían el desarrollo
de la “filosofía de la historia” se restringen a temáticas epistemológicas: ¿la historia como
disciplina, puede ser considerada científica?, ¿qué valor tienen los enunciados que se alcanzan en la historia, son verdaderos, son proposiciones científicas?, ¿es posible alcanzar conocimiento “científico” de hechos singulares e irrepetibles?, ¿qué valor tiene el conocimiento del pasado?, ¿qué influencia tiene en el saber de los historiadores, su subjetividad,
sus intereses y su propósito de entender el presente a partir de cierta visualización del
pasado?, ¿es posible esperar objetividad en la historia?, ¿es verosímil hablar de “explicación histórica”?, ¿la historia establece relaciones causales científicas entre los hechos?, en
fin, ¿es admisible que la explicación histórica ofrezca una relación causal establecida? Éstas
son algunas de las interrogantes a las que, positivistas e idealistas del siglo XX restringen
la reflexión filosófica sobre la historia.
Con el propósito expreso de evitar las especulaciones que se han dado en la larga tradición
teleológica, utopista o cíclica; a partir de una visión crítica de los límites que positivistas e
idealistas se imponen al restringir la filosofía de la historia a una problematización exclusivamente epistemológica, en el siglo XX también se han desarrollado interesantes afirmaciones teóricas que pueden ser conceptualizadas como “historicistas”. Se trata de sugestivas perspectivas de la “filosofía de la historia” que, en el contexto contemporáneo, auspician interesantes pautas, dadas, por ejemplo, desde la teoría de los paradigmas de Thomas
Khun, el enfoque genealógico de Michel Foucault o desde la visión anarquista de la ciencia
desarrollada por Paul Feyerabend. Se trata de enfoques nuevos sobre la forma de ver,
comprender, apropiarse y proyectar el pasado con evidente interés en el presente y en el
futuro individual y colectivo, con tolerancia, relativismo y diversidad.
Resulta significativo que la “teoría de los paradigmas” no responda a la pregunta de si la
historia es o no una disciplina científica. Al margen de dicho cuestionamiento, tal teoría
establece que no es posible suponer una noción universal de la ciencia. Así, según la concepción de Thomas Kuhn, sólo se puede comprender lo que la ciencia ha significado para
la humanidad si se considera tal valoración desde una perspectiva histórica. La historia
muestra que no existe una definición universal y necesaria del conocimiento científico, y
que éste depende de las condiciones ideológicas, políticas y culturales en general, de las
que emerge, consolidando específicas definiciones sobre la ciencia y sobre el modo cómo
habrá de realizarse los quehaceres científicos disciplinares.
Parecidas aseveraciones se encuentran en el enfoque “genealógico” y que fue desarrollado
por Michel Foucault. Se trata de las condiciones, circunstancias y particularidades que es
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imprescindible señalar y tener en cuenta el momento en el que se establece cómo se dan
los conocimientos, con mayor razón si se trata de las llamadas “ciencias humanas”. Según
el filósofo de Poitiers, existe un a priori histórico que obliga a hacer consideraciones de
contexto para tratar el surgimiento, desarrollo y validez de cualquier discurso, sea o no
considerado un conocimiento “científico”. Más aún, al explicitar tal contexto es imprescindible considerar que está constituido gracias a una épisteme determinada. La épisteme es el
conjunto de partes y relaciones que, en una época específica, condiciona las acciones individuales y sociales fijando regularidades sobre los objetos, aceptando proposiciones determinadas por su estilo, contenido y sentido, y obligando a los sujetos a abstenerse de
cuestionar las elecciones temáticas, los usos conceptuales y las metodologías desplegadas.
Finalmente, también se encuentran contenidos de la “filosofía de la historia”, por ejemplo,
en la epistemología anarquista de Paul Feyerabend. El filósofo vienés piensa que el método es la parte ideológica de la ciencia, que el conocimiento científico está indisolublemente
unido a intereses políticos circunstanciales constituyéndose en un juguete instrumentado
por la propaganda y la moda, que “todo vale” en la ciencia, sea como procedimiento, descubrimiento o construcción; y que existen meollos racionales en prácticas tradicionales
como la astrología, la medicina ancestral, la religión o el arte. Pues bien, esta concepción
anarquista descubre, en primer lugar, que el conocimiento científico no debe ser considerado una práctica hegemónica de poder político alguno; en segundo lugar, que hay valores
científicos en las culturas tradiciones y que, por lo tanto, en tercer lugar, la historia no es el
decurso o progreso necesario que todos deben seguir por el camino positivo que conduce
al estadio científico: esto es, la única meta que ha sido marcada por el paso vanguardista
de los países occidentales.
Si bien he presentado en esta exposición una visión sucinta de la filosofía especulativa de la
historia recurriendo inclusive a algunos de sus más connotados representantes, no he realizado lo propio respecto de las variantes de la filosofía analítica de la historia. Sin embargo, por la riqueza y actualidad que ofrecen, especialmente, las posiciones historicistas,
considero que es necesario continuar trabajándolas. Respecto del positivismo y del idealismo, recíprocamente, no son inútiles nuevas críticas que pongan en evidencia su valor
relativo. De esta manera, es expectable que surjan inclusive de estas perspectivas, algunas
puntualizaciones útiles para la construcción de una interpretación filosófica de la historia,
propia y personal. Actualmente espero encaminarse hacia la consecución de tal empresa.
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