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Transcript
Isaac Riera, M.S.C.
n el Credo o profesión de fe del católico decimos: "Creo en la Santa Iglesia
Católica", un artículo de fe que proclamamos en nuestra asamblea de la Palabra
y de la Eucaristía: dentro de la Iglesia proclamamos la fe en esa misma Iglesia.
Como creyentes, esa fe deberíamos mantenerla siempre firme, sean cuales
sean, las situaciones y los problemas, que nos puedan surgir.
Pero no siempre es así, ni muchísimo menos: una buena parte de la gente que se
considera católica, pero que no es practicante, y otros que practican, pero que son
"contestatarios" -así ocurre en cierto clero "progresista"- llevan a tal extremo una crítica
tan sistemática y profunda de las enseñanzas de la Iglesia, que muy difícilmente se
puede decir que tengan fe católica. Más aún: hay católicos que dicen abiertamente que
creen en Jesucristo, pero que no creen en la Iglesia, y se quedan tan tranquilos, porque
la confusión de ideas en las cuestiones religiosas es ya un mal endémico.
E
Se cree en la Iglesia cuando la vemos como una institución divina, aunque esté
compuesta de hombres, y se deja de creer en ella cuando sólo vemos su realidad
humana. Éste es el verdadero fondo de la cuestión. Es significativo, a este respecto, que
la crítica a la Iglesia se convierta en fobia anticlerical desde hace siglos. Cuando se deja
a un lado su realidad divina y se la considera como una estructura puramente humana,
es lógico que exista una animadversión hacia la Jerarquía católica, acusándola de
dogmatismo impositivo, de dominadora de conciencias, de enemiga de la libertad, tal
como ocurre en las instituciones humanas.
Creer en la Iglesia. Autor: Isaac Riera, M.S.C. Revista Madre y Maestra.
Noviembre 2011. Págs.364-369
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Los enemigos de la Iglesia centran su crítica sólo en su Jerarquía, no en el mal
comportamiento del pueblo católico, porque saben que constituye su estructura
fundamental. Así ocurrió con la Reforma protestante. En nombre de la "libertad
cristiana", Lutero atacó a la Jerarquía católica con este resultado final: la disolución de
la Iglesia en innumerables sectas.
La fe en la Iglesia tiene una analogía con la fe en Jesucristo: así como creemos en
Jesucristo, en su misterio humano-divino, así también creemos este misterio en la
Iglesia. Los dos aspectos son inseparables y se cae fácilmente en la herejía cuando se
contraponen. Creer en la Iglesia, por otra parte, es fundamental para mantener la fe en
todos los demás misterios cristianos. Cree en la Iglesia, que la Iglesia ayudará tu fe. La
experiencia, mil veces repetida, confirma este principio, porque todas las herejías y
todos los casos de pérdida de la fe cristiana han comenzado, sin excepción, en la crítica
radical a la Iglesia jerárquica. Y no puede ser de otra manera. Cuando no se ve en la
Jerarquía a los representantes de Jesucristo, su palabra deja de ser norma de fe y
defensa en las posibles desviaciones, y es nuestro pensamiento, sólo nuestro
pensamiento, quien decide lo que debemos o no debemos creer. Pero no nos
engañemos: ese cristianismo "a la carta" que nos fabricamos es una pérdida de la fe.
La verdad que nos ilumina
Creer en la Iglesia nos hace creer en las verdades fundamentales que necesitamos
para dar sentido a la vida, y cuya ausencia nos hunde en el vacío. Es el signo distintivo
del católico. No nos diferenciamos de los demás por nuestro comportamiento, sino por
nuestras firmes creencias. Y ello tiene una importancia capital, como podemos constatar
en nuestro tiempo.
La mayor parte de los males morales que padecemos provienen de la dictadura del
relativismo y subjetivismo que se ha impuesto en nuestra sociedad; sin ninguna verdad
segura, cada uno define el bien y el mal a su manera, y todo es posible para una libertad
sin contenido. En este contexto sociocultural que estamos viviendo, el catolicismo que
representa la Iglesia es más necesario que nunca, porque nos da lo que no encontramos
en el mundo: las firmes verdades en respuesta a los grandes interrogantes de la
existencia, las pautas para guiar nuestra conducta, el horizonte luminoso que da sentido
a nuestra vida.
