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Conferencia pronunciada en la Universidad de Almería, mayo 2011 El laberinto del Islam Nuestra primera obligación es ubicar el Islam en el mundo de hoy y ubicarnos a nosotros dentro del Islam. Se habla en los medios de comunicación de chiítas, de sunnitas, de wahabitas, de Hermanos Musulmanes, de sufíes, de musulmanes conversos, de fundamentalismo islámico… Y nos preguntamos ahora: ¿Cuántas clases de musulmanes hay? ¿Cuántos tipos de Islam? Si buscamos información sobre el Islam y hacemos a un lado toda esa serie de publicaciones islamófobas desde Finkelkraut, Bernard Lewis o Hunchinton a sus espejos españoles (Ion Juaristi, Serafín Fanjul o Gustavo de Arístegui), ¿con qué nos encontramos? En primer lugar, encontramos las obras traducidas -como se ha podido, siempre con un lenguaje cristianizante- de toda esa serie de filósofos clásicos del Islam Averroes, Avicena, Avempace...- que de hecho hoy día apenas intetesan a algunos pocos arabistas. Arabistas -no se nos olvide- que creen o quieren hacernos creer que toda la gloria del Islam pertenece a tiempos pasados. Se trata de libros de falsafa que deben más a Aristóteles que a la Revelación coránica. Los musulmanes lo sabemos desde Al-Asharî, y por eso hace siglos hemos dejado de leerlos. La filosofía griega dentro del Islam fue un experimento que sólo sirvió a Occidente para que recibiese de nuestras manos unos clásicos griegos que de otra forma quizá se hubieran perdido para siempre. En segundo lugar, encontraremos un buen pensamiento metafísico –Corbin, Guenon, Schuon, Izutsu…- que nace del rescate de autores como Ibn Arabî, Mullâ Sadra o Sohrawardi, al fin y al cabo todos ellos incomprensibles de principio a fin para un sencillo conductor de caravanas como fue Muhammad, el Profeta del Islam. La innegable profundidad de esta metafísica neoplatónica que entra en el Islam a partir de Ibn Masarra y llega hasta el reavivamiento actual de la Escuela Akbarí no tiene sabor a desierto de Arabia sino a Plotino. No salimos, por tanto, de la herencia griega. Si dejamos las librerías y vamos a las mezquitas, encontraremos mucho material de un valor intelectual casi nulo. Las publicaciones que hasta el día de hoy exporta la propaganda wahhabî desde los países del Golfo Pérsico no tienen más horizonte que constituirse en el material base de un Islam eclesializado en torno a un Vaticano Rabitas, con sus imames de palabra secuestrada, sharî‘a silenciada y sueldo fijo, tratando de constituirse en autoridades espirituales a la fuerza. Sensiblemente mejor –todavía dentro de lo malo- es el material dejado en las mezquitas por los servicios de propaganda del chiísmo oficial de la República de Irán. Los ayatollás, más cautelosos que los clérigos de financiación saudí, comparten no obstante con ellos una pretensión idéntica de eclesializar el Islam, solo que sustituyendo unas autoridades y unas ortodoxias por otras. Hasta ahora hemos hablado del rescate actual de los pensadores de la falsafa (v.gr. Averroes), nos referimos a la metafísica que hoy día se recrea a partir de la obra de grandes místicos (v.gr. Ibn ‘Arabî), e hicimos un rápido esbozo de la opinión que nos merecían los textos que los wahabíes y los chiítas difunden por las mezquitas del mundo entero. Ahora le toca el turno al Sufismo. El de Muhammad fue un Islam tan ajeno a la simpleza mental del Islam wahhabi como al sabor empalagoso del Islam que hoy día difunden los sufíes fuera de su ámbito tradicional: yerrahis, naqshbandis, mevlevis, nematollahis, seguidores de Idries Shah… Los sufíes que hay entre nosotros no quieren acometer problemas de la Umma como la lapidación, la ablación del clítoris, el machismo o los malos tratos. Son asuntos demasiado vulgares, lastre de esa Umma respecto a la que se creen tan superiores, y que desde luego no se siente representada por ellos. Estos nuevos sufíes tampoco quieren hablar de yihâd. El profeta Muhammad tenía espadas, iba al combate y se manchaba de la sangre de esos