Este gran bien que nos da la Iglesia, sin embargo, es "piedra de escándalo" para el
mundo, de cuyos criterios, lamentablemente, también participan algunos que se dicen
católicos. En el tema de las verdades de fe, la Iglesia es, fue y será inamovible, y esto
escandaliza la gran opinión del mundo, que considera a la libertad de pensamiento como
uno de los principios fundamentales del humanismo, moderno. Es comprensible este
escándalo en los que no tienen fe católica, pero resulta incomprensible en los que dicen
tenerla. Al enseñar y defender ciertas verdades como dogmas de fe, la Iglesia no
defiende "su" doctrina, "sus" principios o "su" ideología, tal como ordinariamente se
dice, sino las verdades reveladas por Dios de la que Ella es "depositaria", "columna" y
"fundamento" (1 Tim 6, 20 y 2, 15). Cuando nos adherimos a la doctrina de la Iglesia,
no nos sometemos a la doctrina de una institución, sino a las verdades reveladas por
Dios, las únicas inmutables, y que por esa razón son objeto de fe.
Esta firmeza en la fe, sin embargo, supone grandes problemas y sufrimientos, sobre
todo en nuestro tiempo, tanto por la imagen social de la Jerarquía de la Iglesia, que es
Creer en la Iglesia. Autor: Isaac Riera, M.S.C. Revista Madre y Maestra.
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negativa, como por la incomodidad en que se encuentra el creyente católico, al margen
de las corrientes de opinión que imperan en nuestro mundo. Muy a su pesar, la Iglesia y
sus fieles católicos están hoy, en el contexto social, cultural y político que vivimos, en
una situación de testigos minoritarios y heroicos.
¿Cómo no sufrir de soledad e incomprensión en una sociedad cuyas leyes y
comportamiento -piénsese en el divorcio o el aborto, por ejemplo-están muy
mayoritariamente aceptadas e implantadas? Y al marginamiento hay que añadir las
acusaciones de dogmatismo, fanatismo, actitud reaccionaria y antidemocrática, etc. etc.,
que cada día se nos dirigen desde todos los frentes. Hoy más que nunca, la Iglesia se ve
obligada a ser mártir de la verdad, al igual que su divino Fundador.
Estar en el mundo, sin ser del mundo
En su oración sacerdotal de la última Cena, Jesús ruega al Padre por sus discípulos:
"No ruego que los retires del mundo, sino que los guardes del maligno. No son del
mundo, como tampoco yo soy del mundo" (1 Jn 17, 1516). Es la condición de su Iglesia:
estar en el mundo participando de todo lo humano, y no ser del mundo porque su
realidad invisible pertenece a la dimensión divina. Estos dos aspectos, que parecen
opuestos y aún contradictorios, se encuentran en la Iglesia en tensión dialéctica, y nos
indican que Ella participa también del Misterio de la Encarnación. Uno de los primeros
escritos cristianos, la Carta a Diogneto, expresa esta doble condición de la Iglesia en
palabras admirables:
"Los cristianos viven en la carne, pero no según la carne. Viven en la tierra, pero su
ciudadanía está en el Cielo. Obedecen las leyes establecidas, y con su modo de vivir
superan estas leyes. Aman a todos, y todos los persiguen (). Los cristianos son en el
mundo lo que el alma es en el cuerpo”.
La Iglesia está en el mundo porque se compone de hombres y participa de todos los
problemas y trabajos de los hombres. "Nada hay verdaderamente humano que no
encuentre eco en su corazón" (GS, 1). No es ni un gheto, ni una secta de iluminados.
La Iglesia está presente y activa en todas las realidades humanas como creadora de
civilización y de cultura en los pueblos a lo largo de la historia, como portadora de un
mensaje que se adapta a las circunstancias diversas del mundo, como ayuda y
consuelo, sobre todo, de los sufrimientos humanos, cualesquiera que éstos sean. Y
porque está compuesta de hombres y vive en el mundo de los hombres, también es pecadora y necesita una continua reforma. La mundanización de la Iglesia jerárquica fue
un hecho muy negativo en ciertas épocas de la historia, y es una tentación' constante
en todos los creyentes. El pecado también se halla en la Iglesia, y por eso su historia
está llena de problemas, dramas y divisiones internas.