que trataban de destruir el Islam. Los ángeles del Islam guerrean e invitan a los creyentes a no desfallecer en el combate. Habrá que estudiar cuándo está permitido el yihâd y con qué limitaciones. Lo que no se puede es dar gato por liebre; todavía menos si el gato es de peluche. El Sufismo de Occidente, a fin de cuentas, se integra en esa serie de propuestas de amor a lo divino a las que ya nos tiene acostumbrados la Nueva Era. Defienden como horizonte de la mística islámica el “amor a Al-lâh” sin el menor respaldo coránico -lo abras por donde lo abras-, y pasan por alto el sin número de amenazas y maldiciones del libro que dicen seguir, tranformando el Corán en un Mashnavi. La revelación coránica, le pese a quien le pese, tiene el mismo tono amenazador que puede leerse en los profetas bíblicos, mientras que el Mashnavi podría haber sido escrito por San Juan de la Cruz o Santa Teresa de Jesús si hubieran sabido persa. Los únicos sufíes de verdad en el Islam son los que no saben que lo son. Hombres y mujeres jóvenes o ancianos que no hablan de “amor a Dios” sino de taqua, de conciencia de tus actos. Si es que hablan de algo. Nada de Ibn ‘Arabî, nada de Rumi, nada de Corbin, nada de Guenon. Todo esto forma parte del marketing del Islam, del modo de su venta en Occidente. Pero, con más de mil quinientos millones de musulmanes en el mundo, es ya muy tarde para inventarse el Islam. Entonces, ¿no es verdad que el Sufismo sea “el Islam bueno” y el Fundamentalismo “el Islam malo”? Estas son las simplificaciones a que nos tienen acostumbrados los mass media. Es cierto que el Sufismo es razonable, profundo y poético pero puede llegar a no ser reconocible como “Islam” dentro de amplios sectores de la Umma. Por su parte, ésos a los que llamamos “fundamentalistas” a veces son sólo musulmanes coherentes que cumplen con las prescripciones rituales del Corán, se irritan si caricaturizan a su profeta o protestan cuando se invade un país islámico. Lo cierto es que entre esa minoría de musulmanes que se presentan como “sufíes”, y esa minoría de musulmanes que apuestan por una lucha armada contra Occidente, está la gran mayoría de musulmanes, los verdaderos herederos del mensaje de Muhammad, millones de hombres y mujeres en el mundo que tienen la sensatez y la paciencia del profeta que los guía. A mi juicio, el problema del Islam de Muhammad no está a nivel de práctica sino a la hora del discurso. Son las explicaciones sobre qué es el Islam y no la forma de vivirlo lo que nos confunde. Aclaremos, pues, ¿cómo fue el Islam de Muhammad? A veces, a los que intentamos traducir la sensibilidad muhammadiana al lenguaje occidental se nos olvida que Muhammad no fue un teológo, ni un filósofo ni un ideólogo. Muhammad sólo fue un profeta, es decir, un hombre que vino con un mensaje que invitaba a la transformación radical de su mundo. A la hora del diálogo interreligioso la interlocución cristiana con el Islam no es fácil porque se han establecido con él demasiadas identificaciones con nuestra interpretación de la religión. El Islam de Muhammad fue una ética, sí, pero una ética sin idea de pecado; fue una religión, por supuesto, pero una religión sin dogmas; fue una cosmovisión, no hay duda, pero una cosmovión sin metafísica; y fue una mística, nadie lo está negando, pero una mística sin unión. Los paralelismos fáciles con el Cristianismo, a la postre, no son capaces de generar verdaderos lugares de encuentro. Nadie duda que sea más fácil hablar con un musulmán converso que se presenta como “sufí” que con un musulmán que venga de Marruecos o Libia con su castellano cogido con pinzas. Pero si hay que elegir entre un “sufí” y un “musulmán normal” tendremos que decidir no con quién de ellos es más fácil dialogar sino quién es más representativo de la sensibilidad general de la umma. Porque dialogar no es escucharse a sí mismo, y el “sufi” es un cristiano que lo no sabe. A Asín Palacios nunca lo engañó el Sufismo. Él estaría de acuerdo conmigo en que el “sufi” es un cristiano con chilaba.