A pesar de ello, la fe que debemos tener en la Iglesia se reafirma porque su misma
realidad manifiesta que no es de este mundo, ni podemos considerarla como realidad
mundana. No es del mundo por su perpetuidad e indefectibilidad; el signo de todo lo
humano es estar sometido a profundos cambios a lo largo de la historia, y nada es
permanente; pero sólo la Iglesia Católica mantiene la misma estructura y la misma
doctrina a través de los tiempos.
Creer en la Iglesia. Autor: Isaac Riera, M.S.C. Revista Madre y Maestra.
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No es del mundo por la santidad de su doctrina, de sus Sacramentos y de sus obras;
el hecho de que sea pecadora no impide que la Iglesia tenga en su seno millares y
millares de santos, ejemplos sublimes de la más alta calidad moral, un hecho imposible
de explicar en la dimensión mundana.
Y no es de este mundo por su condición de peregrina hacia la Patria Eterna; a pesar
de estar en medio de los problemas del mundo, su última mirada está puesta más allá del
mundo, en la salvación eterna de todos los hombres.
Al servicio del hombre
Si se reflexiona sin prejuicios sobre la enseñanza y las obras de la Iglesia Católica,
encontraremos una poderosa razón para creer en ella: su doctrina y su práctica al
servicio del hombre -el humanismo cristiano- cuyos principios y valores sobrepasan
cualquier otra clase de humanismo. Todo cuanto la Iglesia enseña, defiende y promueve
está orientado al auténtico servicio del hombre; y todo cuanto rechaza y condena es
aquello que degrada el ser del hombre y su dignidad excelsa de persona. Es increíble,
por tanto, que los enemigos de la Iglesia la acusen de oponerse a lo humano, cuando es
justamente lo contrario. Ni el humanismo liberal, que defiende una libertad sin
contenidos ni ideales; ni el humanismo marxista, que predica el odio y la lucha de
clases; ni el humanismo materialista, que es la plataforma de toda inmoralidad, pueden
parangonarse, ni de lejos, a ese humanismo integral y admirable que está en la base de
la doctrina católica.
Se debe admirar a las ideologías, movimientos e instituciones que promueven lo
auténticamente humano, pero es la Iglesia la que, en lugar de críticas malintencionadas,
merece ser admirada por encima de todos. ¿Quién, sino la Iglesia, considera tan alta la
dignidad del hombre, que lo presenta como creado a semejanza de Dios, lo eleva a la
categoría de ser su hijo, y considera la vida humana como algo intocable y sagrado?.
¿Qué ideología puede presentar un ideal de amor al hombre como el que predica la
Iglesia, que hace del amor a Dios y al prójimo su ley suprema, nos pide una caridad sin
fronteras, exhorta el perdona los enemigos, e impulsa las relaciones fraternas?. ¿Y qué
filantropía puede compararse al amor compasivo que desarrolla la iglesia, perdonando el
pecado, tendiendo la mano al necesitado, y estando siempre cercana a todas las miserias
humanas? La Iglesia es, ciertamente, "experta en humanidad", tanto en lo que enseña
como en lo que practica.
La gran mentira del anticlericalismo es presentar a la Iglesia como aliada de los
poderosos y de los ricos, una mentira que causó en la Guerra Civil española la tragedia
de la persecución religiosa más cruenta de la historia; a pesar de las evidencias en
contrario, todavía subsiste en cierta gente esa mala idea. La Iglesia puede tener muchos
defectos, ciertamente, pero su labor social con los más pobres es de todo punto
admirable, porque a ella dedica la mayor parte de sus medios y de su energía. Hoy más
que nunca, está cumpliendo el mandato de caridad de Cristo
-"Tuve hambre y me disteis de comer" (Mt 25,35)- en las parroquias, en los países de
misión, en multitud de institutos y organizaciones religiosas.
Tan extensa e intensa es su labor social que podemos decir que hoy, en determinados
países, es ella la que está llevando la mayor parte del peso de los pobres y desheredados
de la tierra. Una poderosa razón para que, superados viejos prejuicios, la gente
anticlerical empiece a creer en la Iglesia.
Creer en la Iglesia. Autor: Isaac Riera, M.S.C. Revista Madre y Maestra.
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